ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA ESTUDIO 2 EL CRISTO ETERNO Por PEDRO PUIGVERT Introducción En nuestro artículo anterior dijimos que enfocaríamos la Cristología siguiendo el modelo neotestamentario, que a su vez coincide en el tema presente con la Cristología del Logos, con la orientación descendente-ascendente o de arriba-abajo y con la confesión de fe de Calcedonia. Dicho enfoque tiene fundamentalmente su base bíblica en Fil.2:5-11 y Jn.1:1. Ambos textos dicen así en una versión libre del autor del artículo: Pensad entre vosotros lo que también hubo en Cristo Jesús. Quien existiendo en la forma (o teniendo la naturaleza) de Dios, no consideró como rapiña (o usurpación) el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando forma de esclavo, siendo hecho a semejanza de los hombres. Y hallado en su porte exterior como hombre se humilló a sí mismo siendo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo tanto, también Dios le exaltó sobre todo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble, de los seres celestiales, de los terrenales y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre. En el principio existía el Logos (Verbo o Palabra) y el Verbo estaba con Dios, y Dios era el Verbo. 1. La preexistencia de Cristo Además de los textos citados en los que explícitamente se refieren a su existencia eterna y, por tanto, no dejan lugar a dudas sobre el origen de la segunda persona de la Trinidad, como decíamos en un artículo anterior, “tanto Pablo como Juan, usan el único verbo posible para expresar que Cristo no tuvo principio en tanto que Hijo de Dios, que ha existido siempre y existe eternamente con Dios” (1), debemos examinar otros textos que amplían y confirman nuestra percepción de su eternidad. 1.1. Antes que Abraham fuese, yo soy (Jn.8:58). Estas palabras corresponden al mismo Señor Jesucristo en una clara referencia a su existencia continuada desde, por lo menos, antes de Abraham, que no indicaría preexistencia sino existencia anterior a este patriarca. Pero hay que notar el presente usado por el Señor al decir “yo soy” cuando la frase para estar formulada de manera correcta gramaticalmente debería decir “yo era”. De ahí que la interpretación simple que hemos hecho no tiene ningún sentido porque “antes que Abraham llegara a ser”, es decir, a pertenecer a todo lo creado, Cristo “yo soy” o ser absoluto y eterno, solamente se puede decir de Dios. Empleó el nombre sagrado de Dios, tal como éste lo había revelado a Moisés en Ex.3:14. El hecho de que los judíos tomaran piedras para arrojarlas a Jesús, denota que habían entendido muy bien lo que quiso decirles con estas palabras, porque para los judíos un hombre que se equiparara a Dios debía ser apedreado. Quienes no parecen haberlo entendido son algunos teólogos contemporáneos y los sectarios como los rusellistas. Dice Godet: “En presencia de esta respuesta, no quedaba a los judíos sino adorar… o apedrear” (2). Pero, ¿Jesús y Yahvéh son lo mismo? No es esta la pretensión del texto, pues el empleo del presente del verbo ser “yo soy” que equivale a YHVH no implica identidad de personas, sino de naturaleza divina. Es el título que le pertenece por ser Dios y, por tanto, manifiesta que ya existía antes de nacer en Belén, antes que Abraham, y que es Dios poseyendo los atributos divinos de eternidad e infinitud. 1.2. Su plena deidad (Col.2:9). En conformidad con el transfondo de la carta a los Colosenses, en que Pablo tiene en mente al gnosticismo que consideraba a la materia mala y como consecuencia veía imposible que Dios tomase el cuerpo de carne, este versículo muestra que la Deidad se ha manifestado corporalmente (somatikós) en radical oposición con aquella idea. Al mismo tiempo provee un argumento cristológico de gran envergadura, por cuanto “la plenitud de la Deidad” incluye su naturaleza y atributos, los cuales se hallan de manera permanente en Cristo, como por ejemplo, su eternidad y de ahí su preexistencia. 