REINAS DEL DESIERTO

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REINAS DEL DESIERTO
DE RICARDO LEIVA
La aterradora historia de los crímenes de Alto Hospicio
Nota del autor
Todos los datos y citas de esta investigación periodística de más de 30 meses fueron recopilados a
través de entrevistas exhaustivas realizadas a los protagonistas de la historia, incluyendo jueces,
abogados, policías a cargo de las pesquisas y familiares directos de las víctimas. También se revisó
la cobertura dada al proceso en medios audiovisuales y escritos de alcance nacional y regional, el
expediente judicial y cientos de informes policiales que registraron el curso de las indagatorias y las
hipótesis que guiaron el accionar de los detectives.
En todos estos documentos se encontraron muchas referencias inexactas y abiertamente
contradictorias, lo que obligó a confirmar y contrastar una y otra vez los distintos testimonios y
sucesos. La narración pormenorizada de los hechos, realizada por los padres de las niñas asesinadas,
permitió dar cumplimiento a dicha tarea. Orlando, Juan, Patricia, Marisol, Inés y Edith, entre tantos
otros, abrieron nuevamente las puertas de sus estremecidas memorias para relatar las injusticias
sufridas, la indiferencia generalizada, los agravios recibidos, los padecimientos irreparables. En sus
propias viviendas, los padres de Patricia, Katherine, Laura, Sara, Macarena y el resto de las jóvenes
asesinadas, narraron los momentos previos y posteriores al día que los marcó trágicamente, así
como los esfuerzos cotidianos que realizan para salir de su extrema marginalidad.
Debe ser también reconocida la labor de los abogados Ramón Suárez y Alejandro Espinoza, quienes
encabezan la Fundación Amparo y Justicia. Esta institución, presidida por el empresario Andrónico
Luksic Craig, representa legalmente de manera gratuita y brinda ayuda psicológica y amparo a los
familiares de escasos recursos de menores asesinadas y ultrajadas, en lugares tan apartados de la
capital como Alto Hospicio y Pozo Almonte. Ese respaldo permanente y silencioso se ha
convertido, en tantos casos emblemáticos, en el único apoyo que han encontrado muchos padres y
hermanos de víctimas humildes.
Cabe, por último, agradecer la colaboración de Nancy Boero y Elsa Silva, pareja y madre
respectivamente de Julio Pérez, quienes siguen creyendo ciegamente en la versión del único
acusado de los crímenes de Alto Hospicio. El amor inextinguible y honesto que sigue uniendo a
ambas mujeres con el procesado, las pone también en el bando de las víctimas de uno de los hechos
criminales más cruentos que se recuerde en Chile.
CAPÍTULO 1
Bárbara iba atrasada a su escuela, por eso se subió al primer taxi que pasó. Eran las 8.30 de la
mañana del 3 de octubre de 2001. A una cuadra de su casa, un desconocido le ofreció llevarla hasta
el anexo del Liceo Eleuterio Ramírez de Alto Hospicio, en un automóvil blanco. No era un vehículo
de transporte regular, como los que transitan en Santiago, de color negro y con el techo amarillo.
Este era un taxi clandestino, como muchos otros que circulaban libremente por los senderos sin
pavimento de Alto Hospicio, donde no existían recorridos oficiales de locomoción colectiva.
El chofer le pareció a Bárbara un tipo confiable. Vestía blue jeans y una polera gris con el logotipo
de la Municipalidad de Iquique.
Le cobró 100 pesos por subirse, en vez de los 300 que solían pedir todos los choferes de la zona. El
automóvil era un Mazda Capella, patente LT 7321, de 1989. Sus asientos estaban recubiertos con un
tapiz sintético de color café y el volante era negro. Bárbara se sentó atrás. Tenía 13 años de edad,
medía 1,55 y era de contextura delgada.
