El aspecto objetivo de los derechos en el Estado de las Autonomías La emergencia de declaraciones de derechos en los recientes Estatutos de Autonomía ha provocado una intensa y rica polémica. No corresponde en este momento entrar en el fondo de la misma. Interesa, sin embargo, fijarse en que estas declaraciones incorporan en su mayoría lo que venimos en denominar derechos sociales, en ocasiones configurados como principios rectores de la actividad de los poderes públicos autonómicos, en otras como auténticos derechos prestacionales. Así, se han vinculado estas declaraciones a la dimensión objetiva de los derechos. Algo que no resulta extraño, pues, como hemos examinado, una de las consecuencias más inmediatas de esta dimensión es que de la vinculación del legislador a los derechos fundamentales (artículo 53.1 CE) surge no sólo un vínculo negativo, sino también una obligación positiva: la de llevar a cabo todo aquello que sirva para la realización de los derechos. Los poderes públicos tienen así la obligación de desplegar todas aquellas competencias de que dispongan para la mejor y más perfecta realización de los derechos fundamentales; incluso, como observa Hesse, aun cuando no conste una pretensión subjetiva de los ciudadanos. A estas tareas al Estado, que no se circunscriben a la protección de los derechos clásicos de defensa, sino que abarcan un amplio abanico de competencias sociales integradoras de la sociedad (educación, sanidad, Seguridad Social, cultura, etc), se añaden los denominados derechos sociales, con un contenido exclusivamente prestacional y directamente exigible. La eficacia de estos últimos derechos es controvertida; el artículo 53.3 de la Constitución española les dota de una eficacia ciertamente limitada. Como es conocido, las Comunidades Autónomas ostentan la mayor parte de las competencias que dotan al Estado de este componente social e integrador. De ahí que pueda ser especialmente pertinente la inclusión de tablas de derechos en los Estatutos de Autonomía que contengan precisamente derechos sociales y tareas al Estado. Parece claro que los derechos estatutarios no son derechos fundamentales, son derechos, podríamos decir, estatutarios. Pero quizá sea excesivo identificarlos, como realiza Gavara de Cara, con los propios títulos competenciales de las respectivas CC.AA; esto es, entender que estos derechos no son otra cosa más que la plasmación en forma de derechos de los ciudadanos de las competencias que ostenta cada Comunidad Autónoma. Es cierto que tal perspectiva, ciertamente reduccionista, podría explicar y hacer razonable que los derechos estatutarios dependan de los títulos competenciales y que al margen de ellos carezcan de desarrollo. La principal función del reconocimiento estatutario de derechos sería identificar el contenido de las posibles políticas públicas que desarrollarán en un futuro los poderes autonómicos. Sin embargo, existen planteamientos diversos que otorgan a estos derechos un valor más allá del de meras declaraciones de títulos competenciales. En primer lugar, podríamos encontrar un valor simbólico en estos derechos, que podría desplegar un significado no menor, en cuanto integrador de la sociedad. Incluso si fueran concebidos exclusivamente como principios rectores cabría otorgarles un valor superior: al igual que sus homólogos de la Constitución española, impondrían al poder público autonómico una garantía del mínimo existente, en el sentido de que el status quo, si se modifica, habría de serlo en la dirección indicada por el Estatuto de Autonomía. Pero cabe encontrarles un valor singularmente distinto, que permita diferenciar dentro de estas declaraciones derechos sociales y principios rectores. Las posiciones de Aparicio, Cámara Villar o de la Quadra-Salcedo Jannini se orientan en esta dirección. Particularmente interesante es la tesis defendida por Cámara Villar (“Los derechos estatutarios no han sido tomados en serio (a propósito de la STC 247/2007, de 12 de diciembre sobre el Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana), Revista Española de Derecho Constitucional nº 85, 2009): niega que los derechos estatutarios vinculados exclusivamente al ámbito competencial (y no conectados, pues, al ámbito institucional) sean sólo mandatos o principios que no vinculan de manera directa hasta que se concrete su régimen jurídico y, por lo tanto, critica esta consecuencia última que extrae la referida sentencia. Por un lado, porque se confunde, en su opinión, la existencia de un derecho con su justiciabilidad y se degrada así derechos a principios (págs. 286, 287); pero por otro, porque en estas declaraciones existen derechos aplicables sin intermediación del legislador, como por ejemplo el derecho a la gratuidad de los libros de texto (artículo 25.1 del Estatuto Andaluz) o el derecho a la información sobre los servicios y prestaciones del sistema público de salud (artículo 22.2 c) de este mismo Estatuto) (pág. 297). Sobre este mismo aspecto: BALAGUER CALLEJÓN, F (dir), ORTEGA ÁLVAREZ, L; CÁMARA VILLAR, G; MONTILLA, J.A (coords), Reformas estatutarias y declaraciones de derechos, Sevilla, Junta de Andalucía, Consejería de Justicia y Administración Pública, Instituto Andaluz de Administración Pública, 2008. En cualquier caso, importa centrarse en la vinculación de esta dimensión social de los derechos y del Estado con la actual descentralización territorial. Porque lo cierto es que el Estado Autonómico es el principal responsable del desarrollo de estas políticas tendentes al mayor y mejor despliegue de los derechos. Quizá este extracto del artículo del catedrático de Derecho