2.3. El Virreinato Como institución original, el puesto de Virrey surgió en el siglo XV durante el reinado de Fernando El Católico en la monarquía catalana–aragonesa. Debido a lo imposible que resultaba la presencia física del monarca en las tierras conquistadas, éste nombra a una persona como su representante en los dominios de España en el Mediterráneo. El puesto de Virrey tuvo desde un principio atribuciones políticas, administrativas, militares y financieras propias; pero bajo la jurisdicción de la Corona. Cuando es descubierta América, en 1492, se le otorga a Colón, por parte de los Reyes de España, el puesto de Virrey. Nunca más se volvió a hacer, hasta el año de 1535, en la Nueva España. Este puesto se aboliría hasta 1812, con la Constitución de Cádiz. Fue sustituido por jefes políticos, pero el centro del poder se seguía manteniendo en España, descansado en el Real y Supremo Consejo de Indias, que contaba con poderes legislativos, ejecutivos y judiciales. En la Nueva España la estructura legal la constituía el Cuerpo de Reales Cédulas, conocidas con el nombre de Leyes de Indias, las cuales se encargaban de hacer justicia a los indígenas y era un instrumento legal con el que contaban los indios para defenderse; una vez puesta una demanda, era atendida por los visitadores, quienes estudiaban el caso. El Virrey era el que ponía en práctica en la Nueva España las decisiones del Consejo y las Leyes de Indias, lo hacía a través de la Audiencia, de la que era presidente. El primer gobernante que tuvo la nueva España fue Hernán Cortés con el cargo de Capitán General. Durante su gobierno se crea la Primera Audiencia, la cual resultó un fracaso, ya que las crueldades cometidas por Nuño de Guzmán contra los indígenas provocó el enojo de los protectores de indios como Fray Juan de Zumárraga, quien escribe una carta dirigida al monarca español en donde denunciaba los atropellos y abusos cometidos por el conquistador a las poblaciones indígenas. Nuño de Guzmán fue nombrado presidente de la Primera Audiencia por Don Carlos en 1527, pero La Reina Isabel lo desconoce y, en ausencia del Rey, nombra a Don Antonio de Mendoza como el primer Virrey de Nueva España. Se tuvo que nombrar una Segunda Audiencia que creara las condiciones hacia una nueva estructura de gobierno que fuera capaz de consolidar la autoridad de la Corona ante la ambición de los conquistadores, y preparara una estructura administrativa para la llegada del Virrey a la Nueva España. Esta segunda audiencia estuvo representada por Sebastían Ramírez de Fuenleal como presidente, Salmeron Ceinos y Vazco de Quiroga y Maldonado como oidores. Al iniciar su gestión en 1530, la Segunda Audiencia sí estuvo sujeta, desde el principio, al gobierno de la Corona. Cumplió cabalmente las órdenes y disposiciones del monarca español, siguiendo todas las instrucciones recibidas, a través de Cédulas Reales y Ordenanzas, que una a una fueron cumplidas. El gobierno de la Segunda Audiencia es un claro ejemplo de inteligencia, honestidad, capacidad administrativa y, sobre todo, sensibilidad hacia los indígenas a la hora de hacer justicia. Gracias a su gestión como gobierno se lograron poner las bases para el logro del progreso material, así como la consolidación de la autoridad real en la Nueva España. Después de sortear tantas dificultades para llegar a la Nueva España, finalmente Don Antonio de Mendoza, Primer Virrey, toma posesión del cargo en 1535. Su carta de presentación, de acuerdo a las razones Reales, afirmaban que su designación “cumplía al servicio (Real) y al noble cimiento de aquellas provincias, poner en ellas quien como Virrey las gobernase y proveyese de todas las cosas convenientes al servicio de Dios, y aumento de la Santa Fe católica y a la instrucción y conversión de los indios, y asimismo, todo lo que conviniere a la sustentación, población y perpetuidad de dichos reinos.” Entre los principales cargos de Virrey alter ego del Rey, encontramos los siguientes: a) Gobernador. Vigilar el buen trato a los indios, su conversión al catolicismo, así como velar por los intereses de la población española. Entre su principal atribución se encontraba el engrandecer al Reino a través de la alimentación, sabiduría y moral pública. En el terreno de la educación, tenía la obligación de crear instituciones de educación y de beneficio social. En lo administrativo, el Virrey nombraba, a excepción de los nombrados directamente por el monarca, a Alcaldes Mayores, Gobernadores, Interinos y otros funcionarios de menor rango. b) Presidente de la Audiencia. Siempre estaba presente en las tomas de las decisiones de Real Acuerdo más trascendentes. c) Capitán General. Era el encargado directo de las milicias. Como no existía un ejército regular, los encomenderos estaban obligados a participar en la defensa del Reino. d) Superintendente de la Real Hacienda. Era el responsable directo de los manejos administrativos y cuidaba que estos fueran honestos y transparentes con la ayuda y asesoramiento de los “Funcionarios Reales”, quienes se encargaban de las actividades económicas y fiscales del reino. e) Vicepatronato de la Iglesia. Tenía la autoridad para proveer a los curatos que a su vez había sido propuestos por los altos funcionarios eclesiásticos como los obispos. (1) La continuidad del Virrey dependía del gobierno español. Comúnmente su período oscilaba entre tres y cinco años. Una vez terminado su mandato, eran sometidos a un juicio de residencia. Otras autoridades de menor rango que existían en las ciudades principales o provincias eran los Alcaldes Mayores y sus Tenientes de Justicia o Asesores Letrados, así como los Corregidores, con las mismas atribuciones de los Alcaldes Mayores. Éstos últimos, fueron paulatinamente desapareciendo para dar paso a los primeros. 