Orígenes de los conflictos lingüísticos en el Reino de

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Orígenes de los conflictos lingüísticos en el Reino de España
El conflicto lingüístico
Desde un punto de vista sociolingüístico genérico, se entiende por conflicto lingüístico la concurrencia
competitiva entre dos o más lenguas por el ejercicio de las mismas funciones sociales en un mismo territorio.
En primer lugar, debe destacarse que no se trata de un fenómeno individual, de modo que queda fuera de
este concepto así entendido el bilingüismo o la poliglotía a escala individual, precisamente porque el sujeto
de análisis es la colectividad. También queda al margen de este concepto el bilingüismo consistente en el
aprendizaje de una segunda lengua por parte de sectores o de la totalidad de una comunidad lingüística con
el objetivo específico de comunicarse con personas alófonas. En este último caso, no existe conflicto
lingüístico porque no se da concurrencia de lenguas por el ejercicio de las mismas funciones dentro de la
propia comunidad de hablantes. Las situaciones de conflicto lingüístico entendidas desde la perspectiva
sociolingüística tienen que ver con procesos de penetración de una segunda lengua en la comunidad
lingüística afectada que trascienden las circunstancias biográficas puramente individuales de los hablantes y
habitualmente se dan en el marco de procesos de construcción nacional donde la comunidad en conflicto es
sólo una de las existentes en el territorio estatal y cuyo idioma no es el que el poder estatal considera como
lengua nacional e institucional. En este sentido, el origen causal de los conflictos lingüísticos radica en
proyectos políticos que toman la lengua cuyo conocimiento y uso se pretende extender como potencial seña
de identidad de la comunidad nacional que se quiere construir. Con todo, el origen político del conflicto
lingüístico no implica necesariamente que éste sea también conflicto político. Antes bien, el conflicto
lingüístico sólo se convierte en conflicto político cuando se impugna el propio objetivo sociolingüístico
perseguido por los agentes propulsores del conflicto lingüístico —muy especialmente, el poder político— y,
habitualmente, sectores sociales y políticos de las comunidades de lengua distinta atribuyen a su lengua, al
menos en el dominio territorial de ésta, la función sociopolítica que se pretende conferir al idioma expansivo.
La sociolingüística ha postulado que las soluciones a ese conflicto son la sustitución lingüística y la
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“normalización” lingüística. Se entiende por sustitución lingüística (language shift) el abandono total de la
lengua nativa y la adopción de la lengua sobrevenida para todas las funciones comunicativas, mientras que
la normalización lingüística sería el proceso sociopolítico consistente en la asunción (o reasunción) de todas
las funciones sociales por parte de la lengua de la comunidad, con la pérdida subsiguiente para la lengua
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Véase Rafael Ll. Ninyoles, Idioma i prejudici, Valencia, 3 i 4, 1997 [1971], pp. 80-82.
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sobrevenida de las funciones adquiridas o, cuando menos, su reducción al estatus de mero idioma de
comunicación con personas externas a la comunidad.
Minorización lingüística y diglosia
La consumación de la sustitución lingüística implica un largo proceso conocido como minorización
lingüística, consistente en la transformación de la comunidad lingüística recesiva en un subconjunto de la
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comunidad expansiva o en sendos subconjuntos de las comunidades lingüísticas mayores, cuando no
existe una única segunda lengua común a toda la comunidad recesiva y la distribución de segundas lenguas
está compartimentada territorialmente e incluso políticamente, de modo que, a la práctica, sólo existe una
segunda lengua común en cada entidad político-administrativa (es el caso, al sur y al norte de los Pirineos,
de las comunidades lingüísticas catalana y vasca). En este proceso se da el fenómeno que Lluís V. Aracil
ha denominado nativización de la lengua expansiva, que provoca la erosión formal de la lengua recesiva
como código diferenciado en todos los ámbitos (léxico, semántico, fonético, morfológico, sintáctico y
estilístico) y su gradual aproximación al sistema de la lengua expansiva, así como la reducción de su
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variedad de registros.
Una de las fases del proceso de minorización lingüística es el establecimiento de la diglosia. No obstante,
se trata de un concepto definido —y, por ello, también interpretado— de modos harto distintos, si bien, en la
actualidad se utiliza, habitualmente, para designar la distribución funcional de dos idiomas coexistentes en
una misma sociedad conforme a un esquema sociológicamente jerarquizado de los ámbitos de uso, hasta el
punto de hablar de una lengua A (correspondiente a los ámbitos de carácter formal) y una lengua B
(reducida a las situaciones comunicativas de formalidad baja). En esta concepción de la diglosia como
distribución del uso de dos idiomas distintos en función del nivel de formalidad de la situación comunicativa,
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introducida por Joshua Fishman, puede considerarse la diglosia como una fase de un proceso de
sustitución lingüística, donde el ritmo de aprendizaje y perfeccionamiento de la lengua A funciona como
criterio principal para determinar el ritmo de la pérdida de ámbitos de uso de la lengua B. Con todo, diglosia
es un ejemplo del tipo ideal (Idealtypus) que Max Weber apunta como característico del análisis sociológico,
que constituye uno modelo dotado de una serie de rasgos conceptualmente definitorios de un hecho social
pero inexistente como tal en la realidad social y al que los fenómenos empíricos se acercan en grados
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diversos. En este sentido, como veremos más abajo, resulta significativo que no haya habido en la historia
de los países de lengua catalana situación sociolingüística alguna en que la diglosia haya afectado al
conjunto de la sociedad. Antes bien, puede hablarse, de sociedades más o menos diglósicas, en función del
momento histórico específico de que se trate, pero no de sociedades diglósicas stricto sensu. En el caso de
la diglosia, además, a diferencia de lo que ocurre con los tipos ideales ordinarios de la sociología, al
inscribirse en el marco teórico de los procesos de sustitución lingüística, constituye un proceso transitorio,
donde, por ejemplo, la mera existencia de sectores de la población en que la sustitución sea ya un hecho o
los movimientos migratorios en que los inmigrantes ignoren cualquiera de ambas lenguas son suficiente
para impedir que se pueda hablar de diglosia como fenómeno que afecta a toda la sociedad.
