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TRAFALGAR
PERSONAS DEL DRAMA
(En orden de aparición)
Gabriel viejo.Marcial, también llamado Medio-Hombre
Don Alonso
Gabriel joven
Doña Francisca.- mujer d. Alonso no joven
Rosa.Don Rafael Malespina.Don José Mª Malespina, padre del anterior.- viejo charlatán
Doña Flora
Servidores de escena, que interpretarán además a la marinería, pueblo…
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PARTE I
GABRIEL.- Al hablar de mi nacimiento, no imitaré a la mayor parte de los que
cuentan hechos de su propia vida, que empiezan nombrando su parentela,
siempre hidalga, como menos. Yo no puedo adornar mi libro con sonoros
apellidos, y fuera de mi madre no tengo noticia de ninguno de mis ascendientes.
Comienzo, pues, a relataros mi historia como Pablos, el buscón de Segovia, con
quien, afortunadamente, Dios ha querido que sólo en esto me parezca.
Yo nací en Cádiz, en el famoso barrio de La Viña.
La memoria no me da luz sobre mi persona y mis acciones en la niñez sino desde
la edad de seis años, y si recuerdo esta fecha es porque la asocio al combate del
cabo de San Vicente, acaecido en 1797.
Me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad. Aquello era para mí la
vida entera, la única forma de vida posible, ya que, en mi infantil inocencia y
desconocimiento del mundo, yo tenía la creencia de que el hombre había sido
criado para la mar, habiéndole asignado la Providencia como supremo ejercicio de
su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu el buscar y coger
cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la
Isla, ya para propia satisfacción y regalo, mezclando así lo agradable con lo útil.
La impresión que mejor conservo es la de la contemplación de los barcos de
guerra cuando se fondeaban frente a Cádiz o en San Fernando. Los niños
hacíamos también nuestras escuadras, afanosos para imitar las grandes cosas de
los hombres, con pequeñas naves, rudamente talladas, a las que poníamos velas
de papel y trapo, marinándolas con mucha decisión y seriedad en cualquier charco
de Puntales o la Caleta.
Cuando llegaba a nuestras manos algún cuarto, comprábamos pólvora, y,
entonces, ya podíamos hacer una auténtica fiesta naval. Nuestras flotas se
lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho; disparaban sus
piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos abordajes, en el que se
batía con gloria su imaginaria tripulación; cubríalas el humo, dejando ver las
banderas, hechas con el primer trapo de color encontrado en los basureros; y en
tanto, nosotros bailábamos de regocijo en la costa, al estruendo de la artillería,
figurándonos ser las naciones a que correspondían aquellos barcos y creyendo
que en el mundo de los hombres y de las cosas grandes las naciones bailarían lo
mismo, presenciando la victoria de sus queridas escuadras.
GABRIEL.- Don Alonso... El bueno de don Alonso...
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PARTE II
MARCIAL.- ¡Don Alonso, don Alonso, si usted no se embarca, iré yo solo! El
demonio me lleve si no me quedo sin echar el catalejo a la fiesta. Tenemos quince
navíos, y los francesitos veinticinco barcos. Si todos fueran nuestros, no era
preciso tanto...
DON ALONSO.- Ya sabes lo que diría mi mujer: ¡Cuarenta navíos! Eso es tentar
a la Divina Providencia, y lo menos tendrán cuarenta mil cañones para que estos
enemigos se maten unos a otros. Y ya sabes que con doña Francisca no se
discute.
MARCIAL.- ¡Si es que es una cuestión de honor, don Alonso! Ya sabe usted
cómo se las gasta el inglés, y la de jugarretas que nos lleva gastadas. No juegan
limpio: siempre andan con astucias y picardías; nunca dan la cara y siempre
atacan por sorpresa. Como cuando la del Estrecho, ¡me cago en...!
DON ALONSO.- Cuida las palabras, Medio-Hombre, que está el chaval delante, y
a su edad lo aprenden todo, lo bueno, y lo malo también.
MARCIAL.- ¡Bah, con su edad yo ya tenía las orejas llenas de salitre para no oír
las blasfemias de los marineros! ¿Quieres saber lo que pasó, chaval? Bueno
grumetillo, lo primero, nunca me llames Medio-Hombre, que eso sólo lo pueden
hacer mis hermanos en la mar, que así me llaman debido a las partes de mi
cuerpo que me he ido dejando en las batallas en las que he tenido el honor de
combatir.
Vamos a colocar el “Real Carlos” en su sitio. Así... Bueno, éste es el “Real Carlos”,
y éste el “San Hermenegildo”. Habíamos salido de Cádiz para auxiliar a la
escuadra francesa, que se había refugiado en Algeciras, perseguida por los
franceses. ¡Cago en...
...diez, don Alonso, caguendiez! Hace cuatro años de esto y entavía tengo tanto
coraje, que la sangre se me emberrenchina. Delante nuestra iban el “San
Fernando”, el “Argonauta”, el “San Agustín” y la Fragata “Sabina”
y... bueno y la escuadra francesa. Salimos de Algeciras para Cádiz a las doce del
día, y como el tiempo era flojo, nos cayó la noche un poco más acá de Punta
Carnero. La noche estaba más negra que un barril de chapapote. Todos dormían.
Yo estaba en el castillo de proa del “Real Carlos” charlando con mi primo Pepe
Débora, que me contaba las perradas de su suegra. Ven aquí, chaval. Tú vas a
hacer de mi primo, que si no, no me sitúo. Desde allí vi las luces del “San
Hermenegildo”, que navegaba a estribor, como a un tiro de cañón. De repente,
aunque la noche era muy oscura me pareció ver que un barco pasaba entre
nosotros y el “San Hermenegildo”. José Débora, le dije, o yo estoy viendo
sprestros...
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GABRIEL.- ¿Es... qué?
MARCIAL.- Sprestros, chaval, pantasmas, ¡y no me interrumpas cuando va a
comenzar la cratástofe, ca....
DON ALONSO.- ¡Ejem!
MARCIAL.- ...racoles, don Alonso, caracoles! Bueno, pues eso, le dije: o yo estoy
viendo caracoles, digo pantasmas, o tenemos un barco inglés por estribor. Que el
palo mayor se caiga por la fogonadura y me parta si hay por estribor más barco
que el “San Hermenegildo”, me dijo Pepe Débora. Pues por si sí, o por si no, yo
voy a avisar al oficial de cuarto. No había acabado de decirlo, cuando, ¡pataplúm!,
sentimos el musiqueo de una andanada que nos soplaron por el costado
¡En un minuto la tripulación se levantó, todos jurábamos como demonios y
pedíamos a Dios que nos pusiera un cañón en cada dedo para contestar al
ataque. El comandante Ezguerra subió al alcázar y mandó disparar la andanada
de estribor, ¡zataplán!, y nos contestaron inmediatamente.
