Sabino el Abarca 20º El primer día de trabajo Sabino Recuenco Matilla había adquirido por naturaleza los tiempos del dormir y despertar. La noche y el sueño duraban lo que la oscuridad, como si el brillo de las estrellas promoviera las ensoñaciones e imprimiera la caricia del canto de la nana. Sólo al alba se le permitía llamar en los cristales con sus largos y luminosos nudillos para llegar a las alcobas y desperezar a unos y a otros. Hoy, en cambio, amaneció con otra parsimonia, por eso Sabino miraba al despertador que no concordaba con el alumbrado de los cielos, porque en ningún momento apareció una claridad distinta a la que lució durante la larga noche. Las manecillas señalaban una hora y la luminosidad que penetraba por la ventana tenía la misma intensidad que una hora antes y comprobó que la misma de dos horas después. Se asomó varias veces por la ventana a lo largo del insomnio para mirar a los cielos que se escondían por encima de los tejados. Agitaba la cabeza pesarosamente al comprobar que las farolas y algunos luminosos eran la causa de aquellos resplandores. Cuando se cansó de dar vueltas en la cama, desvelado, incómodamente despierto, aturdido también por los ruidos en sordina, se levantó a comprobar si la claridad del día rayaba ya, despuntando sobre las terrazas. Tragó saliva, aplastó la frente contra los cristales y en lugar de un quiquiriquí escandaloso, oyó el sonido estridente de una sirena. No acababa de despertar, pero tampoco estaba dormido, un poco sonámbulo. —Cuando me despierte lo sabré... No acertaba si acostarse o a continuar contemplando la calle alumbrada. La hora se acercaba y el compromiso no lo podía eludir. —Aunque vete a saber, porque aquí siempre tendrá que ser de día, para eso ponen tantas luces por la noche. Dice el Tolo que cuestan más los sueldos de los apagavelas que el gasto de la luz y que por eso las dejan encendidas. Que hacen muchas cuentas los que se dedican a estos menesteres y deducen eso, y no les salen rosarios, porque echan mano de las maquinetas de contabilidad y en un dos por dos son cuatro, el problema resuelto sin papel ni lápiz. Y dice que, así, cualquiera... encopetándose como si el aquello de las maquinetas estuviera a la orden del día y las dominase él mismo... A ratos, las ventanas como luciérnagas, se encienden y se apagan. Son resplandores que señalan el noctambulismo o los madrugones de la gente urbana. La de Sabino está apagada, para pensar no necesita iluminación, como en otro tiempo que tampoco necesitó papel para escribir sus pensamientos. Aunque hoy solo espera que la aurora entre y le avise. —Pero no puedo quejarme, ha sido oportuno, muy oportuno en esta ocasión. Abarca, aquí estoy yo —las palabras del Tolo resonaban en sus oídos—, júntate conmigo a trabajar, y caminaremos en la vida como amigos. Oyó ruidos en la casa. Pensó en el gato y en algún ratón. —Pobre ratón, mucho has madrugado y en mala hora. Peor suerte has tenido que yo, te han atropellado sin posibilidad de defensa. Comenzó a vestirse, lentamente, oyendo el eco lejano de la cisterna de un wáter. Con la chaquetilla del pijama, y vestido con pantalón y zapatillas se acercó al baño principal y vio luz por la rendija de la puerta. El agua de la ducha salpicaba sobre algún cuerpo. Todo eran ruidos sordos, acallados por las puertas cerradas y las cortinas. No fue un ratón y un gato los que correteaban por el pasillo... sería su cuñado camino del baño. Desanduvo el recorrido y acudió al otro cuarto de aseo. Estaba tabique en medio con su dormitorio. Lógicamente allí debía acudir él. Los de la ciudad lo tenían todo previsto. La habitación del fondo y el aseo del fondo, puerta con puerta, el más cómodo, sin necesidad de recorrer media casa. —En el pueblo tendremos que hacernos otro aseo, uno solo es poco y siempre queda