Deconstrucción y teología negativa. El juego

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Deconstrucción y teología negativa.
El juego entre différance y diferencia ontológica*
Deconstruction and Negative Theology.
The Play between Différance and Onthological Difference
Por: Diana María Muñoz González
G.I. DEVENIR
Facultad de Filosofía
Universidad San Buenaventura
Bogotá, Colombia
E-mail: dmunoz@usbbog.edu.co
Fecha de recepción: 21 de marzo de 2014
Fecha de aprobación: 21 de mayo de 2014
Resumen. Pese a las recurrentes advertencias de Derrida acerca de no pasar por alto la frontera que separa
la deconstrucción de la teología negativa, malentendido que, según él, desvirtuaría el radical alcance
crítico pretendido por la primera, su intento por distinguirlas no siempre pareció convincente dadas las
evidentes similitudes entre sus recursos retóricos y los empleados por el discurso teológico negativo, en
especial, su empleo constante de la vía negativa. Este artículo busca iluminar la distinción que existe entre
ambas operaciones discursivas apelando para ello a la noción de juego, de manera que la negatividad
del discurso derridiano aparezca, a diferencia del discurso teológico, como un juego de escritura que,
en cuanto tal, le hace realmente juego a la negatividad del «ser».
Palabras clave: Derrida, deconstrucción, teología negativa, différance, diferencia ontológica, juego.
Abstract. Despite the frequent remarks made by Derrida about the serious mistake that it would be to take
deconstruction as some kind of negative theology, his efforts to clearly distinguish them were not always
very convincing. The important similarities between the rhetorical resources commonly used by both
discourses, namely their employment of the via negationis, made it difficult to prove the distance. This
paper tries to shed some light on the question by appealing to the notion of play, in the sense that negativity
ruling deconstructive discourse might be seen, in contrast to the negativity of theological discourse, as
a playfulness of writing that really matches the negativity of Being.
Keywords: Derrida, deconstruction, negative theology, différance, onthological difference, play.
* El artículo está vinculado al proyecto de investigación titulado: “El concepto de interpretación en la
«hermenéutica de la sospecha »”, el cual fue desarrollado en la Facultad de Filosofía de la Universidad
con el auspicio de la Dirección de Investigaciones de la Universidad de San Buenaventura, Sede Bogotá
(Proyecto No. FIL006-003). Investigadora principal: Diana Muñoz G., Ph.D.
Estud.filos ISSN 0121-3628 nº50 Diciembre de 2014 Universidad de Antioquia pp. 67-86
Diana María Muñoz González
Introducción
No son pocas las ocasiones en las que Jacques Derrida advierte sobre lo equivocado
de entender la empresa de la deconstrucción como una suerte de teología negativa,
mostrándose por momentos enfático sobre la necesidad de salirle al paso a tal
lectura: “lo que señalo no es teológico, ni siquiera del orden más negativo de la
teología negativa” (Derrida, 2003: 42). Otras veces, sin embargo, deja planear una
sombra de duda sobre el tema. Así, por ejemplo, en la breve Carta al amigo japonés
se lee lo siguiente: “Se ha afirmado precipitadamente que [la deconstrucción] era
una especie de la teología negativa. Esto no es verdadero, ni tampoco es falso,
pero dejo aquí este debate”. (Derrida, 1997a: 25) A propósito de esta carta, en
la que el filósofo trata de dar respuesta a la difícil pregunta del Profesor Izutsu
acerca de cómo traducir el término «déconstruction» a la lengua japonesa, llama
la atención el gesto, bastante usual en Derrida, de abordar la cuestión dando un
rodeo. Paradójicamente, dice el francés, es ésta la manera más directa de dar en
el blanco. De hecho, este modo de proceder que, como bien saben sus lectores, lo
caracteriza con frecuencia, da seguramente un buen motivo para que gane fuerza
la lectura de la deconstrucción como emparentada a la teología negativa. Así, pues,
ante la pregunta Derrida responde a Izutsu que lo conveniente es comenzar por
descartar aquello que debe evitar al hacer la traducción del término, en lugar de
lanzarse de entrada por la vía de establecer de manera positiva cómo sí debería
ser traducido. Por esta razón, advierte a su corresponsal, su respuesta será sobre
todo acerca de lo que no es la deconstrucción, o más bien “¿qué debería no ser?”
(Derrida, 1997a : 23).
En el mismo texto Derrida confiesa a su lejano amigo lo sorprendido que
quedó con la inusitada popularidad alcanzada por el término, efecto que, según
dice, no calculó ni menos aún esperaba. Explica cómo se le impuso el vocablo
cuando quiso adaptar a su propio discurso los términos heideggerianos de
«Destruktion» o de «Abbau». En efecto, no parece posible entender lo que Derrida
se propone, al menos en sus inicios, sin verlo a la luz del proyecto filosófico
de Heidegger; él mismo afirma entonces que su trabajo no habría sido posible
sin el horizonte de problemas abierto por la analítica del Dasein. Así pues, la
deconstrucción se pretendería una suerte de prolongación –si acaso no de intento
de «superación»– de lo iniciado por el filósofo de Meßkirch: la destrucción de la
onto-teo-logía. Derrida explica lo inconveniente que en ese momento le pareció
emplear la palabra «destruction» para traducir las expresiones heideggerianas
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
–lo que sin duda habría resultado más fácil que acudir a una expresión tan poco
familiar en francés–, y esto porque su connotación eminentemente negativa
resonaba demasiado en ella, vinculándola más con la idea nietzscheana de
demolición que con la noción heideggeriana que él buscaba subrayar, de desestructuración o des-monte de estructuras conceptuales. Explica así el porqué
preferió la palabra «dé-construction», término que pese a su rareza no era un
neologismo, ya que estaba plenamente reconocido en la lengua francesa. De
hecho, el canónico Diccionario Littré le asignaba significaciones próximas a lo
que Derrida buscaba expresar y por eso, según dice, lo escogió.
Es cierto que antes de que el término quedara impregnado por el valor inédito
que adoptó en el discurso derridiano, la deconstrucción era ya entendida como el
trabajo de deshacer, descomponer o desedimentar algo construído, lo cual suponía,
claro está, tomar como punto de partida para la tarea deconstructiva un cierto
concepto de «estructura». Y es que si algo contribuyó de manera decisiva al éxito del
término, reconoce Derrida, fue el hecho de haber aparecido en un contexto donde el
movimiento estructuralista estaba en pleno auge: «Deconstruir fue [visto como] un
gesto estructuralista o, en cualquier caso, un gesto que asumía una cierta necesidad
de la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista;
y su éxito se debe en parte a este equívoco» (Derrida, 1997a: 25). En efecto, la
deconstrucción apareció a muchos como siendo una consecuencia del movimiento
estructuralista y a la vez como desarrollando una crítica al mismo. Pero si bien el
término estaba acuñado y reconocido previamente, sus distintas acepciones eran
apenas parciales en la medida en que lo que se definía por deconstrucción estaba
circunscrito a «regiones de sentido» específicas: lingüística, gramática, mecánica,
etc., faltándole entonces la ambición más radical que Derrida quería conferirle a la
deconstrucción, como era la de desmontar la totalidad de las estructuras de sentido.