De lo que no nos habíamos dado cuenta con la confusión fue de que, con la
primera andanada, nos habían soplado unas endiabladas materias comestibles...
GABRIEL.- ¿Comestibles?
MARCIAL.-¡Sí, comestibles, de las que arden!
DON ALONSO.- Combustibles, Medio-Hombre...
MARCIAL.- ¡Pues eso digo, comestibles! ¡De lo que estoy seguro es de que no
eran quesos de bola! Al ver que ardía nuestro navío se nos redobló la rabia y
cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra... El comandante mandó meter
sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo; preparamos las hachas y
las picas para el abordaje; comenzaba a amanecer, ya estábamos preparados los
grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo.
Entonces nos quedamos todos tiesos de espanto cuando comprendimos que el
barco con el que luchábamos no era otro que el mismo “San Hermenegildo”.
GABRIEL.- ¿Y cómo fueron tan burros que...?
MARCIAL.- ¡No faltes al respeto, niño! Dos mil hombres apagaron fuegos aquel
día. Nos salvamos cuarenta en la falúa y seis o siete en el chinchorro, que
recogieron al segundo del “San Hermenegildo”.
GABRIEL.- ¿Pero cómo pudieron...?
DON ALONSO.- Muy fácil: los ingleses, valiéndose de la oscuridad de la noche,
dispusieron que el navío “Soberbio”, el más ligero de los que traían, apagara sus
luces y se colocara entre nuestros dos hermosos barcos. Así lo hizo: disparó sus
dos andanadas, puso su aparejo en facha con mucha presteza, orzando al mismo
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tiempo para librarse de la contestación. El “Real Carlos” y el “San Hermenegildo”,
viéndose atacados inesperadamente, hicieron fuego, y así se estuvieron batiendo
hasta el amanecer, que se reconocieron y ocurrió lo que tan detalladamente te ha
contado Marcial.
GABRIEL.- ¡Pues bien que os la jugaron!
MARCIAL.- Sí, sí que nos la jugaron. Yo ya tenía en facha a los ingleses, pero
dende esa noche... Si están ellos en el Cielo, no quiero ir al Cielo, manque me
condene para toda la eternidad...
GABRIEL.-¡Que viene, que viene!
DOÑA FRANCISCA.- ¡Pero...! ¿Qué destrozo es éste? ¡Ah, ya entiendo! ¿Y tú
también? Ya ves, le enseñas a que te pierda el respeto. (A Gabriel) ¿ todavía en
la Caleta, pedazo de zascandil?
PARTE III
GABRIEL.- Rosita era lindísima. Parece que la veo sonreír delante de mí. Al
entrar en la casa creí que Rosita pertenecía a un orden de criaturas superior.
Explicaré mis pensamientos para que se admiren ustedes de mi simpleza. Cuando
somos niños y un nuevo ser viene al mundo en nuestra casa, las personas
mayores nos dicen que le han traído de Francia, de París o de Inglaterra, como un
fardo de quincalla. Pues bien: contemplando por primera vez a la hija de mis
amos, discurrí que tan bella persona no podía haber venido de la fábrica donde
venimos todos, es decir, de París o Inglaterra, y me persuadí de la existencia de
alguna región encantadora donde artífices divinos sabían labrar tan hermosos
ejemplares de la persona humana.
ROSITA.- Yo tenía unos meses más que tú.
GABRIEL.Sí. Y como niños que éramos, pronto nos convertimos en
compañeros de juegos.
Yo te iba a buscar al salir de la escuela, y cuando era otra persona quien se
encargaba de ello, mi pena era tan profunda, que yo la equiparaba a las mayores
penas que pudieran suceder en la vida de un hombre.
ROSITA.- Siempre andabas corriendo detrás mía.
GABRIEL.- Sí, y si corrías como una gacela, yo volaba como un pájaro para
cogerte más pronto, asiéndote por la parte de tu cuerpo que encontraba más a
mano. Cuando se trocaban los papeles, cuando ella era la perseguidora y a mí
me correspondía el ser cogido, se duplicaban las inocentes y puras delicias de
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aquel juego, y yo esperaba la impresión de sus brazos. Nunca tuve ni un solo
pensamiento que no emanara del más refinado idealismo.
ROSITA.- ¡Gabriel...! ¡Gabriel...! ¿Dónde estás? Di algo, para que sepa por dónde
andas...
GABRIEL.- Un día apareció ante mí de largo; me habló en tono ceremonioso, e
incluso me reprendió mi holgazanería. ¡Terrible crisis de la existencia! ¡Ella se
había convertido en mujer y yo continuaba siendo un niño...! Y sucedió lo que yo
más temía: un joven de gran familia pidió su mano, y mis amos se la concedieron.
Pero la pícara ya tenía otro novio, a quien de veras amaba, un oficial de Artillería
llamado don Rafael Malespina, de buena presencia y gentil figura.
GABRIEL.- Aún habrían de ocurrir más terribles desventuras. Malespina rondaba
la casa, y aprovechaba la pareja momentos robados en la iglesia, al amparo de los
rezos, en ese poético y misterioso recinto, para abrir de par en par al amor las
puertas del alma. Y tanto se habló en Vejer de estos amores, que el otro lo supo y
se desafiaron.
ROSITA.- ¡Pero Rafael! ¡Uno de los dos va a resultar herido!
RAFAEL.- Ya tardaba, Rosita. El prometido que te han buscado tus padres tenía
que enterarse de lo nuestro. Y me ha desafiado a duelo. Pero así es mejor. Si
venzo en el duelo, nos queda la esperanza de convencer a tus padres. Y si
pierdo... Si pierdo, prefiero morir, antes que verte con otro hombre.
ROSITA.- ¡No digas eso, Rafael, no digas eso!
GABRIEL.- Mis amos lo supieron todo, cuando llegó la noticia a la casa de que
Malespina había herido mortalmente a su rival. Pero el tiempo fue limando
asperezas, y como el joven artillero también era de buena familia, y los padres del
herido renunciaron al enlace, pronto barrunté que don Rafael iba a entrar en la
casa. Y así fue: sus padres se presentaron para pedir la mano de mi querida amita
para su hijo.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi
sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores
modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo, que ellos interpretaban
como mala crianza, lo que me proporcionó no pocas reprimendas, y, sobre todo, di
origen a una frase de mi señorita que se me clavó en el corazón como una
dolorosa espina.