1.3. Antes que el mundo fuese (Jn.17:5). En el ámbito de relación de las personas divinas, el Hijo poseía la misma gloria que el Padre, compartía completamente las perfecciones divinas del cielo desde antes de la creación del mundo y Jesús pide al Padre en esta oración la retribución por haber realizado la obra que le había sido encomendada en el consejo eterno, recobrando la gloria que tenía junto al Padre, solamente que ahora la tendría como DiosHombre. La frase “antes que el mundo fuese” tiene el mismo sentido que la que encontramos en Efe.1:4 “antes de la fundación del mundo”. Ambas nos muestran que el hecho de sacar al mundo a la existencia es un acto creador de Dios que no había estado precedido por ningún otro. Lo que era antes de la creación del mundo por fuerza es eterno. Esta existencia de Cristo antes de la creación o preexistencia “es un argumento poderoso a favor de su eternidad; y si la posesión de una existencia sin principio, no es una prueba de divinidad, entonces para nada hay ninguna prueba” (3). 1.4. Resplandor de su gloria e imagen de su sustancia (He.1:3). Los términos resplandor e imagen expresan en un mismo versículo la identidad de naturaleza o sustancia entre el Padre y el Hijo. El mismo ser de Dios se proyecta como potente luz en Cristo sobre el mundo. En él nos llegan los rayos de la gloria de Dios, el resplandor de sus perfecciones. Pero Cristo no es una emanación de Dios, sino la imagen de aquel que él revela. La imagen (jaracter) “designa los rasgos esenciales moldeados según un modelo. En el N. T. la palabra aparece una sola vez (He.1:3), (y se refiere a) aquel en que Dios ha impreso o estampado su ser” (4). Es el sello o huella misma de Dios en su esencia y Cristo la posee desde la eternidad. De la manera que la marca de un sello reproduce en los mínimos detalles al sello mismo, así Cristo lleva los rasgos de la naturaleza del Padre. “Como la moneda se asemeja a la matriz del cuño con que ha sido acuñada” (Calvino). 1.5. Verbo eterno (Jn.1:1). Como ya hemos señalado en la introducción, es uno de los textos más evidentes que prueban la preexistencia eterna de Cristo, pero por eso mismo hemos reservado un espacio para tratarlo con profundidad más adelante en lugar de hacerlo aquí. Alguna obra antigua de teología aporta como evidencia de la eternidad el texto siguiente: Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Mi.5:2). Nosotros nos limitamos a citarlo porque no está muy claro que ésta sea la traducción más correcta. En la actualidad, las versiones de la Biblia se inclinan por traducirlo así: “que desciende de una antigua familia” o “su origen se remonta a los tiempos pasados, a los días antiguos”. De ahí que, honestamente, no podamos aducirlo como prueba de la eternidad de Cristo. Gleason L. Archer Jr., un teólogo nada sospechoso de modernismo, en su comentario al libro de Miqueas dice refiriéndose a la frase “desde los días de la eternidad”, lo siguiente: “esta frase yeme olam significa literalmente ‘los días de la antigüedad’, y en todas partes es usada para designar el principio de la historia humana (Dt.32:7 s.) o de los días de Moisés y Josué (Is.63:9), o aun el tiempo de David (Am.9:11)” (5). 2. La divinidad de Cristo Los textos que hemos examinado denotan claramente su divinidad ya que un ser preexistente y eterno tiene que ser, forzosamente, Dios. Además, explícitamente, a Jesucristo se le denomina Dios, Hijo Dios y Señor, tres títulos relativos a su divinidad. Los dos primeros los examinaremos aparte en este artículo y el tercero lo haremos en relación a su obra redentora y a su exaltación ejerciendo el oficio de rey. 2.1. Se le ofrece culto como Dios. Las Sagradas Escrituras muestran con toda claridad que el culto solamente se puede ofrecer a Dios. Cuando Jesús rechazó la tercera tentación de Satanás, le citó las palabras de Dt.6:13, diciéndole: al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Mt.4:10 y pp.). En la conversación con la samaritana dejó sentado que “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, Dios es espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn.4:23-24). Juan, se postró para adorar a los pies del ángel que le mostraba la nueva Jerusalén, pero éste lo evitó con estas palabras: “no lo hagas, adora a Dios” (Ap.22:8-9). Sin embargo, los discípulos adoraron a Jesús antes y después de su resurrección (Mt.14:33, Lc.24:52, Jn.20:29). ¿Cómo sería esto posible si Jesucristo no fuera realmente Dios? Todavía podemos ir más lejos en nuestra consideración y pensar que sería un sacrilegio tributarle adoración en el supuesto de que fuera un simple hombre. Pero Cristo recibe la adoración tanto de los discípulos como de los ángeles (He.1:6) y finalmente toda rodilla de los seres del universo se doblará ante el Señor y confesará su soberanía para gloria de Dios Padre (Fil.2:10). 