De allí que él buscara imprimirle ese nuevo valor al término.
No obstante, en la medida en que con el término «deconstrucción» no logró
conjurar por completo el peligro que quería evitar, puesto que el prefijo «des-»
lleva a retener únicamente su acento negativo, Derrida no duda en manifestar su
sinsabor frente el término. En realidad, a diferencia de lo que sugiere el término de
«destrucción», la operación de de-construir comporta, junto al momento negativo, un
momento positivo de base, por así decir, que implica reconstruir de algún modo las
estructuras para entonces sí poder desmantelarlas estratégicamente. Por esto advierte
al traductor japonés que no puede simplemente soltar la palabra «deconstrucción»
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Diana María Muñoz González
para que se valga por sí misma, pues la acechan muchos equívocos. Hay que
rodearla de un discurso, y no de cualquiera, sino de uno negativo. En efecto,
resulta bastante revelador el hecho de que sea por esta vía indirecta como puede, a
juicio de Derrida, quedar mejor cercada o ser mejor aprehendida lo que sí sería la
deconstrucción. En lugar de ser un recurso meramente formal, tal parece que en el
rodeo se estaría jugando algo propio al modo de ser de aquello que con el término
mismo se busca definir.
Así pues, no es de extrañar que siendo esta estrategia tan habitual en Derrida,
esto alimente la impresión acerca de que la deconstrucción no está lejos de una
teología negativa, o cuando menos, de que retóricamente procede de manera muy
semejante a ésta.1 Ciertamente, aunque el francés rechaza en varias ocasiones una
definición semejante de su trabajo, reconoce hasta qué punto puede ser difícil evitar
suscitar esta impresión. En Salvo el nombre, por ejemplo, parece mostrarse algo
dubitativo sobre la posibilidad de deslindarlas de manera tajante cuando pregunta:
“¿Se dispone acaso de criterios seguros para decidir sobre la pertenencia, virtual o
actual, de un discurso a la teología negativa?”2 Con todo, el filósofo no esconde su
malestar por lo que él mismo denuncia sin descanso como una lectura equivocada
de su proyecto filosófico.3
Por supuesto, el hecho de que multiplique sus advertencias nos lleva a
formular la pregunta por aquello que para él está en peligro en esta distinción, o, en
otras palabras, por la gravedad que él presiente en afirmar esta equivalencia entre
deconstrucción y teología negativa. ¿En qué se vería desvirtuada la deconstrucción
al entenderla de esta forma? ¿Qué tanto de su valor le sería arrebatado? ¿Por
qué, en últimas, no se le haría justicia? En lo que sigue trataremos de abordar
la cuestión.
1 “This strategy of negation raises the question of whether deconstruction, in effect, is a negative theology,
securying by denials an essentially theological ground which cannot be outstripped or undermined”.
(Rayment-Pickard, 2003: 123).
2 (Derrida, 1993)Traducción y cursiva mías.
3 “Hasta ahora ante la cuestión o la objeción, mi respuesta ha sido siempre breve, elíptica y dilatoria”
(Derrida, 1997b: 16) De este modo se refiere Derrida, en su conferencia de 1986 titulada “Cómo no
hablar. Denegaciones”, a la manera elusiva como hasta entonces había enfrentado el cuestionamiento
acerca de su relación con la teología negativa. Con este escrito afirma querer cumplir la que él mismo
califica de “promesa” acerca de esclarecer por fin dicha relación. Valga anotar que en el presente texto
nos limitamos a lo que en sus primeras obras Derrida expusiera sobre el punto, es decir, operamos sobre
la ambivalencia bajo la cual el filósofo mantiene la relación entre deconstrucción y teología negativa.
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
II. La negatividad en la teología negativa
De manera sin duda algo laxa pero ilustrativa, cabe decir que la teología negativa4
se distingue por su renuncia a la posibilidad de conocer la esencia de Dios, renuncia
que obedece a la amenaza que al parecer acecha tal intento: la positivización de la
trascendencia divina. Efectivamente, en la medida en que se admite que la esencia
de Dios excede de modo inexorable las categorías del pensamiento humano, predicar
algo de Él nos lleva a incurrir necesariamente en el grave error de su reificación,
de su objetivación o incluso, de su cosificación. Es por esto por lo que, en su
afirmación radical de la trascendencia absoluta de Dios, la teología negativa declara
la casi completa incapacidad del lenguaje humano para referirse adecuadamente
a lo divino. Nada, absolutamente nada, puede ser dicho a propósito suyo de modo
positivo, sin que de inmediato se lo pierda en el intento. Al haber sido tallado a
la medida de los entes/criaturas con los que los hombres trabamos trato diario, no
importa cuán elocuente pueda llegar a ser en su ensalzamiento de Dios, nuestro
lenguaje no será, respecto a la absoluta trascendencia de Dios, más que un balbuceo
sin sentido. El gran reto entonces, para el pensamiento y el lenguaje humanos, es
poder de algún modo dar cuenta del ser de Dios sin, al instante mismo de intentarlo,
echarlo a perder, asimilándolo al modo de ser de los entes. Por supuesto, el empeño
parece condenado a un imposible, pues: ¿cómo presentar lo que es absolutamente
impresentable? No obstante, la vía negativa parece dar una respuesta a este dilema
por cuanto cabría contentarse con decir de Dios tan sólo lo que Dios no es. Decir
algo distinto supondría sucumbir, enseguida, a la estrategia de reificación por la
cual su trascendencia se vuelve ineluctablemente positividad.
Si bien todo discurso, en tanto forjado por y para la experiencia humana, se
revela esencialmente inadecuado para hablar de Dios, un recurso se antoja posible
para intentar no fallar el blanco de este ser “tan otro”. Antes de caer en el mutismo,
contamos en efecto con la vía negativa para tratar de dar cuenta de esta trascendencia
4 Derrida advierte sobre la imposibilidad de definir de un modo unificado y homogéneo los distintos
discursos tenidos a lo largo de la historia como representativos de la teología negativa: “Bajo el título
muy laxo de <teología negativa>, se designa frecuentemente una cierta forma de lenguaje, con su
puesta en escena, sus modos retóricos, gramaticales, lógicos, sus procedimientos demostrativos, en una
palabra, una práctica textual atestiguada o situada en la <historia> (…) ¿Hay una teología negativa, la
teología negativa? En todo caso, la unidad de su archivo sigue siendo difícil de delimitar. Se la podría
intentar organizar en torno de ciertas tentativas que pasan por ejemplares o explícitas, como la de Los
nombres divinos de Dionisio Aeropagita (llamado el Pseudo-Dionisio). Pero no cabe estar seguro nunca,
y por razones esenciales, como se verá, de poder atribuir a quienquiera que sea un proyecto de teología
negativa como tal”. (Derrida, 1997b: 13)
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Diana María Muñoz González
inefable. A pesar de la inadecuación profunda del discurso humano a propósito de
Dios, existe una opción que parece más o menos eficaz: mostrar por medio del
discurso mismo, cuán profundamente inadecuado es él en relación con lo que quiere
presentar. Si bien ningún discurso puede, por su propia inadecuación, decir nada
acertado sobre Dios de forma positiva, ya que toda representación humana de Él es
necesariamente fallida, el lenguaje puede, paradójicamente, retorcerse en una difícil
torsión contra sí y decir su propia impotencia frente a Dios. Al decir que no puede
decir nada de Él, el discurso humano sobre lo divino llega de algún modo a expresar
eso que lo desborda inevitable e infinitamente. Dicho de otra manera, exhibiendo
su propia miseria en relación con lo divino es como el discurso del hombre da el
testimonio más sublime de la esencia divina de Dios. Se puede hablar aquí de cierta
contradicción performativa que, no obstante, resulta bastante productiva, ya que
al obrar como lo hace, esto es, diciendo su impotencia, el lenguaje puede decir lo
que en realidad no puede decir.
