Vigencia y actualidad de la Revisión de Vida Luis Fernando Crespo La Revisión de Hechos de Vida (RHV) surgió y se desarrolló como un método de formación cristiana en los movimientos de Acción Católica que apuntaban a la formación de militantes, personas adultas en la fe y comprometidas en el seguimiento de Jesús, con la voluntad de transformar la sociedad en la perspectiva del reino de Dios, protagonistas en la tarea de imprimir un sentido a la historia hacia formas más justas, fraternas y solidarias. 1. UN TIEMPO DISTINTO: “EL VINO NUEVO EN PELLEJOS NUEVOS” Hoy nos encontramos en un tiempo distinto, “cambio de época”, han diagnosticado algunos. Globalización y posmodernidad se presentan como letreros luminosos que en una palabra pretenden decir o sugerir –o ¿simplificar? – lo nuevo característico del momento. Hasta ha habido alguien que pronosticó un paralizante “fin de la historia”. Felizmente, la historia sigue avanzando. Lo que sí es claro, más allá de las formulaciones y los rótulos, es que vivimos un tiempo diferente, que se manifiesta en actitudes, estilos de vida y sensibilidades distintas a los de hace unas pocas décadas. Y esto se percibe de manera más evidente en el mundo de las generaciones más jóvenes. No se cree ya en los grandes relatos legitimadores e impulsores de compromisos y de solidaridades de largo aliento. Pasó, se dice, el tiempo de las utopías y de los imperativos categóricos, cuentan sobre todo los logros rápidos y la competencia despiadada por el éxito inmediato. La religión y la fe cristiana han ido perdiendo papeles tradicionales desempeñados en el pasado. Dios ha dejado de ser un recurso de legitimación y de esperanza ultramundana ante las desgracias e injusticias. El proyecto del reino de Dios tampoco despierta anhelos y entregas radicales por causa de la justicia. Se lleva más una religión a la carta, sin mayores ortodoxias doctrinales e institucionales, ni exigencias de coherencia en la ética personal y social. A lo sumo, se acepta la inserción en pequeñas comunidades emocionales en las que uno puede sentirse acogido y acompañado más que exigido. En ese contexto, nos preguntamos qué sentido puede quedar para la RHV y, aún de manera más profunda, para el seguimiento de Jesús vivido con radicalidad y coherencia integral y para la evangélica opción preferencial por los pobres. El ideal de la formación de discípulos y militantes como modelo de cristianos coherentes parece estar hoy en cuestión. En la misma experiencia actual de los movimientos y de otras comunidades, que reconocen, valoran y practican la RHV como su propia pedagogía de la fe, se constata una cierta insatisfacción y dificultad. Muchos la sienten como un proceso demasiado rígido, que agarrota la espontaneidad sin formalismos que anhelan especialmente los grupos de jóvenes –y también en buena medida los de adultos– para sus reuniones y encuentros comunitarios. Con frecuencia, no les falta razón. En algunos casos, la RHV se ha convertido en letra y en ley, olvidando su espíritu. Se la percibe y practica como método formal –la secuencia de ver, juzgar, actuar– y no tanto como pedagogía comunitaria espiritual de dejarse guiar por el Espíritu y la El presente texto ha sido escrito como prólogo a una nueva edición en España de Revisión de vida y seguimiento de Jesús (ed. original: CEP-UNEC, Lima, 1991, con varias reediciones). palabra de Dios en el proceso de crecimiento y maduración de la fe, de un adulto hacerse discípulo de Jesús, vivido en la trama de la vida cotidiana con toda su creciente complejidad social, familiar y personal. Una dificultad más se añade. El tiempo de las personas, más atiborrado de horas de trabajo y de estudio, más solicitado por abundante información que llega de todas partes (internet y otros) y por una sobreoferta de posibilidades de distracción (deportes, sobre todo fútbol, programas y películas en la televisión…) resulta cada vez más limitado para dedicarlo a la reflexión personal y comunitaria. Una nueva situación o una nueva época, con todas sus oscuridades y cuestionamientos desestabilizadores, conlleva también una nueva oportunidad de búsquedas, de descubrimientos de aspectos no explorados o no suficientemente percibidos. El misterio de Dios, siempre inagotable y nuevo, que “ha hablado muchas veces y de muchas maneras a nuestros padres y en los últimos tiempos por medio de su Hijo” (Hb1,1-2) no permanece callado. El Cristo glorificado por su Espíritu continúa presente en la humanidad conduciéndonos “hacia la verdad