2.2. Jesús tenía conciencia de su divinidad. Varios textos del N.T. precisan este extremo, a pesar de la oposición de algunos teólogos que a lo sumo le conceden que la iba adquiriendo a medida que transcurría el tiempo, algo parecido a aprenderse un papel que le corresponde ejecutar. En Mt.10:37 y Lc.14:26 requiere para sí todo el amor de sus seguidores por encima de la familia, algo que solamente puede exigirlo Dios o un sectario fanático. Como Jesús no era esto último, sólo nos queda lo primero, su exigencia parte de su plena conciencia de ser Dios. Donde existe mayor consenso entre los teólogos es en que Jesús tenía conciencia de su mesianidad y su filiación divina. En cuanto a su mesianidad, tenemos las grandes predicciones que hizo de su pasión y muerte como el Hijo del Hombre, un título que se relaciona tanto con su humanidad porque tiene que padecer, morir y resucitar como el Siervo Sufriente de Isaías (Mr.8:31, 9:31, 10:33, 14:21-41), como con su divinidad por cuanto éste es el ser celestial que en Daniel viene en las nubes del cielo (Dn.7:13). Otras predicciones no son tan explícitas pero también señalan a su conciencia mesiánica, extraña a los judíos que no concebían que el Mesías tenía que morir sino que venía para reinar. Son aquellas en que Jesús habla del vaso o cáliz que tiene que beber y del bautismo en que tiene que ser bautizado (Mr.10:38); las que hacen referencia a Jonás (Mt.12:39, 16:4, Lc.11:29), a su ungimiento para la sepultura (Mr.14:8, 16:1), a la muerte trágica que compartirían con él algunos de sus discípulos (Mr.10:39, Lc.22:36-38). Muchas de estas cosas las comprendieron una vez pasaron (Jn.2:1922). En cuanto a su filiación divina, debemos tomar en consideración el uso que Jesús hace del término “abba” (Padre). Mediante la expresión “vuestro Padre”, describe a Dios como Padre que conoce las necesidades de sus hijos (Mt.6:32) y es misericordioso (Lc.6:36). Pero jamás se incluye Jesús junto a sus discípulos al designar a Dios de esta manera. No dice “nuestro Padre”, sino “vuestro Padre”. Solamente en una ocasión, cuando enseñó a orar a sus discípulos, usó la expresión “Padre nuestro”, pero era para que la pronunciaran ellos (Mt.5:9, Lc.11:2). Esto nos muestra que Jesús tenía conciencia de gozar de una relación única y exclusiva con su Padre y de ahí que empleara las expresiones “Padre mío o mi Padre” o simplemente “Padre” (Mt.11:25-27). 2.3. Jesucristo posee los atributos de la divinidad. Todos los atributos y cualidades propias de Dios, así como su actividad se aplican igualmente a Jesucristo, una evidencia más de su divinidad y una prueba de que no dejó de ser Dios al encarnarse. Aparte de su preexistencia y eternidad, posee inmutabilidad (He.13:8), es decir, que en él no hay sombra alguna de variación en ningún aspecto o sentido, porque “ayer, hoy y por los siglos”, abarcan el pasado, el presente y el futuro, todos los tiempos, de eternidad a eternidad. Entre los atributos naturales de Dios, destaca en primer lugar su omnisciencia por la abundancia de referencias al respecto. Jesucristo tiene un conocimiento especial que solamente es propio del Padre y del Hijo en el seno de las personas divinas (Mt.11:27). Ciertas acciones de Jesús por conocer las cosas anticipadamente indican la posesión de este atributo que es exclusivo de Dios, como por ejemplo cuando vio a distancia el asna con el pollino (Mt.21:2, Mr.11:2, Lc.19:30); predijo la destrucción del templo de Jerusalén, así como su advenimiento al fin de los tiempos (Mt.24, Mr.13, Lc.21); anunció a Pedro que le negaría (Mt.26:34, Mr.14:30, Lc.22:34, Jn.13:38); sabía de la disposición del aposento alto preparado para celebrar la Pascua (Mr.14:14-15); conocía el lugar donde se hallaban los peces aun llevando la contraria a los profesionales del ramo (Lc.5:5, Jn.21:6). En varias ocasiones comunicó a sus discípulos que tenía que morir y resucitar, lo que no tendría ningún valor como evidencia de su divinidad, pero indicó la forma (Mt.16:21, Mr.8:31, Lc.9:22, Jn.3:14, 