Cielo blanco

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Cielo blanco
"Afuera, el barco misterioso se acercaba.
Los hombres se asombraron al ver que izaba
La bandera chilena."
Caroline Alexander "Epopeya de la sobrevivencia de Shackleton"
National Geographic, noviembre 1988
"El capitán del barco que nos recogió
se empeñaba en mostrarnos una roca erosionada,
pero a nadie le importó, todos queríamos salir de ahí."
Frank Hurley, excursionista del equipo de Shackleton, en su diario.
De todos los grandes expedicionarios de la Antártida, sin duda, uno de los más
importantes es Gregorio Stroenser. Aunque, por desgracia, es el menos recordado.
Desde el primer cuarto de este siglo las sociedades internacionales y nacionales de
geografía así como los institutos de historia lo han ido marginando, tanto a su figura
como a sus exploraciones, sistemáticamente. Peor suerte ha corrido en la actualidad
con la preponderancia y miopía de los medios masivos de comunicación, ya sea a
través de documentales, notas históricas, efemérides o canciones populares como la
del grupo español Mecano, quienes han seguido el discriminatorio sendero de sus
antecesores, sobrevaluando, tal vez como una forma de neocolonialismo, a los
exploradores del viejo continente y a los anglosajones de América del Norte: El triste
pero heroico fracaso del capitán Scott, con todos sus diarios y necrologías; la odisea
de Amundsen hasta alcanzar el Polo, que, entre otras cosas, estaba destinada a
recabar fama y fondos para reivindicar Georgia del Sur a su patria y a los balleneros
noruegos que poblaban dicha isla bajo la injusta tutela del Imperio Británico, por
medio de un escueto batallón y un administrador asmático con antecedentes
criminales (para aquellos que les interese, este objetivo jamás se cumplió pues la
estación de Grytviken fue y sigue siendo el puerto de escala para todas las
expediciones inglesas, de hecho, desde que inició operaciones la base internacional
militar de McMurdon, ésta ha sido su centro de abastecimiento).
Volviendo con Gregorio Stroenser. Nació entre el sofocón veraniego de Viña del Mar
el veintitrés de febrero de 1886, según consta en las actas de la parroquia de San
Epifanio. Sus padres habían llegado a Chile cinco años antes, procedentes de
Bavaria. Ellos, como muchos otros inmigrantes, abandonaron Europa debido a que
sus ideales políticos se contraponían con los del régimen y porque una comitiva
chilena que deambuló por aquellos lugares les prometió tierras y exención de
impuestos. Sin embargo, al llegar al país austral, se dieron cuenta de que las
fabulosas 150 hectáreas otorgadas pertenecían a la región más álgida del desierto de
Atacama. El gobierno de la naciente república los mantuvo aislados por más de
cuatro años, fingiendo que mandaba las cartas a sus familiares europeos cuando, en
realidad, eran quemadas en los incineradores del ejército. "De alguna forma había
que poblar la región" dijo Pinochet, como muchos otros, casi cien años después.
Se encontraban aquel febrero en Viña del Mar porque un amigo prusiano (que
obviamente había corrido la misma fortuna) les informó que a finales de dicho mes
fondearía un carguero de Francia. Abandonaron la finca artesanal y con todo y
esposa a punto de dar a luz, Gregorio Stroenser padre decidió que volverían a su
patria aunque el primogénito naciera en altamar. Pero, como es de suponerse, no lo
consiguieron. El carguero jamás llegó al puerto, no pudo soportar las oleadas de
Cabo de Hornos. Un bergantín de los Estados Unidos, acabado de construir en el
exastillero ruso de Fort Ross, California, arribó el mismísimo veintitrés y salió
imprevistamente el veinticuatro rumbo a Filipinas. El señor Stroenser hizo el coraje
de su vida porque no pudieron abordar debido a que el desangramiento de su esposa
al momento de parir la dejó a ella, y a él por ende, imposibilitados.
