Acto de proclamación de Hijo Adoptivo de Cádiz. Manuel Concha Ruiz Después de un largo viaje, más para aquella época, llegaba a Cádiz, desde tierras levantinas, una noche lluviosa de Enero de 1948. A pesar de mi corta edad, cuando salía de la antigua estación, todavía recuerdo la visión del puerto y la de los barcos allí atracados, que me produjeron una sensación especial, envueltos en el misterio de la noche y en la extrañeza de mis pupilas infantiles. Pocas horas después, mi padre que ya llevaba unos meses en Cádiz a raíz de la dolorosa explosión de Agosto de 1947, nos acercaría a lo que iba a ser nuestra residencia transitoria, situada en una de las pocas casas, o quizás la única, que se había mantenido en pie, una antigua escuela junto al jardín de la familia Díaz Martínez a la salida del viejo puente del barrio de San Severiano. Y allí, en ese barrio, iba a transcurrir gran parte de mi vida, allí crecí, allí encontré a parte de mis amigos, allí fui testigo de la recuperación del Barrio tras la tragedia y poco a poco iba a ir viendo también la transformación de ese nuevo Cádiz que crecía más allá de las Puertas de Tierra. En estos momentos, se almacenan en mi alma recuerdos, imágenes, páginas de mi vida que difícilmente podría olvidar: Mis primeras letras aprendidas en la Escuela Unitaria de niños y niñas en la Barriada España, de la mano de mi maestro D. Emilio Corbacho, que luego más tarde, cuando realizaba el bachillerato, me habría de tutelar para preparar mi examen de ingreso en la Escuela Normal de Magisterio. Los muchos ratos de ocio, siempre junto al mar, mariscando en la bahía en la bajamar, cerca de los Astilleros, o pescando en la pleamar, con los artilugios que nosotros mismos nos fabricábamos. Aquellas tardes o noches de Carnaval, cuando las chirigotas o coros, entonces de carretas arrastradas por mulas, se acercaban al barrio por la Carretera Industrial a compartir unas horas con los vecinos. Ese barrio de San Severiano mantenía viva su tradición carnavalesca, como la Viña o Mentidero y fiel a ello los coros y chirigotas, no sin regatear el esfuerzo de la distancia, se acercaban puntualmente a su cita anual. Es difícil olvidar la algarabía y el aire festivo de los días de botaduras de barcos en Astilleros, donde una alegría colectiva, premiaba a tantos y tantos que habían hecho posible construir esos grandes barcos sobre aquellas gradas, que quedaban como desvalidas cuando el barco con un estruendo mágico se adentraba en el agua y realizaba con ello su bautismo de agua. De la Escuela al antiguo Instituto Colmuela de la calle San Francisco, allí junto a profesores queridos y recordados, D. Julio Monzón, D. Emilio Español, D. Vicente Carcant, el Padre Ramón, D. Miguel Martínez del Cerro, etc, etc fui aprendiendo, formándome, me ayudaron a forjar mi vida y mi carácter. Guardo un recuerdo entrañable de todos ellos, porque nos ayudaron a encauzar nuestras vidas y nuestra manera de ser, educados en libertad y en la responsabilidad individual de cada uno de nosotros, era sin duda el camino y la preparación para acceder a la Universidad, a la Facultad de Medicina en mi caso, un camino siempre difícil porque no todos disponíamos de los medios necesarios y lo pudimos hacer por las becas y alguna que otra aguda generosa y desinteresada. Por aquella época un grupo de jóvenes convivimos unos años de especial significación, cuando junto al P. Ramón en la vieja casa de San Francisco 11, sede de Acción Católica, nos abríamos intelectualmente y culturalmente, a lo que en esos momentos se podía aspirar. Los distintos derroteros que cada uno luego seguimos no fueron obstáculo para mantener después de muchos años vivo el recuerdo y la profunda amistad que todos nos seguimos profesando. La Facultad de Medicina constituyó siempre en la historia gaditana un eje fundamental del que dimanó una formación a muchos profesionales, los que vivíamos en Cádiz y del resto del país, donde no sólo aprendimos las materias científicas sin muy especialmente a valorar a esa dimensión humana y emocional del pueblo gaditano, todo ello en un ambiente de concordia y compañerismo, muchas veces en esa tertulia creativa junto al milenario drago del antiguo Jardín Botánico del patio de la Facultad. Éramos pocos y bien