completa” (Jn 16,13), de manera que en un renovado Pentecostés cada pueblo y cada generación pueda escuchar el mensaje “cada uno en su propia lengua” (Hch 2,6), es decir, según su propio sentir y entender. Sería una falta escandalosa de fe vivir añorando lo que para la generación actual irremediablemente ya es pasado, aun reconociendo todas sus realizaciones y logros. Ni nostalgia ni andar permanentemente comparando como si el pasado fuera el modelo de comprensión y expresión del evangelio. Eso ya sucedió al llegar la modernidad y conocemos sus consecuencias desastrosas. “El vino nuevo en pellejos nuevos” (Mc 2,22), no se cansaba de repetir Jesús. La tarea de hoy es descubrir en la nueva sensibilidad y nuevos estilos de vida las nuevas posibilidades de escucha y acogida del Dios vivo que se da y comunica amorosamente a los hombres y mujeres de hoy. Y a la vez no absolutizar lo nuevo como si fuera criterio indiscutible y definitivo al que hubiera que someter toda interpretación de la Palabra. El ejercicio de “escrutar los signos de los tiempos”, haciendo un discernimiento “a la luz del evangelio” de lo que en ellos hay de Dios y de oportunidad de salvación para responder a sus interrogantes continúa siendo responsabilidad permanente de la comunidad cristiana a realizarse con empatía y sentido crítico. 2. NUEVAS OPORTUNIDADES PARA LA EXPERIENCIA CRISTIANA Presento a continuación algunos rasgos de este tiempo nuevo tratando de reflexionar y descubrir posibles oportunidades y aperturas para una experiencia cristiana. 2.1 Subjetividad y autenticidad El desencanto y la reacción frente a la primacía dada a lo que se ha llamado la razón instrumental y algunos de sus terribles efectos para la humanidad ha redundado en un descubrimiento de la subjetividad, del mundo subjetivo, de la identidad individual. Una nueva valoración del sentimiento, de la sensibilidad y de lo estético han venido a enriquecer la comprensión de la existencia humana como una unidad de múltiples y variadas dimensiones y a recordar que la real “encarnación” de la Palabra en Jesús ha asumido y salvado todo lo humano en su integridad. La búsqueda de una creciente creatividad en la realización personal, el reconocimiento de la autenticidad como actitud y valor fundamental de cada persona, la aspiración a vivir como seres libres, sin cortapisas de ninguna clase, la voluntad decidida de conseguir ser felices y lograrlo ya constituyen otros tantos rasgos y apuestas que caracterizan a mucha gente hoy. Lo buscan con apresuramiento, a veces compulsivamente, como si temiesen no llegar a tiempo. Y esto provoca desconcierto, incomprensión y hasta rechazo en las generaciones mayores que se preguntan cómo conjugar estas actitudes con aquellas que habíamos venido asumiendo como más coherentes con el evangelio. Vale la pena detenerse un momento y reflexionar mejor. La fe cristiana, antes que adhesión intelectual a una doctrina, nos es presentada como una experiencia, experiencia de encuentro: “Vengan y vean” (Jn 1,39.41.43.45), como un llamado que suscita una profunda relación personal: “Para que estuvieran con él” (Mc 3,14), relación que Jesús califica finalmente como amistad (Jn 15,14-16). Por esa razón, la actitud que se requiere en quien responde es en primer lugar seguimiento (Mc 8,34) y amor (Jn 21,15-17). La instrucción y la consecuente adhesión doctrinal, siendo importante, vienen después. Los evangelios presentan a Jesús como “maestro”. Es verdad. Pero el rasgo mayor que lo retrata es la compasión, su capacidad de sentir con el sufrimiento del otro, su sensibilidad profundamente humana: se estremece de gozo porque el misterio de Dios se revela a los pequeños (Lc 10,21), siente compasión ante el leproso marginado (Mc 1,41), ante la mujer viuda que llorando lleva a enterrar a su hijo único (Lc 7,13), ante el pueblo vejado y abatido por la ocupación romana (Mt 9,36) y hambriento y sin guía (Mc 6,34), siente pavor y tristeza de muerte ante la posibilidad amenazante de un desenlace de su vida violento y próximo (Mc 14,34). Esta rica y compleja sensibilidad de Jesús, tan cercana a nuestros propios sentimientos y debilidades, está permitiendo descubrir mejor su verdadera y real humanidad, más cercana a la nuestra. 