No hay duda acerca de que entre las tentativas de decir lo que, sin embargo,
no se deja decir, de nombrar lo que no admite nombre, en fin, de mostrar lo que
no se presenta jamás, el discurso de la teología negativa tiene un gran poder. Y,
sin embargo, no es de esto de lo que se trata en la deconstrucción, pues, según
insiste Derrida: “uno de los rasgos esenciales de toda teología negativa [es]: el
tránsito hacia el límite, y después el traspaso de la frontera” (Derrida, 1993: 18)5.
En otras palabras, la negatividad a la que responde este discurso estaría llamada,
según el filósofo, a ser recuperada por algo finalmente no negativo. El momento
negativo del discurso sobre Dios no sería, en realidad, sino una fase de la ontoteo-logía positiva. De modo que todo intento por aprehender la negatividad en
los términos de una teología negativa conduciría, según el francés, a perder
inevitablemente en radicalidad respecto a ella. En principio, es cierto, al llegar
incluso a prohibir que se pronuncie su nombre, el discurso de la teología negativa
aparece muy radical. Pero a pesar de esto, tal discurso, por más negativo que se
pretenda, permanece, en tanto discurso, prisionero de una sintaxis que se revela
completamente extraña a la trascendencia divina. Así pues, al buscar determinar el
ser de Dios a partir de lo que Él no es, la teología negativa lograría precisamente
lo contrario de lo que pretende:
(…) la teología negativa siempre se ha ocupado de librar, como es sabido, una
superesencialidad más allá de las categorías finitas de la esencia y de la existencia, es
decir, de la presencia, y siempre de recordar que si a Dios le es negado el predicado de la
existencia, es para reconocerle un modo de ser superior, inconcebible e inefable. (Derrida,
2003: 42).
5 La traducción es mía.
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
El problema, según parece, es que la trascendencia divina, lo totalmente
otro de ese ser superior, su estatuto radicalmente diferente respecto de todo cuanto
decimos que “es”, es pensado por la teología negativa como una especie de
acabamiento o de perfeccionamiento de este ser ontológicamente inferior del que,
sin embargo, aquél se supone se distingue absolutamente. Así pues, la trascendencia
absoluta de Dios resulta a menudo pensada como el estatuto ontológico excepcional
de lo que es completamente contrario a nuestro modo de ser o, dicho de otro modo,
el no ser de Dios está pensado a fin de cuentas como un no ser-(a la medida de
lo)-humano. Por consiguiente, lo que es de un modo absoluto, el ser divino, sigue
siendo pensado a partir del ente, aun si tan sólo lo es para inmediatamente atribuirle
un estatuto superior al de todo ente: “un ser más allá del ser”.
Para Derrida resulta entonces evidente que por el camino de la teología
negativa se termina, tarde o temprano, por pensar lo que no se deja pensar como
una “presencia” última, todavía más fundamental y, finalmente, absolutamente más
presente que lo presente. Aunque extraña, por principio, a toda categoría de ser, la
supremacía de Dios se ve entonces reducida a una función, si bien superior, en todo
caso función de la categoría de ser por excelencia: la presencia; es una tentativa
todavía situada en el terreno de la onto-teo-logía. Es por esta razón que Derrida sale
al paso frente a la tentación de pensar la deconstrucción como una suerte de teología
negativa y de pensar, por ende, la différance como un cierto no-ser. Es claro para
él que a pesar de la aparente radicalidad de la teología negativa, con su pretensión
de llegar a un cierto “grado cero” del lenguaje, una aproximación semejante a la
trascendencia se mantiene atenazada por los resortes del pensamiento metafísico
de los que la deconstrucción, sin embargo, desea liberarse.
En resumen, lo que se revela esencial a la teología negativa, a saber: no decir
de Dios nada de manera positiva, constituye, según Derrida, un momento apenas
provisional y sobre todo necesario de un decir positivo que, en realidad, no está
sino como agazapado, retardado, y, por tanto, un momento que en la negación ya
está obrando por la recuperación de su negatividad. En el fondo, el problema que
Derrida parece señalar a propósito de la teología negativa es la manera como ésta
concibe la negatividad misma de la trascendencia divina, a saber: como un cierto
no ser algo o, en últimas, un no-ser. Pensar como corresponde tal negatividad
precisa salir del horizonte del ser, es decir, abandonar la metafísica de la presencia.
Es necesario, entonces, si se la quiere pensar radicalmente, “atacarla” según una
estrategia diferente. Una estrategia completamente aparte de la que sigue la teología
negativa.
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Diana María Muñoz González
III. Différance y Diferencia Ontológica
Quizás sería necesario, siguiendo un gesto más nietzscheano que heideggeriano, y llevando
hasta sus últimas consecuencias este pensamiento de la verdad del ser, abrirse a una
différance que no está todavía determinada en la lengua de Occidente como diferencia
entre el ser y el ente (Derrida, 1972a: 19)6.
