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El artículo 22 y el proyecto de una comunidad de iguales
Roberto Gargarella
Introducción
Hace ya varias décadas, y en vísperas de un nuevo intento de reforma constitucional,
varios académicos del derecho fueron consultados con el objeto de conocer su opinión
sobre dicha eventual reforma. Preguntado al respecto el Dr. Silvio Frondizi, éste
concentró su atención, fundamentalmente, en dos artículos de la Constitución Argentina
que, a su criterio, merecían un imediato recambio. El primero de los artículos referidos
fue, no sorprendentemente, el art. 17, relacionado con la propiedad privada; y el segundo
–que terminaría por constituirse en el eje principal de su presentación- fue el art. 22. En el
texto escrito para dicha ocasión, Frondizi pedía la “supresión lisa y llana de la norma
contenida en el artículo 22”, para abrir entonces la Constitución a formas directas y
semidirectas de democracia, iniciativas éstas que debían ir acompañadas –decía- por
reformas a ser implementadas en otras esferas de la vida social (por ejemplo, en el ámbito
del trabajo o la Universidad).1
Puesto a pensar sobre mi contribución para este volumen, y decidido a escribir en
torno al artículo 22, el hallazgo del texto de Frondizi representó una excelente novedad, y
constituyó también una buena fuente de motivación. Con un lenguaje seguramente lejano
para el lector de hoy, Frondizi acertaba en su selección y –me animaría a decir- también
en sus conclusiones. En todo caso, para retomar y reforzar lo que él escribiera hace casi
medio siglo, expondré a continuación algunos de los desafíos constitucionales que
encuentro planteados, a partir del artículo 22, y algunas respuestas imaginables frente a
los mismos.
En el camino de este examen, haré referencia a una diversidad de problemas
generales propios del constitucionalismo y, muy en particular, del reformismo
constitucional. Entre ellos, los problemas relacionados con lo que denominaré el hecho de
la contradicción constitucional; problemas de interpretación relacionados con los legados
jurídicos recibidos (legados definidos, de modo habitual, por presupuestos filosóficos que
hoy rechazamos); problemas relacionados con los injertos y transplantes legales;
problemas vinculados con los vínculos y las tensiones existentes entre las partes
dogmática y orgánica de la Constitución; y problemas relacionados con la pretendida
autonomía del derecho.
I. Sobre la filosofía política que apoyaba al texto
Lo primero que quisiera destacar, en torno al texto del art. 22, es que el mismo responde a
una filosofía política particular, claramente asociada con una teoría de la democracia
elitista, como fue la que compartió y difundió la famosa generación del 37 argentina, a
tono con buena parte de la dirigencia política latinoamericana. Sin lugar a dudas, es esta
1
S. Frondizi, (1972), Doctrina jurídica, año I, n. 9. Agradezco la referencia al amigo Miguel Benedetti.
peculiar filosofía la que en parte explica y en parte da sentido, al llamativo texto del art.
22.