2.2 Como un grano de mostaza El anuncio de la cercanía del Reino de Dios como buena noticia para los pobres se nos ha presentado como la gran propuesta de Jesús, su utopía salvífica, de alcance histórico y trascendente, una especie de gran relato que asegura responder a los más profundos anhelos históricos de justicia y felicidad de la humanidad. Pero no podemos pasar por alto que Jesús lo realizó a través de pequeños signos, acciones que aportaban salvaciones parciales, las más de las veces a una persona –rara vez a un grupo más amplio– respondiendo a su peculiar necesidad concreta. Las narraciones evangélicas no pasan de ser “pequeños relatos” de salvación (curación de un leproso, de un tullido, perdón a una mujer pecadora...), en los que se contienen pequeños signos –no más que signos, “como un grano de mostaza”, la más pequeña semilla (Mc 4,31) – de la plenitud de salvación que Dios ofrece. 2.3 Una libertad liberadora El reclamo de autonomía y el anhelo de libertad caracterizaron el mundo de la modernidad y con razón se dice que se acentúan en los tiempos posmodernos. Con frecuencia se viven con una fuerte carga de crítica y desapego respecto de las instituciones, incluidas las religiosas y eclesiales. Y éstas pocas veces han sabido descubrir y valorar las raíces evangélicas que en esas actitudes subyacen. Jesús fue un hombre libre más que un predicador que habla de libertad. Es, ciertamente, uno de los rasgos históricos más reveladores y provocadores de su personalidad humana. No tiene miedo a la libertad, son los fariseos y los escribas los que se alarman. Él la practica y la vive con sencillez y con coraje. Es libre respecto de la ley y de las costumbres que los sabios y poderosos imponen a la gente sencilla. Sólo que su libertad tiene un rasgo muy peculiar. No lo encierra en un individualismo caprichoso y liberal, autojustificador, ni lo lleva a desentenderse de las situaciones que afectan a los demás. Es libre para hacer libres a los demás. En la sinagoga, un día de sábado, dirigiéndose a una pobre mujer encorvada que sufre desde hace años, le dice: “Mujer, quedas libre de tu enfermedad” (Lc 13,12). Libre para hacer el bien, consolar y dar vida. Su libertad alegra a la muchedumbre que contempla la escena. Es una libertad liberadora. Y esa libertad es la que nos llama a vivir con alegría, libertad para amar y hacerse por amor esclavos de los otros (Ga 5,1.13-15). Hoy, más que de tener miedo y poner cortapisas a la libertad, se trata de vivirla con la profundidad, alegría y radicalidad con que Jesús mismo la vivió. ¿No deberíamos hacer un esfuerzo para comprender la dificultad que mucha gente joven y madura siente hacia lo establecido y reglamentado en la sociedad y en la Iglesia? No necesariamente se trata de anomia y acratismo. ¿No habrá que reconocer que muchas veces se trata más bien de un legítimo inconformismo, que traduce un auténtico anhelo de autonomía y creatividad para intentar hacer su propio camino y diseñar su propia vida en una sociedad y cultura que se encuentran ya demasiado anquilosadas? Creo que en el hombre libre Jesús podrían encontrar un buen y estimulante interlocutor. 2.4 Felices los que hacen felices a los demás Búsqueda de libertad y felicidad caminan de la mano. La primera se percibe como condición para la segunda, que es finalmente la que verdaderamente interesa. El anhelo universal de ser felices se hace hoy más imperioso y urgente, a veces reduciéndolo a logros inmediatos de bienestar o de placer pasajero. Es posible que la mayoría no pueda definir bien la libertad a la que aspira, pero sí tiene claro que quiere ser feliz. Lo que sí no es tan claro es qué tiene que ver Dios con eso. Es asunto nuestro. La imagen tradicional de Dios y su moral parecen estar más del lado de la exigencia, de la renuncia y del sufrimiento, la única felicidad que prometen es para el otro mundo y por el momento eso queda lejos. Aquí sí que parece haber un divorcio más vitalmente sentido que el que se dio en la modernidad entre la fe y la ciencia. Y así como entonces hubo que replantear el significado de la ciencia y el de la fe para llegar a un buen entendimiento, también ahora es preciso resituar de manera más humana e integral lo que implica ser feliz y dar una nueva mirada a la Biblia y lo que ella nos dice de Dios. De entrada, el Génesis, a su manera, parafraseándolo, nos dice que Dios creó a los seres humanos para que sean felices: “a nuestra imagen, como semejanza nuestra” y “vio Dios que todo estaba muy bien” (Gn 1,26-31). Lo entendió bien el teólogo san Ireneo (siglo II) con su célebre “gloria Dei vita hominis”, que bien podríamos hoy traducir por “la gloria de Dios es la felicidad de los seres humanos”. Jesús retoma y ahonda esa intuición. Al proclamar a Dios abba, papá, padre querido, nos está queriendo decir