Pese a la afinidad que lo une a Heidegger y a su gran deuda hacia él, Derrida se cuida
de marcar sus distancias. Advierte así que la différance no debe ser vista como una
simple reedición de la diferencia ontológica. En efecto, con todo y que reconoce
la estrecha complicidad entre las dos nociones, subraya que su comunicación en
ningún caso es exhaustiva; para él la relación entre ambas es de continuidad, pero
a la vez está atravesada por una profunda discontinuidad. En la célebre conferencia
de 1968, titulada “La différance” –texto gracias al cual ese curioso neologismo
inicia la vertiginosa carrera que desde entonces lo mantiene asociado a su nombre–
Derrida escribe :
La différance puede, sin embargo, ser pensada en su más cercana proximidad consigo
misma solamente con una condición: que uno comience por determinarla como la diferencia
óntico-ontológica antes de borrar tal determinación. (Derrida, 2003:)
Efectivamente, si según Heidegger el ser no ha sido realmente pensado,
si la historia del pensamiento occidental es, contrariamente a lo que usualmente
se ha creído, la del total olvido del ser, esto se debe a que la diferencia entre el
ser y los entes ha sido completamente desatendida. Para Heidegger, el ser “es”
ocultándose, eclipsándose en los entes, de tal modo que al pensar los entes en
su carácter de desocultos, la metafísica no ha llegado a pensar el ser en cuanto
tal, es decir, en su ocultamiento. Se trata entonces, para el filósofo alemán, de
pensar lo que ha quedado impensado en la metafísica: la diferencia en cuanto
diferencia ontológica entre ser y ente. Sin embargo, Derrida critica a Heidegger
el haber quedado atrapado en el horizonte de la metafísica que intentaba superar,
en la medida en que formula su propio pensamiento en relación con y siempre
en comparación con la metafísica. Lo que Derrida cuestiona a esta forma de
determinar la diferencia, esto es, como diferencia entre presencia y presente,
es que a la postre ésta sigue siendo pensada metafísicamente. Por su parte, en
su afán de dar una verdadera “salida” a la metafísica de la presencia, Derrida
sostiene entonces que la diferencia óntico-ontológica heideggeriana es un efecto
“intra-metafísico” de una diferencia que se sitúa “más allá” del pensamiento del
ser, una diferencia que, redoblando la cautela, él llama différance.
6 La traducción es mía.
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
Es verdad que no son del todo distintas, pero tampoco son equivalentes, pues
al mismo tiempo que se afirma como diferencia ontológica, la différance se “tacha”
a sí misma como tal diferencia. En tanto es en el horizonte de la pregunta por el
ser que la diferencia ontológica aparece, Derrida hace ver que esta pregunta sólo
se hace formulable gracias a un juego de diferencias ya iniciado desde siempre, el
diferenciarse mismo o différance. La diferencia ontológica es antecedida por ésta,
siendo tan sólo un efecto secundario:
Más “vieja” que el ser mismo, una tal diferencia no tiene ningún nombre en nuestra lengua
[…]: es porque no hay nombre para esto, ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera
el de différance, que no es un nombre, que no es una unidad nominal pura y se disloca sin
cesar en una cadena de sustituciones que difieren. […] Este innombrable es el juego que
hace que haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se
llaman nombres (Derrida, 2003: 61).
En efecto, queriendo dar un paso aún más atrás del dado por Heidegger, o
al querer darlo otra vez con fuerza renovada, Derrida concibe la différance como
datando “de antes” de la diferencia ontológica, como más vieja que ella, lo que
evidentemente no debe ser tomado en un sentido cronológico. La différance no
comienza nunca, en ninguna parte. Su antes es de “antes” incluso del tiempo, es
decir, de antes de la concepción misma del tiempo como movimiento que avanza
de un antes hacia un después y que se aleja linealmente de la presencia. En suma, es
de antes del tiempo de la metafísica. Heidegger habría terminado así por traicionar
la negatividad radical del ser, recayendo a pesar de sí mismo en el lenguaje de los
entes que tan desesperadamente buscaba abandonar, por el simple hecho de nombrar
la diferencia como ontológica. A ojos de Derrida, entonces, las audacias lingüísticas
de Heidegger no habrían sido suficientes para escapar a la tendencia objetivante
que, como él mismo alertaba, domina desde siempre nuestro lenguaje, y por la cual
éste es inherentemente incapaz de hablar sobre el no ser (ni ente ni ser) del ser.
Al subrayar la distancia, en apariencia tenue pero decisiva, entre la diferencia
ontológica y la différance, se tiene efectivamente la impresión de que en el fondo
Derrida está reprochando a Heidegger el haber, pese a todo, dado nombre a lo que
debe permanencer absolutamente innombrable. Su propio intento, en cambio, se
vería hasta cierto punto precavido ante este error, en tanto abunda en advertencias
acerca de cómo no pensar y cómo no referirse a ese no ser del ser: “no hay nombre
para esto, ni siquiera el de différance”. Su manera de hablar es siempre ex negativo:
la différance no es ni origen, ni causa primera, ni sustancia, ni siquiera nada. Su
negatividad debe ser pensada de manera radical, más allá de las oposiciones binarias
gobernadas por la matriz metafísica de presencia-ausencia. La différance, escribe
Derrida sin cesar, no es, ni tampoco “no es”, no tiene sentido, ni no-sentido. En
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Diana María Muñoz González
relación suya el verbo “es” debe ser puesto bajo tachadura (es), artificio de la
escritura para tratar de mostrar, sin hacerlo, que la manera de ser de la différance
es, precisamente, no ser ser. No de no ser esto o aquello, es decir, una sustancia
cualquiera, sino de no ser absolutamente nada. Sin embargo, el artificio se revela
precario frente a la negatividad de la différance. Tan radical es ésta que a fin de
cuentas nada parece poder ser afirmado a propósito suyo, en especial que no “es”, sin
traicionarla inmediatamente. Esto explica la impresión que suscitan las acrobacias
de Derrida –nunca directo/recto en su manera de formular las cosas–, acerca de
que en verdad procede de la misma forma como lo hace la teología negativa. “Y
sin embargo, insiste sin pausa Derrida, lo que se señala así de la différance no es
teológico, ni siquiera del orden más negativo de la teología negativa” (Derrida,
2003: 42).
Ahora bien, como Heidegger también lo señalara, la “metafísica de la
presencia”, o lo que para Derrida es su equivalente: el “fonologocentrismo” (el
privilegio de phoné (voz) sobre grammé (escritura)), no es fruto de una negligencia
en el pensamiento humano que habría pasado por alto algo tan fundamental como
la diferencia ontológica, sino que es un efecto necesario a la economía del ser; en
otras palabras, no era posible que la historia hubiera sido diferente de lo que ha
sido, no habría podido ocurrir que la diferencia ontológica no se hubiera disfrazado
tras el brillo de los entes y que, por ende, el no ser del ser no hubiera quedado
forzosamente impensado. El camino del pensamiento occidental no hubiera podido
tomar un rumbo distinto del que inauguralmente siguió:
Estos disfraces [de la escritura] no son contingencias históricas a las que se podría
admirar o deplorar. Su movimiento fue absolutamente necesario, de una necesidad que
no puede comparecer para ser juzgada delante de ninguna otra instancia. El privilegio de
la phoné no depende de una elección que había podido evitarse. Responde a un momento
de la economía (digamos de la “vida”, de la “historia” o del “ser como relación consigo
mismo”). (Derrida, 2005: 13)
¿Por qué entonces calificar, como lo hace Derrida, de “violenta” a la
metafísica? ¿Por qué hablar de violencia respecto de algo que no podía ser
evitado, que parece absolutamente necesario? ¿Por qué, si es inaugural (archiviolencia) y se revela en cierto modo irreversible, denunciarla como violencia?
