La izquierda que murió de melancolía EDUARDO TOCHE1 Los aprestos electorales contienen algo que pugna por aparecer como nuevo e, incluso, original: la izquierda. Sin embargo, los electores con menos de 30 años, que esperaban una ola renovadora en el fatigado proscenio político peruano, seguramente ya estarán descubriendo que la realidad que se les presenta no es la que habían imaginado. Muchos de los izquierdistas de ahora, no todos, han estado en actividad durante la última década, bajo membretes que buscaban abrigar cualquier atisbo de su pasado recientísimo, aun cuando una mirada detenida podía notar que la cobertura les quedaba chica y seguía revelando lo que deseaban ocultar. Asimismo, verán que fueron los mismos que imaginaron un segundo debut con la generalizada sensación antiautoritaria formada a fines de siglo. Igualmente, constatarán que muchos de ellos fueron parte del actual gobierno y tuvieron una fugaz gloria en el anterior, el de Paniagua. Vale precisar que algo de cierto tiene la fórmula que usarán cuando se les increpe al respecto: «fue a título personal». En efecto, sus compromisos no obedecieron a línea ni estrategia partidaria alguna. Los partidos de izquierda ya no existían a inicios de la década de 1990. Ahora tampoco. 1 Investigador de desco. Para los que superamos los 40, la historia es más simple y menos sorprendente. Son prácticamente las mismas personas que aparecieron en la política grande hacia fines de la década de 1970. Claro, cuesta homologar los recuerdos de aquellos jóvenes que convocaban esperanzas de cambios instantáneos hace veintitantos años, con un presente en el que abundan expresiones de buenos deseos y voluntad a raudales, pero casi ninguna propuesta transformadora. Así, en algún momento se tomará nota de que la izquierda en el Perú en realidad no está reapareciendo. De una u otra forma, estuvo vigente durante estos años y mostrándose más o menos como lo hace en la actualidad, es decir, bien stablishment, lo cual no está mal. Los montoneros de Kirchner en Argentina y los petés de Lula en Brasil son, sin duda, stablishment; también los socialistas chilenos de Lagos, si no veamos nada más el cerrado nacionalismo que aflora en algunos de sus diputados cuando se les cruza algo con rótulo de Perú o Bolivia. Pero, en todos estos casos, hay algo que los hace diferentes a la izquierda peruana. Aunque Jorge Castañeda haga una diferencia sustancial en la actual izquierda latinoamericana,2 es innegable que son expresiones que se renovaron al asumir que, además de una crisis ideológica presentada en el contexto mundial con el fin del bloque soviético y la caída del Muro de Berlín, hubo una dimensión regional que ya expresaba dificultades desde fines de los sesenta 2 Castañeda afirma que existen dos izquierdas en Latinoamérica: una que proviene de canteras firmemente socialistas y que actualmente opta por un sano pragmatismo, como Lula en Brasil, Lagos en Chile y Vásquez en Uruguay; y otra que proviene de un pasado populista y nacionalista (Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela), menos propensa a dejarse influir por las corrientes modernizadoras (Castañeda, Jorge. «Las dos izquierdas en América Latina». La Tercera, Santiago de Chile, 30 de diciembre de 2004). 2 e inicios de los setenta. En otras palabras, el ciclo inaugurado con el triunfo de la Revolución Cubana había marcado su final con dos hitos: la muerte del Che en 1967 y el derrocamiento de la Unidad Popular en 1973. Luego, solo quedó la sobrevivencia. Hacia adelante, «por su conversión al modelo dominante o por impotencia, la izquierda ofrecía el espectáculo de la derrota».3 Desde las organizaciones que pasaron a reingeniería luego de su experiencia armada, hasta los sindicatos que se fortalecieron con las políticas industrialistas, no pudieron capear una demoledora ofensiva que combinó altos grados de represión con «flexibilizaciones» laborales. Sin embargo, esta situación empezó a revertirse en la medida en que los catastróficos resultados del neoliberalismo fueron cada vez más evidentes. A mediados de la década de 1990, los acontecimientos de Chiapas establecen un punto de arranque, más simbólico que real, que daría inicio a un intenso debate sobre la nueva presencia que debía adquirir la izquierda en el continente. Sin embargo, en el Perú parece que no hubo mayor movimiento al respecto y, de esta manera, el indispensable balance para superar el marasmo fue aplazado indefinidamente. DE LA PROMESA AL SILENCIO Entre 1978 y 1980 se produjo un punto de quiebre fundamental de la izquierda peruana inducido por dos factores: uno, su participación electoral y, dos, la aparición estelar de Sendero 3 Sader, Emir. «Año crucial para la izquierda latinoamericana». Le monde diplomatique, edición en español, n.º 88, febrero de 2003. 3 Luminoso en 1980. Mucho se ha escrito sobre las motivaciones y los efectos que tuvo la decisión adoptada por la mayoría de organizaciones políticas de raíces marxistas de participar en las elecciones convocadas para formar una Asamblea Constituyente, pero casi no se ha tocado el tema de la sorprendente votación obtenida que la lanzó, de la noche a la mañana, al protagonismo político. Lo inesperado del asunto la sorprendió sin estar preparada. Puede conjeturarse que los cálculos previos aspiraban, en el mejor de los casos, al establecimiento de una quinta columna en el sistema que sirviera de caja de resonancia para las tareas revolucionarias que, sin duda alguna, se resolverían en las calles y el campo. Pero, recibir la tercera parte de las preferencias electorales dio pie a otras lecturas, como la proximidad de los ansiados tiempos de cambio. Sin embargo, ese tercio era más imaginación que realidad. Allí se incluía a los demócratas cristianos, siempre pocos y para entonces poquísimos; a los generales de Velasco y, también, al Frenatraca de los hermanos Cáceres Velásquez. Pero eso no era todo. Las alianzas de izquierda, como quedaría demostrado casi inmediatamente, se forjaron con mucha voluntad, bastante premura y sin el debate mínimo para consolidarlas. Así, aparecieron cosas extrañísimas como el trotskista Hugo Blanco candidateando en la misma lista con Saturnino Paredes, maoísta en tránsito hacia Albania; o Genaro Ledesma, un abogado de campesinos sin filiación ideológica clara. Otro de los frentes, la Unidad Democrática Popular (UDP), no tardó mucho en que sus partes adquirieran otra vez autonomía plena. 