en primer lugar que es bueno, muy bueno para los seres humanos, que nos quiere y quiere lo bueno para todos. Esa es su voluntad –o su reinado, como lo designa también Jesús– para que se realice ya en esta tierra y de manera bien concreta: el pan –y el trabajo que lo hace posible– que se asegure cada día, la fraternidad, sin exclusiones ni violencia, para la que se requiere el perdón otorgado generosamente y humildemente acogido, el trabajoso liberarnos de todo lo que lleva a hacer mal y daño. Y que no caigamos en la tentación fácil de renunciar a esta felicidad o de buscarla por otros caminos (Cfr. Mt 6,9-13). Esta voluntad universal de Dios que nos quiere a todos y a todas felices constituye el fundamento de su preferente atención por la vida de los pobres y los infelices. Con razón insiste Gustavo Gutiérrez en que la opción preferencial por los pobres es una opción teocéntrica. Tiene su fundamento y nos revela quién es el Dios de Jesucristo. Creo que es una originalidad del cristianismo vincular tan intrínsecamente en Dios la vocación universal a la felicidad y la opción preferencial por los pobres y sufrientes. Jesús lo expresó bien en las bienaventuranzas (la Biblia latinoamericana traduce, en este caso con acierto, en lenguaje más cercano felices). Proclamar felices a los que viven situaciones de pobreza, hambre y llanto (Lc 6.20) es una paradoja que sólo puede ser tomada en serio si realmente para el Dios, de cuyo reinado se habla, la vida y la felicidad de los desgraciados es lo más importante de su ser Dios. Por eso Mateo, en una perspectiva complementaria, proclama felices a los que confían y se entregan plenamente a ese Dios –eso es lo que expresa propiamente el término bíblico anawim, que se traduce como pobres de espíritu–, a los que son sencillos, compasivos, limpios de corazón, tienen hambre de justicia, trabajan por la paz, se mantienen firmes aun en la persecución por causa de la justicia (ver Mt 5,3-10). Todas estas actitudes humanas y a la vez profundamente religiosas –como otras tantas expresiones de pobres de espíritu– apuntan a la compasión, a la vida, a la justicia para con los que realmente sufren las consecuencias de la injusticia y de la marginación. Las bienaventuranzas de Jesús bien podrían resumirse en un “felices los que hacen felices a los demás”. Y hay que añadir que esas actitudes, para que hoy puedan ser auténticas, deben ser traducidas en acciones que busquen tener eficacia histórica y social, capaces de incidir y cambiar la pobreza, la exclusión y la falta de significación de los pobres en nuestra sociedad. Podríamos concluir diciendo que llevar a la práctica las bienaventuranzas de Mateo es la condición para que se hagan realidad histórica las formuladas en el evangelio de Lucas. Las bienaventuranzas de Jesús acogen sí, pero desbordándolas y abriéndolas hacia nuevos horizontes y nuevos sujetos, las ansias de felicidad presentes en nuestro tiempo. 2.5 Del Dios todopoderoso al Dios Emmanuel La modernidad se había peleado con el Dios todopoderoso, explicación y justificación de todo lo humano y lo divino, y lo expulsó como a un rival derrotado. “Dios ha muerto”, proclamó Nietzsche, quedándose el ser humano solo, pretendiendo saberlo y dominarlo todo y, como diría más tarde Sartre, “condenado a ser libre”. Esta imagen hoy se ha vuelto de alguna manera borrosa, ya no resulta tan clara. Ni la razón humana es tan absoluta ni la muerte de Dios tan definitiva. Frente al Dios todopoderoso de la filosofía y frente a los nuevos dioses, no menos todopoderosos y absolutos, del mercado, del capital, del poder –diversos rostros actualizados del Mammón bíblico–, Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, nos ofrece la posibilidad de descubrir una nueva imagen de Dios, el Dios de los pobres, que se ha identificado con los pequeños y con las víctimas de la historia (Mt 25, 31-46) planteando un reclamo insobornable por la vida y la justicia de los menospreciados y humillados. El Dios que resucitó al injustamente condenado y asesinado Jesús, el liberador, podrá ser un Dios creíble para los que hoy en su debilidad histórica se empeñan en ser protagonistas en la construcción de una humanidad nueva y para todos los que se inscriben en esta causa. Es el Dios Emmanuel, el que está presente, acompaña y alienta en la debilidad, en la cruz y en la esperanza de una vida nueva. 