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Homenaje a Luis Federico Leloir
Sesión pública de la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 23 de noviembre de 2006
Por el académico Horacio C. Reggini
Con motivo del centenario del nacimiento de Luis Federico Leloir, se
han rendido ya numerosos homenajes. Tanto en su labor científica,
como en lo que respecta a su calidad humana, el reconocimiento ha
sido enorme y quizás algo tardío. Aunque es difícil encontrar algo
que no se haya dicho sobre la figura de Leloir, me permito hacer una
breves referencias.
Leloir nació en uno de los barrios más elegantes de París, en 1906. Su
familia habían viajado en busca de un tratamiento para su padre,
Federico Leloir, quien murió antes del nacimiento de su hijo. Cuando
Luis Federico tenía dos años, su madre, Hortensia Aguirre Herrera,
regresó con él a Buenos Aires. Hasta la adolescencia su vida
transcurrió entre Europa y Argentina. Era el menor de nueve
hermanos y se cuenta que aprendió a leer solo. Es posible que Leloir
heredara el carácter modesto y sencillo de su madre y tal vez algo de
la personalidad relevante y culta de sus primas por parte materna,
Victoria y Silvina Ocampo.
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Luego del colegio, Leloir cursó la carrera de Medicina en la
Universidad de Buenos Aires. Se recibió en 1932 y trabajó en el
Hospital de Clínicas. Para realizar su tesis se acercó a Bernardo
Houssay, director del Instituto de Fisiología de la Facultad de
Ciencias Médicas, e ingresó al Instituto como ayudante. Allí obtuvo
el premio de la Facultad por su tesis. Leloir decidió entonces ser
investigador en forma cabal.
Houssay sentía un gran respeto por Leloir y en 1936 le aconsejó que
se trasladara a la Universidad de Cambridge para perfeccionarse en
bioquímica en el laboratorio de sir Frederick Hopkins (premio Nóbel
en Fisiología y Medicina en 1929). Uno de los colaboradores y
biógrafos de Leloir, Alejandro Paladini, dijo en 1971: “Houssay fue el
guía de la formación científica de Leloir, y Leloir es el homenaje
mayor que ha recibido Houssay”. Y refiriéndose al laboratorio de
Hopkins, expresó: “Allí adquirió la disciplina científica propia y
característica de la ciencia inglesa, tan afín con su propia
personalidad: pocos instrumentos, un pequeño espacio, problemas
fundamentales elegidos con cuidado y laborados rigurosamente,
habilidad manual, ciencia básica”.
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Luego de Cambridge, Leloir regresó al Instituto de Fisiología. En
1943, Leloir se casó con Amelia Zuberbühler, con quien luego tuvo
una hija: Amelita. Ambas apoyaron siempre la labor de Leloir.
Leloir, investigador permanente en todos los actos y detalles de su
vida, apreciaba la importancia de la observación atenta de las cosas y
de los hechos, y en este sentido, fue un maestro. Al respecto, quiero
recordar que “la única licencia honrada y demostrable para enseñar es
la que se posee en virtud del ejemplo”, según lo afirma George Steiner.
“Solamente la vida real del maestro tiene valor como prueba
demostrativa. Jesús y los Santos enseñaron existiendo”.
Así fue Leloir. En un profesor no hay distinción entre vida pública y
vida privada. El ejercicio de la docencia y la investigación abarca su
vida entera, las veinticuatro horas del día.
Entre 1944 y 1945, Leloir actuó como investigador en New York y en
Washington. De regreso al país, volvió a los laboratorios de Houssay,
y luego, en 1947, organizó el Instituto de Investigaciones
Bioquímicas Fundación Campomar, basado en cuatro pilares:
honestidad,
voluntad,
estoicismo
y
responsabilidad.
En
su
inauguración, Leloir dijo: “... es poco común llegar a comprender
cuáles son los pasos necesarios para que la ciencia avance. Todos
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valoran la enorme influencia que ésta tiene sobre la necesidad
moderna, pero son escasos los que dirigen sus esfuerzos hacia el
progreso científico. Esta falta de interés es debida en gran parte al
hecho de que los resultados de la investigación aparecen lentamente y
bajo formas poco espectaculares. A veces se requieren muchos años
antes de que un descubrimiento se manifieste en forma que pueda ser
apreciada por el gran público”.
Leloir llegaba al Instituto cargado de frascos de todo tipo, que juntaba
la familia para el laboratorio. Así, siempre hubo policromía y
heterogeneidad en la frasquería del Instituto, ya que Leloir sostenía
que era más conveniente para no equivocarse de frasco. Poseía un
innato sentido del humor, aún en los momentos de desaliento. Le
gustaba poner sobrenombres jocosos a las cosas.
