Teseo y el laberinto, o por qué los héroes están obligados a pasar por tubos estrechos José Manuel Pedrosa Universidad de Alcalá ¡Que estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, y cuán pocos los que dan con ella! (San Mateo VII:14) ¿Y cómo así? ¿Por caminos tan angostos? (Albert Camus, El mito de Sísifo) Bueno, la política es eso, abrirse camino entre cadáveres (Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo) En un artículo que publiqué hace ya algún tiempo, intenté formular ─partiendo de diversas teorías culturales y antropológicas desarrolladas por otros pensadores─ los requisitos que, en mi opinión, debe cumplir un personaje histórico y, más aún, un personaje de ficción, bien sea completamente inventado, bien sea desarrollado a partir de la evocación idealizada de alguno histórico, para que le sea reconocida la condición de héroe en el seno de una comunidad. De forma muy resumida, recordaré aquí que el héroe debe ser capaz de pasar de una situación de limitación o de carencia de bienes ─utilizo términos de autores como George M. Foster o Vladimir Propp─ a otra de plena satisfacción o de no limitación final de bienes. Que, tras ello, debe ser capaz ─de acuerdo con la teoría del don que formularon autores que van desde Mauss hasta Derrida─ de renunciar a todo o a parte de esos bienes y de donarlos altruistamente a otras personas y/o a la comunidad en general. Para captar los dones que entregará a la comunidad, el héroe debe ser capaz, en tercer lugar ─y aquí entran en juego ideas que desarrollaron pensadores como Lévi-Strauss, Bajtin o Victor Turner─ de penetrar y de atravesar, o de hacer que algo penetre y atraviese, espacios tan estrechos (túneles, laberintos, puentes, escaleras, puertas o umbrales peligrosos, rocas que chocan, bocas de cuevas, mandíbulas de animales, vaginas dentadas), o bien espacios tan anchos y extensos (el aire por el que vuela, el agua por el que navega, el desierto o el bosque por los que transita) como no puede ser capaz de atravesar (al menos en el sentido de entrada y de salida) el común de los seres humanos. El cuarto requisito que, en mi opinión, debe figurar obligatoriamente en el currículum simbólico del héroe ─y aquí retomamos teorías de Bajtin y de Lévi-Strauss─ es el de que debe tener el cuerpo cerrado, es decir, caracterizarse por su continencia oral y por su continencia genital: los héroes han de pronunciar pocas palabras, o palabras muy medidas, justas y adecuadas por la boca; deben saber mantener silencio y guardar los secretos; ingresar en sus cuerpos poco alimento, al menos mientras dura la gesta heroica ─cuando ésta termine, el banquete final aliviará el cierre del cuerpo superior─; y, además, han de ser castos y sexualmente contenidos, al menos mientras dure la gesta heroica: cuando ésta culmine, el matrimonio les liberará de esa situación de cierre del cuerpo inferior1. El desarrollo de todas y cada una de estas propuestas de explicación y de interpretación de lo heroico obligaría a llenar las páginas de uno o de varios gruesos volúmenes. Me limitaré aquí, por tanto, a desarrollar una sola de tales ideas, la de que el héroe debe ser capaz de atravesar ─esto es, de entrar y de salir─ por espacios estrechos, en forma de tubo, que acabarían aplastando, encerrando, deglutiendo, a quienes, sin ser héroes, se atreviesen a hacer el movimiento de entrada en ellos. Antes de adentrarnos en la revisión de nuevos ejemplos, puede ser útil recuperar aquí algún argumento más expuesto en el artículo al que me acabo de referir: "Estos dos modos críticos de desplazamiento (por lo que es mas estrecho y por lo que es más ancho, y en sentido de entrada y de salida) se asocian al héroe en una enorme cantidad de mitos, de epopeyas, de cuentos y de relatos de todo el mundo, y le dan una dimensión (de héroe penetrador) que contribuye sustancialmente a definir y a singularizar sus capacidades sobre las del resto de las personas comunes. Muchos deportes modernos, cuyos protagonistas, los deportistas de élite, son los herederos actuales más reconocibles de los héroes de antaño, explotan este tipo de simbolismo: el de penetrar o hacer penetrar el propio cuerpo o un objeto impulsado por el propio cuerpo a través de un lugar estrecho, guardado o difícil de atravesar (o de atravesar en primer lugar al menos): la meta de llegada, la portería de fútbol, la cesta de baloncesto, el hoyo de golf, etc. Los seguidores del deporte actual también premian con la atribución de carisma heroico a quienes son capaces de atravesar los lugares más anchos y extensos concebibles: el aire en los vuelos en globo o en otros artefactos precarios, el mar en el surf o en naves precarias, el desierto o el bosque en determinados rallies y pruebas motociclistas, etc.". Avancé también, en aquel artículo, que "esos espacios