Asimismo, debe distinguirse la diglosia del bilingüismo. Si bien para que pueda haber usos diglósicos es
necesario que los hablantes sepan ambas lenguas, el bilingüismo, en tanto que capacidad de utilizar dos
lenguas en todos los registros, carece de connotaciones funcionales específicas en el uso de cada una de
ellas, es de carácter individual y pertenece al ámbito de la psicolingüística. La diglosia, en cambio, hemos
visto que implica una fuerte compartimentación funcional de las lenguas, impuesta por las normas sociales y,
por lo mismo, es un concepto de carácter sociolingüístico. Vale la pena anotar que, si bien con una
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Lluís Vicent Aracil, Dir la realitat, Barcelona, Paїsos Catalans, 1983, pp. 80-82.
Wolfgang Dressler, “Spracherhaltung – Sprachverfall – Sprachtod”, en Ulrich Ammon, Norbert Dittmar, Klaus J.
Mattheier y Peter Trudgill (ed.): Sociolinguistics. An international Handbook of the Science of Language and Society.
Soziolinguistik. Ein internationales Handbuch zur Wissenschaft von Sprache und Gesellschaft, De Gruyter, 1988, pp.
1552-54.
Joshua Fishman, “Bilingualism With and Without Diglossia; Diglossia With and Without Bilingualism”, The Journal of
Social Issues, XXIII, 1, enero de 1967, pp. 29-37.
Max Weber, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie. Fünfte, revidierte Auflage, besorgt
von Johannes Winckelmann, Tubinga, 1980, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), pp. 9-10.
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definición laxa de bilingüismo podría alegarse que la diglosia presupone el bilingüismo, lo cierto es que la
propia exclusión de la lengua B de los ámbitos de uso formales dificulta enormemente el desarrollo de una
variedad estándar de ésta, lo que profundiza su reclusión en los ámbitos informales, con lo cual los
hablantes diglósicos no tienen ni pueden tener siquiera la capacidad de utilizar la lengua B en dichos
ámbitos.
Ya se ha apuntado que la diglosia es la expresión de un conflicto lingüístico subyacente, pero éste sólo se
convierte en conflicto también político cuando se ponen en cuestión las normales sociales que imponen la
diglosia (o el uso en cualesquiera ámbitos de la lengua A, en general). Este artículo intenta esbozar una
síntesis bibliográfica de la fase prepolítica de los conflictos lingüísticos y, especialmente, de los aspectos
lingüísticos del proceso de construcción nacional español, hasta la quiebra del régimen “liberal” de la
Restauración borbónica, a raíz del golpe de Estado del general Primo de Rivera (1923).
Sociolingüística del Antiguo Régimen
(Cuasi)diglosia de clase en los reinos de la Corona de Aragón
Con la llegada de la dinastía castellana Trastámara a la Corona de Aragón (1412) en un contexto de crisis
económica y demográfica europea especialmente intensa en esos reinos, empezó un lento proceso de
castellanización lingüística de la nobleza de esos territorios, por su proximidad a la Corte, si bien el latín y
las lenguas catalana y aragonesa, cada cual en su dominio territorial respectivo (catalán en los condados
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catalanes y reinos de Valencia y Mallorca y aragonés en Aragón), eran las lenguas de las instituciones. El
proceso de incipiente castellanización lingüística de los estamentos dominantes catalano-aragoneses se
ahondaría, si bien aún a un ritmo muy lento, con la unión dinástica con la Corona de Castilla (1474). Rafael
L. Ninyoles utiliza precisamente el concepto fishmaniano de diglosia sin bilingüismo para explicar la
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dinámica sociolingüística valenciana entre los siglos XVI y XX. Eso significa que una parte de la sociedad
(básicamente perteneciente a los estamentos dominantes y a grupos sociales ascendentes) era competente
en dos lenguas (tres, en este ejemplo histórico: catalán, castellano y latín), pero los utilizaba de modo
diferenciado conforme a un esquema funcional en que el idioma sobrevenido, A, el castellano, operaba cada
vez más como vehículo socialmente prescrito para los ámbitos de uso correspondientes a situaciones
comunicativas elevadas, mientras que B, el catalán, iba quedando crecientemente arrinconado en los
ámbitos de uso de baja formalidad. Joan-Lluís Marfany también ha hablado de extensión de la diglosia en el
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Principado de Cataluña durante este período, remarcando su contenido “diferencial clasista”. En ambos
casos, empero, como la diglosia estaba restringida socialmente, toda vez que el acceso al conocimiento de
la lengua A coincidía aproximadamente con una frontera social ―los estamentos inferiores no tenían
acceso al conocimiento del castellano―, la diglosia no culminó en sustitución lingüística. En cambio, la
creciente exclusión de los ámbitos de uso formales revistió graves consecuencias para la lengua catalana,
especialmente perceptibles en la literatura y en la acentuación de las diferencias dialectales, con la
consiguiente erosión de la conciencia de la unidad lingüística, que han llevado a que este período se
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conozca convencionalmente como decadencia. Con todo, ya hemos anticipado que, antes de los decretos
de derogación de los fueros de Aragón y Valencia y reducción a las leyes y gobierno de Castilla (1707) y de
establecimiento y planta de Real Audiencia de Mallorca (1715) y de Nueva Planta de la Real Audiencia de
Cataluña (1716), el catalán era, en su dominio territorial, la lengua las instituciones de la terra, junto con el
latín, por lo que, antes de esta fecha, la situación diglósica, si bien era creciente, no era total, en la medida
en que el propio carácter de lengua institucional significaba un reducto de prestigio para el catalán. En el
caso del Principado, antes del Decreto de Nueva Planta, el catalán era el idioma de las Cortes, Diputación
del General, administraciones de justicia y eclesiástica, municipios, enseñanza, leyes, documentos
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Mila Segarra, “El conflicte lingüístic català-castellà als segles XVI i XVII”, en Pere Gabriel (dir.), Història de la cultura
catalana. Renaixement i Barroc, Barcelona, Edicions 62, 1996, vol. II, p. 169.