¿Conviene, en efecto, hablar de ese modo respecto a lo que no obedece a decisión
alguna y, por ende, no se deja corregir de nosotros, puesto que pensamos como no
podemos sino hacerlo? Todavía más, ¿por qué calificar de violencia la respuesta
de la deconstrucción a esta violencia inaugural? “Esta violencia necesaria, escribe
Derrida, responde a una violencia que no fue menos necesaria” (Derrida, 2005: 25)
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
Vista con atención, parece que la violencia de la metafísica contra la cual la
deconstrucción se levanta tan resueltamente,7 y de la cual Heidegger no se habría
eximido del todo, tiene que ver con el modo de pensar lo impensado del ser: su
negatividad. En el caso del filósofo alemán, tal violencia habría estado en pensar
que la diferencia ontológica fue olvidada. No porque el francés ponga en cuestión
el olvido del ser que sostiene Heidegger, sino porque cuestiona el hecho mismo
de pensar este olvido “como olvido”, o, más exactamente, pensar que el olvido
del ser haya sido un total olvido. Ahí habría una violencia por cuanto hablar de lo
completamente olvidado es hacerlo desaparecer incluso como desaparición:
Lo que Heidegger quiere, pues, señalar es esto: la diferencia del ser y el existente, lo
olvidado de la metafísica, ha desaparecido sin dejar huella. La huella misma de la diferencia
se ha perdido […] tratándose del olvido de la diferencia (del ser y el existente), de una
desaparición de la huella de la huella. (Derrida, 2003: 58).8
Si la negatividad del ser no se deja reconducir a la forma de un olvido, esto
es, bajo la determinación de lo que no está más presente a la memoria, es porque
si bien le corresponde el desaparecer como “modo de ser”, le corresponde sobre
todo, y más decisivamente, continuar apareciendo como desaparición, es decir,
como huella o marca: “El texto metafísico debe haber guardado la huella de lo que
ha perdido o reservado, dejado de lado” (Derrida, 2003: 59).9
Para Derrida, la violencia metafísica de la que Heidegger a su pesar no
lograría evadirse,10 reside entonces en pensar todavía la negatividad del ser como
pura ausencia, es decir, en últimas, como función de la presencia. Lo que se dice
totalmente olvidado se dice puramente ausente, es decir, absolutamente no presente.
Así parece que cuando la deconstrucción habla de violencia, lo que denuncia es
que la negatividad [del ser] continúe sin ser pensada radicalmente. Pensarla en el
horizonte del ser, esto es, como no-ser, como ausencia, como no-presencia, o, como
7Cf. Derrida, 1989
8 Cursiva mía.
9 Alan Bass recuerda la descripción que Derrida hace de su propio trabajo como siendo “una unión
inconcebible entre Heidegger y Freud”. La radicalización del pensamiento heideggeriano de la diferencia
–lo impensado de la metafísica– se traduciría entonces en el pensamiento de Derrida en una puesta en
cuestión de la concepción de la diferencia como no-presencia, influenciado en esta crítica por la idea
de Freud según la cual lo no-presente a la conciencia –lo olvidado– no desaparece realmente, sino
que opera como un registro, a manera de huellas inconcientes en la memoria. (Cf. Bass, 2006: xiii)
Evidentemente, sin embargo, el motivo de la “huella” en Derrida no se deja pensar sin hacer sobre todo
referencia a Lévinas, cuyo concepto de huella pone en cuestión la posibilidad de una relación con el
pasado vivido bajo cualquier forma de presencia. (Cf. Derrida, 2005: 90-91).
10 “Hay, sin duda, un cierto fonologismo heideggeriano, un privilegio no críticado que él acuerda, como
lo hace todo Occidente, a la voz, a una “sustancia de expresión determinada”).” (Cf. Derrida, 1972a:
19). La traducción es mía.
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Diana María Muñoz González
lo hace Heidegger, como olvido, es para Derrida no pensarla como se debe; no
pensarla en lo absoluto. Mientras se la siga pensando en el marco de la metafísica
de la presencia no se la piensa verdaderamente. De allí su afirmación aparentemente
paradójica a propósito de que el pensar “más” que persigue la deconstrucción, es
decir, pensar lo que no ha sido pensado aún, consiste en realidad en no pensar “nada”.
Hacer justicia a esta negatividad parece así requerir un trabajo de anamnesis, un
trabajo de rememoración, no, evidentemente, para hacer presente lo que permaneció
oculto u olvidado, sino para hacer justicia a su obligada desaparición.
Frente a esta crítica –que sin duda parecerá injusta a quienes conocen los
desmesurados esfuerzos que sobre todo el último Heidegger realiza para romper
con el lenguaje de la presencia–, la différance puede ser leída como una suerte de
exacerbación de la diferencia ontológica. En otras palabras, como una tentativa
de preservar en el grado más radical posible la negatividad de la que la diferencia
ontológica da testimonio, pero que a la postre deja escapar, a propósito del no ser del
ser. Derrida evita entonces la menor formulación que pudiera imponer de nuevo el
primado de la presencia, que borrara el borrarse que constituye la différance. De allí
la proximidad incesante, y sin duda peligrosa, de su proceder con el de la teología
negativa, la cual a su juicio no logra preservar lo innombrable de la violencia del
nombre. ¿Cómo entonces pensar esta negatividad? ¿Cómo hacerle justicia?
¿Cómo, tras haber agotado el discurso de la filosofía, inscribir en el léxico y la sintaxis de
una lengua, la nuestra, que fue también la de la filosofía, aquello que excede sin embargo
las oposiciones de conceptos dominadas por esta lógica común? (Derrida, 1989b: 346).
Sobre todo, replica Derrida, no llamándola «negatividad». Efectivamente,
determinarla como tal supone de inmediato pensarla en oposición a una positividad,
lo que, por supuesto, según el filósofo francés, impide pensarla radicalmente como
una negatividad irrecuperable. Sería preciso pensar una negatividad sin negatividad.
Evidentemente, se trata para él, como hemos insistido, de pensar la negatividad de
una manera completamente inédita, es decir, fuera del pensamiento del ser.
La negatividad no es, en realidad, sino “la otra cara reconfortante de lo
positivo” amonesta Derrida, en referencia a Hegel, cuya intuición filosófica
fundamental, así como para Heidegger, fue la de concebir el ser como no ser.
Ahora bien, lo que también a aquél le reprocha Derrida es la manera de pensar esta
negatividad, en tanto lo hace en términos de “trabajo”, es decir, como negatividad
llamada a producir positividades. Por esta razón, sostiene el filósofo francés, Hegel
no llega a pensar el sinsentido (non-sens) sino como participando en la producción
de sentido; es decir, sólo en la medida en que tiene vocación a colaborar en un
proceso teleológico de la constitución de la conciencia. Al concebir la negatividad
78
Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
de esta manera, dialécticamente, lo negativo se ve domesticado, reducido a actuar
como recurso de la conciencia para consumir mejor, y, por ende, para negar mejor,
lo que la excede. La negación es pensada bajo la forma de la “contradicción”, como
negación suprimida por la conciencia de tal forma que conserva lo que suprime.
