PROCESO DE INCONSTITUCIONALIDAD ACTO NORMATIVO. VALIDEZ El vicio de inconstitucionalidad por vicio de forma se refiere a la violación del procedimiento general que la constitución establece para la promulgación de una disposición jurídica, es decir a la vulneración del proceso jurídico-constitucional para su validez. La validez es un concepto estrictamente formal, de manera que dentro de nuestro sistema jurídico un acto normativo será válido cuando haya sido producido de acuerdo con lo que establezcan las normas sobre producción jurídica. Así, tal como se ha venido sosteniendo por la jurisprudencia de esta Sala, pueden distinguirse tres clases fundamentales de ese tipo de normas: (a) las que atribuyen la competencia de los sujetos habilitados para la producción de disposiciones jurídicas; (b) las que determinan el procedimiento para el ejercicio de esa competencia; y (c) las que determinan, circunscriben o limitan el ámbito territorial o material en que puede ejercerse la competencia. En relación con estas últimas –las que determinan el ámbito material en que puede ejercerse la competencia– es preciso señalar que, al interior de un ordenamiento jurídico, se distribuye la potestad de crear normas de manera tasada y regulada, lo que supone la existencia de una norma superior que habilita a los entes que tienen tal potestad; y por tanto, la infracción a esa disposición superior acarrea la invalidez de la inferior por vicio formal, es decir, por no sujetarse a las condiciones establecidas por el ordenamiento jurídico para su formación y no puede considerarse parte del mismo. En consecuencia, tales disposiciones postulan que deberán respetarse ciertos límites a la producción jurídica, es decir, que las producciones jurídicas de los entes con potestades normativas, tendrán que ajustarse a cierto ámbito de materias sobre la que puede ejercerse la competencia normativa, y que, en consecuencia, su validez se ve condicionada al respeto de tales límites, pues de lo contrario acarrearía un vicio formal o de producción. PRINCIPIO DE RESERVA DE LEY Ese orden de ideas, el principio de reserva de ley consiste en la garantía normativa que un determinado ámbito vital de la realidad, dependa exclusivamente de la voluntad de los representantes de aquellos involucrados necesariamente en dicho ámbito: los ciudadanos. Ahora bien, interpretando integralmente nuestra Constitución y tomando en consideración jurisprudencia anteriormente emitida por este tribunal en esta misma clase de procesos, se puede afirmar que en el modelo salvadoreño, tal reserva es un medio para distribuir la facultad de producir disposiciones jurídicas entre los órganos y entes públicos con potestad para ello, otorgándole preferencia a la Asamblea Legislativa en relación con ciertos ámbitos de especial interés para los ciudadanos; preferencia que surge precisamente de los principios democrático y pluralista que rigen al Órgano Legislativo. El pluralismo, la democracia, el libre debate, la publicidad, entre otros principios que confluyen al interior del referido órgano, justifican una institución como la reserva de ley a favor de la Asamblea Legislativa, para la producción de disposiciones que rigen determinados ámbitos; dicha reserva supone una garantía para que la regulación normativa de determinadas materias se efectúe por el Órgano Legislativo, como modo de asegurar que su adopción venga acompañada necesariamente de un debate político en el que puedan concurrir libremente los distintos representantes del pueblo. En resumen, la preferencia hacia la ley en sentido formal para ser el instrumento normativo de ciertas materias, proviene del plus de legitimación que posee la Asamblea Legislativa por sobre el resto de órganos estatales y entes públicos con potestad normativa, por recoger y representar la voluntad general. Problema fundamental relacionado con el tema, es saber en los ordenamientos jurídico constitucionales como el nuestro –en los que existen, definitivamente, varios órganos estatales y entes públicos con potestades normativas– cuáles materias se entienden incluidas en la zona de reserva de ley, puesto que nuestra Constitución, en lo que al instituto de la reserva de ley se refiere, es muy oscura: ninguno de sus preceptos define cuál es el dominio natural de la potestad normativa de la Asamblea Legislativa. Salvo en los casos que la Ley Suprema expresamente utiliza el término decreto legislativo –en los que no cabe duda que se refiere a ley formal–, la Constitución no deja claro si los términos ley o ley especial, implican la necesaria regulación de esa materia por la Asamblea Legislativa; por tanto, corresponde a esta Sala verificar, caso por caso, la existencia de los supuestos que priorizan a la Asamblea Legislativa sobre los otros órganos y entes investidos de potestades normativas, para regular esa materia. La identificación de las materias que se entienden reservadas, así como del alcance de estas reservas, es un ejercicio interno dentro de cada Estado a cargo específicamente de la jurisdicción constitucional, el cual depende muchas veces de lo expreso o tácito que haya sido el constituyente sobre el particular; no obstante, es bueno traer a cuento que, de la doctrina constitucional y administrativa, se extraen coincidencias respecto de las materias sometidas a reserva, a partir de las cuales se pueden establecer algunas ideas rectoras abstractas sobre el tema. El punto de partida es la idea que la reserva de ley no está constituida sobre un único objeto, sino que se mueve en diferentes ámbitos formando un conjunto heterogéneo, alcanzando aspectos relacionados básicamente con el patrimonio, la libertad, la seguridad y la defensa. Por ejemplo, los impuestos y la expropiación son materias reservadas a ley, pues implican intervenciones estatales en el ámbito de propiedad de los ciudadanos, y no se concibe que los impuestos puedan ser establecidos por entes con potestades normativas distintos del Órgano Legislativo, por el carácter de afectación pecuniaria que los impuestos significan. Por otro lado, también están reservados a la ley los supuestos que habilitan al Estado a privar de la libertad a los particulares, vía pena de prisión, o a afectar el patrimonio, vía pena de multa. Lo anterior obedece a que las conductas delictivas deben estar previamente tipificadas por una ley formal, de manera que no se puedan crear por medio de disposiciones infralegales; sino que debe concurrir la voluntad del pueblo, a través de sus representantes, señalando el tipo de conductas que se quiere sean sancionadas para el resguardo de la paz social, sea con pena de prisión, con inhabilitación, con una medida de seguridad, o bien con una multa pecuniaria. Asimismo, el Derecho Administrativo Sancionador es una materia reservada a la ley, debido a la semejanza que guarda con el derecho penal, al ser también una manifestación de la potestad punitiva del Estado. Además, está reservada a la ley la limitación a los derechos fundamentales, la configuración esencial del proceso jurisdiccional y las regulaciones relativas al mantenimiento tanto de la paz social como de la seguridad, entendiendo seguridad en sentido amplio, es decir material o jurídica. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) ASAMBLEA LEGISLATIVA: PRODUCCIÓN NORMATIVA La Constitución Salvadoreña reparte las atribuciones y competencias derivadas del poder público, en tres órganos diferentes: la Asamblea Legislativa (arts. 121 y ss. Cn.), el órgano Ejecutivo (arts. 150 y ss. Cn.) y el órgano Judicial (arts. 172 y ss. Cn.), siendo concebido el primero de tales órganos - el Legislativo- como la "representación" directa del pueblo, bajo el supuesto de que todos los ciudadanos, mediante el ejercicio del sufragio, le delegan la potestad principal de emitir la normatividad que habrá de vincular a la generalidad. Ahora bien, para evitar que dentro de la Asamblea Legislativa se rompa con aquella idea histórica de surgimiento, y siendo su principal función la producción normativa, también la configuración constitucional del procedimiento de elaboración de leyes está determinado en gran medida por la consagración de los principios democrático y pluralista - art. 85 Cn.-, que no sólo se reflejan en la composición de la Asamblea Legislativa, sino también en su funcionamiento. PRINCIPIO DEMOCRÁTICO El primero de tales principios - el democrático- implica a su vez la igualdad y la libertad, doble carácter que ha llegado a ser, a lo largo de la historia, indivisible. Al interior de la Asamblea Legislativa implica, por un lado, que los procedimientos legislativos deben dotarse de mecanismos efectivos que posibiliten que todas las posiciones políticas puedan expresarse libremente en la discusión de los intereses de la colectividad, pues se asume que la voluntad parlamentaria puede formarse por medio del libre debate y la contradicción, es decir, que las soluciones, compromisos y leyes que se creen o adopten deben ser producto de la discusión pública de las diferentes opciones políticas; y, por otro, que el procedimiento legislativo actúe como una garantía de que las decisiones se adoptarán por voluntad de la mayoría de los grupos parlamentarios, pero con la participación de las minorías en el debate, pues la democracia - como principioobliga a mantener abierto el pluralismo mediante el reconocimiento de las libertades individuales y colectivas. PRINCIPIO DE PLURALISMO Por ello, estrechamente relacionado con el anterior se encuentra el principio de pluralismo, el cual, como ha sostenido este tribunal en anterior jurisprudencia, tiene dos dimensiones básicas: el pluralismo ideológico, el cual en contraposición al totalitarismo o integralismo implica favorecer la expresión y difusión de una diversidad de opiniones, creencias o concepciones, a partir de la convicción de que ningún individuo o sector social es depositario de la verdad, y que ésta sólo puede ser alcanzada a través de la discusión y del encuentro entre posiciones diversas; y el pluralismo político, el cual, en contraposición al estatismo, implica el reconocimiento y protección a la multiplicidad de grupos e instituciones sociales que se forman natural y espontáneamente entre el Individuo y el Estado, las cuales, aunque no forman parte de la estructura gubernamental, sí influyen en la formación de las decisiones políticas. Se deduce, de lo expuesto hasta esta parte, la necesidad general que la intervención de los distintos grupos parlamentarios, reflejados en los trabajos de las distintas comisiones y en las discusiones en el pleno, se garantice por medio de los principios democrático y pluralista, los cuales a su vez posibilitan - como se explica la contradicción y el libre debate público (art. 135 Cn.), Entonces, al ser la Asamblea Legislativa, por excelencia, el órgano de representación del pueblo (art. 125 Cn.), está en la obligación de ser aquel que presente el mayor nivel de divulgación y debate de sus actos, con el propósito que los administrados conozcan lo que se está haciendo y cómo se está haciendo, para poder así, eventualmente, avocarse a las comisiones parlamentarias y ser escuchados para exponer su parecer sobre un asunto que se debate o cuando su esfera jurídica aún bajo el supuesto de que la actividad legislativa se proyecta hacia la comunidad- pueda resultar afectada por una decisión legislativa; ello coadyuvará al imperio de la seguridad jurídica, consagrada como valor constitucional en el art. 1 Cn. En efecto, la zona de reserva de cada órgano comprende un margen de competencias propias y exclusivas que no pueden ser interferidas por otro órgano; hay, así, una zona de reserva de ley (o de la Asamblea Legislativa); una zona de reserva de la administración (o del Ejecutivo); y una zona de reserva judicial. LEY. CONTEXTO Hay muchos casos en que la Constitución, si bien menciona que ciertas materias serán objeto de una "ley especial" o serán reguladas por "ley", el término genérico utilizado para ello no resulta lo suficientemente claro en su contexto para determinar si es materia reservada a la Asamblea Legislativa (reserva de ley); por tanto, interpretar que en estos casos el término está utilizado en sentido formal, es decir, creer que hay siempre reserva de ley, es enervar las potestades normativas que la misma Constitución otorga a otros entes, como el Ejecutivo y los Municipios. La misma jurisprudencia de esta Sala ya ha reconocido que el vocablo "ley" es utilizado en innumerables disposiciones constitucionales y no siempre en el mismo sentido, por lo que no puede concluirse "que cada vez que utiliza el vocablo 'ley' se está refiriendo a los decretos de contenido general emanados de la Asamblea Legislativa" - Sentencia de 23-III-2001, pronunciada en el proceso de Inc. 8-97-. Y es que, entender que la ley en sentido formal es la única fuente de regulación de todos los ámbitos de la vida normada, implica exigir una profesión legislativa que va en detrimento de las potestades normativas que la misma Constitución reconoce a otros órganos estatales o entes públicos, ya que, el destinatario de las normas constitucionales en términos de desarrollo de las condiciones en que se ejercitarán los derechos fundamentales de los sujetos, no es únicamente el legislador, sino que puede ser, según el caso, otros órganos del Estado. De tal manera que, la determinación constitucional de los contenidos normativos jurídicos es por tanto, tarea que se realiza con arreglo a dos grandes sistemas: en primer lugar, directamente por la propia Constitución, en aquellos casos en que mediante la enunciación de sus prescripciones en términos concretos y singulares, establece normas definitivamente perfiladas; en segundo lugar cuando el texto de la Constitución no hace más que habilitar a diferentes órganos para la progresiva conformación de las normas encuadradas en los diferentes enunciados constitucionales, conformación que puede llevarse a cabo mediante la creación de nuevos enunciados infraconstitucionales - en cuyo caso seria se habilita a órganos sucesivos para nuevas selecciones normativas. Ello explica la tendencia de la misma a emplear en - algunos casos- estándares imprecisos o modelos normativos "abiertos" o indeterminados sea expresa o implícitamenteal legislador u otro órgano para elaborar el desarrollo normativo más apropiado en cada caso. Por ello, el vocablo "ley" o "ley especial" no es igual a decreto legislativo o decreto legislativo especial, sino a disposición jurídica emanada de los órganos estatales o entes públicos investidos de potestades normativas reconocidas por la Constitución, y que, en esa connotación, el concepto desempeña una importante función en cuanto implica la exigencia que toda actuación de los poderes públicos esté basada en una disposición jurídica previamente promulgada. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 36-2002ac de las 14:20 de fecha 6/1/2004 ) CONCEJO MUNICIPAL: POTESTAD NORMATIVA DE LOS MUNICIPIOS Los Municipios son distribuciones territoriales donde se organiza institucionalmente el ejercicio de las potestades de la Administración Pública, es decir, el Municipio es una división territorial dentro del esquema del sistema de organización del Estado, al servicio de los intereses de su correspondiente población; por ello, el ejercicio de esa organización institucional no se lleva a cabo por el Municipio mismo, sino que la Constitución prevé que el gobierno de los Municipios lo ejercerá un Concejo Municipal. Es decir, la Constitución establece que la autonomía pertenece al Municipio, pero a su vez faculta el ejercicio de dicha autonomía al titular de su administración, esto es el Concejo Municipal. Así, cuando la Constitución establece en el art. 204 "La autonomía del municipio comprende..." debe entenderse que tal capacidad de autogobierno debe ser ejercida por el Concejo Municipal, en concordancia del art. 202 Cn. En tal sentido, es imperativo afirmar que el Concejo Municipal es el titular de la potestad normativa de los municipios, que tenga relación directa con el territorio que gobierna, en términos generales; y como tal, se encuentra subordinado a la fuerza normativa de la Constitución y los principios que en ella se consagran, como el de reserva de ley, es decir, los Municipios se encuentran obligados en la formulación de las disposiciones que regularán la convivencia de sus habitantes, al respeto de las normas sobre producción jurídica dentro de las cuales se sitúan las relativas al ámbito material y territorial donde ejerce sus competencias. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) CONSTITUCIÓN: CONCEPCIÓN HUMANISTA Partiendo de que la Constitución es más que su articulado, porque en su trasfondo existe un sistema de valores y principios producto de las tradiciones del constitucionalismo, derivados de la dignidad humana y del principio democrático, es evidente la connotación de un trasfondo valorativo y principialista de cada una de las disposiciones constitucionales; por lo tanto, para lograr su adecuada concreción interpretativa –especialmente del art. 1 Cn.–es necesario hacer ciertas consideraciones sobre el contenido y alcance del preámbulo de la Constitución, al ser considerado como esencia de la justificación dada por el constituyente respecto del contenido normativo de la Constitución. PREÁMBULO DE LA CONSTITUCIÓN El preámbulo es un elemento fundamental, no sólo para la construcción científico-jurídica, sino también, para la interpretación y aplicación de los preceptos constitucionales. No obstante su importancia, tanto en el doctrina como en la jurisprudencia constitucional, los preámbulos habían sido entendidos como meros hechos históricos, a tal grado de no reconocerles un valor preceptivo o dispositivo; apreciación que a criterio de esta Sala debe cambiar en la actual jurisprudencia constitucional. Y es que, el preámbulo tiene una alta significación, pues no es solo una fórmula de introducción, sino declaración compendiosa del fin al que aspira y del origen de donde procede la obra constitucional; es más, el preámbulo expone la tendencia y el espíritu de la Constitución, es el preludio donde se contienen los motivos capitales de la norma fundamental; en ellos se plasma la esencia de la Constitución por entrañar el acto de decisión política unitaria y suprema. En ese orden de ideas, al analizar el texto y contenido del preámbulo de la Constitución se advierte que la máxima decisión del constituyente se encuentra fundada en la idea de un Estado y una Constitución personalista, en donde la persona humana no solo es el objeto y fin de toda actividad estatal, sino el elemento legitimador de esa actividad. Es una concepción filosófica basada en el respeto a la dignidad de la persona, como el único mecanismo para establecer los fundamentos de la convivencia nacional, para crear una sociedad mas justa, fundada en el espíritu de la libertad y la justicia como valores inherentes a una concepción humanista. Al trasladar tales postulados al ámbito punitivo, es claro que el Derecho Penal de un Estado Constitucional de Derecho se legítima sólo en cuanto protege bienes jurídicos fundamentales e instrumentales, a sensu contrario perderá su justificación si la intervención se demuestra excesiva o inútil para alcanzar tal fin: prevenir delitos y la resocialización del individuo. Es decir, si la Constitución plantea un carácter personalista al Estado-instrumento, el poder punitivo del mismo sólo se justifica si ofrece una eficaz y necesaria protección de los bienes jurídicos fundamentales e instrumentales, potestad en la que, además, debe ser respetuosa de la imagen del individuo dotado de una serie de derechos conexos con su dignidad. Las consideraciones axiológicas que del preámbulo y el artículo 1 Cn. derivan, tratan de prescribir que el Estado y las demás organizaciones jurídicas tienen tan sólo justificado sentido en la medida en que representan un medio para cumplir los valores que pueden encarnar en la personalidad individual; excluyendo la posibilidad de un Estado como fin en sí mismo, independiente de los individuos reales, es decir, lo que se pretende es que la persona humana no quede reducida a un medio o instrumento al servicio de los caprichos del Estado. Y es que, si se entiende que el auténtico sustrato de valores es la persona humana, sobre el cual se sustenta la existencia misma del Estado y el Derecho, entonces los valores realizados en el individuo serán los valores fundamentales que orienten la actividad de tales instituciones, es decir, éstas tendrán razón de ser únicamente si quedan al servicio del individuo. Por contraposición, las actuaciones estatales que reflejen un transpersonalismo, tienden a afirmar que la persona humana encarna un valor, en tanto es parte del Estado o es vehículo de los productos objetivados por éste; es decir, el individuo carece de una dignidad propia, y que tan sólo es útil valorativamente cuando sirve de modo efectivo a fines ajenos a su voluntad y propios del Estado. Desde esa perspectiva, la dignidad del individuo va fijando los límites al rigor de la penas y agudizando la sensibilidad por el daño que causan en quienes las sufren. Aunque el Estado convenga en establecer penas desproporcionadas, ello no sólo se opone al artículo 27 de la Constitución, sino también al reconocimiento de la persona humana como el origen y fin de la actividad del Estado; es decir, el individuo nunca puede ser objeto o instrumento para los fines del Estado, para el caso de la protección de bienes jurídicos y prevención del delito, lo cual se verifica al tratar de castigar penalmente a quien cometa un delito, con la sola finalidad de alcanzar una prevención general intimidatoria. Ello es propio de sistemas transpersonalistas y autoritarios, en los que la persona humana es un instrumento al servicio del Estado. Lo que en el presente caso se traduce en la imposibilidad de justificar el tratamiento penal especial como medidas ejemplarizantes, pues no es concebible la utilización de personas humanas como un medio o instrumento del poder punitivo del Estado. Es decir, el argumento que pretende justificar los sacrificios coercitivamente impuestos a los ciudadanos, mediante la intervención penal, argumentando que se trata de medidas ejemplarizantes, denota una finalidad claramente intimidatoria, pretendiendo utilizar a los sujetos como meros medios o instrumentos al servicio de los fines del Estado en la prevención de delitos; lo que efectivamente constituye una clara violación al artículo 1 y al preámbulo de la Constitución, pues el derecho penal, a partir de tales consideraciones constitucionales, nunca puede ser utilizado como mecanismo de intimidación con efectos de prevención general negativa, es decir, mediante la neutralización del delincuente –por medio del castigo ejemplar- para intimidar a la sociedad, so pena de vulnerar el carácter humanista del Estado impuesto por la Constitución. La prevención general negativa basada en la eficacia disuasoria del ejemplo ofrecido con la imposición de la pena, queda en evidencia a la objeción planteada por la Constitución en su artículo 1 y preámbulo, según la cual ninguna persona puede ser utilizada como un medio para los fines que le son ajenos, por sociales o loables que sean; y por tanto, constituye una justificación de intervención punitiva estatal desproporcionada y manifiestamente inconstitucional. Una concepción semejante de los fines del Derecho Penal, puede llevar a la inclusión de un sistema basado en intervenciones punitivas guiadas por la máxima severidad y sobre todo desprovistas de cualquier certeza y garantía, como sucede con la pena ejemplar. INCONSTITUCIONALIDAD POR CONEXIÓN Y es que, como excepción al principio de congruencia, la inconstitucionalidad por conexión o derivada tiene por objeto expulsar del ordenamiento jurídico aquellas disposiciones cuya ilegitimidad constitucional se deriva como consecuencia de la decisión adoptada; es decir, si se constatan o verifican las conexiones que se coligen de la declaratoria de inconstitucionalidad de la disposición o cuerpo normativo inicialmente impugnado, no puede consentirse la validez de las disposiciones que constituyen el consecuente desarrollo de la que ya ha sido declarada inconstitucional. Tal consecuencia, puede darse –sin ánimo de taxatividad– en caso que la declaración de inconstitucionalidad se extienda hacia otras y diferentes disposiciones que coinciden, junto con la impugnada, en el efecto considerado por este tribunal como inconstitucional; así también, puede darse la inconstitucionalidad derivada o por conexión en caso que la supervivencia de las disposiciones, hacia las cuales se extiende el pronunciamiento estimatorio, plantee la incompatibilidad con la resolución estimatoria, y sobre todo con las finalidades que con la misma se han querido alcanzar, ya sea por contener el mismo reproche de inconstitucionalidad, o por constituir disposiciones, cuya única razón de ser, es dictar una regulación instrumental o complementaria, en relación con la declarada inicialmente inconstitucional. Si la intención de las disposiciones que subsisten –no impugnadas o sobre las cuales el pronunciamiento ha sido desestimatorio- es prohibir y penalizar las desviaciones punibles establecidas en un régimen especial, no resulta concordante con el fallo su permanencia en el ordenamiento jurídico, si su objeto carece de justificación constitucional y por tanto de validez; en ese sentido, la declaratoria de inconstitucionalidad, como consecuencia lógica, debe extenderse hacia aquellas disposiciones que desarrollan el objeto de la ley especial. Es decir, semejante vicio –inconstitucionalidad- debe ser también apreciado por este tribunal en lo que se refiere a aquellas concretas disposiciones, susceptibles, en tal hipótesis, de declaración de inconstitucionalidad por conexión. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15.00 de fecha 1/4/2004 ) CONTRATOS COMERCIALES Para la satisfacción de las necesidades –entre otras: materiales, científicas, espirituales, de esparcimiento, etc.–, los individuos recurren en la mayoría de los casos a las empresas, las cuales producen y distribuyen los bienes y servicios, que se lanzan al mercado con el objeto de materializar la finalidad para la cual han sido creadas. Muchos factores son los que motivan la existencia de una empresa: la evolución tecnológica, el transporte, la información, la cultura, el turismo, etc. Y es que la persona, desde su nacimiento hasta su muerte y durante todas las etapas de su existencia necesita, de una manera u otra, recurrir a los contratos comerciales para poder satisfacer sus necesidades. De manera que, la función social que pueden llevar a cabo dichas contrataciones posibilita la necesidad de analizar las etapas que corresponden a su celebración, interpretación y ejecución. Como consecuencia de ello, además de recurrir a la legislación específica, deben aplicárseles los principios generales propios de estos contratos, tales como los referidos a la agilización de su celebración sin someterlos a formalismos rigurosos, facilitar su prueba, tener en cuenta la vigencia de los usos y prácticas mercantiles como fuentes de interpretación e integración de los contratos, etc. De ahí la constante labor de la doctrina y de la jurisprudencia para fijar un criterio que permita determinar cuándo un contrato debe ser considerado mercantil y cuándo civil; no por mera especulación teórica, sino por su repercusión práctica y social. Esta determinación depende, en gran medida del concepto que se tenga sobre qué ha de entenderse por derecho comercial. La actividad económica tiene como destinatarios finales a los consumidores y usuarios, de manera que las normas jurídicas que tutelan a quienes celebran un contrato de consumo o de uso con un empresario, los obliga a adecuar su actuación a dicha normativa. Por ello se dice que, para que un contrato sea de naturaleza mercantil, requiere la intervención al menos de un comerciante y la destinación al comercio de la actividad que se determine. Así, aparecen regulados en el Código de Comercio –entre otros– los contratos de sociedad, comisión, participación, hospedaje, créditos bancarios, créditos a la producción, etc, para lo que se prescriben los requisitos característicos de los mismos. Cuando se menciona el término "contrato mercantil" se parte del concepto acuñado en la legislación civil, específicamente el art. 1309 C. C. Se dice en principio que, contrato mercantil es un acuerdo de voluntades en virtud del cual uno o más comerciantes consienten en obligarse para con otra u otras personas, a dar, hacer o no hacer alguna cosa. Dicho de otra manera, contrato es aquel que resulta de ofertas y contraofertas, es decir, de una negociación, en la que ambas partes se ponen de acuerdo por propia y libre voluntad, como resultado de que ninguna depende del arbitrio de la otra. De ahí que los actos y obligaciones generadas en el escenario de las relaciones mercantiles se sujetarán a lo prescrito en el Código Civil, en lo que resulte aplicable, y en este sentido se ha inspirado el art. 945 del Código de Comercio, que prescribe literalmente: "las obligaciones, actos y contratos mercantiles en general, se sujetarán a lo prescrito en el Código Civil, salvo las disposiciones de este Título". Sin embargo, la dinámica de las modalidades del comercio actual han generado que la concepción que se tiene respecto de contrato mercantil como reflejo de lo acuñado en el Código Civil, sea diferente a la sostenida tradicionalmente. Todo esto porque el empresario agudiza su ingenio para encarar negocios, sigue el curso impuesto por la dinámica mercantil y, como consecuencia, se generan innovaciones que escapan de lo que se ha venido estableciendo durante muchos siglos como principios clásicos de los contratos civiles. Así, los contratos comerciales no siempre son producto del esquema que plantea dicha normativa, no es posible que puedan realizarse contratos singulares con cada uno de los posibles clientes, pues la contratación es realizada en masa, y ello prácticamente es fundamento para recurrir a otras formas de contratación. Ello permite sostener que el derecho comercial es, fundamentalmente, el derecho de la contratación en masa generalmente sobre la base de cláusulas predispuestas y de condiciones generales de contratación diseñadas por el comerciante, por ello se dice que en dicha contratación no se evidencia el presupuesto de la igualdad de partes que supone la contratación en el Código Civil. Ambas se encuentran en situaciones claramente diferenciadas, puesto que una de ellas ocupa una posición de supremacía real respecto de la otra, que impone su esquema contractual. Ahora bien, dentro de la contratación efectuada en masa, es decir, dentro del contexto previsto por el Código de Comercio, existen las entidades denominadas bancos, cuya existencia y desempeño es determinante en la economía de un país. En relación a los mismos, existen algunos aspectos detallados y precisos sobre su evolución, cuyo valor no sólo radica en la simple verificación de unos hechos y manifestaciones, sino en el reconocimiento de algunos antecedentes cardinales cuya importancia es innegable para el estudio de los distintos contratos e instituciones bancarias contemporáneos, así como de los títulos e instrumentos utilizados en esta actividad con mucha más frecuencia. Las diversas investigaciones han posibilitado constatar ejemplos de muchas operaciones que ahora en día pueden considerarse de naturaleza bancaria, las cuales se practicaban desde épocas muy antiguas. Por ejemplo en Grecia, caracterizada por una economía en donde la moneda ya desempeñaba un papel importante, se daban actividades prestamistas y cambistas; entre ellas merecen destacarse, como antecedentes del seguro marítimo, las operaciones de préstamo a la gruesa, consistentes en que el banquero entregaba al prestatario una suma que éste sólo devolvía si las mercancías llegaban a salvo a puerto. En Roma se desarrollaba toda una serie de operaciones bancarias, cobros y pagos por cuenta de los clientes, entrega de dinero a interés, recepción de depósitos, etc. Más adelante, como consecuencia de las invasiones bárbaras, se presentó una congelación del movimiento comercial entre los pueblos de occidente, además se dificultó ante las prohibiciones de la iglesia al reprobar como inmoral el préstamo a interés, lo que al decir de muchos explicó el notable desarrollo de esta típica operación bancaria entre pueblos no cristianos, especialmente los judíos. Las cruzadas favorecieron el intercambio y la comunicación e impusieron a quienes se desplazaban en ellas la necesidad de transportar dinero y remitirlo a sus lugares de origen, presentándose de esta manera un florecimiento de la actividad comercial y, por ende, de la bancaria. Posteriormente, la apertura de grandes mercados y el debilitamiento de la restricción eclesiástica sobre el cobro de intereses para las operaciones de préstamo, permitió que la banca adquiriera una especial connotación y se configurara así con sus características modernas, dentro de las cuales se destaca la presencia del billete como forma monetaria, ya no vinculado a la existencia de unos determinados bienes en depósito, ni emitido por simple entrega y con la función primordial de instrumento bancario. BANCA. ADMINISTRADOR DEL SISTEMA MONETIZADO Con todo lo anteriormente expuesto, resulta procedente explicar la existencia de la banca como concepto y, en especial de la banca contemporánea. Para ello, es necesario precisar algunas nociones vinculadas a la historia de la moneda. Con la vigencia del principio de división del trabajo se produjo el cambio y con él la circulación y distribución de la riqueza. En un primer momento dicho cambio se realizó por el simple sistema de trueque, vale decir, por el cambio físico de unas cosas por otras. La desigualdad en las cantidades disponibles para cambiar y la inexistencia, entre otras, de un criterio de relación que permitiera evaluar el aprecio o contenido patrimonial que cada parte le atribuía a los bienes disponibles para ser cambiados, originó la necesidad de establecer una medida común a la cual pudieran referirse las cosas para apreciar su valor. Pero en esa tendencia, fue preciso buscar una forma universal y representativa, es decir, aceptable para todos y de contenido patrimonial que permitiera descomponer el trueque en dos operaciones opuestas y complementarias, con relación a un patrón o medida de valor que sirviera de intermediario en la realización de los cambios. Ante los inconvenientes del trueque, la moneda, en su forma universal, encontró su manifestación más aceptable cuando reunió las características de ser transportable con facilidad, indestructible, divisible, sin perder su valor como tal, homogénea, estable en su cotización y, en lo posible, de poco peso y volumen, para facilitar de esta manera su circulación. SURGIMIENTO DE LA MONEDA PAPEL El desarrollo de las operaciones mercantiles mostró que la moneda metálica, si bien tenía ventajas indudables, soportaba serias limitaciones debido a las dificultades del transporte. Cuando se realizaban grandes operaciones nacía la necesidad de utilizar un importante volumen de especies monetarias. Surgió entonces la denominada moneda de papel. Si la primera causa del surgimiento de la moneda fue la utilidad y necesidad de un sustituto a la metálica por sus dificultades de transporte, lo cierto es que una segunda causa muy importante surgió de la necesidad de proveerse de recursos extraordinarios, en particular por los Estados, cuando en situaciones de emergencia, tales como las guerras, les obligaron a contar con mayor cantidad de moneda para adquirir los bienes y servicios extraordinarios requeridos por las anómalas circunstancias propias de las contiendas. Los Estados emitieron en numerosas oportunidades cantidades exorbitantes de especies monetarias sin respaldo específico, lo que produjo, por definición, su envilecimiento y explica porqué en los sistemas contemporáneos la emisión de la moneda, si bien se mantiene como monopolio estatal en la mayoría de los casos, se sujeta a principios que garanticen a los particulares a la solidez de la misma. Es así como surge el concepto de un sistema monetario en el cual las disposiciones legales regulan la fabricación y circulación de la moneda y suelen referirla a un patrón que sirve de base al sistema. Desde el punto de vista de la historia de la moneda y de la banca, se ha dicho que un principio cardinal para la explicación conceptual sobre su razón de ser y su vocación de permanencia, se encuentra sobre todo en reconocer que el mundo, desde hace mucho tiempo, gira en torno a un sistema monetizado y que el mismo no podría subsistir con suficiente eficiencia, sin la presencia de la banca como administradora de los recursos monetarios y, desde luego, beneficiaria de su empleo. Debe entonces reconocerse que la banca ha existido y subsiste porque ha llevado a cabo las funciones de creación, traslado, cambio y custodia de la moneda, y que solo a partir de la organización monetizada surgieron y se desarrollaron operaciones que se califican de bancarias. Es por ello que se sostiene la opinión que la actividad bancaria es universal, en el sentido que cualquiera que sea el sistema político adoptado en un Estado, siempre y por definición, en cuanto la organización económica se sustente en un esquema monetizado, tendrá que existir obligatoriamente la banca y llevarse a cabo las operaciones que le son propias. OPERACIONES BANCARIAS Joaquín Rodríguez Azuero afirma en su Derecho Bancario, que la operación bancaria es una actividad de crédito realizada por una empresa bancaria en masa y con carácter profesional. El punto de partida de tal concepción se sostiene en dos premisas: para calificar a una operación de bancaria es preciso reconocer la presencia de un banco en uno de los extremos de la relación; pero además, las funciones asignadas a los bancos en distintas épocas. Al respecto, se ha sostenido que históricamente la banca encuentra su razón de ser en el manejo de una economía monetizada, es decir, en la administración y creación de las especies monetarias. No resulta entonces difícil identificar al banco como un intermediario en el manejo de los capitales, por cuanto la administración de los mismos, lejos de ser estática, es eminentemente dinámica e implica su colocación lucrativa en el mercado. Siguiendo esta línea, serán operaciones bancarias, en primer término, aquellas celebradas por tales entidades para captar y colocar recursos en el mercado, de forma permanente y masiva, por cuanto corresponde al objeto social propio de estas instituciones. Así las cosas, el banco como comerciante derivará su lucro de la diferencia existente entre los costos que debe pagar por la obtención de los recursos o que debe asumir en la administración de los mismos y el precio que recibe por su colocación en manos de terceros. Desde luego, así como sucede en muchos países, esta operación de intermediación se encuentra calificada como acto objetivo de comercio y es susceptible de ser realizada por los particulares, la calificación bancaria tendrá que sustentarse exclusivamente en la intervención de un banco. De lo anterior se desprende que las referidas operaciones se encuentran relacionadas a un negocio de crédito, caracterizado por una transmisión actual de la propiedad sobre una cosa, de una persona a otra, con cargo para esta última de devolver ulteriormente una cantidad equivalente de la misma especie y calidad. Este negocio de crédito recae siempre sobre cosas fungibles, aquellas que pueden sustituirse unas por otras. En este sentido, los bancos son "negociantes de crédito", ya que sus operaciones se realizan entre quienes necesitan dinero para sus negocios y los que se encuentran en la situación de desprenderse de su dinero para colocarlo de forma ventajosa, y poder obtener de esta manera algún tipo de beneficio económico. Son, por tanto, mediadores en el mercado de capitales, que dan a crédito el dinero que ellos reciben. Se trata de operaciones de crédito cuya finalidad –en términos generales– es facilitar el comercio y la industria a los capitales que necesitan para su funcionamiento y desarrollo. Por otra parte, la operación de crédito se caracteriza por la existencia de un desfase en el tiempo, entre el momento de recibir la propiedad del dinero y aquél en el que es necesario restituir una cantidad equivalente. En esta forma, se puede decir que existe una operación bancaria siempre que la transferencia de la propiedad se produzca, tanto en el caso de que el banco la reciba de uno de sus clientes, como en el supuesto de que el banco la transfiera a uno de los mismos. Es decir, que sobre este supuesto el banco se encuentra en una permanente y doble posición, dentro de los negocios de crédito, resultante de su función intermediadora; realiza negocios de crédito para captar recursos y hace lo propio, enseguida, para colocarlos. Tal operación reviste no sólo la posibilidad de una real transferencia de la propiedad sobre el dinero en la mayor parte de los casos, sino que cobija igualmente la transmisión potencial, por así decirlo, o sea, la facultad para el cliente de disponer de una determinada suma de dinero, así no lo haya recibido desde un principio. Sin embargo, tales operaciones no siempre obedecen a la realización de una operación de crédito, sino que se refieren a otras posibilidades intermediadoras en las cuales no existe adquisición ni transmisión de la propiedad respecto de un objeto; se trata de servicios que encuentran su sustento jurídico, ya no en un contrato de crédito sino precisamente en otros esquemas contractuales. Ello permite señalar entonces que existen operaciones que si pueden calificarse en sentido propio, mientras otras, siendo también bancarias, no corresponden al denominador común y distintivo de sustentarse en una operación de tipo crediticio. CLASIFICACIÓN DE LAS OPERACIONES BANCARIAS Son múltiples las clasificaciones que la doctrina ha hecho de las operaciones bancarias. La más extendida en América Latina divide a las operaciones bancarias en dos grandes grupos: (i) las llamadas fundamentales o típicas, que corresponden a la realización de un negocio de crédito, y (ii) las denominadas atípicas neutras o complementarias, que agrupan todas las demás que prestan las entidades bancarias. Las primeras se clasifican a su vez en activas y pasivas, según la cual el banco coloca o capta recursos, de manera que esta clasificación tiene una clara implicación contable, por cuanto las operaciones a través de las cuales se captan recursos, se reflejan en el pasivo del balance, mientras que aquellas a través de las cuales se colocan, aparecen registradas en el activo. Las operaciones pasivas suponen, si se quiere, un paralelismo coincidente de dichos factores, en el sentido de que se registran en esta parte del balance, implican una captación de recursos y encuentran como sustento una operación de crédito. No sucede lo mismo con algunas operaciones que traducen una colocación de recursos y se registran en el activo, pero no se sustentan en la realización de una operación de crédito y, por consiguiente, no serán calificadas como tales. