¿QUÉ CASTIGA LA FIGURA BÁSICA DE LA LEY DE TRATA? Por Marisa TARANTINO1 La actual redacción de la figura básica del delito de trata de personas fue introducida por la reforma de la ley 26842, que respondió al reclamo proveniente de una de las posiciones más críticas de la que se había sancionado en 2008 (26364). Ella venía manifestándose a favor de proyectos de reforma que, entre otras cuestiones, bregaban muy especialmente por dos que hoy se reflejan en la ley vigente: la inclusión expresa de una alusión a la intrascendencia del consentimiento de las víctimas (como una especie de pauta interpretativa impuesta por el legislador) y, además, una modificación que trasladara los medios comisivos de la figura básica, a una figura agravada. Son diversos los problemas que se suscitan con esta reforma, ahora no me ocuparé de todos, solo quisiera llamar la atención sobre cómo se debería interpretar la figura básica que hoy está vigente y que tampoco tiene prevista ninguna modificación en el Anteproyecto de Código Penal, que está siendo objeto de los debates actuales. El texto actual de este tipo penal está previsto en el art. 145 bis del CP y establece: “será reprimido con prisión de 4 a 8 años de prisión, el que ofreciere, captare, trasladare, recibiere o acogiere personas con fines de explotación, ya sea dentro del territorio nacional, como desde o hacia otros países, aunque mediare el consentimiento de la víctima.” Lo que intento con en este comentario es trasladar al debate mi pregunta del título: ¿qué es lo que hoy persigue esta figura básica? Y esta pregunta se relaciona muy íntimamente con otra: ¿podemos seguir afirmando que la libertad es el bien jurídico protegido por este delito? ¿y si no fuera la libertad? ¿cuál sería? Casi todos los autores que han estudiado este delito han sido coincidentes en que el bien jurídico tutelado es la libertad, y todos también reconocen que no consiste solo en la libertad ambulatoria sino más especialmente en la “libertad de autodeterminación”. Pero a mi modo de ver, esta afirmación podría ser controvertible a partir de la reforma introducida por la ley 26842. Como señalé al principio, la modificación de la figura ha implicado el traslado de los medios comisivos (esto es, de todas las modalidades que pudieran provocar un vicio de la voluntad de la víctima) a una figura agravada (art. 145 ter. inc. 1° del CP). La enumeración de los medios comisivos en el agravante se mantiene como otrora estaba en el tipo básico: con una fórmula exhaustiva y abierta, es decir, no taxativa. Con esto se debe inferir que todos los casos en los que una persona ha sido captada, trasladada, acogida, etc. mediante cualquier vicio de su voluntad (medios comisivos) serán casos que quedarán atrapados por la figura agravada. De esto último proviene, entonces, la pregunta ¿qué queda para la figura básica? Tratar de pensar un caso que ingrese a esta figura sin “pisar” los medios comisivos, por lo menos a mi, me resulta problemático. Mi imaginación solo es capaz de construir el supuesto de un “tratante” que capta, traslada, acoge, etc. silenciando sus propósitos a una persona que no ve en su comportamiento ninguna razón para sentirse coaccionada y que tampoco ha querido enterarse demasiado de cuál es la finalidad del tratante. Sin embargo, el silencio del autor sobre sus propósitos también es problemático, porque difícilmente pueda hallárselo por fuera de un engaño: si la finalidad de explotación se silencia, alguna otra finalidad aparecerá evidenciada o propuesta, y con ella el engaño, la violencia o la intimidación, que nos llevarían a la figura agravada. Por eso, podríamos preguntarnos si la figura básica estará previendo el caso de una “víctima” que sabe que es captada para ser explotada y de todos modos lo consiente. Si este es el supuesto, la pregunta siguiente sería ¿cuál es la afectación al bien jurídico “libertad” que supone esta conducta? Imaginemos que la figura básica alcanza el siguiente supuesto: alguien que propone a otra persona trasladarla hacia alguna ciudad del interior del país con la finalidad de explotarla; la persona acepta, libre de todo vicio de su voluntad: no es engañada, no es coaccionada, no es intimidada, y tompoco es vulnerable. Acepta ir así, a un viaje a una ciudad del interior del país, a sabiendas de que, quien la traslada, tiene firmes intenciones de explotarla. Parecería que la figura básica lo que está habilitando es la posibilidad de que tenga lugar un proceso de criminalización que se dirigirá sobre conductas cuya exteriorización no parece mostrar ningún contenido lesivo. Esto sería ciertamente preocupante, sobre todo si se quiere seguir afirmando el principio de lesividad, porque “la garantía del art. 19 de la CN exige reconocer, en primer término, que los procesos internos están sustraídos a los controles estatales (principio de acto o de exteriorización) aun cuando por sus características resulten viles, abyectos o nocivos; pero, además, que las conductas exteriores, en tanto no resulten objetivamente perturbadoras, también lo están (principio de lesividad o del carácter público de las conductas criminalizables).” (Yapur, Ariel. Delitos asociativos. En AAVV. Problemas Actuales de la Parte Especial del Derecho Penal. Pastor, Daniel (dir)-Guzmán, Nicolás (coord.). Ad Hoc. Bs. As. 2011 el resaltado es mío). 