12:32, 18:32). Podía conocer los pensamientos de las personas, sus acciones y verlos – fuera del tiempo y del espacio- (Jn.1:42-48, 2:24-25, 4:17-18, 39, 6:64), de manera que hasta sus discípulos se dieron cuenta de su omnisciencia (Jn.16:30). Obviamente, su omnipresencia se menciona poco o nada porque los textos que estamos examinando no se refieren exclusivamente a su condición de Hijo de Dios o segunda persona de la deidad, donde su omnisciencia está fuera de toda duda, sino a su actuación como Dios-Hombre, no habiendo perdido ninguno de sus atributos, solamente que éste quedó limitado en su ejercicio. Se suele citar aquí Jn.3:13, como si la frase “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre que está en el cielo”, la hubiera pronunciado Jesús mientras hablaba con Nicodemo, cuando en realidad es un comentario de Juan hecho al escribir el evangelio. Además esta frase no se encuentra en los originales Sinaítico y Vaticano, aunque está en consonancia con Jn.1:18, otro comentario del evangelista, una sentencia profunda y de difícil comprensión para la mente humana, que indica la íntima comunión e indisoluble relación entre el Padre y el Hijo que persistía en la encarnación, pero que se entiende mejor desde la perspectiva de la glorificación. En un sentido espiritual y a partir de la glorificación son de comprensión más fácil (Mt.18:20 y 28:20). La omnipotencia de Jesucristo la vemos reflejada en el poder que le ha sido conferido y en cuya autoridad los discípulos son enviados (Mt.28:18). Al Cristo glorificado se le llama explícitamente el Todopoderoso (Ap.1:8), siendo consciente en los días de su encarnación de tener dicha autoridad o poder (Jn.17:2), aunque está ejercitándolos actualmente a la diestra del Padre en los lugares celestiales (Ef.1:20-22). Sin embargo, durante su ministerio terrenal puso de manifiesto todo su poder curando enfermedades (Lc.4:38-41), resucitando muertos (Jn.11:38-44), obrando sobre la naturaleza de la que era Creador (Jn.2:1-10, Mt.8:23-27, Mr.4:35-41, Lc.8:22-25), sobre los demonios (Lc.4:35-36, 41; Mr.1:21-28), y con su poder sustenta todas las cosas (He.1:3). A los atributos naturales podemos añadir los operativos, es decir, aquellos que tienen que ver con su actividad como Dios, porque Jesucristo realizó actos y obró como sólo puede hacerlo Dios. Las referencias explícitas a su actividad, lo presentan como Creador de todas las cosas (Jn.1:3). En contraste con las herejías del incipiente gnosticismo que amenazaba a la iglesia de Colosas y afirmaba que la creación habría surgido de diversas emanaciones y Cristo era solamente uno más de la cadena, Pablo asegura que él es el agente creador y todo ha sido creado, no sólo por él sino para él (Col.1:16). El autor de la carta a los Hebreos, aplica el Salmo 102 donde Yahvéh es el Creador, a Cristo (He.1:10). Además, la creación no ha sido abandonada a su suerte, como pretenden los deístas, sino que es sustentada o conservada por Dios, atribuyendo el N.T. a Jesucristo el poder de hacer que todas las cosas subsistan (Col.1:17, He.1:3). La salvación del hombre perdido a causa de sus pecados es una iniciativa divina llevada a cabo por Jesucristo, al que explícitamente se le llama Salvador (Mt.1:21) y que otros textos vienen a confirmar este extremo (Lc.19:10, Jn.1:12, 3:14-17, 5:40, 8:24, 14:6, Hch.2:38, 4:12, 5:31). De ahí que él tiene poder para perdonar los pecados (Mr.2:1-12, Mt.9:1-8, Lc.5:17-26, 7:48) y la afirmación teológica que hicieron los fariseos de que “sólo Dios puede perdonar pecados” era totalmente correcta, porque ningún ser humano tiene tal prerrogativa, no siendo de extrañar la acusación hecha a Jesús de blasfemia al atribuirse una obra divina. Sin embargo, el respaldo a través de la señal o milagro que sigue a su declaración deja fuera de toda duda quién es él. En la actualidad, mediante la predicación que tiene como objeto la persona de Jesucristo, hay una oferta de perdón de los pecados a todos los hombres que se arrepienten (Lc.24:46-47), que tiene su fundamento en su muerte en la cruz (Mt.26:28). Por último, Jesucristo va a ser Juez, puesto que el juicio final que es prerrogativa del Padre, ha sido transferido al Hijo (Jn.5:22) que en su retorno en gloria juzgará como Rey (Mt.25:31-46), haciéndose eco de ello tanto Pedro como Pablo en sendos sermones (Hch.10:42, 17:31). En el mismo sentido insiste Pablo por dos veces en su testamento poco antes de su muerte (2 Ti.4:1, 8), añadiéndole Santiago la dimensión expectante por cuanto está a las puertas (Stg.5:9). 