Y según se sospecha, porque no se ha encontrado documento que lo compruebe, la
reciente madre estuvo muy delicada varios meses. Por lo tanto, Don Gregorio, como
tiempo más tarde le llamarían sus clientes, se dio a la tarea de buscar el sustento
para su amada y su hijo, Goyito, como le dirían después en la ciudad. Trabajó de
cargador, consiguió un préstamo de un amigo austríaco (cabe recalcar que la
solidaridad entre los inmigrantes europeos en el Chile de aquellos años era inmensa
puesto que todos se sentían desgraciados por el Omnipresente y el gobierno) y con
el préstamo puso una tienda de ultramarinos. Así Goyito creció en el puerto, entre
los barcos y los marinos, a lado de los mapas y los sextantes, con un oído en las
historias del sur... del sur, donde se acababan los colores para todo volverse blanco,
sin azul del mar, sin azul del cielo, sólo el agua congelada, la nieve, el hielo, el sur.
Goyito aprendió el alemán de su padre, el español de la gente y se supone que
malaprendió a leer y escribir en ambos idiomas durante su estancia en la tienda.
También se fue empapando de las aventuras de los exploradores, pues Don Gregorio
lo mandaba a él y a su hermano (que nació en 1888 y el parto fue la causa de su
orfandad) a vender cigarros en las cantinas. Oyó de Magallanes, Elcano y los peces
voladores, de las ballenas asesinas, de las focas por medio de sus pieles, de los
pájaros que no vuelan y se llamaban pingüinos, de los innumerables naufragios, los
monstruos, la expedición de Sir William Buyrice.
Conforme fue creciendo, su piel se tatuó de agua salada, de capitanes y cartógrafos
que le enseñaron a hacer y copiar mapas; mientras que su hermano quien siempre
le tuvo envidia, se convirtió en un maleante que, huyendo de la justicia tras
perpetrar un asesinato a sus vividos doce años, se fue a refugiar a Paraguay. Tal
vez, como lo ha podido imaginar un acucioso lector por la fonética del apellido de
Gregorio, esta es una de las causas principales por la que los historiadores y las
sociedades de geografía omitan sus hazañas. Sí, su hermano y los descendientes de
éste, tornáronse la dinastía de generales sanguinarios del país guaraní. Y ya que las
envidias y los pleitos familiares son los más recalcitrantes, en Paraguay es donde
menos se le ha dado reconocimiento. De hecho, no se encuentra ningún documento
al respecto en sus universidades y sus historiadores se niegan a hablar del tema.
Gregorio Stroenser, puesto que ya no le vamos a decir Goyito, a los quince años
abandonó a su padre y dobló la punta de Tierra del Fuego, metido como polizonte en
un barco inglés cuyo destino era Georgia del Sur, donde proveería de víveres a la
primera exploración antártica del capitán Robert Falcon Scott. Lamentablemente,
Stroenser fue descubierto y abandonado en las Islas Malvinas. Fracasó en su idea de
unirse al viaje, como le habría de suceder también a Sir Ernest Shackleton pero a
causa del escorbuto; mismo explorador inglés, ahora famoso por su heroica y
patética epopeya de sobrevivencia, a quien ayudaría otros quince años más tarde
para salvarle a su tripulación perdida en la Isla Elefante.
Durante sus seis meses de estancia en las Malvinas, Gregorio copió todos los mapas
disponibles del continente de escarcha y los sumó a los que había calcado en Viña
del Mar.
Se encontraba más entusiasmado que nunca. Por fin había visto las masas enormes
de hielo que se desplazan como montañas lerdas sobre el agua, a los leones marinos
rugir y zambullirse, al barco envuelto por las alas de los peces, a las ballenas y al
blanco sobre blanco y gris de las costas patagonesas. No quedaba más que seguir al
sur.
Empalmó los trazos cartográficos lo mejor que pudo, determinando las corrientes
marinas y los flujos de viento para cada época del año, cuándo había mayor
probabilidad de toparse con vientos anticiclónicos, qué zonas debían de evitarse, cuál
era el camino más seguro para el verano. Mil veces recorrió imaginariamente su ruta
al polo, deteniéndose en su soledad sobre la soledad del mar, su llegada a las capas
de hielo, la interminable blancura cercando el horizonte y adelante, adelante, hasta
llegar al fondo del mundo.
