A DON MANUEL FRAGA IRIBARNE (Francisco Rodríguez) Escribir sobre usted, don Manuel, no me resulta fácil. Verá por qué. En primer lugar, porque su figura humana es grande. Mucho más de lo normal por estos pagos. Y eso obliga a un esfuerzo desacostumbrado, a la hora de adaptar las proporciones. En segundo lugar, porque con ese español que es usted, yo no puedo vérmelas únicamente en el plano racional. La otra mitad de “mí”, que aunque no sepa exactamente donde está no por ello es una realidad menor, se rebela y me obliga a contar con ella. Y, así, al hablar de usted, una parte son palabras, elementos racionales del lenguaje, y otra, huellas indelebles, inaprehensibles posos que se llevan en la profundidad del ser, y que no pesan, ni suenan, ni duermen. Verá usted, don Manuel. Es sabido que no tengo militancias políticas. De donde se deduce que lo que yo pueda decir de su persona es lo que diría cualquiera de sus alumnos, cualquier ciudadano extraído directamente de la sociedad, y no es, por tanto, nada parecido a lo que expresan quienes han estado bajo sus órdenes, o se deben políticamente a la disciplina del partido que nos gobierna y que es el mismo que usted fundó, o a los que con usted pelearon en el contraste de las ideas políticas. Lo que yo puedo decir de usted es lo que diría un hombre de los que creen –como lo hacen en otras zonas civilizadas del mundo- en el valor de los símbolos en que cristaliza el sentido patriótico y de los que hacen de la honradez en su significado más amplio el único cimiento no discutible a la hora de asentar la convivencia con los demás hombres. Lo que yo puedo decir de usted, don Manuel, es lo que puede decir cualquiera que, sin complejos históricos de ninguna clase, esté dispuesto a reconocer su trabajo por España, hecho siempre de manera moralmente ejemplar. Ahí es nada. Porque si lo hizo moralmente de manera ejemplar, no es necesario plantearse cómo lo hizo en lo material. Tal vez por eso vivía usted, con su familia, en un apartamento de noventa metros cuadrados. Pero no es eso todo. Su manera de escribir, cuando no le obligaba el reloj a superponer los párrafos para encajarlos en el tiempo siempre escaso de que dispuso a lo largo de su vida para poder hacer tantas cosas, es la que corresponde al hombre que tiene ideas y no carece del sentido estético necesario para exponerlas con ritmo, con donaire, con belleza, en suma. Tengo para mí que sus palabras de homenaje a Alvaro Cunqueiro constituyen una de las piezas literarias que, como ya dije en alguna ocasión, deberían guardarse en los pupitres de todas las escuelas de España. Ha trabajado usted sin pausa. Lo sabemos bien quienes recordamos los escasos extranjeros que hacían turismo y que visitaban nuestro país en aquellos tiempos en que se constituyó la ONU, dejándonos fuera a nosotros, porque, al decir de la Unión Soviética, éramos un peligro para la paz. Y ha sido usted un baluarte firme, dentro de su respetuosa tolerancia en el orden intelectual, frente a quienes pretendieron siempre anteponer el ser social al ser humano. Se lo dice a usted, don Manuel, esa insignificante persona que es un servidor, a la que nada importa que se le note la emoción. Es, sencillamente, la verdad. 20 de enero de 2012