Saltando sobre la propia sombra

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Saltando sobre la propia sombra
Edgardo Villamil Portilla
No obstante estar en juego la democracia, o en una visión más
escéptica, el juego periódico de elecciones de la que decimos es una
de las democracias más antiguas de América, ya pocos se conmueven
con los graves acontecimientos que hoy forman parte del paisaje o el
decorado al cual nos estamos acostumbrados, como secuela de la
atonía moral colectiva. No es apocalíptico decir que en el debate actual
sobre la intervención de organizaciones delictivas en las elecciones
están en juego los soportes de una democracia que además de la crisis
de participación e inclusión, ya de por sí graves, labra lenta e
inexorablemente su propia destrucción.
El rasgo más saliente de una democracia, que no el único por
supuesto, es la libre y soberana expresión de la voluntad popular. Por
esa circunstancia, si en el momento de expresión de la voluntad
popular aparecen toda serie de contaminantes, la democracia está en
peligro, peor aún, si de manera elaborada y minuciosa se ha tejido una
serie de prácticas sociales, todas encaminadas a falsear la expresión
de los ciudadanos y a erosionar ese momento sacratísimo de
construcción colectiva del destino y las promesas que la sociedad se
hace sobre su futuro.
El clientelismo, la manipulación de los contratos para pagar
favores pasados y comprar los futuros, hipoteca la voluntad de
electores y elegidos a un sistema perverso que se alimenta en cada
proceso electoral. A ello se suma la presencia de dineros ilícitos, y no
sólo eso, de organizaciones criminales en las campañas, son los signos
externos de un contravalor que ya echó anclas en la vida nacional: la
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Magistrado de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia.
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mercantilización de la política. Hay entonces una demanda y una oferta
que se mueven al compás de las inexorables leyes del mercado. Como
ese mercado es subterráneo, oligopólico y los agentes clandestinos, la
impunidad está casi asegurada, pues se crea un tramado de
connivencias casi imposible de expugnar. Hay códigos de “honor” en la
política, solidaridades y complicidades próximas a los acuerdos de las
sociedades secretas, lo comunitario se vuelve una identidad hermética,
cerrada, un gueto que recicla un ethos local inadmisible.
A ese espurio mercado ingresaron como demandantes los
narcotraficantes, en busca de un producto y con la palanca de los
dólares se propusieron controlar los centros de las decisiones que
podían afectarlos y en general de la vida nacional. Y a la demanda se
involucraron también los grupos paramilitares, interesados en sumar al
control militar el control político que les asegurara de alguna manera
cierta legitimidad y la prosperidad de sus negocios, entre otros para
dar un zarpazo a los recursos del erario público y de la salud, como
ingreso complementario. Esta estrategia emergente que tiene como
objetivo el presupuesto, en la forma de contratos y recursos para la
salud y las obras públicas, funde en una sola caja el presupuesto
nacional y los ingresos por narcotráfico, palanca económica que sin
duda avasalla cualquier genuina expresión de la voluntad popular que,
casi desaparecida en la periferia, apenas subsiste precaria e impotente
en algunas grandes ciudades en ciertas manifestaciones de
independencia política.
