Relación teológica entre la verdad y la caridad en la Encíclica “Caritas in Veritate” La encíclica programática del pontificado de Juan Pablo II llevó el título-clave Redemptor hominis, que resonó en documentos posteriores (Redemptoris Mater, Redemptoris custos, Redemptorios missio...); la primera carta encíclica del Papa Benedicto XVI fue Deus caritas est, cuya onda expansiva hemos percibido en muchas intervenciones suyas y particularmente es manifiesta en las primeras palabras, explícitamente buscadas, de la presente encíclica Caritas in veritate sobre el desarrollo humano integral. Cuando una intuición es rica posee la capacidad de ofrecer perspectivas importantes en el tratamiento de diferentes cuestiones; sin duda éste es nuestro caso. La Introducción al cuerpo de la encíclica es relativamente larga, ya que, además de introducir al tema de la misma, a saber el desarrollo integral del hombre, enuncia la clave de lectura, explica los términos íntimamente referidos entre sí que iluminan todo el contenido, explicita el fundamento proporcionado por la caridad en la verdad para tratar el desarrollo integral en el momento actual de la humanidad, marcado por una fuerte crisis, por las condiciones nuevas de la globalización y por la necesidad de análisis sinceros y de proyectos adecuados a la magnitud y las características del desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres. Para comprender la relación teológica entre caridad y verdad es básica e insustituible la lectura de la Introducción. 1. Caridad y verdad en su identidad y mutua referencia En las aserciones siguientes se adelanta la que podemos denominar el fundamento y la tesis de la encíclica: “La caridad en la verdad es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad” (n. 1). “La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia” (n. 2). La caridad, que es el término original cristiano para designar el amor, tiene en Dios su fuente, Jesucristo es su rostro personal, en persona Logos y Ágape, en quien se manifiesta y comunica el amor del Padre, y por el Espíritu Santo se derrama en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). El don del amor recibido convierte al cristiano en sujeto viviente e instrumento dinámico del mismo amor en toda la red de sus relaciones. La misión de la Iglesia en el campo social tiene en esta especie de cascada de amor, que arranca del Padre, pasa por Jesucristo y su Espíritu y llega hasta nosotros, su origen, su fundamento, su impulso, su originalidad y su sentido. El anuncio de Jesucristo es para la Iglesia el primero y principal factor para contribuir al desarrollo. El Papa habla abiertamente en la encíclica de las señas de identidad de su discurso sobre las cuestiones sociales; habla a la luz de la fe cristiana y de la razón humana. La doctrina social de la Iglesia echa sus raíces en el misterio de Dios; desborda las consideraciones sobre el hombre y la sociedad. El término verdad, podemos decir, es la resultante de la revelación cristiana, de la que se citan algunas indicaciones bíblicas (cf. Mt 22,36-40; Jn 8,22; Jn 14,6; 1Cor 13,6; Ef 4,15; 1Jn 3,18), y de la comprensión generalizada de lo que entendemos por verdad. De nuevo aquí se encuentran en síntesis viva y armoniosa la fe cristiana y la razón. Fe y razón en su mutua interacción generan un amor inteligente y una comprensión amorosa, se fecundan mutuamente y también están llamadas a corregirse en las correspondientes patologías posibles. La fe busca entender y la razón en su ejercicio coherente con la dignidad del hombre desborda las dimensiones cuantitativas y empíricas para abrirse a las realidades del amor, de la esperanza, de la libertad... y para percibir que la misma razón confina con el misterio del hombre y con Dios. Tanto la caridad como la verdad deben ser purificadas a fin de que su utilización no quede oscurecida y lastrada por los prejuicios que impregnan a veces el ambiente social. La caridad no es contraria a la justicia ni se reduce a la esfera de las relaciones privadas ni equivale a un conjunto de buenos sentimientos encomiables pero marginales ni es una especie de sentimentalismo frecuentemente evasivo. Por su parte, la verdad no confiere a quien la reconoce y profesa un aire orgulloso, intransigente