ROSITA.- Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera
de casa.
GABRIEL.- En los largos paseos con mi amo y Marcial notaba yo que algo se
estaba tramando, y que trataban de ponerlo en ejecución a cencerros tapados, ya
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que ni siquiera a mí me permitían escuchar lo que se cocía en sus largos
conciliábulos. Pero, por palabras sueltas que yo me afanaba en recoger,
comprendí que estaban planeando largarse de la casa lindamente una mañana,
sin que mi ama lo advirtiese.
PARTE IV
GABRIEL.- Un día, mi amo regresó de uno de los paseos, más complaciente que
nunca.
DOÑA FRANCISCA.- ¿De dónde vienes a estas horas? ¿No sabes que el rosario
se reza a las ocho en esta casa?
DON ALONSO.- Hemos estado dando un paseo, y hacía tan bueno, que nos
hemos entretenido viendo el atardecer.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Y hablando de barcos y de guerras! ¡Como si yo no
supiese lo que se cuece en el puchero! Y la culpa es suya, Marcial, que se
empeña en calentarle los oídos, y este tonto se cree todo lo que le cuenta.
MARCIAL.- Pero, doña Francisca, si lo que estábamos recordando es el derrotero
de Alcalá Galiano y de Valdés en las goletas Sutil y Mejicana, cuando fueron a
reconocer el estrecho de Fuca.
DON ALONSO.- Es un viaje muy bonito, me parece que te lo he contado.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas
buscando... Pues te juro que si me buscas, me encontrarás.
MARCIAL.- Doña Francisca, es que es verdad que es un viaje muy bonito, y
además...
DOÑA FRANCISCA.- ¡Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó! Mejor
pensaras en las cosas de Dios, que, al fin y al cabo, no eres ningún niño. Y usted
Marcial, mejor haría en marcharse a su casa, que la noche ya ha caído y una
persona en sus condiciones no debe andar en la oscuridad, no sea que tenga un
accidente, y, encima, tengamos el cargo de conciencia de haberlo entretenido.
MARCIAL.- Ya, ya me voy, doña Francisca, pero es que, aquí don Alonso me iba
a enseñar la carta de navegación del viaje de marras, porque hay un par de
cosas...
DOÑA FRANCISCA.- Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes... ¡Le
he dicho que a casa, Marcial!
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MARCIAL.- ¡A sus órdenes!
DOÑA FRANCISCA.- Bueno, ahora vamos a cenar, que ya es tarde.
¿Quién será a estas horas?
DON ALONSO.- No te asustes, mujer. Será el Medio-Hombre, que habrá olvidado
cualquier cosa.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Venga, muévete! ¡Ve a abrir!
MARCIAL.- Aún me parece que le estoy viendo, cuando se presentó delante de
mí, sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria,
se me representa como le vi en aquella ocasión, con chaqueta faldoneada, calzón
corto con botas, sombrero portugués y una capa de grana con forros de seda, que
era la prenda más elegante entre los señoritos de la época.
GABRIEL.- Desde que entró conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y
todos se maravillaron de verle a tal hora, pues jamás había venido de noche. Mi
amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que el
motivo de visita tan inesperada no podía ser lisonjero.
ROSITA.- Rafael..., ¿qué sucede?
RAFAEL.- Vengo a despedirme.
ROSITA.- ¿Qué? Pero..., ¿cómo?
DOÑA FRANCISCA.- Pues, ¿qué pasa? ¿Adónde va usted, señor don Rafael?
RAFAEL.- Ya saben que pertenezco a la guarnición de Cádiz. Pues bien, como la
escuadra carece de personal, han dado orden para que nos embarquemos, con
objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate es inevitable, y la mayor
parte de los navíos tienen falta de artilleros.
DOÑA FRANCISCA.- ¡Jesús, María y José! ¿También a usted se lo llevan? Pues
me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito. Dígales usted que se entiendan ellos;
que si no tienen gente, que la busquen. ¡Pues a fe que es bonita la broma!
DON ALONSO.- Pero, mujer, ¿no ves que es preciso...?
DOÑA FRANCISCA.- A ti todo te parece bien con tal de que sea para los
dichosos barcos de guerra.
A ver, escribe a Gravina diciéndole que este joven no puede ir a la escuadra.
DON ALONSO.- Pero, Francisca, yo no puedo hacer eso.
DOÑA FRANCISCA.- No sirves para nada. ¡Jesús! Si yo gastara calzones, me
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plantaba en Cádiz y le sacaba a usted del apuro.
DON ALONSO.- Los militares son esclavos de su deber, y la patria exige a este
joven que se embarque para defenderla. En el próximo combate alcanzará usted
mucha gloria, e ilustrará su nombre con alguna hazaña que quede en la Historia
para ejemplo de generaciones futuras.
DOÑA FRANCISCA.- Sí, eso, eso. Y todo, ¿por qué? Porque se les antoja a esos
zánganos de Madrid. Que vengan ellos a disparar los cañones y a hacer la
guerra... ¿Y cuándo marcha usted?
RAFAEL.- Mañana mismo. Me han retirado la licencia, ordenándome que me
presente al instante en Cádiz.
DOÑA FRANCISCA.- Esto no se puede sufrir. Por último llevarán a los paisanos,
y, si se les antoja, también a las mujeres.
Señor, no creo ofenderte si digo que maldito sea el que inventó los barcos, maldito
el mar en que navegan y más maldito el que hizo el primer cañón para dar esos
estampidos que la vuelven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que no
han hecho ningún daño.
DON ALONSO.- Lo malo será que los navíos carezcan también de buen material,
y sería lamentable...
DOÑA FRANCISCA.- ¡Déjate de materiales! Pero, don Rafael, no vaya usted, por
Dios. Diga usted que es de tierra, que se va a casar. Si Napoleón quiere guerra,
que la haga él solo; que venga y diga: “Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores
ingleses, o déjense matar por mí” ¿Por qué ha de estar España sujeta a los
antojos de ese caballero?
PARTE V
RAFAEL.- Verdaderamente, nuestra unión con Francia ha sido hasta ahora
desastrosa.
DOÑA FRANCISCA.- Pues ¿para qué la han hecho? Bien dicen que ese Godoy
es un hombre sin estudios. ¡Si creerá él que se gobierna una nación tocando la
guitarra!
RAFAEL.- Después de la paz de Basilea, nos vimos obligados a enemistarnos con
los ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de San Vicente.