Por consiguiente, concluye Derrida, si se quiere pensar radicalmente la negatividad,
lo que se debe poner en cuestión, antes que nada, es el movimiento interiorizante
de la “Aufhebung”.
En realidad, este movimiento de aparente expropiación que sufre la
conciencia se produce, dice Derrida, al interior de un cálculo. Se puede decir que la
conciencia organiza su propio rapto para poder liberarse mejor enseguida, pues el
intercambio entre conciencia y negatividad obedece siempre a la ley del sentido: la
conciencia se gana al perderse. Al dejarse, en apariencia, conducir por lo negativo,
en realidad es ella misma la que conduce siempre el movimiento de apropiación. La
conciencia gana en extensión y en potencia al interiorizar todo límite como siendo
su “propio” límite. Pero la negatividad de la différance es extraña a toda dialéctica.
La différance, escribe Derrida, “no es ni apropiación, ni expropiación, sino lo otro”
(Derrida, 2003: 60),11 lo otro que como tal otro absoluto no se anuncia sino en la
disimulación, nunca en la contradicción directa.
No obstante, Hegel habría llegado a entrever el anuncio de una negatividad
radical, sin reservas esta vez, absolutamente exterior al pensamiento del sentido.
Una negatividad absolutamente irrecuperable por el movimiento de la Aufhebung.
Hegel la habría llamado “negatividad abstracta” en oposición a la negación de la
conciencia. Esta negatividad no puede aparecer a la conciencia, no se presenta
nunca a ella, porque si lo hiciera, previene Derrida, “relanzaría el trabajo” de la
superación (relève). Pero Hegel, se lamenta Derrida, habría reculado ante ella, por
una suerte de angustia, quizás, frente a una negatividad tan «negativa», tan sin
sentido, tomando finalmente partido por la seguridad del discurso de sentido, de
la historia, y, al hacerlo, agrega Derrida, “apostó en contra del juego” (Derrida,
1989b: 346).
En efecto, al trabajo de lo negativo, o mejor, a lo negativo como trabajo,
Derrida opone el juego de lo negativo, o, mejor aún, lo negativo como juego. Se
trata allí de pensar una negatividad que no solamente no se vierte en lo serio del
sentido, sino que se divierte en producir lo serio solamente para poder reirse de ello
enseguida. Igual que con respecto a Heidegger, Derrida reprocha a Hegel el haber
tomado una fase del juego como el juego mismo. Reduciendo el juego al sentido,
11 Remitirse a la nota a pie de página de Derrida.
79
Diana María Muñoz González
Hegel suspendió el juego en tanto juego, cuando en realidad el sentido no es más
que un momento, un modo esencial pero determinado, un fenómeno, un aspecto, una
especie, si se quiere, de un juego más amplio. Lo positivo no es sino un momento
de lo negativo y no al revés. Al optar por el sentido, dice Derrida, Hegel optó por
jugar un juego menor carente de riesgo.
Esta negatividad juguetona que excede a la Aufhebung es, por supuesto, la
différance. De hecho, afirma Derrida, si se cediera a la tentación de “definir”-la, se
diría que es precisamente lo que hace imposible a la Aufhebung hegeliana:
Si hubiera una definición de la différance, sería justamente la de límite, la de interrupción,
la destrucción de la superación [relève] hegeliana en todas partes en donde opera. Lo que
está en juego es enorme. (Derrida, 1972a: 55)12
En otra parte, añade con igual énfasis:
La différance debe señalar el punto de ruptura con el sistema de la Aufhebung y de la
dialéctica especulativa. Este carácter conflictivo de la différance, que sólo se puede llamar
contradicción a condición de deslindarla, mediante un largo trabajo, de la de Hegel, no
se deja nunca superar (relever), marca sus efectos en lo que yo llamo el texto en general
(Derrida, 1972a: 60).13
Es por esto por lo que el proceder de la deconstrucción consiste en desmontar
los mecanismos de recuperación dialéctica que operan en toda construcción de
sentido. Mecanismos puestos en marcha con el fin de preservar lo serio del sentido
de la amenaza que supone ese sinsentido absoluto y siempre residual que abisma
al pensamiento. No se trata, claro está, de mostrar esta negatividad en cuanto tal,
pues ella es absolutamente impresentable. Tampoco de desocultar su ocultamiento,
ya que él es necesario y constitutivo de la negatividad. Es cuestión, en cambio, de
perseguir la huella que este ocultamiento ha dejado inexorablemente en lo que se
presenta como ser, de restituir el juego al juego del sentido; es así como, se puede
decir, la deconstrucción intenta atacar esta negatividad radical de la différance.
Llama mucho la atención que la única formulación a propósito de la différance
con la cual Derrida se muestra más o menos cómodo, es cuando afirma que se trata de
un juego. Como si el hecho de concebirla así le restituyera esa especie de plasticidad
y de movilidad que la metafísica no logra (justamente a causa de su pesadez, o lo que
Nietzsche denunciaba como “la seriedad” del pensamiento) dominar completamente.
Ahora bien, para el filósofo francés, pensar tal negatividad exige que uno se libre
enteramente al juego de la escritura, sin angustia y sin reservas: “aquello de lo que
se ríe la risa es, ante todo, de la angustia” (Derrida, 1989b: 346) escribe Derrida
12 La traducción es mía.
13 La traducción es mía.
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Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
en un tono nietzscheano. Jugar, sí, pero sin temor al riesgo de perderse en el juego,
jugar “à corps perdu”, para retomar una de sus expresiones favoritas. Recogiendo
el espíritu de Nietzsche, en efecto, no es sino en la alegría y en la risa del juego
de la escritura, en tanto que puro juego, que la deconstrucción dice “sí” y acoge,
de manera realmente hospitalaria, sin positivizarla, la negatividad radical del
sinsentido. Es así como pretende hacer justicia a lo totalmente otro de la différance.
IV. La negatividad pensada al hilo del juego
Es innegable que el juego constituye un leitmotiv en las primeras obras de Derrida.
Aparece ligado a su proyecto de pensar la escritura de manera completamente
nueva. En De la Gramatología, por ejemplo, una frase que habla claramente del
carácter indisociable de ambos retiene de inmediato la atención: “el advenimiento
de la escritura es el advenimiento del juego” (Derrida, 1985: 12). Esta sentencia
describe con contundencia un movimiento que reúne a escritura y juego en un único
y mismo fenómeno. Es como si la rehabilitación de la escritura emprendida por
Derrida contra el fonologocentrismo –que como se sabe relega a la escritura a un
lugar secundario, exterior y accesorio vis-à-vis del habla–, no fuera posible si no
se pasa primero por una profunda revaloración del juego. Para Derrida el juego no
ha sido pensado de manera que se le haga justicia a su naturaleza.
