TEXTOS PARA REPASAR 2º BACH Los ojos verdes de Sharbat Gula, muchacha afgana, son los cristales que transparentan su alma angustiada. Estoy hablando, y el lector ya se habrá dado cuenta, de la famosa fotografía que Steve McCurry, reportero de la revista “National Geographic”, tomó a una adolescente afgana en un campo de refugiados en Pakistán, el año 1984; y de la segunda foto que, diecisiete años después, volvió a hacer a quien ya no era una muchacha adolescente sino una mujer aún joven, pero con el alma arrasada por el dolor de la vida. A sus trece años, Sharbat nos miraba con los ojos asombrados, quizás un poco fieros, de la adolescente nacida en las ásperas montañas de su alta tierra de Afganistán. La tez aún lozana de la muchacha -niña, sus rasgos todavía tiernos, no harían presagiar los dramas que llegarían con el tiempo. Tiene las pupilas muy cerradas, como defendiéndose, acaso, de la luz lo que torna más verdes sus claros iris, que tanto impresionaron al fotógrafo. Diecisiete años después, Steve McCurry los ha vuelto a encontrar en las montañas de Tora Bora, en donde una segunda guerra dejó oír hace poco su mortal estruendo. Y ahí están los iris verdes que componen una mirada aún fiera, pero en la que se resume la historia de una mujer que, siendo niña, perdió a sus padres en un bombardeo, peregrinó en éxodo por las montañas más ariscas del mundo, bajo las nieves, sin abrigo, casi descalza, tiritando de frío; trabajó inhumanamente, sufrió, se casó en la adolescencia, tuvo cuatro hijos (y uno murió), vio la vida a través de una rejilla tupida, no sonrió a nadie que no fuera su marido, apenas habló, enfermó de asma; y pertenece un pueblo en desgracia que a lo largo de veintitrés años ha perdido u millón y medio de seres, y ha lanzado a todos los caminos del destierro a tres millones y medio de refugiados. Los ojos verdes de esta historia nos inspiran una inmensa piedad, pero lo tremendo es que no son, no serán, solamente los ojos de Sharbat Gula, muchacha afgana, sino los de millones de mujeres, con frecuencia casi niñas, que a lo largo del vasto y conturbado mundo de hoy, habrán visto, estarán viendo, los horrores de nuestro tiempo. No sólo las mujeres, naturalmente, también los hombres; pero uno piensa que, sobretodo, en lo que hemos dado en llamar Tercer Mundo, son las mujeres las más dolientes, las más vulnerables por el abandono, la discriminación, el desprecio, la ignorancia, las leyes absurdas, las costumbres bárbaras. Resucitar TEXTO2 MANUEL VICENT 01/03/2009 Si es cierto, como lo es, que todo el tiempo que ya hemos vivido es el que ya hemos muerto, cualquier experiencia que nos devuelva al pasado hay que tomarla como una forma de resurrección. Basta con hojear el álbum de fotos. Ese niño con el caballo de cartón, esa chica de la bicicleta, el chaval que aparece con los amigos en un parque, la adolescente con el primer carmín en los labios, el barbudo con la trenca apoyado en el pretil del Sena en París, todas esas criaturas sucesivas que fuimos una vez, ya se las ha tragado la vida. Pertenecen al reino de los muertos. Por fortuna seguimos vivos, porque vivir no es sino flotar cada día en la superficie de nuestro propio abismo. Esta teoría tiene una aplicación práctica. Profetas de toda índole coinciden en diagnosticar la extrema gravedad de la actual crisis económica, pero a la hora de pronosticar qué va a ser de nosotros no se ponen de acuerdo. Los oráculos más pesimistas indican que esta recesión nos va a retrotraer al nivel de vida del final de la posguerra; los más optimistas confían en que podremos vivir como lo hacíamos veinte años atrás. En todo caso, si esto es así, sucederá un hecho feliz: con el regreso al pasado este colapso económico nos va a hacer más jóvenes. El constructor, hoy arruinado, volverá a ser de nuevo aquel barbudo de la trenca con un libro de Sartre en la mano; la chica de amianto abrazada a un motero macarra recuperará la falda de flores y la bicicleta con la que iba a la playa; el ejecutivo de una multinacional en quiebra será otra vez un simple oficinista con la bufanda de felpa cruzada en el pecho; el progresista gastrónomo que adora el faisán lo cambiará por el pollo de Carpanta; el contertulio de la caverna que suelta soflamas incendiarias contra la izquierda recobrará el perfil de leninista sectario de hace unos años. La crisis nos dará la oportunidad de resucitar cada cual en su edad de oro. Bastará con abrir el álbum de fotos y uno podrá elegir a su antojo ser de nuevo el joven que luchaba por cambiar el mundo, o el que todavía creía en Dios, o el que aun no