lejos... Cuando sonó su despertador ya estaba a punto. Tardará varios días en saber lo que supone el sopor de lo desconocido y el esfuerzo de asimilarlo, para convertirlo en doctrina e intención, y sobre todo en puntualidad sin adelantarse como hoy. Lo de ahora sólo es una manera de ir y venir llevado, adoctrinado, en volandas, en andaderas, en manos de otros. Eso pensaba. Aturdido, pasmado, como quien camina a ciegas, vislumbrando la realidad. —Me encuentro como quien lleva gafas de sol y ve las cosas de colores extraños, que no corresponden, porque esto es algo a lo que no estoy acostumbrado. Qué te diría, como si fuera el artista de una película de cine sin verla porque la hago yo mismo... y además tampoco veo a los espectadores que están frente a la tela, porque tampoco estoy en ella, es mi foto la que está... —Qué cosas tienes Sabino, olvida tus rarezas y déjate llevar, que quienes te rodeamos somos tu familia y yo... Mira que tienes unas cosas, como si pensaras que Regazo, o tu cuñado o yo te fuéramos a dejar en la estacada... —Son otras cosas, la que tú hablas y lo que veo yo. Ese edificio de ahí enfrente, tú dices que es una Iglesia de San Antonio con los jardines delante y que está en la calle de no sé cuantas... —De Cuellar... —A ti te parece que con eso basta... pero yo veo un edificio gris, de piedras cuadradas y torre sobresaliendo por encima, también cuadrada con sus troneras y sus huecos para las campanas, debajo de un cielo azul y los árboles que están delante. Yo no sé nombrar las cosas que veo y por eso, me encuentro con una especie de postales, sin escritura, que por eso las fotografío con luces y reflejos personales. Dalmacio detuvo el camión junto a la acera porque no entendía a su amigo. —Pero bueno, vamos a ver, Sabino, lo que tú dices, yo también lo veo pero no me creo un artista de cine, ni un fotógrafo. Yo soy un conductor de camión. —No. Si dentro de unos meses a mí me pasará lo mismo, en lugar de ver una calle con árboles en el centro y un paseo, y las fachadas de ladrillos y de cementos con adornos enmarcando los balcones de hierros y las ventanas, entonces yo sólo veré... ¿Cómo se llama esta calle? —El paseo de Sagasta. —Eso, sólo veré el paseo de Sagasta y ya está, mientras tanto, hasta que esto llegue, los árboles, las aceras, los pasos de rayas y los semáforos son imágenes de paisajes. Como los montes y los valles del pueblo para otros, porque para mí cada uno tenía su nombre, y su color estaba en mis ojos, en la mirada de cada día. —Un poco me asustas, estás o no estás en tus cabales. —Parece que no me explico o es que no me entiendes. Ayer estaba allá en el pueblo y aún no se ha evaporado la nebulosa que cubre la ciudad... ¡Anda! Arranca y llévame adonde vayamos. El trabajo me sacará de la morriña y me meterá en quehaceres más verdaderos. —Un poco raro te encuentro para ser tan de mañana. Continuaron el camino. Dalmacio con las manos en el volante sin perder la dirección y Sabino viendo despertar la mañana laboral. —De primerizo. Andas de primerizo en la ciudad. Sin percatarte de adonde estás ya te encuentras metido en el mundo del trabajo, y todo ¿gracias a quién? ¡Eh Sabino! ¿Gracias a quién estás en una actividad ganando perras? No me contestes, te lo diré yo: Gracias a tu amigo Dalmacio que tiene una camioneta: “Transportes Teodomira” Apto para recorrer mundo y ganarse la pela. —No me puedo quejar. Es como si la vida me viniera de frente. A ratos un poco se frena y presenta algún tropiezo, pero siempre hay quien se encarga de dar el empujón. Ahora mismo, tú que actúas como protector. Cruzaron el Ebro, y casi sin saber si de imágenes o de sensaciones, de ambientes o de olores, sin caer en la cuenta de sus maneras de recorrer caminos en el monte entre sabinas o chaparros que a cualquiera pueden parecer