El 27 de octubre de 1970, la Real Academia de Ciencias de Suecia le
otorgó el Premio Nóbel de Química por sus descubrimientos. Leloir
se convirtió súbitamente en figura pública luego de muchos años de
arduo trabajo sigiloso. De carácter siempre tímido, persona de una
vida ordenada, casi ascética, al recibir el premio, atribuyó el mérito a
sus colaboradores y dijo que él sólo representaba la centésima parte
de las tareas de investigación.
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George Steiner, quien valora el mundo científico-tecnológico y las
grandes preguntas sobre el misterio de la vida y del universo, ha
dicho que los grandes científicos se expresan siempre con cierta
modestia porque no pueden fabricar un engaño. “En el área científica,
el que hace un engaño es eliminado de inmediato”. Recuerda también
que nos toca a todos comprender la ciencia, al afirmar: “Hoy no se
puede hablar de hombres y mujeres de cultura, si no conocen la
ciencia […] Creo que en la ciencia se puede encontrar una moral de la
verdad, una poética del mañana, un sentido del porvenir, que podrían
ser los gérmenes de ciertos criterios de excelencia humana”.
Leloir fue designado miembro de número de la Academia Argentina
de Letras el 24 de mayo de 1979 y ocupó el sillón José María Paz.
Ese lugar había sido asignado antes a Martín Gil, Francisco Romero y
Miguel Ángel Cárcano. Después lo sucedió Delfín Leocadio Garasa y
actualmente el sillón pertenece al académico Horacio Castillo.
Leloir contribuyó con su presencia y su conducta al fortalecimiento y
la elevación de la cultura argentina. En su discurso de incorporación a
la Academia dijo que antes “se confiaba demasiado en el poder de la
mente por sí sola. Faltaba que se descubriera que muchos problemas
no se resuelven sólo pensando, sino que hay que interrogar a la
naturaleza por medio de experimentos. La aplicación sistemática de la
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experimentación fue una etapa fundamental para el desarrollo de la
ciencia y para darle al mundo el aspecto que tiene hoy”. Y citó el
magnífico relato de Sir Richard Gregory, editor de Nature, sobre la
experiencia de Galileo de 1591:
Algunos miembros de la Universidad de Pisa y muchos curiosos están
reunidos al pie de la maravillosa torre inclinada de mármol blanco de
aquella ciudad. Un joven profesor sube la escalera en espiral hasta que
llega a la galería encima de la séptima fila de columnas. La gente lo
observa desde abajo mientras se apresta a lanzar dos bochas [desde el]
borde de la galería. Una pesa cien veces más que la otra. Las bochas son
soltadas en el mismo instante y se las ve caer por el aire bien juntas hasta
que se las oye golpear el suelo en el mismo momento. La naturaleza ha
hablado con un sonido indudable y ha dado la respuesta a una cuestión
debatida durante dos mil años.
“Este entrometido Galileo debe ser suprimido”, murmuraron los
profesores de la Universidad mientras salían de la plaza. “¿Pensará él que
mostrándonos que una bocha pesada y otra liviana caen juntas al suelo
podrá debilitar nuestra creencia en la filosofía, que enseña que una bocha
que pesa cien libras cae cien veces más rápido que una que pesa sólo una
libra? Tal desprecio por la autoridad es peligroso y procuraremos que no
se difunda”. Y volvieron a sus libros para poder rechazar la evidencia de
sus sentidos, y odiaron al hombre que había perturbado su serenidad
filosófica.
Por haber sometido las creencias a la prueba del experimento y por basar
conclusiones sobre las observaciones, el premio para Galileo en su vejez
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fue la prisión, por orden de la Inquisición, y un corazón partido. Así es
como un nuevo método científico [fue] juzgado por los guardianes de la
doctrina tradicional.
Lo narrado por Leloir, lamentablemente, se continúa dando en
muchos órdenes: en lugar de la curiosidad genuina y el deseo
espontáneo de contemplar al mundo a través de los anteojos del otro,
los contrarios a una teoría nueva la rechazan de plano y reiteran
inexpugnables opiniones, recreando así la postura de los profesores de
la Universidad de Pisa, quienes rehusaron también la invitación de
Galileo a mirar el cielo por medio de su telescopio.
Para terminar, deseo señalar la amplitud de miras de Leloir, además
de su permanente práctica del método experimental. Al final de su
conferencia de incorporación, afirmó: “Pero aun con la ayuda de las
máquinas electrónicas y de todos los recursos más sofisticados, los
científicos necesitarán [siempre] de las cualidades humanas
indispensables para la creación. La imaginación tiene, como en la
creación artística, un papel fundamental. Hace falta además,
inteligencia y dedicación [y trabajo]”.
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