Rafael Ll. Ninyoles, Conflicte lingüístic valencià, Valencia, Eliseu Climent, editor, 1985, p. 35.
Joan-Lluís Marfany, La llengua maltractada. El castellà i el català a Catalunya del segle XVI al segle XIX, Barcelona,
Empúries, 2001, pp. 409, 23, passim.
Antoni Comas, “Problemàtica de la «Decadència»”, en J. Bruguera y J. Massot i Muntaner (eds.), Actes del Cinquè
Col·loqui Internacional de Llengua i Literatura Catalanes, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1980,
p. 169.
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notariales, así como de los libros de gremios y cofradías, si bien, a partir de la unión de coronas, las
instituciones centrales de la nueva monarquía utilizaban también el castellano en todo el territorio y con
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carácter oficial. En el Reino de Valencia, cuya nobleza se castellanizó antes y más profundamente que la
catalana, la penetración del castellano en las instituciones parece haber sido muy amplia, al menos en
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algunas comarcas, ya en el siglo XVI.
Diglosia de clase después de los decretos de abolición foral
Habitualmente, la regulación jurídica de los usos lingüísticos sólo se da en situaciones de conflicto
lingüístico, ya que, allí donde las normas de uso lingüístico no son objeto de contestación, resulta ocioso
formalizarlas legalmente. Por eso mismo, no existen declaraciones de oficialidad lingüística en las
constituciones de los países en que no existe conflicto lingüístico. Y, mutatis mutandis, eso puede decirse
del (inexistente) régimen jurídico-lingüístico de los reinos de la Corona de Aragón, donde los usos
lingüísticos institucionales se aplicaban de facto sin norma alguna que los regulara. Respecto a los decretos
de supresión foral de estos reinos, debe decirse que sólo el Decreto de Nueva Planta de la Real Audiencia
de Cataluña, de 17 de enero de 1716, contiene una disposición lingüística, referida a la recién instituida
“Real Audiencia”, cuyas causas “se substanciarán en lengua Castellana”. No obstante, a la práctica, la
política de la monarquía borbónica consistió en la lenta pero progresiva imposición del castellano en las
administraciones. Sin embargo, esto no implicó una castellanización inmediata del conjunto de la sociedad
de los territorios de lengua distinta del castellano, impensable en un régimen señorial como el del
absolutismo borbónico, indiferente a la suerte de los estamentos no privilegiados. Por el contrario, los
elementos elevados de la sociedad ya se habían castellanizado, o estaban en intenso proceso de
castellanización, antes de la victoria borbónica en la Guerra de Sucesión y la subsiguiente abolición foral de
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los reinos de la Corona de Aragón. Asimismo, tampoco existían los medios para aplicar una política de
sustitución lingüística en sociedades en que sólo sabían castellano los estamentos privilegiados y no existía
sistema de enseñanza obligatoria universal, cuya precariedad ya en la época de los regímenes liberales es
decisiva para explicar el tardío proceso de castellanización de las clases populares de los territorios
hispánicos de lengua distinta del castellano. A modo de ejemplo, digamos que, según los datos del censo
de 1786-87 encargado por el conde de Floridablanca, el porcentaje de población alfabetizada en el
Principado de Cataluña se reducía al 10,1 en el grupo de edad comprendido entre los 7 y 25 años y al 18,2,
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en el grupo de 7 y 16. La primera disposición normativa de que tenemos constancia relativa a los usos
lingüísticos en el ámbito de la enseñanza es la Real Cédula de 23 de junio de 1768, en que el monarca,
Carlos III, ordenaba que “la enseñanza de primeras Letras, Latinidad, y Retórica se haga en lengua
Castellana generalmente, donde quiera que no se practique”. Esta norma puede interpretarse en un sentido
perfectamente compatible con la diglosia de clase a que nos venimos refiriendo. En efecto, del redactado de
la Cédula no se sigue que toda la enseñanza tuviera que impartirse en castellano, ya que no se menciona la
materia de “doctrina cristiana”, por lo que puede inducirse que, en la mayoría de centros, ésta debió de
seguir impartiéndose en la lengua del país. Precisamente el hecho de que esta materia, así como, en
general, la predicación dirigida al pueblo trabajador se realizara en la lengua del país reflejaría el carácter
clasista de la diglosia. En el caso catalán, como apunta Marfany, el hecho de que la lengua catalana fuera el
idioma común de toda la sociedad exigía que el instrumento esencial en el proceso de adoctrinamiento del
grueso de la población —no en vano el cristianismo era el fundamento ideológico legitimatorio del Antiguo
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Régimen— se vehiculara en la única lengua que entendían todos. En cambio, el hecho de que, fuera de su
dominio territorial, el castellano fuera patrimonio privativo de los estamentos privilegiados e instrumento de
ascenso social implicaba que existiera interés en aprenderlo, pero no que su enseñanza fuera conditio sine
qua non para socializar a los niños en la posición que les imponía la sociedad estamental. Por ello, el
10 M. Segarra, “El conflicte lingüístic…”, cit., p. 187.
11 J.-Ll. Marfany, La llengua maltractada, op. cit.,, p. 473.
12 Manuel Sanchis Guarner, Els valencians i la llengua autòctona durant els segles XVI, XVII i XVIII, Valencia,
Universitat de València, 2001, p. 41.
13 J.-Ll. Marfany, La llengua maltractada, op. cit., p. 188.
14 Xavier Moral i Ajadó, “Llengua i ensenyament al Principat”, en Pep Balsasobre y Joan Gratacós (eds.), La llengua
catalana al segle XVIII, Barcelona, Quaderns Crema, 1995, pp. 213-14.
