LA VIOLENCIA COMO PRODUCTO DE UN PROCESO DE

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VIOLENCIA Y DIFERENCIA SEXUAL EN LA ESCUELA1
Graciela Hernández Morales y Concepción Jaramillo Guijarro
Publicado en: Hernández Morales, Graciela y Jaramillo Guijarro, Concepción (2000): “Violencia
y diferencia sexual en la escuela” en el libro El harén pedagógico. Perspectiva de género
en la organización escolar. Ed. Graò, Barcelona.
Los seres humanos somos seres sociales, lo que viene a significar que
comprendemos el mundo, damos forma a nuestras ideas, nos expresamos y
existimos gracias a las relaciones que establecemos con otras personas. Esta
necesidad primaria de relación es un hecho relevante al que no siempre se le
presta la suficiente atención. Sin embargo, profundizar en él es fundamental
para entender qué son y por qué se producen manifestaciones violentas, así
como para valorar aquellas prácticas que de un modo u otro las hacen
impensables (Rivera, 1998).
La relación implica intercambio. Para que el intercambio sea posible es
necesaria cierta disposición para escuchar y atender lo que otras u otros tienen
por decir y aportar; así como cierta capacidad para expresar lo que se quiere,
se es, se piensa y se siente.
Relacionarse implica también conflicto, porque en el intercambio se ponen en
juego formas diversas de posicionarse ante las cosas y el mundo, las cuales,
con mucha frecuencia, no son coincidentes. Los conflictos no conllevan
necesariamente confrontación o enfrentamiento, sino que nos dan cuenta de la
existencia de palabras, deseos y experiencias diversas que necesitan de
mediación para que puedan ser dichas, escuchadas y reconocidas.
La búsqueda de mediaciones requiere partir de sí (Piussi y Bianchi, 1996), es
decir, que cada cual hable desde su experiencia, se ponga en juego en primera
1
En la elaboración de este capítulo ha sido crucial la experiencia de las autoras como colaboradoras en el
proyecto Relaciona de “Prevención de la violencia doméstica en los centros educativos”, financiado por el
Instituto de la Mujer del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. En este proyecto, el intercambio con
profesoras y profesores de educación infantil, primaria y secundaria ha sido una fuente de aprendizaje
muy valiosa. Además, muchas de las ideas que aquí se desarrollan, se han traido del estudio que ambas
realizaron en 1999 para el CIDE (Centro de Investigación y Documentación Educativa, Ministerio de
Educación y Cultura), titulado “Mejorar las relaciones en la escuela: un modo de prevenir la violencia
doméstica”.
1
persona (Rivera, 1994), y preste atención, desde ahí, a lo que el otro o la otra
aportan. Significa también la voluntad de tender puentes con el fin de hacer
comprensibles las diferencias, no para llegar a consensos o para que lo más
conflictivo se calle, sino para que las relaciones se puedan dar sin miedos o
cortapisas.
Detrás de cada manifestación de violencia hay siempre un conflicto provocado
por las diferencias: diferentes opiniones, valores, aspecto, cultura, raza, origen,
sexo, forma de estar, de vivir, etc. El conflicto provocado por las diferencias se
convierte en violencia cuando hay personas que las interpretan, no como una
riqueza, sino como una expresión de inferioridad de “lo otro”. El origen de la
violencia es, pues, la incapacidad de reconocer al otro o a la otra. Este
sentimiento lleva a vivir las diferencias como una amenaza, un estorbo o un
motivo de inquietud y sus consecuencias van desde la ignorancia o negación
de las otras personas, hasta la infravaloración o la exclusión mediante formas
diversas, entre las cuales, la agresión física es la más extrema. (Jaramillo
1999).
Debido a algunos cambios sociales recientes (la llegada y el asentamiento de
personas procedentes de otros países) y a los cambios de la propia escuela (el
paso de la escuela segregada a la mixta, la ampliación de la escolaridad
obligatoria hasta los 16 años,
la integración en los centros de alumnas y
alumnos con necesidades educativas especiales), en ella hoy conviven
alumnos y alumnas entre los que hay una gran disparidad. A la diversidad de
procedencias, culturas, situación económica, social y personal, hay que sumar
la propia de un espacio social en el que conviven diferentes generaciones:
personas adultas, niñas, niños y jóvenes.
