“Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo” (Mc 9,7) Homilía en la toma de posesión del nuevo párroco Luciano Alzueta Mar del Plata, Parroquia San Benedetto, 4 de marzo de 2012 Querido P. Luciano Alzueta, sacerdotes y hermanos en el Señor: En el 2º domingo de Cuaresma, esta comunidad parroquial de San Benedetto mártir y Jesús Niño, vive una jornada memorable. Con la llegada del nuevo párroco, en sustitución del P. Ezequiel, llamado a brindar otros servicios en la diócesis, se abre una nueva etapa en la historia todavía corta de esta parroquia. Hablar de novedad es cosa evidente. Dios no nos ha creado en moldes preestablecidos, llamados a producir individuos de idénticas características. Cada uno de nosotros ha sido pensado con la inédita originalidad que Dios nos regala al crearnos. Y es a través de estas características, con sus fortalezas y sus límites, que Dios nos llama a colaborar con su obra. Aquí no cuentan títulos previos ni capacidades brillantes, en primer lugar, sino la disponibilidad plena del servidor a dejarse utilizar como instrumento. Puede Dios complacerse en realizar sus mejores obras a través de instrumentos poco aptos, según la mirada humana; así como puede quedar en definitiva estéril la obra que presumíamos perfecta. Pero hoy no sólo hablamos de novedad, sino de continuidad. Y no podía ser de otra manera, pues detrás de los múltiples pastores del rebaño, está presente y actúa el único “gran pastor de las ovejas” (Heb 13,20). Los presbíteros que trabajan en una diócesis en comunión con su Obispo, y con la Iglesia que llamamos, y es, santa, católica, apostólica y romana, tienen todos de fondo una mentalidad común, una misma doctrina heredada de los Apóstoles y transmitida por sus sucesores, una misma sintonía con el Magisterio eclesial y sus orientaciones. Es el Espíritu Santo el que con su presencia operante y con su gracia constituye la unidad de la Iglesia, conforme a la enseñanza del Apóstol. Pero este mismo Espíritu es el origen de una legítima diversidad de dones y carismas que enriquecen a la Iglesia una, pues “en cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1Cor 12,7). Los textos bíblicos de hoy nos hablan de la fe de Abraham y de la transfiguración del Señor. De Abraham decimos que es nuestro padre en la fe, y tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la Sagrada Escritura lo presenta como el paradigma del creyente, porque “esperando contra toda esperanza, Abraham creyó y llegó a ser padre de muchas naciones” (Rom 4,18, ver todo el cap.4; Gal 3,6-9). La fe de Abraham incluye la confianza plena en la verdad de la palabra divina y en el cumplimiento de la misma y se traduce en obediencia, en ponerse en camino, aun sin conocer bien el término del mismo (Heb 11,8). Implica el convencimiento de la veracidad de Dios y de su fidelidad. Por eso, pasa también por la prueba y se convierte en sacrificio espiritual: “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moria y ofrécele allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga” (Gn 22, 2). Por encima de mi razón, que queda desbordada, hay otra razón muy superior a la mía, hay un amor, una gran Bondad, que no cabe en nuestra capacidad de comprensión. En el fondo, este mismo misterio de la obediencia de Abraham, es la verdad profunda que está significada en el misterio de la transfiguración de Cristo. La obediencia permanente e incondicional a la voluntad del Padre, estaba prefigurada o esbozada en la obediencia del “padre de los creyentes”. Abraham en su oscuridad obediente escuchó estas palabras en el borde de su prueba: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único” (Gn 22, 12). Con Jesús, su único Hijo, Dios llevará las cosas al extremo, porque Cristo Jesús “obedeció hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8). La obediencia de Cristo es el peor enigma para la razón, un absurdo insoportable. Sólo la luz de la fe la transfigura en el misterio luminoso de nuestra salvación. Desde nuestros ojos transfigurados podemos entender que la apertura a la voluntad divina, que tantas veces pasa por chocantes absurdos humanos, se convierte en fuente de fecundidad y vida nueva. Jesús había anticipado varias veces su pasión y su muerte y también su triunfo final. Pero sus discípulos, ni siquiera los íntimos podían comprender. Por eso, resuelve