15 J.-Ll. Marfany, La llengua maltractada, op. cit., pp. 238, 246, 257.
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castellano se reservaba para las materias elevadas como la retórica y la gramática, mientras que el
soberano omitía pronunciarse sobre la lengua docente del principal instrumento de adoctrinamiento en los
valores socialmente imperantes. En este sentido, por tanto, la distribución funcional de las lenguas
subyacente a este esquema era de todo punto diglósica: catalán como lengua vulgar y de iniciación a la
enseñanza (B) y castellano como lengua para las materias de mayor categoría (A). Lo expresaba sin
ambages el fiscal de la Real Audiencia de Cataluña, Manuel Sisternes, en una resolución de 1770 en que
interpretaba la Real Cédula de modo compatible con el uso del catalán en la enseñanza de la doctrina
cristiana: “es sin duda más conveniente y útil al Estado, el que los pobres y ricos sean bien instruidos en los
principios de la fé y Religión, aunque no adquieran toda la perfección en leer, escrivir y contar ni salgan con
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aquella disposición que les proporciona mejor para entrar en la Gramática”. Así, en 1801, la Real
Audiencia todavía ordenaba que, en los colegios reales de primeras letras, el catecismo fuera “en idioma
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Catalán a fin de que sea comprehendido el espíritu de las preguntas, y respuestas”.
La escasa presencia del castellano en el sistema de enseñanza a principios del último cuarto del siglo XVIII
la sugieren también los resultados del informe sobre la enseñanza en las escuelas del Principado
presentado por el comisario general del servicio policíaco establecido en Cataluña, Francisco de Zamora, en
1778. Según sus informadores, en Granollers, la enseñanza de primeras letras se impartía en catalán y sólo
en la medida en que los alumnos “van adelantándose se les hace leher en español y latín”. El mismo criterio
se seguía en Vilafranca del Penedès y en el Vendrell. También se enseñaba en lengua catalana en la
escuela pública de Ripoll, en Manlleu, Torelló, Sant Joan de les Abadesses, en el corregimiento de Talarn,
en las escuelas seculares de Lérida, Vila-rodona, Ribes, Piera, Sant Pere de Riudebitlles, Sant Quintí de
Mediona y Capellades, así como en tres de las cuatro escuelas de primeras letras de Tarragona. En el
convento de los agustinos de Cervera, “[e]n el leer se valen de libros cathalanes”. Por ello, Ferrer i Gironès
concluye que “para una gran mayoría, el proceso educativo empezaba por el catalán, seguía por el
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castellano y acababa por el latín”. A mayor abundamiento, como ha apuntado Pere Anguera, es verosímil
pensar que, dado el carácter oficial de la encuesta, los datos reales de uso docente del castellano fueran
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inferiores a los declarados.
En el ámbito de la comunicación formal, por su parte, la imposición de la diglosia seguía y una de sus
manifestaciones fue la prohibición a la Universidad de Cervera por parte del Consejo de Castilla de editar
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libros en catalán, notificada el 20 de marzo de 1773. Tras la promulgación del Real Decreto de 11 de mayo
de 1717, por el que se erigía la Universidad de Cervera y se suprimían las demás universidades existentes
en el Principado, la monarquía otorgó a la nueva universidad el monopolio del privilegio de imprimir todos
los libros para la enseñanza a todos los niveles en el conjunto del Principado. Sin embargo, como apunta
Ferrer i Gironès, esta prohibición no significó la desaparición de los libros en catalán, porque la “regulación
de las licencias administrativas de todos los libros antiguos o que ya habían sido publicados” seguía siendo
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competencia de los obispos, que siguieron autorizando la reedición de libros antiguos en catalán. Sin
embargo, la gravedad de medidas como la Real Cédula de 23 de junio de 1768 o la prohibición de editar
libros nuevos en catalán no puede despreciarse en cuanto a sus efectos en punto al afianzamiento de la
exclusión de la lengua catalana de los ámbitos de uso como lengua A, por cuanto, en el primer caso,
aunque siguiera presente en la enseñanza, la tendencia apuntaba a que no fuera estudiada como materia,
lo que impedía su modernización como lengua literaria acorde a las tendencias del momento e incluso
dificultaba el mero mantenimiento de los modelos de referencia de la época anterior a su
desinstitucionalización. Y, en el segundo caso, a pesar de que se siguieran publicando libros en catalán, el
hecho de que fueran sólo obras antiguas implicaba la congelación de la lengua literaria en un modelo
16 Citado en J.-Ll. Marfany, La llengua maltractada, op. cit., p. 275.
17 Citado en Miquel Puig, “Reglaments d’escoles de primeres lletres a Catalunya (1787-1801)”, en Jordi Monés y Pere
Solà (eds.), Actes de les 7enes Jornades d’Història de l’Educació als Països Catalans. Escola i Estat, Vic, Eumo,
1985, pp. 238 y 246, n. 20.
18 Francesc Ferrer i Gironès, “Resistència a la substitució lingüística al Principat”, en P. Balsasobre i J. Gratacós (eds.),
La llengua catalana al segle XVIII, op. cit., pp. 450-56. La citación en p. 457.
19 Pere Anguera, El català al segle XIX. De llengua del poble a llengua nacional, Barcelona, Empúries, 1997, p. 31.
20 Francesc Ferrer i Gironès, La persecució política de la llengua catalana, Barcelona, Edicions 62, 1993, 6ª edición, p.
56.
21 Fr. Ferrer i Gironès, La persecució política..., op. cit., p. 57.
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arcaico y, por ello, el ahondamiento de la brecha entre la antigua lengua escrita y la lengua oral coetánea.
