El minicuento El minicuento también recibe el nombre de microcuento, microficción o cuento ultracorto. Este género requiere dos condiciones indispensables: la brevedad y la sorpresa. Augusto Monterroso, célebre escritor de microficciones, ha dicho que él interpretó al pie de la letra un anuncio que decía: “No escriba, telegrafíe”. Debido a su brevedad, la historia que se narra corresponde a un solo sujeto. Es decir, el nudo y el desenlace se refieren exclusivamente a él. Tal concisión genera en el lector una pregunta única referida a ese único sujeto. La sorpresa que provoca en el lector se nutre de transformar una situación que podría ser real en un acontecimiento insólito e irrepetible. La trama se encamina sin disgresiones hacia un final imprevisible. La estructura del minicuento es sintética ya que se trata de un texto muy breve. Debido a esa concisión, su estructura es sintética. Los cuentos tradicionales incluyen: presentación de personajes, desarrollo de acciones, nudo, clímax, resolución o desenlace. En general, las microficciones incluyen sólo nudo, clímax y desenlace. Esta estructura constituye una unidad. No existe separación en párrafos. Recuerden que llamamos párrafo a cada división del texto, señalada por una letra mayúscula al comienzo y que concluye con punto y aparte. Cada una de esas divisiones responde a un subtema o a diferentes aspectos del tema. Como el microcuento plantea una historia o una situación únicas, la fragmentación en párrafos es imposible. En esta concentración, incluso gráfica, radica su fuerza dramática, el impacto que sacude al lector y provoca el asombro. Casi podría decirse que el final del cuento llega de improviso. En estos textos se sintetizan las formas narrativas habituales. La Nación, 12 de abril de 1998 Entrevista a Augusto Monterroso (fragmento) La brevedad como condena –El género que te ha granjeado más reconocimiento ha sido el cuento, y específicamente el breve y el brevísimo. –Es verdad; he publicado cuentos breves y brevísimos, para bien y para mal. Para mal porque mucha gente se imagina que es lo único que hago y cuando lee uno de estos cuentos da por leído todo lo demás. Y para bien porque no han faltado los críticos que han visto en ellos cierta originalidad y me han dado una palmadita… Pero cuentos brevísimos, de una sola línea, he publicado solamente dos, y uno de ellos, “El dinosaurio”, pasa ya hasta por novela. (…) Hace tiempo nuestro amigo Ignacio Solares, hablando de un libro mío, se refirió a “la brevedad como condena”. Y quizás sea eso, en efecto. En todo caso, suena bien, pero no es para tanto, aunque en aquel tiempo se ajustaba algo a la verdad. En realidad, he publicado cuentos de muchas páginas, y ensayos y una novela de muchas más. Fernando Avendaño, Gabriel M. Cetkovich: Lengua. El texto, el contexto y los procedimientos, Buenos Aires, Santillana, 1998 La Sueñera 16 En la oscuridad confundo un montón de ropa sobre una silla con un animal informe que se apresta a devorarme. Cuando prendo la luz, me tranquilizo, pero ya estoy desvelada. Lamentablemente, ni siquiera puedo leer. Con la camisa celeste clavándome los dientes en el cuello me resulta imposible concentrarme. 60 Apenas me despierto, mi ropa se apresura a colgarse de las perchas. El espejo se abraza a la pared como si nunca la hubiese abandonado y el velador vuelve a la mesita de luz con el paso cansado de un noctámbulo a la hora del desayuno. Cuando abro los ojos, todos están más o menos en su lugar. La cómoda, para disimular, silba un tango bajito. Si no fuera por el desorden de mi ropero, podría creer que aquí no ha pasado nada. 69 Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando. 70 Con una mueca feroz, chorreando sangre y baba, el hombre lobo separa las mandíbulas y desnuda los colmillos amarillos. Un curioso zumbido perfora el aire. El hombre lobo tiene miedo. El dentista también. 111 Me adelanto a una velocidad fulgurante, ya estoy en área penal, desbordo a los defensores, el arquero sale a detenerme, me escapo por el costado, cruzo la línea de gol, me voy contra la red. El público grita enloquecido. Flor de golazo, comentan los aficionados. Flor de patada, pienso yo, dolorida, mientras me alzan para llevarme otra vez a la mitad del campo. 117 ¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio. 215 Compra esta lámpara: puedo realizar todos los deseos de mi amo, dice secretamente el genio al asombrado cliente del negocio de antigüedades, que se apresura a obedecerlo sin saber que el genio ya tiene amo (el dueño del negocio) y un deseo que cumplir (incrementar la venta de lámparas). 