poner un signo donde anticipa su triunfo. Por unos instantes, su humanidad anticipa la gloria de la resurrección, el reverso del camino estrecho y difícil que nos enseñó y que fue el primero en seguir. La voz divina del Padre sirve de marco al ministerio público de Cristo, tanto al inicio como hacia el término de su actuación. Ahora surge del interior de la nube y afirma: “escúchenlo”. Si Jesús es el Hijo de Dios, hay que creer en él como se cree en Dios, y su enseñanza debe ser seguida. Puede llamarnos la atención que Jesús imponga silencio a estos tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Es porque ellos aun siendo testigos privilegiados, no están todavía en condiciones de entender, ni tampoco sus eventuales oyentes. Más tarde llegará el momento de la luz de la resurrección, de la cual esta transfiguración es anticipo. La fe de los discípulos quedará iluminada por el triunfo del Maestro, y será como una prolongación del misterio de la transfiguración. Gracias a ella podrán descubrir la presencia de Jesús cuando ya no lo vean con los ojos de la carne. Nosotros decimos que vemos a Dios y contemplamos a Cristo presente detrás de los acontecimientos de la vida. La fe nos permite transfigurar la realidad sin deformarla. Nos capacita para interpretar las cosas desde los ojos de Dios, mirarlas con los ojos de Cristo. Este es el resultado de una fe adulta, que se nutre en la Palabra de Dios, leída y meditada, y se alimenta sin cesar con la oración y el sacramento de la Eucaristía. En efecto, los cristianos católicos creemos con fe firme que en cada celebración eucarística se hace presente Jesucristo en aquel mismo acto de amor redentor por el cual los hombres recuperamos la amistad con Dios. Nuestro Salvador se hace presente y nos invita a entrar en comunión con él. Al hacerlo, nuestras vidas se transforman, nuestra mentalidad cambia, los ojos del alma se iluminan y se abren a la percepción del significado verdadero de la vida. En esta toma de posesión, no celebramos la Eucaristía como si fuera un mero marco de solemnidad mundana que brinda algún brillo a un prosaísmo jurídico, sino que al hacerlo estamos diciendo que aquí está el centro espiritual de esta parroquia. De este sacrificio y alimento se nutrirá todo apostolado. En cada Eucaristía escuchamos la Palabra de Dios. Ella es una de las formas de presencia real de Cristo entre nosotros. Con ella nos alimentamos, pues va configurando nuestro interior y creando hábitos y criterios de juicio sobre las realidades cotidianas. Existe una continuidad entre la Palabra escrita y proclamada, y la presencia real por antonomasia de Cristo en el sacramento eucarístico. A esta forma de presencia la llamamos real, no por que las otras no lo sean, sino porque lo es por excelencia, pues además de ser espiritual y operante, es también sustancial. Para esto se hace presente Cristo en cada Eucaristía, para que al escuchar su Palabra y alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre, nuestros ojos se abran a la verdad trascendente y las cosas se transfiguren revelando su último sentido. Querido Padre Luciano, te conozco bastante desde los días no tan lejanos del Seminario. La parroquia que te confío tiene tres capillas, a las cuales hay que agregar dos más de los cementerios. Desde aquí también se atiende un colegio. La zona tiene una población considerable que desde hoy es tu rebaño. Procurarás que en la medida de las posibilidades humanas, el Evangelio llegue a todos. Hay gente muy humilde que espera la Buena Noticia. No estarás solo. En primer lugar, porque desde tus ojos llenos de fe contemplarás al Señor que te acompaña. Pero, además, contarás con la valiosa ayuda de laicos entusiastas a los que comprometo en una colaboración activa con tu gobierno pastoral. Te invito al cuidado de tu vida espiritual, donde acción y contemplación se impliquen mutuamente. Esto incluye la formación permanente, alimentada de oración, vida sacramental, el estudio de la Palabra de Dios y del magisterio de la Iglesia, intercambio pastoral de experiencias y comunión con el Obispo y el presbiterio. Por eso, te encomiendo a la Virgen, Madre del Buen Pastor, quien con su intercesión te alcanzará las gracias del Espíritu que volverán fecundo tu apostolado. Con mi afecto y bendición. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata