Que te conozcan a Ti Élder Keith R. Edwards De los Setenta Si abordamos el sufrimiento, el dolor o el pesar concentrándonos en Cristo, aprenderemos lecciones espirituales. El coro ha cantado “Tan sólo con pensar en ti”1. En el Libro de Mormón, Nefi, al hablar en cuanto al Mesías, profetiza: “Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de ningún valor; por tanto, lo azotan, y él lo soporta; lo hieren y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta, por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres”2. El enorme e intenso padecimiento del Salvador fue por nosotros, para evitar que tuviéramos que sufrir como Él sufrió3; sin embargo, el sufrimiento es parte de la vida y pocos se librarán de sus garras. Puesto que es algo que cada uno de nosotros ha vivido, está viviendo o pasará por ello. En las Escrituras se sugiere que, si abordamos el sufrimiento, el dolor o el pesar concentrándonos en Cristo, aprenderemos lecciones espirituales. En la antigüedad, Pablo escribió que nuestros sufrimientos podrían ofrecernos la oportunidad de conocer mejor al Salvador. Pablo escribió a los romanos: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”4. Ahora bien, no se enseña que persona alguna busque la adversidad y el sufrimiento; más bien es la actitud con la cual encaramos nuestras dificultades y pruebas la que nos permite conocer mejor al Salvador. La experiencia nos enseña que el sufrimiento es una de las vivencias que vendrá sin tener que buscarlo. Permítanme utilizar un ejemplo personal: Hace algunos años, cuando nuestro primer hijo tenía más o menos un año, yo fui la causa de un sufrimiento aparentemente innecesario. Asistíamos a la universidad y una noche había estado jugando en el suelo con él; entonces salí de la habitación para ir a estudiar y, al cerrar la puerta detrás de mí, él intentó alcanzarme, levantó una mano por sobre su cabeza y metió uno de los dedos entre las bisagras de la puerta. Al cerrar la puerta, su dedo sufrió una grave herida. Fuimos deprisa a la sala de emergencias del hospital y se le suministró anestesia local; el doctor llegó y nos aseguró de que podía solucionarse. Aunque parezca extraño, en ese momento lo único que mi hijo de un año quería era que lo sostuviera su papá. Mientras me veía en la sala, resistía todo esfuerzo de someterse a la delicada cirugía; pero cuando salí de la sala, se calmó y el médico pudo proceder. Durante la operación, yo estaba preocupado y me acercaba a la puerta entreabierta y miraba alrededor para ver cómo iban las cosas. Quizás por alguna sensación inadvertida, al espiarle en silencio desde un rincón que estaba detrás de él, él asomaba la cabeza para ver si yo estaba allí. En uno de esos momentos, al ver que tenía el brazo extendido y la cabeza inclinada en busca de su padre, me puse a pensar en otro Hijo, el que tenía los brazos extendidos clavados en la cruz, y que buscaba a Su Padre, y vinieron a mi mente las palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”5. Lo que era un momento muy traumático en mi vida, de pronto llegó a ser muy sagrado. Las Escrituras se refieren a un grupo de hombres y mujeres que parecían siempre mantener su mente enfocada en Cristo; personas que, sin importar qué herida o injusticia la vida les deparara, permanecían fieles y dispuestas a perseverar. Me refiero a Abraham, quien fue desposeído de la tierra de su herencia y se le mandó sacrificar a Isaac; a José, quien fue vendido a la esclavitud por sus hermanos y fue encarcelado por honrar la virtud y la castidad, y abandonado en la prisión debido a un sirviente desconsiderado; a Ruth, la joven viuda y destituida, pero constante y leal a su suegra; a los tres profetas llamados Nefi; a los dos llamados Alma y, por supuesto, al profeta José Smith. Para mí, es particularmente notable la perseverancia de Nefi. Soportando constantemente la ira de sus hermanos, fue atado cuatro días en el barco que les traía a la tierra prometida. No podía moverse y, en el cuarto día, cuando parecía ser que estaban a punto de ser tragados por el océano, sus hermanos, temiendo que fueran a perecer, “desataron las ligaduras de [sus] muñecas, y he aquí, éstas estaban sumamente hinchadas; y también se [le] habían hinchado mucho los tobillos, y el dolor era grande. “No obstante, acudía a [su] Dios y lo alababa todo el día, y no [murmuraba]…”6. Recordemos, sin embargo, que fue Nefi quien escribió: “…lo azotan, y él lo soporta; lo hieren, y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta…”7 Nefi lo entendía. Aunque el propósito del sufrimiento no siempre es aparente cuando éste ocurre, el profeta José tuvo una experiencia espiritual singular mientras estaba en la cárcel de Liberty. El Señor lo consoló: “Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento; “y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará; triunfarás sobre todos tus enemigos”8. “…entiende, hijo mío, que todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien. “El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?”9. Al ser llamados a soportar el sufrimiento, a veces provocado intencional o negligentemente, se nos coloca en una posición única: si así lo deseamos, puede permitírsenos tener un nuevo conocimiento de lo que el Hijo de Dios padeció. En tanto que Alma nos dice que Cristo sufrió todo lo que ninguno de nosotros tendrá que sufrir nunca para saber cómo socorrernos10, también lo contrario podría ser verdad: que nuestro sufrimiento nos permita percibir la dimensión y la magnitud de Su sacrificio expiatorio. El meditar en cuanto a aquel incidente con mi propio hijo hace ya tantos años me ha ofrecido nuevos discernimientos y, quizá, un profundo entendimiento de la magnitud y magnificencia de la Expiación. Aprecio profundamente que el Padre estuviera dispuesto a permitir que Su Hijo sufriera por mí y por cada uno de nosotros. He obtenido una nueva comprensión personal de la profundidad y amplitud de la Expiación. No me imagino permitir de forma voluntaria que mi hijo sufriese aun en tan mínima manera; y nuestro Padre “de tal manera amó… al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito…”11 Aunque nunca hemos hablado sobre ello, también mi hijo tendrá la oportunidad de apreciar el pasaje en el que el Salvador explica: “He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpid[o]; delante de mí están siempre tus muros” 12. Aunque no deseo sugerir que la herida que tuvo mi hijo puede compararse con las de la santa Expiación, la cicatriz que le quedó en su mano continúa visible para él y, si desea hacerlo, puede emplearla como un recordatorio de las cicatrices que el Salvador tenía en las palmas de Sus manos, habiendo sufrido por nuestros pecados; él tiene la oportunidad de entender, a su propia manera, el amor que el Salvador tiene por nosotros habiéndose sometido voluntariamente para ser atormentado, golpeado, quebrantado y herido por nosotros. Aunque el sufrimiento puede proporcionar discernimiento, debemos tener cuidado de no comparar, sino más bien de valorar. Siempre habrá diferencias infinitas entre nosotros y nuestro Salvador. Su comentario a Pilato: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada…”13 nos recuerda una vez más el deseo y la naturaleza voluntaria de Su sacrificio. Nunca podremos resistir la profunda e intensa naturaleza o la magnitud de Su padecimiento, “padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu”14, pero, a semejanza de Nefi, podemos tener un mayor aprecio por lo que Él hizo y sentir que Su espíritu nos socorre, y conocer al Salvador en un sentido muy real, y “ésta es la vida eterna, que [le conozcamos a Él]”15. Doy testimonio de que Jesucristo es el Salvador del mundo; que mediante Su padecimiento y Su expiación podemos recibir la remisión de nuestros pecados y ganar la vida eterna. Doy testimonio de Su tierna y amorosa bondad; Él es el Unigénito del Padre y en todas las cosas hizo la voluntad de Su Padre, en el nombre de Jesucristo. Amén. Notas 1. “Tan sólo con pensar en ti”, Himnos, Nº 76 2. 1 Nefi 19:9. 3. Véase D. y C. 19:16–19. 4. Romanos 8:16–17. 5. Mateo 27:46. 6. 1 Nefi 18:15–16. 7. 1 Nefi 19:9. 8. D. y C.121:7–8. 9. D. y C. 122:7–8. 10. Alma 7:11–12. 11. Juan 3:16. 12. Isaías 49:16. 13. Juan 19:11. 14. D. y C. 19:18. 15. Juan 17:3. 20. Juan 17:3.