DALMA, EL DEL AULA

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REVISTA FACULTAD DE MEDICINA, 2016, VOL. 16, Nº 1
ISSN online 1669-8606
PERSPECTIVA
DALMA, “EL DEL AULA”
1,2
Abel Gastón Reitich
1
Estudiante de la carrera de médico en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Tucumán,2 Escuela de
ayudantes de la Cátedra de Antropología Médica. Email: reitichabelmail.com
Todos hemos pasado incontables veces
por el aula Dalma de la Facultad de Medicina.
Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que es
uno de los primeros lugares a los que entramos en
el transcurso de nuestra carrera; sin embargo muy
pocos llegamos a saber y, de alguna forma, a
conocer quién era Dalma, “el del aula”. Solo eso
podíamos responder (hasta no hace mucho)
cuando nos preguntaban acerca del nombre de
aquel lugar. En muchas otras oportunidades
nosotros mismos nos preguntábamos quién sería,
a lo que contestábamos internamente: “debe de
ser alguien importante”. Sin darle más vueltas al
asunto seguíamos nuestro camino, y lo peor de
todo es que muchos, la mayoría, pienso yo, pasan
o han pasado por ese mismo lugar cientos de
veces, reciben su título de médicos y continúan
sus vidas sin saberlo. Grave error.
Estas y otras ideas similares cruzaban
por mi mente mientras caminaba por la calle Haiti
en busca del pasaje Sorol. Una mañana gris y
fresca típica de invierno tucumano, al encuentro
de mis compañeros de la Escuela de la Cátedra
de Antropología Médica. También se me hacía
inevitable recordar lo que habíamos conversado
anteriormente, en un encuentro previo, acerca de
la persona cuyo nombre llevaba el principal
anfiteatro de ésta unidad académica. Justamente
en respuesta a aquella pregunta que muchos
hacíamos al pasar, ahora podía dar una
contestación más acertada. Juan Dalma era nada
más y nada menos quien tuvo la enorme tarea de
crear la Facultad de Medicina de la Universidad
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Nacional de Tucumán (UNT). Fue un reconocido
Psiquiatra italiano de la primera mitad del siglo XX,
que supo y quiso hacerse cargo de tal misión,
dejando de lado su vida en el viejo continente e
instalándose, junto a su esposa, en nuestra
provincia, para comenzar una etapa llena de
nuevos desafíos.
Esa mañana nos reunimos con motivo
de visitar un Centro de Estudios, perteneciente a
la Fundación Miguel Lillo, llamado Juan Dalma,
como el aula. Ése era el sitio en donde el primer
director de la Facultad vivió hasta su trágica
muerte. Mientras me acercaba a la dirección
exacta crecían mis expectativas
Al llegar, para mi sorpresa, me encontré
con una casa normal, de barrio, con una pequeña
verja pintada de color claro con rejas negras, un
portón con el mismo diseño y la entrada para un
vehículo que hacía muchos años ya no estaba ahí.
En la pared del frente, una pequeña placa con el
nombre del Centro, era lo único que resaltaba e
indicaba que estaba ante el edificio correcto.
Cuando entramos, Sarita -quien nos guió en el
recorrido- nos abrió las puertas de par en par. Nos
llevó a un viaje por cada rincón de la casa
hablándonos con el entusiasmo de un niño que
abre un regalo de cumpleaños. Nosotros
escuchábamos atentamente, con el mismo
entusiasmo, cada dato, cada anécdota.
Arquitectónicamente era solo una casa
más, sin falta de comodidades, claro, pero sin lujo
alguno, materialmente hablando (porque si
tenemos en cuenta otros aspectos, allí había
tesoros). La sala de la entrada no era demasiado
grande y todo el mobiliario había pertenecido a los
dueños de casa. Contaba con dos mesas, que
ahora hacían las veces de escritorios para las
personas que iban a trabajar allí. En las paredes
había fotos que mostraban a Dalma y su esposa,
al profesor y su mascota. En una vitrina había
objetos que usó en su labor médica, como un
estetoscopio antiquísimo y un martillo de reflejos
de la misma data, un grabador enorme que
utilizaba para registrar sus clases y, advertido por
el suspiro de algunas compañeras, su libreta de
matrimonio, junto a otros objetos personales. Era
un lugar normal con casi nada de extraordinario,
reflejo de la sencillez con la que vivió nuestro
fundador y su esposa.
