TOMANDO EN SERIO LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS INDIGENAS Juan Manuel Salgado Un artículo casi perdido entre los muchos que produjo la reforma constitucional de 1994 puede convertirse el punto de apoyo de una reforma profunda del Estado y de las prácticas políticas, al menos en varias provincias de nuestro país. La formación del Estado nacional consistió en uniformar el país a través de la acción de los grupos dirigentes locales que abrazaban la ideología de la civilización, entendida como la organización producida mediante las pautas políticas, los valores y los capitales europeos. El mismo término “nación” fue introducido por los porteños en la reforma de 1860, dejando de lado el viejo nombre de “confederación”, para enfatizar la unidad y homogeneidad que tenían en mente realizar. Así, con las mismas ideas, los mismos recursos y muchas veces hasta con las mismas manos, el sistema jurídico nacional fue construido de igual modo que las líneas ferroviarias, distribuyendo desde el puerto hacia todo el interior un modelo único de ejercicio de la autoridad y del derecho, originado en Europa. En ese país modelado desde fuera y desde arriba, los pueblos indígenas no tendrían ningún lugar. Entre ellos y la civilización había una frontera. El objetivo declarado era asimilarlos convirtiéndolos al catolicismo. Así lo decía el anterior artículo 67 inciso 15 de la Constitución. Los indios ni siquiera eran considerados entre los habitantes a quienes el artículo 14 les permitía profesar libremente su culto, enseñar y aprender. Lo notable de esta exclusión claramente discriminatoria, es que se consideró “natural” por decenas de generaciones posteriores educadas durante más de cien años en el paradigma de la uniformidad cultural. Por eso, el inciso 17 del artículo 75 de la Constitución reformada, prácticamente no tiene puntos de contacto teóricos ni prácticos con ese modelo de país y de Estado. Su redacción es la siguiente: Corresponde al Congreso: … Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones. Estas directivas, colocadas inadecuadamente en el texto constitucional como “atribución” del Congreso, necesariamente debían y deben obligar a una profunda modificación conceptual acerca del país aspirado, sus mecanismos de reconocimiento ciudadano, la valoración de la diversidad política y cultural, las formas de participación en el Estado y los espacios de autonomía colectiva, entre otros muchos aspectos que se ven cuestionados por el reconocimiento de la emergencia de los pueblos indígenas. Hoy es ineludible volver a pensar y ubicar los derechos de los pueblos indígenas en un marco jurídico conceptual cuya envergadura no se apreciaba en 1994. Desde que el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre pueblos indígenas y tribales, la jurisprudencia de los órganos internacionales de aplicación de los tratados de derechos humanos y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, son receptados por nuestro sistema jurídico, no es posible pensar aquel inciso 17 como una rareza aislada sin mayores efectos en las prácticas habituales de decisión estatal. La “preexistencia de los pueblos indígenas”, reconocida por la propia incorporación al texto constitucional, no es una declaración inocua. “Todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación”, dice el artículo 1 de los dos principales tratados de derechos humanos del sistema universal, que también son parte de la Constitución desde 1994. En estos dos puntos de partida, el reconocimiento de los indígenas como pueblos y el derecho de todos los pueblos a la libre determinación, se asientan las bases de la comprensión de los derechos de los pueblos indígenas, tanto en el orden interno como en el internacional. El contenido de la Declaración de las Naciones Unidas se desprende así, como por su propio peso, de aquellos principios. No crea nuevos derechos sustantivos, como señala el Relator Especial de la O.N.U., James Anaya, sino que declara los derechos que a los pueblos indígenas le corresponden en condiciones de igualdad con los otros pueblos y que debieron conseguirse sin necesidad de un instrumento especial. A nadie le escapa que esta argumentación deductiva, basada en las normas constitucionales, contrasta profundamente con el paradigma ideológico que aún hoy es hegemónico. ¿Libre determinación? ¿Un Estado dentro del Estado? Para generaciones de profesionales educados en la visión occidental de la humanidad y el mundo, según la cual el Estado moderno es la unidad de organización humana más importante, estas cuestiones están más allá de toda capacidad de comprensión, y no es de extrañar, por eso, que los jueces de provincia que tienen que decidir en las causas con indígenas reduzcan el alcance de sus derechos hasta el límite de extinguirlos. Sin embargo, como señala Anaya, este marco de pensamiento estatalista oscurece el