DON ALONSO.- Alto allá. Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre
babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes
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de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la
saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues,
cada cual en su lugar.
RAFAEL.- Lo cierto es que se perdió la batalla. Pero esto no hubiera tenido
grandes consecuencias, si la Corte de España no hubiera celebrado con la
República Francesa el tratado de San Ildefonso, que nos puso a merced del
Primer Cónsul. El fantasma de la paz de Amiens duró poco. Francia e Inglaterra
volvieron a declararse la guerra, y, a nosotros, la neutralidad nos costó cien
millones de reales, que fue el subsidio que el Rey tuvo que convenir en dar a
Francia, y que de poco sirvió: fuimos arrastrados a la guerra, por culpa de
Inglaterra, que nos apresó cuatro fragatas que venían de América, cargadas de
caudales. Nos vimos entonces en brazos de Napoleón, quien dispuso que la
escuadra combinada partiese a la Martinica, con objeto de alejar de Europa a los
marinos de la Gran Bretaña, con objeto de desembarcar en la isla. Pero esto sólo
sirvió para demostrar la impericia y cobardía de Villeneuve. Se dice que Napoleón
está furioso con su almirante, y que piensa relevarle inmediatamente.
DON ALONSO.- Sí, pero también se dice que Monsieur Corneta busca una acción
de guerra que haga olvidar sus faltas. Yo me alegro, pues de este modo se verá
quién puede y quién no puede.
RAFAEL.- Lo indudable es que la escuadra inglesa anda cerca, y con intento de
bloquear a Cádiz. Los marinos españoles opinan que nuestra escuadra no debe
salir de la bahía, donde hay probabilidades de que venza. Mas el francés se
obstina en salir.
DON ALONSO.- Veremos. De todos modos, el combate será glorioso.
RAFAEL.- Glorioso, sí, pero no sé yo si afortunado. Nuestro armamento es muy
inferior frente al de los ingleses. sus marinos son veteranos, frente a los nuestros,
que es, en su mayor parte, gente de leva, siempre holgazana y que apenas sabe
del oficio, y la infantería se ha llenado en gran parte con tropa de tierra, muy
valerosa, pero que se marea.
DON ALONSO.- En fin, dentro de algunos días sabremos lo que ha resultar de
esto.
DOÑA FRANCISCA.- Lo que ha de resultar ya lo sé yo. Que esos caballeros, sin
dejar de decir que han alcanzado mucha gloria, volverán a casa con la cabeza
rota.
DON ALONSO.- Mujer, ¿tú qué entiendes de eso?
DOÑA FRANCISCA.- ¡Más que tú! Pero Dios querrá preservarle a usted, señor
don Rafael, para que vuelva usted sano y salvo.
GABRIEL.- Los bondadosos padres dejaron solos a los novios, permitiéndoles
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despedirse a sus anchas, y sin testigos. No pude asistir, claro, y, por tanto, me es
desconocido lo que pasó, pero es fácil presumir que habría todas las ternezas
imaginables por una y otra parte. Cuando Malespina salió del cuarto, estaba más
pálido que un difunto. Se despidió a toda prisa de mis amos, que le abrazaron con
el mayor cariño, y se fue. A mi amita la encontramos hecha un mar de lágrimas, y
confieso que, al ver la desgracia de los pobres amantes, se amortiguó en mi
pecho el rencorcillo que me inspiraba Malespina. El corazón de un niño perdona
fácilmente, y el mío no era el menos dispuesto a los sentimientos dulces y
expansivos.
(Oscuro)
PARTE VI
DON ALONSO.- Ahí está el coche. Vámonos antes de que ella venga.
GABRIEL.- A mí se me ensanchaba el pecho con la vista del paisaje, con la
alegría y frescura de la mañana, y, sobre todo, con la idea de ver pronto a Cádiz y
su incomparable bahía poblada de naves; sus calles bulliciosas y alegres; su
Caleta, que simbolizaba para mí en un tiempo lo más hermoso de la vida, amén de
la libertad, que nunca he vuelto a sentir con más intensidad que en aquellos años
primerizos de mi existencia. No habíamos andado más de tres leguas, cuando
reconocimos a Malespina y a su padre, que viajaban en dos hermosos alazanes.
Ambos se asombraron de ver a don Alonso, y más cuando se enteraron de que
viajaba a Cádiz para embarcarse. Nos detuvimos para comer en el parador de
Conil.
PARTE VII
MALESPINA PADRE.- ... y esperé a que los franceses se pusiesen en fila, y,
entonces, tomé bien la puntería, dirigiendo la mira a la cabeza del primer soldado,
¿comprende usted?, y disparé, y ¡zas!, la bala se llevó ciento cuarenta y dos
cabezas, y no cayeron más porque el extremo de la línea se movió un poco.
DON ALONSO.- Es maravilloso.
MALESPINA PADRE.- Bueno, en la defensa de Boulu se nos acabaron las
municiones, pero yo hice un gran destrozo cargando una pieza con las llaves de la
iglesia, pero no eran muchas, y, como un recurso de desesperación, metí en el
ánima del cañón mi reloj, mi dinero, y hasta mis cruces, que, por cierto, una de
ellas fue a dar en el pecho de un general francés, donde se le quedó como
pegada, y en París la Convención le condenó no sé si a muerte o a destierro por
llevar condecoraciones de un Gobierno enemigo.
¡DON ALONSO.- ¡Qué diablura!
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MALESPINA PADRE.- En Inglaterra, ya sabe usted que el Gobierno inglés me
mandó llamar para perfeccionar la artillería de ese país, me llamaban “el chistoso
español” Una vez, en Palacio, me suplicaron que les mostrase cómo era una
corrida de toros, y capeé y maté una silla, lo cual divirtió mucho a toda la corte,
especialmente al rey Jorge Tercero, que era muy amigo mío y me pedía que le
mandase a traer aceitunas, y quería que le enseñase español, pero nunca pudo
aprender más que “otro toro” y “vengan esos cinco”, que era lo que me decía
cuando iba a almorzar con él pescadilla y unas cañitas de Jerez.
DON ALONSO.- ¿Eso almorzaba?
MALESPINA PADRE.- Era lo que le gustaba más. Yo se la hacía traer de Cádiz,
envasada con un específico que me inventé.
DON ALONSO.- Fantástico. ¿Y decía usted que reformó la artillería inglesa?