Todas estas circunstancias hacen de la escuela un espacio que se caracteriza
por la heterogeneidad de quienes lo habitan. Un espacio en el que se hace más
necesario que nunca cuidar las relaciones con el fin de que las diferencias sean
una riqueza, una ocasión para el intercambio y el aprendizaje mutuo y, por el
contrario, no se vivan como algo que dificulta la labor del profesorado y, en
general, la vida escolar.
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Violencia sexuada
La interpretación jerárquica de las diferencias y la aceptación de la violencia
como un método legítimo para resolver los conflictos que éstas provocan, tiene
su origen en la dificultad de reconocer la primera de las diferencias que viene
dada en el mundo, que es la diferencia sexual. Una parte importante de nuestra
tradición cultural ha pretendido silenciar esta diferencia al reconocer sólo la
existencia de un sujeto “neutro”, sin sexo, desde el que se ha definido la
categoría de lo humano. Pero hoy sabemos que este sujeto no es asexuado
porque esa definición de lo humano sólo ha contemplado la experiencia
masculina del mundo. Un mundo que incluye también a las mujeres, pero no
como personas que tienen su propia experiencia, sino como una parte de él
que no tiene voz propia y que, por tanto, tiene que ser definida por otros. (Sau,
1986).
La incapacidad de reconocer a las mujeres como sujetos que pueden decirse y
decir el mundo desde su experiencia, las ha situado en el lugar de “lo otro”
inferior, complementario o subordinado y, en lecturas más recientes, igual.
(Diótima, 1996). Desde ese neutro-maculino se ha construido un orden
simbólico y social patriarcal que acepta la violencia como medio para resolver
posibles conflictos provocados, ya no sólo por la diferencia sexual, sino por
cualquier otro tipo de diferencias. Una violencia que se manifiesta de modos
muy diversos que van desde la exclusión hasta la agresión física, pasando por
todas y cada una de las formas de discriminación que conocemos.
Por eso, se puede afirmar que la violencia no es neutra sino que es sexuada,
de sexo masculino (Instituto de la Mujer, 1998), porque en su origen está la
incapacidad de reconocer la primera diferencia (el otro sexo). Esto no quiere
decir que la violencia esté determinada biológicamente, pero si que está unida
a la experiencia histórica de los hombres y a su manera de relacionarse con las
diferencias.
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Quien usa la violencia instrumentaliza las relaciones, usa a las personas para
alcanzar determinados fines o logros, sin prestar atención a las necesidades
ajenas, sin importarle demasiado el proceso para lograr lo que pretende.
Entiende, además, que quien más tiene y más poder ostenta, más vale. Por
eso, la violencia tiene que ver con el poder, en tanto que conlleva jerarquía y
dominio. Para quien lo tiene es una forma de mantenerlo e incrementarlo, para
quien no lo tiene es un modo de hacerse valer, hacerse escuchar y lograr cierto
control sobre otras personas.
En definitiva, “ejercer violencia es imponer pensamientos o valores con la
fuerza, es hacerse valer con el miedo, es no entrar a dialogar, es excluir e
infravalorar todo lo que pone en cuestión el poder de quien la pone en marcha
y la utiliza.” (Instituto de la Mujer, 1998).
La vinculación de la masculinidad con la violencia no forma parte sólo del
pasado. Desde el punto de vista educativo, es preciso profundizar en las
razones por las que niñas y niños, aún siendo socializados y educados en
contextos familiares, escolares y sociales comunes, tienen actitudes y
comportamientos significativamente distintos en su relación con las diferencias.
(Miedzian, 1995)
En la vida escolar seguimos encontrando expresiones de violencia originadas
por la dificultad de los niños de reconocer la diferencia sexual. A través de
muchos mecanismos, y no sólo en la escuela, aprenden que la diferencia de
los sexos no es realmente de los sexos, sino que las diferentes son las niñas,
mientras que los “normales”son ellos. Con este aprendizaje, muchos creen que
pueden hacer comentarios de todo tipo, incluida la burla, sobre el cuerpo de las
niñas, o que pueden subirles la falda o tocarlas sin su permiso. Pero a muchas
de estas situaciones se les resta importancia o se las interpreta como fruto de
una
curiosidad
natural.
De
este
modo
se
normalizan
actitudes
y
comportamientos que significan violencia hacia ellas y, en general, hacia las
mujeres.
