3º Consejo: El amor al dinero

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3º Consejo: El amor al dinero
Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
Puede parecer extraño que san Agustín coloque en el tercer lugar de los
veintitrés consejos que da a los jóvenes el evitar el amor desordenado a las
riquezas. Les dice: «Ten siempre presente que la obsesión por el dinero es
veneno que mata toda esperanza».
Es innegable que da gran importancia a este aspecto al indicar que deben tenerlo
en la mente, sin olvidarlo, para que así puedan recordarlo en todos los
momentos; dice que si, por el contrario, lo único que ocupa la mente es el deseo
del dinero, lo que se posee es un veneno., algo qué en nuestro interior produce
un grave trastorno y hasta la muerte. En este caso, la avaricia actúa como un
tóxico que disminuye o destruye la esperanza y, por tanto, lleva a la
desesperación.
Materialismo y hedonismo.Además de su valor intrínseco, este consejo era de capital importancia por las
circunstancias en que vivían los jóvenes de la época del santo doctor de la
Iglesia. La juventud de Italia y del mundo civilizado de entonces estaba educada
en el materialismo y rodeada de un ambiente completamente hedonista y
obsesionado con el placer.
Antes de su conversión, en su época de estudiante en Cartago, la gran capital
romana del norte de África, el mismo san Agustín vivió una existencia frívola,
disipada y despreocupada, en correspondencia total con una visión materialista
de la que a veces, por la misma superficialidad que implica, no se es plenamente
consciente.
Tampoco se libró del materialismo cuando después, como también era frecuente
entonces, cayó en la redes de una secta muy extendida: el maniqueísmo. Los
maniqueos, como la mayoría de las sectas, enseñaban y practicaban una
ideología materialista y hedonista. El alma e incluso lo divino eran concebidos
como realidades materiales. En el maniqueísmo no había lugar para lo
espiritual.
No es necesario advertir que el paralelismo con nuestro mundo es manifiesto y
con ello la actualidad de este tercer consejo agustiniano.
El amor desordenado al dinero o a las riquezas representadas en él es el
vicio que se llama avaricia, palabra que significa «avidez de metal» o
ansía de dinero.
La avaricia hace buscar y conservar con vehemencia el dinero. Las riquezas, en
cuanto que son necesarias para la propia vida, no son malas, y el ser humano las
desea precisamente porque le son necesarias. El mal está no en su uso, sino en
la inmoderación que las hace ser consideradas no como un medio, sino como un
fin último que se antepone a la justicia y al amor para con Dios y el prójimo.
La avidez del dinero, raíz de todos los males.Afirma, por ello, san Agustín que «si el principio de todo pecado es la
soberbia, la raíz de todos los males es ciertamente la avaricia»
(Exposición sobre la 1º epístola de san Juan, 8, 6).
La soberbia consiste en el deseo inmoderado de la propia excelencia. Es el
pecado que da dirección o finalidad a todos los demás, que pueden considerarse
como medios para conseguir el fin que se propone la soberbia. San Agustín cita,
poco antes de su afirmación, la frase bíblica: «La soberbia es el principio de todo
pecado» (Eclo 10, 15). También esta otra del Nuevo Testamento: «La avaricia
es raíz de todos los males».(1 Tim 6, 10). Las riquezas ayudan al hombre a
caer en cualquier pecado, al que alimentan como la raíz de un árbol. Parece que
sean unas raíces generales y hasta infinitas. Por este aparente carácter infinito
de las riquezas pensamos que lo podemos conseguir todo.
Inmundicia del corazón.La avaricia, que «no es otra cosa que desear más de lo que se necesita»
(Exposición, 8, 6), en realidad implica cargarse de lo que no es necesario.
Podemos preguntarnos, como hace san Agustín, en uno de sus sermones:
«¿Para qué, siendo tan breve el camino, llevar tanto bagaje que más que
ayudar a llegar al fin te sirve de impedimento para que no llegues
jamás?. Es bien extraño lo que pretendes: te cargas, y no ves que lo
mucho que llevas te oprime en el camino, ya que sobre la carga del
dinero se te echa encima, la de la avaricia; pues la avaricia es la
inmundicia del coraz6n».
Por hacer del hombre esclavo de los bienes externos, los más bajos entre todos
los bienes, la avaricia es un vicio repugnante. A diferencia de otros vicios, nunca,
como lo ha manifestado la literatura, se ha justificado su maldad y fealdad, pues
«todas las literaturas y escuelas han condenado la avaricia».
En las riquezas no puede encontrar el hombre la felicidad. Desplegando todo su
atractivo mienten. Se descubre su engaño porque, al estar sometidas al azar, no
dan seguridad. No ocurre así con los bienes espirituales. Añade, por ello, nuestro
autor: «Fortifica tu arca interior, que es tu conciencia. Allí es donde
tienes esas riquezas que no pueden ser robadas ni por los ladrones, ni
por los enemigos, ni por los piratas; ni, finalmente, por el mar aunque
naufragues, porque, aunque salieras del mar desnudo, no dejarás de
salir lleno por dentro».
Una verdadera «tirana».Para mantener su engaño, la avaricia «a veces se sirve de otro motivo:
"Atesora, te dice, para el porvenir". Pero, hay que replicarle: "¿Qué
porvenir es ése? Seguramente se reduce a muy pocos días y muy
inciertos". Si insiste en decir: "Piensa en tu futuro", respóndele: "¿Para
qué futuro, oh avaricia, si hablas a quien está ya muriendo?"»
En general, la riqueza encierra al hombre en lo material, en lo terreno, y le hace
olvidar que puede morir en cualquier momento y que en todo caso tarde o
temprano tendrá que dar cuentas de su vida.
No se le condenará por el hecho de tener riquezas, sino por el uso que ha
hecho de las mismas. La avaricia, como verdadera «tirana», le ha hecho
«siervo del desorden». En cambio: «Si eres señor del oro, sabrás hacer con él
cosas buenas; si eres siervo, el oro se servirá de ti para el mal».
El remedio proporciona esperanza porque, como nos dice san Agustín en un
sermón: «Ama las riquezas celestiales y desde ahora quedarás saciado:
no está escondida la fuente de donde manan; basta tener abierto el
corazón. El corazón se abre con la llave de la fe» (Sermón 177, 1-4).
Es ésta una llave que verdaderamente hace rico, feliz y esperanzado.
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