MALESPINA PADRE.- Completamente. Inventé un cañón que no llegó a
dispararse, porque todo Londres, y los ministros, incluso la Corte entera vinieron a
suplicarme que no hiciera la prueba, por temor a que del estremecimiento cayeran
al suelo todas las casas.
DON ALONSO.¿Y tan gran pieza ha quedado relegada al olvido?
MALESPINA PADRE.- Quiso comprarla el Emperador de Rusia, pero no fue
posible moverla del sitio.
DON ALONSO.- Pues bien podía usted sacarnos del apuro inventando un cañón
que destruyera de un disparo la escuadra inglesa.
MALESPINA PADRE.- En eso estoy pensando. Verá...
RAFAEL.- Bueno, padre, ya hemos perdido demasiado tiempo. Si queremos llegar
a Cádiz esta misma noche debemos continuar camino.
MALESPINA.- De acuerdo hijo, pero ya tengo todos los cálculos hechos, ya se los
mostraré a usted, y no sólo para aumentar el calibre, sino para construir placas de
resistencia que defiendan a los barcos y los castillos.
RAFAEL.- Vamos, padre....
(Oscuro)
PARTE VIII
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GABRIEL.- No puedo describir el entusiasmo que despertó en mi alma la vuelta a
Cádiz. En cuantas personas encontraba al paso veía un rostro amigo, y todo era
para mí simpático y risueño: los hombres, las mujeres, los viejos, los niños, los
perros, hasta las casas, pues mi imaginación juvenil observaba en ello no sé qué:
me parecía que participaban del general contento por mi llegada. Mi espíritu veía
reflejar en todo lo exterior su propia alegría. Fuimos a alojarnos a casa de doña
Flora de Cisniega, prima de mi amo.
DOÑA FLORA.- Si tú hubieras hecho caso siempre de tu mujer, todavía serías
guardiamarina. ¡Qué carácter! Si yo fuera hombre y casado con mujer semejante,
reventaría como una bomba.
GABRIEL.- Doña Flora y doña Francisca se aborrecían cordialmente, como podrá
comprender quien escuche estas palabras, y considere el exaltado militarismo de
la una y el pacífico apocamiento de la otra.
DOÑA FLORA.- Has hecho bien en no seguir su consejo y en venir a la escuadra.
DON ALONSO.- (Queriendo hablar) ¡...!
DOÑA FLORA.- Todavía eres joven, Alonso; todavía puedes alcanzar el grado de
brigadier, que tendrías ya si Paca no te hubiese echado una calza como a los
pollos, para que no salgan del corral.
DON ALONSO.- (Que intenta defender a su mujer) ¡...!
DOÑA FLORA.- Lo principal es que todos los marinos de aquí están muy
descontentos del almirante francés, que ha probado su ineptitud en el viaje a la
Martinica y en el combate de Finisterre. Tal es su timidez...
GABRIEL.- Doña Flora de Cisniega era una vieja que se empeñaba en
permanecer joven: Lo más presente que tengo de su cuerpo es el conjunto de su
rostro, y un mohín que hacía con los labios al hablar, cuyo fin era, o achicar con
gracia la descomunal boca, o tapar el estrago de la dentadura, de cuyas filas
desertaban todos los años un par de dientes.
DOÑA FLORA.- ...Fue Gravina a Madrid a decírselo a Godoy, previendo grandes
desastres si no ponía al frente de la escuadra un hombre más apto, pero el
ministro le contestó cualquier cosa, porque no se atreve a resolver nada...
DON ALONSO.- (Intentando hablar de nuevo)
DOÑA FLORA.- Espérate. Déjame hablar a mí. ¿No has dicho tú ya todo lo que
querías? Te decía que no se atreve a resolver nada, y como Bonaparte anda
metido con los austríacos, mientras él no decida... También dice que éste está
muy descontento de Villeneuve y que ha determinado destituirle; pero entre
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tanto... ¡Ay! Napoleón debiera confiar el mando de la escuadra a algún español; a
ti, por ejemplo, Alonsito, dándote dos o tres grados de mogollón, que a fe bien
merecidos los tienes.
DON ALONSO.- Yo ya no estoy para eso.
DOÑA FLORA.- Bueno, pues a Gravina o a Churruca. Si no, esto va a acabar mal.
Para colmo, el embajador francés ha ordenado que se les entregue a los
franceses cuantos víveres necesiten, fíjate, con la escasez que tenemos entre la
fiebre amarilla por un lado, los malos tiempos que estamos pasando, por otro, que
han dejado a Andalucía hecha una aljofifa, y luego, añada usted a esto los
desastres de la guerra. Pero el intendente de Marina y el comandante de Artillería
han dicho que no le sueltan a Villeneuve nada, hasta que no lo pague con moneda
contante y sonante.
(El mismo juego anterior: doña Flora continúa hablando, pero su voz no se oye)
GABRIEL.- Era doña Flora persona muy prendada de las cosas antiguas, y muy
devota, aunque no con la santa piedad de mi señora doña Flora. Entusiasta por
todos los hombres de guerra, en general, y por los marinos, en particular. Como
no tenía hijos, ocupaban su vida los chismes de los vecinos, traídos y llevados en
pequeño círculo por dos o tres cotorrones como ella.
DOÑA FLORA.- ...No me quiero acordar de lo del cabo de Finisterre, donde por la
cobardía de nuestros aliados perdimos el Firme y el Rafael, dos navíos como dos
soles, ni de la voladura del Real Carlos, que fue una traición tal, que ni entre
moros berberiscos pasaría igual, ni del robo de las cuatro fragatas, ni del combate
del cabo de...
DON ALONSO.- Lo que es eso... Es preciso que cada cual quede en su lugar. Si
el almirante Córdova hubiese mandado virar por...
DOÑA FLORA.- Sí, sí; ya sé. Habrá que darles la gran paliza, y se la daréis. Me
parece que vas a cubrirte de gloria. Así haremos rabiar a Paca.
DON ALONSO.- Yo ya no sirvo para el combate. Vengo sólo a presenciarlo, por
pura afición, y por el entusiasmo que me inspiran nuestras queridas banderas. (Se
retira)
PARTE IX
GABRIEL.- Al día siguiente recibió mi amo la visita de un brigadier de Marina,
amigo antiguo, hombre de unos cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y
afable, pero con tal expresión de tristeza que inspiraba la mayor atracción. Más
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que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, de altos y delicados
pensamientos y no espíritu para arrostrar los horrores de una batalla. Era
Churruca
Las palabras del amigo de mi amo hicieron en mí gran impresión, pues con ser
niño, yo prestaba gran interés a aquellos sucesos, y ahora puedo recrear sus
palabras como si las estuviera escuchando en estos mismos momentos.