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A los niños se les enseña todavía a no llorar, a ocultar sus sentimientos, su
miedo o la propia vulnerabilidad y como consecuencia de ello, aprenden a
utilizar la fuerza como medio para resolver frustraciones o conflictos y a poner
en un segundo plano los sentimientos, las necesidades ajenas y las relaciones
con otras personas.
Su socialización y educación aún no ha superado un
modelo de masculinidad que incluye como uno de sus referentes principales el
culto y la fascinación por la fuerza y la pretensión de omnipotencia. Aprenden
así una forma de relacionarse con “lo diferente” que no sólo no se cuestiona,
sino que, en muchas ocasiones, les otorga reconocimiento y visibilidad. En este
orden de cosas, es cada vez más frecuente ver niñas y chicas recurriendo a la
violencia para hacerse escuchar, para dejar de ser las víctimas y para buscar
ese reconocimiento.
Sin embargo, esta forma de ver la realidad, aunque ha impregnado gran parte
de nuestra cultura y ha tenido mucha fuerza simbólica, nunca ha abarcado al
conjunto de la experiencia humana; de hecho podemos observar que existen
formas diversas de ser hombre y de ser mujer, unas más libres que otras y en
contextos de mayor o menor justicia social. Junto a esto, está cada vez más
extendida la idea de que es innecesario el uso de la violencia para que los
hombres sean considerados "hombres de verdad". (Bonino, 1999).
El lenguaje de los derechos
Para hacer frente a la violencia en todas sus formas, nuestra sociedad ha
creado el lenguaje de los derechos, el cual ha permitido evitar muchas
discriminaciones al considerar a todas las personas iguales ante la ley. Sin
embargo, los derechos no garantizan por sí mismos que las personas se
reconozcan, se valoren, se escuchen y se expresen. Por otra parte, junto a su
extensión a un número cada vez mayor de personas, se ha producido cierta
confusión entre dos realidades bien distintas: "la igualdad de derechos" con
"todas las personas son iguales".
Desde esa misma lógica, se confunde con cierta asiduidad “la igualdad de
derechos y oportunidades entre hombres y mujeres” con “hombres y mujeres
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son iguales”. Lo primero tiene que ver con la necesidad de justicia social y de
reconocer que unos y otras están capacitados para realizar las mismas tareas y
ocupar los mismos espacios. Pero, detrás de lo segundo se suelen esconder
ideas difusas que no siempre se corresponden con lo real. (Mañeru et al.,
1996)
Por ejemplo, la afirmación “hombres y mujeres son iguales” sirve para no
reconocer abiertamente que la violencia es un patrimonio más masculino que
femenino, o para que este hecho pase desapercibido o no se considere
significativo. Incluso tratándose de formas de violencia que tienen como
protagonistas siempre a hombres y cómo víctimas siempre a mujeres, pocas
veces se habla de violencia masculina o de violencia contra las mujeres, tal y
como sería de esperar. Lo que suele suceder, más bien, es un acercamiento a
estas situaciones como si fueran neutrales, acuñando términos que evitan
relacionarlas con uno u otro sexo.
Con cierta frecuencia, cuando se dice que “hombres y mujeres son iguales” se
está diciendo realmente que las mujeres han de ser iguales a los hombres, han
de asumir sus actitudes y valores para tener el mismo reconocimiento social.
Todo ello contribuye, por un lado, a invisibilizar a las mujeres o a hacerlas
visibles sólo en la medida en que son discriminadas, oprimidas o víctimas; y
por otro, a mantener intacto ese referente neutro-masculino al que nos hemos
referido antes. Esta no es una cuestión baladí, ya que se ha escrito mucha
historia, se ha hecho mucha política y se han elaborado muchos criterios
pedagógicos en función de esta premisa.
Cuando se analiza la violencia sin tener en cuenta la diferencia sexual, se deja
en la insignificancia la experiencia histórica de las mujeres que nos habla, no
sólo de aceptar, sino de reconocer “lo otro” diferente, utilizando para ello la
relación y la mediación de la palabra. Una práctica de las relaciones que hace
civilización porque es lo que nos permite vivir humanamente (Librería de
Mujeres de Milán, 1996). A través de esta experiencia, muchas mujeres han
aprendido la importancia de prestar atención y cuidar a las demás personas y
también la necesidad de exteriorizar los sentimientos, de reconocer los miedos
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y limitaciones, aceptando lo que nos caracteriza como seres humanos
(hombres y mujeres): la necesidad de ir al encuentro del otro o de la otra para
entrar en relación de intercambio, no porque seamos seres incompletos, sino
porque somos seres carentes. (Jourdan, 2000).