Los aparatos políticos regionales estaban en oferta, estado de
cosas que sumado a la ausencia de discurso político y la carencia de
ciudadanía, fueron el terreno feraz en que esas nuevas formas
realizaron fluidamente la penetración. No hay en lo local y regional una
verdadera sociedad civil, el concepto de ciudadanía está diluido, y los
partidos políticos son apenas un apéndice débil al servicio de clanes
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familiares. Así, el ejercicio de la política y las condiciones para la
participación son en Colombia un asunto del mapa genético familiar,
los cargos y honores se reparten y suceden por apellidos, se heredan a
la muerte del cacique y se endosan en caso de pérdida de la
investidura. Esto facilitó, sin duda, la penetración, pues en este
escenario basta que los intereses siniestros comprometan a uno de los
miembros de la familia o del clan para apropiarse de toda la
organización constitutiva de las estructuras electorales. Esas
estructuras familiares locales son la columna regional del poder están
en capacidad de aglutinar cargos de elección popular, no sólo
municipales y departamentales, sino de reclamar representación
nacional para sus miembros. La fortaleza de esas estructuras familiares
les permite obrar con una dinámica independiente de los partidos,
pueden cambiar de partido o formar movimientos cívicos de rígida
disciplina vertical basada en la autoridad parental o los sustitutos de
ella y amparada en los códigos del silencio familiar. Esta especial
rigidez es terreno abonado para la penetración por intereses siniestros,
que mediante la violencia o el dinero se apropian de la empresa
política familiar y sojuzgan a sus propios miembros en un proceso que
degrada aún al propio clientelismo a nuevas formas con dinámicas que
los clanes políticos tradicionales no pueden controlar. Del halago, el
engaño y el pago por el voto, se pasa a la amenaza, al atentado
personal, a la desaparición física y a las tenebrosas candidaturas
únicas, que simplifican enormemente la tarea de eliminación de la
soberanía popular. En una combinación perfecta de todas las formas
de supresión de la genuina voluntad popular se recurre a la falsedad
de registros, amenazas y atentados a funcionarios y testigos
electorales, mismos que en otros casos participan en la corrupción, sin
prescindir de la sofisticación del fraude electrónico.
Toda esta retrospectiva permite ver que las amenazas a la
democracia son cada vez mayores, preocupación que se acrecienta con
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vista en la desaparición de los partidos políticos, pues una democracia
sin partidos, con una opinión pública claudicante y una muy débil
sociedad civil difícilmente puede subsistir.
Por todo ello es apremiante concebir la dimensión que tiene la
intervención de los jueces en la tarea titánica de limpiar los canales de
expresión de la democracia, deber reconstituyente rodeado de toda
serie de amenazas y peligros.
El desafío institucional consiste en garantizar, sin ninguna
concesión ni espera, que la Corte Suprema de Justicia no sea
interferida en sus decisiones, sea cual sea el resultado, pues de
entrada debe haber equilibrio total entre las posibilidades de
absolución y de condena a quienes sean juzgados en esta operación
para salvar la democracia. La legitimidad del sistema no puede
depender del resultado de las investigaciones, sino de valores
superiores, entre ellos el más caro, la independencia de la Corte
Suprema.
Infortunadamente, la singular personalidad del Presidente de la
República ha involucrado a mala hora un debate que puede tener
muchas lecturas y que es disolvente en términos institucionales para
todos. En una retrospectiva condensada puede verse como el
Presidente pasó de un apoyo irrestricto a la Corte Suprema de Justicia
a una clara toma de partido a favor de la Corte Constitucional de quien
dice debe ser el órgano de cierre del sistema. Así lo pregonó en la
celebración de los 15 años de la Constitución de 1991, en el
aniversario de los 120 años del recurso de casación y lo ratificó en un
evento público de la Corporación Excelencia en la Justicia. Este
alinderamiento del poder presidencial es, por lo menos, inconveniente
por inoportuno.
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Es inoportuno porque estando próxima la postulación
presidencial de tres magistrados para la Corte Constitucional no parece
prudente que el Presidente reclame un ensanchamiento aún mayor de
los poderes de ese Tribunal Constitucional, quien de juez constitucional
pasó a ser el juez máximo de causas particulares, entre las cuales han
estado en el pasado las que se siguieron contra los Congresistas. Se
produce con la propuesta Presidencial un desequilibrio grave, porque
inclina la balanza de la justicia en favor de un cuerpo en el que el
Presidente tiene definitiva incidencia personal y política, y porque abre
un espacio para el cuestionamiento sobre la bondad de que en últimas
un cuerpo judicial de origen congresional sea el juez de los
Congresistas, todo bajo la consigna de depositar en la Corte
Constitucional una función de cierre de los procesos penales.
Esta posición Presidencial causa un enorme daño a la
institucionalidad, especialmente a la propia Corte Constitucional, pues
no debe someterse ese cuerpo a la necesidad de resolver en últimas si
sus electores directos o indirectos han cometido delitos.