estrechos, guardados, amenazantes, peligrosos, que suelen tener forma de tubo o de entrada de tubo muestran, en muchos casos, una dinámica que podríamos llamar gemelar, es decir, que aplasta entre paredes o fuerzas gemelas, que devora, mata o impide la salida de quienes pasan a su través (excluido el héroe, claro). Suele tratarse de túneles, pasadizos, desfiladeros, laberintos, puentes, escaleras, caminos estrechos Los presupuestos teóricos de estos cuatro modelos de interpretación de lo heroico, sustentados sobre ejemplos tomados de la literatura y de la cultura de todos los tiempos, están desarrollados en José Manuel Pedrosa, "La lógica de lo heroico: mito, épica, cuento, cine, deporte... (modelos narratológicos y teorías de la cultura)", Los mitos, los héroes (Urueña: Centro Etnográfico de Castilla y León, 2003) pp. 3763. 1 (si son encrucijadas, es decir, caminos multiplicados, aún mejor), puertas que se cierran o umbrales peligrosos, rocas que chocan, bocas de cuevas, columnas abatibles, mandíbulas, pinzas o cuernos de animales, vaginas dentadas, o (si nos trasladamos al terreno de la épica deportiva moderna) porterías de futbol, cestas de baloncesto, hoyos de golf, líneas de meta de atletismo, caminos montañosos poco practicables, cuevas para practicar la espeleología, o hasta itinerarios de parchís o del juego de la oca, etc. etc. etc.". Recordé en mi artículo anterior a muchos personajes que habían ingresado en el olimpo de los héroes después de atravesar espacios de ese tipo: a Gilgamesh tras pasar los desfiladeros de las siete montañas o el túnel del infierno; a Moisés y luego a Josué separando las aguas para que pasasen por ellas sus pueblos; a Prometeo, cuyo nombre parece proceder del sánscrito Pramantha, "el taladro para hacer fuego", "el barreno", "el perforador", franqueando para robar el fuego las puertas de la morada de los dioses guardadas, según Platón, por "centinelas espantosos"; a Jasón, Odiseo y Orestes cruzando entre las Simplégades o rocas que chocaban para aplastar a los barcos; a Jasón desafiando las mandíbulas aplastantes del gran reptil que guardaba el Vellocino de Oro; a Odiseo haciendo entrar al célebre caballo y al ejército griego a través de los muros hasta entonces inexpugnables de Troya; a Teseo entrando y, sobre todo, ¡saliendo vivo! del Laberinto; a Edipo matando involuntariamente a su padre porque le cerraba el paso en una encrucijada de caminos; a Eneas, Dante, Don Quijote (en su descenso a la Cueva de Montesinos) o Borges (en El Aleph) atravesando estrechos pasadizos o temibles puertas que conducían al más allá; a Alí Babá entrando (¡y saliendo!) de la cueva de los ladrones; a Sigfrido atravesando las murallas y las corazas de Brunilda; a Roldán, vencido y muerto ante el desfiladero de Roncesvalles, pero responsable de la gran proeza de hacer pasar por el tubo estrecho el grueso del ejército francés; al célebre Barón de Munchausen y su divertido viaje tras salir disparado por el tubo de un cañón; a Alicia en el País de las Maravillas impulsada al más alla a través de una madriguera que "era un largo túnel que, de improviso, torcía su curso y descendía de forma tan inesperada, que Alicia, sin tiempo para pensar en detener su caída, se precipitó por lo que parecían las paredes de un pozo muy profundo"; a Peter Pan atravesando y haciendo atravesar a sus amigos infantiles las ventanas que conducen a su fantástico país; a los protagonistas de las sagas literarias y cinematográficas de El señor de los anillos, La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Harry Potter y tantas más, ocupados siempre en atravesar toda suerte de peligrosísimos puentes, pasadizos, desfiladeros, bocas de cuevas, etc. etc. etc. Muchos más héroes de esta especie podríamos sumar a aquel elenco, desde Jonás o Pinocho, tragados y salidos de la ballena, o Perceval-Parsifal, cuyo nombre significa "el que pasa por los valles", hasta el mago Houdini, cuya fama se cimentó sobre su capacidad para escapar de los recintos más opresivos, sin olvidar los héroes ─e incluso también los antihéroes─ que encuentran la muerte ─a veces gloriosa y a veces no─ justamente en el espacio crítico del tubo estrecho, como Sansón, que murió aplastando a sus enemigos tras derribar las dos columnas del templo, o los (anti)héroes de las películas de Alfred Hitchcock, como los personajes de Psicosis o de 39 escalones, cuyos terroríficos destinos se cumplen sobre el estrecho espacio de tortuosas escaleras. En este artículo rehuiré, en cualquier caso, el comentario de episodios literarios y artísticos tan obvios y tan célebres, e intentaré centrarme sobre ejemplos menos conocidos o de textura simbólica menos visible a simple vista, representativos de casuísticas y de repertorios culturales heterogéneos y variados, y en cuyos marcos narrativos podamos hallar muestras diversas y