El Rectangulo de Brughel - Pensamientos Deserticos

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EL RECTÁNGULO DE BRUEGHEL
Juan Rivano1
Hay un cuadro de Peter Brueghel titulado “El triunfo de la muerte”. Un óleo en madera de 162
por 117 centímetros cuadrados. En este rectángulo se propuso Brueghel contarnos con
imágenes la historia del triunfo de la muerte. Y con metáforas. Recurrió a la muy apropiada
alegoría de una batalla de desembarco e invasión. Arriba del cuadro, en estrecha franja a todo
el largo, un cielo de fuego y tinieblas que apenas nos deja adivinar más allá del horizonte, a la
derecha, la amada luz del amanecer, lejana ya, perdida para siempre. El mar, siniestro y
tormentoso, bulle adentrándose en una gran bahía. También arriba, a la izquierda, en playas y
barrancos, entre las colinas que ciñen la bahía, vemos torreones, fortalezas, puertos y
poblaciones envueltos en infernal conflagración.
En las costas, después de hundir todas las naves, desembarcan y ascienden, entre los
acantilados, ejércitos espectrales que vienen rebasando todos los accesos. Avanzan
imbatibles, ya son dueños del lugar. Irrumpen levantando patíbulos, ahorcando, degollando.
Destrucción, incendio, lloro, sangre y tinieblas. En el rincón inferior izquierdo, la majestad
aniquilada del rey y el saqueo de sus cofres. Unos metros más allá, arrastran a un cardenal,
guiñapo de vanidad, vejiga desinflada de pompa. Un cadáver de mujer con su pequeño en
brazos, vivo todavía, es hurgado por un perro famélico. No hay amparo, no hay dónde
volverse por una partícula de piedad. Arrecia el crepitar de las llamas, silban aquilinas las
guadañas, ensordecen los aullidos de espanto, enerva el ulular de los timbales. Las multitudes
sucumben empujadas a las cuevas del infierno. En las colinas arrasadas cuelgan de troncos
ennegrecidos los cadáveres ensartados en horcas. Repican las campanas del holocausto final.
“¡Tu tiempo!” sentencia un esqueleto alzando la clepsidra ante el rey.
Todo este cuadro apocalíptico se abarca como un avance que viene expandiéndose desde el
extremo superior izquierdo del cuadro siguiendo la dirección diagonal hasta su extremo
opuesto. En este extremo de cerco y encierro se despliegan, como culminación lógica de la
estrategia de la muerte, las últimas respuestas de la vida: tres o cuatro valientes esgrimen sus
espadas a morir, un bufón corre a guarecerse bajo una mesa, una dama y su amante cantan al
son de un laúd. “Después de nosotros, que diluvie”. Así cantan; y a sus espaldas la muerte
les apunta el amén con una viola.
Importa fijar la atención en el rectángulo, el marco de este cuadro de Brueghel. A un
espectador corriente no le importa. Da su mirada y sigue al cuadro que está al lado. Toma
tiempo darse cuenta del marco. Acaso, por ser cosa tan obvia. La mayoría no nos damos
cuenta nunca. Y se dice que eso busca el artista: que no se advierta su arte; o que se advierta
lo menos. ¿Quién, si no un crítico de letras, considera leyendo su “Quijote” que no hace más
que seguir mansamente una disposición artificiosa de palabras según las preferencias,
propósitos y hasta astucias del autor? ¿Quién, si no un crítico de pintura, se detiene a
considerar las rígidas exigencias, el complejo determinismo que viene a una con el marco
dentro del que se pinta una historia --que es cuadrado, que es redondo, oval, semicircular, que
corona una entrada, cubre toda una pared, toda una bóveda?
Brueghel recurre a un rectángulo de 162 centímetros de largo y 117 de alto para mostrarnos su
alegoría del triunfo de la muerte. Creador y artesano, despliega su libertad adaptándola al
determinismo de la materia; en este caso a las restricciones férreas de las diagonales, los
ángulos, la superficie, la proporción del largo y de la altura. ¿Cómo contar el triunfo de la
muerte bajo estas restricciones? Brueghel optó por una irrupción divergente desde arriba,
desde el ángulo superior izquierdo del rectángulo, y por la diagonal. De modo que la muerte,
triunfando sobre la vida, avanza arrinconándola en el extremo inferior derecho. Como que dos
y dos son cuatro.
No hay salida ante la muerte. Asedio y destrucción inmisericordes. Así, también, en este
extremo inferior derecho del rectángulo de Brueghel, se amontonan, por una suerte de
determinismo o conformismo expresivo, en muy escaso espacio, actitudes que componen un
muy urgente epílogo, una reducción a últimos términos, una simplificación casi grotesca de
toda esta fábula: la vida del hombre, su historia y sus valores. Así, se forma el último
momento: con el sálvese quien pueda del bufón, el voluntarismo trágico y estéril del héroe, la
lascivia del esteta hedonista.