y seguro contra toda inclemencia. La acogida genuina de la verdad otorga humildad, claridad, valentía y respeto en sus modos de comunicarla. Frente al relativismo, que es una enfermedad muy difundida hoy como si nada fuera verdadero y consistente y todo resultara igual e intercambiable (cf. Fides et ratio, 5), la curación debe venir por la búsqueda incesante de la verdad, por su aceptación generosa cuando es hallada y por su defensa y promoción por las vías que le son naturales, que no son la imposición, la humillación y el desprecio autosuficiente. La encíclica remite constantemente al diálogo entre los hombres, que tiene mucho que ver tanto con el amor como con la verdad. La dualidad verdad y caridad, caridad y verdad, “veritas in caritate” y “caritas in veritate”, están arraigadas hondamente en la tradición cristiana. La Iglesia ha desarrollado desde el principio dos vías de transmisión del Evangelio: ha buscado el encuentro del Evangelio de la verdad (cf. Ef 1,13; Col 1,5; 2Tes 2,13-14) con las semillas de verdad y los forcejeos por recibir el resplandor de su luz desde los primeros pasos de la misión cristiana, por ejemplo en el mundo griego, y por el dinamismo del amor junto a los necesitados, que causó sorpresa en las sociedades paganas y fue una llamada vigorosa a la conversión. Son dos vías recorridas por Jesús (cf. Act 1,1) que mutuamente se refuerzan, como en la revelación las palabras y las obras (cf. Dei Verbum, 2), y que buscan la totalidad del hombre, mente y corazón. Esta dualidad de verdad y amor, que no dualismo ni líneas asíntotas, aparece también en el designio eterno de Dios y en su manifestación en la historia. “Quiso Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (Ef 1,9) por Cristo” (Dei Verbum, 2. Cf. Lumen Gentium, 2; Denzinger-Hünermann 3004). Bellamente escribió San Agustín: “¡Oh eterna verdad y verdadera caridad y amada eternidad!” (Las Confesiones, VII, X, 16). La revelación de Dios por Cristo en el Espíritu Santo es automanifestación y autodonación, es decir, se nos muestra y se nos entrega, alumbra la mente con su luz y nutre el corazón con su amor. Nos creó con amor a su imagen, y nos trata como a amigos e hijos. El amor y la verdad tienen su origen en Dios, se realizan en la historia de la salvación de los hombres creados para la verdad y el amor, y de manera indisociable guían el auténtico desarrollo de los hombres. La caridad y la verdad se interaccionan mutuamente; incluso podemos decir que se constituyen al mismo tiempo, de modo que ni la verdad accede como complemento al amor ni el amor modula la verdad anteriormente fundada. No insistiremos suficientemente en esta recíproca interioridad para comprender el pensamiento de Benedicto XVI y en concreto para percibir el marco y las coordenadas de la encíclica “Caritas in veritate”. “El saber nunca es obra sólo de la inteligencia”. “Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor”. “La caridad no es una añadidura posterior, casi un apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes discipli- nas, sino que dialoga con ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón” (n. 30). En esta mutua relación de verdad y caridad se debe entender el que la encíclica, quizá con sorpresa de muchos, hable en el contexto de las relaciones económicas y de mercado, de la “lógica del don”, del trato entre los partners de esas relaciones mercantiles guiado también por el principio de gratuidad (n. 36). ¿No es insólito unir las actividades económicas y la caridad? Si tenemos en cuenta que el auténtico desarrollo tiene rostro de personas, ya que no bastan los aspectos técnicos y colectivos, se comprende la insistencia en la dimensión antropológica de que está impregnada en todas sus páginas la encíclica. “La cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (n. 75). El desarrollo auténticamente humano requiere conocer qué es el hombre, ya que sólo a la luz de la persona se pueden señalar los criterios de su desarrollo. El ser humano, varón y mujer, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1,26-27). Dios les ha mandado crecer y multiplicarse, y les ha encomendado cuidar y someter la tierra y dar nombre a los animales; en el reconocimiento de Dios como Creador y en el