ESTUDIO SOBRE CRISTOLOGÍA ESTUDIO 6 LAS CONTROVERSIAS CRISTOLÓGICAS (1ª parte) Por DANIEL SAGUAR Introducción En esta parte de la Cristología, nuestro interés se centrará en señalar los principales errores, surgidos ya desde el primer siglo, así como su refutación por parte de los llamados “Padres Apostólicos” y “apologetas”, destacando como la verdad acerca de la persona de Cristo se abrió paso en medio de los ataques del paganismo y del mundo “cristianizado”, imbuido por las ideas del judaísmo helenista y los conceptos filosóficos y mitológicos paganos, y cómo se fueron perfilando las declaraciones doctrinales al respecto, en particular, hasta los dos más relevantes Concilios del siglo V sobre el tema, el de Éfeso (431) y Calcedonia (451). Asunto que ya fue esbozado en la introducción a esta monografía (Estudio 1, “Introducción a la Cristología” por Pedro Puigvert). Es obvio que este estudio adolecerá de las limitaciones que imponen el espacio, el objetivo de la monografía y las atribuibles al propio autor. Desde esa perspectiva, hemos de reconocer un desarrollo en la exposición y definición de las doctrinas. Como dijo James Orr, en los umbrales del siglo XX, “…el sistema de doctrinas personificado en nuestros credos es el producto de siglos de desarrollo y pruebas prolongadas en los fuegos de la controversia… Ni una de estas doctrinas ha dejado de ser combatida encarnizadamente, de modo que si no hubiera sido fundada en la palabra de Dios y se hubiera visto que era verdadera a la experiencia cristiana, ya habría dado el último suspiro haría muchos años” (James Orr. “El progreso del Dogma”, pp. 35-36). Ahora bien, debemos afirmarnos siempre en “la fe (conjunto de doctrinas apostólicas) que ha sido una vez dada a los santos” (Jud.3). Rechazamos, pues, todo concepto de “progreso” doctrinal, en sentido evolutivo o de perfeccionamiento de las verdades reveladas en las Escrituras, ya sea en la formulación dogmática progresiva del catolicismo romano, o las novedades interpretativas racionalistas del protestantismo liberal, que hacen distinción entre el “Cristo de la fe” y el “Cristo de la historia”. Cada generación de cristianos tiene que dar razón de su fe en su entorno cultural, contendiendo por ella en la forma adecuada a las corrientes del pensamiento que afronta, pero reconociendo que no tenemos todas las respuestas, que: “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; más las reveladas son para nosotros…” (Dt.29:29). Al considerar el intento, no siempre acertado, de explicar en forma satisfactoria para el pensamiento griego la persona de Cristo, uno de nuestros redactores planteó la siguiente pregunta: “¿Hubiera sido más prudente hablar donde la Biblia habla – de modo claro y nítido – y saber callar humildemente donde la Palabra de Dios guarda silencio?”. Las controversias cristológicas de los cinco primeros siglos sirvieron para una mejor comprensión de la verdad revelada, y no merecen la acusación global de una helenización de la teología cristiana, pero hemos de ser cautos para no refrendar aquello en lo que pudieron ir más allá de lo revelado. La controversia se centró sobre la perfecta humanidad y divinidad de Cristo, o como lo enfoca J.I. Glez. Faus: “la conciliación de Jesús con el monoteísmo bíblico” y “el esfuerzo por pensar simultáneamente divinidad y humanidad” (J.I.González Faus. “La Humanidad Nueva” (Vol.II), pp.378-379), y ese será el esquema de nuestro estudio. 1.- Las primeras herejías cristológicas A partir del segundo siglo se produce una notable literatura apologética, que abarca los distintos temas que enfrentan al Evangelio con las cosmogonías, los conceptos filosóficos, teológicos y éticos del mundo pagano, así como el judaísmo, a pesar de sus raíces comunes en la Revelación del AT. Paulatinamente fueron centrándose en la divinidad de Cristo y la perfecta armonía de sus dos naturalezas, divina y humana. 1. 1. Cuestiones previas en la apología cristiana. La Iglesia hubo de defenderse desde el principio de los ataques de judíos y gentiles, que en forma de calumnias y tergiversaciones acerca de los hechos relativos a la persona de Jesucristo y de las creencias y conducta de los cristianos, les negaban el derecho a existir como “religión lícita”, en el ámbito religioso plural del Imperio. De ahí que los primeros apologetas cristianos – Cuadrato (o Kodratos), Arístides, Justino Mártir, Miciades y Apolinar de Hiérapolis, entre otros – dirigieron sus escritos reivindicativos de los derechos de los cristianos al Emperador correspondiente – Adriano, Marco Aurelio, etc. – exponiendo el carácter general del Evangelio, pero apuntando ya a la afirmación de sus creencias más características. Tal como resume James Orr: “Los apologistas afirmaban la divinidad, la mesianidad, el nacimiento sobrenatural, la resurrección, el reinado celestial de Jesús, y sostenían que, por medio de Él, Dios había dado a los hombres una revelación nueva y definitiva” (James Orr. “El progreso del Dogma”, pag.57). Esta afirmación de verdades esenciales relativas a la persona de Jesucristo, se diferencia de la argumentación posterior, encaminada a rebatir los conceptos erróneos que fueron surgiendo en el propio seno del cristianismo, pero mantiene puntos comunes, puesto que se desarrolla en el mismo contexto cultural helenista. 1. 2. Herejías cristológicas del sector judaizante. Ya en los escritos del NT encontramos la controversia con los elementos “judaizantes”, que en el caso del apóstol Pablo se centra en el “legalismo” de quienes, al exigir de los gentiles convertidos la circuncisión y cumplimiento de la Ley, estaban proclamando “otro evangelio”; y ellos a su vez le acusan de apóstata del judaísmo y falso apóstol. Juan se enfrenta con los primeros brotes de herejías cristológicas, probablemente de influencia judaico-helenista, como se verá más adelante. En el marco de esta oposición judaizante, con una proliferación de grupos de los que apenas nos han llegado noticias confusas y que a veces se solapan, se encuadrarían los dos que presentamos a continuación: Ebionitas y Docetas, el primero de ellos, representativo de quienes negaban la divinidad de Cristo, y el segundo, de la negación de su humanidad. Buena prueba de la complejidad de su catalogación es Cerinto, que a finales del siglo I encabezaba en Éfeso un movimiento herético, combatido según la tradición por el apóstol Juan (1 Jn.2:22; 4:2-3; 5:6), cuya enseñanza de corte ebionita, presenta conceptos gnósticos en cuanto a la maldad de la materia, que le llevan a establecer una distinción entre Cristo, el ser divino que descendió sobre el hombre Jesús en el bautismo, y este Jesús que fue quién murió en la cruz y resucitó, ya que consideraba a Cristo “impasible” en razón de su divinidad. Algo similar ocurre con los elkesaitas, de quienes haremos mención al considerar el ebionismo. a) Ebionismo. Aunque el nombre de ebionitas aparece por primera vez en los escritos de Ireneo (177200 d.C.), está referido a alguna de las sectas judaizantes ya descritas por Justino Mártir (150-165 d.C.), que se iniciaron en la misma era apostólica. Es difícil su distinción de otros grupos afines, por ejemplo los llamados “Nazarenos”, aunque pudiera encontrarse la diferencia en lo que señala Orígenes (185-254 d.C.) respecto a dos clases de ebionitas, según aceptaran o no el nacimiento sobrenatural de Cristo. El nombre viene de un término hebreo y arameo que significa “pobre”, posiblemente adoptado con el propósito de identificarse con el concepto veterotestamentario de humildad, carácter piadoso y justo, en contraste con la soberbia de los impíos, pero con connotaciones “ascéticas”, en la línea de un sector del gnosticismo posterior. No siendo nuestro tema aquí el ebionismo en sí, sino sus conceptos heréticos respecto a la persona de Cristo, diremos apenas que sólo aceptaban el Pentateuco, pero rechazando de él todo lo relativo a los sacrificios levíticos, lo que les asemeja a los esenios, representados por la comunidad de Qumran, de quienes se cree proceden los famosos “rollos del Mar Muerto”. De los escritos apostólicos apenas aceptaban el evangelio de Mateo, con mutilaciones y retoques. Contra su insistencia legalista y farisaica sobre el cumplimiento de la Ley – especialmente el sábado y la circuncisión – la prohibición del matrimonio, la abstención de ciertos alimentos, etc., no solo tenemos la réplica en apologetas como Justino Mártir, que les acusan de no ser ni judíos ni cristianos – juicio en el que abundó Epifanio en el siglo IV – sino también en las epístolas paulinas (Gá.5:1-4, 12; Fil3:1-2; 1 Ti.4:1-3). Justo L. González hace el siguiente resumen de sus doctrinas: “Según los ebionitas, hay un principio del bien y un principio del mal (ambos originados en Dios). El principio del mal es el señor de este siglo, pero el principio del bien triunfará en el siglo por venir. Mientras tanto, el principio