André le Nôtre. Retrato de 1687. Fue uno de los pocos verdaderos amigos del egocéntrico Rey Sol. Charles Ie Brun (1619-:1690) es muy conocido parsus composiciones decorativas, vistosamente retoricas, con las que lleno Versalles, el castillo de V aux-IeVicomte y el Hotel Lambert, en Paris, pero su verdadera personalidad se revel a en ciertos retratos solos 0 en grupo, como el famoso cortejo de El canciller Seguier, y sobre todo en los bocetos preparatorios de sus obras. Al retirarse Colbert del ministeno, Le Brun fue sucedido en la direccion de la Academia y como primer pintar del rey por Pierre Mignard (1612-1695), retratista de talento, aunque adopto un estilo dulzon y halagador. Se ejercito en retratar hermosas coquetas: Maria Mancini, Madame de Grignan, la Montespan, la Duquesa de Portsmouth, querida de Carlos II de Inglaterra. Salvo Madame de Maintenon (Ia futura esposa morganatica de Luis XIV), todas esas beldades parecen iguales, mostrando amablemente uno de sus pechos. ARQUITECTURA|ANDRÉ LE NÔTRE Y LUIS XIV El jardinero de Versalles que odiaban en la corte Fue uno de los pocos hombres a los que respetó Luis XIV, el “Rey Sol”. Lo consideró todo un dios capaz de crear el Edén de Versalles: el parque más grande de Occidente, el más lujoso y el más refinado. André le Nôtre, de procedencia humilde, es el personaje central del último libro de Ian Thompson, “El jardín del Rey Sol”. El jardinero real fue uno de los poquísimos cortesanos que sobrevivió al lado del monarca durante 30 años de esplendor, promiscuidad, hedonismo cultural y conspiraciones. Por recomendación de Le Nôtre, se construyeron teatros, fuentes, espacios de baile Todos los jardines tienen una estructura simétrica. Más de tres millones de personas visitan al año el palacio y unos siete millones los jardines. Llegó a tener 2.400 fuentes sincronizadas. Por Rubén Amón Luis XIV convocó a André le Nôtre para concederle un ampuloso título nobiliario. Quería agradecerle su contribución demiúrgica a los jardines de Versalles, pero no podía imaginarse la reacción del arquitecto cuando le preguntó sobre los elementos que deseaba incorporar al solemne escudo de armas: «Tres caracoles y un repollo, majestad...». La anécdota irreverente aparece entre las páginas de El jardín del Rey Sol (Belacqua), título de la más reciente obra de Ian Thompson, que reescribe la biografía de Luis XIV desde el exhibicionismo versallesco y desde la perspectiva subalterna del maestro Le Nôtre. Resulta que el arquitecto parisino (1613-1700) fue uno de los poquísimos cortesanos que sobrevivió en los salones de Versalles durante 30 años de esplendor, promiscuidad, hedonismo cultural y conspiraciones. No era especialmente audaz ni particularmente culto. Tampoco amaba la caza ni secundaba los conciertos de Jean-Baptiste Lully, pero el tratado de Ian Thompson lo ubica sistemáticamente en la camarilla del monarca como un lazarillo o como una escapatoria a la vacuidad predominante: «Era un hombre de desarmante sencillez, un diplomático nato. Debía ser difícil sentir resentimiento hacia un hombre con capacidad para reírse de sí mismo. Y era, sobre todo, un vértice de la relación triangular entre Luis XIV y los jardines de Versalles». El palacio permanece como un símbolo indestronable del itinerario turístico, especialmente ahora que la resurrección mediática de María Antonieta ha servido de excusa a la reapertura de nuevos espacios y al culto de viejos símbolos arquitectónicos, aunque las dimensiones actuales de Versalles, 756 hectáreas, representan una anécdota respecto a las 15.000 hectáreas (150 kilómetros cuadrados) que abarcaron los jardines en el apogeo del reinado absolutista de Luis XIV. Era el mayor parque de Occidente, el más lujoso, el más exótico y el más refinado. Era también la prolongación material y megalómana de las ambiciones del Elegido de Dios, hasta el extremo de que el Rey Sol celebraba