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD. TRANSPOSICIÓN DE NORMAS La Sala de lo Constitucional considera que, pese a la tesis en el sentido que debe sobreseerse el proceso de inconstitucionalidad por carecer este de objeto procesal al derogarse tácita o expresamente una disposición durante el examen de constitucionalidad, lo correcto es –para dar una respuesta eficaz al justiciable, y evitar fraudes a la Constitución– conocer del fondo de la pretensión; ya que el control de constitucionalidad es de naturaleza material, es decir, recae sobre los motivos planteados por la parte actora; en razón de ello, la persistencia en el ordenamiento jurídico de la norma que fue inicialmente impugnada, por su transposición a otro cuerpo normativo, implica la paralela subsistencia de la causa petendi de la pretensión. Precisamente para evitar que un cuerpo normativo, que debe estar sometido a la Constitución, se sustraiga del control de constitucionalidad, se establece por esta Sala la posibilidad de entrar a conocer de una disposición que contenga una norma inicialmente impugnada por un ciudadano como inconstitucional, pero que posteriormente haya sido trasladada por la autoridad demandada a otro cuerpo normativo, haciendo subsistir la misma norma en otra disposición u otro cuerpo normativo, con aparente constitucionalidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) DECLARATORIA DE INCONSTITUCIONALIDAD. EFECTOS De todas las competencias de un Tribunal Constitucional la más relevante desde el punto de vista del sistema de fuentes es, sin duda, el enjuiciamiento de la constitucionalidad de las leyes, ejercido mediante el proceso de inconstitucionalidad, pues el pronunciamiento que repercusiones dentro del mismo ordenamiento jurídico. lo concluye tiene En ese sentido, el artículo 10 de la Ley de Procedimientos Constitucionales establece que la declaratoria de inconstitucionalidad de un cuerpo normativo o disposición impugnada, tiene los mismos efectos erga omnes que los del objeto de control, es decir, tiene plenos efectos frente a funcionarios y particulares. En el caso que el pronunciamiento definitivo sea desestimatorio –que declare la no existencia de la inconstitucionalidad alegada-, la incidencia sobre la realidad jurídica preexistente al pronunciamiento, se manifiesta de manera similar, pues no cabría la posibilidad de reexaminar en un nuevo proceso la constitucionalidad del cuerpo normativo o disposición impugnada por los mismos motivos desestimados. Así se ha manifestado esta Sala en Resolución de admisión de 23-IX-2003, pronunciada en el proceso de Inc. 16-2003, en la cual se advirtió que, aunque la disposición impugnada ya había sido objeto de control en un proceso anterior, ello no impedía que se examinara en un nuevo proceso la constitucionalidad del objeto de control, pues los demandantes alegaban motivos distintos a los desestimados en el proceso anterior. Y es que, se afirmó que el pronunciamiento que verifique la no existencia de la inconstitucionalidad alegada, no implica per se una imposibilidad de realizar un nuevo examen en la normativa infraconstitucional bajo parámetros de control constitucional distintos a los que sirvieron de fundamente en la decisión desestimatoria, pues el examen de constitucionalidad anterior no vuelve inexpugnable a la disposición impugnada por otros argumentos de control constitucional. Ahora bien, las anteriores consideraciones deben ser analizadas desde otra perspectiva, pues la labor jurisdiccional no es estática; por el contrario, al igual que el derecho, y como fuente creadora del mismo, la jurisprudencia también se encuentra supeditada a las variaciones de la realidad normada; es decir, los criterios jurisprudenciales deben interpretarse dinámicamente. A lo anterior habrá que agregar que, no obstante el derecho incide en la realidad social –normatividad- al producir cambios en la realidad normada, es innegable que dicha realidad es un factor que también incide en el derecho –normalidad-. Y es que, sin duda, un cambio en los valoraciones fácticas puede implicar la disconformidad constitucional de normas que, hasta ese momento, no eran valoradas como inconstitucionales. Pues si la Constitución define una pauta normativa sobre determinado aspecto, resulta válido que esa pauta se interprete dinámicamente computando el cambio de las valoraciones sociales, de forma que la variación de éstas llegue a convertir en inconstitucional una norma que no incurría en ese vicio anteriormente. Por ello, es imposible sostener la inmutabilidad de la jurisprudencia ad eternum, y resulta de mayor conformidad con la Constitución entender que, no obstante exista un pronunciamiento desestimatorio en un proceso de inconstitucionalidad, ello no impide que esta Sala emita un criterio jurisprudencial distinto, al plantearse una pretensión similar a la desestimada, cuando los cambios de la realidad normada obligan a reinterpretar la normatividad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 20-2004 de las 11:00 de fecha 23/7/2004 ) DERECHO A LA PROTECCIÓN JURISDICCIONAL El derecho a la protección jurisdiccional ha sido objeto de análisis por parte de este tribunal en la mencionada Sentencia de 15-II-2002, pronunciada en el proceso de Inc. 9-97, de la cual, entre los puntos más importantes, puede destacarse: La Constitución, desde su art. 2, positiva una serie de derechos de la persona que considera fundamentales para la existencia humana digna, en libertad e igualdad, y que integran su esfera jurídica. Para que tales derechos no se reduzcan a un reconocimiento abstracto y tengan posibilidades de eficacia, es también imperiosa la consagración, en el ámbito supremo, de un derecho que posibilite su realización efectiva y pronta. En virtud de ello, la Constitución también consagró en el art. 2, inc. 1 , última frase, el derecho a la protección de las categorías jurídicas subjetivas establecidas en favor de toda persona, es decir, un derecho de protección en la conservación y defensa del catálogo de derechos. Tal derecho presenta varias dimensiones, pero la que en esta decisión se analizará seguidamente es el derecho a la protección jurisdiccional, el cual se ha instaurado con la esencial finalidad de permitir la eficacia de las categorías jurídicas subjetivas integrantes de la esfera jurídica de la persona humana, al permitirle reclamar válidamente frente a actos particulares y estatales que atenten contra tales derechos. El derecho a la protección jurisdiccional reconoce de manera expresa la posibilidad que tiene todo ciudadano de acudir al órgano estatal competente para plantearle, vía pretensión procesal, cualquier vulneración inconstitucional a sus derechos –lo que en doctrina procesal se conoce como derecho de acción–. Y la mencionada disposición constitucional obliga al Estado Salvadoreño a proporcionar protección jurisdiccional a todas las personas, frente a actos arbitrarios e ilegales que afecten su esfera jurídica, a través del instrumento heterocompositivo –también creado constitucionalmente– diseñado con tal finalidad: el proceso jurisdiccional en todas sus instancias y en todos sus grados de conocimiento. En tal sentido, puede afirmarse que el proceso, como realizador del derecho a la protección jurisdiccional, es el instrumento de que se vale el Estado para satisfacer las pretensiones de los particulares en cumplimiento de su función de administrar justicia; o, desde otra perspectiva –la de los sujetos pasivos de dichas pretensiones–, dicho proceso es el único instrumento a través del cual se puede, cuando se realice adecuado a la Constitución, privar a una persona de algún o algunos de los derechos consagrados en su favor. A partir del derecho a la protección jurisdiccional, se hace necesaria la creación de una serie de categorías jurídicas subjetivas activas e integrantes de la esfera jurídica del individuo, cuya naturaleza jurídica corresponde principalmente a garantías y que se engloban bajo la rúbrica "debido proceso", o "proceso constitucionalmente configurado"; categorías que además posibilitan de forma efectiva aquella protección. Como se ha precisado en los parágrafos anteriores, el Estado Constitucional de Derecho tiene por característica básica la conformación de una serie de derechos fundamentales y garantías constitucionales cuyo destinatario es la persona humana tal, y como lo señala el Título I, Capítulo único, art. 1 Cn., y por esa razón la necesidad de establecer y proteger la esfera jurídica por medio de un núcleo esencial donde haya posibilidad de eficacia a través de la protección de las categorías jurídicas subjetivas por medio del derecho a la protección jurisdiccional. Asimismo, la norma fundamental recoge en sus distintas disposiciones derechos constitucionales procesales que permiten generar confianza a los destinatarios de la norma al establecer un plus de salvaguardia con la obtención y ejecución de una resolución judicial; esto constituye el derecho a la protección jurisdiccional que permite que el Estado a través del órgano encargado de juzgar y ejecutar lo juzgado pueda conocer del derecho de acción, que se manifiesta fundamentalmente en un proceso dentro del cual se conoce y resuelve una pretensión, la cual se ejercita mediante una declaración de voluntad que se deduce ante el Juez pero se dirige frente a la contraparte haciendo nacer la carga de contestar u oponerse. De la misma forma, los juzgadores ponen en funcionamiento una serie de principios del proceso y del procedimiento con el fin de evitar abusos de poder para garantizar un proceso constitucionalmente configurado en el que se respeten los derechos básicos y esenciales de la persona. Consecuentemente, el Órgano Judicial se encuentra legitimado por la potestad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 9-2003 de las 14:00 de fecha 22/10/2004 ) DERECHO AL SUFRAGIO PASIVO. REQUISITOS El status activae civitatis no se agota en la elección de representantes, sino que – íntimamente vinculado a este derecho– aparece el de acceso a cargos públicos, es decir el derecho de acceder a las posiciones de autoridad, dentro del aparato estatal, en que se adoptan decisiones de relevancia pública. Esta facultad se manifiesta en dos vertientes: (i) el derecho de sufragio pasivo, en lo relativo a cargos públicos a proveer mediante elección popular; y (ii) el derecho de acceso a la función pública, respecto de cargos públicos de índole no representativa. La primera de estas vertientes consiste en el derecho a presentarse como candidato a elecciones de instancias representativas de carácter público, con lo cual quedan excluidas las instituciones representativas no pertenecientes al aparato estatal, así como los cargos representativos sindicales o corporativos. Ahora bien, el contenido de este derecho va más allá de la presentación de candidaturas y de la posterior proclamación de los electos de acuerdo con los votos efectivamente emitidos. Tal derecho comprende, además, la facultad de mantenerse en el cargo durante todo el período para el cual fue elegido – independientemente de la voluntad del partido al que pertenezca o haya pertenecido el candidato–, así como ejercer las funciones inherentes al cargo, aun cuando se trate de una representación minoritaria dentro de un órgano colegiado. En la Constitución salvadoreña, el derecho en referencia se encuentra regulado principalmente en el art. 72 ord. 3 Cn., según el cual: "Los derechos políticos del ciudadano son: (...) 3 Optar a cargos públicos cumpliendo con los requisitos que determinan esta Constitución y las leyes secundarias". Tal disposición hace referencia al derecho de optar a cargos públicos, el cual comprende el derecho de sufragio pasivo. En relación con este último, el art. 80 Cn. indica quiénes son funcionarios de elección popular, entre los que se mencionan el Presidente y Vicepresidente de la República, los Diputados de la Asamblea Legislativa y del Parlamento Centroamericano, así como los Miembros de los Concejos Municipales. Por otra parte, de conformidad con la disposición en comento, se advierte que el ejercicio del derecho de sufragio pasivo –como especie del derecho de optar a cargos públicos– está sometido a ciertos requisitos y condiciones que pueden encontrarse en otras disposiciones constitucionales o en la ley secundaria. Esto significa que –al igual que el resto de derechos fundamentales– el derecho en cuestión no es absoluto, sino que puede ser objeto de limitaciones y regulaciones por parte del mismo constituyente o del legislador. Al respecto, esta Sala ha expresado en reiterada jurisprudencia –desde la Sentencia de 26-VII-1999, pronunciada en el proceso de Inc. 2-92– que la regulación normativa o configuración es la dotación de contenido material a los derechos fundamentales –a partir de la insuficiencia del que la Constitución les otorga–, lo cual lleva a adoptar disposiciones que establezcan sus manifestaciones y alcances, las condiciones para su ejercicio, así como la organización y procedimientos que sean necesarios para hacerlos efectivos, y sus garantías. Mientras tanto, la limitación o restricción de un derecho, en cambio, supone una regulación, e implica la modificación de su objeto o sujetos – elementos esenciales del derecho fundamental– de forma que implica una obstaculización o impedimento para el ejercicio de tal derecho, con una finalidad justificada desde el punto de vista constitucional. Un claro ejemplo de limitación constitucional del derecho de sufragio pasivo es el art. 82 Cn., el cual implica una restricción de los sujetos que pueden optar a cargos de elección popular, ya que excluye a los ministros de cualquier culto religioso, los miembros en servicio activo de la Fuerza Armada y los miembros de la Policía Nacional Civil. Mientras que son ejemplos de disposiciones reguladoras –para el caso del Presidente y Vicepresidente de la República– los arts. 151 y 152 Cn.; en relación con los Diputados a la Asamblea Legislativa, los arts. 126 a 130 Cn.; finalmente, en cuanto a los miembros de los Concejos Municipales, los arts. 202 inc. 2 y 203 Cn. De acuerdo con lo anteriormente expuesto, se deduce que el art. 127 Cn. es una disposición reguladora del derecho de sufragio pasivo en relación con el cargo de Diputado de la Asamblea Legislativa. Efectívamente, de la lectura de dicho artículo, se desprende que su contenido coincide principalmente con el establecimiento de condiciones para el ejercicio del derecho en referencia. Interesa analizar el art. 127 ord. 2 Cn., el cual literalmente dice: "No podrán ser candidatos a Diputados: Los que hubiesen administrado o manejado fondos públicos, mientras no obtengan el finiquito de sus cuentas". En primer lugar, los artículos que conforman el contexto dentro del cual se encuentra ubicada la disposición en análisis –v.gr. arts. 126, 128, 129 y 130 Cn.– se refieren a requisitos o inhabilidades para ser diputado. En la sistemática de tales disposiciones, lo que prescribe el art. 126 son los requisitos de capacidad para el ejercicio del derecho al sufragio pasivo, para quien pretende postularse como candidato a Diputado. Mientras lo prescrito en los arts. 128 a 130 son inhabilidades, que se refieren a los Diputados ya en ejercicio. El art. 127, por su parte, utiliza la expresión "candidatos a Diputados", y, en tal sentido, se entiende que tal disposición no regula propiamente las condiciones para el ejercicio del cargo de Diputado sino más bien se trata de requisitos previos para optar a la candidatura. Para tal efecto, la comprensión del término "candidato" queda a cargo del legislador, quien –bajo la forma de una regulación– debe determinar el momento a partir del cual se considera candidato a un ciudadano. Lo prescrito en el art. 127 son verdaderas inelegibilidades, que según Mortati son los "impedimentos jurídicos para ser sujeto pasivo de la relación electoral, esto es, ser elegido" –Istituzioni di Diritto Pubblico–. La figura de la inelegibilidad, por tanto, es típica del Derecho Electoral, mientras que la de la incompatibilidad es propia del Derecho Parlamentario. Es decir que una persona que no cumple con los requisitos establecidos en la referida disposición constitucional ni siquiera puede participar en el proceso de elección de diputados como aspirante al cargo. Obviamente, dichas condiciones influyen indirectamente en la posibilidad de ejercer el cargo de Diputado, pero la intención del constituyente está referida más bien a regular las condiciones de los aspirantes a tales cargos a fin de poder participar en el proceso electoral correspondiente. Tales exigencias se establecen no sólo como garantía del Estado para evitar la corrupción y perseguir la transparencia sino, principalmente, como garantía para facilitar la decisión del electorado, la cual –en alguna medida– podría verse influida por la confianza que cada uno de los candidatos le inspire. Y es que, si estos requisitos se exigieran una vez realizado el proceso electoral, la decisión del electorado podría verse burlada al descubrir hasta, ese momento, la falta de confiabilidad de alguno de los funcionarios ya electos. Así, el art. 127 Cn. persigue la transparencia en el proceso electoral de los representantes del pueblo, ofreciendo al electorado un grupo de personas –aspirantes al ejercicio de dicho cargo– que en principio gozan de cierta confiabilidad en virtud de su honestidad y honradez, lo cual puede influir en la decisión ciudadana. ADMINISTRACIÓN DE FONDOS PÚBLICOS Al respecto, el requisito señalado en el ordinal 2 del artículo en cuestión se refiere a las personas que hubieren administrado o manejado fondos públicos. Si bien desde la perspectiva lingüística, administrar y manejar son sinónimos, esta Sala entiende que el término "administración" está referido al cuidado, dirección y gestión –formal y práctica– de los intereses, bienes o negocios de un tercero. En cambio, el manejo indica principalmente el aspecto práctico de la administración, es decir el contacto directo y disposición de los bienes administrados. Esto significa que la administración es un término más amplio que comprende – además de la toma de decisiones o aspecto formal– el manejo de fondos ajenos. Asimismo, la administración y manejo pueden estar encargados a una misma persona denominada "administrador" o "gestor"; o bien la actividad formal o de decisión puede encomendarse a un administrador quien, a su vez, puede delegar el aspecto práctico o manejo de los fondos en otro. Siendo así, el art. 127 ord. 2 Cn. involucra tanto a las personas que realizan funciones formales de administración como a aquellos funcionarios que, aún cuando la toma de decisiones no dependa exclusivamente de ellos, entran en contacto directo con los bienes administrados dándoles un destino específico. FINIQUITO Finalmente, un término esencial para la correcta interpretación del ordinal 2 del art. 127 Cn., es "finiquito". De conformidad con la doctrina, el finiquito puede ser general o especial. El primero consiste en una constancia que se extiende por la totalidad de las cuentas y que contiene una declaración según la cual el deudor o administrador se encuentra totalmente solvente. Por su parte, el segundo se da por razón de alguna entrega parcial de un crédito o por una cuenta particular de una administración. Ahora bien, la presentación de finiquitos parciales o especiales debe limitarse a aquellos casos en los cuales el aspirante se encuentre todavía a cargo de la administración o manejo de fondos públicos; ante tales circunstancias, el finiquito sólo podría extenderse respecto de las cuentas que hasta ese momento se haya rendido, ya que sería imposible hacerlo respecto de cuentas futuras. Ahora bien, con el finiquito parcial al menos se garantiza a los votantes que al momento de su postulación, el candidato en referencia se encuentra solvente con el Estado. Tomando en cuenta lo expuesto en los párrafos precedentes, el art. 127 ord. 2 Cn. debe entenderse en el sentido que la presentación del finiquito –total o parcial– de la administración o manejo de fondos públicos en razón de cargos anteriores, es una condición para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo en la etapa de postulación al cargo de Diputado, a fin de facilitar la decisión del electorado frente a un grupo de aspirantes al ejercicio de dicho cargo, que en principio gozan de cierta confiabilidad, honestidad y honradez. El art. 127 ord. 2 Cn. debe entenderse en el sentido que la presentación del finiquito –total o parcial– de la administración o manejo de fondos públicos en razón de cargos anteriores, es una condición para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo en la etapa de postulación al cargo de Diputado, a fin de facilitar la decisión del electorado frente a un grupo de aspirantes al ejercicio de dicho cargo, que en principio gozan de cierta confiabilidad, honestidad y honradez. En relación con el término "candidato", por tratarse de un concepto muy amplio, requiere de una regulación a cargo del legislador secundario que proporcione un cierre para la comprensión del mismo, tal como se expresó en el Considerando III 3 de esta decisión. Así pues, para el caso concreto, dicha regulación se encuentra en el Código Electoral, Título VIII, Capítulo I, de la manera que lo indica el demandante. Ahora bien, esto significa que, definitivamente, no es posible admitir desde la perspectiva constitucional que una persona llegue siquiera a la etapa de postulación al cargo de Diputado dentro de un proceso electoral, sin haber presentado el finiquito correspondiente. Mucho menos participar como candidato en la elección ni ser elegido Diputado. Por su parte, la Asamblea Legislativa sostiene que una interpretación de esta naturaleza permite que en la práctica la autoridad encargada de la entrega de finiquitos pueda recurrir al mecanismo de la dilación en la entrega de finiquitos para obstaculizar el ejercicio del derecho de sufragio pasivo, por lo que ofrece una opción interpretativa a través de los arts. 340 y 341 del Código Electoral. A diferencia de lo que ocurre con el término "candidato" el cual goza de una gran apertura, el término finiquito es esencialmente cerrado, por lo que no requiere de una concreción legal. En consecuencia, admitir la solución interpretativa propuesta por la Asamblea Legislativa no sería otra cosa más que interpretar la Constitución desde la legislación secundaria, lo cual no es viable en virtud de la supremacía constitucional y la fuerza normativa de la Constitución. No obstante, ante una situación de obstaculización del derecho de sufragio pasivo por parte de la autoridad encargada de la entrega de finiquitos, quedarían expeditos los mecanismos de garantía previstos para cualquier derecho fundamental, en este caso el sufragio pasivo. Asimismo, el rechazo de una candidatura por no presentar el finiquito correspondiente no es per se violatorio de la presunción de inocencia, ya que ese acto no significa en ningún momento que se esté considerando automáticamente a dicha persona como culpable de una mala administración o manejo de los fondos públicos bajo su cargo. El rechazo implica, simplemente, el no cumplimiento de un requisito formal exigido por la Constitución. En virtud de lo antes expuesto, conceder un plazo de sesenta días –contados a partir de la toma de posesión del cargo de Diputado– para la presentación del finiquito correspondiente exigido en los casos previstos por el art. 127 ord. 2 Cn., es inconstitucional, debiendo estimar la pretensión en relación con dicho motivo. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 5-2003 de las 09:00 de fecha 14/12/2004 ) DERECHO BANCARIO El Derecho Bancario constituye una rama especial del Derecho Mercantil, pero con particularidades que no son lo suficientemente diferentes como para desligarlo de aquella materia. Ello no significa que aquél no pueda tener algunos principios particulares muy destacados, que solamente pueden ser entendibles a la luz del marco técnico-económico en el cual se desarrollan las operaciones bancarias. El Derecho Bancario constituye así una regulación especialísima, dado que los bancos manejan fondos del público, y en ese sentido deben existir más controles y regulaciones para salvaguardar los intereses del público depositante, además porque la banca juega un importante papel en la economía de los países; su ejercicio se encuentra sometido a las más estrictas normas, tanto para el nacimiento de las personas jurídicas que tienen por objeto el desarrollo de las actividades bancarias, como para la realización de estas mismas, en la medida en que deben someterse a los parámetros, instrucciones y restricciones que suele imponer el legislador común. PRINCIPIO DE SOBERANÍA MONETARIA Rodríguez Azuero señala que el principio de soberanía monetaria se traduce en la posibilidad de regular el sistema monetario y especialmente a los bancos que, en calidad de distribuidores del crédito, manejan un importante volumen de los ahorros de la comunidad, lo cual explica la necesidad de garantizarlo en la mejor forma. Además, los bancos a través de la realización de sus principales operaciones activas, colocan recursos en el mercado, o sea otorgan crédito, el cual, considerado como bien social, es indispensable para el ordenado desarrollo de las actividades de la comunidad. No puede concebirse hoy la vida económica, aun en sus más simples estadios, sin la presencia del crédito y, desde luego, todo aquello que tenga relación con su concesión, sus tasas, su destino, etc, interesa a la comunidad, antes que a los simples particulares considerados como tales. DERECHO PÚBLICO BANCARIO Y DERECHO PRIVADO BANCARIO Dada la trascendencia o implicaciones de la actividad bancaria, se habla así del Derecho Público Bancario y del Derecho Privado Bancario. El primero se refiere a la incidencia del Estado en la actividad bancaria, es decir, en la creación de una ley especial, que contemple –entre otros– los requisitos necesarios para la autorización estatal para constituir un banco, las condiciones para sus modificaciones, fusiones y liquidación; el Estado califica a los directores, además el banco puede resultar sancionado por el Estado debido al incumplimiento a la legislación o normas técnicas aplicables, incluso tal ente puede tomar la administración del banco cuando se decreta la intervención de la entidad. En suma, el Derecho Público Bancario trata de la relación entre el Estado y el Banco. Es, pues, determinante la participación del Estado en la concesión del permiso para que los particulares puedan iniciar la prestación de los servicios correspondientes; autorización ésta que puede ser simplemente reglada, en el sentido de que se limite a constatar la adecuación del comportamiento de los interesados a las prescripciones legislativas, pero que puede llegar a ser discrecional y esencial en la medida en que el Estado se reserve otorgar o no el permiso de funcionamiento sin que su decisión, en buena medida discrecional, pueda ser controvertida. Por otra parte, el Derecho Privado Bancario regula las relaciones que surgen entre el banco y sus clientes, es decir, lo concerniente a los contratos que suscriben, para lo cual el Estado no interviene intensamente en esa relación. Ello significa en un principio que la autonomía de la voluntad de las partes la ejercitan de una manera libre y sin injerencias de ningún tipo. Sin embargo, el riesgo que implica la actuación de las entidades bancarias, en cuanto a establecer condiciones que podrían generar afectaciones a los derechos o intereses de los sujetos contratantes, valiéndose de su posición de supremacía en la relación contractual, es cada vez mayor. Ello ha motivado entonces el surgimiento del fenómeno de la publificación del Derecho Privado, lo cual ha implicado que el Estado poco a poco ha empezado a regular ciertas situaciones que tradicionalmente eran estrictamente del ámbito privado. Es decir a través de la normativa se trata de establecer límites para la actuación de las entidades bancarias. De modo que si quisiera señalarse los dos extremos del proceso podría decirse que la actividad bancaria ha pasado de ser una simple actividad privada sometida a la libre iniciativa de los particulares, a convertirse en una función propia del Estado o, en todo caso, celosamente intervenida y regulada. En cuanto a la primera fuente legitimadora de la capacidad estatal de regulación, esta se encuentra en la Constitución de cada Estado. El Constituyente salvadoreño ha establecido en el art. 111 que, el régimen monetario, bancario y crediticio será regulado por el legislador. De modo que la segunda fuente con base en lo dispuesto en la Constitución y dentro del sistema de jerarquía piramidal de normas, se encuentra en el legislador ordinario. Por lo tanto, cuando se habla de fuentes legislativas se hace alusión al conjuntos de leyes que reconocen la posibilidad de creación y existencia de los bancos, así como la supervisión que debe ejercer una entidad especializada y autorizada por el Estado, respecto de la aplicación de las funciones bancarias. Es el caso, en lo que se refiere a la última hipótesis, de las facultades asignadas a la Banca Central o reservadas al organismo de control, denominado Superintendencia del Sistema Financiero. Dichas leyes también hacen referencia a la tipificación de algunos contratos como bancarios –el caso de los mercantiles, consignados en otras leyes sin calificarlos necesariamente como de tal naturaleza–. El Código de Comercio tipifica algunos contratos y operaciones de naturaleza bancaria, tales como el de apertura de crédito, anticipo, reporto, cajas de seguridad, etc. Y ahora la Ley de Bancos, tiene por objeto regular la función de intermediación financiera y las demás operaciones realizadas por los bancos. Sin embargo, es importante aclarar que en lo no previsto por el conjunto de normas propiamente bancarias como la ley mencionada, la ley Orgánica del Banco Central de Reserva de El Salvador, la Ley Orgánica de la Superintendencia del Sistema Financiero, la Ley de Privatización de Bancos Comerciales y de las Asociaciones de Ahorro y Préstamo, la Ley de Mercado de Valores, Ley Orgánica de la Superintendencia de Valores y la Ley de Saneamiento y Fortalecimiento de los Bancos Comerciales; los bancos se regirán por las disposiciones del Código de Comercio. De modo que, en la legislación salvadoreña, aparte de existir un cuerpo normativo que regula propiamente la materia mercantil existe un conjunto de normas que regulan la materia bancaria, en otras palabras, como una subespecialización de la primera debido a las funciones y operaciones que realizan los bancos en el mercado. SERVICIOS BANCARIOS Las entidades bancarias ofrecen sus servicios a la comunidad en forma indiscriminada. Desde luego que para la concesión de crédito existen ciertas condicionantes. Así, el manejo del crédito implica la concesión recíproca de la más alta confianza y, por consiguiente, no es dable esperar que cualquier sujeto por el sólo hecho de formar parte de la comunidad, se encuentre en condiciones de imponer a los bancos la celebración de un contrato y la realización efectiva de un conjunto de operaciones por su propia iniciativa. Al contrario, los bancos son muy celosos en la selección de los sujetos, tanto para mantener el nombre y el prestigio que se deriva de una adecuada selección, como para proteger los fondos de la comunidad. Por otra parte, los servicios bancarios son prestados la mayoría de veces en forma masiva, por lo tanto, los contratos que celebran corresponde a formas organizadas y en serie que resultan muchas veces de la existencia de condiciones generales establecidas por las entidades bancarias, de acuerdo a lo previsto por el legislador y por el impulso de su propia iniciativa. Bajo este esquema de contratación el sujeto expresa su aceptación o rechazo a dichas condiciones. Como sucede con la prestación de los servicios públicos, es la función repetitiva y masiva la que impone el establecimiento de reglamentos frente a la imposibilidad física de poder discutir con cada uno de los clientes las peculiares condiciones en que estarían dispuestos a contratar. CONTRATACIONES BANCARIAS De modo que, en las contrataciones bancarias, son típicas las condiciones que invitan a la adhesión de los clientes. El banco formula un esquema contractual uniforme para todas las operaciones que tienen por objeto los bienes o servicios ofrecidos masivamente al mercado. Existe entonces una situación inicial de disparidad entre las partes, determinada por la presencia de una que, dotada de una particular fuerza contractual, impone tal esquema a la otra en el sentido de "lo tomas o lo dejas", sin otra posibilidad para ésta que aceptarlo o rechazarlo. Lo que no significa la libre disposición de los bancos para establecer toda suerte de previsiones exclusivamente en su beneficio o en detrimento injustificado de la parte más débil. Ahora bien, mediante dichas condiciones se facilita el tráfico de los negocios jurídicos al fijar por ejemplo, igual plazo de entrega, similares condiciones de pago, y en general, todas las demás cláusulas que permitan abarcar una pluralidad de negocios. En efecto, con su aplicación se puede lograr –entre otros– : (i) celeridad en las contrataciones, (ii) seguridad jurídica, (iii)ahorro de costos, (iv) posibilitar y facilitar los cálculos, y (v) otorgar sensación de trato igualitario a los sujetos de crédito. Además, el contenido del contrato está determinado por las cláusulas que la doctrina denomina "predispuestas", llamadas así porque también son establecidas de antemano por el banco contratante. Estas cláusulas constituyen la característica usual de las contrataciones masivas, y no puede ser de otro modo, pues es una consecuencia de la necesidad de uniformar el contenido de contratos cuya celebración se ofrece al público en general en número casi ilimitado. Caracteriza a las cláusulas predispuestas su elaboración formal técnico-jurídica por obra y voluntad del predisponente, como manifestación unilateral de su autonomía privada, lo cual elimina en principio la posibilidad de cooperación de la otra parte. Si tal cláusula fuera la obra de ambas partes, sería el resultado de un acuerdo (lo cual es extraño a esta modalidad de contratación) y se transformaría, entonces, en el procedimiento típico de formación del contrato clásico y de las cláusulas particulares. Para que pueda tener eficacia el contenido de dicha cláusula, debe ser conocida por la parte co-contratante, es decir, debe ser conocida por los destinatarios y, además, inteligible, esto es, sus alcances deben ser entendidos por cualquier sujeto dotado de normal capacidad intelictiva. El predisponente debe poner especial interés en imprimir ambas características, utilizando para ello los medios o formas que permitan tener por probado su conocimiento por parte del cocontratante. Dado que en la contratación en masa no existe el presupuesto de la igualdad de las partes que supone el Código Civil, el consentimiento tiene una mínima expresión, pues el adquirente se limita a aceptar o a rechazar las condiciones impuestas por el predisponente. Pese a esta postura de sumisión no se puede desconocer que, aun dentro de esos reducidos límites, puede existir consentimiento, siempre y cuando la otra parte contratante haya tenido conocimiento del contenido de las condiciones que haya establecido el banco. Por otra parte, la contratación moderna supone una técnica que no debe ser considerada nugatoria de la autonomía de la voluntad en particular en la celebración de los contratos, aunque si puede manifestarse que la restringe notablemente, en la medida que son impuestas por el estipulante sin previa negociación particular, concebidas con caracteres de generalidad, abstracción y uniformidad para ser aplicables a un número indeterminado de relaciones contractuales. No habrá trasgresión en principio de una autonomía de la voluntad del particular que contrata, cuando las condiciones formuladas por el banco tratan objetivamente, con disposiciones razonables para el tráfico, el contenido de los negocios a que se refieren, y son conocidas por la otra parte. El tipo de contrato elegido determina su esencia y cuáles son los derechos y obligaciones de las partes, elementos que no pueden ser desnaturalizados con la inserción de las mismas. Por otra parte, es de manifestar que por la manera en que se formula el contenido de las referidas condiciones, no se puede recurrir en todo caso a los criterios subjetivos de interpretación, ya que no es posible identificar una intención común de las partes contratantes en rigor, no ha existido una elaboración en común de la cual haya surgido el contenido del contrato. Por ello, la interpretación del contrato tiene que realizarse de forma objetiva. Los criterios señalados por la doctrina para tal efecto obedecen: (i) el que indica que debe existir la mayor reciprocidad posible de intereses entre las partes; (ii) el de compatibilizar la finalidad objetiva del contrato desde el punto de vista social y económico en general; y (iii) la interpretación según la buena fe. Uno de los asuntos que plantean las condiciones generales de los contratos, y las cláusulas preimpuestas, y cuyo estudio ofrece mayor interés es el de las limitaciones que ha de señalarse a su contenido para poder salvaguardar la seguridad jurídica de la contratación, a fin de evitar la persecución de un interés unilateral a costa del particular que contrata, es decir, de lo que se conoce como cláusula abusiva. Ésta concretamente se puede entender como toda aquella condición impuesta unilateralmente por el sujeto predisponente, que perjudica de manera inequitativa a la otra parte, o determina una posición de completo desequilibrio entre los derechos y las obligaciones de las partes contratantes. Determinar entonces si una cláusula es abusiva y en qué medida, requiere que ella sea interpretada, a fin de desentrañar su sentido y alcance, adecuarla al contexto del contrato y a lo que es de uso y práctica en contratos de esa naturaleza. En la interpretación de los contratos por adhesión se debe acentuar el conjunto de derechos de la parte que se adhiere, volcándose el peso de las obligaciones sobre el contratante que ha predispuesto las cláusulas, pues el otro, parte débil en el negocio, no ha tenido oportunidad plena de deliberar, sino que únicamente ha aceptado las fórmulas. Para determinar cómo limitar el contenido de las mismas, hay que situarse más allá de los principios jurídicos en los que se apoyan los contratos individuales, es decir, en los límites constitucionales de toda actividad jurídico-negocial, partiendo para ello del contenido de lo que la jurisprudencia constitucional ha establecido en relación al art. 23 Cn. A partir del derecho a la libertad de contratación que reconoce la disposición mencionada, la jurisprudencia ha desprendido el derecho que tienen los particulares que intervienen en un contrato a determinar el contenido del mismo, es decir, la forma y modo en que quedarán consignados los derechos y obligaciones de las partes. Como ha quedado advertido anteriormente, las actividades de los bancos requieren de una manera especial de contratación, que escapa a la forma tradicional de ser ambas partes las que fijan el contenido del mismo. Sin embargo, la libertad del banco de estructurar el contenido del mismo, no es ilimitado, y de ahí puede manifestarse que para armonizar los criterios antes señalados, debe respetar los derechos fundamentales que reconoce expresa e implícitamente el texto constitucional. Lo expresado en los anteriores párrafos evidencia que, en el ámbito estrictamente privado, las contrataciones que efectúan los bancos con los clientes tienen límites y deben respetar ciertos principios, a fin de lograr un equilibrio en las posiciones de las partes. Sin embargo, siempre subyace la tendencia de los bancos a no respetar los mismos y a imponer pactos que, hacen recaer sobre una de las partes contratantes más débil desde el punto de vista de su posibilidad de negociación, los riesgos que se puedan derivar del cumplimiento del contrato; por vicios de la cosa, o bien limitando la responsabilidad sólo a los casos o hasta una suma determinada de daños o incluyendo cláusulas de reserva (a favor del banco predisponente) de la propiedad, p. ej., de las mercancías entregadas, hasta el pago total del precio. Lo que significa que en aras a una mayor celeridad y seguridad para el banco, se corre el riesgo de prescindir de ciertas situaciones dignas de ser tomadas en cuenta. En virtud de tales razones el Estado ha comenzado a incidir en el ámbito en que desarrollan los bancos sus contrataciones con los clientes, a fin de reducir o más bien eliminar los riesgos señalados. De ahí la importancia que el legislador configure una normativa que sirva de base para la actuación de las entidades bancarias, de conformidad a los presupuestos constitucionales. Sin embargo, el legislador en su rol de dotar contenido a una normativa como la señalada no debe invadir de forma desmedida el espacio que compete a las partes contratantes, pues en todo caso debe limitarse a configurar esencialmente aspectos enfocados a condicionar el ejercicio de la libertad de estructuración del contenido de los contratos, por parte de los bancos; y menos aún, establecer medidas que tiendan a violentar o a restringir de forma irrazonable los derechos constitucionales de las partes. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) DERECHO DE ASOCIACIÓN El derecho de asociación consiste en un ámbito de autonomía complejo que implica tanto el derecho de crear asociaciones –derecho subjetivo individual a asociarse– como el establecimiento de las condiciones de libre desenvolvimiento de aquéllas –el régimen de libertad para las asociaciones–; mientras que, en segundo lugar, al ejercer el derecho de reunión, no se crea una entidad jurídica propia con sustantividad y personalidad diversa e independiente de los sujetos que la conforman. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003 de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) DERECHO DE CIRCULACIÓN En el orden de ideas que se lleva, es necesario hacer una breve referencia doctrinal y jurisprudencial acerca del derecho de circulación. La doctrina salvadoreña señala que la libertad de circulación llamada también de tránsito, de locomoción, movilización o ambulatoria, hace referencia a la proyección espacial de la persona humana. Tal derecho se divide en tres facetas: entrar en el territorio de la República; permanecer dentro del país; y salir del mismo tal y como lo encontramos previsto en el art. 5 inc. 1 Cn. Esta Sala ha afirmado acerca del mismo: "si el inc. 1º del art. 5 de la Ley Fundamental faculta al legislador ordinario para fijar limitaciones a la libertad de tránsito, aplicables a todas las personas, deben entenderse (…) que aquellas se refieren o aluden a requisitos de control migratorio u otros fundamentados en un interés público reconocido, con tal que no resulten en una regulación que obstaculice el ejercicio del derecho o libertad de tránsito, con violación del art. 246 Cn." (Sentencia de 18-VI-1987, Inc. 5-86, Considerando VII). Aun más, puede agregarse a lo dicho que este derecho solo puede ser limitado en nombre de un peligro eventual a la sanidad o la seguridad. Obviamente tales restricciones son contingenciales y varían conforme a las coordenadas de tiempo y espacio, de las que podemos mencionar al estado de sitio y orden público y el respeto de la propiedad pública y privada. El mismo Estado puede declarar en un sector del país, la condición de desastre. El motivo pueden ser epidemias, fenómenos naturales o provenientes del hombre. En lo referente a la seguridad el Estado podrá restringir la libertad de tránsito, aduciendo razones de seguridad de la nación (v. gr., en puertos y aeropuertos). medidas que son legítimas y que no violentan la libertad de desplazamiento. A partir de lo anterior podemos colegir que, estas limitaciones se ejercen no propiamente sobre la esfera personal de los administrados, sino más bien restringiendo el acceso de cualquier persona al área prohibida, como lo hemos enunciado en párrafos precedentes. Si bien es cierto que la libertad de circulación o de tránsito engloba, entre otras cosas, el derecho mismo del desplazamiento, es decir, la posibilidad de trasladarse libremente de un lugar a otro de la República, el Estado está facultado constitucionalmente para reglar, controlar y condicionar razonablemente la entrada de personas al territorio, así como la admisión de extranjeros y su permanencia en el país. A éstos puede aún expulsarlos siempre que, en este último caso, se observen los recaudos legales. RESTRICCIÓN DEL DERECHO DE CIRCULACIÓN. EXTRANJEROS En el caso salvadoreño este derecho se puede negar a los extranjeros, tanto en la entrada como en la permanencia en el territorio nacional, por disposición constitucional, art. 97 Cn, y a los salvadoreños sólo en cuanto a la salida, cuando medie una resolución o sentencia de autoridad competente. Esta Sala ha precisado el sentido del inc. 2º del art. 5 Cn., en los siguientes términos: "el derecho de residir o permanecer en el país, protegido por la normativa nacional e internacional, contiene ciertas limitaciones que la Constitución establece, circunscribiendo su restricción a lo dispuesto por ésta y a lo que desarrolle la ley secundaria especial que regule esta materia. Al respecto, nuestra Ley Suprema en el inciso segundo del art. 97 prescribe la prohibición de los extranjeros para participar directa o indirectamente en la política interna del país, sancionando su incumplimiento con la pérdida del derecho a residir en el país, con idéntica redacción se plasma tal norma en el artículo 8 de la Ley de Extranjería, desarrollándose en el inciso segundo de este último artículo citado, la forma o el procedimiento a seguir para conocer de la infracción cometida. De esta manera, la autoridad competente para calificar la participación directa o indirecta del extranjero en la política del país, es el Ministro del Interior" (Sentencia de 29-VII1995, Amp. 19-M-94, Considerando V). VIOLACIÓN A LA LIBERTAD DE TRÁNSITO Justificar el cobro de una tasa con el aseo del lugar no es suficiente para permitir que un gobierno municipal se lucre por una obligación que por naturaleza le corresponde al Estado por ser las calles de la frontera en la que se circula de El Salvador a Guatemala un bien nacional de uso público cuyo uso le compete al Estado y mucho menos que el Municipio impida coactivamente el traslado de vehículos a su respectivo destino sino se paga la tasa respectiva, violentando así a todas luces la libertad de tránsito regulada en el art. 5 Cn., derecho fundamental que se encuentra reservado y debidamente justificado en la ley en sentido formal. Consecuentemente, el fin perseguido por la Municipalidad no es posible, puesto que no existe una relación entre la medida y aquél. Es menester hacer énfasis también en que la parada obligatoria en la frontera, de las personas que circulan hacia la República de Guatemala no es de trascendencia municipal sino estatal tal y como ha señalado el Fiscal General de la República por existir para ello un Reglamento sobre el Régimen de Tránsito Aduanero Internacional Terrestre, formulario de declaración e instructivo que regula los procedimientos a utilizar en las operaciones de tránsito aduanero internacional efectuadas por vía terrestre, así como la Ley de Transporte Terrestre, Tránsito y Seguridad Vial que en su artículo 84 regula que el Viceministerio de Transporte definirá el sistema de seguridad vial que regirá para circulación vehicular de las redes viales del país, previo estudio técnico realizado o avalado por la unidad de Ingeniería de Tránsito en coordinación con las instituciones u organismos con competencia en dicho tema. VÍAS PÚBLICAS: USO Para terminar es importante destacar que la circulación pone en movimiento dos teorías esenciales del Derecho Administrativo: la de utilización del dominio público y la de la policía administrativa. La que interesa más es la relativa a la utilización del dominio público en lo referente a las vías públicas las que son elementos esenciales de la circulación en su modo normal de utilización. La teoría del dominio público se rige por tres principios: el de libertad, según el cual todas las personas pueden utilizar las vías públicas para circular; igualdad entre los usuarios respecto a su utilización y; gratuidad. A partir de la citada teoría del Derecho Administrativo, este tribunal considera que, en el caso salvadoreño, la utilización de vías públicas tales como avenidas, calles o carreteras, etc., construidas por el Estado para el uso público, no están sujetas a ningún tipo de peaje para su mantenimiento puesto que las personas que conducen contribuyen al Fondo de Mantenimiento Vial (FOVIAL) y su uso no distingue entre nacionales o extranjeros. La excepción a ello será el hecho que algunas calleS dentro del Municipio, los ayuntamientos incluyen en sus tarifas lo referente a pavimentación, lo que debe estar justificado en una tasa por medio de una contraprestación. Naturalmente que, si se trata de una vía pública que pertenece al Estado esta no puede ser sujeta al control por parte de un gobierno local so pretexto de mantenimiento, alumbrado, limpieza, etc., puesto que ello le corresponde exclusivamente al Estado su mantenimiento y control vehicular, máxime si se trata de una calle o carretera fronteriza con otro país, cuya libertad de circulación se encuentra sujeta únicamente a las leyes migratorias. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 31-2002Ac de las 15:00 de fecha 8/10/2004 ) DEROGACIÓN GENÉRICA PRODUCIDA POR LA LEY SUPREMA El art. 249 Cn., prevé la posibilidad que toda aquella disposición preconstitucional que venga a contradecir los preceptos constitucionales queda derogada. Esta derogación genérica no necesita de una declaratoria de inconstitucionalidad por parte de esta Sala, sino más bien una constatación de la derogatoria. Esta Sala ya se ha pronunciado al respecto, en la Sentencia de 15-II-2002, pronunciada en el proceso de Inc. 9-97 y entre las ideas más importantes de esa resolución se tiene: Para abordar el análisis y resolución de dicho problema, debe tenerse presente que la actual Constitución se construye sobre un sustrato ideológico personalista o humanista, distinto al de las Leyes Primarias bajo las cuales se promulgaron las disposiciones preconstitucionales; esta circunstancia produce de suyo una incompatibilidad lógica entre ciertas disposiciones o cuerpos normativos del ordenamiento preexistente y la nueva Constitución, y hace necesario definir el efecto que tal incompatibilidad producirá. Contrario a otras Leyes Primarias que, en el ámbito del derecho constitucional comparado, no prescriben expresamente tal efecto, el art. 249 de la vigente Constitución Salvadoreña dispone: "Derógase todas aquellas disposiciones que estuvieren en contra de cualquier precepto de esta Constitución". Esta disposición no tiene antecedente en las anteriores Constituciones que han regido El Salvador, pues las disposiciones de tales Leyes Primarias, equivalentes al actual art. 249, se limitaban a derogar la Constitución inmediatamente anterior, cualesquiera otras Constituciones que hubieran regido, las leyes constitutivas y los decretos adoptados por los gobiernos de facto al producirse la ruptura que dio origen al proceso constituyente; pero no se había prescrito antes una derogación en la forma genérica que lo hace la vigente Ley Suprema. El efecto, pues, que sobre todas las disposiciones preconstitucionales produce su incompatibilidad con la vigente Constitución, es su derogación desde el 20-XII1983. Dicha inclusión de una derogatoria genérica en la vigente Ley Suprema implica una decisión fundamental: no diferir la extinción de las disposiciones preconstitucionales incompatibles con la nueva Constitución, más allá de la fecha de su vigencia. En la mencionada sentencia dictada en el proceso de Inc. 4-88, esta Sala dijo que la derogación en análisis solamente puede ser entendida como resultado de la contravención a la Constitución en sentido material o sustancial, es decir, lo que el artículo 183 Cn. denomina inconstitucionalidad en su contenido, ya que el efecto de derogación sólo puede referirse a la contradicción con los principios materiales de la Constitución, no a las reglas formales de elaboración de las leyes que ésta establece hoy. Y es que, no puede reprocharse inconstitucionalidad a las leyes anteriores a la Constitución por la sola razón de que la aprobación que en su momento les dio valor normativo sea contraria a las reglas constitucionales actuales de producción de las leyes. Ahora bien, lo anterior debe entenderse sin perjuicio de que, cuando el procedimiento de formación de un cuerpo normativo preconstitucional sea igual tanto en la Ley Primaria vigente al momento de producirlo como en la vigente Constitución de 1983, cabe decidir en el fondo sobre la constitucionalidad formal del cuerpo normativo infraconstitucional, tomando como base la vigente Constitución. El art. 249 Cn. deja en claro que las disposiciones preconstitucionales que se opongan, en contenido material, a lo dispuesto por la nueva Constitución, quedan derogadas, debiendo entenderse que tal efecto se produce en virtud del propio mandato constitucional; aseveración que, en principio, pone fin al problema, en los términos antes expuestos. Sin embargo, si se tiene en cuenta la existencia de múltiples órganos de control de constitucionalidad de las disposiciones inferiores a la Constitución, sean previas o posteriores a la vigencia de ésta –como es el caso salvadoreño, según lo establecen claramente los arts. 235, 149 y 185 Cn., y arts. 10 inc. 2 y 12 inc 3 Pr. Cn.–, existe la posibilidad que no siempre se considere derogada por el mandato del art. 249 Cn. una disposición preconstitucional. Por lo tanto, tratándose de un problema de compatibilidad con la Constitución de una disposición jurídica, suscitado en ocasión de la aplicación actual de la segunda, aunque su elaboración haya sido anterior, esta Sala se encuentra habilitada para conocer en el fondo de una pretensión, y constatar con efecto general y obligatorio la derogatoria o no producida por el art. 249 Cn., en beneficio de la claridad y certidumbre que debe tener el derecho vigente. Sin embargo, es conveniente señalar que el pronunciamiento que esta Sala realice sobre la compatibilidad con la Constitución de una disposición o cuerpo normativo preconstitucional es para el solo efecto de producir seguridad jurídica; pues la aplicación de la derogatoria genérica del art. 249 Cn., no es privativa de esta Sala. Cualquier Juez o Magistrado de la República, así como los funcionarios a quienes se refiere el art. 235 Cn. tienen plena potestad para realizar, de oficio o instados, un examen de compatibilidad entre la normativa preconstitucional y la Ley Suprema, y constatar la derogación de tales disposiciones si como resultado de dicho examen encuentran contravención a la Constitución; todo ello, sin necesidad de esperar un pronunciamiento general y obligatorio de esta Sala. Es cierto que en la Sentencia de 26-VII-1989, pronunciada en el proceso de Inc. 385, Considerando VI, la Sala de lo Constitucional sostuvo que "el art. 249 de la Constitución (…) declaró, de manera expresa, clara y terminante, que por la entrada en vigencia de la nueva Constitución, queda derogado cualquier estatuto constitucional anterior, o disposiciones con pretensiones de rango constitucional", pero que "respecto a la legislación secundaria, se estableció en el artículo 271 de la Constitución la obligación de armonizarla al texto de la Constitución, fijando para la Asamblea Legislativa el plazo de un año para realizarlo", por lo que "al no haber existido declaratoria expresa de parte de la Constitución, en el sentido de qué leyes secundarias se estimaban derogadas, debe considerarse vigentes y con presunción de constitucionalidad tales leyes, hasta que fueren derogadas, por estimarse inconstitucionales por la misma autoridad que las dictó, o mejor dicho, por el órgano autorizado constitucionalmente para legislar, o que mediante sentencia de esta Sala se declaren inconstitucionales de un modo general y obligatorio". Pero tal criterio jurisprudencial no puede entenderse como una negación a magistrados y jueces, así como a los funcionarios a quienes se refiere el art. 235 Cn. para realizar dentro de sus respectivos ámbitos de atribuciones y competencias el control difuso de la constitucionalidad, pues ello produce el efecto negativo de restarle fuerza normativa al art. 249 Cn, que es un elemento esencial para el aseguramiento del carácter normativo y la supremacía de la Constitución. La solución adoptada en el mencionado precedente jurisprudencial enerva el art. 249 Cn. en aras del art. 271 Cn., lo cual es inaceptable desde el principio de concordancia práctica de la interpretación constitucional. Cabe otra forma más adecuada de interpretar ambas disposiciones, que consiste en entender que la primera disposición produjo efectos plenos desde el día en que la Constitución entró en vigencia, y que la segunda implica una exigencia de seguridad jurídica: la suplencia de los vacíos producidos a consecuencia de dicha derogación, mediante la emisión de otras leyes conformes con la nueva Ley Suprema. Y es que, la presunción de constitucionalidad de las leyes a que se refiere en la mencionada sentencia sólo puede significar que el cumplimiento de las leyes no puede estar condicionado a un previo pronunciamiento jurisdiccional que determine que las mismas son conformes con la Ley Suprema, sino que deben acatarse desde su entrada en vigencia sin esperar una previa autorización jurisdiccional; sin embargo, ello no obsta para que los Magistrados y Jueces ejerzan el control difuso de constitucionalidad de las disposiciones del ordenamiento –máxime en los casos de la normativa preconstitucional–, o que los funcionarios a quienes se refiere el art. 235 Cn. cumplan con su protesta de atenerse al contenido de la Constitución cualquiera sea el contenido de las disposiciones generales u órdenes concretas que la contraríen, mecanismos de control entre los cuales se incluye la derogación genérica del art. 249 Cn. Lo anterior conduce a afirmar que el control de constitucionalidad realizado por esta Sala sobre la normativa preconstitucional sólo obedece –como ya se esbozó previamente– a razones de seguridad jurídica: la sentencia de fondo en dicho proceso declarativo no produce la invalidación de la disposición o cuerpo normativo objeto de control, sino que se limita a declarar el choque con la normativa constitucional, constatando de un modo general y obligatorio, la derogación producida por el art. 249 Cn. el 20-XII-1983. Ahora bien, para comprender plenamente el pronunciamiento que habrá de hacerse en el fallo de esta sentencia, debe retomarse la jurisprudencia producida en la Sentencia de 20-XII-1999, en el proceso de Amp. 89-99, Considerando III 2 y 3, en la cual se dijo –en relación con la integración del Derecho realizada por este tribunal, lo cual también es aplicable a la explicitación del contenido de la Constitución y a los pronunciamientos sobre la conformidad o disconformidad de las leyes con la Ley Suprema– que la Sala de lo Constitucional "es el supremo juez de la Constitución y, por tanto, es quien tiene el más alto grado de la interpretación constitucional y de todo el restante ordenamiento jurídico conforme a aquélla. En efecto, la Constitución es la norma suprema de todo el orden jurídico, y esa naturaleza tan especial se traduce, entre otros efectos, en la obligación de interpretar todo el ordenamiento jurídico de conformidad con la Constitución". "Al advertir el tribunal –sigue la mencionada sentencia– que la norma secundaria base de la actuación impugnada no es conforme a la Constitución y su elasticidad no permite tampoco hacerlo, la misma ya no puede ser aplicada; consecuentemente, el caso sujeto a control carecería de norma para decidirlo, teniendo necesariamente que integrar el derecho en su resolución para que el mismo supuesto, en casos futuros, se resuelva a partir de la integración hecha. Es esta precisamente la consecuencia que conlleva una integración del derecho, pues en lo sucesivo los operadores jurídicos tendrán que tomar necesariamente en consideración la integración hecha, resolviendo los casos conforme a la jurisprudencia emanada de este tribunal y no en base a la norma que se declaró en el amparo contraria a la Constitución". "Entonces –concluye el mencionado precedente–, a los juzgadores ordinarios solo se les podrá exigir un comportamiento adecuado a la integración a partir de la fecha en que se originó, pues es irrazonable exigir el apego a una jurisprudencia emanada con posterioridad al acto reclamado; es decir, que al momento de emitir un acto, las autoridades no tiene más que aplicar las normas secundarias conforme a su particular interpretación constitucional y valorar las integraciones jurisprudenciales emitidas hasta la fecha; mas no es posible que resuelvan el caso con la nueva realidad que se originaría en una futura integración". (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 9-2003 de las 14:00 de fecha 22/10/2004 ) DIFERENCIA ENTRE LIMITACIÓN DE DERECHOS Y LA SIMPLE REGULACIÓN La jurisprudencia de esta Sala ha hecho una distinción entre limitación de derecho y la simple regulación, así, en la sentencia de 26-VII-1999, Inc. 2-92, se hizo énfasis en la base constitucional de la que se parte para realizar la distinción, es decir, el inc. 1º del art. 246 Cn., que reza: "Los principios, derechos y obligaciones establecidos por esta Constitución no pueden ser alterados por las leyes que regulen su ejercicio". A partir de tal disposición, este tribunal determinó su alcance bajo dos situaciones de suyo importantes: la distinción entre regulación y restricción o limitación de derechos constitucionales; y la precisión de, si a través de la regulación o limitación de derechos, se puede atentar contra estos. Relativo a la regulación normativa –se dijo en la referida sentencia–, ésta comprende, entre otros aspectos, el establecimiento de la titularidad, las manifestaciones y alcances de los derechos así como las condiciones para su ejercicio y sus garantías. Dicha decisión judicial de este tribunal, hizo énfasis a este aspecto en los términos siguientes: la limitación o restricción de un derecho, supone en principio una regulación, por la cual se establecen ciertos impedimentos para el ejercicio de ese derecho. Sobre este punto, se aceptó la tesis en el sentido que las restricciones de derechos fundamentales son numerosas y de muy diferente tipo; sin embargo, los derechos constitucionales, en tanto derechos de rango constitucional, pueden ser restringidos a través de normas con rango constitucional, o bien por normas de rango inferior, siempre y cuando estas últimas sean conformes con aquella; agregando que si la restricción se hace por la norma constitucional, se trata entonces de una restricción directamente constitucional, por el contrario, si se hace por norma inferior, se trata de una restricción indirectamente constitucional, en este caso, la base se encuentra en la autorización que la Constitución hace a través de ciertas disposiciones o parte de sus disposiciones, para llevar a cabo intervenciones, restricciones o limitaciones de derechos. En la citada Sentencia del proceso de Inc. 2-92 se acotó que únicamente se podrán limitar derechos fundamentales –establecer impedimentos o restricciones para su ejercicio– por ley en sentido formal. Se dijo además, que, la Constitución prohíbe con carácter general toda regulación que vaya en contra del núcleo de los derechos y principios establecidos por la misma; es decir, no se debe alterar, modificar o destruir la esencia de tales derechos y principios. Por tanto, podemos colegir, que esta regulación implica que el Estado tiene facultades que nacen de su legitimidad soberana que puede manifestarse principalmente de tres formas: (i) por medio de la Asamblea Constituyente cuya finalidad primordial es el establecimiento, discusión y aprobación de nueva Constitución como una manifestación palpable de la democracia del pueblo a través del poder originario; (ii) a través de reformas constitucionales –por medio del procedimiento previsto en el art. 248 Cn.– que ha sido la tendencia en los últimos años ante la necesidad de cambios sociales, v. gr., consagración como derechos fundamentales de derechos humanos reconocidos en instrumentos internacionales, creación o mejora de instituciones constitucionales, etc.; y (iii) naturalmente, a través de las facultades constitucionales que tiene la Asamblea Legislativa que por su misma naturaleza puede también limitar derechos fundamentales siempre que no violente la Constitución ni altere el contenido esencial en forma razonable y proporcional por medio del análisis de la necesidad e idoneidad, última situación que ha afirmado además la Sentencia pronunciada en el proceso de Inc. 3-99. Y es que no debemos olvidar, como se afirmó en la mencionada Sentencia del proceso de Inc. 2-92, que las limitaciones o restricciones a los derechos –es decir, aquellos aspectos de la regulación normativa que implican obstaculización o reducción de las posibilidades de ejercicio– sean encomendadas al Órgano Legislativo, se encuentra regido por un estatuto que comprende ciertos principios orientadores e informadores, tales el democrático, el pluralista, el de publicidad, el de contradicción y libre debate y la seguridad jurídica; principios que legitiman la creación normativa por la Asamblea Legislativa y que, a través del procedimiento legislativo, se buscan garantizar. Relativo a la simple regulación la ya citada Sentencia del proceso de Inc. 2-92 afirmó que la regulación de derechos que comprende titularidad, condiciones de ejercicio, manifestaciones y alcances del derecho, así como sus garantías, puede hacerse por cualquier norma de carácter general, impersonal y abstracta, siempre y cuando sea emitida por los órganos estatales o entes públicos con potestad normativa reconocida por la Constitución, y que no se vulnere la prohibición establecida en el mismo art. 246 inc. 1 Cn., es decir, que no se altere el núcleo de los principios y derechos constitucionales. Siendo enfático este tribunal al afirmar que , la regulación que implique limitación expresa o tácita es materia reservada a ley; de tal suerte que, los derechos constitucionales, cuando no han sido regulados o limitados por la misma Constitución, lo pueden ser por normas infraconstitucionales, en las que se puede establecer los alcances, manifestaciones, condiciones para su ejercicio y garantías, lo cual no es per se inconstitucional, como tampoco lo es, desde una interpretación de la Constitución basada en el principio de concordancia práctica, el establecimiento de ciertos impedimentos para su ejercicio, cuando está de por medio la garantía de otros derechos constitucionales, la seguridad de la generalidad y el bien común; aunque en estos casos, el establecimiento de dichos impedimentos –como ya se dijo– ha de hacerse por leyes en sentido formal, es decir, leyes que efectivamente han sido emitidas por el Órgano Legislativo, cumpliendo su procedimiento de formación. RAZONABILIDAD Y PROPORCIONALIDAD DE LA LIMITACIÓN Corresponde ahora referirse a la razonabilidad y proporcionalidad de la limitación y la simple regulación para completar el análisis constitucional propuesto. Así, en la sentencia de Inc. 3-99 se dejó claramente establecido que la potestad de regular los derechos fundamentales que contiene el art. 246 Cn. no es ilimitada, por cuanto su uso se encuentra condicionado por varios aspectos. Como punto de partida, el legislador y demás entes con potestades normativas, en su tarea de regular el ejercicio de los derechos fundamentales, deben remitirse al conjunto de normas constitucionales; pues la necesidad de articular algunas de ellas, impone el axioma según el cual la Constitución conforma una unidad normativa que debe ser interpretada de forma unitaria o armonizadora. Consecuentemente, la "legitimidad material" de la regulación de derechos fundamentales (la proporcionalidad), requiere necesariamente una ponderación entre los bienes e intereses en la que, en todo caso, debe tenerse muy en cuenta el valor o el significado que tienen los derechos constitucionales así como su garantía en un Estado Constitucional Democrático. Este principio, por tanto, nos lleva a determinar el contenido de los derechos fundamentales, caso a caso, para concretar los derechos, lo que debe hacer la ley. Debido a ello, la justificación de la regulación de derechos –cuya base sea el juicio de proporcionalidad– deberá requerir un mayor contenido de argumentaciones tendentes a evidenciar la razón por la cual se sacrifica un derecho constitucional por salvaguardar un bien jurídico constitucional. Así, se afirmó en la citada sentencia que, el juicio sobre la legitimidad o ilegitimidad de una determinada prohibición o mandato depende en gran medida de las circunstancias del caso, pues el ordenamiento jurídico no puede ignorar las posibles circunstancias en el ejercicio de los derechos constitucionales, y sobre esa base adoptar ciertas medidas. Lo importante en este punto es asegurar un equilibrio entre los derechos o bienes en conflicto que permita, dentro de lo posible, optimizar su respectivo ejercicio; sólo de no ser factible en razón de la naturaleza de las cosas deberá ser una ponderación entre ellos la que determine qué bien o derecho debe indefectiblemente prevalecer. De tal modo que, en todos los casos en que el ejercicio de un derecho constitucional entra en conflicto con derechos de terceros o con otros bienes constitucionales, la relación de tensión existente debe ser resuelta mediante la consecución de un equilibrio proporcionado de los intereses constitucionalmente protegidos en conflicto, con el fin de alcanzar su optimización; además, tal conflicto entre el derecho fundamental y los demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos debe ser resuelto en el marco de una ponderación referida al caso concreto. En suma, para el caso del legislador, es éste quien dentro de los "límites de los límites", define los bienes, intereses o valores cuya salvaguardia exige el sacrificio, esto es, la limitación de los derechos consagrados en la Ley Suprema o simplemente su regulación bajo la forma de prohibiciones o mandatos. Pero para que el juicio de proporcionalidad responda a criterios objetivos, la decisión que determine el legislador debe ser conforme no solamente a la normativa constitucional, sino a las necesidades de la realidad, tomando una cuota significativa del principio de razonabilidad. Empero, no debemos olvidar el principio de idoneidad. Este se encuentra referido a que toda intervención de los derechos fundamentales debe ser adecuada al fin, de tal suerte que, debe existir una relación entre la medida y el fin, siempre y cuando este sea posible. El fin puede ser un derecho fundamental y puede limitar un derecho fundamental para preservar otro. Además, un fin puede ser un valor constitucional, un bien constitucionalmente protegido y puede realizarse una ponderación de derechos. Por otro lado, la misma jurisprudencia de este Tribunal se ha referido a la razonabilidad distinguiendo tres niveles: el normativo, el técnico y el axiológico. Así, para aprobar el examen de razonabilidad la norma tiene que subordinarse a la Constitución, adecuar sus preceptos a los objetivos que pretende alcanzar y proporcionar soluciones equitativas, con un mínimo de justicia. Ahora bien, el análisis de las razones que justifiquen la emisión de una ley reguladora de derechos constitucionales debe basarse –por orden de prevalecencia– en los siguientes documentos: (i) el informe rendido por la autoridad emisora de la norma en el proceso, ya que se entiende que dicho informe contiene una argumentación reflexiva orientada primordialmente a la defensa de la norma impugnada; (ii) los considerandos de la ley; (iii) el texto mismo de la ley; y (iv) los documentos oficiales previos a la emisión de la ley que sean de contenido técnico, mediante los cuales se propone a la autoridad emisora, la elaboración de la disposición impugnada. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 31-2002Ac de las 15:00 de fecha 8/10/2004 ) DIVISIÓN DE COMPETENCIA PODERES: ZONAS DE RESERVA DE La idea de la "división de poderes" frente al totalitarismo, surge como una forma de limitación y control del poder público, en beneficio de los derechos de los individuos. Ahora bien, para una adecuada armonía entre los órganos o entes entre los que se "reparte" el poder, se crea lo que se puede denominar las respectivas "zonas de reserva de competencias". En efecto, la zona de reserva de cada órgano comprende un margen de competencias propias y exclusivas que no pueden ser interferidas por otro órgano; hay, entre otras, una zona de reserva de ley (o de la Asamblea Legislativa); una zona de reserva de la Administración (o del Ejecutivo); y una zona de reserva judicial. Para el caso, interesa examinar –para así poder darle contenido, aunque sea ilustrativo– a la zona de reserva de ley, teniendo en cuenta los postulados y los principios que rigen al órgano depositario de la misma. RESERVA DE LEY La reserva de ley es una técnica de distribución de potestades normativas a favor del Legislativo determinada constitucionalmente y que, por tanto, implica que determinadas materias sólo pueden ser reguladas por dicho órgano, como garantía, en primer lugar, de la institución parlamentaria frente a las restantes potestades normativas y, en segundo lugar, frente a sí misma. En el ordenamiento jurídico salvadoreño, tal reserva de ley es un medio para distribuir la facultad de producir disposiciones jurídicas entre los órganos y entes públicos con potestad para ello, otorgándole preferencia a la Asamblea Legislativa en relación con ciertos ámbitos de especial interés para los ciudadanos. En efecto, la Asamblea Legislativa puede garantizarle a los ciudadanos conocer las distintas propuestas y posiciones sustentadas por los diferentes grupos políticos que los representan –los mayoritarios y los minoritarios–. Este debate no implica, obvio es decirlo, que la mayoría, al interior de la Asamblea, deba ceder en sus planteamientos, pero sí permite definir al Órgano Legislativo, de acuerdo a los principios que la rigen, como una institución política formal representativa del pluralismo político y, en su sentido más amplio, del principio democrático. La preferencia hacia la ley en sentido formal para ser el instrumento normativo de ciertas materias, proviene del plus de legitimación que posee la Asamblea Legislativa por sobre el resto de órganos estatales y entes públicos con potestad normativa, por recoger y representar la voluntad general. El punto a dilucidar consiste en determinar en los ordenamientos jurídicoconstitucionales como el nuestro –en los que existen, definitivamente, varios órganos y entes públicos con potestades normativas– cuáles materias se entienden incorporadas en la zona de la reserva de ley, pues la Constitución de la República, en lo que respecta a tal figura, no es clara: ninguno de sus preceptos define cuál es el dominio natural de la potestad normativa de la Asamblea Legislativa. En efecto, existen muchos casos en que la Constitución, si bien señala que ciertas materias serán objeto de una "ley especial" o serán reguladas por "ley", el término genérico utilizado para ello no resulta lo suficientemente claro en su contexto para determinar si es materia reservada a la Asamblea Legislativa; por tanto, interpretar que en estos casos el término está utilizado en sentido formal, es enervar las potestades normativas que la misma Constitución otorga a otros entes, como el Ejecutivo y los Municipios. La misma jurisprudencia de esta Sala ya ha reconocido en muchas resoluciones, que el vocablo "ley" es utilizado en innumerables disposiciones constitucionales y no siempre en el mismo sentido, por lo que no puede concluirse "que cada vez que se utiliza el vocablo ‘ley’ se está refiriendo a los decretos de contenido general emanados de la Asamblea Legislativa" –Sentencia de 23-III-2001, pronunciada en el proceso de Inc. 8-97–. Y es que, entender que la ley en sentido formal es la única fuente de regulación de todos los ámbitos de la vida normada, implica exigir una profusión legislativa que va en detrimento de las potestades normativas que la misma Constitución reconoce a otros órganos estatales o entes públicos. Partiendo de las anteriores consideraciones, hay que entender que en la Constitución Salvadoreña existe reserva de ley expresa, únicamente cuando aquélla habla de materias reguladas por "decreto legislativo", pues ésta es una expresión inequívoca en todo su contexto, que alude a la actividad emanada de la Asamblea Legislativa, es decir es un término que califica únicamente a la potestad legislativa de dicho órgano estatal. En otras palabras, es evidente que, en tales casos, el término "decreto legislativo" no puede haber sido empleado inespecíficamente. Ahora bien, en todos los demás casos expuestos, es decir, cuando la Constitución se refiera a los términos "ley" o "ley especial" o, en el peor de los casos, cuando no existe ningún tipo de pronunciamiento o fórmula dentro de aquélla, la identificación de en cuáles de estos existe reserva de ley, así como en cuáles aquélla puede ser relativa, corresponde hacerlo a esta Sala caso por caso, verificando –entre otras cosas– la existencia de los supuestos que priorizan a la Asamblea Legislativa sobre los otros órganos y entes investidos de potestades normativas. Y es que, en efecto, un simple análisis lingüístico del texto constitucional no es el instrumento idóneo para resolver con seguridad el problema que nos ocupa. Por tanto, a continuación se construirán las ideas rectoras al respecto, proporcionando algunos ejemplos concretos, a través de los cuales se pueda prever razonablemente qué ámbitos de la realidad normada están sometidos a la reserva de ley, así como cuándo podrá haber una reserva relativa. La determinación en concreto de las materias reservadas a ley por la Constitución constituye el punto de mayor complejidad de la figura que se examina, debido a los distintos entes con potestades normativas reconocidos por aquélla. La identificación de las materias que se entienden reservadas, así como del alcance de estas reservas, es un ejercicio interno dentro de cada Estado a cargo específicamente de la jurisdicción constitucional, el cual depende muchas veces de lo expreso o tácito que haya sido el constituyente sobre el particular; no obstante, de la doctrina constitucional y administrativa se extraen coincidencias respecto de las materias sometidas a reserva, a partir de las cuales se pueden establecer algunas ideas abstractas sobre el tema. El punto de partida es la idea que la reserva de ley no está constituida sobre un único objeto, sino que se mueve en diferentes ámbitos formando un conjunto heterogéneo, alcanzando aspectos relacionados básicamente con el patrimonio, la libertad, la seguridad y la defensa. Así, v. gr., los impuestos, sanciones, y la expropiación son materias reservadas a ley. De tal manera que, se encuentra reservados a la ley los supuestos que habilitan al Estado a privar de la libertad, vía pena de prisión, o a afectar el patrimonio, vía sanción de multa; y es que, según la teoría del delito, las conductas delictivas deben estar previamente tipificadas por una ley formal, de manera que no se puedan crear por medio de un decreto ejecutivo, sino que debe concurrir la voluntad del pueblo, a través de sus representantes, señalando el tipo de conductas que se quiere sean sancionadas para el resguardo de la paz social, sea con pena de prisión, con inhabilitación, con una medida de seguridad, o bien con una multa pecuniaria. Habrá casos –a identificarse vía jurisprudencia por la falta de claridad constitucional– en que existe la necesidad de desarrollo legislativo para determinadas materias, por su propia naturaleza e importancia, validando o reconociendo, por la vía señalada, el núcleo histórico de las materias reservadas a la zona de actuación de la Asamblea Legislativa. Es decir, que el constituyente, en muchas ocasiones, no mencionó expresa e inequívocamente que determinado ámbito de la realidad es una materia sometida a la zona de reserva del Órgano Legislativo; sin embargo, no se puede dejar pasar estas circunstancias frente a materias que, por su naturaleza e importancia, deben quedar en manos del órgano que garantiza los principios aludidos en esta sentencia. Por tanto, corresponde a la jurisprudencia de esta Sala –como se expuso– concretar, en los casos en que se le plantee vía pretensión de inconstitucionalidad, cuáles de aquellos ámbitos tienen que estar sometidos a la zona de reserva de ley, teniendo presente, básicamente, los principios informadores de la labor legislativa, la interpretación integral y profunda de cada precepto –en conexión con los valores y principios básicos de la Constitución–, la regulación histórica de la materia y, de manera no menos importante, las coincidencias doctrinales. Partiendo del art. 246 inc. 1 Cn., cabe distinguir el ámbito de la simple regulación y el de una regulación que implique limitación de derechos fundamentales, para así poder determinar posteriormente si la tarea de la definición de las infracciones y sanciones administrativas, implica una regulación que implica la limitación del ejercicio de los derechos fundamentales, y dependiendo de ello, señalar el tipo de fuente normativa que ostenta la competencia material de la definición de las mismas. Como se ha afirmado en la Sentencia de 23-III-2001, dictada en el proceso de Inc. 8-97, Considerando IX, "la regulación normativa o configuración es la dotación de contenido material a los derechos fundamentales –a partir de la insuficiencia del que la Constitución les otorga–, lo cual lleva a adoptar disposiciones que establezcan sus manifestaciones y alcances, las condiciones para su ejercicio, así como la organización y procedimientos que sean necesarios para hacerlos efectivos, y sus garantías. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que un derecho constitucional puede ser regulado por las disposiciones infraconstitucionales provenientes de aquellos órganos estatales o entes públicos que se encuentran constitucionalmente facultados para ello. La limitación o restricción de un derecho, en cambio, supone una regulación, e implica la modificación de su objeto o sujetos –elementos esenciales del derecho fundamental– de forma que implica una obstaculización o impedimento para el ejercicio de tal derecho, con una finalidad justificada desde el punto de vista constitucional". La interpretación más adecuada de dicha disposición, implica que no existe una reserva a favor de la Constitución para el establecimiento de limitaciones a los derechos fundamentales, y que una ley puede imponer límites a los mismos, aunque no se encuentre expresamente facultada para ello; pues dicho artículo habilita una interpretación en el sentido que, siempre y cuando no se anule o altere el núcleo esencial de tales derechos, la ley puede regular su ejercicio, aunque esto conlleve, eventualmente, una limitación o restricción. En efecto, la concreción más acorde al contenido integral de todo el texto constitucional lleva a entender que, luego de la Constitución, también puede limitarse derechos fundamentales –establecer impedimentos o restricciones– por una ley en sentido formal: norma emitida por la Asamblea Legislativa; y sólo por ella, pues su órgano de creación se encuentra regido por un estatuto que comprende ciertos principios orientadores e informadores, los cuales legitiman la creación normativa por la Asamblea Legislativa. En cambio, la simple regulación de los derechos fundamentales puede hacerse por cualquier disposición de carácter general, impersonal y abstracta, siempre que se haga por órganos estatales o entes públicos con la potestad suficiente y en la medida en que no se altere, como en cualquier tipo de regulación, el núcleo esencial de los derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente. En suma, se concluye que la regulación de derechos fundamentales que implique una limitación expresa o tácita de aquellos, es una materia reservada a ley; en cambio, la simple regulación es una materia que forma parte, simultáneamente, de las competencias materiales de todos los entes con potestades normativas. Es decir, que en el art. 246 Cn, existe una habilitación para que la regulación de elementos que no impliquen necesariamente restricción o limitación de derechos constitucionales sea efectuada por cualquier disposición infraconstitucional; y una reserva para que la limitación o restricción al ejercicio de los derechos constitucionales sea normada únicamente por la ley en sentido formal. Ahora bien, partiendo de las anteriores premisas, es importante manifestar que, la trasposición o identificación del principio de legalidad penal al administrativo sancionador exige la aplicación del principio de reserva de ley en sentido formal, con un matiz ciertamente diferenciado. Tal exigencia obedece a la conexión de la infracción o sanción con un derecho fundamental de manera que, cuando se decide sancionar una conducta u omisión determinada, se entiende que subyace la idea de privación o limitación a un derecho fundamental. En consecuencia, la ley en sentido formal tendrá lugar cuando sean objeto de las correspondientes normas sancionadoras los derechos fundamentales, de manera que una sanción entendida como medida privativa del ejercicio de un derecho fundamental, procederá en los casos previstos y tipificados en normas preestablecidas emanadas por la Asamblea Legislativa y únicamente en la cuantía y extensión previstas en las mismas. Tal principio implica entonces que, la única fuente creadora de delitos, penas, sanciones, infracciones, medidas de seguridad, y causas de agravación es la ley. RESERVA DE LEY EN EL ÁMBITO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR Sin embargo, es preciso decir que, en el ámbito administrativo sancionador tal exigencia es entendida en el sentido de que, sea la ley la que defina exhaustivamente las conductas objeto de infracciones administrativas, las sanciones o medidas de seguridad a imponer, o al menos establezca una regulación esencial acerca de los elementos que determinan cuáles son las conductas administrativamente punibles y qué sanciones puede aplicar, por considerarse que éstas en la mayoría de los casos son supuestos de limitación o restricción de derechos fundamentales. Ha de ser la ley entonces no sólo la que tipifique los aspectos anteriores, sino la que establezca la correlación necesaria entre los mismos, de manera que podría considerarse inválida una norma que, aunque gradúe las sanciones a imponer no precise cuáles son las aplicables a cada tipo de infracción o elementos que ayuden a configurar las mismas. La obligación de predeterminar normativamente los supuestos de hecho que desea castigar y sus correspondientes sanciones, persigue la finalidad de erradicar todo abuso o extralimitación en el ejercicio del poder, es por ello, que se atribuye en exclusiva a un órgano representativo de la voluntad general la facultad de decidir qué restricciones de derechos fundamentales son necesarios para lograr una convivencia pacífica. Como producto de lo anterior, se reconoce entonces que no necesariamente todos los aspectos que forman parte de la configuración de las infracciones y sanciones deban ser totalmente agotados en el texto de la ley, ya que ello iría –hasta cierto punto– en contra de la estructura de poderes dibujado por la Constitución de la República; existe por tanto, la posibilidad de que las leyes contengan remisiones o habilitaciones a normas reglamentarias por ejemplo, a efecto de que las mismas –siguiendo la línea referencial indicada por la ley– terminen de concretar el sentido de los elementos precisados en su texto. En consecuencia, debe reputarse contraria a las mencionada exigencia constitucional no sólo la regulación reglamentaria de infracciones y sanciones carentes de toda base legal, sino también la habilitación en blanco a la administración, por ley vacía de todo contenido material propio, para la tipificación de los ilícitos administrativos y las correspondientes consecuencias sancionadoras. En virtud de las consideraciones expuestas, puede concluirse que dicha exigencia se traduce en la necesidad de que la actuación de la potestad sancionadora de la administración se encuentra amparada por una ley en sentido formal. Lo que implica que la administración no puede decidir crear por si misma las infracciones y sanciones administrativas a través de un reglamento, una ordenanza. Debe existir en todo caso la suficiente cobertura legal en el sentido antes expresado, que implique la habilitación de la administración para imponer los tipos y sanciones en concreto. Es más, la predeterminación normativa de las conductas consideradas como ilícitas y las sanciones correspondientes, debe valerse de preceptos jurídicos que determinen con suficiente grado de certeza, las conductas u omisiones que constituyan infracción y las consecuencias aplicables. De manera que, el legislador no puede limitarse a emplear términos puramente descriptivos o a utilizar cláusulas generales absolutamente indeterminadas, sino que es inevitable que recurra a términos referenciales vinculados a valores o conceptos jurídicos indeterminados, en un contexto determinado. Dicho de otra manera, la norma debe incorporar todos aquellos elementos que permitan deducir –entre otros- el ámbito de aplicación, las circunstancias o condiciones en virtud de las cuáles deberá entenderse que existe contravención. Y es que, sólo el carácter previo y taxativo de las normas, en los términos antes descritos, proporcionan certeza a los gobernados, para orientar sus actuaciones en la sociedad. Lo anterior advierte a las autoridades estatales la obligación de formular las leyes con la máxima precisión, tanto en la determinación o tipicidad de la conducta u omisión ilícita, como de la sanción a imponer. El mandato de certeza o taxatividad dirigido en un principio al legislador, puede enfrentarse a una dificultad de tipo material: la de identificar el lenguaje idóneo para describir la conducta ilícita de la mejor manera, esto es, lo más comprensible posible. De tal manera que, toda actuación de los poderes públicos debe asumir los presupuestos de la figura de la reserva de ley anteriormente manifestados. De ello se desprende que, los mismos no podrán incidir en la esfera de libertad de los gobernados más allá de aquellos espacios que hayan sido delimitados como parte de su competencia, partiendo de que la soberanía reside en el pueblo, y que los funcionarios no tienen más facultades que las que menciona la ley. Ahora bien, el art. 14 Cn. confiere facultad a la autoridad administrativa para que pueda sancionar, siguiendo el procedimiento correspondiente, las contravenciones a las leyes, reglamentos u ordenanzas, con arresto hasta por quince días o con multa. En su orden, el Código Municipal que es un cuerpo normativo que pretende desarrollar los principios constitucionales referentes a la organización, funcionamiento, y ejercicio de las facultades autónomas de los municipios, en el art. 126 dispone la potestad sancionadora de la administración municipal, para que pueda imponer sanciones de arresto, multa, comiso y clausura por infracción a las disposiciones de las mismas. Entonces al hablar de la potestad sancionadora de la administración municipal debe traerse a colación la capacidad para imponer las sanciones legalmente previstas a conductas también previamente tipificadas en la ley; sin que ello implique la posibilidad –en términos mucho más amplios– de crear o definir por si misma las sanciones que ha de aplicar y las conductas que pretende castigar. Este último aspecto ha de ser comprendido en el sentido que la actuación de la administración será constitucionalmente legítima en la medida que exista la suficiente cobertura de una ley que la habilite a sancionar. De manera que, si la administración municipal pretende dictar una Ordenanza en materia sancionadora, debe sujetarse a la regulación esencial que haya predeterminado en todo caso el legislador, de manera que, la actuación de la misma se halle lo suficientemente amparada en el texto de la ley. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 17-2003 de las 15:43 de fecha 14/12/2004 ) EQUIPARACIÓN ENTRE EL PRINCIPIO DE IGUALDAD Y LA EXIGENCIA DE RAZONABILIDAD Y PROPORCIONALIDAD La equiparación entre el principio de igualdad y la exigencia de razonabilidad y proporcionalidad, deriva un problema procesal, que quizás pueda ser descrito como el asunto de determinar si la razonabilidad y proporcionalidad requiera o no la aportación de prueba en un proceso de inconstitucionalidad y, en caso afirmativo, tendría que valorarse a quien le corresponde la carga de ésta. De acuerdo a la jurisprudencia de esta Sala, el desarrollo legislativo se encuentra sujeto al marco diseñado en la Constitución; partiendo de tal situación, las decisiones legislativas suponen como fundamento una realidad inspirado en criterios de valoración, los que en su momento llevaron al legislador a decidir de una forma determinada. En este sentido, si la desigualdad plasmada en una disposición es el resultado de una distinción verificada por el mismo legislador, y cuya validez se niega, la carga de probar la razonabilidad y proporcionalidad de la diferenciación establecida incumbe precisamente a quien defiende la ley. Es éste quien en todo caso debe demostrar en un proceso de inconstitucionalidad, que la decisión legislativa adoptada en los términos anteriores, no responde a criterios arbitrarios. Al respecto esta Sala ha señalado –Sentencia del 26-III-1999, pronunciada en el proceso de Inc. 4-98– que en el proceso de inconstitucionalidad existe la obligación procesal de evidenciar el cumplimiento de los mandatos constitucionales. En ese sentido, corresponde al órgano emisor de la disposición infraconstitucional impugnada establecer que ha dado cumplimiento a la normativa constitucional, especialmente a las obligaciones concretas que para él derivan de la Ley Suprema. Y es que, tal como se señaló en la referida sentencia, si prueba son todos aquellos elementos de convicción, vertidos en el proceso, con la finalidad de producir en el juzgador un convencimiento sobre la verdad o certeza de un hecho o afirmación fáctica, la carga de aportar al proceso tales elementos de convicción corresponde a la parte que, razonablemente, se estima que podría resultar perjudicada por dicha falta de certeza. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) FACULTAD DEL ESTADO PARA IMPONER PENAS El ius puniendi, entendido como la facultad del Estado para imponer penas o medidas de seguridad por la comisión de delitos, no es ilimitado; tiene fijados sus fines, así como sus postulados y principios rectores, a partir de la configuración que de la potestad punitiva realiza la Constitución. En razón del carácter normativo de ésta, los principios rectores del sistema penal no pueden considerarse como límites del ius puniendi, derivados de manera trascendente, desde un indeterminable "derecho natural" o de programas políticos, sino como principios constituyentes del Derecho Penal; ello porque, más allá de las específicas referencias penales, la Constitución contiene principios generales que vinculan al legislador y a los tribunales en la conformación de todo el ordenamiento, incluyendo por supuesto al jurídico-penal. Por ello, resulta necesario examinar la Constitución en su conjunto para extraer de ella lo que se ha denominado el programa penal de la Constitución, es decir, el conjunto de postulados político-jurídicos y político-criminales que constituye el marco normativo en el seno del cual el legislador penal puede y debe tomar sus decisiones y en el que el juez ha de inspirarse para interpretar las leyes que le corresponda aplicar. Los distintos principios que componen el modelo salvadoreño de Derecho Penal, formulables todos ellos en la forma de proposiciones de implicación o condicionales, en realidad están ligados entre sí; resulta posible pues, formalizarlos y sistematizarlos a partir de su inclusión constitucional. De este modo, los principios constitucionales del Derecho Penal definen el modelo constitucional de la responsabilidad penal, esto es, las reglas del juego fundamentales tanto para la estructuración normativa de los delitos y las penas en sede legislativa, como en la aplicación judicial. Considerados así, cada uno de los principios de los cuales se compone el Derecho Penal, enuncian una condición sine qua non, esto es, una garantía jurídica, para la aplicación de la pena; no son, por tanto, una condición suficiente en presencia de la cual está permitido o es obligatorio penalizar, sino una condición necesaria en ausencia de la cual no está permitido hacerlo. Así, la función específica de las garantías constitucionales en el Derecho Penal no es tanto permitir o legitimar, sino, más bien, condicionar y vincular y, por tanto, deslegitimar el ejercicio absoluto de la potestad punitiva. Tal marco normativo, consagrado en la Constitución con relevancia para el Derecho Penal, se fundamenta en los valores de libertad e igualdad, y en los principios de pluralismo, razonabilidad y proporcionalidad; asimismo, cuenta con preceptos sobre mandatos, prohibiciones y regulaciones que afectan directamente al Derecho Penal. Ese catálogo de prescripciones constitucionales, constituye el núcleo específico de fundamentación del sistema penal, con efectos de legitimación y límite de la intervención penal. Más allá de su ambivalencia teórica, los elementos constitucionales mencionados, tal como se han consagrado en la Constitución, forman en su conjunto un sistema coherente y unitario; encaminado a asegurar, respecto de otros modelos de Derecho Penal históricamente concebidos y realizados, el máximo grado de racionalidad y de fiabilidad del juicio jurídico-penal y, por tanto, de limitación de la potestad punitiva y de tutela de la persona contra la arbitrariedad legislativa y judicial. Así, tanto desde los valores como desde los principios contenidos en la Constitución, pueden construirse mandatos constitucionales rectores del Derecho Penal, tales como el principio de legalidad penal, de proporcionalidad y razonabilidad de la intervención punitiva, de culpabilidad, de resocialización, de presunción de inocencia, de lesividad, de igualdad sustantiva y procesal, etc. De esta manera, el Derecho Constitucional conforma la política criminal, que en una primera acotación constituye una forma de control social lo suficientemente importante para que sea monopolizado por el Estado, y que por tanto, requiere ser delimitada –la política criminal– jurídicamente con la máxima claridad posible como garantía para el ejercicio de los derechos de la persona humana. Dicho control social se ejerce mediante la consideración normativa de las conductas punibles, de manera que al acaecer en la realidad sean merecedoras de una pena; en ese sentido, el Derecho Penal no sólo constituye un conjunto de normas dirigidas a los jueces, ordenándoles imponer penas, sino también –y antes de ello– un conjunto de normas dirigidas a los ciudadanos que les prohíbe, bajo la amenaza de una pena –prevención especial–, la comisión de delitos. Es decir, si la pena es un mal con el que se amenaza la realización de una conducta considerada como delito, es claro que el Derecho Penal está integrado por el conjunto de normas y principios jurídicos que desvaloran y prohíben la comisión de delitos, y asocian a éstos la correspondiente sanción punitiva. Es decir, si una norma jurídica es un mensaje prescriptivo, expresado a través de determinados símbolos lingüísticos, el contenido que transmite dicho mensaje constituye la norma jurídica. Aunque también es cierto que, en el Derecho Penal, no todo enunciado legal expresa una norma jurídica completa, pues las disposiciones plasmadas en la Parte General del Código –causas de exclusión de la responsabilidad penal, atenuantes, agravantes, etc.–, tienen la función de precisar el alcance de los preceptos de la Parte Especial, que prevén los delitos y las faltas. Asimismo, los enunciados lingüísticos contenidos en los preceptos de la Parte Especial pueden servir de base a más de una norma jurídica; específicamente, una dirigida al juez –obligándole a imponer una pena en caso que se compruebe la comisión de un delito–, y otra dirigida al individuo – prohibiéndole la verificación de las conductas delictivas–. Y es que, el enunciado legal que castiga un hecho con una pena ha de interpretarse como forma de interrelación de dos normas distintas, la dirigida al juez y la dirigida al individuo; si únicamente es parte de la existencia de la primera, el delito no sería infracción alguna, ya que no se estaría prohibiendo al ciudadano la comisión de la conducta establecida en el tipo penal, sino que simplemente se obliga al juez a imponer una pena por su comisión; mientras que, si sólo se considera la segunda norma, sería una simple valoración legislativa, sin consecuencias jurídicas. Por tanto, toda elaboración legislativa debe arrancar de la consideración del delito como infracción a una norma –prohibitiva–, pues de lo contrario habría que aceptar la insatisfactoria consecuencia que el individuo no infringe norma alguna y pese a ello se le castiga. Y es que, siendo el Derecho Penal el conjunto de normas jurídicas que definen determinadas conductas como delito y disponen la imposición de las sanciones respectivas hacia quienes los cometen, constituye un mecanismo de control social, en tanto que pretende evitar unas conductas y estimular otras. PRINCIPIO DE LESIVIDAD El establecimiento normativo de la desviación punible no es totalmente libre en sede legislativa; es decir, la determinación de las conductas sobre las cuales aplicar una sanción, no queda librada a la plena discreción de su configurador normativo, sino que debe obedecer a los lineamientos impuestos por la Constitución; uno de ellos es el principio de lesividad, según el cual la tipificación de una conducta como delictiva debe obedecer a una prohibición de realizar conductas que, según las consideraciones del legislador, sean dañosas, es decir, que lesionen o pongan en peligro bienes jurídicos fundamentales o instrumentales. Sobre el fundamento constitucional de dicho principio, es necesario tener en cuenta la jurisprudencia de este tribunal sustentada en Sentencia de 25-V-1999, pronunciada en el proceso de Amp. 167-97, en el sentido que la Constitución Salvadoreña, desde su art. 2 positiva un catálogo de derechos que son fundamentales para la existencia humana e integrantes de la esfera jurídica de las personas. Para que tales derechos dejen de ser un simple reconocimiento abstracto y se especifiquen en zonas concretas, es también imperioso el reconocimiento de un derecho que posibilite su realización efectiva y pronta. En virtud de ello, el constituyente dejó plasmado en el art. 2, inc. 1º Cn., el derecho a la protección, lo cual se traduce en el establecimiento de acciones o mecanismos para evitar que los derechos constitucionales sean violados. Es decir, corresponde al Estado un deber de protección, con la finalidad de reducir al mínimo posible las conductas dañosas o que pongan en peligro tales bienes jurídicos. Sin embargo, tal afirmación no significa la imposibilidad que un sector del Derecho Penal, cuantitativamente más amplio, tenga por objeto bienes jurídicos instrumentales, es decir, bienes jurídicos que sirven de instrumento o medio para salvaguardar los llamados fundamentales. En un Estado de Derecho, el Derecho Penal ha de servir como instrumento jurídico democráticamente delimitado, con el fin de dirigir la vida social hacia la protección de bienes jurídicos fundamentales e instrumentales; así la justificación del poder punitivo del Estado y de la definición de delitos y penas se encuentra en la dañosidad de las conductas caracterizadas legalmente como delito. Es decir, el Derecho Penal tiene como misión el hacer posible la vida de la comunidad teniendo presente el perjuicio que se quiere evitar. La tutela que el Derecho Penal implica, se lleva a cabo evitando que se produzcan aquellas conductas que suponen una grave perturbación para la existencia y evolución del sistema social; en ese sentido, han de ser sometidas a tutela aquellas condiciones que son importantes para la existencia y evolución del sistema, es decir, deben protegerse bienes jurídicos. En consecuencia, es legítima la intervención sobre la esfera de los individuos, que pretenda evitar determinados comportamientos que se dirijan contra los bienes jurídicos tutelados; pues a través de esa incidencia sobre la conducta de los individuos se evitan resultados dañosos. Del modo expuesto, el Derecho Penal desarrolla su finalidad última a través de la tutela de los presupuestos imprescindibles para la existencia en común, que se concreta en los bienes jurídicos. Dicho concepto, condiciona al derecho a la protección, en cuanto esto haga posible la tutela de los derechos de los individuos, máxime en el marco de un Estado Constitucional de Derecho, que adopta la dignidad, libertad e igualdad de la persona y los derechos que de tales valores derivan, como fundamento de la convivencia nacional y fines hacia los cuales el Estado debe orientar su actuación, tal como lo dispone la Constitución, en el Preámbulo, art. 1 inc. 1 y 2 inc. 1 . Y es que, si las consecuencias jurídicas del delito –pena y responsabilidad patrimonial– afectan bienes dotados de relevancia constitucional, parece claro que su privación sólo puede efectuarse si la causa que la determina es la defensa de un bien de, al menos, análoga significación constitucional. El punto de partida para la formulación de un contenido material en la definición de delito, ha de constituirlo la función que desempeña el Derecho Penal: posibilitar la vida en comunidad mediante la tutela de bienes jurídicos. Si se da por sentado este punto de partida, la determinación de un concepto constitucional de delito debe precisar los criterios por los que se llega a establecer, en la concurrencia de un comportamiento, la gravedad suficiente para que esté justificada su calificación como hecho delictivo. Uno de tales criterios consiste en la relevancia del bien jurídico protegido, es decir, el factor determinante de la intervención del Derecho Penal es la importancia del bien jurídico tutelado y la relevancia del modo de ataque. El mandato que para el Estado deriva del art. 2 inc. 1 Cn., exige su intervención para que los derechos materiales del individuo sean reales y efectivos; si proyectamos dicho precepto sobre el Derecho Penal, se concluye que el Estado está obligado a evitar la comisión de delitos, es decir la trasgresión o puesta en peligro efectivo de bienes jurídicos fundamentales e instrumentales. LÍMITES A LA ESFERA DE LAS PROHIBICIONES PENALES En un primer término, es necesario acotar que la primera limitación de la esfera de las prohibiciones penales, es que éstas se refieran sólo a las acciones reprobables por sus efectos lesivos para terceros. La ley penal tiene el deber de prevenir los costes individuales o sociales representados por esos efectos lesivos y sólo ellos pueden justificar el coste de penas y prohibiciones. El principio de lesividad veta, a su vez, la prohibición y penalización de comportamientos meramente "inmorales" o de estados de ánimo o, incluso, apariencias peligrosas. Y establece, en general, en aras de la protección a la libertad de las personas, la tolerancia jurídico-legislativa de toda actitud o comportamiento no lesivo para terceros. Esto sin perjuicio de lo que al efecto dispongan otras ramas del ordenamiento vinculadas al poder sancionador del Estado. De allí derivan importantes consecuencias a título de limitación al poder punitivo del Estado: a. La primera, viene determinada por el principio de necesidad o de economía de las prohibiciones penales, expresado en el axioma nulla poena sine necesitate, el cual sostiene que, si la intervención punitiva es la técnica de control social más gravosamente lesiva de la libertad y dignidad de los ciudadanos, debe exigirse que se recurra a ella como remedio extremo. Es decir, si el Derecho Penal responde sólo al objetivo de tutelar a los ciudadanos y de minimizar la violencia, las únicas prohibiciones penales justificadas por su absoluta necesidad son, a su vez, las prohibiciones mínimas necesarias, esto es, las encaminadas a impedir comportamientos lesivos, que suponen una mayor afectación que las generadas por el Derecho Penal. El principio de lesividad constituye el fundamento axiológico en la estructuración del delito, pues las prohibiciones legislativas, a cuya infracción se atribuye una pena, se justifican únicamente si se dirigen a impedir ataques concretos a bienes fundamentales de tipo individual o social, entendiendo por ataque no sólo el daño causado, sino también el peligro que se ha corrido; en cualquier caso, debe tratarse de un daño o peligro verificable o evaluable empíricamente, partiendo de las características de cada comportamiento prohibido. El principio de lesividad se postula, por tanto, como la formulación constitucional que impide al legislador el establecimiento de prohibiciones penales sin bien jurídico, es decir, excluye la responsabilidad penal por comportamientos sin resultado dañoso. Lo anterior debe entenderse sin perjuicio de la regulación punitiva de actos dirigidos a determinado resultado –como los preparatorios– y que vienen a reformularse, a partir de tal principio, como actos idóneos para producir tales resultados; es decir, de acuerdo con este principio, no está proscrita la penalización de la tentativa de comisión de una conducta dañosa. b. La segunda, se manifiesta a través de la exigencia de la materialidad de la acción dañosa; es decir, ningún daño puede estimarse penalmente relevante sino como efecto de una acción. En consecuencia, los delitos, como presupuesto de la pena, no pueden consistir en actitudes o estados de ánimo interiores, y ni siquiera genéricamente en hechos, sino que deben concentrarse en acciones u omisiones humanas –materiales, físicas o externas, es decir, empíricamente observables– describibles exactamente por la ley penal; pues sólo las acciones externas, y no los actos internos, pueden producir daños a terceros, es decir, sólo las acciones externas están en condiciones de producir una modificación del mundo exterior calificable de lesión o puesta en peligro. El hecho, lo acaecido, es la única realidad para el Derecho Penal; la intención, la voluntad, no se toma en consideración sino en la medida en que sirve para explicar la naturaleza y significación de los hechos, es decir, para calificar el dolo o culpa del sujeto que realiza una acción dañosa. PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL Sobre la base de los dos requisitos de dañosidad para terceros y de exterioridad de la acción, con la consecuente prohibición de penalizar los actos internos, el principio de lesividad constituye, además, el presupuesto del principio de legalidad penal, pues la exterioridad o materialidad de la acción dañosa, implica la predeterminación taxativa que garantice la certeza en el lenguaje normativo penal que prescriba la prohibición penal; en efecto, a diferencia de los estados de ánimo o de las inclinaciones, las acciones, tanto comisivas como omisivas, son acaecimientos empíricos, taxativamente describibles, cuya verificación es cuestión de hechos y no de valores, y debe ser expresada mediante asertos verificables y refutables. Por tanto, el principio de lesividad es el postulado principal del modelo de garantía penal, y que da consistencia lógica y jurídica a gran parte de las demás garantías constitucionales, que constituyen los límites al poder punitivo del Estado. Desde las premisas expuestas, pueden diferenciarse las características que definen un Derecho Penal mínimo de un derecho penal máximo –según el grado de intervención estatal en las libertades–; así, según el primero, no se admite ninguna imposición de pena sin que se produzca la comisión de un delito, sin que tal punición, sea necesaria y no excesiva, en relación con el carácter lesivo de la conducta, lo que a su vez conlleva a la exigencia que se penalicen aspectos exteriores y materiales de la acción criminosa –no elementos de la interioridad del sujeto–, pues sólo así se podrá reflejar la imputabilidad y culpabilidad del autor; asimismo, tales exigencias carecerían de sentido si el delito –desviación punible atribuible a un sujeto en virtud de la lesión a un bien jurídico– no está previsto taxativamente en la ley, y que, para su atribuibilidad, requiera prueba empírica discutida ante juez imparcial, en un proceso público y contradictorio previamente establecido, e instado por las autoridades competentes. Según los postulados constitucionales que identifican al Derecho Penal salvadoreño conectándolo con los principios que configuran un Estado Constitucional de Derecho, es claro que al Derecho Penal mínimo –condicionado y limitado estrictamente– corresponde, no sólo el máximo grado de tutela de las libertades de los ciudadanos respecto del arbitrio punitivo, sino también, a un ideal de racionalidad y certeza jurídica. Con ello, resulta excluida la responsabilidad penal, todas las veces que sus presupuestos sean inciertos e indeterminados; un Derecho Penal es racional y cierto en la medida que sus regulaciones son previsibles; y son previsibles sólo las motivadas por argumentos cognoscitivos que sean susceptibles de refutación procesal. A la inversa, el modelo de Derecho Penal máximo –incondicionado e ilimitado– es el que se caracteriza, además de su excesiva severidad, por la incertidumbre y la imprevisibilidad de las conductas y sus respectivas penas; y que, consecuentemente, se configura como un sistema de poder no controlable racionalmente por la ausencia de parámetros ciertos y objetivos de convalidación o anulación. La opción constitucional por el Derecho Penal mínimo, en preferencia al Derecho Penal máximo, viene justificada –e incluso impuesta jurídicamente– porque la protección de los bienes jurídicos implica un poder lleno de consecuencias restrictivas sobre las libertades de los ciudadanos. El Derecho Penal no debe tener únicamente por función imponer y reforzar la penalización por la comisión de un delito, sino la de impedir la comisión de acciones dañosas; asimismo, tal función por sí sola no es suficiente para justificar la intervención coactiva del Estado en la vida de los ciudadanos. Para que pueda prohibirse y castigarse conductas se exige además que éstas dañen de un modo concreto o pongan en peligro idóneo bienes jurídicos fundamentales o instrumentales; en ese sentido, el juicio penal no debe versar acerca de la "moralidad" –entendida como pura intimidad no trascendente- o sobre aspectos sustanciales de la personalidad del imputado, sino sólo de hechos que le son imputables, pues sólo éstos pueden ser empíricamente probados por la acusación y refutados por la defensa. En consecuencia, sólo las acciones externas, que producen efectos lesivos e imputables a la culpabilidad de una persona –y no a su apariencia, actitud o características antropológicas, expresables con términos indeterminables objetivamente–, son en realidad verificables ante el juez de manera precisa y prescribibles taxativamente por el legislador como elementos constitutivos de delito en el sentido exigido por la Constitución. Pues al referirse a un hecho empírico objetivo, la desviación punible es verificable y refutable, mientras que, por el contrario, si se refiere a una actitud de desaprobación moral e indeterminable jurídicamente, la desviación punible es absolutamente irrefutable, pues constituye un acto de valoración basado en una opción subjetivista. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) JUICIO EJECUTIVO Es de manifestar además que el legislador otorga a los sujetos bancarios un mecanismo procesal para que puedan recuperar los fondos captados del público. Sin embargo, en dicho proceso se concede pocas posibilidades de defensa al sujeto ejecutado, pues además de la excepción antes manifestada, puede manifestar la de pago efectivo y la de error en la liquidación. Así, el art. 217 LB prescribe que "la tramitación del juicio ejecutivo que promueva un banco estará sujeta a las reglas comunes, con las indicaciones siguientes: el término de prueba será de ocho días y como excepción únicamente se admitirán la de pago efectivo, la prescripción de la acción y el error en la liquidación". De acuerdo a las ideas que expone Jorge D. Donato –en su obra Juicio Ejecutivo–, tal figura es un proceso especial, de ejecución, mediante el que se hace efectivo el cumplimiento de una obligación documentada. Tal proceso se halla sometido a trámites específicos, distintos del ordinario –v. gr., menor número de actos, reducción de sus dimensiones temporales y formales–, que le otorgan mayor celeridad en su desarrollo y conclusión. El juicio ejecutivo, a diferencia del ordinario, no tiene por objeto la declaración de derechos dudosos o controvertidos que deban ser determinados o declarados por el juez, no es la discusión o controversia de un asunto, sino que es simplemente un proceso establecido con el propósito de que pueda hacerse efectivo el cobro de un crédito que viene establecido en un negocio que sirve de base a la ejecución. La citación para la defensa del ejecutado es el acto mediante el cual se acuerda o se otorga al mismo la posibilidad de oponerse a la actuación ejecutiva, valiéndose para ello, del planteamiento de las excepciones previstas por la ley. En este sentido, la enumeración de excepciones en el mismo demuestra la amplitud de la participación de defensa del ejecutado, más cuando dentro del proceso no hay más limitación a la prueba que el plazo para ofrecerla y producirla. Respecto al ejercicio del derecho de defensa, en la Sentencia de 15-II-2002, pronunciada en el proceso de Inc. 9-97, esta Sala ha abordado el mismo haciendo referencia a la posibilidad que puedan tener cada una de las partes de expresarse formalmente en el proceso, para efecto de defender cada una de sus posiciones y refutar las argumentaciones de su contraparte que constituyen la base de su pretensión o resistencia. Dentro del proceso pueden observarse un conjunto de oportunidades que posibilitan la intervención efectiva del demandado en el sentido antes expresado. No cabe duda que estas oportunidades son aplicaciones o manifestaciones del derecho de defensa, por lo que, la naturaleza de las mismas es de trascendencia constitucional. Entonces, puede decirse que, dentro del proceso ejecutivo deben observarse las oportunidades de defensa del ejecutado, pudiendo éste en todo caso hacer uso de todas las excepciones previstas por el legislador. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) LEYES ESPECIALES. PRINCIPIO DE IGUALDAD Dentro de la regulación constitucional de la ley en el sistema de fuentes, se hace usualmente una clasificación entre dos tipos de leyes, atendiendo a la preferencia de una sobre otra para efectos de su aplicación. Esa tipología, de acuerdo al criterio material, se bifurca en ley especial y ley general u ordinaria. En ese orden de ideas, se entiende que la ley general regula un ámbito amplio de sujetos, situaciones o cosas, mientras que la ley especial regula un sector más reducido, sustrayéndola del ámbito general, en atención a valoraciones específicas que, según el órgano legisferante, justifican el tratamiento diferente de la materia sustraída. Situación que evidencia la estrecha vinculación de las consideraciones expuestas con el principio de igualdad, pues efectivamente, el establecimiento de un régimen especial, que pretende la sustracción de cierto grupo de sujetos del ámbito general, debe estar plenamente justificado, siendo que constituye un tratamiento diferenciado. Ahora bien, al respecto es preciso acotar que la equiparación entre el principio de igualdad y la exigencia de razonabilidad y proporcionalidad –justificación del trato diferenciado–, deriva en un problema procesal, que quizás pueda ser descrito como el asunto de determinar si la razonabilidad y proporcionalidad requiera o no la aportación de prueba en un proceso de inconstitucionalidad y, en caso afirmativo, tendría que valorarse a quién le corresponde la carga de ésta. De acuerdo a la jurisprudencia de la Sala, el desarrollo legislativo se encuentra sujeto al marco diseñado en la Constitución; partiendo de tal situación, las decisiones legislativas suponen como fundamento una realidad inspirada en criterios de valoración significativa, los que en su momento llevaron al legislador a decidir de una forma determinada. En nuestro régimen constitucional la Asamblea Legislativa se configura como un órgano de representación del pueblo para cumplir la función de decretar, interpretar auténticamente, reformar y derogar las leyes secundarias. Ciertamente, en esta función inciden criterios de naturaleza predominantemente volitiva y especialmente ético-política, es decir, criterios y valoraciones relativos a aspectos de necesidad, conveniencia, oportunidad, viabilidad, etc. que resultan imprescindibles para que ésta cumpla adecuadamente su misión. Consecuentemente, puede concluirse que el texto de la Constitución no es programático; sino que se trata de un marco dentro del cual el legislador puede desarrollar su actividad atendiendo a criterios y valoraciones políticos relativos a aspectos de necesidad, conveniencia nacional, oportunidad y viabilidad, según sea el caso. Por ende, el legislador está facultado para configurar libremente el contenido de las leyes según su voluntad e intereses, debiendo respetar únicamente el marco señalado por la Constitución. Y es que dentro del marco anteriormente mencionado, se encuentra la obligación del legislador de no incorporar en las normas, restricciones en el goce de los derechos de los sujetos, que se basen en diferencias de raza, sexo, condición social, edad, etc, y que no correspondan a criterios de razonabilidad y proporcionalidad. Esto implica que el legislador en el desarrollo de su actividad, puede disponer se incorporen a las normas elementos que impliquen diferenciación en el tratamiento de los destinatarios de las mismas, siempre y cuando éstos obedezcan a criterios de valoración relevantes o permitidos constitucionalmente. En este sentido, si la desigualdad plasmada en una norma es el resultado de una distinción verificada por el mismo legislador, y cuya validez se niega, la carga de demostrar la razonabilidad y proporcionalidad de la diferenciación regulada incumbe precisamente a quien defiende la ley. Es éste quien en todo caso debe demostrar en un proceso de inconstitucionalidad, que la decisión legislativa adoptada en los términos anteriores, no responde a criterios arbitrarios. Al respecto esta Sala ha señalado –Sentencia del 26-III-1999, pronunciada en el proceso de inc. 4-98– que en el proceso de inconstitucionalidad existe la obligación procesal de evidenciar el cumplimiento de los mandatos constitucionales. En ese sentido, corresponde al órgano emisor de la disposición infraconstitucional impugnada demostrar que ha dado cumplimiento a la normativa constitucional, especialmente a las obligaciones concretas que para él derivan de la Ley Suprema. Y es que, tal como se señaló en la referida sentencia, si todos aquellos elementos de convicción, vertidos en el proceso, con la finalidad de producir en el juzgador un convencimiento sobre la verdad o certeza de un hecho o afirmación fáctica, son prueba, la carga de aportar al proceso tales elementos de convicción corresponde a la parte que, razonablemente, se estima que podría resultar perjudicada por dicha falta de certeza. No obstante lo anteriormente planteado, el principio de igualdad puede discutirse frente a un tratamiento desigual que, a juicio del sujeto que lo impugna de inconstitucional, se sustenta en diferencias insignificantes; en este supuesto, corresponde al legislador ofrecer las razones que avalan la razonabilidad y proporcionalidad de la decisión adoptada. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) LIBERTAD DEL LEGISLADOR EN LA CONFIGURACIÓN DE DERECHOS Este Tribunal en su jurisprudencia –v. gr. en la Sentencia de 19-V-2000, pronunciada en el proceso de Inc. 18-95– ha insistido en que el legislador goza de cierto ámbito de libertad para configurar el contenido y alcance de las normas jurídicas emitidas por ella. En tal sentido, y citando la mencionada jurisprudencia, debe distinguirse en primer lugar entre el contenido de las disposiciones constitucionales y el que pueden comprender las disposiciones legales: "las disposiciones materiales de la Constitución, a diferencia de los preceptos legales, no pretenden disciplinar conductas específicas o habilitar para que los órganos estatales o particulares realicen concretas actuaciones de ejecución; sino garantizar el respeto a determinados valores y principios, así como asegurar a los individuos unos derechos que puedan operar como límites frente a la ley –es el caso de los derechos de libertad–, o como exigencias de que se emita la ley que los mismos requieren para su ejercicio –en el supuesto de los derechos de participación y de prestación o, en general, los derechos de configuración legal–; en tal sentido, es evidente que la amplitud de la materia regulada por la Constitución, y el carácter sintético de muchos de sus preceptos, el significado valorativo de algunas de sus normas materiales, pero al mismo tiempo el correspondiente grado de apertura que permita la pluralidad de sus realizaciones, diferencian netamente a la Constitución de las demás normas; la ley no es, en ese orden, ejecución de la Constitución como el reglamento es ejecución de la ley. Siendo por ello que el legislador no es ejecutor de la Constitución, sino un poder que actúa libremente en el marco de ésta y esta libre actuación requiere en muchos casos que el enunciado de esos preceptos constitucionales permita un ancho haz de interpretaciones diversas". El hecho de que los preceptos constitucionales vinculen al legislador supone, en todo caso, que los derechos fundamentales han de ser ejercitados en el ámbito de protección delimitado por aquél, a quien desde luego se le reconoce una habilitación constitucional –no exenta de límites– para condicionar dicho ejercicio con arreglo a una pluralidad de posibles ordenaciones. Ello supone, de un lado, que por tratarse de derechos y ser, por ello, inmediatamente vinculantes para los poderes públicos el legislativo se encuentra obligado, inexcusablemente, a arbitrar las condiciones de ejercicio del derecho y, de otro, que aun disfrutando en esta tarea de amplio margen de discrecionalidad, las condiciones impuestas han de ser compatibles con el contenido esencial de los derechos. En perspectiva con lo anterior, en nuestro régimen constitucional la Asamblea Legislativa se configura como un órgano de representación del pueblo para cumplir la función de decretar, interpretar auténticamente, reformar y derogar las leyes secundarias. Ciertamente, en esta función inciden criterios de naturaleza predominantemente volitiva y especialmente ético-política, es decir, criterios y valoraciones relativos a aspectos de necesidad, conveniencia, oportunidad, viabilidad, etc. que resultan imprescindibles para que ésta cumpla adecuadamente su misión. Sin embargo, esta Sala ha sostenido reiteradamente en su jurisprudencia que no puede ignorarse la existencia de una pluralidad de normas constitucionales de estructura no homogénea, entre las cuales están los mandatos al legislador. Consecuentemente, puede concluirse que, salvo los mandatos al legislador, el texto de la Constitución no es programático; sino que se trata de un marco dentro del cual el legislador puede desarrollar su actividad atendiendo a criterios y valoraciones políticos relativos a aspectos de necesidad, conveniencia nacional, oportunidad y viabilidad, según sea el caso. Por ende, el legislador está facultado para configurar libremente el contenido de las leyes según su voluntad e intereses, debiendo respetar únicamente el marco señalado por la Constitución. Y es que dentro del marco anteriormente mencionado, se encuentra la obligación del legislador de no incorporar en las normas restricciones en el goce de los derechos de los sujetos, que se basen en diferencias de raza, sexo, condición social, edad, etc, y que no correspondan a criterios de razonabilidad y proporcionalidad. Esto implica que el legislador, en el desarrollo de su actividad, puede disponer incorporar a las normas elementos que impliquen diferenciación en el tratamiento de los destinatarios de las mismas, siempre y cuando éstos obedezcan a criterios de valoración relevantes. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) LIBERTAD ECONÓMICA: MANIFESTACIÓN DEL DERECHO GENERAL DE LIBERTAD La Sala de lo Constitucional ha sostenido con anterioridad que, en relación al proceso económico de un Estado, la Constitución proporciona el marco jurídico fundamental para la estructura y funcionamiento de la actividad económica, lo cual se conoce como contenido económico de la Constitución. Tales preceptos tienen por objeto regular, v. gr., la propiedad privada, la expropiación, planificación, potestades legislativas y ejecutivas, la libertad económica y en general, el conjunto de actividades que conforman el ámbito dentro del cual ha de desarrollarse la vida económica del país. En relación con la libertad económica, este tribunal ha dicho que ésta no es si no una manifestación más del derecho general de libertad, entendido como la posibilidad de obrar o de no obrar, sin ser obligado a ello o sin que se lo impidan otros sujetos –libertad negativa– así como la real posibilidad de las personas de orientar su voluntad hacia un objetivo, es decir, la facultad de tomar decisiones sin verse determinado por la voluntad de otros, incluido el Estado, denominada clásicamente libertad positiva, autodeterminación o autonomía. Así pues, la Constitución no contiene ninguna norma expresa que defina un determinado sistema económico. Sin embargo, la ideología de libertad que inspira y da contenido a la misma obliga a sostener que, en materia económica, debe existir un espacio suficiente de libertad para la actividad privada, que quede exento de intervencionismo y dirigismo estatales. Las medidas ordenadoras de la actividad económica han de ser suficientemente razonables y moderadas, fundadas en claros fines de bienestar general, y orientadas por el llamado "principio de subsidiaridad", según el cual el Estado debe ayudarlos, pero no destruirlos o absorberlos. Este principio sostiene la necesidad que el Estado no realice aquello que los particulares están en condiciones de hacer para el logro del bien común. No obstante lo anterior, si bien es cierto que el Estado debe desprenderse de funciones que los particulares pueden realizar con beneficio para el bien común, el principio de subsidiaridad también implica una acción positiva de aquél cuando la iniciativa privada no puede alcanzar por sí misma dicho bien común. En consecuencia, es válida la invocación del principio en mención para delegar en los particulares la prestación de servicios públicos y otras actividades semejantes, siempre que el Estado no se desentienda de prestarlos en casos necesarios y no rentables para la iniciativa privada. Para tal efecto, el art. 112 inciso 1 Cn. prescribe: "El Estado podrá administrar las empresas que presten servicios esenciales a la comunidad, con el objeto de mantener la continuidad de los servicios, cuando los propietarios o empresarios se resistan a acatar las disposiciones legales sobre organización económica y social". Asimismo, hay que recalcar con énfasis que una presencia estatal razonable para la gestoría de la política y de la actividad económicas es requerida por la Constitución. Tal como se expresó en la Sentencia de 26-VII-1999, dictada en el proceso de Inc. 2-92, la libertad económica, como manifestación del derecho general de libertad, se encuentra garantizada por la Constitución, en el sentido que no puede ser arbitrariamente determinada o condicionada, ya sea por el Estado o por cualquier particular; y, en caso de intentarse su vulneración, deben ponerse en marcha los mecanismos de protección de tal manifestación de la libertad. El derecho de libertad económica de cada uno, en cuanto libertad jurídica, únicamente puede existir y operar con sujeción a una serie de limitaciones constitucionales y legales, encaminadas a asegurar su ejercicio armónico y congruente con la libertad de los demás y con el interés y el bienestar de la comunidad. Por otra parte, la igualdad de oportunidades –que es parte de la igualdad constitucional– y la distribución razonablemente igualitaria de la libertad permiten inferir que el mercado irrestricto y la libre competencia absolutizada desvirtúan, en su aplicación y funcionamiento, el sentido humanista de los parámetros constitucionales que propugnan valores como la justicia, la igualdad, el bienestar general, y la misma libertad, que no queda en disponibilidad real de acceso para todos cuando una libertad económica sin limitaciones engendra marginalidad, desempleo, y condiciones indecorosas de vida para muchos sectores de la sociedad. LIBERTAD DE CONTRATACIÓN Como se ha dicho, entre los derechos comprendidos dentro de la libertad económica se encuentra la libertad de contratación; para los efectos de la presente sentencia, interesa analizar esta manifestación de la libertad económica. Según reiterada jurisprudencia de este tribunal, la libertad de contratación ofrece los siguientes aspectos: (i) el derecho a decidir la celebración o no celebración de un contrato, o sea la libertad de contratar como aspecto positivo, y la libertad de no contratar como aspecto negativo; (ii) el derecho de elegir con quién contratar; y (iii) el derecho de regular el contenido del contrato, o sea los derechos y obligaciones de las partes en virtud de la autonomía de la voluntad. El hecho que la contratación debe ser libre implica que debe ser el resultado de la decisión personal de los contratantes, por lo que no es admisible que el Estado pueda obligar a contratar, sobre todo dentro de las relaciones privadas. Sin embargo, tal libertad puede ser restringida en casos especiales de razonabilidad suficiente. La intervención del Estado en los contratos puede operar en dos órdenes principales diferentes: (i) con carácter permanente y anticipado, poniendo determinados marcos a la autonomía de la voluntad, y no reconociéndola más que dentro de ellos; y (ii) con carácter excepcional y transitorio, en situaciones de emergencia, y con un doble efecto: adoptando medidas sobre contratos celebrados anteriormente, que se hallan en curso de ejecución o cumplimiento, o bien adoptando medidas sobre los contratos que se van a celebrar en el futuro durante la misma época de emergencia. En cuanto a la relación que guardan la libertad económica y la libertad de contratación con el régimen de los servicios públicos, cabría señalar que, si bien la prestación de los mismos pertenece originariamente al Estado –y por ello podría pensarse que están excluidos totalmente del ámbito de protección de dichas libertades– tales servicios constituyen en su esencia actividades de tipo económico, por lo que sí estarían cubiertas por la libertad económica y la de contratación, aunque con un nivel de regulación y de limitación mucho más intenso que el permitido para el resto de actividades de esa naturaleza. Así pues, podríamos decir que la prestación de servicios públicos es uno de los casos especiales de restricción justificada a la libertad económica y a la libertad de contratación, en virtud de la necesidad y obligación del Estado de garantizar la continuidad de dichos servicios. Esto significa que el legislador puede regular y limitar con mayor rigurosidad el ejercicio de la libertad económica y de la libertad de contratación cuando se trata de actividades relacionadas con la prestación de servicios públicos. Ahora bien, dicha regulación y limitación no escapan de la obligación de respetar los principios de razonabilidad y de proporcionalidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 2-2002 de las 10:40 de fecha 8/11/2004 ) MUNICIPIO. LÍMITES DE SU COMPETENCIA El municipio como tal es un fenómeno que surge por el reconocimiento atributivo de caracteres jurídicos a determinados elementos sociales, territoriales, y políticos. Como un ente con personalidad jurídica es una creación del derecho y por ello, no es un concepto homogéneo sino plural que abarca realidades e intereses diferentes. La población es un verdadero sustrato, el territorio, aunque es elemento constitutivo y parte integrante, tiene solo un efecto delimitador de las poblaciones que se asientan en él. Desde la perspectiva de la distribución territorial del poder, deben observarse los criterios de interpretación para fijar el alcance de competencias ya asignadas, o como límites al ejercicio de las competencias que deben ser tenidos en cuenta por los poderes públicos. Mientras los principios constitucionales básicos cuentan con reglas de desarrollo en la propia Constitución, otros como el caso de la autonomía municipal deben ser desarrollados por el propio legislador, aunque no de manera absoluta. Y es que, la autonomía local que garantiza el art. 204 Cn. es una autonomía propiamente administrativa, en el marco y los límites de la ley. De manera que, si el marco de ejercicio de las competencias locales, se encuentra hasta cierto punto delimitado por el legislador, es de verificar si dicho cuerpo normativo en materia sancionadora representa la suficiente cobertura legal de la que se habló anteriormente a las disposiciones municipales que han sido impugnadas en esta oportunidad. Las disposiciones impugnadas, para que sean constitucionalmente válidas requieren como presupuesto básico que la "ley" señale la existencia de la conducta o de la omisión configuradora de una infracción administrativa y la imposición de una sanción determinada o al menos una habilitación dotada de cierto contenido material. El Código Municipal por su parte, se reduce a mencionar las sanciones que pueden establecerse a través de las Ordenanzas Municipales, y los límites cuantitativos en caso de la sanción de multa. Ello no implica en ningún momento algún tipo de predeterminación o habilitación, en los términos requeridos por este tribunal, para que el Concejo pudiese dictar las disposiciones impugnadas. De manera que, las conductas señaladas como supuestos de infracciones administrativas como el caso de la exhibición de animales y de objetos peligrosos, ha sido una decisión adoptada por dicho Concejo sin que existiera para ello una suficiente cobertura legal que legitimara su actuación en tal sentido. Es decir, en ninguna circunstancia, tales disposiciones pueden ser entendidas como el reflejo de la intención del legislador de castigar ciertas conductas que tuvieren que ver con aspecto relativos a la peligrosidad de ciertos animales y objetos en ciertas situaciones y que fueran objeto precisamente de las sanciones que menciona en el texto de las mismas. Lo mismo ocurre con el art. 49, que dispone la facultad del agente municipal para que pueda intervenir en la practica del secuestro de los elementos comprobatorios de la infracción, la cual implica, en términos generales, una acción que afecta negativamente derechos fundamentales, es decir, limita el ejercicio de derechos constitucionales sobre bienes que resulten necesarios para tal comprobación; por ello tal medida no puede estar regulada en una fuente no proveniente del órgano legislativo. Además, constituye una medida totalmente diferente a las que ha previsto el legislador en el Código Municipal. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 17-2003 de las 15:43 de fecha 14/12/2004 ) ORDENANZA REGULADORA DE LA COMERCIALIZACIÓN Y CONSUMO ALCOHÓLICAS ACTIVIDAD DE DE BEBIDAS BIENESTAR ECONÓMICO Es cierto que el bienestar económico, contenido en el art. 1 Cn., constituye una obligación básica del Estado, quien la cumple a través de múltiples funciones y servicios públicos como parte de las políticas públicas. Así, si un Estado prospera y genera un beneficio colectivo, la calidad de vida de las personas también mejorará, sin perjuicio, naturalmente, del esfuerzo personal que cada uno realiza para obtenerlo bajo los parámetros de los derechos de libertad económica que la misma Constitución protege. Efectivamente, la citada disposición señala en la parte final que el Estado fomentará los diversos sectores de la producción y defenderá el interés de los consumidores. En lo que respecta al fomento de los sectores de la producción este se lleva a cabo cuando el Estado genera incentivos fiscales, créditos blandos por medio de los bancos que él administra, capacitaciones y actualizaciones de personal para el mejoramiento de las áreas técnicas a través de institutos creados para tal fin, etc.; pero ello no implica que la regulación de los sectores de la protección, sobre todo en atención a los intereses de los consumidores, obstaculice el fomento de un sector. Por otro lado, debemos recordar que el derecho de los consumidores y sus diversas manifestaciones se ha desarrollado en las últimas décadas y constituye un derecho de tercera generación que la Constitución protege y garantiza. Por tanto, calificar y confundir la libertad que tiene la persona a consumir alcohol con el "derecho de los consumidores de alcohol" no es la forma más adecuada de interpretar la disposición referida, puesto que no se trata de un derecho general de protección a los consumidores sino un derecho específico de cierto grupo de personas que ocasional o frecuentemente se dedican a la ingesta de bebidas alcohólicas, situación que la ordenanza impugnada no limita, sino realiza una simple regulación en función de la protección del interés colectivo de los habitantes de ciertos sectores comerciales-residenciales, cuyos vecinos básicamente podrían ser afectados por los hechos, acciones u omisiones de personas que abusan de esta libertad; por lo que, prácticamente, la situación señalada es infundada y el motivo principal se reduce en puridad a la violación principal referida al derecho del trabajo, razón por la cual también sobre este punto deberá sobreseerse y así deberá establecerse en la parte resolutiva de esta sentencia. AUTONOMÍA MUNICIPAL La Sala de lo Constitucional ha establecido criterios recientes relativos a la autonomía municipal, así, en la Sentencia de Amp. 783-2002, de 13-XI-2003 se dijo, referente a los intereses locales que, están al servicio predominantemente de las pretensiones de las poblaciones correspondientes, sin salirse del marco material o de las competencias que han sido distribuidas constitucional y legalmente. Desde esta perspectiva, los intereses locales tienen por objeto –a partir de criterios políticos– la mejor organización de la circunscripción territorial de que se trate en las materias de su competencia (art. 204 Cn y arts. 3 y 4 del Código Municipal); es decir, la administración de aquellos aspectos que afecten propia y exclusivamente a una localidad o sector de la población (…); para la gestión de sus propios intereses, los municipios tienen constitucionalmente garantizada autonomía, sin que esto habilite para incidir en forma negativa sobre los intereses generales de la nación: los intereses locales son limitados y compatibles con la unidad en que en definitiva se insertan". Asimismo, en la Sentencia pronunciada el 11-XI-2001, en el proceso de Inc. 172001, se agregó: "en nuestro ordenamiento jurídico, por un lado, el legislador es quien mayoritariamente decide las competencias o atribuciones de los municipios y, por tanto, está en la obligación de respetar el marco creado por él mismo, sin perjuicio de las reformas que pudieran eventualmente producirse; y, por otro lado, la autonomía de los municipios salvadoreños los habilita constitucional y legalmente a intervenir en los asuntos que afecten a la comunidad local". Para complementar el análisis relativo al principio de igualdad es preciso analizar un aspecto básico señalado por la Municipalidad y es lo referente a la finalidad de la norma, ya que, si se trata de un interés eminentemente local, la razonabilidad debe fundamentarse en un tratamiento diferenciado ya que, es la esencia de la autonomía local la diferenciación entre la regulación que hace cada Municipio, y si ello tiene una base real, a partir de aspectos o circunstancias concretas de esa población, es constitucionalmente legítimo que se diferencie del resto del territorio. Tal tratamiento, diferenciado sería totalmente válido si el asunto fuera de naturaleza estrictamente local, no obstante, la finalidad es, según lo dice el Considerando II de la actual ordenanza, garantizar "la seguridad, la tranquilidad y el desarrollo integral de la persona", y eso no es local, sino nacional. INTERÉS NACIONAL Referente al interés nacional esta Sala ya ha establecido criterios específicos en la precitada Sentencia de Inc. 17-2001, de 11-XI-2003 y en la de Amp. 783-2002, de 13-XI-2003, en la que se dijo que este se refiere al interés de todos, es decir, lo que afecta al común de los ciudadanos que componen la totalidad de la comunidad; son intereses, pues, de la nación en su conjunto, como v. gr., la defensa de la soberanía, el respeto de los derechos fundamentales, etc. (…); en sustancia, es aquel conjunto de intereses de la colectividad que el poder público ha asumido como propios, en fase constituyente o como poder constituido, prestándoles sus medios públicos de gestión, conservación y defensa; por ello, el interés nacional puede ser considerado como equivalente a los intereses que debe hacer valer el Gobierno Central. Así pues, cuando la municipalidad se refiere a la seguridad, la tranquilidad y el desarrollo integral de la persona" –en el Considerando II de la actual ordenanza– está sobrepasando su autonomía local llegando a ser un objetivo de interés nacional siendo así que no se trata de una simple regulación sino de una limitación de derechos contenida en la actual disposición y así deberá declararse en el fallo de esta sentencia. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 27-2001Ac de las 10:00 de fecha 16/7/2004 ) POLÍTICA CRIMINAL: EFICACIA En la Sentencia de 14-II-1997, pronunciada en el proceso de Inc. 15-96, se dijo que es de la esencia de la función de administrar justicia en materia constitucional, el interpretar la Constitución y en ese sentido la Sala no tiene en principio más libertad que exteriorizar lo que la Constitución expresa y no algo contrario o diferente. Pues de hacerlo así, se estaría sustituyendo la voluntad del Constituyente por la voluntad del juez, y reemplazando lo prescrito en la Ley Fundamental por las preferencias o criterios personales del juzgador. Por ello, el juez constitucional no actúa conforme a su criterio y voluntad sino que es la voz y criterio de la voluntad del pueblo plasmado por escrito en un documento llamado Constitución. No significa lo anterior, desde luego, que la interpretación constitucional es una simple labor académica en que el juez constitucional se limita a leer el texto de la norma cuestionada y a desentrañar gramaticalmente su sentido, o sea, a establecer su significado formalmente manifiesto, sino que la interpretación constitucional, al igual o en mayor grado que toda interpretación jurídica, tiene que resolver un problema concreto planteado, una realidad política y social de la que no puede sustraerse. Ante el aparente contraste entre la prevención del delito y los postulados constitucionales que limitan el ius puniendi, resulta imperativo conciliar ambas exigencias: por un lado, debe recalcarse la imposición constitucional del Estado en cuanto a la estructuración de una política criminal eficaz, que posea los instrumentos necesarios y adecuados para combatir eficaz y eficientemente la delincuencia; pero, por otro lado, no debe olvidarse que, no basta con la eficacia, sino que la política criminal debe, a su vez, estar legitimada, es decir, que en la configuración de tales instrumentos se respete la normativa constitucional, específicamente en lo que se refiere a la vigencia de los derechos y garantías constitucionales. Es decir, el fenómeno delincuencial, efectivamente, es un aspecto que necesita ser regulado; sin embargo, el Estado –a través del legislador- debe respetar los parámetros constitucionalmente impuestos, ya desarrollados en los considerandos anteriores. Pues, no debe perderse de vista que, en nuestro medio, las "maras" constituyen un problema social que necesita de la intervención estatal, siempre con sujeción a la Constitución. POLÍTICA CRIMINAL: LEGITIMACIÓN En cuanto al segundo aspecto, es preciso manifestar que los parámetros de justificación racional y de legitimación política, en el caso de la actividad de gobierno –administrativa, económica o política– vienen constituidos sin más por el mero criterio de la aceptabilidad justificada en relación con el éxito práctico de la satisfacción del interés público o con el consenso mayoritario, resultando secundario en ella el requisito de la legitimidad constitucional como presupuesto de sus acciones. A la inversa, en el plano del Derecho Constitucional, y sobre todo en el de la jurisdicción, tanto ordinaria como constitucional, semejantes modelos de justificación son inaceptables, sobre todo en el ámbito penal; pues, para justificar las decisiones que concluyen un juicio penal, no basta que tenga éxito o que genéricamente satisfaga las funciones de prevención y de seguridad que también son propias del derecho penal, ni basta que reciban el consenso de la comunidad, pues ni la amplísima mayoría y ni siquiera la totalidad de los consensos pueden justificar que se acepte como presupuesto de una decisión penal contraria a la Constitución; y es que, no se puede sacrificar la libertad de una persona, de quien no se haya verificado post-facto la responsabilidad penal de su conducta, en aras a un supuesto interés popular o voluntad de la comunidad. En el Derecho Penal, la única justificación aceptable de las decisiones, es la representada por la validez y legitimidad de sus presupuestos jurídicos y fácticos, entendida esa validez y legitimidad precisamente como la concordancia o correspondencia con un sistema constitucional de valores, derechos y garantías del individuo. Sólo si se verifica dicha correspondencia, se puede impedir la prevaricación punitiva de intereses más o menos generales contra el particular, y vincular el juicio normativo y judicial a la estricta constitucionalidad. PRINCIPIO DE IGUALDAD: PROHIBICIÓN DE DISCRIMINACIÓN POR CONSIDERACIONES DE STATUS Sólo si el objeto del juicio penal –delito– consiste en un hecho empírico taxativamente determinado en todos sus elementos constitutivos –acción y resultado dañoso y su correspondiente atribución a un sujeto– puede ser objeto de prueba, así como de comprobación contradictoria e imparcial; en cambio, no se puede probar, y todavía menos contradecir, una acusación indeterminada o expresada mediante valoraciones inverificables o legalmente presuntas, por consideraciones de status. Y es que, en las tipificaciones donde la refutación es imposible –ya sea por sus conceptos vagos u oscuros, o por constituir situaciones delictivas con base en apariencias-, significa que la técnica de definición legal de las conductas punibles no permite juicios cognoscitivos, sino sólo juicios potestativos, de forma que la íntima convicción del juzgador se produce no sobre la verdad procesal sino sobre otros valores, o ya viene legalmente establecida. Esto ocurre cuando la hipótesis legal no está formada por proposiciones que designen hechos, sino sólo juicios de significado indeterminado en el tipo o que contengan presunciones o preclusiones normativas que exoneran a la acusación de la carga de la prueba y limitan la defensa y contradicción en el proceso. Asimismo, de ello es complementario el principio de igualdad jurídica ante la ley, pues las acciones u omisiones, cualquiera que los cometa, pueden realmente ser descritos por las normas como tipos objetivos de desviación y, en cuanto tales, ser previstos y probados como presupuestos de iguales tratamientos penales; mientras que toda prefiguración normativa de tipos subjetivos de desviación no puede dejar de referirse a diferencias personales, antropológicas, políticas o sociales y, por tanto, susceptibles de concluir en discriminaciones apriorísticas. Es decir, el principio de igualdad, prohíbe considerar como válidos los actos de discriminación entre los destinatarios de los preceptos penales por razón de raza, sexo u otras condiciones de status. Así, el programa penal de la Constitución es ante todo un modelo de identificación de la desviación punible, basado en hechos refutables, informado principalmente por los principios de lesividad, culpabilidad, estricta legalidad e igualdad. Es además un modelo estructural de Derecho Penal caracterizado por algunos requisitos sustanciales y procedimentales como la derivabilidad de la pena respecto del delito, la exterioridad de la acción criminal y la lesividad de sus efectos, la culpabilidad o responsabilidad personal, la imparcialidad del juez y su separación de la acusación, la carga acusatoria de la prueba y el derecho de defensa. Tales situaciones, no pueden ser obviadas por el ente encargado de la custodia de los postulados, valores, principios y derechos constitucionales, pues la supremacía material de la Constitución tiene asidero en el hecho que la misma es la expresión de los cánones ético-jurídicos sobre los cuales la comunidad ha logrado encontrar un cierto grado de consenso tal, que los ha plasmado en el cuerpo normativo, rector de la organización y funcionamiento del Estado, lo que implica una mayor carga de vinculación hacia quienes les corresponde cumplirla, por un lado, y hacerla cumplir, por otro, lo que asegura la influencia de la Constitución sobre la realidad normada. Por lo antes dicho, y dado que la Constitución representa el momento originario del Estado, valga decir, el punto a partir del cual se establece la orientación que han de seguir los sujetos encargados de ejercer las atribuciones por ella conferidas, cualquier expresión de los poderes constituidos que contraríe el contenido que mediante la misma se ha establecido, es susceptible de invalidación, independientemente de su naturaleza concreta o abstracta, pues se estaría dictando en contra de los parámetros básicos establecidos por la comunidad para alcanzar el ideal de convivencia trazado en la norma fundamental. Y es que, si las disposiciones constitucionales, a diferencia de los preceptos legales, no pretenden disciplinar conductas específicas o habilitar para que los órganos estatales o particulares realicen concretas actuaciones de ejecución; sino garantizar el respeto a determinados valores y principios, así como asegurar a los individuos los derechos que puedan operar como límites frente a la ley; es evidente la amplitud de la materia regulada por la Constitución, y el carácter sintético de muchos de sus preceptos, el significado valorativo de algunas de sus normas materiales, pero al mismo tiempo el correspondiente grado de apertura que permite la pluralidad de sus realizaciones, aspectos que diferencian netamente a la Constitución de las demás normas; la ley no es, en ese orden, ejecución de la Constitución como el reglamento es ejecución de la ley. Siendo por ello que el legislador no es ejecutor de la Constitución, sino un poder que actúa libremente en el marco de ésta, para lo cual requiere en muchos casos que el enunciado de esos preceptos constitucionales permita un ancho haz de interpretaciones diversas. El hecho de que los preceptos constitucionales vinculen al legislador supone en todo caso que los derechos fundamentales han de ser ejercitados en el ámbito de protección delimitado por aquél, a quien desde luego se le reconoce una habilitación constitucional –no exenta de límites– para condicionar dicho ejercicio con arreglo a una pluralidad de posibles ordenaciones. Ello supone, de un lado, que por tratarse de derechos y ser, por ello, inmediatamente vinculantes para los poderes públicos, el legislador se encuentra obligado, inexcusablemente, a arbitrar las condiciones de ejercicio del derecho, y, de otro, que –aún disfrutando en esta tarea de amplio margen de discrecionalidad- las condiciones impuestas han de ser compatibles con el contenido esencial de los derechos. Es por ello que no resulta válida la afirmación de estar habilitado constitucionalmente a emitir su producción legislativa en virtud del art. 131 ord. 5 Cn., si es contraria a toda la gama de principios, valores y derechos establecidos en el resto de artículos constitucionales; es decir, la potestad que del art. 131 ord. 5 Cn., deriva para el Órgano Legislativo, no es una autorización en razón de la cual se ignore el resto de límites impuestos por la Constitución, especialmente en relación con el poder punitivo del Estado. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) PRESCRIPCIÓN DE LAS ACCIONES JUDICIALES DERIVADAS DE LOS CONTRATOS BANCARIOS El art. 995 del Código de Comercio dispone que las acciones derivadas –entre otros– de los contratos de sociedad, compraventa, suministros, comisión, estimatorio, de crédito bancario, prescribirán a los dos años. Por su parte, el art. 74 Ley de Bancos establece: "no obstante su naturaleza mercantil, las acciones derivadas de los contratos de crédito otorgados por los bancos y el Fondo de Saneamiento y Fortalecimiento Financiero, prescribirán a los cinco años contados a partir de la fecha en la que el deudor reconoció por última vez su obligación". De acuerdo a lo anteriormente expuesto, se tiene que únicamente los bancos y el Fondo de Fortalecimiento Financiero disponen de un plazo más extenso para poder promover las acciones judiciales correspondientes, y así recuperar el dinero; pues las acciones derivadas del resto de contratos mercantiles continúan prescribiendo a los dos años. La prescripción es una figura que algunas veces denota el modo de adquirir el dominio y otros derechos reales, como el usufructo, el de uso o habitación, las servidumbres, sobre cosa ajena. Otras veces significa el modo de extinguir las acciones o derechos, por haberse poseído las cosas y no haberse ejercido dichas acciones y derechos durante cierto lapso, y concurriendo los demás requisitos legales. Definida así la prescripción en forma omnicomprensiva, el Código Civil la trata en el Libro Cuarto incluyendo todas las especies de ellas en los modos de extinguir las obligaciones. La prescripción como modo de extinguir los derechos y acciones derivados de los contratos bancarios, es la excepción que resulta luego de haber transcurrido el lapso a que ha limitado la ley la duración de las acciones que nacen del crédito. Cuando el acreedor ha dejado transcurrir ese tiempo sin intentar su acción, el deudor adquiere contra él una prescripción que opone a su demanda. Esta prescripción está fundada sobre una presunción de pago o condonación de la deuda, que resulta precisamente por el hecho de haber trascurrido ese tiempo, pues no es regular que un acreedor descuide por tanto tiempo el pago de su deuda. De ahí que la figura de la prescripción se haya establecido en pena de la negligencia del acreedor. Habiéndole dado la ley un tiempo durante el cual pueda intentar la acción que ella le dé para hacerse pagar, no merece ya ser escuchada en lo sucesivo. Dicha excepción encuentra su fundamento en razones de seguridad, pues al derecho también le interesa sobremanera liquidar ciertas situaciones inestables, impidiendo que puedan ser objeto de revisión después de pasado cierto tiempo. Por otra parte, el cuidado que debe tener un deudor de conservar en su poder los recibos que prueban el pago que él ha hecho, no ha de ser eterno, y así procede fijar un término a cuyo cabo se le declare ya sin obligación de presentarlos. De tal manera que se concibe a la figura de la prescripción, más que un modo de extinguir el vínculo obligatorio, como una causal de caducidad de la acción del acreedor. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 8-2003Ac de las 15:43 de fecha 22/12/2004 ) PRESUPUESTO El Presupuesto puede definirse como estimación financiera de los recursos que se espera percibir en un ejercicio fiscal determinado, y la proyección de las erogaciones que con los mismos se haga. Además, el presupuesto puede considerarse como la ordenación en la asignación de recursos y en la ejecución en el proceso de gastos, materializado en una ley. En ese orden de ideas, la Ley del Presupuesto de cada ejercicio fiscal es el Decreto Legislativo contable que planifica la actividad financiera del Estado y limita al gobierno en el manejo de los recursos y gastos públicos plenamente distribuidos y asignados, atendiendo a las necesidades públicas según sus respectivas prioridades. Es así como el Gobierno tiene una actividad planificada para un año, que necesita se materialice a través de una ley, la cual incluya el conjunto de gastos y recursos necesarios previstos por adelantado, para la consecución de sus fines; con la obligación que dicha distribución se haga de manera equilibrada, es decir, que contenga una combinación ajustada, sensata y moderada de los elementos que componen el presupuesto. Ante ello, nota característica de la noción de presupuesto es su inserción en el ordenamiento jurídico financiero, a través de un reparto de competencias condicionadas según la etapa en que se encuentre el ciclo presupuestario; pues, ese reparto de competencias en el campo presupuestario, inevitablemente genera para éste una estructuración en la participación de los órganos que intervienen. En efecto, el ciclo presupuestario se compone de diversas fases o sucesión de distintos momentos que afectan al presupuesto; entre las cuales resulta pertinente destacar la aprobación y ejecución. En esa lógica procedimental del presupuesto, debe analizarse las atribuciones que a cada institución le corresponde en el proceso de asignación de los recursos públicos. En cuanto a la etapa de aprobación legislativa, la Constitución, al establecer las potestades de la Asamblea en materia presupuestaria, ha determinado que corresponde a dicho órgano decretar el presupuesto de ingresos y egresos de la Administración Pública, así como sus reformas -art. 131 ord. 8 Cn.-. Para el caso del Ejecutivo, específicamente en cuanto a la conducción de las finanzas públicas -artículo 226 Cn. y en la misma lógica, el artículo 228 Cn.- la Constitución prevé su participación en la elaboración del proyecto de presupuesto así como en la concreción o ejecución del mismo. Dentro de esa misma línea de razonamiento, lo importante a saber es, primero, en qué momento se originan o nacen las reformas al presupuesto en los términos del arto 131 ord. 8 Cn y, segundo, qué tipos de modificaciones al presupuesto suponen una necesidad de reformarlo, aspecto que pasa a dilucidarse a continuación. Establecida la idea que subyace en la noción de Presupuesto, corresponde ahora determinar qué debe entenderse por reforma en el artículo 131 ordinal 8 Cn. PRINCIPIO DE LEGALIDAD FINANCIERA EN MATERIA PRESUPUESTARIA El principio de legalidad financiera en materia presupuestaria, se concreta como reserva de ley al determinarse constitucionalmente la atribución de la competencia del Órgano Legislativo para la aprobación del Presupuesto. Además, esa aprobación legislativa implica un límite al Ejecutivo en cuanto a que no pueden hacerse más gastos públicos que los autorizados, o sea, el Ejecutivo al disponer del crédito presupuestario, ha de hacerlo de acuerdo con la finalidad especifica consignada en cada uno de ellos -principio de especialidad cualitativa y cuantitativa-, norma técnica indicativa de las actuaciones de la administración pública que nuestro Constituyente recogió en el artículo 228 inciso 1 de la Constitución. Sin embargo, y por las previsiones y circunstancias a que se enfrenta en su ejecución la Ley del Presupuesto, cabe admitir la posibilidad que lo originalmente previsto por el Legislativo pueda sufrir modificaciones excepcionales en la fase de ejecución presupuestaria; es decir, que no puede limitarse al Órgano Ejecutivo -órgano político con mayor capacidad de reacción y de gestión ante las necesidades emergentes- a un plan financiero estático, sino que la misma ley puede y debe prever modificaciones excepcionales al mismo. TRANSFERENCIA DE CRÉDITOS PRESUPUESTARIOS Al respecto, es preciso señalar que doctrinariamente se maneja la posibilidad que dicho principio admita excepciones; tal es el caso de las transferencias de créditos presupuestarios. Es decir, existen límites a la especialidad cualitativa, limitaciones que se concretan en las transferencias de créditos presupuestarios, que se materializan en la posibilidad que el Ejecutivo acuerde excepcionalmente destinar créditos inicialmente previstos para una determinada finalidad a otra distinta, no prevista o dotada con un crédito suficiente. Pero es indispensable aclarar que se requieren diversos supuestos: debe en primer lugar tratarse de economías presupuestarias producidas en la ejecución del presupuesto, en segundo término, deben transferirse de acuerdo a ley previamente emitida, para atender necesidades imprevistas, prioritarias y emergentes, surgidas en la fase de ejecución presupuestaria, como es el caso de desastres naturales, epidemias, conflictos externos o internos, es decir debe tratarse de situaciones que no pueden preverse de manera explícita y casuística pero que de hecho se dan y que ameritan un nivel razonable de flexibilidad. Tales transferencias puede ser al interior de las mismas categorías de asignaciones, o entre distintas unidades presupuestarias contempladas en la Ley de Presupuesto, en las disposiciones impugnadas. En estos casos, no se produce una modificación posterior del monto global del presupuesto, sino una reorientación interna del mismo. Las modificaciones al presupuesto que se materializan a partir de transferencias entre asignaciones de distintas unidades presupuestarias, implican un traslado de recursos de un sector a otro, sin que con ello se impacte el volumen del presupuesto que ya fue autorizado por la Asamblea. Dentro del contexto del significado y alcance de una reorientación o reasignación de recursos, ésta no significa una distorsión o alteración de los límites previamente aprobados por la Asamblea. En ese orden de ideas, la reforma presupuestaria se da principalmente cuando se produce una modificación en el monto del presupuesto autorizado, ya sea porque se adicionan recursos -independientemente de la fuente de los mismosque no se contemplaban inicialmente en el presupuesto, o se disminuye el volumen del monto autorizado. Por el contrario, las transferencias son traslados de recursos de un sector a otro, previamente autorizados en disposición legislativa, en situaciones excepcionales, sin que con ello se impacte el volumen del presupuesto que ya fue autorizado por el Órgano Legislativo. Cuando la reordenación presupuestaria se origina dentro de la etapa de la ejecución del presupuesto, situación en la que el Órgano Ejecutivo hace uso de los créditos que la Asamblea Legislativa previamente le ha autorizado gastar para el desarrollo de sus funciones, y se ve en la necesidad de hacer transferencias entre distintas partidas, dicha operación no requiere la aprobación legislativa, y nos encontramos dentro de la zona de competencia del Ejecutivo. Sin embargo, si las transferencias suponen una incorporación de modificaciones que afectan directamente el volumen del presupuesto general votado, alterando el techo de crédito originalmente autorizado, requieren la aprobación legislativa. De lo anterior se colige que los artículo 2 y 8 de la Ley de Presupuesto para el ejercicio financiero fiscal 2004, contienen un desarrollo normativo circunscrito exclusivamente a la parte operativa, dentro de la ejecución presupuestaria autorizada por el Legislativo, a partir que la cual se faculta al Órgano Ejecutivo a realizar las transferencias necesarias para la consecución de sus fines. Facultad que se justifica cuando se presentan las situaciones y circunstancias aludidas: economías producidas en la fase de ejecución presupuestaria, destinadas a cubrir necesidades prioritarias e imprevistas por el Órgano gestor y a cuyo cargo se encuentra constitucionalmente asignada, la dirección de las finanzas públicas. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 26-2004 de las 09:00 de fecha 25/10/2004 ) PRETENSIÓN DE INCONSTITUCIONALIDAD El art. 1 de la L. Pr. Cn. califica al trámite con el cual se resuelven las demandas de inconstitucionalidad, como proceso. En adición a tal calificación, desde la Sentencia de fecha 14-XII-1995, pronunciada en el proceso de Inconstitucionalidad, clasificado bajo el número, 17-95, Considerando 11, se ha venido sosteniendo por este tribunal que el objeto de todo proceso es la pretensión procesal, "entendida como la petición fundada de la parte para que la entidad jurisdiccional actúe en determinado sentido respecto de un bien", la cual "ejerce una importante función determinadora del proceso, pues éste se inicia, mantiene y concluye para satisfacerla o decidirla". Ahora bien, en relación con los elementos jurídicos y fácticos, es válido traer a colación que, estando el proceso de inconstitucionalidad configurado como un control abstracto sobre la legitimidad constitucional de disposiciones generales, para que la pretensión que le da origen sea admisible y procedente, no es necesario una impugnación contra actos concretos a los cuales el titular de la pretensión atribuya efectos de vulneración a algún elemento del contenido constitucional. Es así, que ante la inexistencia de hechos, en términos generales, el fundamento jurídico está configurado por el señalamiento preciso de la o las disposiciones impugnadas y la disposición o disposiciones constitucionales propuestas como parámetro de control; por su lado, el fundamento material o sustrato fáctico de la pretensión de inconstitucionalidad, está constituido, en primer lugar, por el establecimiento del contenido del objeto y del parámetro de constitucionalidad, y, en segundo lugar, por las argumentaciones expuestas tendentes a evidenciar las confrontaciones internormativas por el actor, entre el contenido de uno y otro. Así, para estar acorde al art. 6 ord. 3 de la Ley de Procedimientos Constitucionales, pueden presentarse las siguientes situaciones. Para el caso de pretender la eliminación de determinados artículos de un cuerpo normativo, el fundamento material debe indicar en todo caso las razones de la supuesta violación, confrontando - como vía única en esta clase de proceso- el contenido del objeto con el parámetro constitucional, de tal suerte que se aprecie la confrontación internormativa advertida por el demandante. Ahora bien, si la impugnación es general, es decir, que lo pretendido por el demandante es la declaratoria de inconstitucionalidad de todo un cuerpo normativo, aquél tendrá dos vías para establecer el fundamento material o sustrato fáctico: la primera, evidenciar la inconstitucionalidad de cada uno de los artículos que conforman la ley, decreto o reglamento, de la misma forma que se explicó en el párrafo anterior -, y la segunda, señalar claramente, la o las disposiciones que se consideren los pilares fundamentales del cuerpo normativo en cuestión, sin los cuales tales cuerpos perderían su razón de ser, para luego confrontar sus contenidos con el contenido material de las disposiciones constitucionales que se plantean como parámetro de control. Aunado a lo anterior, y entendida la pretensión como elemento integrante del objeto del proceso -junto con la resistencia u oposición realizada por las autoridades demandada -, es indudable concluir que aquella no puede ser configurada y planteada más que por el demandante o sujeto activo, pues los tribunales están sometidos, y la Sala de lo Constitucional no es la excepción, a un estatuto constitucional que, inter alia, comprende el principio de imparcialidad a que se refiere el art. 186 ord. 5' Cn., y el principio dispositivo sobre la pretensión y su resistencia. Es más, constante jurisprudencia de este Tribunal ha manifestado que, cuando la causa petendi de la pretensión de inconstitucionalidad radica en la existencia de una supuesta violación al principio de igualdad consagrado en el artículo 3 de la Constitución de la República, aquélla, para estar plenamente configurada desde el punto de vista fáctico, debe incluir lo que la doctrina y esta Sala han denominado tertium comparationis, en el sentido de evidenciar la situación fáctica de las realidades que se comparan. Asimismo, la construcción jurisprudencias obliga a que en estos casos el fundamento material o sustrato fáctico de la pretensión conlleve la explícita determinación de la supuesta irrazonabilidad o desproporcionalidad de la diferenciación -o equiparación- contenida en la disposición que adolece de la supuesta inconstitucionalidad. Y es que, en efecto, un trato desigual no implica per se una violación constitucional, salvo cuando sea carente de razón suficiente: la diferenciación o equiparación arbitraria. En conclusión, el necesario establecimiento - dentro del sustrato fáctico de la pretensión del tertium comparationis y de la supuesta arbitrariedad de la diferenciación, se exige rigurosamente en razón de que tanto el juicio de razonabilidad como el de proporcionalidad, se convierten en los elementos determinantes para poder apreciar una posible vulneración al principio de igualdad y , por tanto, su ausencia o establecimiento defectuoso provoca también que no pueda entrarse al fondo del asunto. En relación a lo anteriormente advertido, es de señalar que uno de los puntos de la pretensión de los demandantes, que se analizará para dilucidar si existe o no defecto absoluto para su conocimiento de fondo en esta etapa procesal, es el relativo a la supuesta inconstitucionalidad de los artículos cincuenta y uno ordinal tercero y ciento cuarenta y cinco ambos de la Ley Orgánica Judicial, por violación al derecho de igualdad consagrado en el artículo tres de la Constitución, pues consideran los peticionarios que dichas disposiciones establecen un tratamiento diferenciado para la autorización del ejercicio de la abogacía y del notariado, por cuanto respecto de este último asunto señalan que previamente hay que realizar un examen de suficiencia ante una Comisión de la Corte Suprema de Justicia, sin existir razón para ello, pues el texto constitucional no hace ninguna diferencia la respecto. Como se mencionó antes, cuando la causa petendi de la pretensión de inconstitucionalidad radica en la existencia de una supuesta violación al principio de igualdad consagrado en el art. 3 Cn., aquélla, para estar plenamente configurada desde el punto de vista fáctico, debe de incluir, por un lado, lo que la doctrina y esta Sala han denominado tertiúm comparationis y, por otro, la explícita determinación de la supuesta irrazonabilidad o desproporcionalidad de la diferenciación o equiparación contenida en la disposición o disposiciones que adolecen de la supuesta inconstitucionalidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 36-2002ac de las 14:20 de fecha 6/1/2004 ) El proceso de inconstitucionalidad es una herramienta de que se vale el Estado, perteneciente al Derecho Procesal, para proteger los derechos constitucionales de las personas, satisfaciendo pretensiones de esta naturaleza y solucionando –aún de modo indirecto– controversias. La pretensión procesal –objeto del proceso– requiere, para su viabilidad, la existencia de ciertos elementos objetivos y subjetivos, además de los necesarios argumentos –la causa– que se traducen en una circunscripción en la invocación del derecho y la narración de los hechos que originan su planteamiento. En efecto, la causa de inconstitucionalidad, o los argumentos de inconstitucionalidad, está configurada: (i) por el señalamiento preciso de la o las disposiciones impugnadas y la o las disposiciones constitucionales propuestas como parámetro de control; (ii) por el establecimiento del contenido de las disposiciones objeto y parámetro; y (iii) por las argumentaciones expuestas tendentes a evidenciar las confrontaciones internormativas –percibidas por el actor– entre el contenido de las disposiciones o cuerpo normativo sujeto a control de constitucionalidad y el contenido de las disposiciones o la disposición de la ley suprema propuesta como parámetro de dicho control. En relación con lo anterior tenemos que, entendida la pretensión como parte del objeto del proceso –junto con la resistencia u oposición realizada por las autoridades demandadas–, es indudable concluir que aquella no puede ser configurada y planteada más que por el demandante o sujeto activo. Y es que, si bien el art. 80 Pr.Cn. autoriza a esta Sala a suplir de oficio los errores u omisiones pertenecientes al derecho en que incurren las partes, ello sólo es aplicable a los procesos de amparo y de hábeas corpus, no así al de inconstitucionalidad, pues, ante la ausencia de hechos, la "suplencia" que la Sala realizara en relación con el objeto y el parámetro, así como con las confrontaciones internormativas que deben decidirse, en realidad no sería otra cosa que la configuración de oficio del objeto del proceso. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 17-2003 de las 15:43 de fecha 14/12/2004 ) IMPROCEDENCIA En reiterada jurisprudencia esta Sala ha sostenido que el objeto material y esencial para la subsistencia de la pretensión constitucional en general es que la disposición o cuerpo normativo impugnado se encuentre vigente; por el contrario, al no preservarse tal objeto de control, la pretensión carece de sentido pues no existe el sustrato fáctico sobre el cual pronunciarse. Y es que, el proceso de inconstitucionalidad persigue como finalidad un pronunciamiento que surta efectos jurídicos en la realidad sometida al conocimiento de este tribunal –invalidación de la disposición que resulte contraria a la Constitución-; tal efecto solo puede ser alcanzado qz por la sentencia estimatoria si el objeto de control se encuentra vigente. Por lo antes dicho, es dable concluir que si la pretensión traída al conocimiento de esta Sala, conlleva la impugnación de una disposición o cuerpo normativo que no se encuentra vigente, la misma carece de objeto; y si ello se advierte antes de la admisión de la demanda –in limine litis- debe rechazarse su juzgamiento mediante la figura de la improcedencia. De lo contrario –sustentar un proceso cuya pretensión es defectuosa o resulta inocua- se realizaría un dispendio jurisdiccional intrascendente, precisamente por la imposibilidad de emitir un pronunciamiento que surta efectos en la realidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 15-2004 de las 11:30 de fecha 16/7/2004 ) PRINCIPIO DE CAPACIDAD ECONÓMICA O CONTRIBUTIVA El principio de capacidad económica o contributiva –también llamado "capacidad de pago"– consiste en la aptitud económico-social de una persona para contribuir al sostenimiento del Estado, enfocándose más en las posibilidades que en la idea de sacrificio económico; por ello, de acuerdo a la doctrina tributaria, la capacidad económica se mide por índices (patrimonio, renta) o por indicios (gastos, transacciones, etc.). En efecto, en la tarea de concretar normativamente el principio de capacidad económica, la doctrina contribuye poderosamente a definir los hechos indicativos de capacidad económica, a través del denominado "principio de normalidad", según el cual, el legislador, cuando configura una determinada situación como hecho imponible, está atendiendo a un supuesto que, normalmente, es indicativo de capacidad económica. Por otro lado, se sostiene de forma abstracta que este principio propicia que los tributos no sólo se establezcan en beneficio del fisco, sino también del contribuyente, pues existen situaciones en las cuales éstos se ven acosados administrativa o judicialmente por los organismos recaudadores, en virtud de situaciones tributarias formales que no son demostrativas de la realidad económica, con lo cual, el fisco vulnera dicho principio. Entonces, la capacidad económica es un principio tributario que tiende a evitar la arbitrariedad y la violación al mínimo vital (una cantidad que no puede ser objeto de gravamen, toda vez que la misma se encuentre afectada a la satisfacción de la necesidades mínimas vitales de su titular), pues responde al encomiable propósito de justicia tributaria a ser tenido en cuenta por los órganos emisores, aunque respetando su libre configuración normativa y su valoración política de la realidad económica. Finalmente, una visión más amplia del tradicional principio de capacidad económica pone en relación dicho principio con otros principios del ordenamiento tributario, tales como el de igualdad y el de progresividad, siendo este último una manifestación del principio constitucional de proporcionalidad. De acuerdo a nuestra Constitución, en específico su art. 131 ord. 6º, los tributos deben emitirse "en relación equitativa". Este mandato, pues, contiene sin lugar a dudas la base constitucional que hace exigible el cumplimiento de los limites materiales de la potestad tributaria. Una de las manifestaciones de esta "relación equitativa" es la capacidad económica o contributiva; sin embargo, esta no puede aplicarse automáticamente a todas las clases de tributos establecidas constitucionalmente –impuestos, tasas y contribuciones especiales–, puesto que no debe desconocerse la verdadera naturaleza de cada una de ellas. En efecto, para el caso de las tasas, este tribunal considera que la base imponible parte esencialmente de criterios directamente relacionados con la naturaleza del tributo y que revelan el costo del mantenimiento del servicio administrativo prestado, o bien el valor de la contraprestación estatal o municipal; sin embargo, en algunos supuestos sí se tendrá que considerar, además, la capacidad económica del contribuyente, p. ej. cuando se advierta que el costo del servicio o de la contraprestación es excesivo para el nivel económico de los destinatarios del tributo, en cuyo caso la administración tendrá que soportar parte de sus costos. En resumen, se considera que para el caso de las tasas, salvo las excepciones antes mencionadas, no existe la obligación material de tomar en consideración la capacidad económica del contribuyente a la hora de establecer el monto del tributo, puesto que ello depende de la contraprestación que reciben los administrados; sin embargo, ello no obsta para que la fuente tributaria la tome en consideración de forma voluntaria. Y así habrá que entender las concreciones legislativas que existan al respecto, como la establecida en el art. 130 inc. 2 de la Ley General Tributaria Municipal: "Para la fijación de las tarifas por tasas, los Municipios deberán tomar en cuenta los costos de suministro del servicio, el beneficio que presta a los usuarios y la realidad socio-económica de la población". Y es que, aunque anterior jurisprudencia no lo haya especificado de esta forma, en los casos de la prestación de un servicio público –como sucede con las tasas–, la base imponible debe partir esencialmente de criterios que revelan el costo de la prestación o servicio, en otras palabras, el "sacrificio" que importa para la administración la prestación estatal o municipal o bien el servicio individualizado, de tal manera que debe existir, en primer lugar, una íntima relación entre la calidad del servicio o la naturaleza de la prestación estatal o municipal y el valor de éstas actividades; y en segundo lugar, entre el valor de dicho servicio o prestación y el monto de la tasa. Por otro lado, tenemos también que del art. 131 ord. 6º Cn. se desprende la proporcionalidad que debe guardar todo tributo –independientemente de su naturaleza–, puesto que dicha exigencia está inspirada en la objetividad del valor del cobro, sea este para amortizar los costos de los servicios administrativos directos o para financiar el sostenimiento de las actividades y fines estatales. De tal manera que, para el caso de las tasas, debe existir una relación proporcional entre el servicio y el valor de la prestación así como entre dicho valor y el monto de la tasa, para considerar –junto con el cumplimiento de los demás límites materiales– que es un tributo "equitativo". En efecto, la amortización del gasto originado por la prestación del servicio administrativo, por parte de los contribuyentes, no debe exceder desproporcionadamente el costo global o el presupuesto del servicio instituido por los entes competentes, ni tampoco ser de tal desproporción que anule previsiblemente los beneficios económicos que los solicitantes del servicio o contraprestación estatal o municipal puedan percibir como producto de la explotación de sus actividades. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 20-2003 de las 10:00 de fecha 14/12/2004 ) PRINCIPIO DE CULPABILIDAD En su sentido más amplio, el término culpabilidad se contrapone al de inocencia, sin embargo, bajo la expresión principio de culpabilidad se incluyen diferentes límites al ius puniendi, que tienen en común exigir, como presupuesto para la determinación legislativa del delito y la consecuente aplicación judicial de la pena, que pueda recaer en quien cometa el hecho que motiva tal aplicación. En esa línea, el art. 12 Cn. establece que toda persona a quien se impute un delito, se presumirá inocente mientras no se pruebe su culpabilidad; para ello es preciso, en primer lugar, que no se conciba como responsable a un sujeto por hechos ajenos –principio de personalidad de las penas–; en segundo lugar, no pueden calificarse y por tanto castigarse como delito las formas de ser, personalidades o apariencias, puesto que la configuración de su responsabilidad es de difícil determinación, distinto a los hechos o conductas plenamente verificables –principio de responsabilidad por el hecho–, y la consecuente proscripción de un derecho penal de autor; además es preciso que el hecho constitutivo de delito sea doloso, es decir, que haya sido querido por su autor, o cuando se haya debido a su imprudencia –exigencia de dolo o culpa–; así también, para que una persona pueda ser considerada como culpable de un hecho doloso o culposo, éste ha de ser atribuible a su autor, como producto de una motivación racional normal –principio de imputación personal o culpabilidad en sentido estricto–, ello sucede cuando el sujeto del delito es imputable. En relación con el segundo de ellos –principio de responsabilidad por el hecho–, es viable afirmar que éste se opone a la posibilidad de penalizar la apariencia o modo de ser de las personas; enlaza este principio con el de lesividad pues, en la creación de tipos penales, el mandato de protección de bienes jurídicos proclama la punición de una conducta dañosa de dichos bienes jurídicos fundamentales e instrumentales, o cuando menos que los ponga en un peligro lo suficientemente potencial de producir daño; en ese sentido la Constitución, al consagrar la presunción de inocencia en el art. 12 y la protección de bienes jurídicos en su art. 2, proscribe el derecho penal de autor. Al presuponer determinadas valoraciones legislativas, las normas y principios jurídico-penales implican una función preventiva limitada por los valores a cuya protección sirven; en consecuencia, la peligrosidad y apariencia predelictual no son conductas que se puedan prohibir ni castigar, es decir los imperativos contenidos en normas punitivas no pueden referirse al modo de ser de las personas, sino a los resultados de sus hechos lesivos de bienes jurídicos tutelados. Pues la finalidad necesaria y racional a realizar por el Derecho Penal, es posibilitar la vida en comunidad a través de la protección de bienes jurídicos, mediante la actuación encaminada a prevenir el delito de aquellas personas que no son potenciales delincuentes, sino de aquellos que ya han cometido un ilícito. Y es que, la exigencia de lesión o puesta en peligro de los bienes jurídicos requiere que lo que se incrimine sean hechos y no meros pensamientos, actitudes o modos de vida, comportando la exigencia de un derecho penal de hecho, al que se opone la idea autoritaria de un Derecho Penal de autor, que se plasma, generalmente, en leyes de peligrosidad social. La idea del principio de culpabilidad nace principalmente en el principio de responsabilidad de las penas, y en el principio de exigencia de dolo o culpa; el primero de ellos limita la responsabilidad penal a los autores del hecho delictivo y a los que participen en él como inductores, coautores o cómplices. En ese orden de ideas, habida cuenta la asimilación legislativa, el principio de culpabilidad reclama el rechazo de la responsabilidad objetiva y la exigencia que el delito se cometa dolosamente o, al menos, por imprudencia, es decir, a propósito o por una inexcusable falta de cuidado, lo que excluye la responsabilidad por resultados vinculados causalmente a la conducta del sujeto, que no eran previsibles ni evitables. Pero además, el principio de culpabilidad, como principio básico del Derecho Penal, también implica una contraposición al Derecho Penal de autor, pues deslegitima la punición de conductas sin el elemento subjetivo del delito; es decir, a partir de dicho principio ningún hecho o comportamiento humano es valorado como acción si no es fruto de una decisión, por tanto, no puede ser castigado, y ni siquiera prohibido, si no es intencional, esto es, realizado con la conciencia y voluntad necesarias en una persona capaz de comprender y de querer producir un resultado dañoso. Por el contrario, el primer aspecto que resalta en un Derecho Penal antigarantista, es la concepción no formalista, sino ontológica o sustancialista, de la desviación penalmente relevante; según esta concepción, el objeto de conocimiento y tratamiento penal no es solamente el delito, en cuanto formalmente previsto en la ley, sino la desviación criminal en cuanto inmoral o antisocial y, más allá de ella, la persona del delincuente, de cuya maldad o antisocialidad se sospecha; en ese sentido, el delito es visto como una manifestación contingente –no suficiente para justificar el castigo–, confiriéndole relevancia penal sólo en cuanto síntoma alarmante de la peligrosidad de su autor. En el plano de las técnicas jurídicas, estas representaciones se reflejan en una desvalorización del papel de la ley como criterio exclusivo y exhaustivo de definición de los hechos punibles, mediante la previsión de figuras de delito elásticas e indeterminadas, idóneas para connotar en términos vagos o valorativos modelos globales de desviación, en vez de denotar unívocamente supuestos típicos criminosos empíricamente determinables; identificando al sujeto como delincuente desde un punto de vista ético o naturalista, aun antes de realizar una conducta dañosa. Mientras que en el plano de las medidas de control –penas–, todas estas serían irrogadas, ya no como consecuencia de hechos lesivos de bienes jurídicos judicialmente probados, sino de supuestos variadamente subjetivos como la mera sospecha de haber cometido un delito, apariencia no aceptada socialmente, peligrosidad social del sujeto legalmente presunta conforme a condiciones personales o de status social. Los delitos en los cuales no se exige la intencionalidad del sujeto, pertenecen a un sistema sin culpabilidad, que se refleja en un ordenamiento penal primitivo informado por la responsabilidad objetiva, ligada, no al conocimiento y voluntad de la acción o del hecho delictivo, sino a un criterio de resultado. Este sistema, en puridad, es un ordenamiento que privilegia estructuralmente la función penal de la defensa social y que, por ello, descuida el elemento subjetivista de la culpabilidad, reputándolo irrelevante en el plano teórico. Mediante estas figuras delictivas de responsabilidad objetiva, presunta o sin culpa, resultan debilitados también la carga de la verificación empírica de los nexos de causalidad y de imputación que enlazan imputado y delito, junto con el resto de garantías procesales en materia de prueba y defensa. Todo lo anterior no se contrapone, en modo alguno, a la aplicación de medidas y soluciones ante la concreción de hechos o acciones preparatorias tendentes o dirigidas a la comisión de delitos, o que en caso de ejecutarse, procuren evitar la identificación de los ejecutores, al alterar su apariencia personal artificialmente para crear confusión. SUBPRINCIPIO DE IMPUTACIÓN En otro orden, y como otra manifestación del principio de culpabilidad, el subprincipio de imputación personal impide penalizar al autor de un hecho antijurídico que no alcance determinadas condiciones psíquicas, que le permitan un acceso normal a la prohibición infringida. Es lo que sucede en el caso de los inimputables, ya sea por ser menores de edad, ya por causa de enfermedad mental, defecto de inteligencia o percepción, o trastorno mental transitorio. Este principio se apoya en la necesidad que el hecho punible "pertenezca" a su autor no sólo subjetiva y materialmente, sino que también como producto de una racionalidad normal que permita verlo como obra de un ser con suficientemente discernimiento. Tal situación se justifica además en el principio de igualdad, pues la exigencia de imputación personal como presupuesto de la punición de las conductas delictivas, obliga a diferenciar a las personas según su capacidad de discernimiento delictivo, es decir, sería contrario a la igualdad pretender que se impongan penas a personas que no gozan de la misma capacidad de motivación normal, siendo que las mismas están previstas para quienes pueden ser motivados por la ley penal; pues, frente al sujeto que dispone de una racionalidad que le hace normalmente accesible a la norma penal, es preferible el mecanismo de la motivación normativa y de la pena como respuesta a una infracción normalmente atribuible a su autor. En esa línea, el art. 35 inc. 2º Cn. prevé el tratamiento diferenciado de los menores en conflicto con la ley penal, en relación con el régimen aplicable a las personas mayores de edad. De tal mandato emanan para el Estado una serie de obligaciones jurídicas, específicamente sobre el establecimiento de normas de procedimientos, autoridades e instituciones específicas para el juzgamiento y resocialización de los menores en conflicto con la ley penal. MENORES EN CONFLICTO CON LA LEY PENAL Asimismo, en términos normativos, tal exigencia implica adoptar una regulación acorde con la dignidad humana de los menores, que fortalezca el respeto de sus derechos fundamentales, en el que además se tenga en cuenta la distinta capacidad de comprender lo ilícito de su conducta, razón suficiente para ser tratados de manera distinta a los adultos. Ese tratamiento distinto, no significa únicamente una simple separación formal del régimen normativo general –Código Penal y Código Procesal Penal–, sino que implica una regulación especial de la materia, es decir, la especialidad del tratamiento legislativo de los menores respecto de la legislación penal común se plantea, incluso, desde los aspectos sustanciales. Así, la doctrina de protección hacia los menores que se deduce del art. 35 inc. 2º Cn., parte del supuesto del menor como sujeto de derechos –nunca un objeto del derecho–; en consecuencia, los criterios ideológicos que deben inspirar el régimen penal de los menores, debe contener todas las garantías sustantivas y procesales establecidas en el programa penal de la Constitución, acoplándose a las características especiales que lo diferencien sustancialmente del proceso penal ordinario. Problema fundamental al tema es la definición jurídica de menor de edad, pues efectivamente en la Constitución no se establece, por una parte, hasta qué edad se considera a una persona como menor, y por otra, no se menciona una edad mínima antes de la cual se infiera que los menores no tienen capacidad para infringir las leyes penales, y por ende no se les exige responsabilidad sobre sus actos. De lo anterior, se deduce la obligación al legislador de cubrir esos espacios normativos con base en los principios de razonabilidad, proporcionalidad y exigibilidad. BLOQUE DE CONSTITUCIONALIDAD. TRATADOS INTERNACIONALES En esa línea, la Convención Sobre los Derechos de Niño –CSDN–, ratificada por D. L. n 487, de 27-IV-1990, publicado en el D. O. n 307, de 9-V-1990, prescribe en el art. 1 que se considerará niño toda persona menor de dieciocho años de edad. Al integrar dicha disposición con los arts. 12, 35 inc. 2º y 144 inc. 2 Cn., se tiene que el Estado está obligado a regular una normativa penal distinta para los menores de dieciocho años de edad, tanto en su penalidad como en su procesamiento. Asimismo, se deduce la obligación al legislador penal de establecer una edad mínima a partir de la cual pueda intervenirse penalmente, excluyendo a los menores que no sobrepasen dicho límite –arts. 12 y 35 inc. 2 Cn. y 40 CSDN–. La invocación de normativa internacional de derechos humanos en integración con las disposiciones constitucionales mencionadas –específicamente el art. 144 inc. 2 –, hace necesario que esta Sala retome la jurisprudencia emitida en cuanto al parámetro de control en el proceso de inconstitucionalidad. Así en sentencia de 26-IX-2000, pronunciada en el proceso de Inc. 24-97, se ha establecido que el objeto del proceso de inconstitucionalidad radica en la confrontación internormativa que el peticionario plantea en su demanda y justifica con sus argumentos. Los extremos de tal cotejo o confrontación son: (i) la normativa constitucional que se propone como canon o parámetro; y (ii) la disposición o cuerpo normativo que se pretende invalidar. Asimismo, se afirmó que, "si bien los instrumentos internacionales que consagran los derechos humanos –igual que otras disposiciones jurídicas que tienen una estrecha vinculación material con el contenido de la Constitución– pueden estimarse como un desarrollo de los alcances de los preceptos constitucionales, ello no les convierte en parte integrante de la Ley Suprema, con base en las siguientes razones: (i) la Constitución se ha atribuido a sí misma solamente, en el art. 246 inc. 2 , el rango de supremacía sobre el resto del ordenamiento jurídico, subordinando así, bajo su fuerza normativa, a tratados –arts. 145 y 149 Cn.–, leyes, reglamentos y demás disposiciones jurídicas; (ii) según el Considerando I de la Ley de Procedimientos Constitucionales, los tres procesos regulados en ella tienen como finalidad común garantizar ‘la pureza de la constitucionalidad’ – vale decir, la adecuación o conformidad a la Constitución–, de las disposiciones y actos concretos que se controlan por la jurisdicción constitucional". Y es que, si bien existe una vinculación material entre la llamada "parte dogmática" de la Constitución y los tratados internacionales sobre derechos humanos, ello no equivale a una integración normativa entre ambos en una sola categoría constitucional. Y es que –se dijo–, los instrumentos internacionales no tienen rango constitucional, no forman un bloque de constitucionalidad con la Ley Suprema, razón por la cual, en la referida sentencia, se afirmó que la configuración de una pretensión planteada en un proceso constitucional debe fundamentarse jurídicamente en la Constitución –en sus disposiciones expresas o en los valores y principios que se encuentran a su base–, pero ello no es óbice para que se puedan invocar los tratados como fundamento complementario de la pretensión. Asimismo, en Sentencia de 14-II-1997, pronunciada en el proceso de Inc. 15-96, se afirmó que si tratado y ley gozan del mismo rango jerárquico –art. 144 inc. 1 Cn.–, la solución a un conflicto entre tales clases de normas no puede ser jurisdiccionalmente resuelto en abstracto, sino únicamente en un caso concreto sobre el que conozca cualquier tribunal, incluida esta Sala. Aún más, si no obstante se entendiera que la normativa internacional está posicionada en un rango jerárquico superior a la ley, el enfrentamiento entre tales normas no significaría per se una inconstitucionalidad. Dicho de otra manera, la no concordancia entre normas de distinto rango jerárquico no implica por sí una violación a la Constitución. Sin embargo, tal criterio jurisprudencial no debe entenderse de una manera tan unívoca; pues, si bien los tratados internacionales no constituyen parámetro de control en el proceso de inconstitucionalidad, la disposición constitucional que consagra su valor jurídico y posición en el sistema de fuentes –art. 144 inc. 2 Cn.– no puede ser desatendida por el tribunal encargado de la defensa de la Constitución. Es decir, la proposición de tratados internacionales sobre derechos humanos en la pretensión de inconstitucionalidad, bien puede efectuarse a título de violación a la Constitución, y no al tratado considerado aisladamente; en ese sentido, investidos por la Ley Suprema de mayor fuerza pasiva con respecto a la ley secundaria, los tratados no pueden ser modificados o derogados por leyes secundarias. La trasgresión constitucional se entiende por acción refleja, cometida en relación con el art. 144 inc. 2 Cn., ante la contradicción entre la ley secundaria y un tratado internacional de derechos humanos. La pretensión de inconstitucionalidad, en estos casos, se ve condicionada al establecimiento de la violación a un tratado que desarrolle derechos humanos, pues es preciso tomar en cuenta que la misma Constitución confiere a los tratados internacionales de derechos humanos mayor fuerza pasiva con respecto a la ley secundaria, estableciendo que no pueden ser modificados o derogados por leyes secundarias –arts. 1 y 144 inc. 2 – Así, el ordenamiento jurídico, como conjunto sistemático de disposiciones e instituciones jurídicas que se interrelacionan entre sí, incluye ciertos principios que lo dotan de estructura; pues, si se trata de un ordenamiento sistematizado, debe solventar las contradicciones y colmar las lagunas que pudieran concurrir dentro de sí; por tal razón, y con la finalidad de ordenar la posición de las distintas fuentes que conforman el sistema de fuentes la Constitución establece los mecanismos pertinentes que coadyuven a eliminar la existencia de antinomias, es decir, situaciones de incompatibilidad o colisiones normativas, determinando el derecho aplicable. Es la Constitución, por tanto, la que sirve de medida para la determinación de la validez y eficacia del Derecho producido en los distintos ámbitos en que se ejercitan las potestades normativas; y es que, la misma es el origen primario del derecho vigente en el ordenamiento y define las líneas básicas sobre la producción jurídica; por lo que las diversas categorías normativas deben someterse formal y materialmente a sus preceptos. En ese sentido, el art. 144 inc. 2 Cn. establece el régimen de respeto a un orden y sistema jurídico, donde la jerarquía de las normas y el establecimiento de un marco constitucional con su carácter fundamental y de regularidad jurídica suponen, por un lado, la aplicación preferente de los tratados internacionales con respecto al derecho interno infraconstitucional –ordenación de fuentes en sede aplicativa– al prescribir que en caso de conflicto entre una ley y un tratado internacional, prevalecerá este último; y, por otra parte, la resistencia del derecho internacional de derechos humanos a verse modificado por la legislación secundaria –fuerza pasiva–, la cual opera en sede legislativa. Ésta implica un mandato dirigido al legislador que le inhibe de emitir normativa contraria al sentido, criterios y principios contenidos en la normativa internacional que desarrolle derechos fundamentales; incurriendo, en caso contrario, en inconstitucionalidad por no respetar el criterio de ordenación de fuentes prescritos por el art. 144 inc. 2 Cn. DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS Ahora bien, como se ha apuntado, la violación puede alegarse evidenciando una contradicción normativa al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y no a toda la gama de instrumentos jurídicos internacionales ajenos al sustrato ideológico que ampliamente comparten los primeros con la Constitución. Ésta – en integración con los instrumentos internacionales que consagran y desarrollan derechos humanos– dirigen sus ámbitos de vigencia efectiva hacia un mismo sustrato axiológico: la dignidad humana y el catálogo de los derechos fundamentales que desarrollan los valores inherentes a su personalidad: dignidad, libertad e igualdad. En definitiva, el art. 144 inc. 2 Cn., conectado con la concepción personalista del Estado –art. 1 y Preámbulo–, de la cual se deriva la regla hermenéutica en favor de la dignidad: restringir lo limitativo y expandir lo favorable a ella, no sólo determina la fuerza vinculante y jerarquía normativa de los tratados internacionales de derechos humanos, sino que, además, permite proponer una apertura normativa hacia ellos. Tal consideración, por tanto, solamente es aplicable a instrumentos internacionales que contengan principios normativos de análoga o mayor cobertura a la establecida en la llamada parte dogmática de la Constitución, y que hagan posible el establecimiento de fructíferas directrices para una más expansiva y más humana interpretación de las normas reguladoras de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución. Es decir, el art. 144 inc. 2 Cn., cobra virtualidad cuando una disposición infraconstitucional se encuentre en oposición normativa con el derecho internacional de los derechos humanos. Y es que, los derechos fundamentales no sólo constituyen esferas de autonomía subjetiva inherentes a la calidad de persona, sino que, en cuanto concreciones de la dignidad humana y garantía de un status jurídico o libertad de un ámbito de existencia, son, al propio tiempo, elementos esenciales de un ordenamiento jurídico objetivo –marco de la convivencia humana–; por tanto, la consolidación constitucional de los derechos fundamentales de la persona, también incide en la estructuración del ordenamiento jurídico, con una clara intención expansiva e integradora para vigorizar la protección efectiva de la dignidad humana. Por tanto, debe reconsiderarse el status interno del DIDH, a partir del prisma dignidad humana, pues con ello se preconiza una apertura a la protección efectiva de ésta. De este modo, la integración normativa entre el Derecho Constitucional y el DIDH –por la vía del art. 144 inc. 2º Cn.– es jurídicamente viabilizada por la coincidencia de sus objetivos. Es decir, corresponde al derecho interno, incluido el constitucional, asegurar la implementación de las normas más favorables a la dignidad de la persona humana, lo que realza la importancia de su rol: la protección de los derechos de la persona. Por tanto, si los tratados sobre derechos humanos implican la interacción entre sus disposiciones y las del derecho interno, la Constitución atiende a la necesidad de prevenir y evitar los conflictos normativos que vuelvan nugatoria la efectividad de las primeras. Con ello se contribuye a la reevaluación de la amplia interacción entre el DIDH y el derecho interno, con miras a la protección de los derechos vinculados a la dignidad humana. En definitiva, la identidad común entre el DIDH y el Derecho Constitucional, es el trazo que más distingue al primero, en relación con el resto de la normativa internacional. En conclusión, la confluencia entre la Constitución y el DIDH, en la protección de los derechos humanos, confirma que la relación entre ambos definitivamente no es de jerarquía, sino de compatibilidad, y por tanto, el derecho interno, y eso vale para el Derecho Constitucional y la jurisdicción constitucional, debe abrir los espacios normativos a la regulación internacional sobre derechos humanos. MINORÍA DE EDAD Se observa que el art. 35 inc. 2 Cn., instaura un supuesto especial de igualdad por diferenciación, es decir, el constituyente, en razón de la diferencia natural que advierte en un sector de la población, determina que éste debe ser tratado, legal y procesalmente, de distinta manera. Así, al establecer que la conducta de los menores que cometan delitos o faltas, estará sujeta a un régimen jurídico especial, vuelve evidente el propósito de diferenciar a éstos en relación con el régimen aplicable a los adultos; tal diferenciación se fundamenta en la nota calificativa del concepto minoría de edad, el que a pesar de ser una noción esencialmente jurídica, posee un fundamento fáctico, consistente en la circunstancia que concurre en la persona durante las primeras etapas evolutivas de su desarrollo, diferenciándola de aquella otra en la que se logra la plenitud psíquica: la mayoría de edad. El concepto mismo de minoría de edad supone ya una diferenciación, pues se es menor en comparación con la persona que ya es mayor de edad; y, en consecuencia, aquél supone una adjetivación comparativa que, al ser aprehendida por el Derecho, determina una esfera jurídica regida por normas especiales. Por ello, la distinción entre minoría y mayoría de edad viene a constituir una especifica manifestación de la igualdad jurídica, entendida ésta como igualdad valorativa, ya que resulta relativizada de dos maneras: se trata, en primer lugar, de una desigualdad relacionada con igualdades fácticas parciales y, al mismo tiempo, de una desigualdad relacionada con determinados tratamientos o consecuencias jurídicas. Y es que, en realidad, la personalidad es siempre la misma, y si bien en la minoría de edad aquélla se presenta, con frecuencia, complementada con otra voluntad, ello no supone la desaparición de la personalidad, sino entraña su mantenimiento y reafirmación, sobre todo por el papel activo que le corresponde al Estado en la referente al desarrollo integral del menor, de conformidad al inc. 1 del art. 35 Cn. Atendiendo a la consagración constitucional de la exigencia de un régimen jurídico especial al que se somete la conducta antisocial de los menores, es necesario abordar la principal manifestación que dicho régimen debe adoptar. Con frecuencia, se suele entender que no deben existir diferencias sustanciales entre el sistema especial para menores con respecto al sistema penal para adultos, aludiendo que el rango distintivo que diferencia uno de otro, simplemente consiste en una legislación punitiva formalmente separada del régimen penal de adultos, es decir, la regulación en un cuerpo normativo distinto de la legislación penal común, pero sin tratamiento sustantivo y procesal que los diferencie. Sin embargo, dado que la minoría de edad comprende un período de la existencia del ser humano que no es exacto y absoluto, sino que varía según la clase de relaciones que puedan entrar en juego y está en función directa del ordenamiento positivo que las regula, es evidente que el constituyente ha establecido que la conducta antisocial de los menores esté sometida a un régimen especial, lo que no puede significar otra cosa que constitucionalmente está prohibido prescribir el mismo régimen sancionatorio para menores que para mayores de edad. Lo esencial en el marco regulatorio distinto al régimen penal de adultos es el establecimiento de mayores garantías para el menor frente al poder punitivo del Estado, en relación con las garantías reconocidas para los primeros. Lo que se traduce en que, en ningún caso, el menor quedará en desventaja frente al proceso penal de adultos, es decir, el menor tiene los mismos derechos que un adulto procesado penalmente, pero sobre esa base, las normas especiales sólo pueden ser entendidas como tales en la medida que sean más favorables y que, por tanto, provean concretamente mayores garantías al menor. Lo importante es advertir que, más allá de una regulación formal de determinados aspectos, resulta que lo regulado en la ley especial deba constituir algo más favorable –un monto menor en la penalidad de los delitos y faltas, plazos procesales más cortos, instituciones especializadas en su reinserción social, etc.– LEY ANTIMARAS De la lectura del art. 2 inc. 3 LAM, aparece que el legislador secundario pretende sujetar a los menores de edad a las mismas disposiciones penales y procesales establecidas para los mayores de edad, quedando a la valoración judicial la implementación de dicha posibilidad. Al respecto, es de hacer notar que el art. 35 inc. 2 Cn. no establece ningún tipo de excepción al tratamiento diferenciado, mientras que la CSDN excluye esa posibilidad tajantemente en su art. 40; en ese sentido, al establecer que los menores de edad sean procesados en iguales circunstancias –procesales– que los adultos, se verifica la violación tanto al art. 35 inc. 2 Cn. como al art. 40 CSDN, que de manera refleja ignora el art. 144 inc. 2º Cn., el cual determina el valor y posición de los tratados que confluyen en los objetivos constitucionales o amplían el ámbito de protección y garantía conferido por la Ley Suprema –como es el caso de los tratados que pertenecen al DIDH–. Además, al establecer la creación de un régimen especial para menores, entendido como el conjunto de normas jurídicas aplicables al menor en conflicto con la ley penal, la Constitución supone la determinación del sujeto del Derecho Penal de menores y la definición de una edad límite, debajo de la cual no debe aplicarse nunca el ius puniuendi –arts. 12 y 35 inc. 2 Cn.– Asimismo, el art. 40. 3 letra a) de la CSDN, establece que los Estados Parte deben establecer una edad mínima antes de la cual se considera que los menores no tienen capacidad para infringir las leyes penales, prescripción imperativa de la cual se infiere la limitación al ejercicio del poder punitivo del Estado sobre los menores de edad, en el sentido de excluir, a partir de cierta edad mínima, una parte de ellos del alcance del ius puniendi. Es necesario manifestar que el legislador, al establecer un mínimo de edad en los menores, debe tomar en cuenta que una persona es responsable penalmente de su actuar en la medida que se le pueda exigir conciencia sobre su comportamiento; pues los menores, por su condición de seres humanos en desarrollo psíquico y físico, se encuentran en una situación jurídico-social diferente respecto de los mayores. Sin embargo, es preciso destacar que esta Sala no está autorizada a precisar la edad mínima penal, ya que ello es parte de la libertad del legislador secundario en la configuración del ordenamiento jurídico. Y es que, ello ya se ha hecho en el art. 345 del Código de Familia y el art. 2 de la Ley del Menor Infractor, en concordancia con la CSDN. El primero de tales dice: "Definición de menor de edad. Son menores de edad toda persona natural que no hubiere cumplido dieciocho años. En caso de duda, se presumirá la minoridad mientras no se pruebe lo contrario". El segundo define: "Personas sujetas a esta ley. Esta ley se aplicará a las personas mayores de doce años de edad y menores de dieciocho. --Los menores cuyas edades se encontraren comprendidas entre los dieciséis y los dieciocho años de edad, a quienes se les atribuyere o comprobare responsabilidad, como autores o partícipes de una infracción penal, se les aplicarán las medidas establecidas en la presente ley. --- La conducta antisocial de los menores cuyas edades se encontraren comprendidas entre los doce y dieciséis años de edad que constituya delito o falta se establecerá mediante el procedimiento regulado en esta ley. Comprobados los hechos constitutivos de la conducta antisocial, el Juez de Menores resolverá aplicarle al menor cualesquiera de las medidas establecidas en la Ley del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor o de las medidas contempladas en esta Ley siempre que sean en beneficio para el menor. --- Los menores que no hubieren cumplido doce años de edad y presenten una conducta antisocial no estarán sujetos a este régimen jurídico especial, ni al común; están exentos de responsabilidad y, en su caso, deberá darse aviso inmediatamente al Instituto Salvadoreño de Protección al Menor para su protección integral". (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) PRINCIPIO DE LEGALIDAD El principio de legalidad tiene un fundamento político-criminal, en el sentido que sólo puede entenderse razonablemente que los ciudadanos se abstengan de realizar determinada conducta si la prohibición es perceptible previamente y con la claridad suficiente; sólo el carácter previo y taxativo de la norma proporciona certeza a los individuos para orientar sus actos. Si bien el principio de legalidad tradicionalmente se ha entendido como una norma dirigida a los jueces, el principio de legalidad a su vez prescribe al legislador la obligación de garantizar la posible verificación y refutación de los supuestos típicos penales. En consecuencia, se viola dicho principio en el caso de figuras delictivas cuyos elementos constitutivos están formulados en términos cuya interpretación no permite una verificación precisa, incentivando diversas opciones interpretativas de carácter subjetivo en el juzgador. El principio de legalidad penal surge esencialmente como una concreción coetánea al Estado de Derecho; específicamente en el ámbito del derecho estatal sancionador. Tal principio postula el sometimiento al imperio de la ley como presupuesto de la actuación punitiva del Estado sobre los ciudadanos, a partir de las siguientes exigencias: la existencia de una ley (lex scripta); que sea anterior al hecho sancionado (lex previa), y que describa un supuesto de hecho estrictamente determinado (lex certa); lo que significa un rechazo de la analogía como fuente creadora de delitos y penas, e impide, como límite a la actividad judicial, que el juez se convierta en legislador. Sobre el tema, este Tribunal también ha conformado su jurisprudencia a partir del contenido del art. 15 Cn.; así, en Sentencia de 28-V-1999, pronunciada en el proceso de Amp. 422-97, se estableció que el principio de legalidad asegura a los destinatarios de la ley que sus conductas no pueden ser sancionadas sino en virtud de una ley dictada y promulgada con anterioridad al hecho considerado como infracción. Es decir que este principio no sólo constituye una exigencia de seguridad jurídica que requiere el conocimiento previo de los delitos o infracciones y de las penas o sanciones, sino que también constituye una garantía política para el ciudadano de no ser sometido a penas o sanciones que no hayan sido aceptadas previamente, evitando así los abusos de poder; para lo cual se exige que la ley establezca en forma precisa las diversas conductas punibles y las sanciones respectivas. En ese sentido, el principio de legalidad penal garantiza, por un lado, el estricto sometimiento del juez a la ley penal, vedando todo margen de arbitrio o de discrecionalidad en su aplicación así como una interpretación analógica de la misma; y por otro, la seguridad del ciudadano en cuanto la certeza que la ley penal le permite de programar sus comportamientos sin temor a posibles condenas por actos no tipificados previa y claramente. Centrándose en el art. 15 Cn., en el cual se establece que nadie puede ser juzgado sino conforme a las leyes promulgadas con anterioridad al hecho de que se trate, se denota que, en conexión con la seguridad jurídica, dentro de él se incluyen varios postulados o subprincipios, tales como la exigencia de determinación, certeza o taxatividad de las normas penales y la consecuente prohibición de interpretaciones extensivas y analógicas en contra del imputado. Es muy importante que en la determinación prescriptiva de conductas punibles, no se utilicen conceptos oscuros e inciertos, que puedan inducir a la arbitrariedad, pues cada individuo debe entender perfectamente a qué atenerse, lo que reclama al legislador que las leyes penales sean precisas y claras. Por tanto, el principio de legalidad incorpora una garantía de orden material que supone la imperiosa necesidad de predeterminación normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones correspondientes, mediante procesos jurídicos que permitan predecir, con suficiente grado de certeza, las conductas que constituyen una infracción y las penas o sanciones aplicables. Por tanto, no pueden considerarse conformes al art. 15 Cn., los tipos formulados en forma tan abierta que su aplicación dependa de una decisión prácticamente libre y arbitraria de los jueces y tribunales. En ese sentido, se advierte la doble dirección que tiene el principio de legalidad: por una parte, dirigido al legislador, exigiéndole que formule la ley penal con la máxima precisión –lex stricta–, tanto en la prescripción normativa de la conducta tipificada, como en la pena a imponer; y por otra, dirigido al juez, exigiéndole una aplicación estricta de las prescripciones contenidas, sin extender los conceptos o términos utilizados, en desmedro del imputado. Tales aseveraciones, evidencian la íntima relación entre el principio de legalidad y el valor seguridad jurídica, pues, el primero, es una derivación lógica del segundo. Con el mandato de predeterminación normativa de los tipos y de las penas con que se penaliza su realización, se asegura a los ciudadanos que la interpretación y aplicación de las normas penales por parte de los jueces no va a traspasar, en ningún caso, la barrera infranqueable de la letra de la ley, evitándose así toda tentación de creación jurisprudencial de delitos y penas. De allí la exigencia dirigida al legislador penal, en el sentido de procurar utilizar un lenguaje claro y comprensible al describir las conductas prohibidas, evitando en lo posible la utilización de conceptos jurídicos indeterminados que pudiesen dar lugar a la aparición de divergencias interpretativas. Sin embargo es preciso hacer las siguientes acotaciones a la anterior afirmación: (i) el Legislador penal no está constitucionalmente