Las Sociedades Gastronómicas ARTURO REY EGAÑA n mi libro Anales (con perdón) de Gaztelupe, publicado hace dos años con motivo del 75 aniversario de la fundación de esta emblemática sociedad popular donostiarra, cuento cómo contó Pío Baroja su famosa visita al txoko de la calle del 31 de Agosto, bajo el castillo (del monte Urgull), emplezamiento que da su nombre éuscaro a la sociedad, en la Parte Vieja de San Sebastián: «Hace unos años me enseñaron una sociedad recreativa en una casa del pueblo viejo». «En una puerta había un letrero que decía: "Biblioteca". La abrieron y me mostraron, riendo, un cuarto lleno de botellas». «-Si esto lo ve un jesuita, quedará entusiasmado -exclamé yo-¡ Sustituir los libros por los vinos y licores! No es poca ventaja para los hijos de San Ignacio». Ante tamaño exabrupto antijesuítico se puede pensar que Pío Baroja era un rojo anticlerical y así lo creían los requetés que estuvieron a punto de fusilarlo en julio de 1936, pero yo convengo con Camilo José Cela, su gran admirador y aventajado discípulo, en que fue un ácrata de derechas. En fin, supongo que nuestro inmenso novelista, para quien los jesuitas eran como los masones para Franco, culpables de E GASTRONOMÍA todos los males de España, se reconcilió con las sociedades gastronómicas en 1933, cuando un grupo de artistas e intelectuales donostiarras fundó Gu (Nosotros) con el fin de rendir culto a las bellas artes y a la buena mesa, aunque no tengo noticia de que visitara aquella sociedad durante su corta vida (la de Gu, no la de don Pío, que fue larga y fecunda). Sigo suponiendo que también le hubiera agradado saber que al menos dos txokos de Vitoria, Amabost (Quince, por el número de sus fundadores) y Los Álava, tendrían años más tarde la buena idea de ilustrar sus respectivos escudos con la figura de un libro abierto, y me figuro que, por el contrario, no le habría gustado la sopa de libro que preparó en cierta ocasión un revoltoso socio de otro txoko «En aquellos años, la bebida realmente popular en San Sebastián era la sidra. Producto del país, abundante y barato, brindaba encima un bonito pretexto para salir al campo.» vitoriano, Etxadi (Barrio), después de consultar un recetario de cocina, pues no se le ocurrió mejor cosa que hervir la sopa ¡con el libro dentro del puchero! Por lo demás, o don Pío no entendía de más cascos que los que sirven para llevar la boina y a veces para pensar, o con lo del vino se puso de tan mala uva que no se paró a mirar el contenido de los envases, pues pocos vinos y licores habría en la bodega de Gaztelupe en los años veinte y sí, en cambio, mucha sidra. A lo mejor, de 36.000 a 38.000 litros, para que pudieran beber un centenar de botellas diarias los socios (más o menos 150) y las visitas. n aquellos años, la bebida realmente popular en San Sebastián era la sidra. Producto del país, abundante y barato, brindaba encima un bonito pretexto para salir al campo (cosa muy sana, como se sabe) a degustar el dorado zumo de la manza en su ambiente natural, ejercicio higiénico al que eran muy aficionados los donostiarras ¡atorras (castizos), hasta el punto de que en el artículo primero del reglamento fundacional de Gaztelupe, fechado el 29 de mayo de 1916, se decía que la sociedad «tiene por principal objeto organizar giras por los alrededores de la ciudad y pueblos vecinos». Lo que no decía el reglamento era que tales giras conducían al campo porque en el campo estaban los caseríos; en los caseríos estaba la sidra, y en la sidra el acompañamiento a una suculenta «cashuela», tanto más apete- E En 1926, el gran caricaturista, dibujante y pintor Bon retrató magistralmente a un grupo de famosos de Gazteiupe. cida cuanto más larga hubiera sido la caminata. Pero no sólo había sidrerías en el campo. Las había, numerosas, en la ciudad, y en ellas, hospitalarios txokos de animadas tertulias, se comía, bebía y cantaba. Lo mismo que se hará, andando el tiempo, en las sociedades populares. Y con razón, puesto que éstas se incubaron entre las cubas de las sidrerías. ¿Cómo y por qué? hora que hasta el Papa ha reconocido, en Riga, que el marxismo tuvo un «alma de verdad», como réplica a «reales y graves injusticias históricas», reconocimiento que aparece milagrosamente A cuando los abatidos marxistas ya no pueden ni con su alma y el fantasma de Marx tampoco asusta a las almas candidas, creo que ha llegado el momento de sacar a la luz mi teoría marxista de las sociedades populares donostiarras, mantenida hasta hoy en secreto para no escandalizar a las almas piadosas, que las hay, por supuesto, entre los heterogéneos miembros de estas sociedades, en las que incluso se puede ver a un cura, sabedor, al modo tere-siano, de que Dios anda también entre los pucheros. La tal teoría, a fuer de marxista, lo es por partido doble. De un lado procede de Karl, el barbudo judío de Tréveris, y de otro es tributaria de Groucho, el bigotudo judío de Yorkville, el barrio alemán de Nueva York. La filosofía de Karl, como instrumento de análisis de la realidad social, me induce a suponer que estas asociaciones donostiarras nacieron por razones económicas. Por muy desprestigiado que esté el «materialismo histórico», no me cabe la menor duda de que la progresión de la historia humana obedece en gran medida a factores materiales, de modo que, como advirtió Carlos Marx, «la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política». La anatomía de la sociedad civil... y la de la sociedad gastronómica.