carácter de derechos humanos de la libre determinación y es ciego frente a las realidades contemporáneas de un mundo que se mueve simultáneamente hacia una mayor interconexión y descentralización, un mundo en el que las estructuras formales del Estado no determinan totalmente el orden de las comunidades y de la autoridad. Bidart Campos, que en los últimos años de su vida advirtió con nitidez (y entusiasmo) las consecuencias del texto constitucional, hablaba de un “federalismo cultural”, para exponer las nuevas normas en un lenguaje más familiar a los operadores jurídicos. Es decir, espacios de decisión autónoma y de instituciones y vida cultural propios para que los pueblos indígenas mantengan, reproduzcan y desarrollen su identidad colectiva diferente, sin la imposición de los modelos políticos y jurídicos propios de la etnia “blanca” dominante. Reconocer que la colonización de América por parte de los europeos se logró a costa del genocidio de los pueblos originarios, como señala Zaffaroni, y orientar el Estado y el orden jurídico hacia una política de reparaciones y de convivencia en igualdad de derechos, son las implicancias inmediatas de la incorporación de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Se trata, por ello, no sólo de modificaciones jurídicas a aplicar en regiones alejadas de los grandes centros urbanos, sino también de una transformación de la idea misma de Estado, de democracia y de ejercicio de la autoridad pública, cuyas ondas expansivas permiten cambios conceptuales en áreas aparentemente distantes, tal como ocurre en el derecho penal en donde el monopolio de la acción estatal se ve teórica y legislativamente cuestionado por tendencias hacia la composición, de claro origen comunitario. Este reconocimiento de la centralidad de los pueblos, y no del Estado de funcionarios, como espacio público de adopción de decisiones autónomas sobre la vida cotidiana, es lo que permite deducir el sentido de las restantes normas del inciso 17, del Convenio 169 y de la Declaración. De tal modo, el derecho de los pueblos indígenas a sus tierras, territorios y recursos, se fundamenta en la necesidad de asegurar el espacio indispensable para el mantenimiento de la vida colectiva autónoma. El reconocimiento de las instituciones públicas propias de los pueblos indígenas, del que la personería comunitaria es su principal expresión pero no la única, es la cara complementaria de aquel derecho, sin la cual aquellas “propiedad y posesión” parecerían ubicarse cerca del derecho privado. Los demás derechos, expuestos en el Convenio 169 y en la jurisprudencia internacional, se desprenden como naturalmente, de este “federalismo cultural”. El mantenimiento de los propios sistemas de resolución colectiva de conflictos sin la injerencia de los órganos policiales o judiciales del Estado, la exclusión de las normas civiles en las cuestiones de uso y distribución internas de la tierra y en materia sucesoria y de familia, así como el resguardo del idioma de cada pueblo, son límites claros a la autoridad de la cultura hegemónica, que evitan que ésta mantenga su política de colonización sobre la vida comunitaria indígena. Sin embargo los derechos no se reducen ni son concebidos como orientados al establecimiento de “reservas” aisladas del resto de la sociedad, porque la libre determinación no implica independencia sino convivencia en igualdad con la cultura hegemónica. Por eso, los pueblos indígenas, colectivamente, tienen derecho a participar y a ser consultados, por medio de sus instituciones representativas, en todas las estructuras y decisiones del Estado susceptibles de afectar sus intereses. El establecimiento de mecanismos apropiados y eficaces para la consulta y participación de los pueblos indígenas en relación con las cuestiones que les conciernen, ha dicho la Organización Internacional del Trabajo, “es la piedra angular” del Convenio 169. Este principio, reconocido también por la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, el Comité de Derechos Humanos de la O.N.U., el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial y el Comité de Derechos del Niño, para mencionar a los órganos internacionales más relevantes, ha sido receptado claramente por la Declaración. La participación indígena “en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten”, establecida en el texto constitucional, no es más que es la formulación breve de dicho principio. Es por ello que la reforma constitucional de 1994 hoy implica, jurídicamente: 1) El reconocimiento del derecho a la autonomía y libre determinación, en el marco del Estado, dentro de los propios espacios territoriales de los pueblos indígenas. Esto fundamenta el derecho a las tierras, territorios y recursos y el derecho al reconocimiento de la legitimidad de las propias instituciones de autogobierno. 