obligado a acuñar definiciones especificas para todos y cada uno de los términos que integran la descripción típica, sino sólo cuando se sirva de expresiones que, por su falta de arraigo en la cultura jurídica, carezcan de toda virtualidad significante; (ii) la utilización de conceptos jurídicos abiertos que permitan un margen de interpretación objetivamente determinable, no se opone por consiguiente al principio de legalidad penal, cuando de ellos se desprende con la mayor claridad posible cuál es la conducta prohibida o la acción ordenada; (iii) son, por el contrario, incompatibles con la exigencia de lex certa aquellos conceptos que, por su amplitud o vaguedad, dejan en la más absoluta indefinición los tipos punibles; en cualquier caso, son contrarios al art. 15 Cn., los tipos formulados en forma tan abierta que su aplicación o inaplicación dependa de la decisión prácticamente libre y arbitraria de los jueces. TIPOS PENALES: NECESARIA TAXATIVIDAD (LEX CERTA) La creación de tipos penales mediante el uso de conceptos jurídicos indeterminados, conceptos abiertos o cláusulas generales, no debe realizarse en contradicción con la inevitable exigencia de taxatividad de las descripciones típicas, la cual obliga que tales conceptos generales sean cuando menos determinables conforme a pautas objetivas, repetibles y técnico-jurídicas, y no en virtud de valoraciones subjetivas y metajurídicas del juez. De ser así, la utilización de tales conceptos absolutamente indeterminados por parte del legislador como la aplicación por los órganos judiciales de los tipos penales en los que se contengan, serían contrarias al principio de legalidad penal recogido en el art. 15 Cn., y por consiguiente al valor seguridad jurídica consagrado en el art. 1 de la misma. Definiendo "mara" utilizando conceptos indeterminados, y a partir de tal definición penalizar la pertenencia a ella, implica una violación a la exigencia de taxatividad (lex certa) derivada del principio de legalidad –además de la violación al principio de lesividad–. Contrario sucede con la señalada construcción legal de los conceptos de crimen organizado y delito de asociaciones delictivas –arts. 22-A y 345 del Código Penal–, en que los conceptos han sido usados con claridad, garantizando de mejor manera la seguridad jurídica y evitando así la arbitrariedad estatal en el ejercicio del ius puniendi. Disposiciones que son pertinentes para el juzgamiento de personas, que en cualquier forma asociadas, concurran para ejecutar delitos, independientemente de su eventual denominación y de que hayan cometido o se dispusieren a cometer otros delitos. Asimismo, el artículo 4 inciso 8 LAM, no define en qué consisten las medidas reeducativas o de readaptación, lo que se traduce en una incertidumbre sobre las consecuencias jurídicas de las infracciones penales descritas en la ley; y es que, tal como se apuntó, la seguridad jurídica y su concreción en el principio de legalidad, obligan al legislador a concretar en la medida de lo posible tanto los supuestos de hecho tipificados como delito o falta, como sus posibles consecuencias en las esferas de libertad de los individuos, de manera que facilite la aprehensión de sus conceptos y, consecuentemente, la programación de las conductas de los individuos bajo pautas previsibles. CONCEPTOS IMPROPIOS DEL DERECHO PENAL Igual consideración merece el art. 9 ley antimaras, pues la descripción de la desviación punible hace mención de un concepto impropio del Derecho Penal, que si bien resulta determinable en términos jurídicos –impuesto de peaje–, no se deduce de la normativa impugnada elemento descriptivo alguno de la acción punible, sino elementos normativos que determinan un supuesto de hecho – solicitar impuesto de peaje–. Pues ni en el Derecho Constitucional ni en el Tributario, se conoce la posibilidad de establecer el peaje como impuesto –que constituye una contribución especial–, y en todo caso, la habilitación hacia particulares de hacer efectivo un tributo debe estar precedida de una autorización del Estado. En ese sentido, es notable la ambigüedad de los conceptos que pretenden, por un lado, determinar el objeto de la ley –art. 1 inc. 2 ley antimaras–, y por otro, penalizar conductas a partir de la formulación de tipos que se abran a fomentar la arbitrariedad en la aplicación de la ley penal, tanto en los supuestos de hecho – art. 9 ley antimaras–, como en sus consecuencias sancionatorias –arts. 4 ley antimaras–; por tanto debe declararse que en las disposiciones mencionadas existe la inconstitucionalidad alegada por la Procuradora para la Defensa de los Derechos Humanos, en cuanto a la violación al principio de legalidad y a la seguridad jurídica, consagrados en los arts 15 y 1 Cn., respectivamente, por utilizar terminología técnicamente inadecuada. Al respecto, es preciso acotar que las disposiciones impugnadas constituyen una penalización sobre conductas empíricamente determinables, así el art. 7 LAM, prescribe la sanción de peleas en grupos, en lugares abiertos al público, el art. 24 LAM sanciona la venta de elementos de agresión, mientras que el art. 25 prescribe la prohibición de portar, introducir –entre otras verbos– elementos destinados a ejercer violencia; elementos descriptivos de la conducta punible que no constituyen una indeterminación de la misma. Sin embargo, en relación con los arts. 6 inc. 2 y 25 LAM, se revela una modalidad distinta de vulneración a la seguridad jurídica, pues las disposiciones mencionadas generan incertidumbre en cuanto a la aplicación entre ellas, al denotar la penalización de la misma conducta: portación de armas u objetos destinados a la violencia, o idóneos para tal efecto; así, el art. 6 inc. 2 establece la pena de prisión a la portación de cualquier tipo de armas blancas, objeto corto punzante o contundente, entre otros; asimismo, el art. 25 establece como conducta punible la portación de elementos destinados a ejercer violencia o agresión. En ese sentido, se observa que las disposiciones contienen la penalización de la misma conducta, aun y cuando se describan de manera distinta, pues el elemento común en la tipificación: el concepto de arma, constituye el mismo supuesto de hecho que habilita su penalización. Y es que, las antinomias semánticas –que se producen siempre que a un mismo hecho se le atribuyen distintas calificaciones jurídicas concurrentes y no exista criterio alguno, ni el de especialidad, que permita decidir cuál de ellas es aplicable y, antes todavía, si son aplicables alternativamente o conjuntamente, mediante concurso de leyes o concurso de delitos, respectivamente– constituyen una violación a la seguridad jurídica, no por la indeterminación normativa de la conducta a sancionar, sino por indeterminación de la sanción aplicable. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN EL ÁMBITO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR El principio de legalidad ha sido reconocido en el art. 15 Cn. En un primer momento, la redacción de la disposición constitucional en comento, hace alusión a la garantía de que ninguna persona será sorprendida por la definición de situaciones constitutivas de delitos o infracciones, que en el momento de ser realizadas, no estaban previstas como tales en una ley, ni por la aplicación de la penas y sanciones correspondientes. En este mismo sentido y en correspondencia a la contextualización del principio de legalidad en el ámbito administrativo sancionador, se ha pronunciado la jurisprudencia de este Tribunal, pues ha sostenido que dicho principio asegura a los destinatarios de la ley que sus conductas no pueden ser sancionadas sino en virtud de una ley dictada y promulgada con anterioridad al hecho considerado como una infracción. Y es que, tal principio no sólo constituye una exigencia de seguridad jurídica que requiere el conocimiento previo de los delitos o infracciones y de las penas o sanciones, sino que también constituye una garantía política hacia el ciudadano de que no puede ser sometido a penas o sanciones que no hayan sido aceptadas previamente, evitando así los abusos de poder. Entonces, el tratamiento otorgado al principio de legalidad, que incorpora la disposición mencionada, ha permitido formular una doble garantía, la cual responde a las siguientes manifestaciones: (i) la primera de orden material y alcance absoluto, tanto por lo que se refiere al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad jurídica en dichos ámbitos limitativos de la libertad individual, y se traduce precisamente en la imperiosa y existencia de predeterminación normativa de las conductas ilícitas, y de las sanciones correspondientes, a través de una tipificación precisa dotada de la adecuada concreción en la descripción que incorpora; y (ii) la segunda, de carácter formal, se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas reguladoras de las sanciones, como presupuesto de la actuación punitiva del Estado. Es claro que, la segunda manifestación antes relacionada plantea la inquietud respecto al tipo de norma llamada para definir los ilícitos y sanciones administrativas. A partir de este punto, es preciso determinar si tal definición es una técnica que ha sido encomendada a la Asamblea Legislativa, como órgano depositario de la soberanía popular, o si en todo caso, su formulación puede ser construida por cualquier otro órgano con facultades normativas. Al ser la Asamblea Legislativa, por excelencia, el órgano de representación del pueblo (art. 125 Cn.), está en la obligación de ser aquel que presente el mayor nivel de divulgación y debate de sus actos, con el propósito que los administrados conozcan lo que se está haciendo y cómo se está haciendo, para poder así, eventualmente, avocarse a las comisiones parlamentarias y ser escuchados para exponer su parecer sobre un asunto que se debate o cuando su esfera jurídica –aún bajo el supuesto de que la actividad legislativa se proyecta hacia la comunidad– pueda resultar afectada por una decisión legislativa; ello coadyuvará al imperio de la seguridad jurídica, consagrada como valor constitucional en el art. 1 Cn. En efecto, la zona de reserva de cada órgano comprende un margen de competencias propias y exclusivas que no pueden ser interferidas por otro órgano; hay, así, una zona de reserva de ley (o de la Asamblea Legislativa); una zona de reserva de la administración (o del Ejecutivo); y una zona de reserva judicial. La misma jurisprudencia de esta Sala ya ha reconocido que el vocablo "ley" es utilizado en innumerables disposiciones constitucionales y no siempre en el mismo sentido, por lo que no puede concluirse "que cada vez que utiliza el vocablo ‘ley’ se está refiriendo a los decretos de contenido general emanados de la Asamblea Legislativa" –Sentencia de 23-III-2001, pronunciada en el proceso de Inc. 8-97–. Y es que, entender que la ley en sentido formal es la única fuente de regulación de todos los ámbitos de la vida normada, implica exigir una profusión legislativa que va en detrimento de las potestades normativas que la misma Constitución reconoce a otros órganos estatales o entes públicos, ya que, el destinatario de las normas constitucionales en términos de desarrollo de las condiciones en que se ejercitarán los derechos fundamentales de los sujetos, no es únicamente el legislador, sino que puede ser, según el caso, otros órganos del Estado. De tal manera que, la determinación constitucional de los contenidos normativos jurídicos es por tanto, tarea que se realiza con arreglo a dos grandes sistemas: en primer lugar, directamente por la propia Constitución, en aquellos casos en que mediante la enunciación de sus prescripciones en términos concretos y singulares, establece normas definitivamente perfiladas; en segundo lugar; cuando el texto de la Constitución no hace más que habilitar a diferentes órganos para la progresiva conformación de las normas encuadrables en los diferentes enunciados constitucionales, conformación que puede llevarse a cabo mediante la creación de nuevos enunciados –infraconstitucionales- en cuyo seno se habilita a órganos sucesivos para nuevas selecciones normativas. Ello explica la tendencia de la misma a emplear en algunos casos estándares imprecisos o modelos normativos "abiertos" o indeterminados sea expresa o implícitamente al legislador u otro órgano para elaborar el desarrollo normativo más apropiado en cada caso. Por ello, el vocablo "ley" o "ley especial" no es igual a decreto legislativo o decreto legislativo especial, sino a disposición jurídica emanada de los órganos estatales o entes públicos investidos de potestades normativas reconocidas por la Constitución, y, en esa connotación, el concepto desempeña una importante función en cuanto implica la exigencia que toda actuación de los poderes públicos esté basada en una disposición jurídica previamente promulgada. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 17-2003 de las 15:43 de fecha 14/12/2004 ) PRINCIPIOS DE RAZONABILIDAD Y PROPORCIONALIDAD En cuanto al principio de razonabilidad, la Sala de lo Constitucional ha dicho en reiterada jurisprudencia que el legislador, en su tarea de regular el ejercicio de los derechos constitucionales, debe remitirse al conjunto de normas constitucionales; pues la necesidad de articular algunas de ellas –como sucede en el caso de los derechos constitucionales–, impone el axioma según el cual la Constitución conforma una unidad normativa que debe ser interpretada de forma unitaria o armonizadora. Es en esta dinámica en la que el principio de proporcionalidad cobra relevancia, pues no se puede pretender articular la regulación del ejercicio de un derecho constitucional sin antes tomar en cuenta la existencia de los otros derechos, principios, valores, obligaciones, etc., que reconoce la Ley Suprema. Este principio constituye pues, el "límite de límites", considerado como el más eficiente al momento de acotar las facultades que tiene el legislador –formal o material, en su caso– para regular y limitar los derechos constitucionales –es decir, en el momento legislativo–; el cual establece de manera convencional una triple exigencia a las leyes reguladoras y limitadoras de derechos constitucionales, las cuales se enuncian como sub-principios: (i) la exigencia de idoneidad o adecuación en las medidas que se adopten; (ii) la necesidad de la regulación o de la limitación para lograr el objetivo que con ella se persigue, para lo cual no debe escogerse el medio más gravoso cuando existen medios menos gravosos mediante los cuales, tal objetivo también podría lograrse con el mismo nivel de eficacia; y (iii) la exigencia de la proporcionalidad en sentido estricto, específicamente entre el derecho constitucional limitado y el bien jurídico o valor que se pretende salvaguardar mediante tal regulación, es decir, lograr de tal manera un equilibrio entre ambos. Esta última exigencia de "legitimidad material" de la regulación de derechos constitucionales, requiere necesariamente una ponderación entre los bienes e intereses en la que, en todo caso, debe tenerse muy en cuenta el valor o el significado que tienen los derechos constitucionales así como su garantía en un Estado Constitucional Democrático. Debido a ello, la justificación de la regulación de los derechos constitucionales –cuya base sea el juicio de proporcionalidad– deberá requerir un mayor contenido de argumentaciones tendentes a evidenciar la razón por la cual se sacrifica un derecho constitucional por salvaguardar un bien jurídico constitucional. El juicio sobre la legitimidad o ilegitimidad de una determinada prohibición o mandato depende en gran medida de las circunstancias del caso, pues el ordenamiento jurídico no puede ignorar las posibles circunstancias en el ejercicio de los derechos constitucionales, y sobre esa base adoptar ciertas medidas. Lo importante en este punto es asegurar un equilibrio entre los derechos o bienes en conflicto que permita dentro de lo posible, optimizar su respectivo ejercicio; sólo de no ser factible en razón de la naturaleza de las cosas deberá ser una ponderación entre ellos la que determine qué bien o derecho debe indefectiblemente prevalecer. De tal modo que, en todos los casos en que el ejercicio de un derecho constitucional entra en conflicto con derechos de terceros o con otros bienes constitucionales, la relación de tensión existente debe ser resuelta mediante la consecución de un equilibrio proporcionado de los intereses constitucionalmente protegidos en conflicto, con el fin de alcanzar su optimización; además, tal conflicto entre el derecho fundamental y los demás bienes jurídicos constitucionalmente protegidos debe ser resuelto en el marco de una ponderación referida al caso concreto. En suma, es el legislador quien dentro de los "límites de los límites", define los bienes, intereses o valores cuya salvaguardia exige el sacrificio, esto es, la limitación de los derechos consagrados en la Ley Suprema o simplemente su regulación bajo la forma de prohibiciones o mandatos. Aunado a lo anterior, también se ha dicho que para que el juicio de proporcionalidad responda a criterios objetivos, requiere una cuota de razonabilidad, para que así la decisión que determine el legislador sea conforme no solamente a la normativa constitucional, sino a las necesidades de la realidad. En relación con este último principio, la jurisprudencia de esta Sala –retomando una línea doctrinaria– ha distinguido tres niveles de razonabilidad: el normativo, el técnico y el axiológico; ello significa que, para aprobar el examen de razonabilidad, la norma tiene que subordinarse a la Constitución, adecuar sus preceptos a los objetivos que pretende alcanzar, y proporcionar soluciones equitativas, con un mínimo de justicia. La razonabilidad normativa consiste específicamente en el cuidado que debe tenerse respecto a que las normas legales mantengan coherencia con las normas constitucionales, de suerte que su aplicación no resulte contradictoria con lo establecido en la Constitución. Específicamente, el contenido previsto por la disposición infraconstitucional debe coincidir con el marco de posibilidades regulatorias que brinda la Constitución, ya que esto lesionaría el principio de reserva de ley. La razonabilidad técnica se refiere a que debe imponerse una apropiada adecuación entre los fines postulados por una ley y los medios que planifica para lograrlos; en este sentido, es irrazonable una ley cuando los medios que arbitra no se adecuan a los objetivos cuya realización procura o a los fines que requirieron su sanción o cuando no media correspondencia entre las obligaciones que impone y los propósitos que pretende alcanzar. Finalmente, la razonabilidad axiológica apunta a exigir una cuota básica de justicia intrínseca en las normas, de tal modo que al legislador no le está permitido –desde ningún punto de vista– obrar de forma arbitraria. La averiguación de un acierto mínimo en cuanto a los medios escogidos para conseguir los fines de la ley y su correspondencia mínima con ciertos valores constitucionales como justicia y bien común, es tarea inevitable en un proceso constitucional. Superado ese cupo mínimo, y satisfecho así el recaudo de razonabilidad de la norma, la tarea de esta Sala no debe proseguir hasta el punto de señalar al legislador, cuál es el mejor acierto o la mejor correspondencia, porque la decisión, en este punto, es trabajo propio y exclusivo de quien elabora la disposición. Concebido de esta manera, este Tribunal considera actualmente que el principio de razonabilidad coincide esencialmente con los subprincipios de idoneidad y de proporcionalidad en sentido estricto, ya que el examen de idoneidad pretende verificar si el fin perseguido por la medida es constitucionalmente legítimo y si ésta última es útil para obtenerlo. Por otra parte, la proporcionalidad en sentido estricto evalúa el nivel de equilibrio que existe entre el efecto producido por la medida y el sacrificio que la misma implica, a fin de ponderar y justificar la relación de precedencia condicionada entre los bienes jurídicos en colisión. En virtud de lo anterior, bastaría con realizar el juicio de proporcionalidad para establecer si una disposición es a su vez razonable o no, ya que al no superar alguno de los subprincipios mencionados, la medida examinada sería desproporcionada e irrazonable. Esto significa que el test de razonabilidad consiste en un análisis parcial de la proporcionalidad de la medida, por lo que el criterio enunciado no sería aplicable a la inversa. Para el caso específico de la igualdad, se ha establecido la necesidad de establecer dos extremos: el tratamiento desigual y la irrazonabilidad en el parámetro de diferenciación. Así, se ha dicho que lo que la Constitución prohíbe es la diferenciación arbitraria, es decir aquella que carece de un motivo razonable, que surja de la naturaleza de la realidad o que, al menos, sea concretamente comprensible. En consecuencia, para el análisis de una medida que establezca un trato diferenciado entre dos o más colectivos, habría que verificar la idoneidad o adecuación de la medida así como la proporcionalidad en sentido estricto. Por tal razón, cuando una medida adoptada por una disposición contiene una supuesta vulneración al principio de igualdad y a su vez, vulnera otro derecho fundamental desde la perspectiva de la proporcionalidad, basta con realizar el test de proporcionalidad para evaluar su constitucionalidad, ya que la razonabilidad quedaría comprendida dentro de dicho examen, tal como se ha expuesto en los párrafos precedentes. Finalmente, la jurisprudencia de esta Sala se ha planteado cuál es el medio idóneo para justificar la razonabilidad y proporcionalidad de una regulación –ya sea simple regulación o una limitación– en un proceso de inconstitucionalidad. En ese orden, se ha dicho que la competencia de este Tribunal no puede extenderse a verificar si en la realidad existe un perjuicio irrazonable y desproporcionado resultante de la emisión de una ley que regule un derecho constitucional; y mucho menos comprobar si los efectos de dicha ley han contribuido a mejorar las condiciones de vida reales. Por lo tanto, el análisis de las razones que justifiquen la emisión de una ley reguladora de derechos constitucionales debe basarse –por orden de prevalencia– en los siguientes documentos: (i) el informe rendido por la autoridad emisora de la norma en el proceso, ya que se entiende que dicho informe contiene una argumentación reflexiva orientada primordialmente a la defensa de la disposición impugnada; (ii) los Considerandos de la ley; (iii) el texto mismo de la ley; y (iv) los documentos oficiales previos a la emisión de la ley que sean de contenido técnico, mediante los cuales se propone a la autoridad emisora, la elaboración de la norma impugnada –trabajos preparatorios y exposiciones de motivos–. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 2-2002 de las 10:40 de fecha 8/11/2004 ) Es preciso hacer ciertas consideraciones referente a la idea de razonabilidad y proporcionalidad, relacionadas con el parámetro de constitucionalidad definidos en la norma fundamental, lo que obliga a que, en la tarea de la aplicación del derecho, haya que combinar el cómo, con el por qué. Para que estas disposiciones sean complementadas por criterios o principios que sean coherentes, eficaces y eficientes. La Constitución Salvadoreña no expresa en forma descriptiva los principios de razonabilidad y de proporcionalidad, pero ello se debe a que éstos son de la esencia misma del derecho. De ahí que los actos, leyes o sentencias, deben ser expresión de razonabilidad y proporcionalidad. Pese a lo anterior, se ha considerado que tales principios podrían tener un asidero normativo en la aplicación de estos principios dentro de la Constitución, en los arts. 1 y 246 Cn., que se constituye ante todo como una garantía del contenido de los principios y derechos constitucionalmente reconocidos. Estos principios son esenciales para el desarrollo axiológico del contenido constitucional vinculados al valor justicia. Por otro lado, en la Sentencia de 14-II-1997, pronunciada en el proceso de Inc. 1596, esta Sala, retomando a Pérez Luño afirmó que la configuración del Estado Constitucional de Derecho debe guiarse por los principios racionales basados en ciertos presupuestos fundamentales como son: la limitación de la actividad de los órganos del poder por la constitucionalidad y la legalidad; la garantía por parte de ésta de los derechos fundamentales; y la teoría del control jurisdiccional de toda actividad del Estado. En ese sentido, siendo lo razonable lo opuesto a lo arbitrario, mediante el control de razonabilidad el Órgano Judicial penetra necesariamente en la ponderación de los criterios y medios de que se valen los órganos del poder para ejercer sus competencias; para el caso, toda clase de contribuciones deben establecerse de acuerdo a los principios de igualdad, proporcionalidad y equidad, lo que en sentido jurídico-político supone equilibrio, moderación y armonía en el uso del poder tributario. De hecho, la razonabilidad se refiere no a un análisis lógico matemático sino a la necesidad de aplicar las disposiciones a los asuntos judiciales bajo la idea de justicia. E implica justamente la creación judicial de derecho a partir de valores constitucionales, o de la integración de disposiciones. Por tanto, se encuentra en función del alejamiento de la arbitrariedad y el acercamiento a la justicia, prohibiendo todo tipo de intromisión en el ejercicio de los derechos fundamentales que no tenga justificación alguna, basándose en el respeto y la debida ponderación de tales derechos y la necesaria vinculatoriedad de su contenido axiológico. Existen preceptos constitucionales en los que la racionalidad o razonabilidad se convierten en el parámetro para el examen de disposiciones inferiores, sobre todo en aquellos casos donde la Constitución es sumamente abstracta, poco precisa, siendo la única forma posible de hacerlos operativos, es decir, de llevarlos a la aplicación cotidiana por medio del test de racionalidad o razonabilidad, habiéndose convertido en la actualidad dicho test en el instrumento imperativo clásico cuando se busca confrontarlos con los límites del poder estatal en materia de restricción de derechos fundamentales. Este test de razonabilidad consiste en examinar directamente las disposiciones promulgadas por el poder público, para ver si los motivos o razones que se alegan para justificar el tratamiento dentro de la norma, están o no de acuerdo con los valores constitucionales y se comprueba directamente si las razones tienen un peso específico capaz de contradecir a los valores constitucionales o no lo tienen; lo que implica la valoración de conceptos sumamente indeterminados por parte del juez, como son el de justicia, libertad, igualdad, solidaridad, bien común, orden público, etc. De hecho, el análisis de lo razonable debe hacerse a priori por los operadores jurídicos en el que se analizan situaciones tales como: (i) la contradicción entre la ley y la Constitución debe ser evidente; (ii) la razonabilidad de la disposición se presume, y por tanto requiere el esfuerzo de argumentar en su contra lo anterior con derivación de la presunción de constitucionalidad de las leyes y actos de la administración en general. De ahí se advierte que, presumir la racionalidad de la ley implica dar por sentado que el legislador la dictó con una razonable y sustancial relación de los valores y principios axiológicos definidos dentro de la Constitución; (iii) antes de inaplicar o declarar inconstitucional una disposición por irrazonable el juez debe buscar por todos los medios de encontrar una interpretación que sea compatible con la norma constitucional. Consecuentemente, la razonabilidad es un estándar valorativo que permite escoger una alternativa, entre varias, más o menos restrictivas de derechos o principios constitucionalmente reconocidos, valiéndose de ciertos criterios que han tratado de ser objetivados. En sentido amplio, conlleva una serie de elementos a la hora de su aplicación al caso concreto que pueden ser: (i) adecuación o idoneidad frente al caso concreto; (ii) necesidad o indispensabilidad para el análisis de la situación; y (iii) principio de proporcionalidad. En el juicio de adecuación las leyes deben tener un fin en sí mismas y, conocido este, su desarrollo normativo ser el adecuado para obtenerlo. En el de necesidad o indispensabilidad se examina si la medida adoptada por el legislador es la menos restrictiva de los derechos fundamentales, de entre las igualmente eficaces la menos lesiva de los derechos; se refiere a la elección de la medida necesaria. La proporcionalidad es una relación entre medio y fines donde se trata de examinar si esa medida es o no "excesivamente gravosa". Para Garberí Llobregat el principio de proporcionalidad, incluido en el más general de "prohibición de exceso", supone un límite al ejercicio de la actividad represiva del Estado, pues obliga a que cualquier acción pública de esta índole observe una proporción o justa medida con el objetivo pretendido con su puesta en práctica, de forma que cuando el mismo pueda lograrse a través de cauces alternativos manifiestamente menos gravosos, se imponga la utilización de estos últimos. Se puede formular la proporcionalidad como un criterio de justicia de una adecuada relación medios y fines en los supuestos de injerencias de la autoridad sobre los derechos fundamentales; es decir como un patrón de medición que posibilite el control de cualquier acto excesivo mediante la contraposición del motivo y los efectos. Es justamente un límite frente a las intromisiones del poder en el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Pero también se constituye como un límite en el ejercicio de los derechos, cuando en el ámbito de los mismos resulta que puede menoscabar o lesionar otros derechos, principios o valores constitucionales. Por eso, como afirma Fassbender, el principio de proporcionalidad se constituye como límite de límites de los derechos. Para el Tribunal Constitucional Alemán, el principio de proporcionalidad strictu sensu connota la prohibición de sobrecargar al afectado con una medida que para él represente una exigencia excesiva, sin que con ella además se vea favorecido el interés general o resultando beneficiada la comunidad. Medio y fin aparecen con dos variables que no pueden estar en evidente desproporción. Es importante destacar que los términos de comparación que permiten averiguar la infracción o no del principio de proporcionalidad se ha señalado que son, por un lado, la medida o resolución que adopta la autoridad competente, y del otro, el fin perseguido de acuerdo a la legalidad. Tinetti siguiendo a González-Cuellar Serrano, descompone el principio de proporcionalidad en sus aspectos principales, formulando un test de proporcionalidad con dos tipos de presupuestos: formales, que se refieren al principio de legalidad, en el cual se debe tipificar tanto las condiciones de aplicación como el contenido de las intromisiones de los poderes públicos en el ámbito de los derechos; y materiales, los cuales hacen referencia a su justificación teleológica, en la que su fin ha de ser tutelar bienes constitucionalmente protegibles. Por último, es importante destacar que para que exista la proporcionalidad es necesario que la medida no altere el contenido esencial del derecho afectado; y que introduzca precisiones tolerables de la norma iusfundamental, teniendo en cuenta la importancia del fin perseguido. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 20-2003 de las 10:00 de fecha 14/12/2004 ) PRISIÓN POR DEUDAS La prisión por deudas no sólo adquiere un reproche en el marco constitucional salvadoreño sino también a nivel jurídico internacional. Además, se dijo que el contenido de dicha prohibición no se encuentra uniformemente establecido, puesto que, por un lado se hace referencia a deuda, obligación contractual, obligaciones de carácter netamente civil, y por otro se hace alusión a los términos de prisión, encarcelamiento y detención. Por tal motivo –falta de uniformidad de contenido–, es procedente establecer qué debe entenderse por prisión por deudas, según lo dispuesto en el art. 27 inc. 2º Cn., siendo pertinente acotar los vocablos deuda y prisión contenidos en la norma constitucional citada, sobre la connotación que implica ahora para nuestro sistema jurídico. En relación con el término prisión dispuesto en la norma constitucional mencionada, éste no puede entenderse únicamente referido a sentencias condenatorias privativas de libertad, permitiendo presumir que la prohibición de prisión por deudas debe analizarse y reprocharse hasta que la persona sea objeto de una condena firme. Sino que en este artículo, de manera genérica, prisión hace alusión a cualquier restricción del derecho de libertad física de la persona. Ello debido a que el examen y determinación de violaciones al derecho fundamental de libertad física, en contraposición a ésta prohibición, no puede depender de la existencia o no de una sentencia condenatoria firme. Pues, ello significaría aplicar una interpretación literal generadora de indefensión de las personas que, aún no encontrándose en prisión, han sido restringidas en su libertad en contraposición a la disposición constitucional en estudio. Por tanto, desde el momento en el cual la persona es privada de su derecho de libertad física en detrimento del art. 27 inc. 1º Cn., efectivamente se origina vulneración a su derecho de libertad. Respecto al término deuda, se tiene que los términos utilizados para dar contenido a ésta figura, referidos a deuda, obligación contractual, obligaciones de carácter netamente civil, conllevan el legado de la época histórica en la cual la palabra civil no tenía significado restringido a lo exclusivamente civil patrimonial que ahora se le atribuye; por tal motivo puede establecerse que actualmente el contenido del art. 27 inc. 2º Cn. debe entenderse como aquel impedimento constitucional que una persona pueda ser privada de su derecho fundamental de libertad física por incumplimiento de obligaciones de dar, hacer o no hacer que no trasciendan al ámbito penal, es decir que el ilícito no provenga de un fraude, engaño doloso ni transgresión al mínimo ético que protege el Derecho Penal. Así, por deuda en el art. 27 inc. 2º Cn., se entiende la fase de ejecución de una obligación, siempre y cuando la insolvencia en el cumplimiento de ésta última parta del principio de buena fe. De esta manera el elemento esencial que permite identificar que se está ejecutando una prisión por deudas gira en torno al hecho de existir una restricción de libertad física en perjuicio de una persona por un mero incumplimiento de obligación en el cual no ha existido ningún tipo de dolo de índole penal, ardid o engaño, para incumplir con ésta antes o después de la adquisición de tal obligación. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003 de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) PROCESO DE FORMACIÓN DE LA LEY. INTERVENCIÓN DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA En razón de la necesidad de colaboración en la formación de la voluntad estatal, la Constitución prevé la intervención del Presidente de la República en el procedimiento legislativo. Precisamente, el jefe del Ejecutivo se encuentra vinculado al proceso legislativo, porque –a partir de sus atribuciones constitucionales– asume la ejecución de la dirección política –planificación, coordinación y ejecución política y administrativa en la gestión de los asuntos de interés general– así como la responsabilidad en la ejecución de la misma. Así pues, según la Constitución –art. 168 ord. 8 –, corresponde al Presidente de la República sancionar, promulgar y publicar las leyes, y hacerlas ejecutar. La sanción, entonces, entraña un acto solemne de carácter político, que implica la aceptación por el Presidente de la República, de un proyecto de ley aprobado por el órgano investido de la potestad legisferante. En este sentido, es claro que, al sancionar un proyecto de ley, el Órgano Ejecutivo manifiesta su aceptación total sobre el contenido del texto y de su fuerza imperativa. Ahora bien, si la sanción comporta una manifestación de aceptación sobre el contenido y regularidad constitucional de un proyecto de ley, ésta puede operar como un control político del mismo. Como consecuencia de ese control, el Presidente de la República puede sancionar el proyecto de ley –por ser constitucional y afín a los intereses perseguidos–, puede realizar observaciones, o vetarlo por razones de oportunidad o inconstitucionalidad. Por tanto, es claro que las observaciones y el veto son los instrumentos que la Constitución concede al Presidente de la República para controlar negativamente la actividad legislativa. En conclusión, la intervención del Presidente en el proceso de formación de la ley constituye un control interorgánico de naturaleza política para aceptar u oponerse a los proyectos de ley contrarios a la Ley Suprema, los intereses de la colectividad o los fines del Estado; y como tal no implica en modo alguno que el Presidente de la República ejerza potestad legisferante. En ese sentido, la intervención procesal prescrita en el art. 7 L. Pr. Cn. hace referencia al ente emisor, titular de la potestad normativa de la cual ha emanado el objeto de control constitucional. Es decir, para el caso, el órgano legitimado pasivamente en el proceso de inconstitucionalidad es la Asamblea Legislativa, pues ésta ha emitido el producto legislativo que fue considerado por el Presidente de la República en su fase de sanción. Es decir, la autoridad demandada a la que se refiere el artículo en mención es el Órgano Legislativo, y se excluye, por tanto la intervención del Ejecutivo en ese carácter. Sin embargo, es preciso aclarar que éste se tendrá por legitimado cuando la normativa impugnada sea un Reglamento emanado del Órgano Ejecutivo, pues en estos casos, efectivamente, a él corresponde la titularidad de la potestad normativa; o cuando se alegue que el vicio de forma de una ley se ha producido en sede ejecutiva. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) La Sala de lo Constitucional ha afirmado que. en razón de la necesidad de colaboración en la formación de la voluntad estatal, la Constitución prevé la intervención del Presidente de la República en el procedimiento legislativo. Precisamente, el jefe del Ejecutivo se encuentra vinculado al proceso legislativo, porque -a partir de sus atribuciones constitucionales- asume la ejecución de la dirección política -planificación, coordinación y ejecución política y administrativa en la gestión de los asuntos de interés general- así como la responsabilidad en la ejecución de la misma. Así pues, según la Constitución –art. 168 ord. 80-, corresponde al Presidente de la República sancionar, promulgar y publicar las leyes, y hacerlas ejecutar. La sanción, entonces, entraña un acto solemne de carácter político, que implica la aceptación por el Presidente de la República, de un proyecto de ley aprobado por el órgano investido de la potestad legisferante. En este sentido, es claro que. al sancionar un proyecto de ley, el Órgano Ejecutivo manifiesta su aceptación total sobre el contenido del texto y de su fuerza imperativa. Ahora bien, si la sanción comporta una manifestación de aceptación sobre el contenido y regularidad constitucional de un proyecto de ley, ésta puede operar como un control político del mismo. Como consecuencia de ese control, el Presidente de la República puede sancionar el proyecto de ley -por ser constitucional y afín a los intereses perseguidos-, puede realizar observaciones, o vetarlo por razones de oportunidad o inconstitucionalidad. Por tanto, es claro que las observaciones y el veto son los instrumentos que la Constitución concede al Presidente de la República para controlar negativamente la actividad legislativa. En conclusión, la intervención del Presidente en el proceso de formación de la ley constituye un control interorgánico de naturaleza política para aceptar u oponerse a los proyectos de ley contrarios a la Ley Suprema, los intereses de la colectividad o los fines del Estado; y como tal no implica en modo alguno que el Presidente de la República ejerza potestad legisferante. En ese sentido, la intervención procesal prescrita en el artículo 7 de la Ley de Procedimientos Constitucionales hace referencia al ente emisor, titular de la potestad normativa de la cual ha emanado el objeto de control constitucional. Es decir, para el caso, el órgano legitimado pasivamente en el proceso de inconstitucionalidad es la Asamblea Legislativa, pues ésta ha emitido el producto legislativo que fue considerado por el Presidente de la República en su fase de sanción. Es decir, la autoridad demandada a la que se refiere el artículo en mención es el Órgano Legislativo, y se excluye, por tanto la intervención del Ejecutivo en ese carácter. Sin embargo, es preciso aclarar que éste se tendrá por legitimado cuando la normativa impugnada sea un Reglamento emanado del Órgano Ejecutivo, pues en estos casos, efectivamente, a él corresponde la titularidad de la potestad normativa; o cuando se alegue que el vicio de forma de una ley se ha producido en sede ejecutiva. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 26-2004 de las 09:00 de fecha 25/10/2004 ) PROCESO DE INCONSTITUCIONALIDAD La incoación de todo proceso de inconstitucionalidad viene determinada por la presentación de una demanda, caracterizada como el acto procesal de postulación que debe llevar implícita una pretensión de naturaleza constitucional, la cual condiciona la iniciación, el desarrollo y la conclusión del proceso, ante el efectivo cumplimiento de una serie de requisitos vinculados al objeto y parámetro de control. En cuanto al incumplimiento de los elementos que configuran la pretensión de inconstitucionalidad, reiterada jurisprudencia de este tribunal ha sostenido, de conformidad con el artículo 18 de la Ley de Procedimientos Constitucionales, aplicado analógicamente en el proceso de inconstitucionalidad, que tales vicios dan origen a las prevenciones pertinentes a fin de delimitar el objeto del proceso, en el entendido que las mismas constituyen una advertencia sobre la irregularidad en la configuración de la pretensión, habilitando en el actor la posibilidad de subsanarla. Al no atender tal advertencia o, si pretendiendo subsanarla, el actor no elimina la irregularidad, se genera en esta Sala la imposibilidad de juzgar por no encontrarse configurada la pretensión; situación con la cual se verifica el supuesto que prescribe la disposición referida, la cual ordena que la falta de aclaración de la prevención produce el rechazo liminar de la demanda bajo la figura de la inadmisibilidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 43-2003 de las 11:00 de fecha 8/1/2004 ) Relaciones INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 61-2003 de las 09:00 Horas de fecha 03/02/2004 INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 62-2003 de las 09:00 Horas de fecha 04/02/2004 INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 18-2004 de las 09:00 Horas de fecha 28/07/2004 El art. 183 Cn. es el que habilita la posibilidad que la Sala de lo Constitucional conozca exclusivamente del control concentrado de constitucionalidad a través del proceso de inconstitucionalidad a petición de un ciudadano en cuya demanda contenga la pretensión en la que se expresen las razones fácticas y jurídicas en que se basa para fundar que una(s) disposición(es) o cuerpo normativo contradicen el texto de la Constitución y habiliten con ello, el examen de constitucionalidad de la misma. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2004 de las 12:20 de fecha 13/9/2004 ) PROCESO O PROCEDIMIENTO PREVIO A LA PRIVACIÓN DE UN DERECHO En sentencia de 19-III-2002, pronunciada en el proceso de Inc. 30-96, esta Sala ha manifestado lo siguiente: "el art. 11 inc. 1 Cn. establece una garantía a favor de las personas que consiste en la exigencia de un juicio previo a la privación de algún derecho, el cual debe estructurarse "con arreglo a las leyes". --- De lo expuesto en párrafos anteriores, se identifican como materias reservadas a la ley lo relativo a impuestos, expropiación, privación de libertad, sanciones y limitación de derechos. Así pues, puede decirse que la reserva de ley implica la asignación al Órgano Legislativo de la facultad exclusiva de emitir normas en relación con asuntos que puedan afectar o restringir de manera trascendental la esfera jurídica de las personas, especialmente respecto de materias vinculadas con el patrimonio, la libertad, la seguridad y la defensa, individual o colectiva. --Por otra parte, la estructuración de un proceso o procedimiento previo a la privación de algún derecho es una garantía que el constituyente quiso reconocer a favor de las personas, es decir que no se trata de un aspecto que pueda afectar o restringir la esfera jurídica de las mismas, sino más bien es una manera de proteger los derechos de los gobernados. --- Consecuencia de ello es que, exigir que la regulación de procesos o procedimientos se haga en leyes emanadas estrictamente del Órgano Legislativo, podría resultar perjudicial ya que se estaría impidiendo a los demás entes con potestades normativas desarrollar este tipo de garantías establecidas a favor de las personas. --- Por lo tanto, al interpretar el art. 11 inc. 1 Cn. debe entenderse que el término "leyes" utilizado por el constituyente significa ley en sentido material, es decir cualquier producto normativo emanado de todo ente con potestades normativas constitucionalmente conferidas". Asimismo, en dicha sentencia se expresó: "En el caso del art. 11 inc. 1 Cn., el derecho de audiencia no exige necesariamente de la interposición del legislador para tener eficacia, ya que se trata de una norma que goza de aplicación directa, es decir que ante la omisión de una regulación infraconstitucional es perfectamente posible aplicar directamente el precepto constitucional. --- Ahora bien, es necesario aclarar que aun cuando la mencionada disposición constitucional goza de aplicación directa, ello no implica que los entes investidos de potestades normativas estén exentos de regular en la normativa infraconstitucional los procesos o procedimientos necesarios para garantizar el derecho de audiencia. Así pues, si bien el art. 11 inc. 1 Cn. no contiene un mandato al legislador, lo idealmente técnico es que cada cuerpo normativo señale el proceso o procedimiento constitucionalmente configurado pertinente para la materia regulada. --- Por consiguiente, cuando un cuerpo normativo no desarrolla dicho proceso o procedimiento, esta Sala se ve imposibilitada de declarar la inconstitucionalidad por omisión del cuerpo normativo impugnado pero sí puede formular ciertas recomendaciones a los entes con potestades normativas, a fin de ‘corregir’ el texto normativo y así evitar las dificultades interpretativas que surgen de las diferentes lecturas –algunas de ellas inconstitucionales– que pueden darse respecto de las normas infraconstitucionales que no contienen en sí mismas el proceso o procedimiento correspondiente. En virtud de lo antes expuesto, en el caso del art. 11 inc. 1 Cn., no existe obligación del legislador material de desarrollar en la normativa infraconstitucional los procesos o procedimientos aplicables en las diferentes materias reguladas; sin embargo, es recomendable que los distintos cuerpos normativos que no contengan dicho desarrollo –v. gr., el REGETRASEV en cuanto a la imposición de las sanciones establecidas en el los arts. 234, 235, 236 y 237–, contemplen la posibilidad de incorporarlo, a fin de evitar interpretaciones de su texto que resulten contrarias a la Constitución". Ahora bien, dicho criterio obedece –tal como se expresó en la jurisprudencia citada– a una concepción esencialmente garantista del procedimiento. Sin embargo, no es posible descartar la posibilidad de que un proceso o procedimiento tenga como resultado la limitación de un derecho fundamental, por lo que en tales casos no estaría permitido que la regulación de los mismos quedara al arbitrio del legislador material ni mucho menos del aplicador del derecho. En cuanto al proceso jurisdiccional, esta Sala ya ha reiterado su criterio en diferentes sentencias en el sentido que la configuración esencial del proceso jurisdiccional es materia reservada a la ley, por encontrarse vinculada a los ámbitos de seguridad y de defensa. No obstante, también es posible reconocer que, en todo caso, la creación de procesos o procedimientos, por una autoridad distinta del legislador formal, estaría supeditada a la naturaleza del procedimiento. Específicamente, cuando un procedimiento administrativo sea susceptible de afectar negativamente derechos fundamentales –v. gr., el procedimiento administrativo sancionador o el procedimiento para dar origen a una concesión, mediante los cuales se podría limitar el derecho de propiedad, la libertad económica y la libertad de contratación, entre otros–, su creación debe quedar reservada al legislador formal. Por su parte, los procedimientos que no impliquen afectación a derechos fundamentales, tales como los relacionados con la técnica autorizatoria o incluso aquellos relativos a la modificación de elementos estrictamente formales de concesiones ya otorgadas, pueden ser creados por cualquier ente con potestades normativas. Ello confirma la interpretación de esta Sala en cuanto a que el término "ley" utilizado en el art. 11 inc. 1 Cn., se refiere tanto a ley formal como material, dependiendo de la naturaleza del proceso o procedimiento que se pretenda regular. En ese orden, la aplicación directa del art. 11 inc. 1 Cn., surgiría cuando el operador jurídico se encontrara ante una laguna normativa. Al respecto, esta Sala confirma su criterio en el sentido que el art. 11 inc. 1 Cn. no contiene un mandato al legislador; sin embargo, lo idealmente técnico es que cada cuerpo normativo señale el procedimiento pertinente para la materia regulada, pues de no hacerse podrían generarse diversas consecuencias. Así, la facultad de la Administración Pública de aplicar directamente la Constitución dependerá de dos factores: (i) de la naturaleza del procedimiento, ya sea que pueda llegar a afectar negativamente o no derechos fundamentales; y (ii) del tipo de laguna, en tanto que la ausencia de regulación y desarrollo del procedimiento puede ser parcial o total. En primer lugar, tratándose de procedimientos que podrían limitar derechos fundamentales, la aplicación directa estaría referida únicamente a la posibilidad de cubrir lagunas parciales –entendidas como aquellos vacíos relativos a etapas omitidas dentro de la regulación del procedimiento– con la finalidad de garantizar el cumplimiento del debido proceso, mas no podría extenderse a la creación total del mismo, ni siquiera cuando así lo habilitara la norma que adolece del vacío procedimental. En todo caso, la creación de procedimientos de esta naturaleza debe hacerse siempre por ley formal, y los operadores jurídicos de la Administración únicamente pueden actuar ante un procedimiento preestablecido, a fin de enmarcar su actuación dentro de la legalidad y de no vulnerar la seguridad jurídica. Ahora bien, en el caso de procedimientos que no son susceptibles de afectar derechos fundamentales, el aplicador del derecho estaría facultado para cubrir todo tipo de lagunas –parciales o totales– siempre y cuando la conformación de las etapas omitidas en la regulación normativa o bien, la creación total del procedimiento respondan a las exigencias del procedimiento constitucionalmente configurado (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 2-2002 de las 10:40 de fecha 8/11/2004 ) PROCESO PENAL Con la finalidad de atribuir la comisión de una conducta delictiva a un sujeto, la actividad penal se lleva hasta los tribunales encargados de dirimir el juicio jurídico-penal, a través de un cauce metódico instaurado para tal fin –el proceso penal–. En la misma línea, en Sentencia de 28-II-1995, pronunciada en el proceso HC 15C-94, se ha sostenido que en el proceso penal existe una situación jurídica indeterminada, en la que los derechos de las partes se encuentran en expectativa respecto de la sentencia definitiva que oportunamente confirmará o desestimará la inocencia o culpabilidad del acusado; sin embargo, ello no implica per se una afectación a los derechos constitucionales del imputado. Por el contrario, el proceso penal es concebido en las modernas corrientes procesales como un cúmulo de garantías derivadas de la seguridad jurídica, que pretenden proteger los derechos de la persona acusada de la comisión de un delito, para asegurar que pueda ser oído en su defensa y oponerse legalmente a la pretensión punitiva que se deduce en su contra. En ese sentido, la primera garantía procesal –luego de definidas la sustantivas- se verifica con el ejercicio de la acción penal. Para sustentar jurídicamente tal afirmación, debe partirse de una concepción de acción penal como institución autónoma y propia del derecho procesal y por tanto distinta –pero no desvinculada- del derecho penal sustantivo. EJERCICIO DE LA ACCIÓN PENAL Pues bien, a los efectos señalados, es necesario que se promueva la actuación de los tribunales mediante el ejercicio de la acción penal. Ello corresponde a un órgano constitucional distinto e independiente de aquellos: el Fiscal General de la República, quien, con la colaboración de la Policía Nacional Civil, tiene la función de proceder a la investigación de los delitos, y a través del requerimiento fiscal promover la acción penal ante los jueces y tribunales. En ese orden de ideas, en el sistema procesal salvadoreño el ejercicio de la acción penal corresponde a un órgano distinto del jurisdiccional; así, de conformidad con el artículo 193 ordinal 4 Cn., compete al Fiscal General de la República promover la acción penal de oficio o a petición de parte. Ello obedece, principalmente, al criterio técnico con el cual se debe formular el requerimiento fiscal, y la acusación que contiene; por tal razón, este presupuesto de la audiencia inicial es competencia del Fiscal General de la República. De esta forma, se garantiza un principio esencial del derecho procesal penal, cual es el recogido en la fórmula latina nemo iudex, sine actore, el cual imposibilita la iniciación o prosecución del proceso sin la existencia de una parte acusadora que ejercite la acción penal, a través de un órgano especializado a tal fin. Así, el Fiscal General de la República promueve el funcionamiento de los tribunales para juzgar hechos susceptibles de relevancia penal. En una primera conclusión, las atribuciones y competencias que cada institución estatal está llamada a realizar en el plano constitucional, y específicamente en el ejercicio del ius puniendi, puede considerarse indisponible para el legislador – art. 131 ord. 21º Cn.–. De tal suerte, que repartidas las funciones en la prosecución de los ilícitos a cada entidad estatal interviniente, el art. 193 ord. 4 resulta un límite al legislador en cuanto al reparto de la facultad de ejercicio de la acción penal. Asimismo, la competencia fiscal en el ejercicio de la acción penal obedece a la tecnicidad en la acusación formulada a través del requerimiento fiscal, pues efectivamente, ello denota una diferencia relevante –por cuanto más garantista– en relación con la finalidad y el marco de atribuciones de la Policía Nacional Civil. Ésta tiene definida su función principal en la persecución penal; así, el art. 159 inc. 3 Cn., le faculta la colaboración en el procedimiento de investigación del delito. Tal colaboración, tomando en cuenta el artículo 193 ord. 3 Cn., no implica la posibilidad de usurpar las atribuciones conferidas al Fiscal General de la República; sino, habida cuenta de la dirección funcional de éste y la tecnicidad requerida en su actuación, la colaboración está supeditada a las indicaciones de la investigación fiscal. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 52-2003Ac de las 15:00 de fecha 1/4/2004 ) RESERVA DE LEY SANCIONADOR EN EL DERECHO ADMINISTRATIVO El Derecho Administrativo Sancionador es una materia en que la reserva de ley opera de manera relativa, es decir que permite la colaboración reglamentaria ya que, si bien existe cierta tendencia a aplicar a esta rama del derecho punitivo los principios propios del Derecho Penal, existe una mayor flexibilidad en la regulación de la potestad sancionadora de la Administración Pública. Asimismo, es admisible la presencia de reglamentos u ordenanzas en el Derecho Administrativo Sancionador, debido a que resultaría ilusorio y poco práctico exigir al legislador una previsión casuística tan extensa como la que requiere esta materia y, además, porque en este ámbito puede ser necesaria una rápida variación de criterios de regulación, lo cual sería difícil de lograr si se exigiera una reserva legal absoluta. Y es que, la reserva de una materia a la ley no supone siempre, como pudiera pensarse, la prohibición total de acceso a la misma de otras potestades normativas, ya que, en algunos supuestos –de análisis posterior–, la reserva de ley puede relajarse notoriamente admitiendo la colaboración de otros entes con potestades normativas: reserva relativa. En efecto, bien pareciera que la presencia de reglamentos o acuerdos en una materia reservada a la ley es inadmisible, analizando con profundidad la figura se concluye que esto no es así. La reserva relativa, pues, implica que la ley –decreto legislativo– no regula exhaustivamente la materia, sino que se limita a lo esencial y, para el resto, se remite a reglamentos, a los que habilita a colaborar en la normación. En los supuestos de reserva relativa, la ley puede limitarse a establecer lo básico de la disciplina o materia, remitiendo el resto a otras fuentes, aunque la ley debe establecer los criterios y directrices de la regulación subordinada, así como una delimitación precisa de su ámbito. Es decir, lo esencial radica en la circunstancia que la norma remitente, en los casos habilitados, renuncia deliberadamente a agotar toda la regulación y, consciente de ello, llama a otra norma para que la complete, formando entre las dos un solo bloque normativo. Sin embargo, tal renuncia no puede ser absoluta, o lo que es lo mismo, algo tiene que regular: lo esencial de la materia, dejando a la otra fuente la regulación de lo complementario –aspectos colaterales o conexos al núcleo de la materia–. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) SALA DE LO CONSTITUCIONAL. FALTA DE COMPETENCIA PARA DECLARAR NULIDAD DE ACTOS En cuanto a la nulidad es preciso hacer mención, sin ánimo de exhaustividad, que la misma se postula como el régimen de inexistencia exigido por una disposición imperativa, en interés de salvaguardar los valores o principios que consagra, de modo que elimina el valor o efecto jurídico de un acto por haberse realizado en contravención a esa disposición imperativa o prohibitiva, denotando la eficacia normativa de la disposición que pretende hacerse valer ante actos contrarios a ella. En tal sentido, se puede decir que la nulidad se refiere a la exigencia de inexistencia; por esa misma razón la nulidad tiene efectos retroactivos, pues en virtud de la inexistencia del acto deben eliminarse ab initio también las consecuencias o efectos que generó, es decir, pretende la desaparición de las consecuencias jurídicas ex tunc –desde el momento en que se produjeron–. Con respecto a ese tipo de consecuencias, es preciso clarificar las cualidades del control de constitucionalidad y el tipo de pronunciamiento que esta Sala realiza en el proceso de inconstitucionalidad, en cuanto a la competencia que la Constitución confiere a esta Sala. En ese sentido, el proceso de inconstitucionalidad implica realizar un control abstracto de la constitucionalidad de disposiciones infraconstitucionales, mediante un juicio de contraste sobre la compatibilidad jurídica entre una disposición y la Ley Suprema, en virtud de la pretensión de inconstitucionalidad planteada por un ciudadano, para emitir consecuentemente, en caso de ser estimada, un pronunciamiento de invalidación general y obligatorio de las disposiciones que resulten incompatibles con la Ley Suprema. Por tanto, la inconstitucionalidad por vicio de forma se refiere a la exigencia de invalidez de los actos normativos que se realicen en contradicción con la Constitución, y el tipo de pronunciamiento que se realiza en el proceso de inconstitucionalidad radica sobre la conformidad o disconformidad constitucional de las disposiciones infraconstitucionales, con efectos ex nunc, es decir, que surte efecto desde el momento que se produce la declaración, no un pronunciamiento con efectos hacia el pasado. Por las razones apuntadas, la Sala de lo Constitucional no puede pronunciarse sobre la nulidad de los actos normativos que son objeto de impugnación, pues ello conduciría a este Tribunal a emitir pronunciamientos con efectos retroactivos, es decir, que conlleve a la eliminación de todos los efectos derivados del acto normativo declarado nulo; lo que resulta incompatible con la naturaleza de la declaratoria de inconstitucionalidad, pues el resultado estimatorio de una sentencia, dictada en un proceso de contraste normativo, se circunscribe a la constatación de la disconformidad de la disposición impugnada con la Ley Suprema y su consecuente expulsión del ordenamiento jurídico desde tal declaratoria. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) TASA POR EL SERVICIO DEL RELLENO PRINCIPIO DE RAZONABILIDAD TRIBUTARIA SANITARIO. Inicialmente haremos referencia a la razonabilidad por ser un estándar valorativo que permite escoger una alternativa, entre varias, más o menos restrictivas de derechos o principios constitucionalmente reconocidos, valiéndose de ciertos criterios que han tratado de ser objetivados. Dicha razonabilidad conlleva una serie de elementos a la hora de su aplicación al caso concreto que son: (i) adecuación o idoneidad frente al caso concreto; (ii) necesidad o indispensabilidad para el análisis de la situación; y (iii) principio de proporcionalidad. En la primera de las vertientes señaladas, la adecuación o idoneidad consiste en que las leyes –en sentido material– deben tener un fin en sí mismas y, conocido éste, su desarrollo normativo debe ser adecuado para obtenerlo. Podemos presumir que en el caso en análisis el fin fue una renovación en el procedimiento de disposición final de los desechos sólidos que permitiría a la larga un mejor desarrollo y evitaría –como el caso de los vertederos– un daño a la salud y al ecosistema. Pero la dificultad estriba en que la previsión normativa debe ser adecuada a la obtención del fin y, como se puede observar, no se ha demostrado que el cálculo de los kwh consumida mensualmente por una persona tenga relación directa con los ingresos y, sobre todo, que el método "a más ingresos, más consumo de energía y materias, entonces se producen más desechos" no tiene un sentido unívoco. Referente a la necesidad o indispensabilidad, para el análisis de la situación deberá procederse a examinar si la medida adoptada por el legislador es la menos restrictiva de los derechos fundamentales, de entre las igualmente eficaces la menos lesiva de los derechos. No se trata por tanto, de presumir previamente que el cambio de sistema de m² a kwh sea el menos gravoso –puesto que la autoridad emisora de la disposición impugnada no especificó por qué razón dicha disposición era menos restrictiva– sino que su finalidad era más bien buscar un adecuado sistema de recaudación. No hubo por tanto una valoración axiológica positiva que pesara más respecto a otras menos restrictivas de derechos fundamentales. Relativo al principio de proporcionalidad, trataremos de buscar una relación entre medio (medida o resolución que adopta la autoridad competente) y fin (perseguido de acuerdo a la legalidad) tratando de examinar si esa medida es o no "excesivamente gravosa". Esta debe ser proporcionada, evitando sobrecargar al afectado con una medida que para él represente una exigencia excesiva, sin que con ella además se vea favorecido el interés general o resultando beneficiada la Comunidad. Recuérdese que este principio, entre otras cosas, obliga a que cualquier acción pública de esta índole observe una proporción o justa medida con el objetivo pretendido con su puesta en práctica, de forma que cuando el mismo pueda lograrse a través de cauces alternativos manifiestamente menos gravosos, se imponga la utilización de estos últimos. La medida adoptada por el Concejo Municipal de San Salvador está sujeta a un beneficio común de la comunidad circunscrita a su jurisdicción territorial: servicio de relleno sanitario y disposición final de desechos sólidos< pero el fin perseguido y plasmado en la disposición no es el adecuado. La medida impuesta por la municipalidad es fundamentalmente para mejorar la recaudación fiscal y evitar la evasión del pago de la tasa, forzando en alguna medida a los destinatarios de la tasa a pagarla junto con el recibo de electricidad, lo que implica una única vía que no observa una proporción entre los ingresos, el consumo de energía y los desechos sólidos; con ello se evidencia que no se tomaron en cuenta hechos o bases que reflejen la capacidad contributiva para determinar el quantum del tributo. Esta Sala ya lo estableció en la Sentencia de 8VIII-2002, pronunciada en el proceso de Amp. 123-2001, en el sentido que el principio de proporcionalidad requiere que el monto de los gravámenes esté "en proporción" con el costo del servicio, la contraprestación pública o la capacidad contributiva de los obligados, dependiendo el tipo de tributo. Importante resulta también algunos pasajes de la referida sentencia de amparo en la que se dejó claramente establecido que la proporcionalidad es un concepto jurídico indeterminado que no atribuye discrecionalidad al órgano que debe observarla, sino que le obliga a encontrar una única solución justa, aunque al mismo tiempo, en la concreción del concepto según las circunstancias particulares del caso, haya de otorgarse a los órganos un cierto margen de apreciación. Por otro lado, el ejercicio de potestades discrecionales no conduce a una absoluta libertad de actuación, pues en el Estado de Derecho ha ido cobrando fuerza la idea de que la discrecionalidad posee ciertos elementos reglados que restringen la libertad del órgano actuante, entre los que se encuentra la proporcionalidad del medio para la consecución del fin. Tal discrecionalidad –se dijo– permite a la Administración escoger entre un determinado número de alternativas igualmente válidas y la autoriza para efectuar la elección bajo criterios de conveniencia u oportunidad, los cuales quedan confiados a su juicio. Por el contrario, en los conceptos jurídicos indeterminados no existe libertad de elección alguna, "sino que obliga únicamente a efectuar la subsunción de unas circunstancias reales a una categoría legal configurada, no obstante su imprecisión de límites, con la intención de acotar un supuesto concreto". En ese sentido, esta Sala en Sentencia de 14-II-1997, pronunciada en el proceso de Inc. 15-96, señaló como elementos del principio de proporcionalidad los siguientes: la idoneidad de los medios empleados –en el sentido que la duración e intensidad de los mismos deben ser los exigidos por la finalidad que se pretende alcanzar–; la necesidad de tales medios –en el sentido que se debe elegir la medida menos lesiva para los derechos fundamentales, es decir, la que permita alcanzar la finalidad perseguida con el menor sacrificio de los derechos e intereses del afectado–; y la ponderación de intereses, a fin de determinar la existencia de una relación razonable o proporcionada de la medida con la importancia del bien jurídico que se persigue proteger. Se sostuvo, además, que el principio de proporcionalidad no se reduce al ámbito de la aplicación de la ley –lo cual corresponde el Órgano Judicial–, sino que parte desde la formulación de la norma, función que en virtud del principio de legalidad le corresponde al Órgano Legislativo o a cualquier ente con competencia normativa. Debe recordarse también que del principio de razonabilidad en materia tributaria, se han derivado ciertas reglas para la creación de los tributos: (i) que los impuestos –o tasas– deben ser creados con fines públicos. En este sentido, la finalidad de la tasa objeto de nuestro análisis fue en su momento la creación y funcionamiento de los servicios de relleno sanitario y disposición final de desechos sólidos, aplicables a los inmuebles del Municipio de San Salvador; (ii) que deben operar de manera uniforme entre los entes sujetos a él, sin perjuicio de las distinciones razonables de categorías. Esto lo podemos observar de la cuantía establecida en la tasa y las variaciones específicas de acuerdo al valor de los kilowatt/hora y el promedio del consumo mensual del sujeto de la tasa; (iii) que la persona o propiedad gravada debe de estar de algún modo bajo la jurisdicción del gobierno que crea el impuesto, es decir en este caso, la circunscripción territorial que le corresponde al Concejo Municipal emisor; (iv) que en las clasificaciones y percepciones de impuestos –o tasas– deben acordarse ciertas garantías contra la justicia, como la oportunidad de participar a la hora de brindar los informes para establecer la liquidación del impuesto, lo cual no se ve reflejada en la tasa sujeta a este examen de constitucionalidad. Por consiguiente, la tarifa del consumo de energía eléctrica está en función de las distintas variaciones del precio de mercado establecido por las principales compañías privadas de distribución de energía; y si bien es cierto, el cruce de información puede coincidir con los ingresos de la población y sus estratos sociales, esto no es una causa suficiente para el cambio de sistema pues incluso los ingresos relacionados (salario mínimo y medio) también tienen una variabilidad en perjuicio de la población en atención a las situaciones económicas como: la circulación de dos monedas o una sola, las alzas en los precios de la canasta básica, ajustes económicos, aumentos, creaciones o modificaciones de impuestos etc., por lo cual no es del todo cierto que el consumo de energía está en función de los ingresos. Hay una premisa de la cual parte el Concejo Municipal de San Salvador: "a más ingresos, más consumo de energía y de materias, entonces se produce más desechos". Es difícil encontrar una relación entre el ingreso, el consumo de energía eléctrica y los desechos sólidos puesto que no hay una base material y jurídica que demuestre tal situación. Tal aspecto no es la forma más correcta de justificar un cambio de una tasa. No basta simplemente tomar este sistema de otros modelos más desarrollados que el nuestro sino hay que adaptarlo a la realidad nacional y sus distintos factores económicos que podrían incidir en la población, tratando de mantener un equilibrio entre las necesidades de la comunidad y los ingresos de la población para hacerlo más equitativo. Se ha dicho también que el método empleado es de confianza ya que el cobro es automático puesto que CAESS y DELSUR tienen la política de cortar la corriente eléctrica cuando los clientes de pagan la factura. Estas situaciones son independientes puesto que, no tienen una relación directa el consumo de energía y la cantidad agregada en el recibo acerca del pago de tasas con el consumo de energía eléctrica y sus ulteriores consecuencias de suspensión de energía eléctrica. Estas son situaciones totalmente distintas y sería una medida poco justa y distante del bien común si se pretende que en forma coactiva se pague la tasa por relleno sanitario y disposición final de desechos sólidos enlazándola con el consumo de energía eléctrica, habiendo otros mecanismos de pago propios de la municipalidad. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 20-2003 de las 10:00 de fecha 14/12/2004 ) TECNICA AUTORIZATORIA ADMINISTRATIVA En cuanto a las disposiciones denominadas por la doctrina como técnica autorizatoria administrativa, podemos decir que son aquellas que constituyen un acto de la administración –aprobación, permiso, licencia, entre otros–, por medio del cual ésta consiente a un particular el ejercicio de una actividad inicialmente prohibida o restringida, generalmente, por consideraciones de orden público. Lo anterior, con la finalidad de controlar la actividad autorizada, acotarla negativamente dentro de ciertos límites determinados o, incluso, orientarla positivamente a través de programas planteados por la misma norma; en ambos casos resulta válido que la Administración reserve para sí ciertas facultades discrecionales con respecto al otorgamiento de la autorización sujetándola a determinadas condiciones, cuyo incumplimiento puede dar lugar a la imposición de sanciones, denegación de renovación o, incluso, la revocación de la autorización misma. Asimismo, en relación con las autorizaciones de funcionamiento, como especie de las autorizaciones en general, postulan una relación entre el particular y la Administración, con la posibilidad de prorrogarse, en virtud que la actividad autorizada está llamada a realizarse por tiempo indefinido; en estos casos la Administración se reserva la potestad de revocar la autorización cuando hubieren desaparecido las circunstancias que motivaron su otorgamiento o denegar la prórroga del mismo, es decir, la valoración inicial de las circunstancias concurrentes al momento de la autorización no es inmodificable. Lo anterior supone un rompimiento del principio de intangibilidad de los actos administrativos, pues las facultades de la Administración en esta materia no se agotan en la concesión de la autorización, sino que se extienden hacia ciertos deberes de vigilancia, pudiendo corregir las situaciones que rebasen el cauce de la norma que sirvió de fundamento de la autorización, para mantener el contenido de esta última conforme a las exigencias de orden público inicialmente consideradas. En ese orden de ideas, las autorizaciones de funcionamiento son títulos jurídicos constitutivos de un status complejo, que colocan al administrado en una situación impersonal y objetiva, definida abstractamente por las normas en cada caso aplicables, con la posibilidad de ser modificada por las mismas, situación cuyo contenido se refleja en una doble vertiente de derechos y obligaciones para el particular, situación a la que habrá que referirse en cada momento a la normativa aplicable. En ese sentido, la técnica autorizatoria administrativa implica per se una incidencia en los derechos subjetivos del administrado, que se verifica en el establecimiento de condiciones de ejercicio de una actividad determinada; sin embargo, su contrapartida –la revocación de una autorización o la denegación de una prórroga por parte de la misma Administración Pública– constituye una afectación en el administrado tal que se le imposibilita, mediante la emisión del acto administrativo revocador, el ejercicio de la actividad; generando, una excepción a la intangibilidad del acto que, en principio, constituyó el status jurídico del administrado. Por tal motivo, las causales de revocación de los actos administrativos favorables para el administrado debe contemplarse en un respaldo normativo explícito y preciso que se exprese en ley formal. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 30-2001 de las 12:00 de fecha 16/7/2004 ) TRIBUTOS Inicialmente podemos destacar el concepto que sobre tributo señala José Juan Ferreiro Lapatza, quien lo define como una obligación de dar una suma de dinero establecida por la ley, conforme al principio de capacidad, a favor de un ente público para sostener sus gastos. Consecuentemente, señala el citado autor que la conceptuación obligacional del tributo es la que mejor sirve al ordenamiento de un Estado democrático de Derecho y que en ella confluyen dos pilares de tal tipo de ordenamiento: la teoría de la división de poderes y la teoría de la personalidad jurídica del Estado, que ha permitido situar su actuación en el mismo plano de la sumisión al Derecho que la actuación de un particular. Así, se tiene a partir de ello: una obligación de dar una suma de dinero; una obligación ex lege, establecida por la ley; la obligación de derecho público a favor de un ente público, cuyo fin es el sostenimiento de los gastos públicos; y, naturalmente, una obligación establecida por la ley conforme al principio de capacidad. El tributo, por otra parte, se puede entender como una prestación pecuniaria de carácter coactivo impuesta por el Estado u otro ente público con el objeto de financiar gastos públicos; siendo por tanto, las notas que caracterizan al tributo la coactividad y el carácter contributivo. Precisamente, esta última nota es la que caracteriza al tributo como institución, lo cual significa que, al lado de esta finalidad principal, no pueden los tributos ser utilizados con otros propósitos o finalidades, que incluso pueden alcanzar, en determinados supuestos, una significación superior a la estrictamente contributiva. En Sentencia de 10-XI-1998, pronunciada en el proceso de Inc. 9-95, esta Sala sostuvo: "puede reconocerse con Pérez de Ayala –según explica en su Derecho Tributario– tres elementos conformadores del tributo: la realidad económica o social susceptible de convertirse en objeto del tributo, y que desempeña una función de fundamentación extra-positiva de éste; la formulación normativa del supuesto de hecho que, al realizarse, genera la obligación de pagar el tributo; y, finalmente, la realización fáctica del supuesto por un sujeto que a partir de tal realización queda obligado a pagar el tributo". Se sostuvo además –siguiendo la teoría de Pérez Royo, tal como la expone en su Derecho Financiero y Tributario–, que "el elemento diferencial de las categorías tributarias se ha establecido a partir de un concepto jurídico fundamental, como es la estructura del hecho imponible". De la misma forma, en la Sentencia de 6-IX-1999, pronunciada en el proceso de Inc. 23-98, se hizo énfasis a la parte doctrinal en la que Miguel Ángel Ekmekdjian, en su Tratado de Derecho Constitucional, manifiesta que "los tributos pueden ser clasificados de numerosas formas. Siguiendo una teoría tripartita –que ha servido de base al modelo del Código Tributario para América Latina OEA-BID–, pueden ser: impuestos, tasas y contribuciones. Por ello, en el impuesto, el pago exigido al contribuyente no tiene como contrapartida un derecho a una contraprestación fiscal concreta y diferenciada, imputada a él en su específico carácter de tal. Por otro lado, en la tasa, el pago del contribuyente se efectúa a cambio de una contraprestación diferenciada a cargo del Estado, que beneficia individualmente a aquél en su carácter de tal; esta prestación está referida a un servicio público. Y, finalmente, en la contribución, la prestación a cargo del contribuyente también tiene como contrapartida un beneficio, pero éste se adquiere, indirectamente, por una actividad estatal no dirigida individualmente al contribuyente". DIFERENCIA ENTRE IMPUESTO MUNICIPAL Y TASA MUNICIPAL De tales definiciones, se advierte que el criterio esencial para la diferenciación entre impuesto municipal y tasa municipal, es la existencia o no de una actividad del municipio referida inmediata y directamente al sujeto pasivo de la obligación tributaria; actividad que se presenta imprescindiblemente en el caso de las tasas, y que el art. 4 de la Ley General Tributaria Municipal llama "contraprestación". Sin embargo, siguiendo el último precedente jurisprudencial citado, es de aclarar que tal concepto no debe entenderse de la misma forma que ocurre en materia de contratos sinalagmáticos –pues la tasa comparte la naturaleza de los otros tributos, en el sentido de ser obligaciones ex lege–, sino como la vinculación del hecho imponible a la actividad del municipio, consistente en la prestación de un servicio público, de carácter administrativo o jurídico, que es el presupuesto para el nacimiento de la obligación del contribuyente de pagar la tasa. Asimismo y para mayor claridad de lo dicho, en la Sentencia de 24-V-2002, pronunciada en el proceso de Amp. 100-2001, se relacionó una clasificación de los tributos divididos para los fines de este caso en impuestos y tasas, así: IMPUESTOS El impuesto es el tributo cuya obligación tiene como hecho generador una situación independiente de toda actividad relativa al contribuyente; elemento propio y de carácter positivo del impuesto es la ausencia de vinculación entre la obligación de pagar el impuesto y la actividad que el Estado desarrolla con su producto. A veces se define al impuesto como "el tributo exigido sin contraprestación"; esto significa que la nota distintiva del impuesto se identifica en el elemento objetivo del hecho imponible, en el que, a diferencia de las otras especies tributarias, no aparece contemplada ninguna actividad administrativa. Así pues, se dijo que el impuesto es un tributo no vinculado, ya que no existe conexión del obligado con actividad estatal alguna que se singularice a su respecto o que lo beneficie. Por ello, el hecho imponible consiste en una situación que, según la valoración del legislador, tiene idoneidad abstracta como índice o indicio de capacidad contributiva –v. gr., percibir una renta, poseer un patrimonio, realizar un gasto–. En tal caso, la obligación tributaria es cuantitativamente graduada conforme a los criterios que se cree más adecuados para expresar en cifras concretas, cuál será la dimensión adecuada de su obligación. TASAS Por su parte, se estableció en dicha sentencia de amparo que la tasa es un tributo cuyo hecho generador está integrado por una actividad del Estado divisible e inherente a su soberanía, hallándose esa actividad relacionada con el contribuyente. De este concepto, podemos extraer las siguientes características de la tasa: (i) es una prestación que el Estado exige en ejercicio de su poder de imperio; (ii) debe ser creada por ley; (iii) su hecho generador se integra con una actividad que el Estado cumple y que está vinculada con el obligado al pago; (iv) el producto de la recaudación es exclusivamente destinado al servicio o actividad respectiva; (v) debe tratarse de un servicio o actividad divisible a fin de posibilitar su particularización; y (vi) la actividad estatal vinculante debe ser inherente a la soberanía estatal, es decir que se trata de actividades que el Estado no puede dejar de prestar porque nadie más que él está facultado para desarrollarlas, v. gr., administración de justicia, poder de policía, actos administrativos en sentido estricto. En relación con lo anterior, cabe resaltar que esta última característica de la tasa, es la que determina su esencia; es decir que las demás características pueden resultar comunes con otra clase de ingresos, pero la nota distintiva en el caso de las tasas es precisamente el hecho que debe haber una contraprestación realizada por el Estado o el Municipio que se particulariza en el contribuyente; o, como señala Ferreiro Lapatza, se trata de un tributo cuyo hecho imponible consiste en la realización de una actividad por la Administración que se refiere, afecta o beneficia a un sujeto pasivo. RELACIÓN DEL TRIBUTO CON EL USO DE UN BIEN NACIONAL Ahora bien, cabe señalar la relación del tributo con el uso de un bien nacional y para ello, será necesario traer a cuento lo que esta Sala ha dicho al respecto, en la mencionada Sentencia pronunciada en el proceso de Inc. 23-98, en la cual este tribunal señaló que el dominio público lo constituye un conjunto de bienes de propiedad del Estado entendido lato sensu, afectados por ley al uso directo o indirecto de los habitantes. Sin embargo, es de aclarar que, cuando el dominio público se ejerce por un Municipio, ha de distinguirse que en ese conjunto de bienes se incluyen los de su patrimonio, lo cual da lugar a la siguiente clasificación: (i) bienes nacionales, aquellos que, como lo señala el art. 571 CC, pertenecen a la Nación toda; y (ii) bienes municipales, los que forman parte directamente del patrimonio de un Municipio y por ende, éste dispone libremente de ellos hasta el punto de poder enajenarlos, tal como lo señala el art. 62 CM, el cual prescribe que "los bienes de uso público del municipio son inalienables e imprescriptibles, salvo que el Concejo con el voto de las tres cuartas partes de sus miembros acordare desafectarlos"; situación que no puede efectuar con los denominados bienes nacionales, pues en estos casos corresponde a la Asamblea Legislativa desafectarlos, de conformidad al art. 233 Cn. De lo anterior, se concluye que la competencia del Municipio en relación a la disposición de los bienes municipales –de su patrimonio– es bastante amplia, en tanto que, siguiendo el proceso señalado en el art. 62 CM puede disponer libremente de ellos; no así sobre los bienes nacionales, pues en este caso se limita a una simple autorización de uso, cuando esta competencia no esté atribuida a otra institución o por ley se haya establecido un uso general, bajo condiciones que reflejen un apegado cumplimiento de los principios de proporcionalidad y razonabilidad o equidad; Asimismo, dentro de su competencia, está velar porque estos bienes no se vean afectados y procurar porque generen mejores beneficios a los habitantes de ese Municipio y a todos aquellas personas que, no siendo del mismo, puedan resultar beneficiadas directa e inmediatamente, como ocurriría, v. gr., con una carretera. A partir de lo anterior, puede concluirse que el tributo puede ser aplicado, dependiendo del caso, a través de un impuesto o una tasa. Sin embargo, es menester determinar las situaciones que se encuentran reservadas a ley a partir de lo dispuesto por el art. 131 ord. 6º Cn. En ese sentido, esta Sala en la sentencia de 2-VI-2002 pronunciada en el proceso de Inc. 3-99, ha señalado: "para una adecuada armonía entre los órganos o entes entre los que se ‘reparte’ el poder, se crea lo que se puede denominar las respectivas ‘zonas de reserva de competencias’ (…); la zona de reserva de cada órgano comprende un margen de competencias propias y exclusivas que no pueden ser interferidas por otro órgano; hay, entre otras, una zona de reserva de ley (o de la Asamblea Legislativa); una zona de reserva de la Administración (o del Ejecutivo); y una zona de reserva judicial (…); la reserva de ley es una técnica de distribución de potestades normativas a favor del Legislativo determinada constitucionalmente y que, por tanto, implica que determinadas materias sólo pueden ser reguladas por dicho órgano, como garantía, en primer lugar, de la institución parlamentaria frente a las restantes potestades normativas y, en segundo lugar, frente a sí misma. De acuerdo a la construcción jurisprudencial de esta Sala, la reserva de ley, aunque no opera de la misma forma en los distintos ordenamientos jurídicos, es la garantía que un determinado ámbito vital de la realidad dependa exclusivamente de la voluntad de los representantes de los involucrados necesariamente en dicho ámbito: los ciudadanos". "En el modelo salvadoreño –sigue la mencionada sentencia–, tal reserva de ley es un medio para distribuir la facultad de producir disposiciones jurídicas entre los órganos y entes públicos con potestad para ello, otorgándole preferencia a la Asamblea Legislativa en relación con ciertos ámbitos de especial interés para los ciudadanos; preferencia que surge precisamente de los principios que rigen al Órgano Legislativo. En resumen, la preferencia hacia la ley en sentido formal para ser el instrumento normativo de ciertas materias, proviene del plus de legitimación que posee la Asamblea Legislativa por sobre el resto de órganos estatales y entes públicos con potestad normativa, por recoger y representar la voluntad general". Por tanto, corresponde a la jurisprudencia de esta Sala –como se expuso en el precedente anterior– concretar, en los casos en que se le plantee vía pretensión de inconstitucionalidad, cuáles de aquellos ámbitos tienen que estar sometidos a la zona de reserva de ley, teniendo presente, básicamente, los principios informadores de la labor legislativa, la interpretación integral y profunda de cada precepto –en conexión con los valores y principios básicos de la Constitución–, la regulación histórica de la materia y, de manera no menos importante, las coincidencias doctrinales. (INCONSTITUCIONALIDADES, Ref. 31-2002Ac de las 15:00 de fecha 8/10/2004 )