Son estos rasgos elitistas los que se advierten, por caso, en el pensamiento político
expuesto por Esteban Echeverría en el “Dogma Socialista.” Allí, el joven intelectual
afirmaría que “la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que
sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional de la comunidad social. La parte
ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento
uniforme del pueblo racional. La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las
masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón.”2
Esta misma matriz de pensamiento es la que se advierte consistentemente en los
trabajos de Domingo Faustino Sarmiento, luego Presidente de la Nación. Así se advierte,
por caso, cuando el sanjaunino diferencia la “soberanía de la razón,” de la “soberanía de
la voluntad,” para afirmar la necesidad de que el sistema institucional consagre y
defienda la primera (vinculada a una exclusiva elite), en lugar de la segunda (propia del
pueblo, en general). La voluntad de la nación, decía Sarmiento “se expresa solamente por
los dictados de la razón de los hombres ilustrados, y esto es lo que se llama la razón
nacional...Somos demócratas para el establecimiento de la libertad por la razón nacional,
y no por la voluntad nacional.”3
Y todo ello es exactamente idéntico, por lo demás, a lo que afirmaba Juan
Bautista Alberdi, principal ideólogo de la Constitución del 53, cuando –en un pasaje
crucial de su notable obra Sistema económico y rentístico- mantenía: “No participo del
fanatismo inexperimentado, cuando no hipócrita, que pide libertades políticas a manos
llenas para pueblos que sólo saben emplearlas en crear sus propios tiranos. Pero deseo
ilimitadas y abundantísimas para nuestros pueblos las libertades civiles, a cuyo número
pertenecen las libertades económicas de adquirir, enajenar, trabajar, navegar,
comerciar, transitar y ejercer toda industria.”4
2
E. Echeverría, Dogma Socialista, Buenos Aires: La Facultad (1915), 185-186. Sostenía también que, dado
que la soberanía era ”el acto más grande y solemne de la razón de un pueblo libre,” entonces: cómo podrán
concurrir a este acto los que no conocen su importancia? Los que por su falta de luces son incapaces de
discernir el bien del mal en materia de negocios públicos? Los que, como ignorantes que son de lo que
podría convenir, no tienen opinión propia y etán por consiguiente expuestos a ceder a las sugestiones de los
mal intencionados? Los que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la patria y la
existencia de la sociedad? Cómo podrá, digo, ver el ciego, caminar el tullido, articular el mudo, es decir,
concurrir a los actos soberanos el que no tiene capacidad ni independencia?” Ibid.
3
D. Pérez Guilhou (1989), Sarmiento y la Constitución, Mendoza: Fundación Banco de Crédito Argentino,
89.
4
Y continuaba: “Estas libertades, comunes a ciudadanos y extranjeros (por los arts. 14 y 20 de la
Constitución), son las llamadas a poblar, enriquecer y civilizar estos países, no las libertades políticas,
instrumento de inquietud y de ambición en nuestras manos, nunca apetecidas ni útiles al extranjero, que
viene entre nosotros buscando bienestar, familia, dignidad y paz.- Es felicidad que las libertades más
fecundas sean las más practicables, sobre todo por ser las accesibles al extranjero que ya viene educado en
su ejercicio.” Juan Bautista Alberdi, “Sistema Económico y Rentístico,” en J. B. Alberdi (1920), Obras
Selectas, Buenos Aires: Ed. La Facultad, Tomo xiv, 64-65.
Las tres citas anteriores, provenientes de tres personajes centrales en el momento
de nuestra creación constitucional, sólo reafirma lo que es ya conocido: una parte
fundamental, seguramente la más influyente, del grupo de nuestros “padres fundadores,”
descreía de la democracia, tal como hoy la entendemos, a la vez que mostraba una
profunda desconfianza acerca de las capacidades de la ciudadanía para actuar
colectivamente. A nivel constitucional, fue con ellos que el país consolidó su tránsito
desde “la soberanía del pueblo a la soberanía de la razón,” tal como lo describiera Natalio
Botana.”5 A nivel de políticas públicas, con ellos se inauguraba un período sintetizado por
el historiador Tulio Halperín Donghi como uno de “rigor político y activismo
económico.”6 Es en este núcleo teórico, en definitiva, en donde, típicamente, un artículo
como el 22 encuentra apoyatura, hasta tornarse explicable, comprensible.
II. Sobre el valor de aquellos orígenes y opiniones, en el campo de la interpretación
constitucional
Para muchos miembros salientes de nuestra comunidad jurídica, el hecho de que nuestros
“padres fundadores” mostrasen aquellas disposiciones políticamente elitistas, anticolectivistas, escépticas frente a la democracia, y críticas frente al Estado, han resultado
elementos contundentes a la hora de interpretar nuestra Constitución. Toda una corriente
distintiva de interpretación constitucional argentina, como la que puede identificarse
como la “jurisprudencia Bermejo” está marcada por esa mirada “originalista” sobre la
Constitución (una mirada que aconseja asentar la interpretación constitucional en los
escritos, las intenciones y las expectativas propias de nuestros “padres fundadores”).