CHURRUCA.- “El almirante francés, deseando hacer algo que ponga en olvido
sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca
de los ingleses.
Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los
españoles. La discusión fue muy viva y acalorada y Alcalá Galiano cruzó con el
almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor, si
antes no los ponemos en paz.
Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de un
enemigo poderoso, cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron.
Además, yo mismo expuse que la estación avanza; que la posición más ventajosa
para nosotros es permanecer en la bahía, obligándolos a un bloqueo que no
podrán resistir.
Es preciso que confesemos con dolor la superioridad de la marina inglesa.
Nosotros, con gente menos diestra, armamento imperfecto, y mandados por un
jefe que descontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a la
defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer, conforme a la ciega
sumisión de la Corte de Madrid, y poner barcos y marinos merced a los planes de
Bonaparte, que no nos ha dado, en cambio de esta esclavitud, un jefe digno de
tantos sacrificios. Saldremos, si se empeña Villeneuve, pero si los resultados son
desastrosos, quedará consignada para descargo nuestro la oposición que hemos
hecho al insensato proyecto del jefe de la escuadra combinada. Villeneuve se ha
entregado a la desesperación, y la noticia de que va a ser relevado le induce a
cometer las mayores locuras, esperando reconquistar en un día su perdida
reputación por la victoria o por la muerte.”
GABRIEL.- Eso fue lo que dijo Churruca, y sus palabras quedaron grabadas a
fuego en mi memoria.
Pero dejemos al marino, y volvamos a doña Flora, que comenzó a prendarse de
mí y quería, a toda costa, convertirme en su paje.
PARTE X
DOÑA FLORA.- ¡Gabriel! ¿Dónde estás? ¡Ven aquí!
¡Ah, estás aquí! Anda, ven, que me vas a ayudar a limpiar la jaula del loro; ya
verás que animal más gracioso, cuando se le baña dice: “perro inglés, perro
inglés”. Después iremos a misa, y luego me acompañarás al peluquero, a ver si
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aprendes el oficio, que con él podrás ser un verdadero personaje.
GABRIEL JOVEN.- Más quisiera yo ser soldado que peluquero.
DOÑA FLORA.- ¡Ay qué muchacho! Sería una pena que perdieses una pierna, o
un brazo, o alguna parte no menos importante de tu persona, con lo guapo que
eres. Anda, vamos.
GABRIEL.- Así transcurrieron los días. Doña Flora, insistiendo en que la
acompañase a todos sitios, y yo aburriéndome soberanamente, en compañía del
loro, y de los señores que iban allá todas las tardes a decir si saldría o no la
escuadra, y otras cosas totalmente frívolas. ¡Y en tanto Marcial había llegado a la
casa, y trataba con mi amo de fijar día y hora para trasladarse definitivamente a
bordo! La situación había llegado a un punto en que había que tomar decisiones
drásticas.
DOÑA FLORA.- ¡Gabriel! ¿Dónde vas?
GABRIEL JOVEN.- A la escuadra, doña Flora.
DOÑA FLORA.- ¡Pero chiquillo! Tú lo que tienes que hacer es quedarte para
siempre a mi servicio. Yo te quiero mucho. Te daré toda la felicidad que necesitas.
(Lo besa. Pausa)
No se lo digas a nadie. Este será nuestro secreto, ¿verdad, Gabrielillo?
GABRIEL JOVEN.- Mi señora Flora, yo lo que quiero es ir a la escuadra, y
cuando vuelva podrá usted quererme a su antojo. Pero si no me deja ir, la
aborreceré tanto así.
¡Don Alonso, don Alonso, si no me lleva con usted a bordo, me arrojaré al mar!
DOÑA FLORA.- ¡Qué muchacho! Está bien, vete con mi primo. Pero prométeme
que te cuidarás y que evitarás los sitios de peligro. ¡Ay! Anda, dame un abrazo. Y
tú, Alonso, también.
PARTE XI
MARCIAL.- Qué, grumetillo, ¿te gusta?
GABRIEL JOVEN.- Es el barco más grande del mundo.
MARCIAL.- Y que lo digas: sesenta y un metros de eslora, y ciento cuarenta
bocas de fuego, entre cañones y carronadas.
GABRIEL JOVEN.- No me lo puedo creer, Marcial: navegar en este gigantesco
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barco, el mayor del mundo; presenciar una batalla, en medio de los mares; los
disparos de los cañones... ¡Y seguro que apresaremos barcos enemigos! ¡Y
volveremos cubiertos de gloria!
MARCIAL.- Eso espero, muchacho, eso espero. Monsieur Corneta...
GABRIEL JOVEN.- ¿Monsieur Corneta?
MARCIAL.- Villeneuve. Ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia
mandada por Álava, tiene siete navíos; el centro lleva otros siete y lo manda
Monsieur Corneta en persona; la retaguardia, también de siete, va comandada por
Dumanoir, y la reserva, compuesta por doce navíos, quemada don Federico. No
me parece mal esto. Lo malo es que le ha dicho a cada capitán que en la batalla
haga cada uno lo que le de la gana. ¡Ea, ya está! Pá eso, quién quiere un
almirante. En fin, Dios y la Virgen del Carmen vayan con nosotros y nos libren de
amigos franceses por siempre jamás amén. Y ahora, ayuda a extender la arena
por la cubierta.
GABRIEL JOVEN.- ¿Arena? ¿Para qué?
MARCIAL.- Para la sangre, muchacho, para la sangre.
(Oscuro)
MARCIAL.- Pero, ¿para qué dan orden de virar en redondo? ¡Ya se esparranció la
línea de batalla, que antes era mala y ahora es peor!
GABRIEL JOVEN.- ¿Qué quiere eso decir?
MARCIAL.- La línea es más larga que el camino de Santiago. Si el Señorito la
corta, adiós. Nadie va a poder venir a ayudarnos, ni de la cola, ni de la cabeza.
Además, estamos a sotavento. Bastante haremos con defendernos como
podamos. Que dios no saque bien y nos libre de los franceses por siempre jamás
amén Jesús.
GABRIEL.- Por primera vez percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi
corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel
momento en mi alma. no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me
acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes
consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad, y
todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hacia Dios, a quien
dirigí una oración que a mí se me ocurrió entonces. Había sonado el primer
cañonazo.
Parecía que el navío de Nelson iba a caer en nuestro poder, porque la artillería del
Trinidad le había destrozado el aparejo, y perdía su palo de mesana. Yo veía a mi
amo alentando a oficiales y marineros con su ronca vocecilla.