Constitucionalmente el juez de esas causas es y debe ser
exclusivamente la Corte Suprema de Justicia. Además, el signo de la
propuesta del Presidente de la República deja un cierto sabor
autoritario pues al pedir más poderes para un Tribunal en cuya
integración tiene un papel fundamental, es como pedir más poderes
para sí 1, y exponer la institucionalidad a la conjetura de que ubicar a
la Corte Constitucional como órgano colocado por encima de la Corte
Suprema de Justicia y del Consejo de Estado equivale a convertirlo en
el último juez penal de los Congresistas y de la posibilidad de pérdida
de sus investiduras.
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Este escenario es propicio para preguntarse, desde la óptica del debate Karl Schmith/Hans Kelsen
¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, ¿Quién, en últimas, es el autorizado para llenar de
contenido la ‘norma fundamental’, un Tribunal Constitucional independiente y democrático, o el
Presidente como guardián del ‘elemento político’?.
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Es inoportuno plantear ante la opinión pública que los
Senadores, o sus suplentes, cuando aquellos estén comprometidos
penalmente, sean a la vez reos y electores de su juez último. No es
suficiente garantía que el Senador juzgado no pueda participar
directamente, pero sí su suplente, en la elección de Magistrados de la
Corte Constitucional, éstos, con vocación de ser jueces penales de los
Senadores, por obra de su irrupción en espacios ajenos.
Nada más inconveniente al sistema y a la legitimidad
institucional, que propiciar la ruptura de la competencia constitucional
que debe ejercer de modo exclusivo la Corte Suprema de Justicia,
competencia que puede ser erosionada, como en el pasado ha
ocurrido, por la intervención de la Corte Constitucional bajo el pretexto
de que es menester la protección de los derechos fundamentales en el
proceso, como si la protección de los derechos no fuera la razón
misma de la existencia del proceso y de la propia Corte Suprema de
Justicia. La sola posibilidad de que así ocurra causa daño a todos y
primero a la propia Corte Constitucional.
En el pasado las elecciones de Magistrados de la Corte
Constitucional por el Senado de la República han sido procesos de
poca resonancia, en verdad jamás se han presentado los episodios que
rodearon la integración del Consejo Nacional Electoral, no obstante,
nada garantiza que las nuevas elecciones de magistrados de la Corte
Constitucional por parte del Senado sean igualmente tranquilas.
A pesar del sosiego, tranquilidad y transparencia que ha
rodeado hasta ahora la elección por el Senado de los Magistrados de la
Corte Constitucional, es notorio el designio de sus magistrados de
ampliar sin límites las competencias de ese Tribunal, hasta llegar a
desplazar al Consejo de Estado y a la Corte Suprema de Justicia de sus
naturales competencias constitucionales, entre ellas el juzgamiento de
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los Congresistas y la aplicación de la sanción de pérdida de la
investidura.
La preocupación por la injerencia del Presidente y del Senado
en la integración de un Tribunal que se apropió de funciones judiciales
en casos particulares, que no se limita al estricto control político del
balance de poderes, se acrecienta enormemente por el ascendiente del
mandatario, el momento y la intensión de esa intervención. La
contundencia del discurso del Presidente viene a reforzar la tendencia
expansiva y avasallante que ya hoy forma parte de la personalidad
institucional de la Corte Constitucional, que aún sin la consigna
presidencial ha llegado a extremos insospechados en la monopolización
del poder de decisión sobre casos particulares confiados
constitucionalmente a otros jueces. En ese contexto, el estandarte de
los Magistrados postulados por el Presidente y elegidos por el Senado
no será neutral, pues en la práctica el Presidente y sus fuerzas en el
Senado les otorgarán una investidura con el mandato, antes
inexistente, ahora explícito y contundente, de erigirse en el órgano
único de cierre, que no es otra cosa que la aniquilación de las
competencias constitucionales de la Corte Suprema de Justicia y el
Consejo de Estado, y el desquiciamiento de la Constitución de 1991.
Así las cosas, como la consigna política del Presidente de la República
es la consolidación de la Corte Constitucional como el órgano supremo
y esa será la enseña de sus elegidos, no queda otro camino a la Corte
Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, que en esto dependen de
sí mismos, que dar una respuesta política meditando con perspectiva
histórica el papel que han de cumplir en su momento, so pena de la
desaparición por el vaciamiento de sus funciones constitucionales,
cometido aniquilatorio que ha contado con la entusiasta celebración de
ese otro ente de origen político: el Consejo Superior de la Judicatura.