Cabe recordar, en todo caso, que Antonio Bermejo no fue un juez más, dentro de nuestra
inestable historia judicial, sino que fue presidente de la Corte desde 1905 hasta su muerte
en 1929, y que ostenta por lejos el récord de permanencia de un ministro en dicha Corte.
Pero es esa misma mirada, finalmente, la que se encuentra en cantidad de autores y
doctrinarios constitucionales; y del mismo modo en cantidad de fallos judiciales
producidos por nuestros tribunales, en todas sus instancias, hasta la actualidad.
Sin embargo, en lo personal me interesa destacar el modo en que estas (según
diré) pobres lecturas “originalistas” han sido recuperadas en numerosos fallos
relacionados con la protesta social y la movilización ciudadana, que han vuelto a vincular
a nuestra Constitución con sus tradiciones más conservadoras y menos democráticas –
fallos entre los cuales destaca, por las peores razones, el fallo Shiffrin, dictado en tiempos
de severa crisis por la Cámara Nacional de Casación Penal.7
N. Botana (1996), “La transformación del credo constitucional,”Estudios Sociales, 23; Año VI, Nº 11,
CEDEHIS-UNL, S.Fé.
6
T. Halperín Dongui, (1995), Proyecto y construcción de una nación, 1846-1880, Buenos Aires: Ariel,
Biblioteca del Pensamiento Argentino.
29. Alberdi requería, según Halperín Donghi, que la economía fuera forjada “bajo la férrea dirección de una
elite política y económica, consolidada en su prosperidad por la paz de Rosas, y heredera de los medios de
coerción por él perfeccionados.” Ibid.
7
Sólo como ilustración, destaco un párrafo que ya a pasado a ser parte de las páginas más vergonzantes de
nuestra historia constitucional, que pertenece al fallo Shiffrin, elaborado por la Cámara Nacional de
Casación Penal, y que constituye una de las decisiones más relevantes e influyentes de nuestra
5
Este fallo, como tantos otros fallos recientes, implica una abierta e injustificada
aceptación de una lectura conservadora, sino directamente reaccionaria, de la idea de
democracia inscripta en nuestra Constitución. Se trata, en todo caso, de una lectura que
sorprende frente a la obvia posibilidad de optar por otras igualmente asequibles, más
justificadas y constitucionalmente menos irritantes. Sólo para hacer notar el contraste
entre concepciones disímiles, y sus diferentes implicaciones, señalaría que desde visiones
más robustas de la democracia, que toman a la crítica política y a la participación
ciudadana como elementos constitutivos de la misma –pensemos, por caso, en una
concepción “deliberativa” de la democracia-8 una protesta como la que estaba en juego en
el caso podía considerarse como un enorme servicio y contribución hacia la vida en
común.9 En su lugar, el conflicto ha sido visto como una afrenta merecedora del mayor
reproche político y judicial posible (traducido en un procesamiento judicial, bajo el cargo
de sedición).
La pregunta, en todo caso, es más general, y nos refiere a lo siguiente: por qué es
que deberíamos optar por una lectura de la Constitución que acercase a la misma a la
visión (antiestatista, individualista, fuertemente hostil a la participación popular) que
tenían algunos de nuestros “padres fundadores”, o aún una mayoría de ellos? Para
ejemplificar lo dicho, imaginemos que James Madison hubiera escrito su proyecto de
Constitución con el primer y fundamental objetivo de diseñarse un “traje a medida,” y
convertirse luego en Presidente de su país. Aún si tuviéramos absoluta constancia de
dicho hecho, ello no diría absolutamente nada a favor de las pretensiones
(constitucionales) del virginiano, ni mucho menos sobre la necesidad de sus
contemporáneos de leer la Constitución en sintonía con las ocultas o declaradas
aspiraciones políticas de su principal ideólogo.10
jurisprudencia, en materia de conflicto social “Expresa Miguel Ángel Ekmedjián en Tratado de Derecho
Constitucional, t.II, pág.599, Ed. De Palma, "lo que afirma el artículo 22 de la Constitución Nacional es que
la única forma legítima y verificable de la expresión soberana del pueblo, es el sufragio. Por medio de éste,
el pueblo rechaza o acepta las alternativas que le propone la clase política. Este artículo rechaza la anarquía
del populismo y el autoritarismo de derecha o de izquierda, así como cualquier intento de quebrantamiento
del sistema constitucional y de las instituciones políticas. Otros tipos de presunta expresión de la voluntad
popular, distintos del sufragio (tales como reuniones multitudinarias en plazas o lugares públicos,
encuestas, huelgas, lock-outs u otros medios de acción directa, vayan o no acompañadas por las armas, etc.)
no reflejan realmente la opinión mayoritaria del pueblo, sino a los sumo, la de un grupo sedicioso".
