INTRODUCCIÓN En un aforismo, el compositor canadiense Murray

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INTRODUCCIÓN
En un aforismo, el compositor canadiense Murray Schafer (Camacho, 2007), declaró
que el primer emisor de la radio fue Dios, ya que su voz invisible se encontraba en
cualquier fenómeno de la naturaleza, en los truenos, en el canto de las aves y
ballenas, incluso en los mismos sueños.
Para Pitágoras, los astros emiten un antiguo sonido que el hombre no es capaz de
percibir: “la música de las esferas”, fue llamado este fenómeno por el filósofo creador
de la acusmática. A su vez el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler
escribió, en su libro Harmonia Mundi, los sonidos musicales que, quizá, emitía cada
planeta durante su movimiento de translación. Dichas melodías, combinadas entre sí,
crearían dos acordes, uno que corresponde al momento de la creación y el otro al del
fin del universo (Herrera, J., 2007, s.f.).
En su novela Gertrude, Hermann Hesse alude al hecho de la “armonía del universo”, a
través de Kuhn, el personaje principal de la trama:
Entre todas las concepciones del deleite puro que los poetas hayan podido soñar, me parece que
escuchar la armonía del universo es el máximo y más intenso que se pueda concebir. Es ahí donde
residen mis anhelos más queridos –escuchar, siquiera durante un latido de mi corazón el armónico
palpitar del universo, su misteriosa e innata armonía sideral (Hesse, H., 1999, pág. 9).
Gracias a los satélites enviados por el ser humano al espacio, ahora se puede
constatar la teoría de la Música de las Esferas, ya que hace poco se logró medir la
frecuencia de sonido que emite el Sol, así como una frecuencia de sonido n el espacio
que algunos creen corresponde al Big Bang o algún otro cataclismo posterior. Sin
embargo, cabe aclarar que el sonido que emiten los astros no corresponde al de la
escala diatónica usada por Kepler para cada planeta, sino por frecuencias
supersónicas imperceptibles.
De forma análoga a lo dicho por Schafer y su interpretación teológica del sonido, el
escritor y filólogo sudafricano J.R.R Tolkien, en su maravilloso “Silmarillion”, habla de
Eru el Único o Ilúvatar en voz Arda, que creó a los Ainur, a quienes propuso temas de
música para que juntos crearan una gran melodía que llenara todos los vacíos.
Cuando Melkor, el más poderoso de los Ainur, quiso contravenir la voz de su creador,
éste le contestó:
Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los Ainur que
yo soy Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. Y tú, Melkor,
verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede
alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la
creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado (Tolkien, J. R. R., 1986, pág. 6).
Y si es así, y todos los sonidos provienen de uno solo: el sonido de la creación, si
todos fueran unidos, como todos los colores forman el blanco, todos los sonidos al
unísono ¿formarían el sonido primigenio? o ¿tal vez la misma creación? La respuesta
más simple y llana es que ya existe la denominación para la suma de todas las
frecuencias: el llamado ruido blanco; esa interferencia normalmente inaudible que está
presente siempre en el espacio.
Lo cierto es que nada se puede desvincular del sonido, incluso en el mundo del cine,
lo sonoro, más aún que lo visual, es un medio de manipulación afectiva y semántica,
ya que sin éste, la imagen visual carecería de elementos sígnicos fundamentales
(Chion, 1998).
«Ahora mismo trate de cerrar los oídos»: donde quiera habrá un ruido taladrando en la
cabeza, y más aún cuando se intenta, de forma infructuosa, no oír nada. Todo
produce algún sonido, tan sólo la ausencia de materia podría albergar al silencio
absoluto, por lo tanto, la relación del ser humano con el sonido es innegable. El sonido
ubica a las personas en el espacio, les indica que tienen visitas en casa, les advierte
de los peligros en la calle, les transmite todo tipo información, crea reminiscencias
pasadas, a veces les juega bromas o ilusiones (el zumbido provocado por los
huesecillos del oído medio vibrando después de una exposición a amplitudes muy
altas), o como lo evoca tan poéticamente Óscar —quizá mientras hace un redoble de
tambor—, el personaje imaginario creado por Günter Grass en “El Tambor de
Hojalata”:
La mariposa tocaba el tambor. He oído tocar el tambor, las ranas pueden concitar una tempestad. Dicen
del pájaro carpintero que, tocando el tambor, hace salir los gusanos de sus escondites. Y finalmente el
hombre toca el bombo, los platillos, atabales y tambores. Habla de revólveres de tambor, de fuego de
tambor; con el tambor se saca a la gente de sus casas, al son del tambor se la congrega y al son del
tambor se la manda a la tumba (Grass, G., 2006, pág. 58).
La anterior cita quizá se vincule textualmente con los instrumentos de percusión; sin
embargo, al expandir análogamente la voluntad de Óscar para con su tambor, se
podrá constatar que el mundo está inmerso de manera inequívoca en el cosmos de
los sonidos. Es probable, de la misma manera, que ningún otro medio de
comunicación esté más relacionado al sonido que la radio. Desde el principio de su
invención, la radio fue susceptible al arte, ya que se usó inicialmente para transmitir
música. Más adelante algunos compositores y actores teatrales se dieron cuenta de
las facultades del medio para crear su propio lenguaje que, no obstante, tomó del cine
y otras artes escénicas. La mayoría de los primeros radiodramas fueron adaptaciones,
ya que muchos pensaban en la radio como un “teatro para ciegos”. De acuerdo a
Lourdes de Quevedo:
Las primeras experiencias de este tipo quedaron registradas en 1922 y 1923. La primera fue el 3 de
agosto, cuando la WGY Players de los Estados Unidos emitió la obra El lobo, de Eugene Walter. La
segunda fue el 28 de mayo del siguiente año. Entonces la Compañía Británica de Radiodifusión, la BBC
(Britsh Broadcasting Corporation), a unos meses de haber iniciado sus transmisiones, emitió el primer
dramático, la adaptación de la obra Noche de Reyes (Twelfth Night) de Shakespeare. Críticos teatrales
invitados especialmente para este memorable acontecimiento expresaron su disgusto. Uno de ellos, St.
John Revine, bautizó a la radio como el nombre de teatro sin imagen, colocándole así el estigma de
corruptora de las formas consagradas (De Quevedo Orozco, L., 2001, pág. 27, 28).
A pesar de esto, la capacidad de crear imágenes mentales a través de sonidos
significó un atributo muy atractivo, que brindó durante muchos años una forma de
entretenimiento para miles de radioescuchas que aún evocan los radiodramas más
trascendentales.
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