3.3.1. Organización política. La dominación española no sólo se concreta al continente americano, sino que también comprende territorios lejanos como Las Filipinas y algunas islas del Pacífico, que si bien contaban con la presencia de españoles, éstos se encontraban bajo las órdenes y administración de los gobiernos de América. Durante la primera etapa de la conquista se crearon dos virreinatos: El de la Nueva España, en 1535, y el del Perú, en 1543. Posteriormente, en el siglo XVIII, los Borbones crearon dos virreinatos más: El de Nueva Granada y el del Río de la Plata. En la Nueva España, el virreinato se componía de Cuatro Audiencias, la Española, Guatemala, México y Nueva Galicia. En el interior de las cuatro había 18 gobiernos. Existían los reinos de México, Nueva Galicia y Nuevo León. Se contaba con siete provincias independientes: California, Sonora, Sinaloa, Nayarit, Nuevo México, Texas y Coahuila. Y dos gobernaciones, Yucatán y Nueva Vizcaya, así como una nueva colonia a la que se denominó Santander o Tamaulipas. Para 1786, con la llegada de los Borbones, la división territorial sufrió cambios. Se crearon 12 intendencias y provincias internas de Oriente y Occidente. Durante los 300 años de dominación, la burocracia española se caracterizó por ser lenta y poco eficiente. La Corona otorgó siempre los más altos puestos a los nacidos en España, mientras que los criollos y los mestizos sólo tuvieron que conformarse con los de menor categoría. La capitanía general El puesto de Capitán General recaía directamente sobre el Virrey, quien tenía a su cargo la defensa militar y pacificación de todo el territorio de la Nueva España. Al no contar con un ejército regular, recurría a los hombres proporcionados por los encomenderos, quienes tenían la obligación y el compromiso con el Virrey por los favores recibidos (Las Mercedes Reales). La cantidad de hombres y armas proporcionadas estaba en proporción al tamaño de su encomienda. Para el siglo XVII, la encomienda ya había decaído, por lo que la responsabilidad de defender el reino recayó sobre los pueblos de vecinos (españoles), quienes eran convocados por el Virrey en caso de rebelión interna o si se trataba de rechazar otro tipo de ataque. La real audiencia Como organización política, la Audiencia fue creada en España en tiempos de la reconquista. Su finalidad se remitía a atender asuntos del tipo judicial; es decir, se había especializado como Tribunal de Justicia. A diferencia de España, la Audiencia en América cumplió con funciones mucho más diversas e importantes, por lo que se convirtió en el instrumento básico del sistema político–administrativo colonial de la Corona Española. Se componía de un presidente y varios jueces, llamados también “oidores”, quienes atendían casos de responsabilidad civil. Cuando atendían delitos en el orden criminal, se consideraban “alcaldes del crimen”. En América correspondía a las Audiencias una doble función; por un lado, la propiamente judicial, que sancionaba los crímenes graves cometidos contra funcionarios coloniales, y por otro, la de ser responsable de la administración y del gobierno, que comprendía la obligación de proteger a los indios, establecer los tributos, informar sobre méritos y culpas de funcionarios coloniales, así como el control de los eventos de hacienda y los ingresos de los municipios. En tiempos en que muchos de los territorios de la Nueva España no contaban con una Autoridad Superior, como el Virrey, o un Capitán General, la Audiencia asumió amplios poderes. El Virrey era el presidente de la Audiencia y tenía la capacidad de decidir cuáles asuntos eran de competencia judicial y cuáles eran de gobierno. Además podía enterarse de los procesos judiciales, pero sin la capacidad de intervenir en ellos, a menos que tuviera la profesión de abogado. La Corona era muy cuidadosa de no nombrar a un virrey que tuviera dicha profesión. Para que las decisiones tuvieran legalidad, tenían que ser ratificadas por el Virrey. Alcaldías mayores y corregimientos Los Corregidores y Alcaldes Mayores eran jueces o jefes gobernativos de carácter intermedio; es decir, su rango de acción se movía entre el Virrey, la Audiencia y los Cabildos. Recaudaban en los distritos más importantes los tributos de los indios, vigilaban a los encomenderos, disponían sobre los caminos y transportes, cuidaban de la moral pública y de la observancia de la religión. Como funcionarios intermedios, representaban al Virrey y a la Audiencia en asuntos de gobierno local, en las ciudades y villas de los españoles y de los pueblos de indios. Los Corregidores y Alcaldes Mayores también decidían asuntos de tipo judicial. En algunas ocasiones estos dos cargos llegaron a confundirse, la diferencia