8
Ver, por ejemplo, J. Elster (1980), Deliberative Democracy, Cambridge:Cambridge University Press.
9
Se trataba –alguien podría decir- de trabajadores desempleados que, a pesar de las tremendas dificultades
que padecían por razones ajenas a su responsabilidad, eran capaces de ponerse de pie para hacer conocer
frente a sus conciudadanos los agravios cometidos por el Estado Nacional.
10
Lo mismo ocurriría si habláramos no de un individuo, sino de un grupo: el hecho de que los “padres
fundadores” de la Constitución norteamericana hubieran sido, en un número significativo, esclavistas,
decididos a usar la Constitución para mantener sus propios privilegios, no dice absolutamente nada acerca
de los modos en que sus sucesores debían interpretar la Constitución que ellos legaban, ni mucho menos
acerca del status constitucional especial merecido por la práctica de la esclavitud. Y lo mismo pasaría si nos
concentrásemos no en las intenciones particulares de una persona o grupo, sino en sus compromisos
públicamente asumidos. Todos los miembros de la Convención de Rionegro, en Colombia (1863), por caso,
fueron políticos vinculados con el partido liberal, que estaban abiertamente animados a legislar en contra
del conservadurismo. Sin embargo, es difícil sostener que, una vez aprobada la Constitución, ella mereceía
ser interpretada conforme a aquellas sesgadas –públicamente injustificables- ambiciones grupales.
Y algo más importante todavía: aún si pudiéramos desentrañar los estados
mentales de nuestros constituyentes (cosa que no podemos); aún si todos ellos hubieran
compartido los mismos propósitos constitucionales (lo cual no es cierto); aún si
supiéramos en qué nivel de abstracción deberíamos entender los compromisos que ellos
asumieron (lo que no es nada claro); y contásemos (como no contamos) con todos los
materiales relevantes capaces de permitirnos conocer el pensamiento de todos ellos (un
pensamiento que fue cambiando, muchas veces radicalmente, con el correr del tiempo);
entonces todavía seguiríamos enfrentando problemas más bien insolubles en materia de
interpretación constitucional. Y es que la Constitución argentina, como absolutamente
todas las Constituciones de la región, fue reformada varias veces, con el paso del tiempo,
para acumular, en capas superpuestas, sentidos y pretensiones muy habitualmente en
tensión entre sí.
De lo dicho (y sin agregar más, por ahora), se desprende ya el carácter
absolutamente arbitrario de las interpretaciones usuales que se dan al artículo 22. La
Constitución argentina tiene que ver con la visión políticamente elitista de nuestros
“padres fundadores,” pero (con independencia de lo que deba importarnos, o no,
semejante comprabación) es mucho más que eso, entre otras razones a partir de las
diversas reformas que sufrió, y que implicaron la incorporación de numerosas
pretensiones sociales en su texto –pretensiones que desafían aquel elitismo originario-;
abiertos compromisos con formas diversas de participación política popular;11 y una
vocación decididamente más inclusiva, sobre todo en relación con los grupos (mujeres,
indígenas) que abiertamente habían sido excluidos en los años de su fundación.