pluriformes de esta ─al parecer implacable─ lógica espacial que ha elevado la representación del espacio estrecho, crítico, amenazante, a la categoría no sólo de tópico ineludible de la caracterización simbólica del héroe, sino también en idea clave en el sistema de representaciones imaginarias del ser humano, sobre todo en las relacionadas con el miedo y la angustia de quienes, por no ser o por no sentirnos héroes, asociamos este tipo de espacios a la muerte y a los muertos. Comenzaremos nuestro recorrido por el repertorio de las leyendas orales, y en concreto por una del pueblo de Villamanrique (Ciudad Real), que nos va a mostrar cómo los espacios estrechos se asocian tradicionalmente al mundo liminar de los fantasmas y del más allá: Entre las poblaciones de Villamanrique y Torre de Juan Abad se encuentra un estrecho denominado Estrecho de las torres. Cuenta la leyenda que el día de San Juan, 24 de junio, alrededor de la medianoche, se puede ver la figura de la encantada. La encantada es una enamorada que se lamenta por la ausencia del amado. Se trata de un alma en pena2. A continuación reproduzco dos leyendas recogidas en zonas fronterizas entre Aragón y Cataluña que vuelven a mostrar la asociación de los pasos estrechos con el mundo de los fantasmas y de los muertos: El paso maldito se encuentra subiendo al Coronco. Era un lugar que hacía de muy mal pasar y que propició más de un accidente, tanto de personas como de animales. De ahí el nombre de paso maldito. El Jueves Santo toda la población asistía a la misa, ya que todos creían que si este día no iban a la iglesia les saldrían las brujas a su encuentro, precisamente en el paso maldito3. Cuenta la tradición que allí, en aquel agujero, vivían unas mujeres, especie de brujas, que la gente las conocía con el nombre de las "encantadas". Se dice que La informante María Jesús Tauste Manzano, de 21 años, originaria de Villamanrique, Ciudad Real, fue entrevistada el 8 de abril de 2003 por José Manuel Pedrosa en Alcalá de Henares (Madrid). 2 Joan Bellmunt, Tradiciones de la Alta Ribagorça y del valle del Boí (Lleida: Milenio, 2001) p. 152. 3 cuando la negra noche lo envolvía todo, era cuando ellas salían de lo más hondo de la cueva, para poder satisfacer sus necesidades, lavar la ropa o coger frutas y hortalizas. La ropa la lavaban en la fuente de Escorts y, todo aquél que hubiese osado mirarlas o haberlas visto mientras hacían esta faena habría quedado, automáticamente, hechizado. La leyenda iba más lejos cuando aseguraba que los hechizados desaparecían, hasta las entrañas de la tierra, por el agujero de los hechizados (encantats), que se encuentra en las rocas que hay encima de caa Viola. Termina la tradición avisando que este agujero es tan profundo que se supone que llega al mismo infierno4. La siguiente es una leyenda sobre o trasno, una especie de duende silvestre que, según la tradición gallega, se aparecía justamente en los caminos estrechos, impidiendo el paso: Era unha vez un señor que, pola noite, cando ía para a casa sempre se encontraba cun carneiro que se lle atrancaba no camiño e non lle deixaba pasar tendo que ir dar un rodeo. Canso de ter que ir da-lo rodeo foi onda o cura da parroquia quen lle deu uns cordeis benditos para lle petar con eles na cabeza ó carneiro. Ó dia seguinte, cando ía para a súa casa coma sempre, aparecéuselle o carneiro no camiño. O señor fixo o que lle mandara o cura e o carneiro converteuse nun home, que fora maldito5. Una leyenda urbana recogida en Leganés (Madrid) vuelve a expresar la angustia mortal que se asocia al tránsito por lugares estrechos: Si a las doce de la noche te encierras en el servicio, apagas las luces, te sientas enfrente del espejo (si tienes, claro), dices el abecedario al revés, se te aparecerán mil puertas, y si no eliges la correcta, dicen que te mueres6. Para cerrar este apartado dedicado a las leyendas tradicionales, reproduciré la argentina Leyenda del río Hondo, que muestra cómo los héroes ─en este caso un héroe religioso indudablemente moldeado sobre la figura de Moisés─ exhiben la milagrosa capacidad de pasar por los lugares estrechos: Leyenda de San Francisco Solano. Cuenta esta leyenda que volviendo San Francisco Solano de Tucumán con una 4 Bellmunt, Tradiciones p. 115. Alumnos do Real Seminario Santa Catalina de Mondoñedo, A Carón do Lume, ed. A. I. Rodriguez Vázquez (Lugo: Citania, 1999) p. 53. 5 José Manuel Pedrosa y Sebastián Moratalla, La ciudad oral. Literatura tradicional urbana del sur de Madrid. Teoría, método, textos (Madrid: Comunidad de Madrid, 2002) p. 185. 