avenidos, un ambiente que recordaba a las actuales Universidades, lejos del bullicio y la multitud que podía imperar en las Facultades de poblaciones como Madrid o Barcelona. Especialmente recordados son nuestros años en el antiguo Hospital de Mora, donde todos participábamos activamente en los distintos Servicios y desde nuestros inicios vivíamos de manera intensa nuestros primeros pasos en la Medicina. En mi recuerdo permanece mi eterna gratitud a tantos profesores que sembraron en mí la inquietud, la ilusión, el sentido de responsabilidad, mi amor a la Medicina y al hombre enfermo. Allí conocí a la que habría de ser mi mujer y la madre de mis hijos, Rosa Jarava, gaditana de Villamartín, Enfermera de profesión, que se curtió en la Escuela de Salus Infirmorum y en el mencionado Hospital de Mora. Ella llevaba una estrella en su corazón, tenía un brillo especial en su alma, encerraba un misterio que sonaba a alegría inmensa, a generosidad sin límite y sencillez con todos, y siempre sonriendo. Después de mi formación en la Facultad, habría de emprender mi especial travesía vital, siempre comprometido conmigo mismo y con cuanto me rodeara, intentando responder a lo que llevaba dentro. En ese periplo profesional, inicié y completé mi formación como Cirujano Cardiovascular en Madrid, cuando la Cirugía del Corazón iniciaba sus primeros pasos, de manera ilusionada viví intensamente esos primeros años, así como luego mi trabajo como profesional en Madrid y Valencia, recalando finalmente en Córdoba por mor del destino, en mi enfilamiento definitivo hacia el Sur que era de donde había partido. Como todo marinero, soñaba con volver a su puerto, a su ciudad Cádiz, a San Severiano donde siempre me mantuvo el cordón umbilical de mi familia y de mis amigos. Y hoy vuelvo enriquecido, soñador, ilusionado, hoy me nombráis hermano vuestro. Puedo decir con orgullo que me siento, que soy gaditano, y que con ello me siento heredero de ese humanismo gaditano que tanto defendí, que soy heredero de ese espíritu gaditano abierto, acogedor, lleno de ese sentido de tolerancia y comprensión, que hace ese sabio uso de su insularidad, permitiéndole organizar a su aire, en su escala de andar por casa una convivencia más humana, inventiva y radiante (en palabras de Javier Fernández). Soy heredero de ese Cádiz que hace gala de su liberalismo más auténtico, condicionado sin duda por ese espíritu abierto y acogedor, al que antes aludíamos, todo ello matizado por su permanente actitud crítica, sin duda enriquecedora, que le hace estar abierto siempre a nuevos horizontes y fiel a esa escala de valores de la cultura, el estudio y la tolerancia adquiridos a lo largo de su especial desarrollo histórico. Soy heredero de ese Cádiz flamenco, cuna de grandes cantaores, que derrama por doquier la hondura de la seguiriya, sus saetas o matinetes, esos tangos a compás o esa luminosa explosión festera de sus alegrías, cantiñas o mirabrás, con ese vivo ejemplo de mi querido hermano Chano Lobato, hoy nombrado Hijo Predilecto. Soy heredero de ese Cádiz carnavalero que en el decir de Javier Fernández en su Ciudad Insular, frente al Carnaval “visual” europeo (Venecia, Niza, etc) o el “musical” (Río de Janeiro), “... Cádiz sintetiza “su” carnaval oral, el carnaval de la palabra, siendo el carnaval gaditano la fiesta de la palabra en libertad, entonada, ritmada y fantásticamente creadora...”. Sin duda, hoy se cumple mi viejo sueño . . . ese sueño de sentirme gaditano, de acercarme a ese sentir, a ese modo de ser, que nuestro queridísimo Fernando Quiñones expresaba hablando de los gaditanos “... unos ciudadanos sensibles y paradójicos, amigos de esconder las contrariedades de la vida dar una chanza ligera, neutra, displicente ... capaces de combinar un equilibrado clasicismo desbordado por una vocación de luminosa alegría vital, a la que, a su vez moderan una vieja experiencia y una indiferencia burlona, indolente que en ocasiones puede llegar a ser enojosa ... No menos cuenta con respecto a ese espíritu, e incluso lo origina, la huella de su secular condición de puerto, con la tendencia de su gente a la apertura, a la novedad, al intercambio, con esa capacidad imaginativa favorecida por la forzosa, constante y siempre sugerente contemplación del mar...”