del bien se da a conocer en este mundo a través de su profeta, que se ha presentado en diversas encarnaciones. Adán, Abel, Isaac y Jesús son encarnaciones del profeta del bien. Pero, después de Adán, cada encarnación del profeta del bien se haya acompañado de su contraparte que sirve los propósitos del principio del mal. Caín, Ismael y Juan el Bautista son manifestaciones del principio del mal – que también se llama principio femenino –.” (Justo L. González. “Historia del Pensamiento Cristiano”, p.146.). Pueden apreciarse sus fobias sectarias, sobre todo si se tiene en cuenta que incluían junto con Juan el Bautista, al apóstol Pablo como encarnación del príncipe del mal. Matizando algo más sobre su “cristología”, podemos señalar que al principio se centró en la aceptación de Jesús como un mero hombre, hijo de José y de María, dotado del Espíritu Santo en el bautismo para cumplir su oficio profético, y elevado a la categoría de Hijo de Dios a causa de su acendrada piedad. Esa primitiva forma de ebionismo, de marcado carácter “milenarista y sionista”, se vio duramente afectado con la caída de Jerusalén (70 d.C.). Más adelante, lo encontramos modificado por toda suerte de especulaciones teosóficas y astrológicas, numerología y dualismo de corte gnóstico. Siendo una de sus formas más elaboradas la de los “elkesaitas”, basada en las pretendidas visiones de Elkesai (Elxai o Alexius), propagadas por Alcibíades (alrededor de 220 d.C.). Llegando al concepto acerca de Cristo que señala Reinhold Seebergd: “Aunque es el Hijo de Dios, no es Dios; dado que Dios es un ser no engendrado mientras que Cristo es engendrado” (Reinhold Seebergd. “Manuel de Historia de las Doctrinas”, p.100). Esta herejía surge de la dificultad ya señalada de conciliar la persona de Jesucristo con el monoteísmo veterotestamentario, y así vuelve a aparecer en el arrianismo, y pese a haber sido combatida según veremos en el concilio de Nicea (325 d.C.), la tenemos todavía entre nosotros con los falsos “testigos” de Jehová. Por otro lado, su concepto de Cristo como profeta fue el adoptado por Mahoma y mantenido, con implicaciones docéticas, en el Islam por el que fueron en parte absorbidos los restos del ebionismo. En cuanto a la obra redentora de Cristo, afirmaban que el Espíritu Santo, que le había investido para su ministerio profético, le abandonó antes de la crucifixión, por lo que quien sufrió y murió fue el hombre Jesús. Negando el valor expiatorio de su sacrificio – igual que la legitimidad de los sacrificios levíticos – y afirmando como única base de justificación el estricto cumplimiento de la Ley, en imitación a Cristo. b) Docetismo. Aunque la mayoría de los historiadores del dogma incluyen este movimiento herético dentro del gnosticismo, nos parece que tiene señas de identidad propias como para considerarlo aparte, particularmente en sus inicios en la era apostólica. El nombre “doceta” viene del griego dokeín, “parecer”, y hace referencia a lo más distintivo de su enseñanza: Cristo era un ser celestial que había tomado un cuerpo solo aparente. Para unos, una especie de aparición fantasmagórica, o a lo sumo como las “teofanías” del AT; para otros, con una particular interpretación de su nacimiento, como indica Francisco Lacueva: “…formado en el cielo y venido a la tierra a través del útero de María, pero sin ser concebido por ella” (Francisco Lacueva. “Curso Práctico de Teología Bíblica”, p.284). Aunque la consecuencia directa de tal herejía era la negación de la humanidad de Jesucristo, tampoco dejaba a salvo la enseñanza bíblica sobre su divinidad (Jn.1:1; 10; 30; Fil.2:6; Col.2:8-9). A semejanza del gnosticismo, no le confesaban como consubstancial con el Padre, sino que la capacitación para ser la “imagen del Dios invisible” o “imagen de su sustancia” (Col.1:15; He.1:3), estaba en función de haber sido engendrado de Dios, lo que le confería su categoría celestial, como inmediato a Dios, pero no como Dios, puesto que en su concepto, más platónico que bíblico, de la absoluta trascendencia de Dios, se requería la mediación de un ser diferente, interpuesto entre Dios y el mundo material. Hay evidencias de una refutación por el apóstol Juan de ese docetismo y gnosticismo incipientes, que al mismo tiempo sienta las bases de la cristología bíblica frente a todas las corrientes heréticas posteriores. Ejemplos: Jn.1:14; 1 Jn.1:1-2; 4:1-3. Y contra el concepto “adopcionista” primitivo – el adopcionismo es una “herejía española” de finales del siglo VIII_ tenemos 1 Jn.5:6: “este es el que vino mediante agua y sangre”. Según aclara F. Lacueva en una nota marginal (NT. Interlineal): “Jesucristo era el Cristo ya antes de su bautismo y continuó siéndolo en la Cruz”. 