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GABRIEL JOVEN.- ¡Si te viera ahora doña Francisca...!
GABRIEL.- Una hábil maniobra del gran Nelson provocó que el Trinidad quedase
rodeado de navíos ingleses.
GABRIEL JOVEN.- ¡Marcial! ¡Marcial!
MARCIAL.- ¡Protégete, chaval! ¡Esto va a ser una escabechina!
GABRIEL JOVEN.(A Gabriel viejo)
¿Cómo lo recuerdas ahora?
GABRIEL.- Aún me parece oír el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale
de un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido de
desesperación, precursor de exterminio; ahora himno de júbilo que indica la
victoria; después algazara rabiosa que se pierde en el espacio, haciendo lugar a
un terrible silencio que anuncia la vergüenza de la derrota.
Yo tuve... tuvimos que transportar a los heridos a la bodega, donde estaba la
enfermería. Algunos morían en el trayecto, y otros tenían que sufrir dolorosas
operaciones.
GABRIEL JOVEN.- La arena ya no servía para nada, y la sangre corría de acá
para allá, a merced de los vaivenes del buque, formando fatídicos dibujos.
GABRIEL.- El alma del buque también se sentía perecer, y el navío mismo, aquel
cuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas.
El Bucentauro, navío general, se rindió a nuestra vista. Villeneuve había arriado
bandera. Todo el fuego, entonces, se dirigió al Santísima Trinidad. Miré al alcázar
de popa y vi que el general Cisneros había caído.
PARTE XII
MARCIAL.- ¡Gabriel! ¡Gabriel! (Gabriel joven acude corriendo al lado de Marcial)
No puedo más, se me sube la pólvora a la azotea. Tráeme agua.
¡El Trinidad no se rinde!.
Oscuro.)
DON ALONSO.- ¡Muchacho! ¡Gabriel! ¡Has vuelto!
MARCIAL.- ¡Eh, grumetillo! Ya pensaba que te habías quedado “encarajotao”
DON ALONSO.- ¡Medio-Hombre!
MARCIAL.- Bueno, no sería el primero. Menos mal que el chaval tiene la cabeza
dura y la bala sólo le rozó. ¿Tienes hambre? Toma.
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(Le da unas galletas)
Barco sin lastre no navega.
GABRIEL JOVEN.- ¿Dónde estamos?
MARCIAL.- En el Santa Ana.. El Trinidad se fue a pique, y nos pudimos poner a
salvo en una lancha. Los ingleses que custodian el Santa Ana nos han auxiliado.
DON ALONSO.- Somos prisioneros, Gabriel, somos prisioneros.
RAFAEL.- ¡Don Alonso! ¡Don Alonso! ¿Es grave?
DON ALONSO.- No, ¿y la suya?
RAFAEL.- Saldré de ésta.
DON ALONSO.- Cuéntame, ¿cómo es que has llegado hasta aquí?
RAFAEL.- Nos transportaron desde el Nepomuceno, donde había tantos heridos,
que ha habido que repartirlos entre varios barcos.
DON ALONSO.- ¿Y Gravina, que ha sido de él?
RAFAEL.- No tuvo más remedio que retirarse. Hallándose el Príncipe de Asturias
con todas las jarcias cortadas, sin palos, acribillado a balazos, herido Gravina y su
mayor general, Escaño, decidieron abandonar la lucha, porque toda resistencia
era insensata y la batalla estaba perdida. En un resto de arboladura puso la señal
de retirada, y se dirigió a Cádiz acompañado del San Justo, el San Leandro, el
Montañés, el Indomptable, el Neptune y el Argonauta.
DON ALONSO.- ¿Y es cierto que Churruca ha muerto? No consigo hacerme a la
idea.
RAFAEL.- Desde que salimos de Cádiz, él ya preveía este desastre. El diecinueve
dijo a su cuñado Apodaca: “Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a
pique”.
¡Qué lástima de valor! Cuando Churruca vio que Villeneuve ordenaba virar en
redondo, se dio cuenta de que la batalla estaba ya perdida. Seis navíos enemigos
nos rodeaban y el San Juan Nepomuceno se defendía heroicamente. Churruca
economizaba munición basándolo en la puntería, y él mismo fue a disparar a un
navío que nos molestaba a proa. Cuando volvía, una bala de cañón le acertó en la
pierna derecha, y casi se la desprendió. Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en
mis brazos. Dijo: “Esto no es nada, que siga el fuego.” La vida se le escapaba por
momentos, pero mandó clavar la bandera, y dijo que no se rindiese el barco
mientras él alentara vida. Cuando los oficiales de las seis naves que habían
destrozado al San Juan subieron a bordo, todos se disputaban la espada del
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héroe, y decidieron que el comandante accidental del San Juan decidiese a quién
se había rendido, a lo que éste respondió: “A todos, que a uno sólo jamás se
habría rendido el San Juan.”
GABRIEL.- El cansancio me venció, y quedé dormido. De repente un gran
estruendo confundió mis sueños con la realidad, creyendo que todavía estaba en
el combate.
Pero no era así: el comandante del Santa Ana Don Ignacio de Álava y la
maltrecha tripulación que quedaba en pie se habían hecho con el barco,
reduciendo a los ingleses, y escapando de los que intentaban represar al navío.
Sin embargo, el estado del barco hacía muy difícil que éste pudiese llegar hasta
Cádiz, más aún con el temporal que teníamos encima. El señorito Malespina había
resultado herido en la revuelta, y también Marcial. Se determinó que los oficiales
heridos pasasen al Rayo, que estaba en buenas condiciones para llegar a Cádiz.
Don Alonso consiguió que nos embarcasen también a Marcial y a mí, en calidad
de criado, o paje, o enfermero del prometido de Rosita.
DON ALONSO.- La suerte me ha traído a este buque y en él estaré hasta que
Dios decida si nos salvamos o no. Si llegas antes que yo, como espero, di a Paca
que el buen marino es esclavo de su patria, y que yo he hecho muy bien en venir
aquí, y que estoy contento de haber venido, y que no me pesa, no señor, no me
pesa...; al contrario... Dile que se alegrará cuando me vea, y que, de seguro, mis
compañeros me habrían echado de menos si no hubiera venido..,. ¿Cómo habría
de faltar? ¿No te parece a ti que hice bien en venir?
GABRIEL JOVEN.- Pues claro; ¿eso qué duda tiene?