las conquistas amorosas y las victorias militares, añadiendo nuevas parcelas y expropiando terrenos sin acomplejarle la definición del infinito: «No existen los límites para la ambición de Francia». El proyecto requería una mano de obra descomunal que Luis XIV obtuvo en la soldadesca. Más de 30.000 infantes se ocuparon de plantar semillas, cavar zanjas, construir diques y abonar terrenos. Muchos murieron por la fatiga o por las fiebres que contrajeron en las zonas pantanosas, aunque el luto y el duelo de los peones jamás distrajeron el espectáculo visual de las 2.400 fuentes de Versalles sincronizadas. Manaban agua potable al compás de la música de Lully para ofensa de las poblaciones sedientas y para desconcierto de los ingenieros militares. Especialmente, el caballero Sebastien le Preste de Vauban, a quien Luis XIV ordenó construir una cisterna faraónica, anegar las tierras y traerse el agua del río Eure pese a la distancia de 100 kilómetros que le separaba de Versalles. «Mis plantas necesitan beber», repetía el monarca cada vez que se marchitaba un clavel o se le moría un jacinto. «Los jardines fueron el resultado de un inmenso trabajo en equipo», escribe Thompson. «Luis XIV era el equivalente del productor-director en una película, aunque su nombre también aparecería en los títulos de crédito como diseñador de decorados y bailarín. El ministro Colbert desempeñaba el puesto de ayudante de producción con gran meticulosidad en los detalles. Le Nôtre era, sin duda, el director artístico del filme». Ya que hablamos de cine y de jardinería, el favorito del rey recuerda implícita y sospechosamente a Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance. No lo dice Thompson, pero su retrato del arquitecto coincide en la ingenuidad y la honestidad del personaje del celuloide. Mr. Chance no conoce otro mundo que el jardín ni otro lenguaje que el de los árboles. Habla con simplicidad e infantilismo, pero quienes le rodean extraen de sus comentarios lecciones magistrales, sin duda suponiendo que el tipo habla, según los casos, en clave metafórica o metafísica. Visionario. ¿Era el caso de André le Nôtre? ¿Por qué razones Luis XIV nunca se cansó de él ni quiso depurarlo? ¿Qué hizo el jardinero de Dios para granjearse las envidias de la aristocracia francesa en el último tercio del siglo XVII? «Visionario y práctico», responde Ian Thompsom, «el arquitecto fue la clase de persona que el rey necesitaba para cumplir sus sueños en el terreno de la jardinería. Eran muy diferentes, les separaba una amplísima distancia social. Sin embargo, como lo admitía el engreído duque de SaintSimon, al rey le gustaba encontrarse y hablar con él. Si fuese posible hablar de amistad entre un dios y un demiurgo, entonces podría decirse que Le Nôtre y el Rey Sol fueron amigos. Y que se trató de una amistad basada en la jardinería. Versalles era una ciénaga. Los dos la convirtieron en un paraíso terrestre». El demiurgo respondía con eficacia y brillantez enciclopédica a las órdenes del dios. Le trajo olmos, álamos y tilos de Flandes. Compró castaños de las Indias en Viena. Adquirió narcisos de Turquía y naranjos de España. Viajó a Holanda para pintar el lienzo de Versalles con la paleta de los tulipanes, los jacintos, los jazmines y las grosellas. El rey estaba tan orgulloso de sus jardines que se avino a escribir de su puño y letra una especie de guía turística de Versalles. Se titulaba Manière de montrer les jardins de Versailles (método para enseñar los jardines de Versalles) y tenía costumbre de regalársela a monarcas y dignatarios como ejemplo de una afición que le obsesionaba cotidianamente. Podría sospecharse que el rey había perdido la cabeza y que dedicaba demasiadas horas a limpiar sus rosales con unas tijeras de oro, pero el símbolo de la fertilidad versallesco no sólo era una demostración de opulencia. También entrañaba un preclaro propósito