entre uno y otro se debía a que los Corregidores eran nombrados por el Rey para dirigir las ciudades más importantes, en tanto que los Alcaldes Mayores eran nombrados por el Virrey con la finalidad de recaudar tributos, administrar e impartir justicia. Tanto los Alcaldes Mayores como los Corregidores tenían amplios poderes del tipo judicial, administrativo, a veces, legislativos, dentro de sus distritos. Como jueces conocían a fondo sobre los negocios, que en primera instancia, les eran atribuidos, además daban seguimiento a las apelaciones sobre las sentencias dictadas por los Alcaldes Ordinarios. Contaban con delegados de su propia escogencia bajo la aprobación del Virrey, con los nombres de “Teniente de Corregidor” o “Teniente de Alcalde Mayor”. A pesar de poseer estas funciones de tipo legal, siempre estuvieron subordinados al Virrey o a la Audiencia. República de indios Conforme el gobierno en la Nueva España se fue consolidando, el control político y administrativo de las autoridades reales fue adquiriendo una mayor presencia en todos los rincones del territorio. Para 1532, la Segunda Audiencia dispuso de un mayor control y de un mayor orden en el interior de las Comunidades Indígenas, creando así la República de Indios. Al igual que el sistema político en el interior de los pueblos de españoles, en las comunidades de indios comenzaron a elegir democráticamente Alcaldes y Regidores para administrar y atender las necesidades internas, así como la impartición de la justicia. De acuerdo al orden de importancia, el Cacique principal poseía la máxima autoridad y se localizaba junto a sus auxiliares en la cabecera de la que dependían varias poblaciones más pequeñas. El cargo se podía heredar y estaba sujeto a la autoridad española regional, ya fuera un Alcalde o un Corregidor. A pesar de estos logros, la República o “el común”, como también se le conocía, sólo fue una imitación del ayuntamiento que operaba en los pueblos de españoles. Sin embargo, el poder político que llegaron a acumular algunos caciques era comparable al de cualquier funcionario de los pueblos vecinos (españoles), ya que la estructura político–administrativa del virreinato así lo permitía. Por ejemplo, el cacique era sostenido por los indígenas de los pueblos a través de los tributos, así como la prestación de servicios personales designados por las autoridades españolas. El puesto era ratificado por el Virrey, quien lo declaraba “señor natural”. Bajo sus órdenes se encontraba un Gobernador, uno o dos Alcaldes, varios Regidores (dependiendo el número del tamaño de la comunidad indígena) y un número variable de funcionarios de menor rango (mayordomos, alguaciles, escribanos, etcétera). El puesto de Gobernador (que era una especie de Corregidor o Alcalde Mayor), tenía jurisdicción sobre el pueblo y sus barrios. Bajo sus órdenes estaban los Alcaldes, Regidores y todos aquellos funcionarios de menor rango. Cada año, en el atrio de la iglesia, se elegían democráticamente a las personas que ocuparían dichos cargos. Para el puesto de gobernador sólo podían elegirlo los indios principales que vivían en la cabecera, más no los habitantes que vivían en los barrios. Cuando la elección se daba por terminada, se notificaba a la autoridad regional española (alcaldía mayor o corregimiento) para que ésta notificara a la Audiencia los resultados de la elección, que a su vez serían corroborados por el Virrey. Posteriormente, los Alcaldes Mayores ratificaban a los oficiales en el puesto a través de “varas”, o insignias de mando. Esta forma de gobierno impuesta a las comunidades indígenas por parte de las autoridades españolas, prevaleció hasta el Siglo XVIII, siendo cambiada por las reformas borbónicas con una clara tendencia hacia el mejoramiento y modernización del sistema recaudatorio. En cuanto al cobro del tributo, éste se empezó a pagar por parte de los indígenas directamente a la Corona, sin pasar por los encomenderos. Se creó un nuevo impuesto adicional llamado “servicio real”, destinado exclusivamente al pago por concepto de salario de los funcionarios españoles. La introducción del modelo de gobierno español hasta cierto punto se facilitó debido a que las antiguas comunidades indígenas fueron bruscamente golpeadas en su antigua organización socio–cultural, que si bien en algunos de los casos los indígenas se apegaron a dicho modelo; en la mayoría, las comunidades quedaron expuestas y a merced de los españoles sin escrúpulos que aprovecharon todas estas situaciones para sacar el mejor de sus provechos durante los 300 años que duró la dominación española. Para fines del Siglo XVIII, los cabildos de indígenas quedaron supeditados a la autoridad de funcionarios españoles llamados subdelegados, pero aún conservando a los gobernadores y los alcaldes indígenas. 