encargo de cultivar la tierra y hacerla fecunda se inserta la realidad del progreso humano, que es voluntad de Dios. Ni puede olvidar su dignidad personal compartida entre varón y mujer de ser imagen de Dios, ni puede esquilmar el mundo confiado a su responsabilidad o divinizarlo panteísticamente ya que es criatura; la tierra y el universo no es más ni menos que criatura de Dios. La encíclica habla, siguiendo a Populorum progressio de Pablo VI, de la vocación del hombre recibida de Dios. La vocación implica que el hombre esté enclavado en la trascendencia y que su vida en la historia y en las relaciones con los demás sea desarrollada como una misión bajo la mirada providencial y paternal de Dios. Desde el principio, en la Introducción que es como una “obertura”, se dice: “Amor y verdad nunca abandonan a los hombres completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente del ser humano” (n. 1). A pesar de todos los oscurecimientos existe la búsqueda de la libertad, de la verdad y del amor, que deben guiar en el camino de la humanidad llamada a desarrollarse. Existe en el corazón del hombre una querencia básica e inolvidable por el amor y la verdad. 2. La caridad en la verdad orienta el desarrollo de cada persona y de la humanidad El desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres comporta que la persona sea respetada en su dignidad; que esté abierta a transmitir la vida (“la apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo”, n. 28); que no se cierre a la trascendencia (“Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre”, n. 28); por esto, la promoción programada de la indiferencia religiosa mina el desarrollo genuino; que incluya la oración, la fe y la comunicación con Dios; que cultive la esperanza en la vida eterna (“sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento” n. 11); que se realice en las dimensiones profundas de la verdad y del amor. Estamos llamados los hombres a una vida iluminada por la sabiduría y a una ciencia enriquecida por la vida. Al colocar en esta perspectiva el desarrollo de los hombres y de la humanidad caben en la encíclica realidades que a veces no las integramos en el mismo dinamismo del desarrollo: “El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne al ambiente como a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral” (n. 51). “La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo” (n. 18). Todas las dimensiones del ser humano, materiales y espirituales, técnicas y morales, personales y sociales, de la mente y del corazón entran en el dinamismo querido por Dios. Y todos los hombres y mujeres son destinatarios del encargo divino de desarrollarse en la verdad y en la caridad; y todas las personas deben tener para su desarrollo las oportunidades adecuadas. Unas generaciones deben ser solidarias con las otras; la humanidad actual no puede olvidar en el cuidado y dominio de la creación a las generaciones futuras; los hombres que viven en sociedades más ricas no pueden desentenderse de los que habitan en condiciones más difíciles; por muchas razones hay hermanos nuestros que tienen el pan muy escaso, difícil e incierto. A la luz de la verdad y del amor se comprende lo que de manera penetrante dice la encíclica: “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos” (n. 19). No nos conformamos con la solidaridad, aspiramos a la fraternidad, ya que somos una misma familia de hijos e hijas de Dios. El amor, no sólo el conocimiento, falta con frecuencia a las sociedades para impulsar el desarrollo de todos los hombres, cercanos y distantes, el amor es fuerza movilizadora que abate las barreras levantadas por el egoísmo y la indiferencia. También en este sentido la caridad de Cristo nos urge ya que es acicate que mueve y exige (cf. 2Cor 5,14). El amor es inventivo, es decir, busca y encuentra las vías para dar cauce a su dinamismo en medio de la complejidad de la sociedad. La persona está hecha para el amor en la verdad, ya que lleva el sello de Dios que es Amor y Verdad. También “la naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad” (n. 48); está llamada a ser recapitulada en Cristo (cf. Ef 1,9-10; Col 1,19-20). Si el hombre por el pecado sometió a la frustración a la creación entera, también