III. Algunos problemas teóricos
Tal como planteábamos en la sección anterior, nuestra Constitución –como tantas otrasacumula en su texto sedimentos de tradiciones de pensamiento diferentes, que terminan
por darle a la misma un perfil especial, que hace más compleja su apropiación colectiva,
y la consiguiente asignación de sentido a sus términos. Simplificando, podríamos decir
que nuestra Constitución mezcla, de manera abierta, y como mínimo: i) una tradición
democrática elitista, asociada con el pacto liberal-conservador que estuvo en el origen de
su creación (1857); una tradición social, con raíces en la doctrina social de la Iglesia, el
socialismo y el peronismo (1945/1957); y una doctrina más actual, más propia de los
años 90 y la oleada de “transiciones a la democracia,” que muestra una preocupación
especial por el resguardo de los derechos humanos (1994).
Este fenómeno de superposición de capas constitucionales parece muy propio de
nuestro tiempo. La Constitución argentina es un buen ejemplo de ello, dado que se llega a
ella a partir de la acción sucesiva de grupos con visiones políticas más bien
contradictorias entre sí. Mientras tanto, otras Constituciones, como la colombiana,
convierten lo sucesivo en simultáneo: surgida de un acuerdo constitucional en el que
En su actual redacción, y particularmente en la sección de “nuevos derechos” –artículos 36 a 43- la
Constitución reivindica la soberanía popular; constitucionaliza los partidos políticos; consagra el derecho
de iniciativa popular y el de consulta popular; y reconoce derechos especiales a grupos previamente
marginados por el accionar del Estado.
11
participan desde fuerzas de la derecha extrema, hasta representantes de la guerrilla, dicha
Constitución aparece abrazando una visión neoliberal de la economía, a la vez que
consagra cláusulas sociales avanzadas como en pocos países del planeta. Dicho fenómeno
plantea frente a nosotros numerosos interrogantes teóricos, aunque aquí sólo podré
referirme, brevemente, a algunos de ellos. El primero de tales cuestionamientos tiene que
ver –simplemente- con qué se hace cuando nos enfrentamos con un texto constitucional
que alberga componentes entre sí contradictorios, tal como ocurre en todos los textos
constitucionales de la región. Este hecho definitorio del constitucionalismo de la región –
llamémosle el hecho de la contradicción- resulta notable, sobre todo, cuando lo
confrontamos con las actitudes habituales de muchos de nuestros colegas, en materia de
interpretación del derecho. Recordemos, por caso, las conclusiones afirmadas (con alguna
débil razón de su lado) por la “jurisprudencia Bermejo,”12 o las que se derivan de la
decisión de la CNCP en Shiffrin: en ambos casos, sin mayor discusión, la justicia
presumió un perfil único –conservador, elitista- para la Constitución, sin siquiera registrar
los múltiples compromisos de la misma, en direcciones opuestas a la indicada.13
Por mi parte, y desde ya asumiendo lo ilusorio e indeseable de contar con un texto
moldeado a partir de una sola visión constitucional (como la presente en la referida
Constitución colombiana de 1863, hecha con la exclusión abierta del conservadurismo),
diría, ante todo, que el “hecho de la contradicción” –como rasgo propio del
constitucionalismo regional- no es uno que merezca celebrarse, sobre todo en la medida
en que el mismo nos abre al riesgo obvio de que la Constitución sea interpretada de
modos esquizofrénicos, y en todos los casos a partir de alguna apoyatura textual real.
Frente a este tipo de constituciones, agregaría, son preferibles otras, no guiadas por la
uniformidad, pero sí por una vocación de mayor consistencia interna. El constituyente –
todos nosotros- debe hacerse cargo de la existencia de tales tensiones, y de la importancia
y urgencia de resolverlas del mejor modo posible.
La cuestión referida nos plantea un nuevo problema teórico de interés, que tiene
que ver con los modos de integrar una reforma, realizada sobre un cuerpo o legado
constitucional de décadas, o tal vez cientos de años. El tema, de los más cruciales en la
historia del constitucionalismo regional, no parece haber sido bien resuelto –ni en la
Argentina, ni en otros países vecinos- a pesar de su centralidad, y la recurrencia con que
el mismo fuera discutido (el debate parecía ser el más importante en los primeros años
del cosntitucionalismo latinoamericano: cómo lidiar con el legado jurídico colonial?).
