¿Existe la ciudad soñada? Coordinado por Josep Vicent Boira Maiques, Departamento de Geografía, Universitat de València. El debate sobre el futuro de las ciudades, de la nuestra también, nos puede recordar bastante las discusiones de la ciencia que estudiaba la Tierra y sus fenómenos a mediados del siglo XVIII. Por aquellos años, la ciencia agrupaba a sus practicantes en dos grandes tendencias, como han explicado detalladamente historiadores y geógrafos como Horacio Capel. Por un lado, estaban los que pensaban que la Tierra podía considerarse como un organismo vivo. Herederos de la tradición platónica, afirmaban que el cuerpo humano y el mundo terrestre eran muy parecidos y que el conocimiento de la fisiología y de la patología del primero –y de otros seres vivos–, podía explicar muchos de los fenómenos que se observaban en la superficie terrestre. Por otro lado, enfrentados a éstos, estaban los que defendían una concepción mecanicista del mundo, nacida a partir de la revolución científica del siglo XVII. Para los primeros, defensores de la filosofía neoplatónica y apoyados en las creencias de la iglesia cristiana, el mundo, como el ser humano, tenía un cuerpo, e incluso, un alma, pensamiento extendido, por lo menos, hasta la mitad del siglo XVIII. Para los segundos, imbuidos del materialismo de la nueva perspectiva de las cosas, la Tierra tenía que estar concebida en términos de mecanismos medibles y cuantificables, como una máquina de la época, llena de ingeniosas ruedas dentadas, de ejes y embudos por donde circulaban los fluidos. Hoy, el debate sobre el futuro de la ciudad postindustrial reproduce hasta cierto punto aquella discusión. Ante los problemas que la afectan, frente a las quejas y el malestar de los ciudadanos, ¿les podemos mostrar una cartografía amable, llena de manchas verdes, plagada de buenas intenciones y de grandes proyectos de inspiración social, o tenemos que conseguir que los mecanismos de la ciudad –el transporte, el medio, la cultura, los residuos, la escuela, la protección ambiental e histórica– funcionen como es debido? En otras palabras, la ciudad soñada, la urbe ideal, ¿todavía puede responder a grandes teorías urbanísticas de base política, social o ecológica, quizá la última moda, o se debe centrar en el funcionamiento correcto de los “artefactos” urbanos, ya bien inventados en la sociedad occidental, que afectan y dirigen la vida cotidiana de las personas? En resumen, ¿será la ciudad el resultado de una oración o la suma correcta de una ecuación sin demasiadas incógnitas? Este monográfico de MÈTODE intenta responder a esta pregunta con un claro punto de partida que no es necesario esconder. La ciudad es, al fin y al cabo, la suma de las partes, en buena medida, porque ya no hay grandes utopías urbanas más allá de algunas propuestas basadas en la melancolía de unos tiempos pasados. Pero el pasado nunca es la solución. El geógrafo Oriol Nel·lo no deja de repetir que la definición de la ciudad postindustrial resulta hoy muy complicada y que no podemos definir eso de “la ciudad” en abstracto. Y Manuel Costa nos ilustra sobre la conveniencia de una ciudad más amable, con una especial integración de las zonas verdes en el conjunto urbano con la finalidad de hacerla más grata. ¿Qué es la ciudad? Ahora mismo, el espacio de nuestros países está sacudido por la oleada de una urbanización prolongada, extensa, incansable e interminable. Ni los criterios morfológicos (la muralla que cerraba la ciudad ya no está), ni los jurídicos (¿qué grado estadístico utilizamos?), ni los funcionales, ni los economicoproductivos, ni siquiera los estilos de vida sirven para diferenciar claramente dónde acaba la ciudad y comienza el campo, excepto en rincones marginales del territorio. Si eso es así, si no podemos definir con criterios sencillos y comprensibles qué es la ciudad –y todavía menos