2.6 Una Iglesia de los pobres Para mucha gente, hay que reconocerlo, no hay mayor problema en creer en Dios y en aceptar a Jesús como alguien respetable y admirable, incluso como alguien a quien tomar como referente de vida, de opciones y criterios. La dificultad mayor la ofrece la Iglesia como institución y sus representantes, su autoridad para definir e imponer, sus manifestaciones de poder y de riqueza. También para ella hay una necesidad grande de ponerse al día en estos tiempos, profundizando en su experiencia las grandes intuiciones formuladas en el concilio Vaticano II. Ser sacramento universal de salvación implica hoy convertirse en un signo que resulte comprensible para la diversidad de pueblos, de culturas y de generaciones y no pretender uniformidad a partir de una cultura o de una época determinada. Ser pueblo de Dios, en cuyo seno aprendamos a caminar hermanados e iguales hombres y mujeres, laicos, religiosos y ministros (servidores), cada uno con sus carismas y funciones propias, supone revisar y cambiar actitudes y prácticas que no permiten expresarlo adecuadamente. Ser Iglesia de todos y especialmente de los pobres, como propuso el papa Juan XXIII, y recogieron con prontitud numerosas iglesias y comunidades cristianas, exige distanciarse del poder, tomar formas más sencillas de presentarse y relacionarse con los pequeños y con los grandes de este mundo. Ser Iglesia de los pobres apunta a que los pobres se sientan y reconozcan Iglesia. Todo parece indicar que, a pesar de esfuerzos y logros singulares, no hemos avanzado lo suficiente y queda aún mucho camino por recorrer. Nos pueden los temores y falta audacia y confianza en el Señor para ser creativos y, aun reconociendo la complejidad del problema, desprendernos, como David para enfrentar a Goliat, de pesadas y ricas armaduras – fastuosidad de ceremonias y protocolos, signos exteriores de poder y riquezas–, bagajes adquiridos o adheridos a lo largo de siglos, pero que no nos dejan caminar ligeros como auténticos servidores de la causa de los pobres. El papa Juan Pablo II, recordando en la encíclica Solicitudo rei socialis n° 32 “la enseñanza y la praxis más antigua de la Iglesia”, llegaba a la conclusión de que “podría ser obligatorio enajenar esos bienes” –se refería “a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino”–. No se conoce que se hayan realizado concreciones significativas y sistemáticas de esa propuesta. Y sería ciertamente un testimonio más elocuente que muchos discursos. Una Iglesia más servidora y humilde que poderosa parece ser un reclamo a atender con urgencia para poder ser verdaderamente creíble. La frase de Mons. Gaillot, “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”, sigue siendo un criterio y una propuesta desafiante. Este tiempo nuevo, desconcertante a veces, fascinante para algunos, cruel para muchos y especialmente para los países pobres y para los pobres de los países ricos, es también un tiempo cargado de potencialidades que hay que descubrir y desarrollar. En el proyecto de salvación que Dios nos ha revelado en Jesucristo, este tiempo también ha de ser un tiempo oportuno, un kairós. Con alegría que no excluye la preocupación y con una esperanza que reclama lúcidos análisis y compromisos, hemos de esforzarnos en vivir nuestro presente, prolongando actualmente aquel “hoy se cumple” con el que Jesús comentó la Escritura proclamada en la sinagoga de Nazaret: ser buena noticia de Dios para los pobres y comprometerse en la causa de la justicia y de la liberación. Este es el marco desafiante y prometedor en el que entendemos que para nosotros se sitúa el seguimiento de Jesús y, por consiguiente, la revisión de hechos de vida. 3. VOLVIENDO A LA REVISIÓN DE VIDA En este contexto brevemente descrito, los movimientos y las comunidades cristianas desarrollan su tarea fundamental de suscitar y acompañar los procesos de crecimiento en la fe y los testimonios de sus miembros en los ambientes en que se desempeñan. La RHV encuentra ahí también su lugar como pedagogía de la fe. La opción pedagógica de formación en la acción, acción reflexionada a la luz de la palabra y de la práctica de Jesús en orden a una nueva inserción en la vida cotidiana y el compromiso, mantiene su vigencia tanto en las comunidades que se inician como en aquellas que tienen ya una larga trayectoria. No obstante, las características de nuestro tiempo reclaman algunas observaciones y énfasis. 