Esto muestra la necesidad de dar relevancia a la disparidad humana para
facilitar que cada cual, sea mujer u hombre, hable desde su experiencia,
porque éste es el único camino para reconocerse y expresar deseos propios,
sin necesidad de acatar, sin más, las expectativas impuestas. Sin esta práctica,
no es posible ver todas las dimensiones de cada conflicto. Para que éstos
salgan a la luz de un modo no destructivo es necesario ir más allá de un “te
escucho porque te respeto o porque tienes derecho a que se te escuche” para
llegar a un “qué podemos hacer tú y yo, qué acuerdos y qué mediaciones
necesitamos, para que nuestra disparidad no sea un obstáculo sino una fuente
de aprendizaje, de reflexión, de transformación”. O sea, abrirlos y hacerlos
circular en su raíz, en la relación.
Prácticas que previenen la violencia
En las primeras etapas de la educación obligatoria, en las que hay más
maestras que maestros, se tiende a aplicar un modelo educativo que valora al
alumno o a la alumna en su totalidad, intentando no separar ni jerarquizar los
aprendizajes cognitivos e intelectuales de los afectivos, físicos y relacionales.
De esta manera, se presta también más atención a la particularidad y por ello
se acepta con más facilidad la diversidad que existe entre el alumnado,
fomentando y potenciando las relaciones entre escolares que ayudan no sólo a
aceptar o tolerar las diferencias, sino a relacionarse con ellas. Porque al
aceptar la particularidad, se acepta también que no hay un modelo de
“normalidad” al que aspirar o parecerse y las diferencias no se jerarquizan.
Este modelo educativo tiende a ir perdiendo relevancia al llegar a la
secundaria, etapa en la que se convierte en prioridad la transmisión de
conocimientos académicos. El profesor o profesora deja de tener una función
educadora para tener una función docente y el alumno o la alumna dejan de
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ser considerados en su totalidad y en su particularidad para valorar
principalmente su interés, su motivación y su capacidad para el aprendizaje de
las materias que se enseñan. En este modelo, la diversidad se convierte en un
problema porque se espera del alumnado una respuesta única: que se interese
por el estudio, y quienes no muestran este interés (generalmente más alumnos
que alumnas) se convierten con mucha facilidad en “conflictivos”. Los aspectos
relacionales de la enseñanza pasan así a formar parte del currículum oculto y
en lugar de potenciar y fomentar el intercambio, la relación, la convivencia, se
considera necesario regular la vida escolar a través de normas y reglas
generales para mantener un cierto orden que garantice a los centros cumplir
con la que se considera su misión principal: la transmisión de conocimientos.
Este tránsito de la educación a la enseñanza, del magisterio a la docencia,
significa no sólo un cambio en los objetivos y contenidos, sino un cambio en las
prácticas educativas que se desplazan desde la lógica de la autoridad, hacia la
lógica del poder. La distinción entre poder y autoridad es muy útil, aunque a
veces resulte difícil hacerla porque el simbólico del poder ha tendido a
confundirlas.
En la educación, la autoridad hace referencia a la capacidad que el profesorado
tiene de enseñar. Y esta capacidad depende de su competencia académica,
pero sobre todo de su disponibilidad para ponerse en relación con las alumnas
y los alumnos y de que ellas y ellos le reconozcan como una persona de la que
pueden aprender. Es esta autoridad la que permite enseñar y aprender,
mientras que el poder sirve para aprobar y suspender, pero no necesariamente
supone un intercambio de conocimiento o un aprendizaje (Jourdan, 1998).
La práctica de la autoridad otorga más recursos para resolver los posibles
problemas de la disparidad y está al alcance de todas las personas, tengan o
no poder (no por casualidad fue reinventada por las mujeres). No se trata de
una práctica nueva porque está y siempre ha estado principalmente en la
experiencia de mujeres enseñantes. Pero como tantas otras experiencias de
las mujeres de ahora y de la historia no han sido recogidas y tenidas en cuenta.
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Lo nuevo, por tanto, es hablar de ellas, darles nombre y reconocer el valor
pedagógico y transformador que tienen (Mañeru, 1997).