1 Especialista en Administración de Justicia por la Universidad de Buenos Aires y Secretaria de la Fiscalía Federal N° 2. Si quisiéramos sostener que la libertad es el bien jurídico tutelado por este delito, la figura básica estaría castigando una conducta que, en principio, no la afectaría de ninguna manera, por ende, estaríamos ante una enorme contradicción. Pero podemos salir de este problema si revisamos qué entendemos como “libertad” cuando hablamos del bien tutelado por este delito. En este sentido, se ha señalado que el delito de trata de personas tiene una tutela más amplia que la del mero concepto de libertad de autodeterminación y que, en realidad, la tutela está en relación con el concepto de “dignidad” del ser humano. También podría mencionarse que la libertad de autodeterminación que el derecho protege nunca versa sobre bienes jurídicamente indisponibles, es decir, jamás podría aceptar que se ejerzan opciones “indignas” o socialmente inaceptables. Este argumento, al parecer, lograría clausurar toda objeción sobre el problema del consentimiento de la víctima y su relación con el bien jurídico tutelado y, además, con él cobraría sentido operativo la pauta interpretativa que introdujo la reforma, también con respecto al consentimiento de la víctima. Así, quedaría en manos del intérprete la tarea de establecer si el contenido de la opción que ha ejercido la víctima, puede considerarse o no dentro de lo que el sistema jurídico comprende como bienes disponibles. De este modo se definirá si la víctima se vio afectada o no en su “dignidad”, aunque no tanto en su capacidad de autodeterminarse, ya que este será un juicio que no tomará en cuenta las preferencias del sujeto protegido, sino lo que el sistema jurídico considera que pueda ser objeto de sus preferencias. Intuyo también que sobre estas cuestiones se presentarían otros argumentos, que también han circulado en los debates en torno a la trata: por un lado, la afirmación de que “nadie consiente su propia explotación”; por el otro, que si así fuera, resulta igualmente imprescindible que el Estado fije los límites a lo que es socialmente aceptable, para que puedan garantizarse ciertos contenidos mínimos en el ámbito de lo que jurídicamente puede ser objeto de transacción, de opción, de ejercicio de la autodeterminación. Pero a poco que intentemos esclarecerlo, nos encontramos con que este concepto complejo de “libertad digna” no es un hallazgo sencillo y, aunque lo fuera, el intérprete queda colocado en el interior de un paradigma filosófico que podría generarnos algún conflicto ideológico (¿constitucional?). Por lo menos, convocaría a una discusión mucho más sustancial de lo que parece, porque de lo que se trata es de preguntarnos qué tal se lleva el concepto liberal clásico de la libertad (uno de los bienes más preciados de un Estado democrático de derecho) con este concepto de dignidad o de libertad digna. En la práctica, delinear conceptualmente los bordes tan difusos de la capacidad de libertad de un sujeto, es una tarea más dirigida en favor de una estabilidad del orden social, que en favor del propio sujeto. No puedo evitar pensar que esta idea de dignidad que trasunta en los límites de la libertad de autodeterminación, termina fijándose de acuerdo a un recurso rawlsiano que parece convocar el uso del “velo de la ignorancia”, recrear la ficción de la “posición original”, y con ella la de la igualdad, para lograr legitimar la definición de los que pueden (y no pueden) considerarse “planes de vida” jurídicamente aceptables. La igualdad, sin dudas, es una buena ficción y sería muy interesante tomarla siempre en cuenta, al igual que el imperativo categórico kantiano que trasunta estas definiciones de “lo digno para el hombre”. El problema se presenta cuando se evidencia que las ficciones operan muy a favor del ocultamiento de otras tensiones, y de las razones complejas (desigualdades de clase, estructurales, sociales, económicas y culturales) que explican muchas de esas opciones “desesperadas” y “socialmente inaceptables” que ciertos sujetos prefieren; razones que son paradójicamente las que en verdad reducen los márgenes de autonomía de esos mismos sujetos. Es verdad que existen contextos materiales que afectan a las personas y que no logran llevarse bien con las ficciones jurídicas. El velo o el imperativo nos simplifican la argumentación pero también cierran la posibilidad a muchos sujetos de conservar el escaso territorio de autonomía que tienen. Parecería conveniente empezar a pensar en que los pocos ciudadanos que logran tener acceso a eso que denominamos “planes de vida”, difícilmente sean las mismas personas que encontramos ante una encrucijada que implique aceptar o rechazar opciones indignas para su existencia.