3.1 Un VER solidario El momento que abre la RHV es sin duda el ver, la experiencia vivida y compartida en comunidad. El gusto actual por narrar y contar los hechos concretos de la vida –pequeños relatos– puede facilitar la comunicación inicial. Importa elegir bien las experiencias que se revisan para no quedarse en la anécdota intranscendente que oculta lo más significativo y comprometedor. La mayor sensibilidad y valoración actual de los aspectos personales, de la subjetividad y de los sentimientos contribuyen a dar mayor vitalidad a la RHV, con el riesgo posible de pasar por alto o desatender los procesos sociales y políticos en los que se enmarcan las vidas personales. Un ver cualificado por la fe, un ver con compasión, a la manera de Jesús, ayudará a superar miradas demasiado individualistas, replegadas sobre intereses legítimos, pero sin apertura hacia el ancho mundo de los otros. La imagen frecuente de jóvenes –también de adultos– que caminan ensimismados en su música, la de sus individuales audífonos, puede ser un símbolo de este individualismo ambiental que no presta oídos ni ojos a la realidad circundante de los demás. La confrontación con los otros nos permite vernos y entendernos mejor. La mirada se convierte en ceguera cuando se opta por no mirar más lejos y más profundo. Hoy se requiere con mayor urgencia una mirada crítica que no se deje atrapar por las imágenes interesadas que los medios de comunicación masiva, tan poderosos y al servicio de los poderosos, nos presentan e imponen. Aprendimos en el pasado a analizar la realidad en sus causas y mecanismos estructurales y hay que seguir haciéndolo. El fenómeno de la globalización, la interrelación mundial de la economía, las grandes corporaciones de la industria, la movilidad incontrolable del capital financiero hacen cada vez más complejo el análisis de los fenómenos sociales y sus causas. Y en este marco difícil de comprender es en el que se sitúan y hay que revisar los hechos de la vida de los trabajadores, de los estudiantes y en general de los ciudadanos. Se hace imperioso, por tanto, acompañar las revisiones con sesiones de estudio que ayuden a desentrañar los secretos de este mundo tan complejo. Por otra parte, hay que reconocer también que la globalización de las comunicaciones ha ampliado el horizonte de percepción de la realidad y ha despertado nuestra conciencia hacia los derechos humanos de las minorías y de las poblaciones que hasta ahora nos resultaban lejanas y diferentes, lo cual enriquece y ensancha nuestra capacidad de ver la realidad. En clave espiritual, que es la propia de la RHV, siempre habrá que insistir en la manera como Jesús se situaba ante su realidad: “Al ver la muchedumbre sintió compasión…” (Mc 6,34; Mt 9,36). La compasión permite una sintonía más profunda, afina la vista y el oído, hace llegar hasta el fondo más humano de las situaciones y de los comportamientos. La compasión de Jesús tiene también la peculiaridad de orientar su mirada y preocupación hacia las personas más pobres y marginales: ese criterio formulado hoy como opción preferencial por los pobres no podemos pasarlo por alto en un proceso de revisión que queremos desde el comienzo cristiano. Se traduce en una atención más vigilante para descubrir cómo repercuten los procesos sociales y los hechos que se revisan en la vida de los pobres. 3.2 Un JUZGAR que abre a la esperanza El momento del juzgar, en cuanto confrontación explícita con la palabra de Dios y la práctica de Jesús, continúa siendo el corazón de la RHV. No es fácil, en el actual estilo apresurado de vivir y querer resolver pragmáticamente las situaciones problemáticas, darse tiempo para la escucha sosegada y la reflexión en perspectiva ética y creyente. Y, paradójicamente, el creciente cansancio e insatisfacción ante los resultados del pragmatismo parecen reclamar su necesidad y urgencia. La palabra de Dios ha ido revelando a lo largo del tiempo su fuerza liberadora y dadora de sentido. Ante la sensación de vacío que muchos experimentan, en medio de tantas cosas que la gente posee o desea poseer, hay una búsqueda de sentido válido para vivir, de razones motivadoras para afrontar con coherencia los desafíos de la propia existencia y de la convivencia social. Finalmente, parece presentirse una necesidad general de tener de quién fiarse y a quién confiarse. No es posible vivir tan encerrados en sí mismos. La fe, la esperanza y el amor, en cuanto actitudes profundamente humanas, vuelven a asomar sus dedos pugnando por salir a la superficie. Constituyen una apertura humana a la que el Dios de la Biblia revelado en Jesucristo se muestra capaz de responder. En Jesús, en su entrega incondicional por amor hasta la muerte y sobre todo en su resurrección, victoria definitiva