La escuela es un espacio social y de relación en el que, además de otros
contenidos
escolares
más
o
menos
académicos,
se
aprenden
fundamentalmente formas de estar, de comportarse y de relacionarse con las
demás personas. Prevenir la violencia en la escuela contribuye a que la vida
escolar sea fuente de bienestar para todas y todos. Además, también
proporciona a las alumnas y a los alumnos una experiencia de relación que
tiene una gran transcendencia en los demás espacios sociales en los que se
desenvuelven en el presente y lo harán en el futuro.
El sentido común y la experiencia indican, que cuanto más en cuenta se tenga
en la institución escolar la convivencia y las relaciones entre quienes la
componen, más impensable será la violencia. Cuando analizamos situaciones
de violencia en la escuela y en la vida social en general, nos damos cuenta que
sólo podrían haberse evitado teniendo en cuenta las necesidades, los
sentimientos, los deseos y las expectativas de las personas que las
protagonizan. Y esto sólo puede hacerse a través de la escucha, la
comunicación y el diálogo, es decir, mediante la relación que utiliza la palabra
como mediación (y no la fuerza) y que tiene como fin el intercambio (y no la
imposición). A continuación explicamos algunas de las dificultades que suelen
presentarse en las relaciones que se dan en la comunidad escolar y algunas
propuestas para mejorarlas.
Las relaciones con las familias
La presencia de padres y madres en la escuela es un hecho que, en
determinadas circunstancias, permite al profesorado comprender mejor las
necesidades, dificultades y estrategias a seguir con cada alumna o alumno. La
propia LOGSE reconoce la importancia de la vinculación de las familias a la
vida escolar y prevé fórmulas para que pueda darse.
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Pero la ley no puede garantizar que la relación de madres y padres con la
escuela se dé de forma fluida. A veces, para el profesorado, su presencia es
más bien un estorbo, porque puede suponer más trabajo, o más dificultades.
Así mismo, y quizás de modo contradictorio, su ausencia se considera falta de
interés y un signo de despreocupación. Es como si no se supiera muy bien qué
hacer con esa relación para que resulte provechosa.
Madres y padres, profesoras y profesores, cada cual con características
propias, se dedican a la misma función social, la de educar y ayudar a crecer a
niñas y niños. Esto, en lugar de ser considerado como una posibilidad real de
intercambio, se vive a menudo de forma competitiva; y, entonces, la
experiencia ajena no se ve como una fuente de aprendizajes y de nuevas
preguntas que facilitan y estimulan el trabajo; es más, se la juzga desde una
serie de criterios previos y ajenos a la propia relación.
No es extraño, por ejemplo, que cuando un profesor o profesora se coloca sólo
como profesional de la enseñanza, considere que su formación avala su
palabra y su saber, y que un padre o una madre sin la misma formación carece
de la autoridad suficiente para poner en cuestión lo que se hace o se deja de
hacer en el aula. Este planteamiento lleva a pensar que la participación de
madres y padres debe consistir en recibir información y escuchar las
recomendaciones que les da el profesorado. En esta concepción, las
propuestas e iniciativas de las familias no tienen cabida y se quedan sin
espacio para poner en juego en el ámbito escolar aquello que saben.
Del mismo modo, es más o menos común, que padres y madres consideren
que su participación en la escuela ha de consistir básicamente en presionar
para que se eduque adecuadamente a sus hijos e hijas. Detrás de esta actitud
suele haber desconfianza o temor ante los modos de hacer de la escuela, lo
que se traduce a veces en exigencias y en una necesidad de supervisar el
trabajo del profesorado. Desde ahí se tiende a hacer juicios teniendo más en
cuenta lo que otros y otras comentan que lo que cada profesor y cada
profesora tienen por decir.
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Así mismo, tanto las familias como el profesorado no sienten reconocida
socialmente su labor, a la vez que perciben cierto desbordamiento por un
exceso de exigencias, ya que observan como gran parte de la sociedad les
pide que resuelvan el conjunto de los problemas existentes. Pero esta situación
no les lleva necesariamente a la complicidad, más bien al contrario, a veces,
reproducen esta falta de reconocimiento. De este modo, las familias se
convierten para las escuelas y viceversa, en una especie de chivo expiatorio,
un lugar donde encontrar las causas de los problemas y al cual exigir que se
pongan medidas efectivas que los resuelvan.