Dice el mito que un Demiurgo formó el Cosmos a partir del caos. En este rectángulo de
Brueghel no hay tan grande propósito. No se trata más que de atinar con un marco que
permita abarcar el caos desde una modesta perspectiva. Con el rectángulo de Brueghel, con el
empleo experto de sus diagonales, sus esquinas y planos, se encierra y pone en panorama
visual la irrupción caótica, la destrucción ubicua e irracional de la muerte.
Y podríamos apropiarnos de un artefacto así para asegurarnos una representación de otros
desórdenes, igual de disruptivos, igual de magnos, igual de irrevocables, inasibles,
desesperantes. Cámbiese el título “Triunfo de la Muerte” por “Triunfo de la Droga”, “Triunfo del
Automóvil”, “Triunfo de la Polución”, “Triunfo del Consumo”, “Triunfo de la Televisión”. Hay
decenas, si no cientos, de triunfos así, que caen desde arriba, a la izquierda, avanzan
ensanchándose por la diagonal y cierran a piedra y lodo el rincón inferior derecho, que se llena
de gritos de socorro y rechinar de dientes.
Claro está, la noción de un marco como apoyo metafórico de ordenamiento y aprehensión va
muy más allá del rectángulo de Brueghel y muy más allá de la pintura y el arte. Un ejemplo lo
representa esa famosa caverna de la alegoría de Platón; otro, aquel enorme cono con sus
nueve secciones clavado hasta el centro de la tierra que ideó Dante como edificio residencial
de los infiernos; un tercero, aquella alta y escarpada montaña cuya cúspide, con tan distinta
fortuna, tratan de alcanzar las civilizaciones humanas, de acuerdo a Toynbee.
Con aparatos así, tan grandiosos como infantiles, aunque siempre y a porfía excogitados, cabe
muy bien preguntarse, y en parte por esta misma porfía, si dejamos jamás de estar mirando las
cosas con su esencial asistencia. Cabe preguntarse, además, si nosotros mismos no estamos
siempre concibiéndonos ora en esta enmarcadura, ora en aquélla, ora en la de más allá. Y
cabe también muy a punto razonar si podríamos sin artefactos así –por más para niños que
parezcan-- caminar un paso por este mundo; si no somos todos cojos de nacimiento que
requieren de tales muletas; o crustáceos, por mejor figurar, que llevan el esqueleto fuera y sin
el cual se les desarmaría entero el sentido, la percepción y, para terminar, la existencia.
Estos aparatos se pueden comparar con otros de operación más concreta, más cierta y más
sensible. Por ejemplo, el sistema de canalización de las aguas. Porque la irrupción y el
desorden de las aguas que producen el deshielo, el temporal o la inundación obra a la vista de
los ojos: avalancha general y violenta, alud y desintegración. Hay otras igual de evidentes,
como los tifones, la invasión de las langostas, las ratas, los virus. Y así como mediante un
sistema de canales ponemos orden en la irrupción violenta de las aguas, así buscamos
imponerlo en toda especie de irrupción caótica: del dinero, de la producción, de la fuerza de
trabajo, de la demografía, de la información, de la pornografía. Pero muchas veces, incluso
con las aguas, resulta insuficiente nuestro sistema de canales. ¿Qué esperar, entonces, de
otros de construcción más problemática, menos concreta y manejable, como son los que
clasificamos bajo grandiosas denominaciones genéricas como la ley, la moral, la religión?
Fue con la idea de la irrupción transnacional en la cabeza que me encontré hace unas horas
mirando esa reproducción de “El triunfo de la muerte” que cuelga en una pared de mi casa.
¿No servía ese rectángulo de Brueghel para aprehender de algún modo el caos de la irrupción
transnacional? Las víctimas de la irrupción son las naciones. Considerada por sí misma, cada
nación se sostiene y se defiende de la irrupción del caos mediante su arte peculiar de
canalización.
Pero la irrupción transnacional viene de otros horizontes y representa una
nueva y formidable potencia del caos. Y no tiene sentido pretender que la resista un marco
nacional como no se abra éste a un sistema transnacional de canalización.
¿Será así? ¿Será esa la diferencia entre el triunfo de la muerte y el triunfo de las
transnacionales --es decir, que mientras la muerte nos mata a todos, las naciones son
integradas por la avalancha transnacional en algo como una cultura mundial? En el rincón
derecho del rectángulo de Brueghel, aplicado ahora a la irrupción transnacional, tendríamos un
cuadro tragicómico formado por las culturas que todavía pugnan por su existencia y su
archicacareada identidad.
Pero la muerte --ahora con una enorme mayúscula y una guadaña más grande todavía-- nos
va a dictar su clase: que en el universo mundo no hay más poder de mantención e integración
que el suyo, que a “ese señor Brueghel” se le escapó un poquitín del asunto, a saber la
segunda mitad de su triunfo. ¿O no fue siempre para toda una obviedad lógica, biológica y
ecológica que sin la muerte de todos la vida de todos no puede continuar?
1
Filósofo. Investigador de la Universidad de Lund, Suecia. Radicado en este país desde hace 30 años.
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