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Casi nada extraordinario… casi. Yo me
preguntaba qué hacía Juan Dalma, además de
dedicarse a la medicina. La respuesta era sencilla:
leer. Pero no leer por leer, sino leer para saber.
Era un enamorado del acto de aprender y de
compartir ese aprendizaje. Amante de la obra de
Leonardo Da Vinci. Pasaba horas y horas
sumergido entre las páginas. En la biblioteca
había un escritorio cuidadosamente colocado bajo
la luz de una ventana y una lámpara que
acompañaba en las horas en que los rayos del sol
brillaban por su ausencia. Cuatro estanterías
repletas de libros, hasta el techo, un placard lleno
de artículos de todo tipo, pero principalmente
científicos; entre 1800 y 2000 títulos leídos y
subrayados por él. En seis idiomas diferentes,
sobre temas médicos y de otras especialidades.
Siempre
estaba
indagando,
investigando,
buscando y, de alguna forma, siendo crítico de lo
que leía, expresando una opinión al respecto. Esa
biblioteca era, un lugar inspirador.
Asombrados por una carta que estaba
enmarcada y colgada en una pared con el nombre
del remitente: el mismísimo Albert Einstein,
dirigida al dueño de casa. Llegamos a otra
habitación, que de alguna forma, era la conclusión
de lo que expresé en el párrafo anterior en cuanto
al amor por saber y compartir ese saber que tenía
Dalma. En su época fue el comedor; ahora,
estaba transformado en una suerte de “escritorio
epistolar”. Aún se conservaba allí la mesa de
madera rodeada por las sillas con la que hacía
juego. Había pilas de carpetas grises, cada una
con un nombre de quien era el destinatario y
remitente de las cartas que se encontraban allí
dentro. Eran, por decirlo de alguna forma, los
“chats” de la época. Él intercambiaba ideas y
opiniones con diferentes personas, colegas,
parientes, amigos, incluso con personalidades
como Freud. La mayoría escritas a máquina, en
distintos idiomas, y unas cuantas escritas con su
puño y letras en las que hacía honor con creces a
la reputación de la caligrafía de los galenos. Los
temas tocaban cualquier ámbito. Incluso había
una carpeta, la que me despertó más nostalgia,
que correspondía a las cartas que llegaron
después de su fallecimiento, las cuales no pararon
de arribar a su domicilio hasta 5 años después de
su muerte.
Nos retiramos con la invitación y la
propuesta de volver, cuando quisiéramos respirar
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un poco de Dalma, para encontrar un ejemplo de
las cosas que se logran cuando uno ama
verdaderamente lo que hace, cuando uno se deja
consumir por el entusiasmo y la convicción de salir
de nuestra comodidad a encontrar nuevos
desafíos. Porque él llegó aquí con 50 años y su
vida hecha. No tuvo la necesidad de venir y sin
embargo lo hizo. No buscaba grandeza pero fue
un grande, no buscaba riqueza pero sin embargo
era rico más allá de lo material, no buscaba hacer
algo para él porque lo que construyó fue para
todos. Buscaba ayudar a mejorar las cosas, dar
una oportunidad para que muchos pudieran
cumplir su sueño, y para que todos los habitantes
del norte, sobre todo los tucumanos, demos un
paso más para mejorar nuestra salud, y con ello,
disfrutar de una mejor calidad de vida.
Ahora queda reflexionar acerca de lo
ingrata que es la memoria algunas veces para con
nuestros orígenes y para con quienes hicieron
posible nuestro presente. Muchos pasamos por
debajo del techo de ésta facultad y solo podemos
decir que “Dalma… es el del aula”.
BIBLIOGRAFÍA:
1.- Encuentro sobre Historia de la medicina a cargo de la
profesora Estela Romero en el marco de las actividades
de la escuela de ayudantes de la Cátedra de
Antropología Medica.
2.- Visita al Centro de Estudios Juan Dalma guiados por
la Sra. Sara Gallo.
AGRADECIMIENTOS:
A la profesora Estela Romero JTP de Historia de la
Medicina quien fue artífice y gestora de la visita.
Al profesor Ricci titular de la Cátedra de Antropología
Médica quien me motivó e insistió que envíe el artículo y
me ayudó en la corrección de algunos detalles.
Al profesor Wadi JTP de la escuela de ayudantes que
siempre nos apoya y acompaña.
A la Sra. Sara Gallo quién nos guió en nuestra visita y a
todas las personas que hacen posible la existencia del
Centro de Estudios Dalma.
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