Se dio cuenta de que, antes de llegar al continente, había que sortear los icebergs y
las capas de hielo pues ninguna embarcación resistiría los embates del agua
acementada ni se podría cruzar a pie por la masa flotante. Así que decidió hacer
primero un viaje de reconocimiento.
Robó de la isla una pequeña embarcación ballenera inglesa, a la cual le puso una
bandera argentina, y se lanzó, solo, a inicios de noviembre. Aquí es donde empiezan
las grandes aportaciones de Stroenser. Primero, la fecha de salida óptima para las
expediciones pues Gregorio se había dado cuenta que el comienzo del verano variaba
según la latitud y, por lo tanto, era una estupidez zarpar en pleno verano chileno
como habían hecho sus antecesores. En segundo lugar, porque pudo establecer la
cartografía de las barreras de hielo permanentes y el mejor lugar de desembarco, la
Bahía de Vashel, a la que llamó Bahía Jirafa.
Pero vayamos por partes. Salió de las Islas Malvinas y después de hora y media dejó
atrás a la lancha de la armada británica que pretendía apresarlo por el hurto. El no
era marinero realmente, sino un simple hijo de comerciante que a través de oídas
sabía de navegación y a duras penas sabía leer y escribir. Tal vez esta sea otra de
las causas de su poca fama. Sus diarios se concretan a hablar de las condiciones
climatológicas y geográficas de forma burda. Nada de grandes reflexiones sobre la
condición humana ni detalles pintorescos al estilo del libro de Shackleton o del diario
de Frank Hurley. El único detalle alegórico que se puede comprobar es la escritura a
cincel de su nombre y de la isla sobre un acantilado en la Isla Elefante, a donde llegó
después de las Malvinas. Otro vestigio de la aventura es una cabaña que construyó
en su siguiente destino, la Isla Paulet, a la cual bautizó como Antílope y se encuentra
en la punta de la que ahora conocemos como Península Antártica o Tierra de
O'Higgins (el último es el nombre que le dio otro chileno que le robó sus mapas,
descendiente directo del O'Higgins independentista). Gregorio descubrió que esta isla
gozaba de muy buen clima comparado con el de las zonas aledañas, por eso
construyó ahí la cabaña y la atiborró de víveres para utilizarla posteriormente en su
viaje definitivo. Por diversas cuestiones Stroenser jamás la pudo volver a utilizar, sin
embargo resultó de vital importancia para las expediciones noruegas entre ellas la
inmortal de Amundsen, pero eso es otra historia y lo concerniente será mencionado
más adelante.
Después de Antílope o Paulet siguió su travesía nombrando todas las zonas ignotas
con nombres de animales, de los cuales sólo persiste el de la Isla Elefante. Nadie
sabe por qué razón les puso esos apelativos, tal vez tuvo acceso a un almanaque o
simplemente fue recolectando las palabras de las cantinas porteñas. No obstante,
para que el lector no tenga problemas al consultar un mapa, describiremos su
recorrido usando los nombres actuales.
Rodeó la banquisa de Larsen, las barreras de hielo de Ronne, la bahía de Vashel,
Berkner, la banquisa de Fichner y la Tierra de Coats hasta cabo Noruega, soportando
los vientos a más de 130 km/hr y las heladas. Como he dicho, en el diario no
tenemos notas al respecto de su estado de salud ni mental, pero no podemos dejar
de asombrarnos de lo bueno que resultó el barco robado, ni de la entereza y astucia
de Gregorio. Entre otras muchas cosas, él fue quien descubrió el uso de grasa de
foca como impermeabilizante para las naves.