DON ALONSO.- Veo que eres persona razonable. Pero como Paca tiene ese
genio tan raro... En fin... que se pondrá furiosa cuando vuelva, pues..., como no
hemos ganado, dirá esto y lo otro..., me volverá loco, pero ¡quiá!... yo no le haré
caso. ¿Qué te parece a ti? ¿No es verdad que no debo hacerle caso?
GABRIEL JOVEN.- Ya lo creo. Usía ha hecho muy bien en venir. Eso prueba que
es un valiente marino.
DON ALONSO.- Adiós Gabrielillo. Y cuidado con lo que le dices a Paca.
MARCIAL.- Hemos salido de Guatemala, para entrar en Guatepeor. A este
condenado le pusieron Rayo por mal nombre. Él dice que entrará en Cádiz antes
de medianoche, y yo digo que no entra. Veremos a ver.
GABRIEL JOVEN.- ¿Qué dices, Marcial, que no llegaremos?
MARCIAL.- Medio-Hombre, chaval, Medio-Hombre; te has ganado a pulso
llamarme así.
GABRIEL JOVEN.- Es que cuando mi señor don Alonso y los oficiales del Santa
Ana creen que el Rayo entrará esta noche, por fuerza tiene que entrar.
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MARCIAL.- Usted, señor Gabrielito, no entiende de esto. ¿Tú no sabes,
“sardiniya”, que esos señores de popa se equivocan más fácilmente que nosotros
los marinos de combés. Si no, ahí tienes a Monsieur Corneta, que cargue el diablo
con él. Ya ves cómo no ha tenido ni idea de cómo llevar la acción. ¿Tú crees que
si hubiera hecho lo que yo decía se hubiera perdido la batalla?
GABRIEL JOVEN.- ¿Y tú crees que no llegaremos a Cádiz?
MARCIAL.- Yo lo que digo es que este navío es más pesado que el plomo, y
además, traicionero. Tiene mala andadura, gobierna mal, y parece que está cojo,
tuerto y manco.
MALESPINA PADRE.-... en la guerra del Rosellón, los heridos graves, y yo lo
estuve varias veces, mandábamos a los soldados que bailasen y tocasen la
guitarra en la enfermería, y seguro estoy de que ese tratamiento nos curó más
pronto que los emplastos y...
GABRIEL JOVEN.-¡Señor Malespina! ¡Señor Malespina! ¡Qué alegría!
MALESPINA PADRE.- ¡Gabriel! ¿Y tu amo, está bien?
GABRIEL JOVEN.- Sí. Está en el Santa Ana. ¡Pero venga, venga, que el señorito
Rafael está conmigo1
MALESPINA PADRE.- ¡Dios mío! Yo sabía que no había muerto, lo sabía...
¡Pronto, llévame con él.
¡Hijo! ¡Hijo mío! Abrazándolo.
RAFAEL.- Padre...
MALESPINA PADRE.- ¿Estás herido? Déjame ver... Eso que tienes no es nada,
Perdona. Eso que tienes no es nada; un simple rasguño. Tú no estás
acostumbrado a sufrir heridas. ¡Si hubieras estado en la guerra del Rosellón!
Aquéllas si que eran heridas. A mí me entró una bala por el antebrazo, subió hacia
el hombro, dio la vuelta por toda la espalda y vino a salir por la cintura, y a los tres
días estaba mandando de nuevo a la artillería.
MARCIAL.- El vendaval arrecia, y no creo que lleguemos a Cádiz esta noche.
MALESPINA PADRE.- Lo que habría que hacer es barcos de hierro, de más de
siete mil toneladas, ¿y saben ustedes qué los movería? Pues el vapor, sí el vapor
de agua, que comprimido y dilatado en unos cilindros movería unas ruedas
MARCIAL.- Con todos los respetos, señor Malespina eso es imposible.
MALESPINA PADRE.- No, no lo es, y en cuanto lleve a mi hijo a donde pueda
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descansar tendré mucho gusto en explicárselo.
GABRIEL.- Esa explicación nunca tuvo lugar. Se dispararon dos cañonazos para
pedir auxilio a la playa, ya cercana, y acudió una balandra al rescate, cuando ya el
barco había embarrancado, y se deshacía. Ya sólo quedaba salvar la vida. Vi
cómo don José María y su hijo eran transportados a la nave.
(Luz de nuevo a la plataforma, donde están Gabriel joven y Marcial)
GABRIEL JOVEN.- ¡Vamos, Marcial, un esfuerzo!
MARCIAL.- No puedo. Gabrielillo, no me abandones.
GABRIEL JOVEN.- Venga, Medio-Hombre, ánimo, mueve lo que te queda de la
pata de palo.
MARCIAL.- No puedo, Gabriel, no puedo.
GABRIEL JOVEN.- ¡Que alguien me ayude! ¡Por Dios, que alguien me ayude!
¡Marcial, nadie me hace caso!
MARCIAL- Déjales. Lo mismo da a bordo que en tierra. Márchate tú; corre,
chiquillo, que te dejan aquí.
GABRIEL.- ¡Me han dejado, nos han dejado!
MARCIAL.- Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Puesto que Dios quiere, aquí hemos
de morir los dos. Por mí, nada importa, soy un viejo y no sirvo para maldita la
cosa.. Pero tú... eres un niño... Ánimo, Gabrielillo; el hombre debe ser hombre, y
ahora es cuando se conoce quién tiene alma y quién no la tiene. Abrázame y
apriétate bien contra mí.
GABRIEL.- Pero el fin de mis días aún no había llegado. Una balandra que habían
enviado a reconocer los restos del Rayo y de un barco francés que había sufrido la
misma suerte nos encontró a Marcial y a mí. Marcial ya había muerto, Dios lo
tenga en su gloria. Volví a Cádiz, donde me recibieron en casa de doña Flora con
grandes muestras de cariño, especialmente ella, llamándome pimpollo, remono,
angelito y otras lindezas por el estilo. Don Alonso se encontraba bien. Rosa y don
Rafael se casaron, y a mí me ordenaron ponerme al servicio de los recién
desposados, pero yo ya tenía un propósito inquebrantable. Así que determiné ir a
Madrid, a pesar de que doña Flora quiso atarme con las marchitas rosas de su
amor, y desde aquel día, ¡cuántas cosas me han pasado dignas de ser referidas!
Mi destino, que ya me había llevado a Trafalgar, llevóme después a otros
escenarios gloriosos o menguados, pero todos dignos de memoria. ¿Queréis
saber mi vida entera? Pues aguantad un poco, y os diré algo más en otro libro.
(OSCURO FINAL)
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