En definitiva, cuando todo esto ocurre, en el lugar de la escucha, del apoyo
mutuo, de la búsqueda de estrategias conjuntas, se sobreponen las criticas, las
exigencias, e incluso el silencio. Lo que produce, además, que se escondan los
miedos, dificultades y en ocasiones aquello que se sabe. En ese contexto no es
extraño que el interés por las notas o los contenidos académicos a impartir
cobren protagonismo sobre otros aspectos educativos.
Junto a esto, es significativo el hecho de que son más madres que padres
quienes acuden a los centros educativos, y quienes muestran mayor interés.
Aunque los padres asumen cada vez más responsabilidades, siguen siendo
ellas quienes de modo predominante se hacen cargo de esta función.
Con todo, se responsabiliza fundamentalmente a las madres de las conductas
violentas o las malas notas del alumnado, incluso se las llega a culpabilizar por
realizar otras actividades y desarrollar otros aspectos en sus vidas al margen
de la maternidad. Este tipo de actitudes está vinculado en el fondo, con un
modelo idealizado de madre que circula en la sociedad con mucha fuerza y que
no se corresponde con lo que ellas, en lo concreto, viven y sienten. Por otra
parte, la menor implicación, desinterés o ausencia paterna no se cuestiona con
la misma fuerza y, en ocasiones, es incluso asumida y aceptada.
Este modo de valorar la figura materna y paterna minimiza las repercusiones
negativas que tiene en chicos y chicas una relación deficitaria y, en ocasiones
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nula, con el padre; y no ayuda a que niños y niñas vean en sus madres una
referencia positiva.
Es necesario, por lo tanto, desprenderse de prejuicios, interesarse por lo que
cada madre o padre realmente aporta y necesita, y decir la verdad sobre lo
que, como profesor o profesora, se hace, se sabe y se siente. Desde ahí es
más fácil que la relación entre las familias y la escuela sea más real, abierta y
fructífera.
Las relaciones entre el profesorado
En las relaciones entre el profesorado tampoco es fácil decir la verdad, o sea,
aquello que realmente se siente, se sabe y se hace. Es común que en este tipo
de interacciones se superpongan clasificaciones y baremos que vienen de
fuera y que limitan la posibilidad de expresión y escucha, ya que no han sido
elaboradas desde lo que cada cual realmente es, aporta y necesita.
Estas clasificaciones se expresan, por ejemplo, en el distanciamiento entre
quienes llevan muchos años trabajando en la enseñanza y quienes inician esta
andadura; también cuando distinciones como tener o no tener una licenciatura,
tener o no tener una plaza fija, se convierten en un obstáculo para la relación.
Por otro lado, tampoco es raro que en muchos claustros se formen bandos
encontrados que, con cierta frecuencia, están vinculados en positivo o en
negativo con el equipo directivo.
Todas estas clasificaciones se dan cuando los prejuicios, el prestigio o el
dominio, se ponen por delante del intercambio y de la búsqueda de
mediaciones; lo que siempre implica ciertas dosis de violencia. Violencia que se
pone de manifiesto de formas diversas. Por ejemplo, cuando se presta menos
atención a quien tiene menos formación, menos experiencia o menos edad;
cuando no se apoya a quienes manifiestan tener problemas en el aula, o
cuando no se facilita la creación de espacios para intercambiar experiencias
(que no información). Y todas estas situaciones se producen entre personas
que ocupan la misma posición dentro de la estructura escolar, es decir, que
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tienen el mismo poder. Lo que viene a significar que la distribución igualitaria
de poder no facilita la interacción desde otro lugar, desde la autoridad (Jourdan,
1998).
Situarse en el poder supone también defenderse, lo que lleva a esconder o
disfrazar lo que pasa en un aula como una manera de evitar interferencias y
juicios por parte de los otros y las otras. De este modo, lo que pasa en cada
clase no sale a la luz, impidiendo que las demás personas puedan conocer
nuevas prácticas y aprender de ello.
Estas actitudes no implican sólo dificultad para ver en el otro o la otra una
fuente de aprendizaje, sino algo más elemental: que cada profesor y profesora
reconozca y dé nombre a sus propias dificultades, deseos, aciertos o
frustraciones. Esto contribuye a la burocratización del trabajo, ya que a falta de
una medida que proviene de la propia relación, los papeles y las medidas
impuestas desde fuera ganan protagonismo.
