EL LIBRO DEL RÍO Ebro / Orbe, de Arcadi Espada, Tentadero, 2007. Despeinar lo peinado. Avanzar naturalmente contra la corriente. Aceptar lo dado, pero sólo para después estudiar lo que se adhiere artificialmente. Pasar del verde al ocre y de los árboles a los tubos. Ir con el río, pues, pero también contra él. Todo esto lo tiene muy claro Arcadi Espada y nos lo hace saber desde el título mismo de su reciente libro: Ebro / Orbe, en cuya reverberación palindrómica se ve con claridad la esencia del buen periodismo, que si recorre un camino con ortodoxia es para desandarlo y cosechar lo que se ve desde el contrapunto. “Contra” es un vocablo, o mejor, una disposición en la que Espada gusta de estar. Cuando la cosa se uniforma, se dice, es que algo anda mal. Si pudiera, y a veces puede, iría contra sí mismo, para no condescender, para mantenerse alerta. Así ha hecho con el río: se metió al Ebro para ver cómo, contra él, se rompía el agua. Casi toda prosa se mimetiza si se sumerge el tiempo suficiente en un elemento o temática, y más si es literalmente en un agua, en la historia, las vicisitudes, la cultura y la política de un agua. Casi. La de Espada resiste saludablemente (en una especie de digna épica prosódica) a ser lírica cuando el río lo es, o pétrea cuando se inmiscuye en las urbanizaciones, o telúrica cuando brota la vid, o feísta en Mislata. Lo mismo hay que decir de las fotografías de Juan Peiró que acompañan al texto: no sólo son sobrias sino correosas, adelgazadas de toda grasa retórica, impermeables a la estridencia del pantone, casi plomizas, resistentes a toda forma de contagio. Estamos ante una iconografía y una sintaxis anticamaleónicas, indóciles, una de cuyas tensiones constantes es la ironía que pone distancia, que impide a la mano que escribe –o dispara– plegarse a los ritmos de su objetivo, claudicar ante la ondulación. En este caso su objetivo es el río, o el desenlace del río y de la historia, ya que Espada decidió comenzar, como señala la buena educación periodística, por el final, del delta a la imposible fuente; y por otro final: la inviabilidad del proyecto de trasvase. No diré tanto como que por los ríos corre el ADN de las sociedades (pues el ADN corre por la sangre de cada individuo, y ya), pero sí que las partes son indiscutibles muestras del todo, y que al remontar el Ebro, Espada fue descubriendo las afluencias y los trombos de una España en la que se fraguó la libertad nadadora de un Sebastián Juan Arbó o la obstinación identitaria de un Joan Fuster. Los ríos enseñan estas cosas con claridad plástica y ejemplar: sus fuentes, sus orígenes, suelen ser más bien míticos y mejor hay que dejarlos en paz, y sus deltas o desembocaduras son dudas materializadas, lecciones de libertad. Ahora escuchen a Espada afirmar la importancia de la perpendicularidad en los ríos, es decir de su comunicación entre orillas: Sin puentes, el río pierde su identidad fundamental, que es la voluntad de la simetría. Sin puentes, el río es una frontera tribal, un barranco, un estéril finisterre sin actividad comunicativa. El diálogo fundamental del río no se traza de su nacimiento hasta la desembocadura, o viceversa, sino de orilla a orilla. Así en París, en Budapest o en Florencia. Sin puentes, las voces del río son voces del barranco: ecos. En su remontada del Ebro, moviéndose de manera longitudinal y simultáneamente perpendicular (se puede pensar en un movimiento de largo alcance y en otro más inmediato y doméstico), Espada irá conversando con diversos y generalmente bien preparados barqueros que le ayudan a avanzar, estaciones obligadas de un periplo en el que todo es información: desde la poesía hasta las desaladoras, por poner dos ejemplos extremos; o desde la batalla del Ebro hasta ese endriago contrahecho de nombre siluro. No hay que olvidarlo: la información está siempre estrechamente ligada a las personas y a la conversación. Aunque el autor se resiste a caer en el tropo de personalizar al río, de concederle atributos humanos, lo cierto es que su Ebro está construido por infinidad de caras y voces. Las abstracciones mueren en el momento en que el viajero se sienta a comer con alguno de sus anfitriones. Hablé del “viajero” y hablé de comida: vale la pena detenerse en tan centrales sustantivos. ¿Por qué eligió el autor la tercera persona del singular para narrar su empresa? En primer lugar porque el viajero no es él, verdad tan palmaria como la pipa de Magritte, de la que hasta ahora nadie ha podido fumar. Y en segundo lugar, creo, porque el desmantelamiento del yo le permitió crear una distancia en donde cabía el despliegue de la escritura, es decir de la literatura: para darle entrada al estilo, se salió prudentemente él. Y la comida nos lleva a uno de los aspectos cruciales del libro: el de los instantes de felicidad. Quien ha querido leer en este libro un exclusivo alegato antitrasvase (¡que viva la energía nuclear para el Levante!) ha leído mal, olvida el valor del viaje en sí y de sus recompensas, como las personas que van puntuando sus orillas (el defensor de la almeja, el pornógrafo bogotano) o simplemente como un buen arroz, un buen vino o una canción italiana en la carretera. Incluso ante la evidencia de la imposibilidad del trasvase, es decir desvanecida la trama original, el viajero insiste en recorrer la ruta virtual de la tubería, como imantado por un Kurtz (recordemos aquel río de Conrad) que en este caso fuera la mera retórica de los tubos y ya no su potencial materialización. Por supuesto, en el libro hay muchos instantes de beligerante y aguda argumentación, como si un agua no fuera también eso: las disputas desatadas en torno a ella, la estupidez que la flanquea. Imposible pensar que en tiempos de inminente guerra de agua, de esgrima declarativa en cuanto a su posesión, de goteo de propuestas en cuanto a su distribución, éste libro de Arcadi Espada funcione sólo como una égloga, pero igualmente imposible es exiliarlo de la literatura porque le interesan menos los nenúfares que la impureza del polipropileno, es decir la tubería, es decir la política. Ebro / Orbe es una bitácora obsesiva e inclusiva: su único derrotero es el río mismo, pero éste se diversifica de tal forma que es inútil encasillarlo en una sola temática o incluso en un solo género literario. Digamos, en contra de Arcadi, quien resistió la tentación prosopopéyica de personalizarlo, que si el Ebro llevara un blog, probablemente sería este libro. Julio Trujillo