iguales, a él ahora los edificios, la calle que desemboca en ésta, y ahora en aquélla, luego en la que tuercen para salir a la siguiente... Todo esto le crean vapores y aromas nuevos, distintos, peculiares... El río divide la ciudad. Están al otro lado. Al cruzar mira al sol que se levanta aguas abajo con irisaciones y reflejos saltarines y con este otear siente la orientación. —Si me dejas aquí solo, casi no sabría volver. La maraña de calles es más difícil que los viejos caminos. Le miraba satisfecho y de medio lado para no perder el control de la conducción, pero contestaba abierta y risueñamente. —Aún no hemos comenzado. Conmigo de guía enseguida conocerás toda la ciudad y los pueblos del contorno, que idas y venidas no te van a faltar, has ido a caer en manos de alguien que se conoce la provincia y la región, y si te descuidas, el resto de las Españas, que ánimos para recorrerlas no me faltan. —Razón la tienes, porque para enseñar, el aprendiz no debe conocer. Ya que si viene de sabido ni escucha ni atiende y las palabras se vuelven volutas de aire. Con estas consideraciones amigables, daban satisfacción al primer día de trabajo. Cuando llegaron a las puertas de una fundición de hierros Sabino se quedaba en el asiento hasta que se oyó llamar por Dalmacio que le urgía la compañía. Al presentarse con la documentación para que les dejaran libre la entrada, el conserje les miró detenidamente: —Con una sola documentación vale para las dos personas —le devolvió los papeles. —Éste no te conocía —le susurró Sabino. —La gente de la entrada cambia con alguna frecuencia, no todos los días está el mismo. Hacen turnos y se relevan, según sea mañana, tarde o noche. —Como los pastores que según el tiempo también soltábamos el ganado por la noche, porque por el día se asestaban y no comían. —Sabino, tendrás que cambiarte de camisa, o de chaqueta. Debes vestir acorde con la ciudad. Para que me entiendas, la ropa te cae de perlas, me refiero a los parangones y a los refranes, pero debes olvidar lo de comparar. Debes homologarte a lo de aquí en hechos, palabras y mente. Aquello se perdió en las montañas de la tierra, aquí, ésta es la primera lección. Ya te la expliqué mientras bajábamos: Aquí, y no está bien que lo diga yo de mí, que ya no soy el Tolo, que soy el Dalmacio, mejor te diré Dalmacio sin el, y tú Sabino sin Abarca. Y en lo demás igual. Cuando volvamos allí, lo que sea; pero aquí se deja de lado aquello y a lo nuevo. —En mis anteriores visitas solo estuve de pasada y no me percaté en esas cosas, así que si alguna vez desbarro me tiendes la mano y me frenas, tiras de la galga del carro para pararme. —Ves, ya estás de vuelta a lo tuyo. Aquí las cosas son las de aquí y no se parecen a las de allí, y si lo aclaras con comparaciones, se relacionan con lo de aquí y, así, más exactos... Entraron hasta el aparcadero y Dalmacio lo dejó en la cabina, penetró en las oficinas con un cuaderno apaisado de espiral y cuadrícula. Se podrá, aunque no se deberá, comparar las vidas... Guardaba como doctrina en su pensamiento Sabino... Pero los cuadernos de apuntes de Dalmacio son como los de la escuela del pueblo. Y un poco difícil lo de olvidar el artículo delante del nombre, ahora cuando diga Dalmacio no sabré a qué Dalmacio me refiero, en cambio, cuando digo el Dalmacio lo tengo claro que es el de la... Bueno el de Transportes Teodomira como lo conocen aquí. Salió acompañado con un señor que llevaba una tablilla y sobre ella un clip que abrazaba un papel escrito a máquina con varios apartados. —¡Síganme! —les dijo Los llevó por una senda entre montones de hierros, de cobre, de estaño, y de otros metales que por el color no supo identificar nuestro amigo, aunque sí se inclino a recoger dos trozos y golpearlos entre sí para oír el sonido y poder definir la clase