Por lo tanto, para reconocer aquello que ya se sabe (Piussi y Bianchi,1996),
para poder aprender con lo que el otro o la otra aporta y para poder dar una
medida sensata a la acción educativa, es vital una relación de intercambio y
colaboración. Y para ello no es necesario que todo el claustro esté de acuerdo
en todo, o que todo el claustro trabaje conjuntamente en todo; basta con poder
establecer una relación significativa con, al menos, un compañero o
compañera. Una relación que permita actuar con medida, o sea, atendiendo a
aquello que realmente se tiene y es viable, dejando de lado la sensación de
que nada se puede hacer, o de que nunca se hace lo suficiente. Esto da
energía e incentiva la creatividad, diluye el cansancio y la sensación de
impotencia cuando las cosas se hacen difíciles o insostenibles en el aula y,
sobre todo, no da cabida a la violencia.
Las relaciones entre el alumnado
Entre escolares se dan conflictos cuyo origen no está en la escuela sino que
viene del exterior, como por ejemplo no aceptar a determinadas chicas o chicos
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porque su aspecto, su imagen, su origen, su cultura, su religión, etc., son
diferentes de los de la mayoría. Este tipo de conflictos suele tener mucho que
ver con ciertas modalidades de liderazgo que reproducen estereotipos
vinculados a la masculinidad: el valor de la fuerza física, de la rebeldía, de la
agresividad, del dominio sobre otras u otros. Y que a su vez van unidos a una
falta de reconocimiento de aquellas personas a las que se considera diferentes
y a las que se define sólo por negación, interpretando sus comportamientos o
sus formas de ser en términos de debilidad, sumisión, vulnerabilidad.
En otros tiempos, este tipo de liderazgo era sólo admitido en chicos, pero hoy
está disponible para todo aquel o aquella que acepte estos criterios como
suyos; por eso no es difícil observar chicas que también se apuntan a este
modelo y chicos que aún perteneciendo a minorías culturales o de otro tipo,
son aceptados como líderes en el momento en que adoptan esos patrones de
comportamiento.
Este estilo de liderazgo es, sigue siendo, reforzado de un modo u otro no sólo
en la escuela sino en otros contextos sociales. Las formas en que se manifiesta
son muy variadas: por ejemplo cuando a los chicos se les valora más cuanto
más fuertes y más grandes son; cuando en las actividades físicas o deportivas
se prefiere a éstos y se excluye a las chicas o a los que no dan la talla; cuando
las ganas de estudiar y los buenos resultados académicos no son motivo de
reconocimiento porque se interpretan como signo de sumisión; cuando no se
valora a las chicas en su conjunto sino sólo por su atractivo sexual para los
chicos; cuando no ir “a la moda” o distinguirse de la mayoría en el aspecto
físico es un motivo de crítica o de no aceptación; cuando expresar los
sentimientos se convierte en muestra de debilidad ... Este tipo de actitudes,
cuando llevan al liderazgo y al reconocimiento, acaban por convertir en
“normal” aquello que no sólo no lo es (en el sentido estadístico), sino que no es
deseable. Además, con ello se contribuye a alimentar sentimientos de
superioridad, que son el origen de toda violencia.
Las relaciones con el alumnado
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Las relaciones entre el profesorado y el alumnado son de una gran disparidad
natural e institucional y oscilan siempre entre la autoridad y el poder (Jourdan,
Clara, 1998). De esta disparidad surgen muchos conflictos. Uno de ellos es
que, con cierta frecuencia, y especialmente en la educación secundaria, el
alumnado no reconoce la autoridad del profesorado. Este suele ser un conflicto
originado más por alumnos que por alumnas y se dirige más frecuentemente
hacia profesoras. En él influyen varios factores, por un lado, que la educación
es obligatoria y que hay muchos alumnos (más que alumnas) que están en la
escuela sin querer estar; por otro, que la labor educativa, sigue siendo una
labor poco reconocida socialmente, una falta de valoración que el alumnado
también reproduce.
Estos conflictos, si no se prevén y si no se actúa sobre ellos, acaban
expresándose y viviéndose de forma violenta. Y sus manifestaciones son muy
diversas: enfrentamientos con el profesorado, comportamientos que molestan,
“boicoteo” de las clases, acciones agresivas contra las instalaciones, que, en
muchas ocasiones, sólo se atienden cuando ya es demasiado tarde.