3. Cristo, el Verbo eterno El título Logos (Verbo o Palabra) ocupa un lugar preeminente en la Cristología clásica, hasta el punto de haber acuñado la expresión “Cristología del Logos” como la mejor manera de explicar esta doctrina. Sin embargo, este título sólo aparece en los escritos joaninos y aún de manera escasa (Jn.1:1, 14; 1 Jn.1:1; Ap.19:13). “Pero ya el lugar donde el autor del evangelio lo introduce muestra que este título le resulta indispensable para hablar de la relación que existe entre la revelación de Dios en la vida de Jesús y la preexistencia de Jesús. Juan no puede situar como Marcos, el comienzo de la historia de Jesús en el momento de la aparición de Juan el Bautista, sino en la preexistencia, y esto le conduce hacia el principio absoluto de todas las cosas” (6). Debido a su importancia teológica y a que la idea del Logos estaba muy difundida antes del cristianismo, debemos examinar este título desde ángulos distintos, además de los textos de Juan que hemos citado. 3.1. El Logos en el helenismo. El término Logos tenía gran importancia en la filosofía griega y en las religiones heleno-orientales, por lo que no es de extrañar que llegara al conocimiento de Juan, pero éste no sigue el pensamiento de los filósofos sino que su concepto del Logos está enraizado en el Antiguo Testamento, de manera especial en la literatura sapiencial. Para Heráclito, “los hombres no comprenden este logos que siempre es”, y para los estoicos, “el logos es la sustancia que sostiene al cosmos, una sustancia fina y espiritual que penetra la razón del mundo y como un alma impersonal que se confundía con la naturaleza”, ideas ambas muy alejadas del ser personal preexistente y creador que se encarna. Porque aquéllos tenían una visión panteísta del mundo y hasta Bultmann está de acuerdo en decir que éste no es el caso del evangelio de Juan. Para el platonismo, el logos se acercaba a la imagen de un ser real, en el sentido del idealismo que le es propio (las Ideas son supremas realidades absolutamente consistentes, pero también absolutamente indefinibles). Pero igualmente está lejos de la hipóstasis, ya que no podían concebir que el Logos se hiciera carne como en Juan, por cuanto en su pensamiento dualista la materia era mala. Todavía se está discutiendo si la idea del Logos en Filón de Alejandría es la de un ser impersonal o personal. Por su sincretismo judeo-helénico, aparece en sus escritos una concepción más o menos personificada, aunque es bastante difícil determinarlo. Para el pensamiento gnóstico el Logos es un ser mitológico intermediario entre Dios y el hombre, que puede aparecer en forma humana pero dentro de las categorías docetistas y jamás como lo presenta Juan en el marco de la encarnación. Concepciones del Logos personificado se hallan también en las religiones antiguas, donde, por ejemplo, Hermes (enviado de los dioses) y el dios egipcio Thot ostentaban el título de Logos. Una autoridad en el tema, Cullmann, concluye con estas palabras: “Recalquemos desde ahora que la noción del Logos se hallaba tan extendida en el pensamiento antiguo, que en ella confluyen muchas ideas, sin que podamos afirmar que unas se deriven de otras. Ocurre naturalmente lo mismo con respecto a las concepciones del judaísmo y cristianismo primitivo en referencia al Logos. Tendremos que investigar cuáles han sido aquellas concepciones que ejercieron una influencia directa en la noción cristiana; pero ante todo tendremos que preguntarnos cómo al aportar nuevos motivos, la fe cristiana transformó la noción del Logos. Descubriremos así que el evangelio de Juan no dedujo su visión general de una revelación (no necesariamente cristiana) de la idea ampliamente difundida del Logos. Al contrario, Juan hizo que la concepción no cristiana o pre-cristiana del Logos quedara sometida a la suprema y única revelación de Dios en Jesús de Nazaret, dándole así una forma enteramente nueva” (7). 