explicarla–, ¿cómo podemos llegar a un acuerdo sobre lo que debería ser la ciudad soñada, la ciudad ideal? Y todavía más. Si la ciudad ya no es un producto cerrado, sino un proceso y en progresión, ¿no deberíamos reformular nuestro deseo reformista –por lo menos quien lo tenga– para centrar los esfuerzos no tanto en la forma urbana estricta (aquí, jardines, allá, escuelas, más allá, autopistas, hasta completar una cartografía ideal, tan bella como irreal, y sobretodo, tan volátil, ante la producción continuada de espacios especulativos en la ciudad actual), sino en los procesos sociales y económicos que están presentes en nuestra sociedad y en las escalas geográficas donde éstos pasan? Visto así, no se trataría tanto de crear modelos morfológicos, oasis urbanos “amables” rodeados de los horrores de la sociedad postindustrial, como pretendían los utópicos Owen, Sant-Simon, Fourier o Cabet. Ni tampoco reordenar los elementos del paisaje para olvidar que vivimos en una urbe, como hizo Howard en su ciudad-jardín. Visto así estaríamos más cerca –mira por dónde–, de la “crítica sin modelo” de Marx y Engels, aliñada, eso sí, con un poco de sensibilidad hacia el espacio y sus escalas. La complejidad de la sociedad, la fragmentación cultural, la libertad individual, la presencia de grupos con deseos y pretensiones muy diferentes, la globalización de la economía aún hacen más difícil responder de forma unidimensional a la cuestión de la ciudad ideal. La ciudad soñada, sí, pero ¿para quién o para qué? Lejos de nuestra intención dar la respuesta definitiva al debate. Habituados a trabajar sobre el espacio concreto presentamos hoy diferentes reflejos, eso sí, de esta ciudad ideal. Son los fragmentos de un espejo roto, el del gran sueño de la utopía urbana que quizá nunca más se podrá recomponer. Como alguien ha dicho, no reflejan toda la verdad, pero sí un rayo de ella. Por eso, presentamos al lector siete aproximaciones a la felicidad urbana. Joandomènec Ros nos habla del medio ambiente en la ciudad. Alejandro Pérez Cueva nos transmite la importancia de un correcto equilibrio climático relacionado directamente con la confortabilidad, Joaquín Baixeras y Jordi Domingo nos advierten del exceso de luminosidad –un hecho indiscutiblemente urbano–, María José Carrau y Enrique Murgui nos muestran la necesidad de convivir de forma civilizada con otros seres vivos que habitan la ciudad, David Prytherch nos alecciona sobre la globalización y Valencia y, con una mirada amigable pero objetiva, advierte sobre la trampa que nos depara la modernidad y sus defensores en las barricadas del debate urbano, trampa en la que han caído, si leemos atentamente a Josep Sorribes, los que reaccionan y se ponen al otro lado. Jordi Borja, por último, eleva el listón de la felicidad urbana –que podemos hacer coincidir con una sensación de cumplimiento relativo de nuestros derechos como ciudadanos–, hasta un extremo casi olímpico. ¿Bastaría, entonces, respetar el medio ambiente urbano, conseguir un buen confort climático, moderar las luces agresivas, ser conscientes de la existencia de otros seres vivos en nuestra ciudad –y aquí, el lector puede seguir con otros casos concretos que podrían haber figurado en este número, como, por ejemplo, reducir la emisión de contaminantes, calmar el tránsito, domesticar el ruido, mejorar el transporte y la escuela...– integrar la defensa de valores cívicos como la huerta y el centro histórico en un nuevo discurso de modernidad y no contraponerlos, buscar mecanismos de participación más efectivos que las plataformas y los partidos políticos tradicionales y aspirar a alguna cosa más que a una vivienda digna –¡que ya es!– para tener una ciudad soñada? Sería ingenuo decir que sí, pero ¡quién sabe si mejorando el funcionamiento urbano cotidiano, un día, no nos despertaremos sorprendidos de vivir en una ciudad agradable!