Y, ciertamente, a juicio del filósofo francés, ha primado en la filosofía la que
él califica como una actitud oscurantista frente al juego:
Sería posible mostrar que, cada vez que una filosofía o una ciencia ha pretendido, en cierta
forma, constituir su propia coherencia, pues bien, cada vez ellas se han vistos llevadas a
reducir elemento del juego, o a comprenderlo asignándole un lugar, limitando el juego de
alguna manera. (Derrida, 1982: 95).14
La estrategia más recurrente, y la más eficaz, sin duda, ha consistido en atrapar
al juego en la oposición clásica entre lo serio y lo divertido. Decimos atraparlo,
ya que de entrada, dice Derrida, una tal oposición pone al juego bajo vigilancia
ética o epistemológica, siéndole anulado su verdadero valor y productividad: “La
misma necedad, la misma esterilidad de lo “no serio” vs. lo “serio” […] al signo
[del juego] debe atribuírsele el sistema de todos sus poderes. (Derrida, 1972a: 80)15.
Ciertamente, restituir su valor al juego exige, antes que nada, despojarse de
cualquier visión que lo reduzca a la condición secundaria de estar subordinado a
algo distinto al juego mismo, algo a lo que éste supuestamente deba servir de alguna
14 La traducción es mía.
15 La traducción es mía.
81
Diana María Muñoz González
forma. Es preciso, dice Derrida, suspender la “suspensión metafísica” del juego,
suspensión por la cual el juego es negado en nombre de una verdad que lo trasciende.
Bien pensado, entonces, el juego puro rechaza la oposición entre exterioridad e
interioridad, entre adentro y afuera, oposición que Derrida califica de “matricial”,
en la medida en que todas las otras oposiciones que estructuran el pensamiento
metafísico (verdadero/falso, esencia/apariencia, bien/mal, etc.) derivarían de ésta.
En realidad, cuando se trata de dar justa cuenta del modo “de ser” del juego, el
pensamiento metafísico claudica, se encuentra constantemente en problemas, ya
que “el concepto de juego se sitúa más allá de toda oposición” (Derrida, 2003: 42).
En cuanto puro juego, el juego no se juega con vistas a un no-juego, no es
un juego que “trabaje” por mor de algo más serio, más verdadero, más durable o
más fundamental; es un juego, podríamos decir, que encuentra en su eterno retorno
su sola razón de ser jugado. En realidad, el juego parece guardar en sí lo que lo
empuja al movimiento permanente y le impide encontrar un reposo cualquiera.
Se tiene de hecho la impresión de que el juego reclama siempre “más” juego, y
nada más que juego. Si no fuera por la fatiga de los jugadores, uno pensaría que
el juego podría seguir indefinidamente, como si su modo de funcionar fuera el de
un auto-propulsarse sin cesar, inducido por una especie de energía (energeia) que
lo difiere sin fin, surgida no desde una meta exterior que lo llamara a continuar en
pos suyo, sino desde “el interior”. Tal movimiento espontáneo de auto-inducción
aparece como el efecto inevitable del juego jugándose a sí mismo, efecto de su
propio exceso. De suerte que no pudiendo coincidir plenamente con una cierta
totalidad que lo resumiría en una unidad, su movimiento está destinado a perpetuarse
infinitamente. De hecho, hablar con relación al juego de cierto “auto-” movimiento
es estrictamente inapropiado, ya que si el juego prosigue sin fin, es precisamente
porque nunca es un “sí mismo” idéntico. El juego no admite identidad, unidad,
presencia, por muy vagamente que se las quiera pensar. Su modo de ser es el de la
apertura, que lejos de serle reprochable, es la razón de ser de su carácter gozoso. Es
un juego puro y absoluto, sin un afuera de él y, por ende, sin un adentro tampoco.
De ahí que la afirmación “no hay un fuera-del-juego” (“il n’y a pas de hors-jeu”)
se haya convertido en la divisa visible de la deconstrucción.
Subvertido el límite entre el adentro y el afuera, el juego permanece
completamente abierto. Es así que, en tanto juego puro, la escritura no admite
totalización. No será sino liberándola de esta oposición que la sitúa siempre en un
rango secundario frente a la presencia de la voz, afirmando su juego como nada más
que juego o como juego desnudo, que Derrida estará en condición de cuestionar el
concepto de signo, es decir, la idea de un “significado trascendental” que gobernaría
desde afuera el juego de remisión entre los significantes:
82
Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
Se podría llamar juego a la ausencia de significado trascendental como ilimitación del
juego, vale decir como conmoción de la onto-teología y de la metafísica de la presencia.
(Derrida, 2005: 65)
De manera que si nuestras palabras revelan más que nunca su torpeza
cuando se trata de dar cuenta de este juego libre, si el juego no puede ser objeto
de nuestra conceptualidad, es porque el juego, específicamente el de la escritura,
es antes bien la condición de posibilidad de toda conceptualidad y con ello de
todo nombrar algo. Como decía atrás: “Este innombrable es el juego que hace
que haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que
se llaman nombres” (Derrida, 2003: 61). Respecto de él no hay tampoco ni un
“antes” ni un “después”, sino solamente un estar “de entrada en el juego” de las
diferencias. La desaparición de la diferencia entre significante y significado, ese
límite reconfortante por cuenta del cual la estructura del signo se mantiene en
pie y que Derrida desmonta, va, pues, de la mano con el desbordamiento de la
oposición entre juego y fuera-del-juego:
La secundariedad que se creía poder reservar a la escritura afecta a todo significado en
general, lo afecta desde siempre, vale decir desde la apertura del juego (d’entrée de jeu).
No hay significado que escape, para caeer eventualmente en él, al juego de referencias
significantes que constituye el juego. El advenimiento de la escritura es el advenimiento
del juego: actualmente el juego va hacia sí mismo borrando el límite desde el que creyó
poder ordenar la circulación de los signos, arrastrando consigo todos los significados
tranquilizadores, todos los refugios fuera-de-juego que vigilaban el campo del lenguaje.
Esto equivale, con todo rigor, a destruir el concepto de “signo” y toda su lógica. (Derrida,
2005: 12).
Así pues, aunque para pensar la escritura Derrida se inspira muy de cerca
de la idea saussuriana del lenguaje como “juego de diferencias”, su enfoque se
distingue del desarrollado por el lingüísta suizo por el hecho fundamental de que
él piensa el juego qua juego, es decir, como un juego puro e infundado. El francés
no concibe la escritura como subordinada al principio de la presencia y, por ende,
se trata para él de un juego que no admite centro alguno. En realidad, la afirmación
de un centro sólo es posible si se acepta la oposición metafísica por excelencia entre
adentro y afuera del juego. Por el contrario, al concebir, como lo hace Saussure, la
lengua como una estructura, esto anula o suspende el juego de los signos. Derrida
pone en evidencia la tensión que atraviesa la idea estructuralista según la cual
la estructura gira en torno a un centro fijo que, en cuanto centro, está él mismo
sustraído al movimiento de la estructura. La estructuralidad de la estructura entraña
una tensión insoluble:
Indudablemente el centro de una estructura, al orientar y organizar la coherencia del sistema,
permite el juego de los elementos en el interior de la forma total. […] Sin embargo, el
centro cierra el juego que él mismo abre y hace posible. (Derrida, 1989c: 384)
83
Diana María Muñoz González
El centro se encuentra a la vez dentro y fuera de la estructura. Tal
contradicción, que parece resolverse al privilegiar tácitamente el afuera respecto
al adentro, lo fijo respecto al movimiento, lo idéntico respecto a lo que difiere,
el significado respecto al significante, el habla respecto a la escritura, etc., no se
explica sino por el deseo de escapar, gracias a la imposición de tal centro, a la
angustia que produce el hecho de estar de entrada en un juego de diferencias sin
poder controlar su curso:
A partir de esta certidumbre se puede dominar la angustia, que surge siempre de una
determinada manera de estar implicado en el juego, de estar cogido en el juego, de existir
como estando desde el principio dentro del juego. (Derrida, 1989c: 385).