político. Conspiraciones. París le asfixiaba al rey como un laberinto de complots y de conspiraciones. Versalles, en cambio, le permitía vigilar la corte igual que un pastor controla su ganado e igual que un cazador elige la presa con la escopeta. «Da la sensación», escribe Thompson, «de que la vida al completo de Versalles estaba coreografiada al minuto, con Luis interpretando el papel principal en tanto que los nobles del reino, antaño poderosos, tenían suerte si podían ejercer de simples figurantes. El rey les privó deliberadamente de cualquier clase de poder genuino, anulándolos mediante elaborados entretenimientos y costosos placeres, sometiéndolos a complicados rituales de etiqueta. Mientras estuviesen bajo la atenta mirada de Luis, correteando tras él en sus paseos por el jardín o quedándose sin banca en los juegos de mesa, no podrían reunirse a conspirar contra él», explica con lucidez el historiador británico. No estaba previsto que Luis XIV erigiera su reinado a 20 kilómetros de París. Su padre había construido un pabellón de caza en 1623 para compaginar la escopeta y el adulterio, de modo que la residencia periférica de la monarquía funcionaba como una alternativa al aburrimiento. Al menos hasta que el Rey Sol fue invitado a conocer los jardines de Vaux-le-Vicomte. Los había diseñado un tal André le Nôtre a instancias de Nicolas Fouquet, propietario de la hacienda, ministro de finanzas del monarca y figura intolerablemente presuntuosa de la corte parisina. Era inaceptable que un subalterno desafiara a la monarquía con semejantes parques y palacios. Sobre todo porque ciertas informaciones avalaban la versión de que Fouquet manejaba a beneficio propio la caja de las finanzas. Luis XIV no tuvo otro remedio que procesar al ministro, condenarlo por corrupción y apropiarse de Le Nôtre como jardinero Fue entonces, 1661, cuando comenzó a elevarse el mito de Versalles. Primero con el Petit-Parc, cuya superficie se extendía en caminos de tierra, sombrías avenidas, balaustradas de ensueño, fuentes barrocas, estatuas doradas, lechos florales. Y después con el Grand Parc, una proyección boscosa hacia el infinito que demostraba la buena salud de las contiendas militares: Luis XIV erigió un jardín temático para celebrar las victorias sobre Inglaterra y plantó centenares de árboles para conmemorar los territorios que le «sustrajeron» al decadente Sacro Imperio Germánico. El duque de Saint-Simon, otra vez, lamentaba que la construcción del palacio y de los jardines hubieran costado más víctimas militares que cualquiera de las ofensivas bélicas. Y puede que tuviera razón en términos cuantitativos, pero Versalles también formaba parte de los recursos intimidatorios, estratégicos y políticos que Luis XIV utilizaba para impresionar a los rivales del concierto europeo. Fue el teatro donde mantuvo a raya a la corte. Y fue su plataforma internacional de propaganda y de poder: más crecía Versalles, más fuerte era Francia, más tiempo había para los placeres. «Luis XIV adoraba la música», recuerda Ian Thompson. «Sonaban 24 violines cuando cenaba y cuando surcaba las aguas del Gran Canal en el buque real. Lully y sus amigos flotaban a su alrededor. Si bien la vida en Versalles parecía una producción teatral, había espacio para auténticas representaciones dentro de la representación. El rey no era sólo un dotado bailarín al que le gustaba ocupar el centro del escenario. También le gustaba celebrar sus éxitos bélicos organizando fiestas deslumbrantes en las que se incluían comedias de Molière». La cifra de invitados era tan grande que el maestro Le Nôtre propuso construir espacios al aire libre, buscando el amparo de los árboles y la clandestinidad de los matorrales. Comenzaron a multiplicarse los teatros, los espacios de baile, los escenarios festivos, de manera que los jardines de Versalles se convirtieron en un palacio dentro del palacio. Llegaron a