Uno siente el peso de la responsabilidad, de la cercanía con el

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ARZOBISPADO DE LIMA
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Palabras del Eminentísimo Señor Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne,
Arzobispo de Lima y Primado del Perú durante la ceremonia de inauguración
del Congreso Mariano: “La Inmaculada Concepción, una verdad de fe para el
tercer milenio”.
Señor Nuncio Apostólico de Su Santidad, Monseñor Rino Passigato. Obispos,
sacerdotes, religiosas, queridos hermanos todos en Cristo.
Al inaugurar este Congreso Mariano, organizado con ocasión de los 150 años de la
declaración del Dogma de la Inmaculada Concepción, la Arquidiócesis de Lima
quiere rendir un homenaje a la Santísima Virgen María. Distinción que no solo nos
permita conocer mejor la persona de María, sino especialmente que nos mueva a ser
profundamente marianos.
La Inmaculada Concepción aparece como un faro de luz para la humanidad de todo
tiempo. Al inicio del tercer milenio, María nos orienta a creer y a esperar en Dios, en
su salvación y en la vida eterna. Ella ilumina particularmente el camino de la Iglesia
comprometida en la Nueva Evangelización.
El ‘sí’ de la Virgen al anuncio del ángel se sitúa en lo concreto de nuestra condición
terrena, en humilde obsequio a la voluntad divina de salvar la humanidad; no desde
la historia, sino en la historia.
Redimida en primer lugar por su hijo, partícipe en plenitud de su santidad, María es lo
que toda la Iglesia desea y espera ser. Hoy es una imagen escatológica de la Iglesia.
La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir la historia de las almas.
Pero ésta es también la historia de los hombres sometidos en esta tierra a la
transitoriedad, y comprendidos en la dimensión de la historia. Aquí se abre un amplio
espacio dentro del cual la bienaventurada Virgen María sigue precediendo al pueblo
de Dios.
Para ser madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida de
una misión tan importante. Nos dice la Lumen Gentium: colmada de dones
celestiales, por encima de los ángeles y de los santos, María posee una plenitud de
inocencia y santidad, cuyo alcance ninguna inteligencia creada podrá agotar; misterio
que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspirar la reflexión de los
teólogos.
En el saludo del arcángel Gabriel comenzó a desvelarse ese divino secreto: “Dios te
salve llena de gracia, el Señor es contigo”. Se inicia así el mensaje de salvación.
Entra en la historia el designio de la Trinidad Beatísima: María, concebida sin pecado
original y fiel en todos los pasos de su caminar, es la obra maestra de la Trinidad,
como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.
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¡Así es Nuestra Madre! Así nos gusta contemplarla a sus hijos, adornada de
majestad, de dignidad y, simultáneamente, de ternura y de sencillez. La Inmaculada,
con su sonrisa dulce y benévola, tal como ha sido representada pictóricamente, ha
aplastado la cabeza de la serpiente y nos conduce de la mano hacia el paraíso.
El Dogma de la Inmaculada Concepción -que será objeto de todas las ponencias y
conferencias magistrales- atrae nuestra atención y al mismo tiempo ilumina, por
contraste, algunas consecuencias del pecado en nuestra vida personal.
Vale la pena recordar en primer lugar que este atributo de Nuestra Madre Santa
María nos invita a tomar conciencia de la magnitud del daño que el pecado original
ha introducido en nuestra naturaleza.
Si se niega o se silencia el pecado original, se pretende afirmar una idea de hombre
totalmente liberado de una dependencia sobrenatural, de un creador. Un hombre que
no reconoce sus límites y se pone en el lugar de Dios.
Recientemente el Santo Padre ha encomendado a la Comisión Teológica
Internacional que preside el Cardenal Ratzinger, el estudio -entre otros aspectos- del
pecado original.
En segundo lugar, este mismo Dogma nos lleva también a revalorizar en nosotros la
grandeza del sacramento del Bautismo por el que renacemos a la condición de hijos
de Dios; es decir, lo que Juan Pablo II ha definido de modo programático para todo
un milenio: la primacía de la gracia.
Quiera Dios que pronto despertemos a este llamado a la primacía de la gracia, que el
Santo Padre pone como punto de referencia para este milenio que iniciamos hace
cuatro años.
Y en tercer lugar, me permito decir que también por contraste, por ser hombres
pecadores que requerimos de la gracia para limpiar el pecado, debemos tomar
conciencia de ese ser incorporados por la gracia a la misma vida de Cristo y, por lo
tanto, con una misión.
Hermanos, estoy seguro que el día en que tomemos en serio la misión que recibimos
desde el Bautismo, la Iglesia retomará ese ritmo de la Nueva Evangelización que el
Papa nos está urgiendo constantemente.
Al contemplar a María Inmaculada en las circunstancias actuales, los invito a
emprender una verdadera cruzada de pureza. En otras palabras, a recuperar la
dimensión esencial de la persona humana, es decir la capacidad de amar.
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No podemos dejar que nos arranquen de la Iglesia esta cualidad esencial: la pureza
de cuerpo y alma, aún cuando una cultura se empeña en maltratar la dignidad
fundamental de las mujeres y de los hombres desde su más tierna infancia.
Por eso le pedimos a la madre de Dios: sé tu María Inmaculada quien nos acompañe
a lo largo de este Congreso, en ese camino de conversión y de santidad; en esta
lucha contra el pecado, en la búsqueda de esa verdadera belleza que siempre es
huella y reflejo de la belleza divina.
La Iglesia confortada por la presencia de Cristo camina en el tiempo hacia la
consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega, pero en este
camino procede recorriendo el itinerario realizado por la Virgen María que avanzó en
la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su hijo hasta la cruz.
Por eso los invito a todos con esa llamada animosa y entusiasta del Papa: ¡Duc in
altum! Rememos mar adentro con Nuestra Madre delante para emprender ese
camino de la Nueva Evangelización.
Muchas gracias y que Dios los bendiga.
Lima, 10 de diciembre de 2004.
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