Pensar el juego de este modo, es decir, como centrado, responde entonces
a un deseo de apaciguamiento y de control de cara al vértigo que produce estar
en el juego puro de las diferencias sin fin. Es este juego el que a la vez produce y
disuelve el sentido. El ser, entendido como presencia, no es, efectivamente, sino
una jugada de ese juego “anterior” en el que de entrada ya siempre estamos cogidos
y en el que la presencia y la ausencia, más exactamente, su diferencia, es apenas
un efecto secundario. El error de la metafísica ha sido tomar por el juego mismo
lo que en realidad no es más que una movida dentro de él: el nombre de “ser”, y
su diferencia respecto del “ente”, es un efecto o jugada de la inefable différance.
Por su parte, en lugar de pensarla como una estructura tranquilizadora y
cerrada, tal como lo hace la metafísica, la deconstrucción piensa la escritura, en
cuanto juego puro, como un movimiento sin centro pero, sorpresivamente, no
caótico, si con esto queremos decir, sin propósito. Ciertamente, tal juego no deja de
obedecer a una necesidad. Aunque no esté ordenado desde el exterior por un centro
al que se llama sentido, presencia o significado trascendental, es decir, aunque esté
llevado por una suerte de espontaneidad, no por ello este juego de significación
carece de cierta “lógica” o “ley”. Es verdad que al admitir que no está orientado
por un no-significante que determine desde el exterior el juego de remisión entre
los significantes, se estaría tentado a concluir fácilmente que es un movimiento
azaroso.16 Sin embargo, no es así. Debe liberársela, por supuesto, de su vocación
fonética forzada, y reconocerla como un movimiento de vaivén incesante, de reenvío
infinito de un significante a otro, pero es preciso saber que el movimiento de la
escritura responde a un silencioso e imperioso llamado.
16 Hay que ser muy prudentes en este punto y no recaer en la trampa de las oposiciones en las que se ha
encerrado y subvalorado el juego, en este caso, la oposición entre azar y necesidad. El juego puro de la
escritura no admite ni una ni otra de estas calificaciones, sino que al contrario, las anula: “il annonce,
à la veille et au-delà de la philosophie, l’unité du hasard et de la nécessité dans un calcul sans fin”.
(Derrida, 2003: 42)
84
Deconstrucción y teología negativa. El juego entre différance y diferencia ontológica
Derrida recuerda a menudo que la escritura se trata de un “juego reglado”,
incluso emplea a veces la expresión de “juego sistemático”. No es, claro está, que
al decir así Derrida sucumba de nuevo a la idea de que hay un espacio que le es
“propio” al juego, un espacio delimitado “al interior” del cual éste se despliega en
conformidad con unas reglas que no rigen fuera de él; no está erigiendo otra vez el
límite que desde fuera domina y suspende al juego. Es verdad que hablar de reglas
podría hacer emerger inmediatamente el supuesto de que el juego posee una cierta
identidad que lo clausura, pero no es de esto, creo, de lo que se trata. Si el juego
no es azaroso, por así decir, es porque tiene una vocación por cumplir, que no es la
decir un sentido o una presencia sino precisamente la de “no querer decir”, (ne pas
vouloir dire), la de no significar. En tanto juego puro, la escritura juega a ser ilegible:
Arriesgarse a no querer decir nada es entrar en el juego, y ante todo, en el juego de la
différance que hace que ninguna palabra, ningún concepto, ningún enunciado mayor
venga a resumir o a comandar, desde la presencia teológica de un centro, el movimiento
de espaciamiento textual de las diferencias. (Derrida, 1972a: 23).
La ilegibilidad de la escritura, es decir, la imposibilidad de clausura definitiva
de su juego en torno a un centro de sentido fuera de él, no delata, pues, una
falla accidental (y corregible) de la técnica de escritura de quien escribe. No es
susceptible de ser evitada o corregida con un buen método que domine el juego de
la significación unívoca. El impulso vital del juego de la escritura proviene de “eso
de más” que impide fijarlo de manera alguna, de “eso otro” que “dentro” del juego
es un exceso “suyo”, de eso que Derrida “llama” différance. En suma, es lo que de
juego puro hay en la escritura. Eso escapa necesariamente a la nominación y se
hunde en la noche sin nombre. Tímidamente dicho, es lo que gobierna el juego de la
escritura sin, no obstante, gobernarlo en el sentido de constituir su principio rector
o arché: “[La différance] no gobierna nada, no reina sobre nada, no ejerce ninguna
autoridad” (Derrida, 2003: 22). Es la necesidad del juego mismo de mantenerse
abierto, esto es, de jugar en contra del principio [hermenéutico] del sentido que
desde el fuera-del juego desea clausurarlo violentamente.
Así, pues, si incurrimos en error cediendo demasiado pronto a la tentación de
afirmar que la deconstrucción es una forma de teología negativa, basándonos para
ello en su estrategia aparentemente común de limitarse a decir lo que no es el ser,
podemos decir que quizás este error tiene que ver con que no hemos entendido la
reivindicación que aquélla hace del juego como puro juego. Si es verdad que una
y otra optan por un no querer decir, lo cierto es que no se trataría en ambos casos
del mismo no querer decir. La escritura derridiana no renuncia a decir lo que es ser,
no renuncia a significar o a tener sentido, por la imposibilidad de hacerlo, como
sí le ocurre al discurso de la teología negativa, sino que, si cabe decir, lo hace por
un desenfadado desinterés en ello. La permeable línea fronteriza que se levanta
85
Diana María Muñoz González
entre las dos y que, sin embargo, las aparta abismalmente, está trazada entonces
por su muy distinta valoración del juego. Mientras la teología negativa prolonga
la suspensión metafísica del juego, en la medida en que lo pone al servicio de
algo que desde su trascendencia niega al lenguaje, la deconstrucción, por su parte,
responde al llamado de la trascendencia, a su negatividad absoluta, entendiéndola
como juego de escritura que desea seguir siendo jugado y, por ende, que no desea
ser fijado en un sentido. La deconstrucción juega sin escrúpulo alguno a deshacer
las jugadas del juego del sentido para relanzar el juego puro de lo ilegible.
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