6 tropa de carretas en las que se transportaba madera para iglesia que se levantaba en Santiago, se detuvo en el paso del río Dulce por hallarse extraordinariamente crecido. Mientras sus compañeros de marcha descansaban, él oraba. De pronto, ante la sorpresa general, ordenó partir. Él marchó delante montado en una mula, y en el instante de llegar al río, las aguas se apartaron dejándole pasar. "Ahí tiene el río hondo", exclamó bromeando, y desde entonces quedó a esa parte delrío Dulce tal nombre, como la población que en sus márgenes se halla situada7. La literatura oral podría seguir ofreciendo ejemplos inagotables de leyendas y de cuentos modelados sobre este tipo de esquemas simbólicos. Pero considero preferible que nos centremos ahora sobre otras obras literarias, no tradicionales ni anónimas, en cuyos tejidos narrativos podremos desentrañar tópicos parecidos. Todos los textos que he seleccionado son "modernos" en tanto que han sido creados desde el romanticismo hasta hoy, en épocas en que la escritura ha desarrollado un alto grado de conciencia individual, impregnándose de un cada vez más sofisticado exhibicionismo "de autor", y ganando autonomía con respecto a la tradición patrimonial ─especialmente a la tradición oral─, que en muchas ocasiones ha sido vista como freno o límite a la libre expresión del estilo del escritor individual. Todos estos textos ─y muchos más que podríamos aducir─ nos van a confirmar que las pretensiones de independencia estilística de los autores modernos no han bastado para borrar su deuda con el fondo viejísimo y tradicional de imágenes y de símbolos, comunes a muchas culturas, en el que siempre ha mantenido un lugar relevante el del tubo estrecho asociado al peligro, a la angustia vital y a la muerte. El autor quizás más importante de la vanguardia novelística del siglo XIX fue el francés Gustave Flaubert. En su revolucionaria Madame Bovary recurrió varias veces, en contextos y con matices siempre cambiantes pero al fin y al cabo reconocibles, a la imagen del sendero estrecho que conducirá a la infeliz protagonista a la muerte fatal: Las otras existencias, por monótonas que fueran, tenían al menos la oportunidad de un acontecimiento. Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía al fondo su puerta bien cerrada8. Pasado el corral de la granja había un cuerpo de edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si las paredes, al acercarse ella, se hubieran separado por sí solas. Una gran escalera recta subía hacia el Félix Coluccio, Diccionario Folklórico Argentino (Buenos Aires: Plus Ultra, 1981) pp. 406-407. 7 Gustave Flaubert, Madame Bovary, ed. G. Palacios, (Madrid: Cátedra, reed. 2002) p. 147. 8 corredor9. Emma salió. Las paredes temblaban, el techo la aplastaba, y volvió a pasar por la larga avenida tropezando en los montones de hojas caídas que dispersaba el viento. Por fin, llegó al foso delante de la verja; se rompió las uñas queriendo abrir deprisa. Después, cien pasos más adelante, sin aliento, a punto de caer, se paró. Y entonces, volviendo la vista, percibió otra vez el impasible castillo, con el parque, los jardines, los tres patios y todas las ventanas de la fachada. Se quedó estupefacta, y sin más conciencia de sí misma que el latido de sus arterias; le parecía oír como una ensordecedora música que se le escapaba y llenaba los campos. El suelo se hundía bajo sus pies, y los surcos le parecieron inmensas olas oscuras que se estrellaban10. La escena de la muerte de la gitana protagonista, a manos de su celoso amante, en la también celebérrima novela Carmen, de Prosper Merimée, tiene por escenario una tenebrosa "garganta solitaria" cuya elección no debió ser, sin duda, casual: ─Así que ─le dije, después de haber caminado un trecho─, ¡Carmen mía! Quieres seguirme, ¿no es eso? ─Te sigo a la muerte, sí, pero no viviré más contigo. Estábamos en una garganta solitaria; detuve el caballo. ─¿Aquí es? ─dijo, y se apeó de un salto. Se quitó la mantilla, la echó a los pies, y permaneció inmóvil, mirándome fijamente, con el puño en la cadera. ─Quieres matarme, lo veo claro ─dijo─, está escrito, pero no me harás ceder11. Otra célebre novela francesa del siglo XIX es Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet. Dentro de ella, las representaciones ─ya sean sobre el tranquilo escenario de Tarancón o sobre el exótico urbanismo argelino─ de los pasos estrechos y de los peligros que en ellos acechan al grotesco protagonista, el pretendidamente heroico Tartarín, adquieren hilarantes matices cómicos: Soberbio y tranquilo, Tartarín de Tarascón se sumergía en la noche, taconeando acompasadamente y sacando chispas al empedrado con la contera de hierro de su bastón... Tanto al caminar por los bulevares como por las calles o callejas, procuraba ir siempre por el centro de la calzada, excelente medida de precaución que permite ver venir el peligro y, sobre todo, evitar lo que cae a veces desde las ventanas a las calles de Tarascón durante la noche. Pero, al verle tan prudente, no vayáis a creer que 9 10 Flaubert, Madame Bovary, p. 247. Flaubert, Madame Bovary, p. 394. Prosper Merimée, Carmen, ed. L. López Jiménez y L.