sobre la muerte, Dios se revela como alguien en quien se puede creer, alguien que fundamenta esperanza y alguien, fuente de amor y de vida, en quien descansar sintiéndose amado y acogido, y a quien sin temor uno puede entregarse y amar. Confrontarse con el Dios viviente no es tanto sentirse juzgado, sino más bien llamado y atraído a nuevas y más plenas formas de vivir con sentido. Lo descubrimos como una constante en los encuentros de las personas con Jesús. Nadie sale condenado o rechazado, puede ser que salga agudamente cuestionado como el joven rico (Mt 19,22). Al contrario, aun confrontados con exigencias no previstas, las palabras dominantes en esos encuentros son “ánimo, no teman” (Mc 6,50), “levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2,11), “tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7,50), “tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más” (Jn 8,11). Son palabras que invitan al seguimiento y a la amistad, a la acogida del reino de Dios, en el entendido de que, aun exigiendo conversión, cambio radical de camino y de opciones de vida, está ofreciendo una felicidad que, aunque no sepamos bien donde encontrarla, todos anhelamos y perseguimos. El mensaje de las bienaventuranzas responde bien, como ya dijimos, a la búsqueda más sentida de las personas en el contexto posmoderno y señala un camino de actitudes y comportamientos que apuntan a hacer más humana y feliz la vida de los demás. En cierta medida, lo primero que sugiere la palabra juzgar se queda corto. Se trata más bien de un discernimiento del camino concreto para seguir con coherencia a Jesús en las situaciones complejas de la vida y a la vez un llamado o exhortación apremiante para ponerlo en práctica. Sabiendo además que la palabra de Dios, precisamente por ser de Dios, no está separada de su amor y bondad. Es apremiante, pero acompaña y da fuerza. Por eso de la RHV se sale confiado y esperanzado más que agobiado por una mayor exigencia. Esta perspectiva liberadora –recuérdese “la verdad les hará libres” (Jn 8,31)– y alentadora nunca debe ser olvidada. Cabe además recordar que la insistencia actual de la cristología en subrayar la verdadera humanidad de Jesús y los estudios acuciosos e informados sobre el contexto real en el que se desarrolló su misión ofrecen un material más preciso y rico para la confrontación, tan llena de semejanzas profundas, pese a las enormes desemejanzas, con los desafíos de la presente época. 3.3 Un ACTUAR que se hace testimonio y evangelio Conviene, finalmente, recordar que la revisión de vida, como pedagogía que orienta hacia la conversión, apunta a actuar, a transformar la vida de las personas y la realidad. Frente a corrientes de espiritualidad que se detienen fácilmente en lo más religioso e intimista, hay que recalcar la densidad transformadora y social del mensaje del reino y de la práctica de Jesús. Y de manera especial cuando se realiza en movimientos y en comunidades de laicos. El Concilio y el documento pos-sinodal Christifideles laici insistieron en el carácter secular del compromiso laical. Estar presentes en la sociedad, en todos sus ámbitos e instituciones, en la familia y en el trabajo, en la investigación científica y en las organizaciones sociales y políticas, como luz y sal, como levadura en la masa. Espiritualidad de encarnación, de solidaridad y de servicio con el acento cristiano de la preocupación primera por la vida de los pobres. Hoy la Iglesia en su conjunto reconoce el carácter evangélico y obligatorio de la opción preferencial por los pobres, y no sólo como tarea asistencial en situaciones de emergencia, sino como sentido que hay que imprimir a todo compromiso y responsabilidad social. En el momento actual de crecientes diferencias, donde el poder, el lujo y el despilfarro de los muy pocos constituye una provocación insultante al atraso y pobreza de la mayoría de la humanidad, la opción preferencial por los pobres constituye también una exigencia que debe marcar incluso los personales estilos de vida. En este sentido, la actuación suscitada en la RHV no debe quedarse sólo en trazar líneas generales de compromiso, es preciso que descienda a pormenores más concretos de las responsabilidades y tareas cotidianas. El actuar de la revisión no apunta sólo a mejorar comportamientos personales, sino a través de ellos a incidir en ámbitos más amplios de la familia, el trabajo y de todo el contexto social. Es así como el compromiso se va haciendo testimonio y buena noticia. El anuncio del evangelio pasa hoy muchas veces más por el testimonio silencioso y a la vez elocuente de pequeños gestos de solidaridad, honradez insobornable, sencillez en los estilos de vida y de relación con las personas, alegría y constancia en las dificultades, esperanza tenaz en que es posible construir una sociedad más humana y justa. 