A su regreso pasó por Georgia del Sur. Según el diario de Sir Ernest Shackleton,
"venía casi muerto pero lleno de sabiduría" ("full of knowledge"). Comunicándose en
alemán, se hicieron muy amigos en la única taberna de Grytviken. Por cierto, Sir
Ernest pospuso unos días su viaje (que después le traería la fama por ser el primero
en adentrarse a 160 kms. del Polo) para escuchar los datos y recomendaciones de
aquel "brave man who faced the world on his own" y le dijo que era una desgracia
que se encontrara en aquel estado de salud porque le hubiera gustado mucho que
los acompañara. Ayudado con dinero del excursionista inglés, Gregorio partió
intempestivamente hacia Comodoro Rivadavia, en Argentina, debido a que el
asmático administrador descubrió que él era el buscado bandolero de las Malvinas.
Pasó varios años tratando de recaudar fondos para su expedición definitiva, pero los
patrocinadores no estaban interesados y los gobiernos, tanto de Argentina como de
Chile, se encontraban en bancarrota. Casi decepcionado, se enteró en Buenos Aires
de que un noruego apellidado Amundsen intentaría llegar al Polo. Con el poco dinero
que había reunido compró una pequeña fragata para volver a Grytviken y
encontrarse con él. A esas alturas sabía que una exploración de dicha envergadura
no la podría realizar solo, que necesitaba llevar todo un equipo, trineos, médicos
para prevenir y curar el congelamiento (especialmente de pies), perros, etcétera; y
si no los podía conseguir, también era viable unirse a una expedición ya formada.
Pero la suerte le fue adversa. Arribó al puerto de los balleneros noruegos. Logró
entrevistarse con Amundsen (en alemán, como lo había hecho con Shackleton) y ya
estaba incluido en el viaje cuando el administrador asmático lo reconoció. El combate
con los elementos de la corona le dejó una herida en la pierna que lo dejó fuera del
equipo noruego. Pero logró huir. Con el muslo maltrecho y algunos medicamentos
regalados por los expedicionarios, tomó su fragatilla y regresó a la Argentina.
Amundsen hizo caso de los planos y la cabaña y logró su cometido en 1911.
Pero dentro de Stroenser el júbilo se había convertido en revancha, en odio. No tenía
dinero, era un forajido, y como forajido y gracias al contacto que había tenido desde
chico con los bandoleros en las cantinas, formó un grupo de piratas argentinos para
asaltar a los barcos ingleses de las Malvinas. Los triunfos fueron muchos y la Corona
se exasperó. Sin embargo vino la Primera Guerra Mundial y la mayoría de las tropas
regresó al Viejo Continente. Con la guardia baja de los británicos, Gregorio pudo
hacerse de un rompehielos con punta de acero al cual, por primera ocasión, en vez
de ponerle la bandera argentina, le puso la chilena.
El objetivo ya no era llegar al Polo, ya lo había hecho su amigo noruego, sino
atravesar a pie el continente del frío. Sabía que la expedición era un tanto estúpida,
lo más probable era la muerte debido a la falta de coordinación para que lo
recogieran en la otra costa, pero era una forma de resarcir el orgullo. Ésta fue la
razón por la que se volvió a encontrar con Shackleton, quien había fracasado en su
intento de lograr lo mismo en 1914 y todavía parte de su tripulación se encontraba
atrapada en la Isla Elefante, a la cual no había podido volver en dos ocasiones. El
Trato fue el siguiente: Stroenser, con su barco, llevaría a Sir Ernest a la Isla Elefante
por sus compañeros, a quienes dejarían en Grytviken, y luego partirían, Gregorio,
Shackleton y los piratas exploradores a la travesía que dejaría sus nombres
marcados en la historia mundial.
No sucedió así, el código de honor legal de aquellos ingleses fue mayor que la
gratitud y la amistad (aunque cabe recordar que es muy extraño el anglosajón que
pueda concebir la “friendship” con alguien que no sea de su raza, así como que los
favores de un latino, un asiático o un negro no se consideren servidumbre
obligatoria). Al llegar a Georgia del Sur, entregaron a Stroenser al gustoso
administrador asmático que no dilató en mandarlo fusilar. Como premio de
consolación sus restos yacen en dicha isla al lado de los de Shackleton, quien murió
de un infarto seis años después cuando planeaba otra excursión. Los dos se
encuentran bajo el mismo suelo cubierto de nieve, bajo el mismo cielo blanco.
Luis Felipe Gómez
©2001
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