3.3.2. Organización económica A la llegada de los españoles a América, el modelo económico europeo que regía el sistema productivo era el mercantilismo, el cual reconoce que la riqueza de una nación se fundamenta en la acumulación de metales preciosos (principalmente oro y plata); es decir, el valor de la economía lo determinaba la cantidad de moneda circulante acumulada. Estos metales en la Nueva España estimularon el comercio, transformando por completo el viejo sistema mesoamericano en uno más moderno: El modelo mercantilista europeo. En Nueva España se cambiaron radicalmente las técnicas de explotación y comercialización, y no sólo eso, también se sustituyeron los productos de consumo, como por ejemplo, se introdujo el ganado y nuevas variedades de los cultivos para que respondieran a las necesidades de consumo de una población de inmigrantes europeos. Tanto en Nueva España como en el Perú había que implementar un sistema económico moderno y altamente eficiente como el de la metrópoli, capaz de crear los excedentes que no sólo satisficieran una población rural creciente, sino también una del tipo urbano ubicada principalmente en los centros mineros. Sin duda la explotación de las minas atrajo a su órbita a las demás formas socioeconómicas, así como la movilización social de los indígenas hacia los principales centros mineros del país, entre ellos Zacatecas (1546) y Guanajuato (1554), a los que siguieron otros más al norte y hacia el sur. Posteriormente, debido a las hostilidades de los chichimecas, así como a la escasez de mano de obra, se crearon ciudades intermedias como San Miguel (1555), Celaya (1571), León (1576), Durango (1563) y Saltillo (1577). El éxito de la minería se debió principalmente al método de patio así como a la rebaja del impuesto real a un décimo. Gracias a que las minas se denunciaban, éstas se ponían rápidamente en funciones. Esto permitió el enriquecimiento inmediato de muchos españoles. Sistema tributario. Bajo el influjo del mercantilismo, las autoridades españolas reglamentaron específicamente cómo debían establecerse las relaciones comerciales entre la metrópoli y las colonias, así como evitar en la medida de lo posible las relaciones intercomerciales entre las colonias, y de éstas para con otras metrópolis rivales de España. La intención era clara: Se trataba de proteger la manufactura, artesanía y la agricultura de la metrópoli. El interés económico de España bajo el mercantilismo se concentraba en la explotación de los metales preciosos, para ello destinó a todos los dominios en el nuevo mundo, un sin número de funcionarios reales destinados a la administración y buen manejo de los recursos de la extracción minera, tanto en la producción directa como indirecta. Para esta última, la Corona estableció un mecanismo eficiente de recaudación de impuestos a los particulares, como es el caso de la aplicación del “quinto real”, así como la fijación de otros tributos. En el comercio, se crearon otros más, como el “almojarifazgo” aduanero, y la “alcabala”, para las operaciones mercantiles internas. También se crearon instituciones para reglamentar la transferencia de los productos de la Nueva España a la metrópoli, como la Casa de Contratación de Sevilla. Bajo esta forma monopólica que constreñía el mercado interno y externo de las colonias, se crearon un grupo reducido de comerciantes, y al mismo tiempo de puertos exclusivos como Sevilla y Cádiz en España, y La Habana, Veracruz, Portobello y Cartagena, en América, que siempre estuvieron bajo el ojo recaudador de la Corona española. Estos comerciantes se movían a través de un sistema de flotas y galeones que sólo atracaban en los puertos ya mencionados. En la Nueva España la fijación de impuestos o tributos, data desde la llegada de Cortés. La primera audiencia fijó los tributos a los indígenas de manera injusta y arbitraria. La segunda audiencia recibió instrucciones precisas emanadas de la Junta de Barcelona en 1529, tendientes a que se grabara a los indios con las mismas imposiciones que pagaban todos los vasallos: “Diezmos a Dios y tributos al rey, tasados y moderados según su posibilidad, y lo que cada provincia pudiese cómodamente llevar y sufrir.” El 26 de mayo de 1536, Don Antonio de Mendoza, primer virrey, expidió una Real Cédula que fijó las normas y los principios tributarios, que no sólo se aplicarían en Nueva España sino en Perú y otras provincias. De acuerdo a las Leyes de 1542, el papel de los encomenderos quedaba limitado en cuanto a la recaudación de tributos a los indígenas. Siete años más tarde quedaba prohibido llevar a los indios a las minas como compensación a cambio de tributos. El tributo se cobraba a todos los indios de entre los 18 y 50 años, ya fueran solteros, casados o viudos; las viudas pagaban sólo la mitad. Quedaban exentos de pagarlo los caciques, principales y gobernantes, ciegos, enfermos, tullidos y los más pobres. Éste se pagaba en objeto de toda índole, desde metales preciosos hasta granos como maíz, frijol, trigo y cacao; con animales como perros, gallinas, ranas, pescado, venados, conejos, etcétera. También se pagaba con ollas, cazuelas, jícaras, petates, madera, muebles, tortillas, tamales, etcétera. Posteriormente, cuando se empezó a acuñar moneda, se hizo con dinero. La propiedad de la tierra. De acuerdo a las disposiciones en cuanto a la tenencia de la tierra por parte de las autoridades reales, se pretendía mantener la propiedad territorial indígena. Dicha propiedad se dividía en dos: Las tierras de indios en carácter de particular y la tierra perteneciente a sus pueblos y comunidades. De acuerdo a las normas españolas, la propiedad comunal se dividía en cuatro clases: a) El fundo legal, correspondiente