-E. López Esteve (Madrid: Cátedra, reed. 1997) p. 179. 11 Tartarín tuviese miedo, ni mucho menos... ¡No! Sólo tomaba algunas precauciones. La mejor prueba de que Tartarín no tenía miedo era que, en lugar de ir al Casino por la avenida, se iba por la ciudad; es decir, por lo más largo, por lo más negro, por una red de lóbregas callejuelas estrechas, al final de las cuales se veía brillar siniestramente el Ródano. El pobre esperaba siempre que, al volver uno de estos recodos peligrosos, ellos se abalanzarían desde la sombra, atacándole por la espalda. Pero, ¡ay!, por una burla del destino, jamás, jamás de los jamases le cupo a Tartarín de Tarascón la suerte de tener un mal encuentro. Ni siquiera un perro, ni un borracho. ¡Nada!12 Desgraciadamente, aquel diablo de puente ha sido arrastrado tan a menudo por los vendavales, es tan largo, tan endeble, y el Ródano es tan ancho en este paraje, que, ¡a fe mía!, ya comprenderéis... Tartarín de Taracón prefería la tierra firme13. Un lugar auténticamente peligroso esta ciudad alta. Callejones sombríos y angostos, que suben a pico entre dos filas de casas misteriosas cuyos tejados se unen formando un tunel. Puertas bajas, ventanas muy pequeñas, mudas, tristes, enrejadas. Y luego, a derecha e izquierda, una serie de tenduchos muy sombríos, donde feroces teurs, con cabeza de forajidos ─ojos en blanco y dientes relucientes─ fuman largas pipas y hablan en voz baja, como si concertaran golpes perversos14. En diversos pasajes de La muerte de Ivan Ilich, una de sus novelas más profundas y conmovedoras, el gran novelista ruso León Tolstoi identificó el dolor de la enfermedad y la angustia de la muerte con el paso a través del tópico espacio angosto: Hasta eso de las tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía que a él y su dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho, negro y profundo, pero por mucho que empujaban no podían hacerlos llegar hasta el fondo. Y esta circunstancia, terrible ya en sí, iba acompañada de padecimiento físico. Él estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se esforzaba por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí15. Alphonse Daudet, Tartarín de Tarascón, trad. F. Ortiz Chaparro (Madrid: Alianza, reed. 2000) p. 22. 12 13 Daudet, Tartarín de Tarascón, p. 24. 14 Daudet, Tartarín de Tarascón, p. 75. León Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, en La muerte de Ivan Ilich. Hadyi Murad, ed. J. López Morillas (Madrid: Alianza, reed. 2001) pp. 13-88, p. 75. 15 Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos. De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar, fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección16. Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño17. En otra novela de Tolstoi, Hadyi Murad, que tiene por escenario la sangrienta guerra entre rusos y chechenos que dura ya varios siglos, el paso por los espacios angostos tiene una dimensión menos psicológica: tales lugares se identifican con los estrechos y desfiladeros del país que tan bien conocían los guerrilleros chechenos y desde los que hostigaban continuamente al ejército regular ruso. El propio Hadyi Murad, caudillo de los rebeldes y perfecto conocedor de aquellos peligrosos lugares, relataba así sus habilidades para salir con vida de los mismos escenarios que para otros suponían la muerte: Menos yo, no hay otro chechén que pueda pasar. Otro prometería ir, pero no haría nada18. Cuando llegamos cerca de Moksoh la vereda se hizo muy angosta y a la derecha había un barranco de unos trescientos pies de profundidad. Yo me escurrí a la derecha del soldado, al borde del precipicio. El soldado quiso detenerme pero yo salté al abismo arrastrándole conmigo. El soldado murió, pero, como puedes ver, yo quedé vivo. Tenía rotas las costillas, la cabeza, los brazos, 16 Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, p. 86. 17 Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich, p. 88. León Tolstoi, Hadyi Murad, en La muerte de Ivan Ilich. Hadyi Murad, ed. J. López Morillas (Madrid: Alianza, reed. 2001) pp. 89-258, p. 102. 