1.3.- Gnosticismo. Nuestro propósito no es el estudio del propio gnosticismo – complejo y confuso desde sus orígenes a sus formas más desarrolladas – sino de las implicaciones en el campo de la cristología de las más significativas de sus múltiples, y a veces contradictorias, afirmaciones acerca de Jesucristo. Pero vemos necesario describirlo en líneas generales, para poder enmarcar sus extraños y variopintos conceptos cristológicos. A la tesis del profesor Harnack, que los califica como “los primeros teólogos cristianos”, pioneros en la helenización posterior del cristianismo, contestan tanto James Orr como Justo L. González, que dice: “En cuanto al origen del gnosticismo, éste es en realidad un sincretismo de dualismo persa, misterios orientales, astrología babilónica, y cuanta doctrina circulaba por el mundo del siglo II” (Justo L. González. “Historia del Pensamiento Cristiano”, p.148). En ese afán sincretista, trataron de incorporar las creencias judaicas del creacionismo bíblico, desvirtuándolas, así como el legalismo de corte ebionita y una cristología de cuño docético. El cristianismo, con su afirmación de verdad universal de revelación divina en Jesucristo y su carácter redentor, ejerció particular atractivo para ellos, de ahí que el gnosticismo pronto se transformara en una herejía seudocristiana. Reinhold Seebergd menciona tres grupos de gnósticos, describiendo el primero de ellos así: “Ya en la época apostólica surgieron, principalmente en Asia Menor y Antioquía, maestros heréticos, que recibieron del judaísmo su impulso inicial. Carazterizábanse por las especulaciones acerca del reino de los ángeles y espíritus, por su dualismo ascético, una tendencia ética o un liberalismo inmoral, la espiritualización de la resurrección y el desprecio de la esperanza de la iglesia (Col.2:18 y sig.; 1 Ti.1:3-7; 4:1-3; 6:3 y sig.; 2 Ti.2:14-18; Ti.1:10-16; 2 P.2:1, 3-4; Jud.4, 16; Ap.2:6, 15, 20 y sig.; comp. Hch.20:29-30)” (Reinhold Seebergd. “Manual de Historia de las Doctrinas”, p.102). Este autor incluye también en este primer tipo de gnosticismo a Cerinto, de cuya posible réplica por parte de Juan ya hemos dado cuenta. En cuanto al segundo grupo, relacionado con Simón el mago de Samaria (Hch.8:9) y su discípulo Menandro –cuya relevancia dentro del gnosticismo es actualmente muy discutida – y el tercer grupo, encabezado por Saturnino, pasando por Basílides y Valentino, y llegando hasta Carpócretes – dejando aparte a Marción -, no vemos muy clara la distinción, ya que se les atribuyen las mismas prácticas de magia y ascetismo, junto con la tesis de la creación del mundo material por ángeles o eones, emanados de la mente o el pensamiento (énnoia) divino, y una interpretación docética de Cristo, negando tanto su realidad física como la de su muerte y resurrección. Algunos se atribuían a sí mismos sólo una existencia aparente. Justo L. González señala acertadamente: “Cuando los gnósticos se apropian de ciertos aspectos de la enseñanza cristiana, esto amenaza con desvirtuar la fe cristiana sobre todo en tres puntos básicos: la doctrina de la creación y dirección del mundo por parte de Dios, la doctrina de la salvación y la cristología (Justo L. González. “Historia del Pensamiento Cristiano”, p.151). En cuanto a los dos puntos primeros, requerirían un trabajo de proporciones superiores a las que debe ocupar en nuestro estudio. Subrayaremos apenas aquellos aspectos que inciden también en su “cristología”. Parten del concepto de un ser trascendente, el Dios supremo e inaccesible e inefable, que habita en la perfecta Luz, de quien emanan los demás seres, ya sean ángeles o eones (ideas, pensamientos, emociones o deseos personificados), que originándose unos de otros en forma descendente, cada vez más alejados del ser supremo, constituyen las distintas escalas o esferas del pleroma, que incluye los dos principios opuestos: el bien y el mal, el espíritu y la materia, “arriba” y “abajo”, etc. Aunque algunos sostenían la eternidad de estos dos principios (dualismo), otros remitían su origen al Dios supremo (monismo). En el gnosticismo helenista, la creación de este mundo se debe al Demiurgo, o Dios de los judíos, que aunque es