a las tierras necesarias para el establecimiento del casco del pueblo, compuesto por la iglesia, el ayuntamiento y las plazas, calles, casas y corrales. b) Los propios, bienes raíces cuyos productos servían para cubrir los gastos públicos y podían ser rurales o urbanos; las tierras podían ser trabajadas en común por los habitantes del pueblo o se daban en arrendamiento al mejor postor en remate público. c) Los ejidos (1), campos que no se cultivaban pero cuya leña, pastos para la crianza de ganados menor y aguas eran de uso común de todos los pueblos y sus vecinos. d) Las tierras de repartimiento, basadas en el sistema mexica, eran posesiones inalienables otorgadas a los jefes de familia que sólo podían ser heredadas 1 La palabra “ejido” tiene origen en el vocablo latino exitus, que significa salida, por el hecho de que estos terrenos se encontraban a la salida de los pueblos. pero nunca vendidas, donadas o hipotecadas. El derecho a estas parcelas sólo se perdía en caso de que la familia se extinguiera; entonces quedaban vacantes y se volvían a repartir entre el pueblo. Toda la tierra era de propiedad real, y la posesión de ella sólo representaba un acto de concesión por parte del monarca. Los conquistadores que aspiraban a ella obtenían a través de sus jefes sólo fracciones más no la propiedad legal. En teoría, estos repartimientos debían ser confirmados por la Corona o sus representantes, y debían hacerse sin agraviar a los indios y sin la afectación de terceros. De tal manera que alternativamente a la propiedad indígena, la de los españoles les era concedida a través de las mercedes reales, que fueron otorgadas por parte de las autoridades reales a los conquistadores en forma de pago por los servicios prestados a la conquista y pacificación de la Nueva España. Las mercedes representaban otra forma de usufructuar las tierras. La tierra restante, que no fuera ni de indios ni de españoles, pertenecía exclusivamente a la Corona y se le denominaba Relenga. También en la propiedad de las minas, la Corona otorgaba concesiones reales que concedía el dominio de las mismas para el disfrute de los particulares. La explotación del subsuelo, propiedad de la Corona, sólo podía hacerse siempre y cuando se pagara a ésta una cantidad (quinto, décimo o vigésimo) de lo obtenido. Como en la mayoría de los casos, y a pesar de su claridad y contundencia, el régimen de propiedad no siempre se cumplió cabalmente, dando así margen a injusticias e intromisiones a las propiedades de los indígenas. La encomienda. La encomienda “fue una institución de origen castellano, introducida a la Nueva España por Hernán Cortés poco tiempo después de la Toma de Tenochtitlan, con el propósito de premiar las hazañas de los conquistadores. El capitán general, sabía muy bien que éstas esperaban ser recompensadas de la misma manera como se acostumbró en España durante el prolongado período de la Reconquista, es decir, con tierras en propiedad, y vasallos que, además de trabajar las tierras del encomendero, le pagaran tributos y estuvieran bajo su férula; la encomienda significaba también la transmisión de estos privilegios a los hijos y descendientes de los conquistadores” (2) La encomienda tenía que ver con la riqueza que los indios extraían de la tierra, mas no con la propiedad de la misma. El derecho a ella se obtenía a través de las mercedes que el Virrey y sus funcionarios otorgaban a los encomenderos. El número de indios tributarios eran registrados por las autoridades y repartidos a los solicitantes en función de sus méritos. 2 (Delgado de Cantú Gloria M. Historia de México, Volumen I. Editorial Prentice Hall. Pág. 281) La encomienda en Nueva España se impuso por parte de los conquistadores de una manera arbitraria y sin tomar el parecer del monarca, debido a los disturbios presentados durante el primer gobierno de Cortés y de la primera Audiencia. La segunda restó poder a los conquistadores y puso orden y legalidad a las instituciones reales, así como una mayor justicia y protección a los indígenas. Las especificaciones formales propuestas por Cortés, y más tarde ratificadas y mejoradas por el gobierno de la segunda Audiencia, fueron: a) Por la autoridad del rey de Castilla, o de los que actuaban en su nombre, un grupo más o menos grande de familias de indios, habitantes de un área determinada, eran sometidos a la potestad de un español, llamado encomendero, a quien se otorgaban éstos como una merced real, misma que podía ser revocada al arbitrio del rey. b) El encomendero estaba facultado para cobrar y disfrutar del tributo que los indios debían pagar al rey como un impuesto de carácter personal, al que estaban obligados por el hecho de ser vasallos libres del monarca. El tributo debía ser pagado en dinero o en especie (alimentos, tejidos, etcétera) o con trabajo (en construcciones, cultivos de tierras, labores en minas, servicios domésticos, etcétera). c) A cambio de esos privilegios, el encomendero estaba obligado a amparar y proteger a los indios que le habían sido encomendados y a instruirlos en la religión católica. d) El encomendero contraía ante el rey el compromiso de residir en la provincia donde habitaban sus encomendados (aunque no necesariamente en las tierras de la encomienda) y