El régimen liberal: construcción nacional y política lingüística
El lento proceso de difusión de la “lengua nacional” en la enseñanza (1836-1902)
Es un lugar común de la historiografía contemporánea la ubicación cronológica de los procesos de
construcción de los estados nacionales en la transformación de las monarquías absolutas en sistemas
representativos basados en el principio de soberanía nacional y la elevación de toda la población,
incluyendo a aquella sometida al régimen señorial, a la categoría de ciudadanos y sujetos de derechos. Una
de las características de ese proceso es la difusión entre el conjunto de la ciudadanía de un idioma como
lengua común (habitualmente, el de mayor peso demográfico), para una sociedad que se pretendía más
interconectada y cohesionada, y su elevación a la categoría de símbolo de identidad nacional (la “lengua
nacional”). Idealmente, ello suponía que, a diferencia de lo que ocurría en el Antiguo Régimen, el hecho de
ser competente en el idioma que el poder político denominaba nacional, en los territorios de lengua distinta
perdía gradualmente su carácter de marcador social y tendía a convertirse en una condición para el ejercicio
de los recién instituidos derechos de ciudadanía. Y el sistema de enseñanza desempeñaba un papel
imprescindible en este proceso de difusión de la “lengua nacional” entre los ciudadanos pertenecientes a
otras comunidades lingüísticas. En lo tocante a los territorios de la monarquía española, la “transición” del
régimen señorial al liberal se dio entre las Cortes de Cádiz (1811) y la Constitución de 1837. No obstante,
debe señalarse que fue un proceso caracterizado por el pacto entre la propia monarquía y el liberalismo, de
modo que el nuevo estado “liberal” borbónico fue controlado por los sectores más conservadores del
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liberalismo y más vinculados a la gran propiedad agraria. El carácter virulentamente conservador y clasista
del régimen liberal español implicó que el efecto de la enseñanza como instrumento de castellanización de
las comunidades de lengua distinta fuera muy limitado. Efectivamente, el Plan general de instrucción pública,
aprobado por Real Decreto de 3 de agosto de 1836, establecía que “la lengua nacional es la única de que
se hará uso en las explicaciones y libros de texto” (art. 84). Si bien el redactado literal del artículo no era
incompatible con usos diglósicos en las aulas como, por ejemplo, explicaciones en castellano y mensajes de
otra naturaleza (básicamente, de carácter informal) en la lengua del país, lo cierto es que, dado el carácter
irrestricto del texto del artículo, no se aprecian motivos para entender que hubiera materias cuyas
explicaciones pudieran impartirse en idiomas distintos del castellano, a diferencia de lo que ocurría con la
Real Cédula de 1768. Sin embargo, esta prescripción era de todo punto inaplicable en los territorios de
idioma distinto del castellano, dada su propia realidad sociolingüística y la precariedad del sistema educativo
heredado del Antiguo Régimen. Así, testimonios de la época, como el del escritor Josep Martí i Folguera,
consignaban que, a finales de esa misma década, “en todas las escuelas de Cataluña la enseñanza era
completamente catalana [...], la documentación pública era catalana [...] y los sacerdotes no predicaban más
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que en catalán”. Como una muestra del escaso uso del castellano en la enseñanza debe interpretarse una
nota del Gobierno de la provincia de Barcelona de 24 de mayo de 1851, en que se informaba de que “en
varios establecimientos de instruccion primaria de esta capital y pueblos de su provincia se hace pasar á los
niños en catalan, hablar con mas frecuencia en este dialecto y muy poco en idioma castellano contra lo que
conviene bajo todos aspectos”, por lo que ordenaba a “los Sres. Alcaldes y comisiones locales de
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instruccion primaria” la adopción de medidas al respecto. Precisamente la irrealizabilidad de lo dispuesto
en el artículo 84 del Plan general de instrucción pública de 1836 habría obligado al legislador español a
tratar la cuestión lingüística de modo harto más vago en la Ley de instrucción pública, de 9 de septiembre
de 1857. En efecto, el texto de la ley, a ese respecto, sólo consignaba que la enseñanza primaria se
componía de “principios de gramática castellana, con ejercicios de ortografía” (art. 2) y que, en las materias
de las enseñanzas primaria y secundaria, “[l]a Gramática y Ortografía de la Academia Española serán texto
obligatorio y único” (arts. 86 y 88). Además del hecho de que la ley no contenía disposición regulatoria
alguna de la lengua en que debían impartirse las clases, el legislador introducía una cláusula susceptible de
amparar el uso de lenguas distintas del castellano en la enseñanza de la doctrina cristiana: “La Doctrina
cristiana se estudiará por el Catecismo que señale el Prelado de la diócesis” (art. 87). Más importante aun
22 Borja de Riquer, “La débil nacionalización española del siglo XIX”, Historia Social, 20, otoño de 1994, pp. 99-100.
23 Citado en P. Anguera, El català al segle XIX, op. cit., p. 35.
24 Boletin Oficial de la Provincia de Barcelona, 64, 28-05-1851, p. 1.
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para comprender el papel que podía ejercer el sistema de enseñanza en la difusión del castellano era la
propia concepción del sistema educativo subyacente a la ley. Así, el legislador tan sólo establecía como
obligatoria “[l]a primera enseñanza elemental”, que se limitaba a la edad comprendida entre los seis y nueve
años, y eximía de la obligación de enviar a los niños a escuela a los progenitores que “les proporcionen
suficientemente esta clase de instruccion en sus casas ó en establecimiento particular” (art. 7). Asimismo,
esta enseñanza obligatoria tan sólo era gratuita para los “niños cuyos padres, tutores ó encargados no
puedan pagarla, mediante certificación expedida por el respectivo Cura párroco y visada por el Alcalde del
pueblo” (art. 9). Por todo ello, apenas sorprenderá que, en fecha tan tardía como 1887, la tasa española de
analfabetismo entre la población mayor de diez años fuera del 65 % y, en 1910, todavía fuera del 52. En
Francia, en cambio, la tasa de escolarización de 1870 entre el grupo de edad comprendido entre los cinco y
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catorce años era del 70 % y, en Italia, del 55, mientras que en España se reducía al 36 %. En este
contexto, en sociedades como las del dominio territorial de la lengua catalana, en que la formación del
personal docente en castellano era precaria, no sorprende que la eficacia del sistema educativo en punto a
la difusión del castellano fuera escasa. Y es que si, como hemos visto con la Real Cédula de 1768, la
enseñanza en el Antiguo Régimen tenía como principal objetivo el mantenimiento del statu quo social, lo
que también contenía implicaciones sociolingüísticas, el “clasismo” del sistema de enseñanza operaba
igualmente, en un sentido más general, en el régimen liberal burgués español. Tal y como apunta el
historiador Borja de Riquer, “[l]as elites conservadoras no sólo no deseaban correr los riesgos políticos de
generar una política de participación de los grupos subalternos, sino que tampoco estaban dispuestas a
costear políticas generadoras de nuevos consensos, como sería extender eficazmente la enseñanza
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obligatoria como medio de socialización y de nacionalización”. Todavía en 1932, el presidente de la
comisión parlamentaria encargada de elaborar el dictamen sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña
presentado en las Cortes constituyentes de la República en septiembre de 1931, Luis Bello, denunciaba en
sede parlamentaria que “[e]n la mayor parte de los pueblos catalanes, la obligatoriedad [de la enseñanza]
no es posible, pues si acudieran a la escuela todos los niños de la matrícula actual, se llenarían todos y
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quedarían muchísimos sin poder ser atendidos por no haber local”.