habitarlo 20.000 personas. Todas ellas, exceptuando el servicio, con las pretensiones de ganarse los favores del rey. Había tal grado de competencia y de ferocidad que los cortesanos se aferraron incondicionalmente a un aforismo de Marèchal de Villeroy: «Mientras un ministro esté en posesión de su cargo, aguántale el orinal cuando lo necesite. Pero cuando veas que sus pies empiezan a tambalearse, vacíaselo en la cabeza». La recomendación nunca le había hecho falta a André le Nôtre, como nunca influyeron sus orígenes humildes ni la modestia de sus bienes patrimoniales. El jardinero de Dios había encontrado su sitio en la corte, a la vera del rey, durante tres décadas. Intentaron malograrlo las grandes amantes de Luis XIV: Madame Montespan y Madame de Maintenon. Y quisieron defenestrarlo, conjura a conjura, los ministros más influyentes del régimen. No pudieron. La clave, seguramente, estuvo en la respuesta que el arquitecto francés acertó a elegir cuando el rey de Francia le preguntó sobre los elementos de su escudo de armas: «Tres caracoles y un repollo, majestad». También lo hubiera dicho Mr. Chance. «Los jardines del Rey Sol» (Belacqua), de Ian Thompson. Se publica a primeros de noviembre. Versalles 2006: en el nombre de María Antonieta La “María Antonieta” de Sofía Coppola –se estrenará en enero en España– se ha convertido en un fenómeno taquillero parisino y también en reclamo propiciatorio de la mercadotecnia turístico-cultural. Empezando, naturalmente, por el escenario original del Palacio de Versalles. Fue aquí donde Sofía Coppola rodó su versión heterodoxa de María Antonieta y es aquí también donde se ha abierto un “tour” temático para reconstruir a medida las huellas de la Reina Mártir. El recorrido puede hacerse a pie, en carruaje, a bordo de un coche de golf o entre los asientos mullidos de un trencito descapotable. Éste recorre y documenta la prisión de lujo que María Antonieta ocupaba en la retaguardia del corsé versallesco lejos de la empalagosa etiqueta. Fue su marido quien le regaló el Petit Trianon, sobrenombre de un palacete que Luis XV se había construido a medida, en 1761, para sus encuentros furtivos y para el circunstancial alojamiento de las meretrices cortesanas. María Antonieta preservaría la tradición en beneficio de su amante, el conde Fersen, aunque también se hizo construir su Templo del Amor, un pequeño teatro en honor a las musas y una aldea en miniatura que le permitía emular la vida de los pastores y de los vaqueros. La terapia de la reina contra el aburrimiento y contra el aislamiento sorprende a los turistas, tanto como puede hacerlo el descubrimiento de la gruta que María Antonieta utilizó para escapar de Versalles en 1789. Moriría cuatro años más tarde a manos del expertísimo verdugo Sanson, pero el trance de la muerte no forma parte del homenaje en color rosa que Francia celebra con cierta nostalgia de la monarquía. “Todos estos monumentos y espacios estaban restringidos al público”, explica Christine Albanel, directora del Palacio de Versalles. “Han sido necesarios cuatro años de obras y tres millones de euros para restaurar adecuadamente el pequeño mundo de María Antonieta. Aquí venían sus amigos. Aquí hacía su vida. Aquí puede encontrarse su espíritu”. Su espíritu y su espectro, porque siguen circulando las leyendas metropolitanas sobre el alma en pena de la reina “austriaca”. Hay quienes dicen haberla visto paseando entre los jardines del Trianon, aunque no hace falta recurrir a la “ouija” para percibir su inquietante presencia. La pastelería Ladurée, por ejemplo, ofrece a sus clientes la repostería de fresa que tanto le gustaba a la difunta. Mientras que las tiendas de “souvenirs” oficiales proponen a los turistas un catálogo de la réplica de las joyas que la reina acostumbraba a ponerse en los grandes fastos. Versalles Versailles nel 1688 vista dal giardino Pianta dei giardini di Versailles