prestar servicio militar cuando fuese requerido. e) La concesión de una encomienda no confería al español la propiedad de tierra alguna, no le daba jurisdicción judicial sobre sus encomendados, ni le otorgaba dominio señorial alguno sobre ellos; se trataba de una posesión, no de una propiedad, que era inalienable y no heredable. f) Una encomienda vacante; es decir sin poseedor, debía volver al monarca español, que podía retener a sus indígenas bajo la administración de su representante en la colonia o volver a otorgarlos a un nuevo encomendero. A pesar de que las especificaciones emanadas de las autoridades reales, expresaban por escrito en qué condición los indios se convertirían en tributarios y cómo éstos iban a ser tratados por los encomenderos, en la mayoría de los casos dichas especificaciones resultaron ser letra muerta. El estatus de los indígenas era similar al de los esclavos, y no fueron pocas las veces en que los encomenderos, quienes a pesar de la prohibición del gobierno a estas prácticas, vendían a sus indios. Este hecho era tan cotidiano que hasta los mismos indígenas lo aceptaban como algo normal y legítimo. Para principios de S. XVII la encomienda mostraba claros signos de agotamiento, la cantidad de pueblos encomendados se había reducido significativamente. Las razones de esta falta de presencia en el escenario colonial pueden ser varias, las principales: Por un lado, los motivos humanísticos y filantrópicos de los protectores de indios, principalmente misioneros que denunciaron injusticias y maltrato a los indígenas, y por otro lado, de índole económico, la de la nueva creación de fuentes de riqueza alternativas y más productivas, así como su parcelación por necesidades sucesorias y políticas de mayor control y centralización por parte de la corona, aunado a una significativa reducción de la fuerza de trabajo. Finalmente, desaparece a principios del S. XVIII, aunque no definitivamente, ya que en algunas provincias subsistió en casos muy excepcionales. Su desaparición responde también a la consolidación política de algunas instituciones de indios en las que participaron activamente las comunidades indígenas eligiendo a sus propios gobernantes. El repartimiento. El repartimiento era conocido también como cuatequil o mita en el Perú. Una vez desaparecida la encomienda, debido a las injusticias cometidas, aparece el repartimiento simultáneamente con el fuerte déficit de fuerza laboral producido por las epidemias. Esta nueva forma de trabajo fue impuesta por las autoridades ante el temor de que se agravaran todavía más las cosas. Como antecedente, las mismas autoridades intentaron implementar el trabajo libre asalariado para ser prestado libremente por la población. El intento fracasó ya que los indígenas tenían fuerte desconfianza hacia los españoles, creyendo que se trataba de otra forma más cruel de explotación. Esta creencia, por parte de los españoles, fue tomada como una actitud de “pereza de los indios” frente al trabajo forzoso, mejor conocido como cuatequil o repartimiento. A excepción de los “indios principales”, todos los que tenían entre 14 y 60 años eran obligados a formar parte de las cuadrillas de jornaleros a los que se trasladaba a los centros de trabajo de los españoles, donde estaban bajo la supervisión de los oficiales reales que los distribuían en tareas específicas que los indios tenían que efectuar en un tiempo limitado y de manera rotativa. Las jornadas de trabajo eran arduas, y generalmente duraban una semana con el domingo de descanso. A pesar de que el trabajo era forzoso, sí era remunerado y la cantidad de salario percibido dependía de la provincia a la que pertenecían. Debido al carácter obligatorio de este sistema y a la insistencia de algunos protectores de indios que denunciaban las injusticias a las que eran sujetos, el repartimiento tuvo que ser abolido. A principios de S. XVII, el repartimiento fue eliminado por la Corona, primero en la agricultura y posteriormente en la construcción y demás ocupaciones, a excepción de la minería por razones estratégicas. Fue sustituido, una vez evolucionadas las condiciones laborales y de la economía, por mejores y más justas ofertas voluntarias de trabajo, las cuales eran retribuidas por medio de un salario. Finalmente, por órdenes del Virrey el Marqués de Cerralvo, en 1632 fue abolido el cuatequil, excepto de manera provisional, en casos de necesidad en trabajo como las minas o de obras públicas. 3.3.3. Organización social. Aunada a una compleja estructura del tipo económica en la Nueva España, sobresalió otra del tipo socioprofesional, ubicada en los principales centros urbanos, e integrada por grupos de comerciantes, militares, burócratas, propietarios rurales y mineros (que vivían en la ciudad), por otro lado, artesanos y trabajadores que formaban parte de la servidumbre (que vivía en el sector rural). La estructura social la integraban los hacendados y dueños de las minas, las órdenes religiosas rurales, los agricultores y los trabajadores de las minas. Este complejo sistema de posiciones sociales en el interior de la sociedad novohispana fue determinado por criterios como la diferenciación racial y la cultura, establecidos abiertamente por el grupo dominante. Estos criterios también