Miedo innato Por Guillermo Samperio Cuando era niño tenía diferentes miedos y pesadillas. Sufría cada vez que la noche llegaba, no podía dormir, me despertaba en plena madrugada; sudaba y gemía del terror inmenso que sentía. Corría al cuarto de mis padres para ocultarme de aquellas formas imprecisas que me perseguían e interrumpían mi sueño. Ahí, acostado entre mis progenitores, sentía mucha seguridad; mi madre me abrazaba mientras mi padre giraba y movía la cama como si estuviera incómodo de que yo estuviera allí. No me importaba, prefería eso a volver al cuarto de las figuras horribles en el armario y bajo la cama. Una vez a salvo, me acurrucaba entre las cobijas y el sueño me venía poco a poco. Al día siguiente volvía a despertar en mi cama, de seguro por obra de papá. Durante el transcurso de la mañana y de la tarde olvidaba mis temores, podía jugar en mi cuarto con mis amigos sin importar nada. Pero cuando comenzaba a oscurecer, de nuevo mi inquietud crecía. Yo le platicaba a mi padre de mis pesadillas y las formas que se movían en la oscuridad; él solamente me decía que no me preocupara, que orara y esas cosas me dejarían en paz. Lamentablemente nunca funcionó, tuve que acostumbrarme a convivir con ellas. Con el paso del tiempo crecí y mis sueños cada vez fueron menos recurrentes, hasta que se hicieron muy aislados. Ajuar funerario destapa el baúl de mis recuerdos terribles y, al mismo tiempo, ridículos. Se trata de un catálogo de terrores que encierra, de página en página, temores, ya sean burdos, fantásticos, inverosímiles o nauseabundos. En cada relato breve la incertidumbre se va desarrollando de una manera concisa, independiente de la extensión de los textos, algunos mínimos en extremo. Fernando Iwasaki logra una constante tensión en el lector con sus narraciones intrigantes que se insertan en el subconsciente, porque de él mismo vienen. Excitante lectura que evoca olores, sonidos, sabores, texturas e imágenes. Iwasaki logra capturarlas con su audaz estilo. Imprime una estremecedora manera de conmoverle el estómago a más de uno y, de cierta manera, sacudir el intelecto de algún otro, pues el humor que se vislumbra en estas páginas es sencillamente inquietante. Y es que el autor va llevando el texto con tal facilidad, sin utilizar un lenguaje complicado, que los finales se logran de manera eficaz, inesperada y tétrica. El siguiente texto es una muestra de ello: Abuelita está en el cielo Mamá decía que abuelita había sido la mujer más buena del mundo, que todos la querían y que nunca le hizo daño a nadie. “Abuelita está en el cielo, mi amor”, señalaba mamá con el dedo, “rodeada de ángeles y santos”. Pero mamá no quiere verla cuado viene de noche a mi cuarto, llorando y toda despeinada, arrastrando a un bebito encadenado. Seguro que tiene hambre porque a veces lo muerde. Esta especie de crudeza jocosa, por llamarla de algún modo, es parte del tono general del libro y es complementada de manera importante por un efectivo humor negro, irónico, que es capaz de gestar en el lector una mueca burlona. El Deseo es un ejemplo de la capacidad de Iwasaki de sintetizar, con el humor negro antes mencionado, añadiéndole un giro final propio de las microficciones: El Deseo “¡PIDE UN SUEÑO!” –dijo la tía Carmen- y yo pedí que resucitara abuela y soplé las velas. Todos se quedaron callados y mamá comenzó a llorar, porque echa de menos a la abuela y siempre está con los ojos rojos. Mi papá me ha castigado y se ha llevado a mamá al cine para que se ponga tranquila, pero yo también extraño a la abuela porque me contaba cuentos y me preparaba dulces. Por eso pedí el deseo, para que volviera a casa y mamá deje de llorar. Qué contenta se va poner cuando la encuentre en su cama, toda llena de gusanitos. La provocación de los cuentos se da, en gran medida, gracias al oficio que el escritor muestra, pero también a la fuerza misma que en el relato imprime la atmósfera, impregnada desde el principio de imágenes grotescas, olores fétidos, texturas ásperas y verrugosas. De los días en que nuestros sueños nos asustaban y se fueron poco a poco desvaneciendo, Ajuar Funerario nos rememora, de un modo u otro, las pesadillas de infancia. Parece preguntarnos por qué el miedo de un niño sigue siendo ignorado cuando ese temor es en verdad terrible. Su mente aún no puede comprender qué es eso que lo aterroriza tanto, todavía no sabe a qué temerle, pero el instinto de horrorizarse está presente aunque no haya una experiencia previa. Por ello, el doble juego que Fernando Iwasaki propone en este Ajuar Funerario, por una parte terrorífico y por otra burlón, se concreta tan bien en este conjunto de brevedades precisas y delicadas, al mismo tiempo que horrorosas. Quien se interne en la lectura de este Ajuar funerario, tenga por seguro una inmersión intensa y sobresaltada, nunca la tranquilidad del texto que no comunica. Iwasaki se suma a la saga de los grandes minificcionistas modernos como: Eduardo Galeano, Luis Britto García y Ana María Shua. *** Fernando Iwasaki, Ajuar funerario, Editorial Páginas de Espuma, colección cuentos, España, 2004, 126 pp. Guillermo Samperio