Domingo 16 del Tiempo Ordinario 20 de julio de 2008 Sab 12, 13.16-19. Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano. Sal 85. Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan. Rm 8, 26-27. El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros. Mt 13, 24-43. ¿No sembraste buena semilla en el campo? ¿De donde sale la cizaña? La paciencia, virtud activa Entre las muchas preguntas que el ser humano se hace, una de las más frecuentes y acuciantes es la que refiere a la existencia del mal. « ¿Por qué la presencia del dolor, del mal, de la muerte, a pesar de tanto progreso? ¿De qué valen tantas conquistas si su precio es, no raras veces, insoportable?» (CDSI, 14; cf. GS 10). El mismo texto responde diciendo que la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación. Pablo nos dice hoy con toda claridad que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (2ª lectura). Con esta confianza contemplamos nuestra realidad. Observarla desde Dios le da un cariz distinto cuando vemos mezclado el trigo y la cizaña, aunque la perplejidad de esta amalgama la mayoría de las veces nos tenga desconcertados. La impresión suele ser que el mal es lo que más abunda y, sin embargo, hemos escuchado que el Espíritu de Dios viene en ayuda de nuestra debilidad. Más aún, si contemplamos la realidad que nos rodea, la perplejidad aún es mayor porque nos vemos impotentes en solucionar las manifestaciones del mal que aparecen frecuentemente en forma de injusticia y de violencia. ¿Qué quiere decirnos hoy Jesús sobre todo esto a través de la parábola de la cizaña entre el trigo y las otras parábolas que han sido proclamadas en el Evangelio? En primer lugar, que la cizaña, como expresión del mal, no es la protagonista principal. Esta «mala hierba», aunque existe, no es lo más importante ni lo definitivo. Cierto que el problema del mal es un misterio y preocupa mucho, pero si centramos únicamente en él toda nuestra atención corremos el riesgo de olvidar que el bien es infinitamente más importante y existe en abundancia. También en la parábola de hoy. En ella, Jesús nos hace ver que la palabra definitiva la dará el bien muy por encima del mal y que éste será vencido. La presencia de la cizaña es una especie de paréntesis entre la bondad sembrada en el corazón del ser humano junto con toda la creación y el sumo Bien, Dios mismo, que en la persona de su Hijo Jesús ha vencido el mal para siempre. Sin embargo hay un tiempo de espera en el que somos invitados a profundizar en dos actitudes necesarias para el cristiano, también tentado a arrancar la cizaña que ha crecido junto con el trigo. Son la prudencia y la paciencia. Con ello, Jesús no nos prohíbe que luchemos contra el mal, sino que no nos creamos tan autosuficientes que podamos prescindir de Él para erradicarlo. Es la opción decidida por Jesús la que no nos permite el uso indiscriminado de algo que podría ir más en contra de las personas que del mal que hacen. Jesús, luchando contra el mal y el pecado siempre trata de salvar al hombre, al pecador. Quizá sea importante que en el momento en que tengamos que actuar contra el mal pensemos que quien separa definitivamente la cizaña del trigo es Dios y que nuestro trabajo tiene que ser hecho con la paciencia de vencer el mal con el bien, en uno mismo y en nuestro entorno. Pensemos, por ejemplo, en los largos procesos de curación tanto de males físicos como espirituales y no nos dejemos llevar por la irresponsabilidad de quien cree que actuando con medidas rápidas y drásticas todo se soluciona. Controlando el mal y sabiendo donde está, es preciso aplicar la radicalidad de aportar todo el bien necesario para que influya progresivamente en su eliminación y la persona sea liberada de su nociva influencia. Éste es nuestro trabajo y ésta nuestra responsabilidad. Nuestra condición de criaturas limitadas hace que normalmente no podamos distinguir con suficiente certeza entre el trigo y la cizaña y, sobre todo, no nos permite anticipar en este mundo el juicio definitivo de Dios. «El realismo cristiano ve los abismos del pecado, pero lo hace a la luz de la esperanza, más grande que todo mal, donada por la acción redentora de Jesucristo, que ha destruido el pecado y la muerte» (CDSI, 121).Quien tiene la última palabra es Él. Mientras tanto, el cristiano vive en la certeza de que la buena semilla ya está sembrada en la huerta de la comunidad de fe presente en medio del mundo, también como levadura. Y, aunque sea imperceptible su presencia y silenciosa su acción, es totalmente eficaz. Con su muerte y resurrección, Jesús ya ha hecho presente el reino de los cielos del que dice que «se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que ellas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas» (Evangelio). Ahí tenemos la respuesta para nuestra actuación confiada, guiada siempre por la forma discreta del actuar de Dios. Trabaja nuestro interior en el silencio de nuestros corazones, prefiriendo el amor al temor y la exhortación a la imposición, como un padre o una madre que hablan a sus hijos, como un buen pedagogo que es paciente respetando el normal proceso de crecimiento de sus alumnos. «La Sagrada Escritura -dice la doctrina social de la Iglesia- habla a este respecto del corazón del hombre. El corazón designa precisamente la interioridad espiritual del hombre, es decir, cuanto le distingue de cualquier otra criatura: Dios «ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el hombre llegue a descubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin» (Ecl 3,1). El corazón indica, en definitiva, las facultades espirituales propias del hombre, sus prerrogativas en cuanto creado a imagen de su Creador: la razón, el discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre. Cuando escucha la aspiración profunda de su corazón no puede dejar de hacer propias las palabras de verdad expresadas por San Agustín: «Tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti» (CDSI, 114). Con esta visión esperanzada, corroborada también por la parábola que nos dice que «el Reino de Dios es como la levadura que una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente» (Evangelio), podemos proponernos un trabajo de discernimiento desde la fe, tratando de no ser impacientes cuando es necesario esperar, ni intolerantes cuando se nos pide paciencia y comprensión, ni inmediatistas cuando se trata de respetar largos procesos de conversión. En medio de tanta velocidad y exigencias de rapidez, quizá sea hoy virtud cristiana una necesaria lentitud, expresión de este saber esperar confiadamente que Jesús nos pide en el Evangelio sin ponernos nerviosos por no ver la inmediatez de los resultados. Empecemos por uno mismo, por vencer las propias incoherencias y abriéndonos a la acción de quien viene a ayudar nuestra debilidad. El trabajo es nuestro, pero el resultado está en sus manos siempre providentes. El Espíritu nos inspira. No dejemos de orar.