3.2. El Logos en el judaísmo. Debemos empezar por reconocer que hay dos concepciones distintas en el judaísmo; la primera es la veterotestamentaria que tiene su origen en Gn.1 y entiende que se trata de la Palabra de Dios o debar Yahvéh. La segunda es una concepción tardía que interpreta el Logos como una hipóstasis y que está influida por las nociones paganas que hemos tratado en el punto anterior. El concepto debar Yahvéh (palabra de Yahvéh) se encuentra 241 veces en el A.T. En la época de la profecía esta expresión se usa más frecuentemente que en las épocas anterior y posterior, y el hecho de que 221 de las241 veces que en conjunto está atestiguada, señalan una palabra profética de Dios, conduce a la conclusión de que el nexo de palabras presenta un término técnico al servicio de la revelación oral. Sin embargo, podemos comprobar que en un hebreo arcaico como el del relato de la creación, toda la obra de la naturaleza se realiza por orden de la palabra pronunciada por Dios: “Y dijo Dios: sea la luz y fue la luz” (Gn.1:2), y así sucesivamente. Posteriormente se usa dâbâr para denominar el mandato y la voluntad divinas manifestadas a Israel junto con la elección y el pacto (Ex.34:28), los diez mandamientos o las diez palabras. Más tarde la encontramos en la profecía de los profetas no literatos o carismáticos, como Samuel a quien se revela la palabra de Dios (1 S.3:7-21) en los días en que ésta escaseaba en Israel (1 S.3:1). Samuel denuncia a Saúl por haber rechazado la palabra de Yahvéh (1 S.15:23-26) y Elías con la autoridad profética de que está investido señala a Acab que no habrá lluvia ni rocío por su palabra que se equipara a la palabra de Yahvéh (1 R.17:1-2). Eliseo, como Elías es un profeta de la palabra pero también del Espíritu, llegando a fundirse ambos conceptos (2 R.2). En los profetas literatos o escritores la concepción de la palabra es primordial. En Amós, las palabras del profeta se identifican con “así ha dicho Yahvéh” (1:1-3, 6, 9, 11, 13; 2:1, 4, 6; 3:1, 12; 5:4, 16), pero explícitamente anuncia hambre por la palabra de Yahvéh (8:11-12). En el caso de Oseas, la palabra de Yahvéh no es solamente la palabra que el profeta debe proclamar, sino también la que el Señor le dirige a él con referencia a su experiencia personal que es tomada como lección de las relaciones de Dios con Israel (1:1, 2, 4, 9; 3:1, 4:1). La palabra personificada aparece en primer lugar en los profetas mayores, donde vemos que la palabra es enviada como la fuerza que pone en movimiento la historia (Is.9:8), que hará la voluntad de Yahvéh y cumplirá la misión encomendada (Is.55:11). También por primera vez, esta palabra es reducida a escritura para alcanzar a un círculo más amplio (Is.30:8). Después hallamos la personificación en los salmos donde la palabra se vincula a la creación del universo (Sal.33:6) y gobierna la naturaleza (Sal.29) o realiza una acción mediadora (Sal.107:20). Por último, esta palabra tiene una función providencial y también reveladora (Sal.147:15-18). Jeremías es uno de los profetas que desde el prólogo cita más veces la frase “palabra de Yahvéh” que justifica que se hable de una “teología de la palabra”. Otro profeta en que abunda la frase “palabra de Yahvéh” es Ezequiel con una conciencia muy formada sobre ella. En menor medida o usando otros términos, lo tenemos igualmente en el resto de profetas menores. El elemento más importante tomado por Juan es sin duda el que parte de los libros sapienciales y en especial, Proverbios. “Ciertamente, en contra de lo que supone R. Harris, no se ha demostrado que el prólogo de Juan se base directamente en un himno a la Sabiduría; pero, en todo caso, estamos ante concepciones muy cercanas, de tal forma que Logos y Sophia resultan casi intercambiables” (8). Por ejemplo, el texto que habitualmente se relaciona con el prólogo de Juan es Pr.8:22-31 donde se personifica la Sabiduría y es preexistente a la creación, no creada, sino engendrada como el Hijo en He.1:5, y participa de la creación ordenándolo todo. Curiosamente para la exégesis oficial católicorromana, que parece inspirada en Alfonso Mª de Ligorio, la Sabiduría es María. (Continuará) PEDRO PUIGVERT (Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Septiembre - Octubre 1998. Nº 185. Época VIII. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)