de mineral o su aleación, pero se quedó con las manos sucias y la mente limpia. Tampoco le pareció oportuno preguntar ya que estaba de peón, y la especialización en la materia podría poner en un compromiso al maestro... Dalmacio, el enseñante, andaba en comentarios del tiempo y de los sudores o así, causados por el esfuerzo, hasta que encontraron al operario que manejaba una pala de imanes que atraía la chatarra para trasladarlos. En un rincón descansaban un canjilón y una cuchara mordedora. Cuando recibió las instrucciones de carga, el operario cambió al toro para realizar su función... —Veo que ya tienes ayudante —comentó el encargado que se quedó mirando descaradamente al Abarca—, algún espolón se le nota porque años no le faltan, qué sé yo de dónde lo habrás sacado. Llévate cuidado con él. —Es buena persona —contestó el aludido—, del pueblo ha salido, ¿de dónde sino? y con fama de buen trabajador. Bueno, comprobada por mí. —Ya se enrabiará si no lo cuidas con esmero. Que en tus manos... —pronosticaba el cargador, moviendo hábilmente las varas cuadradas de hierro para facilitar su colocación. Con el toro y la grúa, enseguida acabaron de llenar el camión. Desde abajo, Dalmacio iba indicando la colocación de los cuadradillos y de los redondos de hierro y daba órdenes a Sabino para que los empujara sobre los laterales o contra la cabina para que quedarán colocados cuanto más centrados mejor, para que se repartiera la carga. —Habrás aprendido la lección, procurar un peso equilibrado, que no se cargue excesivo sobre la parte delantera, ya que soportan la cabina y el motor. La caja del camión descansa sobre las de atrás principalmente y la carga debe sopesar el lastre entre las delanteras y las traseras sin olvidar que las delanteras son más débiles y son las que dirigen, las que guían. —¡Eso! Como ahora tú, que nos llevas y nos traes —se le ocurrió como tonta contestación... —Con eso basta —determinó—, que no quiero hacerme el pesado el primer día intentando que aprendas todo. ¿Sabes una cosa? Que antes de salir del polígono industrial nos vamos a echar al cuerpo un café y algo que anime el espíritu. —Hombre, si ufanos, ya vamos. Si no necesitamos más satisfacción ni alegría que la nuestra. El bienestar se manifestaba en los andares atrevidos con que los dos abandonaron el vehículo y penetraron en el bar. Uno tras otro, estirados y altivos se acodaron en la barra y contemplaron los platos. Eligieron según apetencia, aunque Sabino dejando al maestro la delantera, se limitó a decir “a mí lo mismo” tan sólo al momento de la bebida cambió el gusto y prefirió un vino. —No decías que notabas un ambiente extraño, como una neblina que te agrisaba la ciudad. Si ahora pides un tinto aún la encontrarás más turbia. —No son los colores lo que esta mañana dominaba mi mente, era la diferencia, una especie de situación distinta, de lugares desconocidos, de casas con luces, con olores, con calores y con sabores diversos. El río mismamente con las neblinas húmedas. Y luego en la calle las iluminaciones, las sensaciones, no puedes interpretar fácilmente las cosas. —Lo digo porque con el vino aún se enredarán o ennegrecerán más las cosas. —Ahora contigo, y en mitad del quehacer, ya respiro con otros aires... —No, si ya digo yo, un poco de sudor en el cuerpo, algo de cansancio y un buen almuerzo, valoran más positivamente las cosas. Rió Sabino, y rieron los dos. Después del tentempié continuaron con su esfuerzo para dar fin al transporte. En la empresa donde descargaron, Dalmacio le entregó unos guantes de material... —Póntelos, que te defenderán las manos para que no se ennegrezcan como las de los herreros ni se arguellen como las de los albañiles con el cemento —le dijo—... Descarga con tranquilidad, sin nerviosismo, que yo entro a las oficinas a solventar la