Claramente, no basta con arrojar algún texto o unas pocas cláusulas sobre un cierto
cuerpo constitucional ya “vivo,” para asegurar la integración y subsistencia de las
12
El derecho constitucional era entonces menos contradictorio de lo que sería luego.
Contrastemos, sino, este “hecho de la contradicción” con la postura que defendiera, en su momento, el
célebre tratadista penal Sebastián Soler. Soler presumía que la llegada de nuevos agregados, sobre un texto
legal ya escrito y vigente, generaba una dinámica a través de la cual los elementos nuevos iban tomando de
a poco la textura del documento vigente, del mismo modo en que ocurre, decía, cuando una hoja cae sobre
un lago. O pensemos en la visión que Carlos Nino describiera con la imagen del legislador omnisciente,
ideal, y que simplemente presumía un sentido único recorriendo de punta a punta la columna vertebral del
documento legal en cuestión (una aproximación muy problemática, en general, aunque capaz de ganar
algún sentido frente a obras cuya realidad es más cercana a esa idealización -i.e., en el caso de Nino, el
Código Civil Napoleónico). C. Nino (1989), Introducción al análisis del derecho, Buenos Aires: Astrea.
13
novedades introducidas: como ocurre con los transplantes de células, el cuerpo dominante
puede absorber o rechazar esos “injertos,” y ello tiene que ver –entre otras cosas- con los
modos en que se lleva a cabo ese implante.14 Nuestra costumbre, me parece, ha sido, de
modo muy habitual, una que parece peligrosamente emparentada con la desidia
constitucional o la hipocrecía, y que se ha expresado en la mera agregación de esos
artículos o células nuevas, sobre el viejo cuerpo viejo constitucional existente. Es decir,
nos hemos desentendido del difícil trabajo requerido por la integración de lo “nuevo” con
lo “viejo” –o por la (pretendida) desintegración de lo “viejo”.
La cuestión se torna más complicada en casos como el argentino, en donde el
organismo constitucional vigente acumula herramientas fundadas en presupuestos
teóricos no diferentes sino directamente antitéticos –un hecho que nos descubre otra serie
de cuestiones teóricas de interés. Y es que, en efecto, y como nos lo demuestra el caso del
artículo 22, nuestra Constitución tiene secciones enteras escritas a la luz de presupuestos
anti-mayoritarios –como los que describiera Alberdi- y que aconsejan –según Alberdilibertades políticas restringidas. Y al mismo tiempo, y por otro lado, las cláusulas más
nuevas parecen responder, como veíamos, a otra filosofía política, y a otra teoría de la
democracia, que pretende una activa intervención política ciudadana. Según entiendo,
tomarse en serio la reforma de la Constitución nos conmina a enfrentar, en lugar de
simplemente aceptar, tales contradicciones. Y es que no basta con proclamar,
simplemente: “no hay problemas con lo anterior, ahora tenemos una nueva filosofía.” Y
ni siquiera basta con decir: “desde ahora, ésta es la filosofía que debe verse asociada a la
Constitución.” El hecho es que puede ocurrir –como en nuestro país ocurre, y como el art.
22 lo ratifica- que la vieja filosofía se haya traducido en cantidad de arreglos
institucionales decisivos, que hacen difícil u obstaculizan gravemente el desarrollo de las
nuevas instituciones, vinculadas con la nueva filosofía democrático-constitucional. En
definitiva, tenemos frente a nosotros un difícil asunto que trasciende largamente las
palabras, y las nuevas interpretaciones que podamos aconsejar sobre el viejo texto.