Constitucional, Juan José Solozábal, refleje esta íntima conexión: SOLOZÁBAL, J.J, “El Estado social como Estado autonómico”, Teoría y Realidad Constitucional nº 3: De pág. 64 últ. párr. hasta pág. 66 fin del tercer párrafo. El artículo puede verse en www.bibliojuridica.org El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes “En segundo lugar conviene captar que la definición de la estatalidad social tiene evidentemente, como la de la condición democrática o de derecho, una pretension global, de modo que la organización o complejo institucional al que la Constitución encarga ese cometido intervencionista, corrector, como se quiera entender la idea de la socialidad, es la organización total del Estado exclusivamente el conjunto institucional del Estado central. Se muestra así, en el Estado autonómico, el carácter total de la Constitución, su condición de verdadera primera Constitución, en un sentido evidentemente no sólo temporal, sino como regulación más alta, anterior y fundante de los diversos ordenamientos territoriales. Pero lo que ocurre, además, es que muchas de las prestaciones que el Estado realiza llegan a los ciudadanos a través de servicios gestionados por las Comunidades autónomas, de modo que el Estado social así, en la práctica, es verdaderamente el Estado autonómico pues el Estado realiza sus funciones interventoras precisamente a través de las Comunidades autónomas, de modo que, podemos decir, la veste prestacional del Estado es el Estado autonómico. Aunque esta afirmación ha de matizarse, pues lo señalado no excluye radicalmente la actividad en este sentido del Estado central: la dotación o la planificación general (normativa) del servicio, también la garantía de su eficacia -implicando cierta actividad de control- podrá ser del Estado central, si bien la titularidad del poder que realiza la prestación, la administración que lo lleva a cabo, será autonómica. Esta actividad prestacional autonómica constitucionalmente plantea diversos problemas: en un terreno práctico, normativo, el problema será el de la averiguación del título competencial que sirve de base a la actuación prestacional de la Comunidad autónoma: sanidad, educación, cultura, etc., son ámbitos materiales en los que al Estado central sólo le queda la regulación normativa básica, quedando el desarrollo de la misma y, sobre todo, la ejecución en manos de las administraciones autonómicas. El problema teórico es el de la afectación de este desapoderamiento competencial del Estado central a su propia definición como tal; y el problema es el de la repercusión de tal merma competencial en la propia legitimación del Estado: un Estado que no actúa, o que lo hace en los términos limitados por el reparto constitucional ¿es un verdadero Estado, esto es, una unidad capaz de acción y decisión políticas; y es un Estado legitimado, esto es, aceptado por sus ciudadanos en virtud precisamente de sus actuaciones, de su capacidad conductora del proceso social? Con todo quizá la cuestión ha quedado presentada en unos términos excesivamente dramáticos: sabemos que sigue siendo verdad que no cabe una definición material, sino modal de las funciones estatales: es la condición terminante o irresistible lo que sigue definiendo las actividades estatales, no el ámbito a las que éstas puedan referirse o su contenido; y la justificación de la capacidad para imponerse a un poder público, a cualquier poder público (de lo que acabamos de llamar irresistibilidad) en el Estado autonómico, depende de la derivación final de su actuación del orden constitucional, que se refiere a su vez a la voluntad del pueblo español que en ejercicio de su soberanía se ha organizado en Estado, dándose su Constitución. De modo que la Administración autonómica actúa una competencia que remite, como decimos, al orden constitucional y que verdaderamente queda integrada dentro del Estado compuesto en que tiene lugar y conforme a cuyo ordenamiento complejo se produce. No hay así dualidad política alguna, sino un orden político integrado en dos niveles, respecto de los cuales hay una previsión de actuación coordinada y no opuesta". Claro que el Estado no es sólo una unidad política propuesta, sobre el plano de su ordenamiento, sino una unidad capaz de operar con eficacia y de modo permanente. Esta capacidad operativa del Estado como organización, su aptitud para adoptar decisiones en el proceso social, se resuelve en virtud del reparto competencial en estos campos, que ha dejado muy importantes competencias, sobre todo las que posibilitan una política social, esto es las decisiones sobre la política económica, tributaria, financiera, etc.., en manos del Estado central, al que corresponde las decisiones básicas -sean de orden normativo o no- y una evidente función de liderazgo, así como una actuación subsidiaria y una actuación de control. La cuestión de la repercusión en la legitimación del Estado de la actuación casi exclusiva de las funciones sociales por parte de la administración autonómica (insistimos, con independencia del origen de la decisión, la cobertura económica y ciertas competencias de control estatales), aunque desde luego no con el mismo grado de intensidad, no se presenta hoy por primera vez: durante buena parte del siglo XIX muchos servicios sociales se prestan por la administración municipal o -especialmente en el País Vasco- provincial, aunque es cierto que la estatalización de su gestión que se producirá más tarde va a implicar una mejor calidad y su generalización. Con todo, evidentemente la justificación de una estructura política tiene que ver con la eficacia de sus servicios”