Su piel tenía color canela y el pelo trigueño liso que le llegaba hasta los hombros, por lo cual
acostumbraba a tomárselo con un colette de género. Su cara era pequeña y delicada, con los
pómulos ligeramente sobresalientes y redondos. Cursaba octavo año básico y su promedio de notas
era 5,2.
Como la niña tenía prisa por llegar a su colegio, se molestó –sin exteriorizarlo– cuando el conductor
se desvió de la ruta, argumentando que pasaría a recoger a una sobrina. Regresó al auto portando un
cuchillo hechizo, con una hoja de nueve centímetros de largo y cuatro de ancho, oxidada y corroída.
Apenas tenía filo. La adolescente no alcanzó a reaccionar.
El taxista empezó a presionar el cuello de la menor con el puñal artesanal y la obligó a sentarse
junto a él.
Un momento después, el automóvil blanco salió de Alto Hospicio.
El conductor tomó la carretera que une Iquique con Humberstone y la ruta 5 Norte. En el kilómetro
15 se desvió hacia la derecha y durante cerca de siete kilómetros siguió un camino de tierra.
Mientras conducía, tocaba el cuerpo de la menor con la mano que tenía libre y le preguntaba si
antes había tenido relaciones sexuales. Se detuvo en un basural clandestino con decenas de
carrocerías abandonadas. Bárbara temblaba, mientras su raptor, impaciente, le exigía que se sacara
la ropa. En el piso del auto quedaron el jumper, la blusa del colegio, un polerón azul con rayas
blancas y unos calzones negros. La niña quedó con los calcetines y los zapatos puestos.
Entonces ese hombre, de 38 años, 1,68 de estatura y casi 70 kilos de peso, la violó.
Minutos después, el criminal volvió a encender el motor del automóvil y partió. Bárbara
comprendió que su final estaba cerca y pensó rápidamente una estrategia desesperada para salvarse:
ofreció a su violador la colación que llevaba al colegio, un sándwich con cecina, tomate y
mayonesa, envuelto en plástico.
El intento fue infructuoso. El hombre rechazó con sequedad la oferta.
El auto blanco tomó un camino hacia el suroriente y recorrió cerca de nueve kilómetros durante 25
minutos, hasta llegar a uno de los centenares de piques que existen en los alrededores de Alto
Hospicio.
***
Alto Hospicio es el asentamiento humano efectuado a través de la toma de terrenos más grande de
Chile, la mayor concentración de pobreza y marginalidad del territorio nacional. Veinte mil
personas vivían ilegalmente en tierras que pertenecían al Estado, sin alcantarillados, ni agua
potable, ni luz eléctrica, ni calles, ni líneas telefónicas, ni plazas, ni hospitales, ni consultorios, ni
colegios, ni jardines infantiles, ni árboles, ni oficinas públicas. En esas propiedades arrebatadas al
Fisco y al desierto no existían ni jardines, ni señalizaciones, ni semáforos, ni derechos de propiedad,
ni colectores, ni desagües, ni veredas, ni calzadas. No llegaban los camiones a retirar la basura,
por lo que se multiplicaban los vertederos clandestinos alrededor de las frágiles casas de cartón,
incrementándose con ello el peligro de contraer enfermedades infecciosas. Tampoco llegaban los
taxis ni las micros, por lo que surgió una red informal de vehículos de transporte colectivo que
elevaron significativamente el riesgo de caer en manos de un asaltante, un violador o un asesino, sin
que nadie se enterara durante años.
Las tres grandes tomas de Alto Hospicio (La Negra, La Pampa y El Boro) subsistían al margen de
los avances sociales, comunicacionales, tecnológicos, sanitarios y civiles de los que disfrutaba la
población urbana nacional de fines del siglo XX. Peor aún, lo hacían en condiciones climáticas
especialmente hostiles, en una zona árida a más de 400 metros sobre el nivel del mar en el relieve
montañoso de la Cordillera de la Costa, donde el seco calor desértico de los días resulta
diametralmente opuesto al áspero frío de las noches cubiertas por la camanchaca. La vegetación
casi no existe; sólo abundan la arena, la tierra, el polvo y el silencio, interrumpido fugazmente por
el viento.