Cabe apuntar que, desde la década de 1880, el conflicto lingüístico, al menos en Cataluña, era ya un
conflicto también político, toda vez que el movimiento catalanista había impugnado la supremacía jurídica
de facto del castellano y reclamado el reconocimiento del catalán como “lengua oficial”, introduciendo por
vez primera el concepto de oficialidad aplicado a idiomas. Precisamente, uno de los puntos que los
catalanistas vinculaban al concepto de oficialidad era su uso en la enseñanza, tal y como se recogía en el
mensaje dirigido por representantes de entidades políticas, económicas y culturales catalanas en mayo de
1888 a la reina regente, con motivo de la Exposición universal de Barcelona.28 Precisamente a medida que
el catalanismo fue adquiriendo fuerza y ocupando parcelas cada vez mayor de poder institucional en
Cataluña durante las décadas siguientes, los gobiernos españoles empezaron a utilizar tímidamente, y de
manera reactiva, el concepto de “idioma oficial” en normas jurídicas de rango inferior, pero aplicándolo al
castellano y presupondiéndole un estatuto de oficialidad que no estaba recogido en ley alguna.
Con todo, los intentos gubernativos de castellanizar de modo drástico la totalidad del sistema de enseñanza
en territorios de lengua distinta antes de la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930), si alguna vez
los había habido, fueron abandonados en diciembre de 1902. El 21 de noviembre, el ministro de Instrucción
Pública del gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta, Álvaro de Figueroa y Torres, conde de
Romanones, aprobó un Real Decreto en que se preveía la imposición de sanciones, primero, y la
separación del magisterio, después, para los maestros de enseñanza primaria que “enseñasen á sus
discípulos la doctrina cristiana ú otra cualquiera materia en un idioma ó dialecto que no sea la lengua
castellana” (art. 2). Asimismo, el Real Decreto preveía que “[e]n las diócesis donde no existiesen catecismos
escritos en castellano y aprobados por el Prelado respectivo, los Maestros utilizarán como texto de doctrina
25 B. de Riquer, “La débil nacionalización española...”, art. cit., p. 109, n. 22.
26 Borja de Riquer, “El surgimiento de las nuevas identidades contemporáneas: propuestas para una discusión”, en
Anna Garcia Rovira (ed.), España, ¿nación de naciones?, Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 44.
27 Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española, 204, 21-07-1932, p. 7236.
28 Missatje a S. M. Donya Maria Cristina de Habsburg-Lorena, reyna regent d’Espanya, comtesa de Barcelona,
Barcelona, Imp. La Renaixensa, 1888, p. 7.
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cristiana cualquiera de los que, estando escritos en el idioma nacional, tengan la aprobación del Arzobispo
Primado de las Españas” (art. 3). Esta disposición contradecía el ya mencionado artículo 87 de la Ley de 9
de septiembre, de instrucción pública, que establecía como competencia episcopal la determinación del
catecismo para la enseñanza de la doctrina cristiana. Este Real Decreto desató fuertes protestas en
Cataluña —donde, como se ha apuntado, ya existía un movimiento regionalista con fuerte presencia en las
instituciones, que tenía entre sus objetivos la plena restauración funcional de la lengua catalana— y la
oposición de la propia jerarquía eclesiástica catalana, tanto por el espíritu del Decreto como por la
vulneración de una prerrogativa episcopal legalmente reconocida, y el propio gobierno entró en crisis
semanas después. Una de las primeras medidas del gobierno que lo sustituyó, de signo conservador y
presidido por Francisco Silvela, fue una Real Orden de 19 de diciembre, que rebajaba muy sustancialmente
el contenido del Real Decreto, por cuanto restituía la prerrogativa episcopal “en punto á la designación de
textos para la enseñanza de la doctrina cristiana en las Escuelas” y limitaba notablemente las sanciones
previstas en el Real Decreto, hasta el punto de que el número 3 del Decreto aseguraba que “[c]uando un
Maestro se dirija á niños que todavía ignoren el castellano, no incurrirá en responsabilidad, si se sirve como
de instrumento ó vehículo para su enseñanza, de un idioma que no sea el oficial”. Dado el escaso nivel de
competencia en castellano de los niños catalanes a principios del siglo XX, puede decirse que ello
significaba una despenalización de facto del uso docente de la lengua catalana. Así, tal y como concluye el
historiador Josep Grau, “cabe pensar que, en la práctica, no llegó a aplicarse, porque, al parecer, ningún
maestro fue sancionado por enseñar en lengua no castellana”. Asimismo, como afirma este mismo autor,
los gobiernos siguientes hasta el golpe militar de Primo de Rivera sustituyeron los “ataques directos” al uso
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de lenguas distintas del castellano por la negación a reconocer su uso “en los ámbitos oficiales”.