Cuando surge este tipo de problemas, en muchas ocasiones se atribuyen a un
exceso de confianza con el alumnado, a un no saberse imponer, acusaciones
de las que las profesoras saben mucho. De este modo, se proponen soluciones
como ser “más duro”, hacerles saber “quien manda”, es decir, utilizar el poder
que todo profesor o profesora tiene. Sin embargo, es un hecho que el poder no
resuelve este tipo de problemas, al contrario, genera más violencia.
Así sucede, por ejemplo, cuando se valora al alumnado sólo por sus resultados
académicos y las notas se viven como una manera de premiar o castigar.
También cuando ante alumnos y alumnas “conflictivos” (que no tienen interés
en las clases o en el estudio o que crean problemas de disciplina) se interviene
sólo en el momento en el que ya han aparecido problemas graves de
comportamiento, imponiendo normas generales o recurriendo a sanciones
(expulsiones, “sermones”, amenazas.... ).
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Estas respuestas de la institución, en lugar de solucionar los problemas, suelen
ser generadoras de violencia y acaban afectando, de un modo u otro, a toda la
comunidad escolar. Por un lado, son vividas por quienes las sufren como
muestras de exclusión o falta de atención a sus intereses o necesidades (es
decir, más violencia). Por otro, al ser normas impuestas, suelen alimentar la
voluntad de transgredirlas o sentimientos de rebeldía que se dirigen no sólo
hacia el profesorado o la institución, sino hacia el alumnado que no es
“conflictivo” y que se ve obligado a aceptar una dinámica de funcionamiento
que no le tiene en cuenta. Además, estas respuestas son poco educativas, en
el sentido de que muestran la incapacidad de tratar los conflictos derivados de
la diversidad.
Y así se producen paradojas muy significativas, por ejemplo hablar en clase de
la importancia de valores como el respeto a las diferencias, la convivencia, la
cooperación, etc., sin atender a lo que ocurre en la propia clase, convirtiendo
los valores en una teoría más por aprender y dando lugar a que en el discurso
se acepten actitudes que luego no se practican.
Esta confianza en el poder a la hora de regular la convivencia, no presta
atención a otros modos de estar, de comportarse y de relacionarse que
también están presentes en la escuela y que la experiencia muestra que son
mucho más eficaces: la mediación en los conflictos, la cooperación, la relación,
la escucha.
La labor educativa se hace siempre en relación; la atención, el cuidado y la
promoción de las relaciones que se dan en clase forma parte del trabajo de
enseñar. Los conflictos que aparecen en estas relaciones competen al
profesorado, dado su papel mediador en todo lo que acontece en el aula. Por
eso es imprescindible diagnosticar la composición del grupo-clase y prever las
posibles dificultades de motivación, de relación y de integración que pueden
darse en ese grupo. No es suficiente partir sólo de diagnósticos individuales o
de posibles dificultades de aprendizaje, sino que hay que observar con detalle
las relaciones que se dan en el aula, con el fin de facilitarlas. Sólo a través de
16
ellas, las alumnas y los alumnos aprenden no sólo a aceptar o tolerar las
diferencias, sino a relacionarse con ellas.
Las primeras etapas en la formación de un grupo-clase son cruciales para
fomentar las relaciones y afrontar los posibles problemas que puedan aparecer.
De esta manera, se actúa desde el principio y no sólo en el momento en el que
ya han aparecido problemas graves de comportamiento o de disciplina, porque
entonces ya sólo parece posible recurrir a sanciones. Fomentado y practicando
las relaciones el alumnado puede desarrollar estrategias, recursos propios y
buscar mediaciones para expresar sus necesidades y deseos. Y para ello,
también es necesario que el profesorado sepa y quiera escuchar.
Si las alumnas y los alumnos tienen los recursos necesarios y la posibilidad de
expresar sus necesidades (que nunca serán homogéneas, siempre serán
diversas), entonces es posible “contratar” o “acordar” las normas de
funcionamiento y convivencia, normas que regulen los límites y lo que no es
tolerable. Y para ello hay que partir siempre de cada clase concreta porque sus
circunstancias y su realidad cambian en el tiempo y de un aula a otra. De esta
manera se facilita la escucha y la atención a las diferencias y no se ocultan los
conflictos, sino que se habla de ellos. Esta forma de actuar enseña a las
alumnas y a los alumnos a responsabilizarse de lo que ocurre en una clase y
seguramente a rechazar la violencia como solución aceptable.
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