En esas condiciones naturales, 4.000 familias habitaron viviendas de cholguán y latas oxidadas
durante 15 años.
Alto Hospicio nació “oficialmente” el 13 de junio de 1987, día en que 180 familias se apropiaron
ilegalmente de unos terrenos en el norte de Iquique, en un sector denominado Colorado Bajo. Las
autoridades militares de la época no se hicieron problemas y las erradicaron rápida y violentamente,
trasladándolas a los cerros áridos que rodean la ciudad, donde sólo existían unas pocas chacras que
abastecían a los iquiqueños con productos agrícolas.
***
Muchos siglos antes, cuando los españoles ni siquiera pensaban en llegar a Perú y Chile, en esa
zona los incas explotaron un mineral de plata que fue bautizado con el nombre de Huantajaya, en
homenaje a una de las primeras bellezas vírgenes de Tara Pakani, actual Tarapacá.
El inca Yaguar Huacac inició la explotación de Huantajaya a fines del siglo XIV, cuando avanzó
con sus tropas hasta la actual localidad de San Pedro de Atacama.
Durante más de 250 años, los incas traspasaron las distintas capas de yeso, caliza, lutitas y areniscas
provenientes del fondo marino que componen la formación geológica de la zona, y excavaron
decenas de profundos piques. Con la plata que sacaban de las entrañas polvorientas del yacimiento
confeccionaban joyas y herramientas.
La llegada de los españoles, sin embargo, puso fin a las excavaciones. Los indios escaparon y se
olvidaron de la mina. Nadie volvería a bajar los piques de Huantajaya durante más de 200 años.
Hasta que a mediados del siglo XVI, los invasores redescubrieron Huantajaya y comenzaron a
extraer plata nuevamente.
La época de esplendor del mineral se registró durante el siglo XVIII, cuando Huantajaya llegó a
tener más de 3.000 habitantes. La explotación de la mina terminó definitivamente a mediados del
siglo XIX. La plata se había agotado, pero la riqueza del pasado sólo dejaría como legado
centenares de agujeros descomunales, fosas estragadas que aún atrincheran las rutas arenosas y los
laberintos naturales de la pampa1.
A muy pocos kilómetros de esos piques, las tomas de terrenos se intensificaron a comienzos de los
años noventa. Apenas asumió el Gobierno de Patricio Aylwin, 600 familias se instalaron en las
laderas de la precordillera junto a los expulsados de cerro Colorado.
Durante la segunda mitad de la década, el alcalde de Iquique, Jorge Soria, fomentó las tomas de
terrenos e instó a los pobres de su ciudad a tomarse los montes que pertenecían a Bienes
Nacionales.
Prometió que él mismo regularizaría los dominios de propiedad y promovió la autoconstrucción: la
municipalidad entregaría materiales necesarios a los vecinos que compraran cemento. Sólo una
decena de familias terminaron de edificar sus viviendas con ese peculiar sistema de autogestión.
***
Al llegar al pie del cerro Santa Marta, el violador obligó a Bárbara a bajarse del automóvil. Ella
llevaba las manos amarradas por la espalda con uno de los cordones de sus zapatos de colegio. El
hombre la arrastró al cerro, donde se encontraron con una fosa “chica”, de sólo 17 metros de
profundidad, y juntos bajaron cerca de cinco metros por una pendiente “caminable”, hasta llegar a
una pequeña loma en el interior. En ese lugar, el taxista arrojó a la joven y volvió a subir. Entonces
le gritó desde la superficie:
—¡Quédate ahí quieta; si no, te voy a matar. Porque yo violé y maté a todas las niñas desaparecidas!
Desde el borde comenzó a arrojar piedras al pique. La niña recibió dos peñascazos y se desmayó.
Quedó tendida en el hoyo durante cinco horas, hasta que súbitamente despertó.
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