18 las piernas, en fin, el cuerpo entero19. Uno de los episodios más emocionantes del célebre Libro de la selva del inglés Rudyard Kipling es aquel en que el joven y astuto Mowgli logra librarse para siempre de las asechanzas de su incansable perseguidor, el tigre Shere Khan, atrayéndolo hacia un estrecho desfiladero por el que hace pasar la manada de búfalos desbocados que aplasta al terrible predador: Oyó Shere Khan el ruido atronador de las pezuñas, levantóse y caminó con pesadez torrentera abajo, mirando a ambos costados en busca de huida; pero los lados del cauce parecían cortados a pico, y tuvo que quedarse allí sintiendo el abotargamiento producido por la comida y la bebida, deseando entonces cualquier cosa menos tener que batirse. El rebaño pasó chapoteando por la laguna que él acababa de abandonar, mugiendo hasta hacer retumbar todo el estrecho recinto... La embestida arrastró ambos rebaños hacia la llanura, dando cornadas, coces y bufidos. Esperó Mowgli el momento oportuno, y, apeándose de Rama, comenzó a repartir golpes a diestro y siniestro con el palo que llevaba... Ajela y el Hermano Gris corrieron de un lado a otro mordiéndoles las patas a los búfalos, y aunque el rebaño se volvió en redondo, con intención de embestir de nuevo, barranco arriba, Mowgli logró hacerle dar la vuelta a Rama, y los demás lo siguieron hacia los pantanos. No hacía falta que pisotearan más a Shere Khan. Estaba muerto, y los milanos iban acudiendo ya para devorarlo20. En su poema El héroe, el gran poeta indio Rabindranaz Tagore ofreció una versión sumamente lírica de lo que para él era la perfecta gesta épica: la que da la salvación a alguien mientras las fuerzas del mal atacan en un sendero "estrecho y retorcido": Figúrate tú, madre, que andamos de viaje y que estamos atravesando un peligroso país desconocido. Tú vas sentada en tu palanquín y yo troto al lado tuyo en un caballo colorado. El sol se pone, va anocheciendo. Ante nosotros se tiende solitario y gris el desierto de Yoradigui. Todo alrededor es desolado y seco. Tú piensas asustada: "Hijo, no sé adónde hemos venido a parar". Y yo te digo: "No tengas tú miedo, madre". El sendero es estrecho y retorcido, y los abrojos desgarran los pies. Los ganados han vuelto ya de los anchos llanos a sus establos de las aldeas. Cada vez son más oscuros y vagos la tierra y el cielo, y ya no vemos por dónde vamos. De pronto, tú me llamas y me dices bajito: "¿Qué luz será aquella que hay allí junto a la orilla, hijo?". Un alarido horrible salta en lo oscuro y unas sombras 19 Tolstoi, Hadyi Murad, p. 172. Rudyard Kipling, El libro de las tierras vírgenes, trad. R. D. Perés (Madrid: Alianza, reed. 2002) p. 109. 20 arrolladoras se nos vienen encima. Tú te acurrucas en tu palanquín y repites rezando los nombres de los dioses. Los esclavos que te llevan se esconden temblando de terror tras los espinos. Yo te grito: "¡Madre, no tengas cuidado, que estoy yo aquí!". Los asesinos están más cerca cada vez, hirsutos los cabellos, armados con largas lanzas. Yo les grito: "¡Alto ahí, villanos! ¡Un paso más y sois muertos!". Se oye otro terrible grito, y los bandidos se abalanzan sobre nosotros. Tú, convulsa, me cojes la mano y me dices: "Hijo de mi vida, por amor de Dios, huye de aquí". Yo te contesto: "¡Madre, mírame tú! ¡Ya verás!". Entonces meto espuelas a mi caballo, que salta furioso. Chocan sonantes mi espada y mi escudo. El combate es tan espantoso que si tú lo pudieras ver desde tu palanquín te helarías de espanto, madre. Unos huyen, otros caen hechos pedazos...21. En su inmortal novela Orlando, la británica Virginia Woolf relacionó en varias ocasiones la gesta heroica con la capacidad para atravesar espacios estrechos en condiciones extremas: Montaba bien y era capaz de manejar seis caballos al galope sobre el Puente de Londres22. Los más interesantes de estos episodios del Orlando son, en cualquier caso, aquellos en que el paso de un tiempo y de una dimensión a otros, claves en el tejido narrativo de la novela, se asocian a la metáfora del tránsito por el espacio estrecho: Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en que ella había estado viajando por centenares de años se ensanchó; penetró la luz; sus pensamirntos se templaron misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus nervios23. No permitió que esos espectáculos penetraran su conciencia ni un milésimo de pulgada, al cruzar la estrecha tabla del presente, para no caer en las furiosas aguas de abajo24. Se sentó al final de la galería, con los perros echados alrededor, en el duro sillón de la Reina Isabel. La galería se prolongaba hasta un punto donde ya casi no Rabindranaz Tagore, El héroe, en La luna nueva (poemas de niños), en La luna nueva. El jardinero. Ofrenda lírica, trads. Z. y J. R. Jiménez (Madrid: Alianza, 2000) pp. 34-35. 21 Virginia Woolf, Orlando, trad. J. L. Borges (Barcelona: Edhasa, reed. 2002) p. 141. 22 23 Woolf, Orlando, p. 218. 