240 Los hombres salen del saloon y se enfrentan en la calle polvorienta, bajo el sol pesado, sus manos muy cerca de las pistoleras. En el velocísimo instante de las armas, la cámara retrocede para mostrar el equipo de filmación, pero ya es tarde: uno de los disparos ha alcanzado a un espectador que muere silencioso en su butaca. Ana María Shua La hora del desayuno No se hablaban y eso hacía que el ruido de los cubiertos resultara demasiado fuerte. Ella se puso a lavar los trastos y él retrató a la niña con una cámara instantánea. La foto salió de la cámara y la niña rió divertida, pero enmudeció de repente porque nadie hablaba. Él puso la fotografía junto a la ventana y observó cómo los contornos surgían de la nada, mientras ella, con movimientos bruscos, vestía a la niña que protestaba pidiendo su foto. Cuando la niña estuvo lista frente a la puerta –ella corría ya hacia el auto– él le dio la foto. Tenía un gesto casi de complicidad. Desde afuera llegó la voz de ella como un claxon. El movió la cabeza de un lado a otro, la niña corrió hacia el auto con su foto en la mano. Él cerró la puerta de la casa. Sonó el teléfono, él tomó el tubo y dijo en seguida con tono neutro: está equivocado. Luego se rió con fuerza. Payaso, me asustaste, dijo una voz de mujer al otro lado de la línea. Ya se fue ¿verdad? Sí, respondió él y se quedó callado hasta que la voz femenina le dijo algo más. Richard Wagner El cigarrillo Doblo la esquina. Busco en mis bolsillos. Tomo un cigarrillo. No tengo fósforos, tampoco encendedor. Veo una sombra cerca. Toco su espalda. –Disculpe– le digo muy amable. –¿Me da fuego? El dragón, complaciente, me fulmina con su llamarada. Rubén C. Tomasi Final para un cuento fantástico –¡Qué extraño!– dijo la muchacha, avanzando cautelosamente. –¡Qué puerta tan pesada!– La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe. –¡Dios mío!– dijo el hombre. –Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos! –A los dos no. A uno solo– dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció. Ireland El negador de milagros Chu Fu Tze, negador de milagros, había muerto; lo velaba su yerno. Al amanecer, el ataúd se levantó y quedó suspendido en el aire, a dos cuartas del suelo. El piadoso yerno se horrorizó. “Oh venerado suegro”, suplicó, "no destruyas mi fe de que son imposibles los milagros”. El ataúd, entonces, descendió lentamente, y el yerno recuperó la fe. Anónimo El pozo Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. “Este es un mundo como otro cualquiera”, decía el mensaje. Luis Mateo Diez Reencuentro La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se apeó del bus él hizo lo mismo. La siguió a corta pero discreta distancia, y luego de algunas cuadras la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza. –Todo fue un sueño– le dijo. –En un sueño nada tiene importancia. –Depende de quien sueñe– dijo la mujer. –Éste también es un sueño. Luis Fayad (Colombia) (Sin título) Una noche los muchachos me contaron cómo Castillo Armas se había sacado de encima a un lugarteniente peligroso. Para que no le robara el poder o las mujeres, Castillo Armas lo mandó en misión secreta a Managua. Llevaba un sobre lacrado para el dictador Somoza. Somoza lo recibió en el palacio. Abrió el sobre, lo leyó delante de él, le dijo: –Se hará como pide su presidente. Lo convidó con tragos. Al final de una charla agradable, lo acompañó hasta la salida. De pronto, el enviado de Castillo Armas se encontró solo y con la puerta cerrada a sus espaldas. El pelotón, ya formado, lo esperaba rodilla en tierra. Todos los soldados dispararon a la vez. Eduardo Galeano (Uruguay) El miedo Una mañana nos regalaron un conejo de indias. Llegó a casa enjaulado. Al mediodía le abrí la puerta de la jaula. Volví a casa al anochecer y lo encontré tal como lo había dejado: jaula adentro, pegado a los barrotes, temblando del susto de la libertad. Eduardo Galeano El gesto de la muerte Un joven jardinero persa dice a su príncipe: –¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán. El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta: –Esta mañana, ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza? –No fue un gesto de amenaza –le responde-, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán. Jean Cocteau Chuang Tzu Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu. Anónimo