entrega del pedido. Pide ayuda a aquel que va por allí y entre los dos bajáis los hierros del camión y los colocáis donde diga el encargado. Cuando ya acababa el trabajo, apareció Dalmacio con la carpeta bajo el brazo y con aire de suficiencia. Haciendo un guiño a Sabino, se acercó al encargado y le mostró la hoja de la carpeta donde se reseñaba un nuevo transporte que debía cargar allí... —No se debe desperdiciar la ocasión —aclaró a su amigo, dando razón del aquello de cucar el ojo, como si hubiese localizado una excelente pieza de caza—. Nada, Sabino, hay que estar a la que salta, dos transportes en un solo viaje —cambiando de tema le entregó la hoja de trabajo—. Ponte de acuerdo con el de la industria, aquí tienes la relación de lo que te han de cargar, colócalo según mis instrucciones, que yo tengo que acercarme a ver a un conocido que trabaja en aquel taller y a llamar por teléfono. En tus manos está todo el cargamento. Sabino se refugia en su intención y doctrina. Aprende cosas, ayer a comer, hoy a caminar con el vehículo, a cargarlo, a descargarlo, a escuchar y a obedecer. A realizar un trabajo por cuenta ajena, como en aquellas primeras faenas de pastor, pero entonces su padre era el maestro y el Mimbre el compañero y las ovejas el objeto del trabajo... Pero, chitón, nada de similitudes, estamos en la ciudad realizando trabajos propios de ciudadanos... Ahora lo dejan solo con toda responsabilidad para él... Se oían sonidos: motores y bocinas, algún que otro pitido estridente, pero siempre parecían estar lejos a causa de los ecos por la amplitud de la nave. Todo era como una realidad sorda, como el viento entre los árboles o el ulular de los lobos en la noche que siempre suena lejos, los gallos en la madrugada indican dónde están los pueblos y los corrales y los ganados se adivinan por los cencerros. —Suenen las campanas y rápidamente localizas y te orientas por el sonido. El sol y las estrellas dicen dónde te encuentras. Los buitres girando en el cielo te indican dónde está la huesera. Todo allí tiene sitio y lugar... aquí aún no sé de dónde vengo ni adónde voy, menos mal que Dalmacio me sabe transportar a mí también como una mercancía más —mientras cargaba y colocaba los artículos se agolpaban en su mente estas ideas, recuerdos y pensamientos. —Menos mal que está él para orientarme —seguía dándole a la mente—. Él se ha erigido en mi maestro y me enseñará cuanto sea necesario, porque como en todos los sitios suena igual la ciudad, por el oído no sabré dónde me encuentro, y como los edificios son tan iguales y las calles tan parecidas, tampoco de vista sabría volver; a las estrellas por la noche las tapan las farolas, y el sol se muestra con unos horizontes de cemento y ladrillo tan iguales por todas partes que tampoco me dejan orientarme, menos mal que aún me quedan las sombras para saber si voy o vengo, claro que en cuanto encienden las farolas... — ¡No te ensimismes Sabino! Que ya estoy aquí. Que no te he abandonado. La alegría de Dalmacio fue contagiosa y no pasó nada. Se miraban con la cordialidad de los conocidos de toda la vida que en un momento determinado comienzan a depender mutuamente. Uno es jefe y el otro criado, a la antigua usanza, al menos en su mente así se ven reflejados y sonríen con la complicidad que arrastra el camión. —Ya casi, como si toda la vida estuviera cargando vehículos. —La vida te vas a cargar, Sabino, a las espaldas y solo, aunque es la compañera que puede doblegar al más pintado. —Ya tienes razón, ya. Que así la experimenté y hube de abandonarla en otro lugar... Aquí, de momento la acabo de empezar y me encuentro como novato. —Como chiquillo con zapatos nuevos. —Y con ganas de estrenarlos. —Más cosas tendrás que estrenar. Pero ya hablaremos, que se hace la hora de comer y tripa vacía no se tiene derecha.