fueron impuestos en general por el grupo de países colonialistas que extendieron sus dominios por el resto del mundo, y en particular por la sociedad española en sus territorios, igualmente impositivos, igualmente etnocentristas. Españoles, criollos, mestizos, indios y negros. La estructura social de la Nueva España, estuvo regida por un claro y contundente dominio de los españoles peninsulares. Eran ellos quienes encabezaban la estructura social dominante, y que a pesar de ser un grupo muy reducido en proporción al resto de la población, ejercían el control total de la mayor parte de las tierras, las minas y el comercio en la Nueva España. El gobierno y la Iglesia también estaban en sus manos. Habitaban comúnmente en las principales ciudades, desde donde controlaban sus negocios y ejercían su dominio hacia el resto de la población. Bajo el dominio de los españoles peninsulares, la sociedad novohispana siempre estuvo marcada por un régimen de desigualdad y de injusticias hacia las clases más desprotegidas, sobretodo la indígena y la esclava. La segunda posición en la pirámide la constituían los criollos, quienes eran hijos de españoles pero nacidos en Nueva España. Al igual que los españoles peninsulares también vivían en ciudades, eran dueños de haciendas o ranchos de relativa importancia. En la política y en lo administrativo poseían puestos de menor rango que los peninsulares. Muchos de ellos ejercían profesiones como clérigos, abogados, oficiales dentro del ejército. Poseían mayor preparación académica que muchos de sus padres. Su forma distinta en cuanto a la manera de comportarse y de reunirse, comenzó a marcar una clara diferencia hacia el grupo dominante. De este grupo social más culto nacieron las ideas de independencia así como el sentimiento de pertenencia y amor a su tierra; en cambio, los peninsulares no sentían el mismo apego ni se identificaban con ésta. En el tercer nivel se encontraban los mestizos, resultante de la unión de los españoles con las mujeres indígenas sucedidas desde el momento de la conquista y después de ésta. Al principio, los conquistadores fueron forzados por las autoridades bajo la amenaza de perder sus privilegios, a contraer matrimonio con las indias ante la escasez de mujeres españolas. Posteriormente, los prejuicios de los españoles se rehusaron a semejante práctica, ya que lo consideraban socialmente inaceptable. Algunos españoles sí contrajeron matrimonio con mujeres indígenas, otros tuvieron hijos con sus amantes indias, legitimándolos pero bajo la categoría discriminatoria de “hijos bastardos”. Los que nacieron legalmente bajo matrimonio, fueron considerados como españoles. Más abajo en esta escala se encontraban los indios, que si bien no eran considerados por la estructura legal como esclavos, su condición era muy similar a ellos ya que fueron brutalmente explotados en los trabajos más extenuantes y severos de la época. La mayoría de los españoles que tenían bajo su cargo a los indígenas hizo caso omiso de las leyes que los protegían, salvo aquellos que eran protegidos por los frailes (en su mayoría dominicos, jesuitas y franciscanos) no fueron explotados, pero la mayoría que estaba expuesta a su rapacidad y ambición, sufrió injustamente la explotación y el desprecio de una clase social que sentía que, por ser europea, era superior y tenía el “derecho” de explotarlos. En el último escalón estaban los negros, quienes fueron introducidos con la finalidad de servir como esclavos en las minas y los cañaverales, la ganadería, los talleres de telas y los servicios domésticos. Los esclavos negros fueron sometidos a un severo régimen de restricciones: No tenían derecho a salir de noche ni a reunirse, se les prohibía el uso de armas y joyas, también se les prohibía montar a caballo. La mayoría moría joven debido a sus deplorables condiciones de vida. A los que se rebelaban y se escapaban a regiones aisladas para posteriormente formar poblaciones, les llamaban cimarrones. Se estima que alrededor de cien mil africanos fueron introducidos durante todo el período colonial. Debido a que era mayor el número de hombres que mujeres, y bajo el beneficio de que los hijos procreados con gente libre, legalmente eran considerados libres, esto permitió que se favorecieran las uniones con población india, mestiza y española, dando origen a la población llamada mulata. Sistema de castas. Con todo y los prejuicios de la época, las poblaciones de indios, negros, españoles y criollos, estos grupos humanos de tan diverso composición étnica, se unieron, matizando un nuevo mosaico cultural y racial que se daría en llamar “castas”, plasmadas para la posteridad en el tan descriptivo y hermoso arte novohispano. El nacimiento de estas castas dio origen, unido a los prejuicios de la época, a una serie de calificativos despectivos y discriminatorios por parte de los peninsulares, que hasta llegaron al colmo de fabricar toda una clasificación de términos o nomenclatura basada sobre las diferencias del color de la piel. 3.3.4. La Iglesia en la colonia. La Iglesia fue una institución que ayudó a los conquistadores a finalizar y consolidar la dominación española. Cuando Hernán Cortés hubo de someter al imperio mexica, pidió al rey le fuese enviado un grupo de