4 Por otro lado, seguir las reglas del sistema tenía sus complicaciones. Convocada para hacer una Constitución, la izquierda, que había manifestado habilidad en los sindicatos y federaciones de estudiantes, se quedaba corta en un marco de actuación distinto. El juego en el mismo centro del sistema seguía pautas muy diferentes a las existentes en su periferia, sobre todo cuando ya no era eficaz la simple resistencia y había que demostrar que se tenía un modelo de país que proponer. ¿Estas dificultades siguieron alimentando una idea de «la revolución» cuando el contexto y, sobre todo, la acción política del momento indicaban lo opuesto? Parece que sí, y es cuando surge un atolladero insalvable que la aparición de Sendero Luminoso solamente agravó. La revolución estaba prefabricada en las mentes de los izquierdistas y, aunque la realidad había venido desenvolviéndose en una dirección exactamente contraria, fue imposible que renunciaran al eje mismo de su identidad. Incluso, la idea era acompañada de formas que parecían ser los mecanismos que le daban sentido: no había revolución imaginada sin columnas armadas marchando en las zonas rurales, sin muchedumbres urbanas llevando a cabo una insurrección generalizada, sin partido con dirigentes que impartían la línea correcta y, sobre todo, sin el agente que iba a posibilitar todo esto: el proletariado acompañado de los campesinos. Entonces, se empezó a añorar una revolución que nunca se realizó. Precisando: mientras mayores eran los compromisos con la realidad que se deseaba cambiar, más difícil resultaba reconocer las marcas que señalaban los nuevos tiempos y esto, a 5 su vez, reforzaba la nostalgia, una nostalgia melancólica. Como sostiene Slavoj Zizek, el melancólico no se limita a afirmar que algo se resiste a la «superación» simbólica: «en la medida en que el objeto-causa del deseo falta originariamente, de una manera constitutiva, la melancolía interpreta esta falta como una pérdida, como si el objeto que falta hubiera sido poseído y después perdido».4 Al finalizar la década de 1970, tratar de salvar, en cierto modo, lo que estaba irremediablemente perdido fue la norma implícita de la izquierda. Fue cuando la aparición armada de Sendero Luminoso la coloca en el disparadero y no tiene manera de barajar el reto. La izquierda legal, adjetivo este que a partir de entonces fue necesario agregar para diferenciarla de la que había optado por el suicidio con el pretexto de la superioridad moral, seguía usando recursos discursivos agitadores y dogmáticos, muy parecidos a los empleados por los violentistas, pero procedía de manera sustancialmente diferente a su prédica. Había decidido participar en elecciones y formar parte de las instituciones democráticas, pero seguía manifestando que la violencia como arma política era legítima en tanto respondía al orden injusto. Todo un galimatías. Las dudas no dejaron de expandirse en estos predios, acicateadas por el asombroso desarrollo que tuvieron los senderistas que, en poco tiempo, dejaron de ser una expresión circunscrita a Ayacucho. Al desconcierto inicial le siguieron los intentos de explicaciones a lo que sucedía ante sus ojos. Era imposible, se decía, que la revolución pudiera hacerse como planteaban los senderistas. Más aún, Sendero Luminoso no era una organización 4 Zizek, Slavoj. ¿Quién dijo totalitarismo? Cinco intervenciones sobre el (mal)uso de una noción. Valencia: Pre-textos, 2002, p. 167. 6 con capacidades mínimas para hacerla. Así, lo que ocurría no podía ser otra cosa que operaciones provocadoras provenientes desde la derecha. Lo que vino después fue el desgajamiento continuo del frente conformado por la izquierda legal (Izquierda Unida). Ya sabemos cómo terminó la «revolución» senderista que entusiasmó a no pocos. Lo mismo ocurrió con la patética experiencia del MRTA. Al final, todos terminaron diferenciándose de todos, pero, a pesar de los años transcurridos, el necesario balance brilla por su ausencia. ¿Hacer la revolución hoy? No parece una pregunta impertinente. El asunto es cómo y con quiénes. El mundo es bastante diferente a lo que fue hace dos décadas; los actores sociales son otros, los retos adquieren formas inusitadas. Es cierto que la izquierda peruana busca su camino y, en ese derrotero, ha contribuido con muchos aspectos vinculados a una expresión real de la democracia. Pero, sin catarsis a la vista, ¿puede asegurar que ha desalojado a los demonios de juventud? Incluso, asumiendo que el sueño radical, ese cómodo cobijo que resulta de presentarse como más ultras que los demás sin tomar nota de que es la mejor manera de postergar indefinidamente los cambios, no va más en los predios izquierdistas peruanos, existe un problema para el que no hay atisbo de respuesta: ¿cómo se ha «llenado» ese vacío dejado por la arcaización de la revolución armada? desco / Revista Quehacer Nro. 153 / Mar – Abr. 2005 7