diferente del principio del mal, o el Diablo, también lo es del Dios supremo – algunos lo sitúan 364 “cielos” por debajo – y por estar en el límite entre la Luz y las tinieblas, creó un mundo esencialmente malo, aunque le transmitiera alguna parte del bien o espíritu. En el mundo de la materia existe, pues, un resto del mundo del espíritu, lo que confiere a los hombres – según la proporción que posean de espíritu frente a la materia – las distintas categorías de espirituales (pneumátikoí), psíquicos (psuquíkoí), y carnales (sömatikoí), también denominados físicos o hílicos. Esto caracteriza su “doctrina de la salvación”, que consiste en la liberación del espíritu de la “cárcel de la materia”, mediante el conocimiento (gnosis), que no pretende ser especulativo sino de revelación de los “misterios”, reservados a los iniciados, mediante prácticas mágicas y ceremonias de cultos esotéricos. Sólo los elegidos o espirituales alcanzan el conocimiento liberador que les eleva a la esfera superior del espíritu, mientras que los psíquicos sólo pueden aspirar a un cierto grado de vivencia de la fe, y los carnales están irremisiblemente atados al mal y destinados a destrucción. Las consecuencias de dichos postulados para la cristología, fueron las de la negación, tanto de la auténtica divinidad de Cristo, uno con el Padre desde la eternidad, como de su humanidad, puesto que al considerar la materia como intrínsecamente mala, recurrieron a distintas tesis de corte docético – mera apariencia del cuerpo físico de Jesús – o ebionita, del descenso del Cristo celestial sobre el hombre Jesús. Las más significativas en la línea docética fueron: a) La de Saturnino, discípulo de Meandro, que “sostenía que el Salvador ingénito era incorpóreo e invisible, aunque se manifestó, aparentemente como hombre”. b) La de Basilides (120-140 d. C.), “que Cristo vino en apariencia – in fantasmate – era sin sustancia de carne, no sufrió a manos de los judíos, sino que Simón de Cirene fue crucificado en su lugar”. c) Las atribuidas a Valentino: que el eón celestial llamado Cristo asumió un cuerpo formado por una sustancia psíquica, siendo impasible, por lo que no sufrió verdaderamente; o que el eón habitó un cuerpo, y por medio del dominio de sí mismo llegó a ser una naturaleza con su cuerpo (mezcla de ebionismo y docetismo) (Reinhold Seebergd, “Manual de Historia de las Doctrinas”, pp. 105-106). Por otro lado, tenemos las de corte ebionita (entre los que estaría Carpócrates) que, generalizando, enseñaban que el hombre Jesús llevaba la imagen del Dios supremo y fue elegido por él, nació sobrenaturalmente de la virgen María y a él se unió en el bautismo el eón Cristo, dejándole antes de la crucifixión. Lugar aparte ocupa Marción (alrededor de 140 d.C.), que presenta una confusa cristología de características gnósticas: relaciona a Cristo con el Dios supremo, el Dios del amor y de la gracia, distinto y contrario al dios justiciero del AT, creador de este mundo en el que impera el mal, el Jehová de los judíos. El Dios supremo permaneció incógnito hasta enviar a Cristo, el “Espíritu Salvador” y manifestación de Dios, que apareció en el año decimoquinto de Tiberio como un hombre ya formado, sin especificarse claramente la naturaleza de su cuerpo, pero negando su nacimiento humano, dado que esto habría supuesto tomar un cuerpo de la creación mala del Demiurgo. Sin embargo, ignora las especulaciones cosmológicas, numerológicas y esotéricas, y el conocimiento superior (gnosis) de los gnósticos, pretendiendo basarse únicamente en una interpretación literal de las Escrituras que admitía como inspiradas: el Evangelio de Lucas y diez epístolas de Pablo, “expurgadas” por él de todo lo que consideraba interpolaciones judaizantes. Su énfasis radicaba en una interpretación de las doctrinas paulinas de la gracia, exagerada y tergiversada, frente a la Ley del AT. Sin embargo a causa de su dualismo, propugnaba el ascetismo y el celibato (él había sido expulsado de la iglesia por adulterio). A todas estas herejías acerca de Cristo, respondieron tanto los “Padres Apostólicos”, como los apologetas, como se verá cuando demos cuenta de la forma en que se llegó a la declaración de Nicea (325 d. C.), en la controversia arriana. DANIEL SAGUAR (Publicado en la revista EDIFICACIÓN CRISTIANA, Marzo – Abril 2000. Nº 193. Época VIII. Permitida la reproducción total o parcial de esta publicación, siempre que se cite su procedencia y autor.)