3 de noviembre - La palabra olvidada

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Su tres de noviembre
Mario Crespo López
Cada vez estoy más convencido de que una de las lecturas obligatorias para un
santanderino que se precie deberían ser las “Memorias de uno a quien no sucedió nada”,
de Enrique Menéndez Pelayo, el hermano de don Marcelino. Que yo sepa, tiene edición
de 1983, a cargo de Benito Madariaga, publicada por Estvdio en su colección Cabo
Menor, aparte de la primera edición, que salió póstuma en 1922 al cuidado de Alberto
López Argüello. Una nueva tirada con notas actualizadas podría ser recurso muy
interesante para el ámbito educativo, por ejemplo, ya que por ahora ni por asomo figura
en el curriculum de libros de autores cántabros para los niveles de ESO y Bachillerato
esta obra sencilla y amena, que proporciona además un conocimiento muy significativo
de una época importante para la ciudad como fue el último tercio del siglo XIX y las
primeras dos décadas del XX. Enrique Menéndez Pelayo vivió a la sombra de su
hermano y acaso por eso puso a su autobiografía incompleta un título tan curioso como,
en realidad, falso: nada le sucedió en comparación con su Marcelino, pero mucho en
relación con la vida médica, cultural y literaria de la ciudad.
El pasado 3 de noviembre se han cumplido 118 años de la explosión del buque
“Cabo Machichaco” en el puerto de Santander. Entre esta catástrofe y otra explosión
posterior, por los restos de dinamita que quedaban del vapor, el 21 de marzo de 1894,
hubo más de medio millar de víctimas mortales, numerosos heridos y cuantiosos daños
materiales, entre ellos el incendio de varias calles anejas. Sigue siendo una de las
mayores tragedias de la historia de España y la más grave de la historia de Cantabria.
José María de Pereda recreó el traumático acontecimiento en ”Pachín González” y el
maestro republicano Marcos Linazasoro inmortalizó el nombre de las víctimas en las
décimas y quintillas de su curioso “Panteón del Machichaco”, codiciada pieza para los
coleccionistas de rarezas poéticas. Pero acaso el testimonio literario más auténtico y
emocionante, más próximo a la verdad de lo sucedido y más intensamente vivido es el
que ofrece Enrique Menéndez, testigo directo, en el capítulo XVII de sus “Memorias”.
Cuenta que aquel día había creado mucha expectación ciudadana un barco que ardía en
el muelle de Maliaño; su sentido de la responsabilidad le hizo acudir al hospital de San
Rafael que dirigía su tío Juan Pelayo y donde él trabajaba como médico, bien que sin
demasiada vocación. Con la explosión fueron llegando cientos de heridos y sus
testimonios trágicos; a partir de ahí, un abnegado trabajo a destajo y casi la
imposibilidad de que médicos o asistentes hicieran llegar a casa noticia del estado en
que se encontraban. Restos humanos se apilaban en las esquinas, la devastación, el dolor
y la muerte lo cubrían todo. En su relato aparecen con singular simpatía dos personajes,
el “tío Pepe”, hortelano del hospital, y sor Ramona Hormazábal, superiora de las Hijas
de la Caridad, sobre la que alguien afirmó que “le cabe un Machichaco en la cabeza”. El
relato de Enrique es emocionante e intenso, de una claridad meridiana, incluso cuando
se deja llevar por su magistral evocación lírica: “De tiempo en tiempo el rayo
intermitente y movible de un farol de mano asomaba serpenteando por la puerta del
patio y saltaba sobre una u otra parte de la fúnebre pila. Era algún vivo con rostro de
muerto, que, guiado por una hermana o un enfermero, venía buscando algo que había
amado en vida, padre, hermano, amigo…”.
Desde el comienzo hasta el final, este capítulo de estas “Memorias” merece hoy
mi recuerdo más sincero. “¡Qué frágil memoria la del sentimiento! Ya no se va a rezar,
al menos solemne y oficialmente como antes, ante el monumento que conmemora la
horrible explosión del Cabo Machichaco. Ya no parece sino que muchos de los
santanderinos que aún respiramos no hemos visto nunca volar raíles y viguetas sobre el
tejado de la Catedral, ni hincarse un ancla en el suelo de la Plaza Vieja”. Esto escribía
Enrique hacia 1920… habiendo pasado un cuarto de siglo de aquella catástrofe. ¡Qué no
afirmaría ahora! Paso al lado del monumento, veo la corona de flores colocada allí el
pasado jueves y no puedo evitar acordarme de Enrique Menéndez Pelayo y de aquel
Tres de Noviembre que también fue la fecha en que le explotó al hermano de don
Marcelino su corazón melancólico, lleno de versos y soledad.
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