24 Woolf, Orlando, p. 219. había luz. Era como un túnel metido en el pasado. Sus ojos le escrutaron y vio personas que charlaban y se reían: los grandes hombres que ella había conocido ─Dryden, Swift, Pope─; y hombres de estado conversando; y amantes demorándose en los asientos de las ventanas25. Bàrnabo de las montañas, la primera novela del gran narrador italiano Dino Buzzati, está protagonizada por un guardabosques que tiene el deber de defender las montañas que rodean un valle de una partida de bandidos. El épico enfrentamiento entre los dos contendientes tiene su culminación en la grandiosa escena final, cuando el guardabosques, tras penosísima espera, aguarda que los ladrones caminen por un estrecho desfiladero en el que, con su arma, podrá abatirlos a todos: Cerca del pequeño desfiladero, en lo alto de la garganta de la Polveriera, hay un delgado saliente adosado a la pared. Exactamente a la altura del mismo pasa una repisa, por donde llegarán los enemigos. La repisa es estrecha y cubierta de guijos; para pasar por ella hay que tener cuidado. Bàrnabo se ha situado en la cima, escondido entre algunos peñascos; él solo ha venido a enfrentarse a los enemigos. Totalmente oculto a la vista, domina de cerca la repisa, podrá cortarles el paso... Su escopeta está dirigida a la repisa. Por allá pasarán los bandidos y él podrá matarlos26. Cuando, en efecto, los ladrones se pongan a tiro, Bàrnabo vacilará, pero no por miedo ni por nerviosismo, sino por compasión hacia sus enemigos. Su dedo no apretará el gatillo, y los bandidos nunca sabrán que aquella angosta garganta estuvo a punto de ser su tumba para siempre. Los desfiladeros estrechos como espacios ideales para vencer a los enemigos asoman en muchas otras obras literarias. Esteban Montejo, el centenario ex-esclavo cubano que relató a Miguel Barnet los recuerdos que con el tiempo se convertirían en su biografía novelada, Cimarrón, evocó así uno de los lances militares de la guerra de la Independencia cubana: Perdió casi toda su tropa. Hizo resistencia grande, pero salió mal. La culpa fue de una cañada que había allí; los caballos se atascaron, se formó un fanguero inmenso27. Y Luis Sepúlveda, el gran escritor chileno que, en Un viejo que leía novelas de amor, describió el secular enfrentamiento entre indios selváticos e invasores blancos, situó en un "paso estrecho" otro escenario de violencia y de 25 Woolf, Orlando, p. 233. Dino Buzzati, Bàrnabo Littera, 2003) pp. 137-138. 26 27 173. de las montañas (Barcelona: Miguel Barnet, Cimarrón (Madrid: Siruela, 2002) p. muerte: Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención donde desovaban los peces. Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, nerviosos ante la llegada de más shuar, dispararon alcanzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación. Él supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura28. Tras asomarnos a todos estos ejemplos narrativos, es hora ya de preguntarnos si nuestro tópico podrá ser también documentado en obras del género poético, donde el dinamismo de lo narrativo y las gradaciones de lo épico suelen quedar diluidas en la serena quietud de la lírica. La respuesta es, sin duda, afirmativa. El padre del romanticismo alemán, Friedrich Schiller, desarrolló en su célebre balada de Las grullas de Íbico, inspirada en un viejo cuento conocido desde la antigüedad, la historia de un desdichado viajero muerto, en un "estrecho sendero", por dos despiadados ladrones que al final tendrán que pagar su crimen: Und munter fördert er die Schritte Und sieht sich in des Waldes Mitte. Da sperren, auf gedrangem Steg, Zwei Mörder plötzlich seinen Weg... Apresura, contento, su marcha y se ve ya en mitad del bosque. Y he aquí que en el estrecho sendero dos asesinos le cortan súbitamente el paso. Tiene que prepararse a la lucha, pero pronto desfallece su mano...29. Otro de los poetas más renovadores del siglo XIX, el francés Arthur Rimbaud, recurrió varias veces, a lo largo de su obra, a la imagen del sendero estrecho como metáfora del paso por la vida y del avance hacia la muerte: Soy el caminante de la ancha carretera entre los bosques enanos; el rumor de las esclusas cubre mis pasos. Por largo tiempo veo la melancólica lejía de oro del Luis Sepúlveda, Un viejo que leía (Barcelona: Tusquets, reed. 2001) p. 54. 28 novelas de amor Friedrich Schiller, Die Kraniche des Ibykus-Las grullas de Ibico Baladas, trad. J. M. Pabón (Barcelona: Editorial Ibérica P. Pugés, 1944) pp. 28-43, p. 31. Véase, sobre este argumento y su tradición, José Manuel Pedrosa, "Las grullas de Ibicus (AT 960A): de la tradición clásica a la literatura contemporánea", Tipología de las formas narrativas breves románicas (III) (Zaragoza-Granada: Universidad de ZaragozaUniversidad de Granada, 2003) pp. 351-392. 29 poniente... Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retamas. El aire está inmóvil. ¡Qué lejos los pájaros y las fuentes! Tiene que ser el fin del mundo, si avanzamos30. Por su parte, Thomas S. Eliot, el máximo renovador de la poesía anglosajona del siglo XX, recurrió también en sus versos a metáforas similares: He seguido todos los senderos hasta el final; y siempre he hallado un mismo laberinto invariable intolerable inacabable31. En España, Rafael Alberti, un clásico inmortalizó versos como los siguientes: del siglo XX, No quiero pasar de noche, sin luna, el desfiladero. No quiero. Que no lo quiero pasar, porque no veo lo hondo, lo hondo que va el pinar32. Por su parte, el joven poeta español-argentino Andrés Neuman ha dedicado todo un libro, el que lleva el más que revelador título de El tobogán, a desarrollar este tipo de imágenes, asociadas en su caso al paso fatal de la edad infantil a la adulta. Los siguientes versos son del poema Buenos Aires al vuelo: Comienza acaso todo en la tercera planta del pasado, la quinta puerta al fondo del olvido. Ábrela, ciérrala: hay viento suficiente para escaparte, y tiempo para entender al fin...33 En el poema que lleva el mismo título que el libro, vuelve a jugar Neuman con las mismas imágenes: Es algo diferente: un vislumbre borroso, una antesala del tobogán, más breve siempre de lo que el niño desearía y más veloz de lo que el hombre espera. Arthur Rimbaud, Poesías completas, eds. G. Celaya, V. Vitier, A. Núñez y D. Conte (Madrid: Visor, 1997) p. 355. 30 T. S. Eliot, Inventos de la liebre de marzo. Poemas 19091917, ed. D. López García (Madrid: Visor, 1901) p. 147. 31 Rafael Alberti, Marinero en tierra. La amante. El alba del alhelí, ed. R. Marrast (Madrid: Castalia, 1972) p. 156. 32 33 Andrés Neuman, El tobogán (Madrid: Hiperión, 2002) p. 15. ............. subo la escalerilla de un tobogán naranja para ir al encuentro del hombre que me espera, familiar, con los brazos abiertos34. El poeta argentino Hugo Mújica ha utilizado imágenes parecidas en los siguientes hermosos versos: también Una grieta parte el blanco muro, abre un recuerdo anterior a todo olvido: a lo jamás y a lo de cada instante. Un tajo es siempre huella en la vida en la vida, en esa huella de un tajo35. Vamos a culminar ya nuestra búsqueda y exploración de tantos pasos angostos diseminados por tantas épocas y lugares con otra obra que se halla a mitad de camino entre la historia y su reflejo artístico, entre la realidad y el arte, entre la plasmación textual y la figurativa. En plena Guerra Civil española, el cirujano y fotógrafo canadiense Norman Bethune fue testigo de una terrible matanza de civiles que tuvo lugar en una carretera de salida de la bombardeada ciudad de Málaga. Aprovechando lo estrecho del paso y la aglomeración de personas indefensas, los bombardeos fascistas, por mar y aire, provocaron una terrible mortandad de la que el canadiense dejó dramática constancia en sus fotografías y en sus memorias: Imagínense a 150.000 hombres, mujeres y niños disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad situada a más de 100 millas a pie. Hay una única carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra manera de escapar. Esta carretera, limítrofe por un lado con las altas montañas de Sierra Nevada y por el otro con el mar, está construida sobre la ladera de unos acantilados y sube y baja a más de 500 pies por encima del nivel del mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería, y está a más de 200 kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede caminar a pie unos 40 o 50 kilómetros diarios. El viaje a que estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse les llevará a cinco días y cinco noches de camino, al menos. No encontrarán alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Ellos debían caminar, y a medida que iban andando se tambaleaban y tropezaban, con los pies llenos de rajas y de heridas de ir por el pedernal y el ardiente asfalto de la carreta; los fascistas los bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los barcos de guerra... 34 Neuman, El tobogán, p. 58. Hugo Mújica, En el blanco muro, ABC Cultural, 13 de octubre de 2001, p. 23. 35 Por entonces habían pasado al lado de tantas mujeres y niños afligidos que pensamos que lo mejor era volver y comenzar a poner a salvo los peores casos. Era difícil elegir cuáles llevarse, nuestro coche era asediado por una multitud de madres frenéticas y padres que con los brazos extendidos sujetaban hacia nosotros sus hijos, tenían los ojos y la cara hinchada y congestionada tras cuatro días bajo el sol y el polvo. "Llévense a éste"; "miren este niño"; "éste está herido". Los niños envueltos de brazos y piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con los pies hinchados aumentados dos veces su tamaño, lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento. Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense cuatro días y cuatro noches escondiéndose de día entre las colinas, ya que los bárbaros fascistas los perseguían con aviones; caminaban de noche agrupados en un sólido torrente hombres, mujeres, niños, mulos, burros, cabras, gritando los nombres de sus familiares desparecidos, perdidos entre la multitud36. EL PAIS, "El solidario Norman Bethune: una exposición fotográfica en Málaga muestra el trabajo del brillante cirujano canadiense y su gran labor en la Guerra Civil", El País, 26 de abril de 2004, p. 37. 36