3.4 CELEBRAR la gratuidad La comunidad cristiana, que se reúne para revisar su vida se reconoce convocada por el amor del Padre que en su Hijo resucitado nos regala su Espíritu. El movimiento de conversión que se vive en la RHV es una experiencia de salvación, en su sentido más hondo de comunión con la vida nueva del Resucitado, que actúa por su Espíritu en los miembros de la comunidad para gloria del Padre. Salvación y comunión tan gratuitas que sólo cabe agradecer y celebrar. Es experiencia de lo que el evangelio de Juan designa como renacimiento (Jn 3,3.5) y de lo que en el lenguaje peculiar de Pablo se formula como pasar de un “morir al pecado” a un “vivir para Dios”, considerándose “como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rm 6,10.11). O, siguiendo aún a Pablo, es experiencia de que la vida que vivimos en las condiciones cotidianas y comunes puede ser expresada adecuadamente de manera más profunda con las palabras “es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Es, en definitiva, una experiencia de gracia, expresión del amor gratuito –no, al menos en primer lugar, de mérito y esfuerzo nuestro–, de la bondad misericordiosa de Dios para con nosotros, frágiles y frecuentemente inconsecuentes. “Dios nos amó primero” (1 Jn 4,19) y hace posible que nosotros amemos a Dios y a los hermanos. Tan abrumadora experiencia de gratuidad sólo puede ser bien acogida agradecidamente, dando gracias, alabando y celebrando. Las acciones que realizaba Jesús suscitaban en la gente alegría (ver Lc 13,17), alabanza y gloria a Dios (Mc 2,12). El mismo Jesús, ante la gracia – “beneplácito”– de Dios revelándose en los insignificantes, “se llenó de gozo en el Espíritu santo” y su gozo se expresa en bendición y alabanza (Lc 10,21). La primera acción de los discípulos Pedro y Juan narrada en Hechos de los Apóstoles provoca en el tullido recién curado una gozosa celebración: “Entró con ellos en el Templo saltando y alabando a Dios” (Hch 3,8). En la práctica de la RHV muchas comunidades cristianas acostumbran a concluir con una oración en las que se conjuga la petición y la acción de gracias. Me parece bueno resaltar ese momento no como un añadido sino como parte esencial de la revisión. En los últimos tiempos, y precisamente en las comunidades y grupos que ponen mayor énfasis en la práctica y en el compromiso social, percibimos también una especial sensibilidad por la dimensión de gratuidad del amor de Dios que envuelve y da sentido a la vida de los seres humanos. Y, consecuentemente, por una dimensión más contemplativa y celebrante de la vida cristiana. El gozo de saberse amados como hijos e hijas predomina hoy sobre el viejo temor a Dios, que en el pasado se resaltaba, quizá como un acicate para una mejor observancia de sus mandamientos. El Dios de Jesús invita a acoger gozosa y responsablemente su amor y a celebrarlo en el amor fraterno y en la acción de gracias. En tiempos en que el pragmatismo, la eficacia y la utilidad son criterios preponderantes a los que frecuentemente se somete a las personas, resulta realmente valioso y liberador redescubrir el valor del símbolo, de lo gratuito y de la fiesta. En definitiva, la vida cristiana se resume en fe, esperanza y amor, siendo este último el llamado a permanecer (1 Cor 13,8). Explicitar en las RHV la celebración y la acción de gracias y vincularla con la eucaristía, bien sea en la pequeña comunidad o en la asamblea dominical, puede hacer de este momento una síntesis y compendio de la vida cristiana y eclesial. Se puede decir que la RHV, buscando dar mayor calidad cristiana, y por eso mismo también humana, a la vida de cada uno y a las relaciones entre las personas, apunta a hacer de la comunidad humana una expresión de esa comunidad divina donde el amor y el don recíproco constituyen la esencia y la gloria de la vida trinitaria. Ese es el horizonte que la revelación de Jesús abre a todo compromiso histórico. Concluyendo, creemos que la RHV podrá seguir siendo una pedagogía valiosa para encaminar responsablemente nuestro compromiso cristiano hacia un horizonte de salvación y contribuir con todos los seres humanos a construir una humanidad más fraterna y justa, sin privilegios y sin exclusiones.