El conflicto lingüístico en otros ámbitos de uso
Teatro
Ya a las acaballas del Antiguo Régimen se dictaron normas contra el uso de las lenguas peninsulares más
allá de las instituciones estatales. Así, el 11 de marzo de 1801 se dictó la Real Orden de instrucción para el
arreglo de teatros y compañías cómicas fuera de la Corte, a cuyo tenor “[e]n ningún teatro de España se
podran representar, cantar, ni baylar piezas que no sean en idioma castellano, y actuadas por actores y
actrices nacionales ó naturalizados en estos Reynos”. No consta que haya datos sobre el grado de
cumplimiento de esta Real Orden, pero, más de allá de su difícil aplicación considerando la realidad
sociolingüística de la época, existen datos adicionales que indican la pervivencia de representaciones
teatrales en lenguas peninsulares distintas del castellano. En efecto, más de 65 años después, el 15 de
enero de 1867, el Ministerio de la Gobernación dictó otra Real Orden de contenido semejante, pero de
carácter más limitado:
En vista de la comunicacion pasada á este Ministerio por el Censor interino de Teatros del Reino con
fecha 4 del corriente, en la que hace notar el gran número de producciones dramáticas que se
presentan á la censura, escritas en los dialectos de algunas provincias, existiendo teatros especiales
cuyas compañías solo representan en los referidos dialectos, y considerando que esta novedad ha
de contribuir forzosamente á fomentar el espíritu autonómico de las mismas, destruyendo el medio
mas eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional; la Reina (q. D. g.) ha tenido á bien
disponer que en adelante no se admitan á la censura obras dramáticas, que estén esclusivamente
escritas en cualquier de los dialectos de las provincias de España.30
La cursiva es añadida. Esta norma tampoco fue obedecida y, antes bien, provocó efectos contrarios a los
perseguidos, por cuanto las compañías se acogieron al adverbio exclusivamente para continuar
representando la mayor parte de las obras en la lengua del país, añadiendo algún personaje especialmente
connotado desde el punto de vista dramático que actuaba en castellano. Tal y como consignaba en un
artículo coetáneo el dirigente federalista catalán Valentí Almirall, en estas representaciones se hacía
29 Josep Grau, La Lliga Regionalista i la llengua catalana (1901-1924), Barcelona, Publicacions de l'Abadia de
Montserrat, 2006, p. 153.
30 Boletín Oficial de la Provincia de Gerona, 12, 28-01-1867, p. 3.
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“aparecer siempre en ridículo al personaje castellano, llegando un autor á escribir unos «Pastorcillos» en
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que todos hablaban catalan menos el diablo[,] que chapuceaba la lengua de Cervantes”. En la misma
línea, el autor de un estudio sobre el teatro catalán galardonado en los Juegos Florales apenas una década
después constataba que “[u]n efecte contraproduent resultá de la dita Real Ordre y fou que d’ allavoras data
en l’escena catalana aquella munió de galoneros, estanya-paellas, franxutis y empleats, tipos los més
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repugnants de la societat castellana y que gracias á Deu ha desaparescut avuy en dia”. Por ello, según
apuntaba el propio Almirall, no sorprende que la firma de la revocación de la mencionada Real Orden “fué
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quizá la última que puso en España doña Isabel II”, antes de la revolución que pondría fin a su reinado.
Notariado
El proceso de construcción legislativa del Estado liberal español incluyó la prescripción de disposiciones
lingüísticas relativas al uso del castellano en diversas normas jurídicas de carácter básico. Ése fue el caso
de la primera ley reguladora del notariado, de 28 de mayo de 1862, cuyo artículo 25 ordenaba que “[l]os
instrumentos públicos se redactarán en lengua castellana, y se escribirán con letra clara, sin abreviaturas y
sin blancos”. Asimismo, el sistema de oposiciones para acceder a la función notarial implicó, según el jurista
Sebastià Solé i Cot, que las plazas vacantes de notario en Cataluña fueran copadas por personas que
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ignoraban la lengua del país. Las protestas que ello suscitó habrían impulsado al gobierno a incluir en el
reglamento que desarrollaba la ley, aprobado por Real Decreto de 30 de diciembre del mismo año, que “los
aspirantes á Notarías en distritos donde vulgarmente se hablen dialectos particulares acreditarán que los
entienden bastantamente” (art. 7), para lo que se establecían tres preguntas en la lengua en cuestión, que
el aspirante debía responder en dicho idioma (art. 23). Asimismo, si bien la escritura se redactaría en
castellano, en caso de que el otorgante no entendiera esta lengua, el notario debía explicarle el contenido
del documento en el idioma del país (art. 71). El reglamento general para la organización y régimen del
notariado aprobado por Real Decreto de 9 de noviembre de 1874 mantuvo las prescripciones de los
artículos 7 (art. 4) y 71 (art. 62) del reglamento de 1862, pero no la del 23. La valoración del conocimiento
de la lengua del país para la provisión de plazas vacantes en territorios de idioma distinto del castellano
sufrió una nueva rebaja en el reglamento para oposiciones entre notarios aprobado por Real Orden de 23
de julio de 1912, cuyo artículo segundo redujo el “conocimiento de dialectos patrios é idiomas” a simple
mérito. Y el reglamento para oposiciones a notarías determinadas en la capital de las audiencias territoriales,
aprobado por Real Orden de 30 de julio de 1913, eliminó lisa y llanamente la consideración de dichos
conocimientos, ni siquiera como mérito, para el acceso a las plazas en cuestión. Asimismo, si bien el
reglamento sobre organización y régimen del notariado aprobado por Real Decreto de 9 de abril de 1917
recogió el contenido del artículo 62 del reglamento de 1874 (art. 210), añadió una cláusula que le exoneraba
de realizar él mismo la explicación del contenido del documento en la lengua del país: “si lo considerase
necesario, el Notario en los actos inter vivos podrá valerse de otras personas vecinos del lugar donde se
autorice el documento, designadas por el otorgante, que, conociendo el castellano, hable[n] el dialecto de
los otorgantes o testigos, haciéndolo constar en el documento”.
Legislación civil y mercantil
Disposiciones similares al artículo 25 de la ley del notariado se dictaron en otros ámbitos de la
Administración pública. Así, la ley provisional del Registro civil, de 17 de junio de 1870, establecía que
“[c]uando los documentos presentados se hallen extendidos en idioma extranjero ó en dialecto del país, se
acompañará á los mismos su traducción en castellano, debiendo certificar de la exactitud de ella el Tribunal
ó funcionario que los haya legalizado ó la Secretaría de la Interpretacion de lenguas del Ministerio de
Estado, ó cualquier otro funcionario que para ello esté competentemente autorizado” (art. 28). Asimismo, en
31 A. Z. [pseudónimo de Valentí Almirall], “El renacimiento catalan”, en Escritos catalanistas. El renacimiento catalan;
las leyes forales y el carlismo en Cataluña. Artículos por A. Z., Barcelona, Imprenta de Pedro Casanovas, 1868, pp.