ella suspira por la “libertad gloriosa de los hijos de Dios” (cf. Rom 8,19-22). La naturaleza no es una realidad caótica, ni está a nuestra disposición para ser modelada a nuestro arbitrio. El poder dado por Dios al hombre de cuidarla y cultivarla (cf. Gen 2,15) debe respetar la “gramática” impresa en la naturaleza por el Creador con los criterios y la finalidad inherentes. Hay un designio que nos precede que debemos descubrir y reconocer, y que nos señala cómo debemos actuar. Considerar la naturaleza como creación de Dios nos prohíbe degradarla o divinizarla; y al mismo tiempo nos orienta en el camino para un desarrollo auténtico de la humanidad. Para percibir el sentido del desarrollo tanto en cada persona como en la humanidad es necesario leer el libro de la creación y aprender de él las indicaciones que contiene. Si la persona humana tiende por naturaleza a su propio desarrollo que tiene como norte la caridad y la verdad, sólo ateniéndose a estos grandes valores previos a su decisión hallará su genuina realización. Si pretendiera convertirse en el único creador de sí mismo y de los demás, alteraría el sentido de la existencia y se desorientaría. La libertad humana no es absoluta, es decir, no está desvinculada de un haz de valores como la verdad, el amor, el bien, la justicia, la solidaridad con los demás, etc. Forma parte de una constelación, saliéndose de la cual se convierte en una estrella errante. La libertad asentada en la verdad, y no arbitraria, debe buscar en su interior las normas fundamentales de una ley, que él no se ha dado, sino que Dios ha inscrito en su corazón (cf. Rom 2,15). La verdad, inherente a la caridad, hace a ésta comprensible a la persona, y además la hace comunicable entre los hombres, ya que en la verdad hay una luz que capacita la comprensión. La verdad es un “logos” que se abre al “diálogos” (cf. n. 4). Pues bien, por el logos del amor es posible el anuncio de la verdad que habita en él; y la comunicación que establece entre las personas hace que el amor desborde la intimidad y se abra a lo social, a lo público, a lo universal. La doble luz de la fe y de la razón muestra que el amor cristiano es vía de auténtico progreso que se debe considerar y tener en cuenta en el foro de la sociedad. “La verdad es la luz que da sentido y valor a la caridad” (n. 3). Los valores de fraternidad, de gratuidad, de primacía de la persona en las relaciones sociales y económicas emparentados con el amor cristiano pueden ser defendidos por la palabra proferida desde la verdad; no son ensoñaciones sino camino seguro de desarrollo. El desarrollo de la humanidad debe ser sostenido y alentado inseparablemente por los valores de la caridad y de la verdad. El diálogo entre personas, culturas y pueblos, en orden al desarrollo de la humanidad, tiene en la llamada ley natural, impresa por el Creador en la naturaleza humana, su norte y guía. ¿No necesita la humanidad dispersa por el mundo una base de comprensión, de convivencia, de reconocimiento de los mismos derechos, de trabajo convergente? “La ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios” (n. 59). La encíclica, de una manera consecuente, va mostrando cómo la caridad en la verdad de Dios, cuya imagen visible es Jesucristo (cf. Col 1,15), emite constantemente luz en los diversos aspectos que configuran el desarrollo de cada persona y de la humanidad. Es una aportación excelente en el momento actual de la historia humana. Su alta calidad antropológica, el discernimiento respetuoso de los aspectos técnicos, y al mismo tiempo la proximidad atenta a las cuestiones, que cada persona puede sentir y pensar, hacen de la encíclica un servicio inestimable no sólo a los cristianos sino, como dice su encabezamiento, “a todos los hombres de buena voluntad”. El Dios revelado en Jesucristo no se recluye en la privacidad de la conciencia y el corazón de los fieles cristianos; su palabra y enseñanza poseen una extraordinaria significación pública. La encíclica profundiza en las raíces teológicas del desarrollo humano, muestra con precisión y belleza sus ricas características antropológicas y ofrece a todos luz y fuerza para trabajar por el auténtico desarrollo de cada persona y de la humanidad. Mons. Ricardo Blázquez Obispo de Bilbao