2) La participación colectiva de los pueblos indígenas en las instituciones del Estado mediante sus propias organizaciones representativas y el derecho a la consulta, conforme a las normas internacionales, en todas las decisiones que les afecten, así como a que el Estado recepte en todas sus estructuras formas de trato específicas que comprendan las diferencias culturales y las reconozcan como legítimas. 3) El derecho de los pueblos indígenas a sus recursos naturales y a que el Estado realice los adecuados procesos de consulta y participación con el fin de obtener su consentimiento libre e informado, antes de adoptar cualquier decisión sobre dichos recursos. 4) El derecho de los pueblos indígenas a una educación y a una salud de calidad, gestionadas participativamente, que aseguren el mantenimiento y desarrollo de su cultura, su idioma y sus prácticas curativas. 5) El derecho de los pueblos indígenas a establecer sus propios medios de comunicación audiovisual, a participar en los medios oficiales y en la formulación de las políticas de comunicación y a que la difusión de la cultura mayoritaria no contenga referencias degradantes y discriminatorias hacia ellos. Al lector desprevenido que se interne el inciso 17 del artículo 75 de la Constitución armado del bagaje jurídico tradicional, le parecerán fantasiosas la mayoría de las conclusiones expuestas. Sin embargo ellas resultan de interpretar de modo coherente aquel inciso junto con los demás tratados de derechos humanos, especialmente el Convenio 169 de la O.I.T., y la jurisprudencia de los órganos internacionales que los aplican, tomándola como “guía”, según las palabras de nuestra Corte Suprema. Una causa de esta desorientación, además de la sobrevivencia de ideologías jurídicas inadecuadas (y de los intereses que las sostienen), se encuentra en el propio texto constitucional, ya que el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas aparece como una norma aislada, alejada del diseño orgánico del Estado sobre el cual tiene necesarias consecuencias. En esto nuestro país no ha sido único. La mayoría de las repúblicas latinoamericanas, salvo Bolivia y Ecuador, que incorporaron tales derechos a sus textos constitucionales, dejaron contradictoriamente inalterada la estructura de los estados de un modo que ha potenciado los conflictos interculturales y erosionado la legitimidad de los poderes públicos. Hoy urge adecuar las prácticas jurídicas al cumplimiento de las normas constitucionales y del derecho internacional. De lo contrario la actual grieta entre la legalidad y el poder del estado (que no sólo se produce en este ámbito) se transformará en un abismo infranqueable. Actualmente, el único tratado internacional específico sobre pueblos indígenas, el Convenio 169 de la O.I.T., no obstante su supremacía sobre las leyes nacionales y todas las normas provinciales, incluso las constitucionales, es diariamente dejado de lado en casi todas las decisiones judiciales y administrativas en donde debería incidir. Esto sucede porque estando todos inmersos aún en una tradición jurídica reacia a comprender y asimilar en sus comportamientos cotidianos los profundos cambios introducidos al incorporar el derecho internacional de los derechos humanos como parte de nuestro orden interno, las normas constitucionales devienen estériles si se mantienen al nivel de principios generales y omiten extender su texto con las principales consecuencias de éstos. La posibilidad que abre el procedimiento de incorporación de los tratados a la Constitución es una alternativa que debe ser evaluada seriamente por los legisladores, a fin de que el texto constitucional contenga también las consecuencias del inciso 17 del artículo 75 establecidas en el Convenio 169 de la O.I.T.. Además, para cerrar la brecha aludida, la legislación general debe contener las normas especiales de resguardo de los derechos constitucionales de los pueblos indígenas. Hoy, la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual es la única que cumple con tales directivas. BIBLIOGRAFÍA Albanese, Susana; “Derechos de los pueblos indígenas”, en Abramovich, Víctor; Bovino, Alberto y Courtis, Christian, La aplicación de los tratados sobre derechos humanos en el ámbito local. La experiencia de una década, Del Puerto – CELS, Buenos Aires, 2007. Anaya, James; Los pueblos indígenas en el derecho internacional, Trotta, Madrid, 2005. Anaya, James; “The Right of Indigenous Peoples to Self-Determination in the PostDeclaration Era”, en Charters, Claire & Stavenhagen, Rodolfo, Making the Declaration Work. The United Nations Declaration on the Rights of Indigenous Peoples, IWGIA, Copenhage, 2009. Berraondo, Mikel; “Avances de los pueblos indígenas en el sistema internacional. Nuevos mecanismos y nuevas oportunidades”, en AAVV, Los Derechos de los Pueblos Indígenas en el sistema internacional de Naciones Unidas”, IPES, Pamplona, 2009. 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