18-19.
32 Joan Maluquer Viladot, Teatre catalá. Estudi histórich-crítich, Barcelona, Imprenta de la Renaixensa, 1878, p. 48.
33 A. Z., “El renacimiento...”, art. cit., p. 19.
34 Sebastià Solé i Cot, “La llengua dels documents notarials en el període de la Decadència”, Recerques: Història,
economia i cultura, 12 (1982), p. 46.
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los procedimientos judiciales de carácter civil, la ley de enjuiciamiento civil, aprobada por Real Decreto de 3
de febrero de 1881, establecía la obligación de adjuntar una traducción castellana a todo documento público
redactado en otro idioma (art. 601).
En el ámbito mercantil, la ley de 14 de mayo de 1908 declaraba obligatoria para las compañías
aseguradoras la redacción en castellano o la incorporación de una traducción a este idioma de la
documentación necesaria para la inscripción en el registro del Ministerio de Fomento (art. 2) y de las
memorias anuales (art. 14). Asimismo, en el reglamento general para la ejecución de la ley hipotecaria,
sancionado por el rey de España el 6 de agosto de 1915, también se ordenaba que los documentos
“extendidos en latín y dialectos de España ó en letra antigua, ó que sean ininteligibles para el Registrador,
se presentarán acompañados de su traducción ó copia suficiente hecha por un Titular del Cuerpo de
Archiveros y Bibliotecarios ó por funcionario competente” (art. 48).
Legislación procesal
En principio, la ley de enjuiciamiento criminal, aprobada por Real Decreto de 14 de septiembre de 1882,
reconocía el derecho de los procesados y testigos que no entendieran el castellano a ser asistidos por un
intérprete y a que sus declaraciones constaran en el idioma en que habían sido depuestas, así como en
traducción al castellano (arts. 398 y 440, respectivamente). No obstante, el procedimiento de designación
del intérprete, regulado en el artículo 441, era francamente inquietante en lo tocante a la seguridad jurídica
de las partes. De entrada, el legislador disponía que éste fuera elegido “entre los que tengan título de tales”,
pero, en caso de que en el municipio correspondiente no lo hubiera, preveía el nombramiento “de un
maestro en el correspondiente idioma”, cosa que suponía un riesgo evidente, dado que la competencia
lingüística de un maestro de lengua general no tenía por qué incluir las especificidades terminológicas del
lenguaje jurídico. Pero si tampoco existían maestros del idioma en cuestión en la localidad, el legislador
disponía que asumiera las tareas de intérprete “cualquier persona que lo sepa”. Y si aun así no se podía
obtener intérprete alguno, se solicitaría a la oficina de interpretación de Lenguas del Ministerio de Estado la
traducción por escrito de las preguntas y se le remitirían las respuestas del procesado o testigo para que las
enviara traducidas al castellano. Cabe señalar que el legislador no especificaba el procedimiento a seguir en
caso de que la lengua en cuestión fuera un idioma peninsular, toda vez que, en la medida en que no eran
materia de estudio, no podía haber maestros especializados, por lo que resultaba aun más incierto el
derecho reconocido.
En los litigios de carácter civil, el procedimiento de nombramiento de intérpretes previsto en la ley de
enjuiciamiento civil era aun más discrecional. En realidad, ni siquiera establecía un procedimiento específico,
sino que remitía al previsto para la designación de peritos (art. 657), según el cual, en el supuesto de que en
el partido judicial en que se dirimía el caso no hubiera peritos titulados en la materia sobre la que debían
dictaminar y las partes no se pusieran de acuerdo en el nombramiento, “podrán ser nombradas cualquiera
personas entendidas ó prácticas, aun cuando no tengan título” (art. 615), elegidas aleatoriamente entre una
terna formada por quienes “en el partido judicial paguen contribución industrial por la profesión ó industria a
que pertenezca la pericia” y, en caso de que no hubiera nombres suficientes, recaía en el juez la facultad de
designar al perito (art. 616).
Comunicaciones telegráficas
Las medidas restrictivas del uso de idiomas peninsulares distintos del castellano aplicadas por el estado
liberal español no se limitaron al ámbito de las administraciones públicas. Así, el Reglamento para el
régimen y servicio interior del cuerpo de telégrafos, aprobado por Real Orden de 25 de diciembre de 1876,
sólo autorizaba la transmisión de telegramas privados en castellano, francés, italiano, portugués y alemán
(art. 490). Asimismo, “las indicaciones necesarias para asegurar la trasmisión del Telégrama á su destino”
debían redactarse en castellano (art. 498). Ante las reiteradas peticiones de autorización del uso de las
restantes lenguas peninsulares, un Real Decreto de 20 de junio de 1904 del Ministerio de la Gobernación
autorizó el uso de “cualesquiera de los idiomas y dialectos hablados en España para las conferencias
telefónicas y para los telefonemas y telegramas privados interiores redactados en lenguaje claro y conforme
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á las disposiciones vigentes”, si bien quedaba condicionado a que “en alguna de las estaciones hay
personal capaz de comprender el lenguaje empleado” (art. 1). Además, el Real Decreto reafirmaba que “[e]n
la correspondencia que no tenga el carácter de privada y en la comunicación oficial, ó sobre asuntos de
índole administrativa, gubernativa ó judicial, sólo podrá emplearse la Lengua castellana” (art. 2), así como
en “las líneas de Empresas de ferrocarril que no utilicen el sistema telegráfico Morse”.
Daniel Escribano es traductor. Durante el curso 2013-14, ejerce de lector de lengua y literatura vascas en la Universität Konstanz
Sinpermiso electrónico se ofrece semanalmente de forma gratuita. No recibe ningún tipo de subvención pública ni
privada, y su existencia sólo es posible gracias al trabajo voluntario de sus colaboradores y a las donaciones altruistas de
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www.sinpermiso.info, 23 de febrero de 2014
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