tenía tripa, o el que se arriesgaba por los demás, o el que soñaba con las estrellas compartiendo con su amante un bocadillo de sardinas. [...] TEXTO 3 ¿Suprimir la telebasura? ¿Sólo suprimirla? Eso es poco. Habría que extirparla, erradicarla, demolerla, fulminarla, destruirla, aniquilarla, arrasarla y, si me apuran, hasta regurgitarla y defecarla. Delenda est telebasura. Arranquémosla de cuajo hasta los cimientos, prendamos fuego a sus techos y paredes y, finalmente, arrojemos sal sobre sus humeantes y calcinados restos para que jamás vuelva a surgir vida de entre esos repugnantes despojos. Lamentablemente, estamos en una democracia, en un régimen de libertades (confío en que se capte la ironía de ese «lamentablemente») y resulta imposible la adopción de medidas tan expeditivas como necesarias, cual pudiera ser el envío de la división acorazada Brunete para que laminara algunos platós de televisión. Por la misma razón, tampoco el Gobierno tiene las herramientas apropiadas para acabar con este peligroso fenómeno. Las sociedades capitalistas no ven con buenos ojos que se coarte a golpe de decreto ley el inalienable derecho de una empresa a ofrecer porquería a sus clientes. Hay, pues, que encontrar otros métodos para eliminar esta repugnante marea que surge de las pantallas. El primero, sin duda, es el de la educación. Una persona educada y con cierto criterio puede enredarse ocasionalmente en alguna de estas apestosas algas, pero jamás quedará atrapado en ellas. Por el contrario, hay que convenir que existen muchas posibilidades de que los jóvenes que hoy berrean en el estudio de Crónicas Marcianas, mañana sigan haciéndolo. Cuantas más personas inteligentes y rectamente formadas haya, menos telebasura habrá. Un estercolero que deforma las mentes, Javier Lorenzo TEXTO 4 Hace tiempo que vengo observando con preocupación que la gente se cree la tele. Que cree que lo estrambótico, arbitrario, excepcional y llamativo, que son norma en la televisión, constituyen la realidad. Las audiencias se disparan cuando aparecen la mujer barbuda o el perro de tres cabezas. El fenómeno no es nuevo. Siempre han existido las coplas de ciego, los cómicos de la legua y los circos ambulantes que hacían posible lo imposible y por unas horas llenaban la vida de exageración, de disparate. La diferencia es que antaño a nadie se le ocurría ordenar su vida cotidiana según esos parámetros. La gente se educaba en familias estables, bajo tradiciones seculares y con certezas sólidas. A nadie se le ocurría romper su matrimonio a la vista de una cara o unas piernas bonitas, abandonar a sus hijos para ver mundo o mentir o darse a la maledicencia para hacerse rico y famoso. A nadie, menos a los trasnochados y los delincuentes. En la medida sin embargo en que hemos pasado de ser un pueblo con tradiciones, relaciones y habilidades heredadas a ser una masa de telespectadores aislados entre sí, nos hemos hecho vulnerables. Hemos sustituido el paseo, la partida con los amigos o los juegos en familia por las películas y magazines favoritos. Está demostrado que hasta carecemos de tiempo para el afecto conyugal por culpa de nuestra entrega a la caja mágica. Ella acorta las horas de sueño, impide las conversaciones, dificulta la lectura y hasta sustituye la misa dominical. El hombre y la mujer actuales están solos. Ante las dificultades no acuden al amigo, al sacerdote, a sus padres, sino que siguen directamente el ejemplo catódico. Los pocholos, los cotos, las maricielos se han convertido en los arquetipos. Los que cocinamos los medios sabemos que estos personajes son monstruos atípicos, creados para divertir a las masas, pero los telespectadores creen en ellos cada vez más. Así, el adolescente que experimenta una gran atracción por su amigo cae en la trampa de creerse homosexual. El depresivo empieza a acariciar la idea de la eutanasia. La gente se casa, se junta, se divorcia y se desjunta a velocidad de vértigo dejando hijos e hijas por el camino, heridas abiertas para siempre. Y en general se piensa que hacerse rico y/o famoso es realmente el objetivo de la vida. El resultado es una infelicidad cada vez más extendida porque los problemas reales, en lugar de afrontarse, se evitan. Porque la enfermedad, la duda, la pena que forman parte inevitable e importante de la existencia se censuran y destierran. Conviene recordar que la tele no es real. Que se inventa diariamente para entretener. Que la vida se desarrolla fuera de su estrecho armazón y que los mecanismos que regulan el ritmo apasionante de la existencia nada tienen que ver con las tonterías catódicas.