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Según el artículo 235, numeral 3°, de la Carta Política,
corresponde a la Corte Suprema de Justicia “Investigar y juzgar a los
miembros del Congreso”. Igualmente, el artículo 186 de la Constitución
establece que “De los delitos que cometan los congresistas conocerá
en forma privativa la Corte Suprema de Justicia, única autoridad que
podrá ordenar su detención. En caso de flagrante delito podrán ser
aprehendidos y puestos inmediatamente a disposición de la misma
corporación”. Estas normas son las mismas que estaban vigentes
cuando en 1998 la Corte Suprema de Justicia daba los primeros pasos
para el juzgamiento de los 108 representantes que absolvieron al
Presidente Samper, con su claridad y contundencia, en ese entonces la
Corte Suprema de Justicia fue sustituida en su competencia
constitucional mediante una acción de tutela que cambió lo que se
había dicho en sede de control de constitucionalidad por la propia
Corte Constitucional, decisión adoptada por una precaria mayoría de 5
votos, uno de ellos depositado por un magistrado que en su conciencia
se consideraba impedido, pero a quien no se le atendió en el ruego por
el que se negaba a participar en los debates y en la decisión.
Es urgente entonces reclamar que en esta coyuntura histórica
se preserve la institucionalidad, para que una vez se hallen andando
las investigaciones, unos jueces no puedan ser sustituidos por otros,
en particular para que se preserve la garantía de que el juicio contra
los Congresistas comenzará y terminará en la Sala de Casación Penal
de la Corte Suprema de Justicia sin interferencia alguna. Naturalmente
que el temor de que ocurra esa injerencia está fundado en los
antecedentes, los que a las claras muestran la posibilidad de que esa
invasión ocurra.
La verdad histórica, más tozuda que todas esas construcciones
jurídicas hechas ad hoc, se ha encargado de mostrar el escaso valor
social de las absoluciones hechas al margen o contra la
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institucionalidad. El conocido proceso 8.000, que fue originado en los
más graves episodios de corrupción política del siglo pasado, fue
cerrado mediante una decisión dividida de la Corte Constitucional que
desplazó a la Corte Suprema de Justicia en su función de juez natural.
Esta decisión cuestionada en su momento, tomada con una mayoría
precaria, sirvió de Ley de Punto Final al proceso contra el Presidente y
los Congresistas que entonces lo absolvieron. Aquellos sucesos y otros
recientes muestran la ruptura radical que hay entre la realidad y la
forma, en especial cuando ésta encubre actuaciones inspiradas en la
coyuntura y en la dominación transitoria carente de legitimidad
institucional.
La cosa juzgada, valor fundamental a todo ordenamiento
jurídico y sin el cual la seguridad jurídica es imposible, se erosiona
severamente cuando se fracturan las instituciones diseñadas para
estabilizar los conflictos sociales y políticos en el largo plazo, para dar
paso a soluciones transitorias de coyuntura. Así, la historia reciente
muestra pertinazmente cuán mal cerrados quedaron los procesos
judiciales relativos al holocausto del Palacio de Justicia, los magnicidios
de Luis Carlos Galán y de Álvaro Gómez, la financiación de otras
campañas políticas. En el mismo capítulo de heridas abiertas a la
institucionalidad está la absolución al Presidente Samper y la
absolución a los jueces que lo absolvieron hecha por la Corte
Constitucional cuando cerró el proceso seguido contra ellos, en abierto
desdoro de la competencia de la Corte Suprema de Justicia. Los
fantasmas de todas esas patologías graves de la vida nacional, para los
cuales el sistema no dio una solución real sino una salida más política
que jurídica, deshacen la institucionalidad e inhiben la construcción de
ese acumulado de capital moral necesario para la construcción del
futuro.
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Si en el llamado choque de trenes los políticos corren
presurosos a elegir estratégicamente un vagón, la sociedad civil no
puede tolerarlo.
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