En todo caso, la pregunta que debemos plantearnos es: cómo debe actuar el
reformador que se encuentra con un esquema institucional que incluye, de modo
paradigmático, artículos como el 22? Al respecto, diría por el momento sólo una cosa: el
reformador debe preocuparse no sólo por escribir un/os (nuevo/s) artículo/s internamente
sólido/s, sino que además debe asegurar que el/los mismo/s sea/n bien recibido/s por el
resto de la estructura constitucional. Ello requiere, normalmente, rearticular y modificar
parte de la estructura constitucional existente. Y en este respecto, un nuevo punto teórico
llama nuestra atención: las reformas que operamos sobre la sección de derechos (el “Bill
of Rights”), normalmente requieren de reformas que operen sobre la sección de la
organización del poder. Así, típicamente, la introducción de más derechos en la parte
dogmática, tiende a implicar cambios en la parte orgánica –i.e, un reforzamiento del
poder de los jueces; o puede reclamar una autoridad política menos centralizada; a la vez
que puede exigir de mayores facilidades para el acceso popular a los tribunales; o puede
necesitar de mejores oportunidades para la acción colectiva participativa. En todo caso,
este punto tiene algún interés porque contrasta con una actitud habitual en nuestros
14
Trato sobre el tema de los transplantes constitucionales en R. Gargarella, ed. (2009), Teoría y crítica del
derecho constitucional, Buenos Aires: Abeledo.
constituyentes, que parecen dividir la labor constitucional conforme a alineamientos
ideológicos diferentes. Así (y exagerando un poco una pintura habitual) se deja a las
“fuerzas progresistas” el control de ciertas áreas vinculadas con los derechos, mientras
que las “fuerzas del orden” se ocupan del poder real, ubicado principalmente en la
sección de “organización del poder” y, de modo muy especial, en la esfera de poderes del
Poder Ejecutivo. Es decir, se actúa como si las dos partes de la Constitución –la orgánica
y la dogmática- fueran independientes entre sí -como si pudiera actuarse sobre cada una
de ellas, sin tener que ocuparse, necesariamente, de lo que se hace con el resto de la
Constitución, en consecuencia. Claramente, esto es lo que desnuda la supervivencia del
artículo 22, luego de sucesivas reformas: la clara, consistente y definida vocación social,
participativa, humanista, de las últimos dos grandes oleadas de reforma constitucional, no
se hicieron cargo de la estructura políticamente restrictiva, excluyente, sobre la cual las
reformas se posaban.
Finalmente, y para volver a Frondizi, y para volver a darle la razón, sostendría
con él que los juristas debemos abandonar de una vez la ilusión que nos lleva a pensar en
la potencia y autonomía únicas del derecho. Es decir, a nosotros nos toca aprender lo que
muchos de nuestros antepasados sabían, o podían reconocer bien, y es que la reforma
constitucional no puede ganar vida por sí sola, si no se acompaña de otras reformas; que
el cambio social no puede llevarse a cabo empujando, solamente, desde el lado del
derecho. En otros términos, las reformas legales prometen ser exitosas y completas en la
medida en que sepan acompañarse de otras reformas, capaces de trascender la reforma
legal. O, de un modo distinto: pensar bien sobre el derecho requiere que pensemos sobre
lo que está más allá del derecho.
Conclusiones
El artículo 22 de la Constitución Argentina es expresión de una filosofía política que hoy
repudiamos; una filosofía que nuestra propia Constitución rechaza en cantidad de otros
artículos, y que ha sido consistentemente repudiada a lo largo de los años, y en cada
reforma constitucional. En tal sentido, no es necesario pararse –como me interesa
hacerlo- sobre una teoría de la democracia robusta y exigente (i.e., una democracia
“deliberativa”, íntimamente comprometida con el debate público y la inclusión social)
para decir que el artículo 22 contradice y pone trabas a la consolidación y expansión de
nuestro renovado esquema constitucional, ofendiendo sus más elementales rasgos
igualitarios. Su permanencia, según sostuve, denuncia también la irresponsabildad o
hipocresía que ha guiado a muchos de nuestros procesos de reforma: hemos actuado
como si las reformas de ahora no ingresasen inmediatamente en diálogo con lo que ya
tenemos; como si las reformas sobre una de las partes (pongamos, dogmática) de la
Constitución no afectasen de modo directo al funcionamiento de la otra (orgánica); como
si no reconociéramos que la vida de las nuevas cláusulas puede requerir la muerte de
otras, más viejas. El artículo 22 es expresión de un mundo constitucional pasado, pero
que sin embargo, y sin darnos cuenta, nos toma de los pies e impide que afirmemos el
deseado proyecto de una comunidad de iguales.
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