frailes para la evangelización de los naturales. Para Cortés era importante que fueran frailes y no obispos, ya que desconfiaba de éstos últimos, porque según él “no dejarían la costumbre de disponer de los bienes dela iglesia en cosas personales”. Es importante resaltar que para la época de la conquista (S. XVI), la corriente humanista fue tomada con mucha seriedad por parte de las órdenes religiosas, las cuales pretendían adaptar los principales preceptos del humanismo a la doctrina cristiana por medio del proselitismo religioso. Así fue como un número considerable de frailes y clérigos solicitaron a la Corona ser enviados a tierras de ultramar para predicar el evangelio a los indígenas. Los primeros en llegar a la Nueva España, fueron los franciscanos en 1523, en cuya orden se destacó el máximo valuarte y ejemplo de sencillez y humanismo, Fray Pedro de Gante. Luego los siguieron los dominicos, quienes establecieron importantes conventos y escuelas de oficios, seguidos por los agustinos que llegaron en 1533 y fundaron orfanatorios en zonas no ocupadas por las otras órdenes. Más tarde llegaron los jesuitas, quienes se destacaron por la fundación de varias escuelas, de las cuales egresarían las primeras generaciones de intelectuales de la Nueva España. Los jesuitas poseían una alta formación académica y vanguardista en Europa y sus ideas fueron puestas en práctica en todos los dominios de España en América. También hubo otras como las carmelitas, los mercedarios, los hipólitos, juaninos, antoninos, dieguinos y filipenses, que se extendieron por todo el territorio de Nueva España. La exhaustiva labor religiosa de estas órdenes durante el Siglo XVI fue digna de elogio y gratitud ya que no sólo construyeron iglesias sino que fundaron escuelas, hospitales, enseñaron oficios, escribieron libros y otras cosas más. A finales de ese siglo muchos de los beneficios alcanzados por los frailes comenzaron a declinar, ya que llegaron a Nueva España frailes y clérigos de relajadas costumbres, ávidos de riqueza y poder, que en muy poco tiempo reflejarían estas actitudes hacia una Iglesia más preocupada por la acumulación de bienes materiales que por los preceptos religiosos y espirituales. También en el interior de la Iglesia pronto se desataría una lucha entre el clero secular y regular por alcanzar mejores posiciones en cuanto al manejo y acceso de bienes materiales que se hacían llegar a la Iglesia a través de la feligresía. La riqueza y la acumulación de bienes por parte de esta institución llegó a ser tan grande que se tuvo que decretar, por cédula real, la prohibición de que los descubridores y pobladores antiguos enajenaran sus propiedades a la Iglesia y monasterios. Otras reales cédulas le prohibieron a la Iglesia adquirir tierras, para evitar la acumulación progresiva de riqueza. Una forma más que tenía la Iglesia para hacerse de mayores recursos lo constituían las “capellanías”, las cuales eran un legado testamentario, una especie de impuesto que gravaba, como si se tratara de una hipoteca, propiedades rurales, casas, talleres, etcétera, para que sirvieran de ofrendas religiosas y se ofrecieran misas para el descanso eterno del donante. También existían los “censos” (comúnmente manejados por los frailes), que consistían en una renta anual o hipoteca impuesta sobre una propiedad; es decir, la Iglesia cedía sus fincas a los particulares a cambio de una renta anual. La aplicación del “diezmo” a los feligreses por parte de la Iglesia fue práctica común, además de que garantizaba la entrada de importantes recursos económicos y materiales para esta institución. “El diezmo era una especie de tributo originado en la Edad Media en Europa, equivalente a la décima parte de la producción total agrícola y ganadera que se pagaba generalmente en especie a la iglesia, en particular al clero secular, para atender las necesidades de los sacerdotes y de los oficios religiosos”. (3) Como otra forma más de hacerse de recursos, la Iglesia contaba con el derecho de “primicias”, que significaba que los primeros frutos de la tierra, así como los primeros animales nacidos, pasaban a formar parte de ésta. La acumulación de tanta riqueza por esta institución originó varios conflictos tanto en su interior como en el exterior. Hacia su interior, la Iglesia se olvidó, en varios de los casos, de sus propósitos doctrinarios hacia sus feligreses, interesándose más por la acumulación de bienes materiales y de poder político. Hacia el exterior evitó que muchas de las tierras de cultivo hipotecadas fueran productivas, ya que lucieron siempre como fincas abandonadas y ociosas. 3 Delgado de Cantú, Gloria. “Historia de México. Vol. 1, Pág. 278 Clero secular y regular La Iglesia católica, como institución, se divide en dos grandes apartados: El clero secular y el regular. El primero lo integraban sacerdotes que no pertenecían a ningún monasterio u orden religiosa. Vivían libremente en las iglesias o parroquias. Debido al ejercicio de su monasterio, entraron en contacto directo con la gente de los pueblos y de las ciudades; a pesar de ello, no siempre velaron por la protección de las comunidades indígenas o de los más desamparados en general. Bajo la dirección del clero secular, la Iglesia creció en lo económico y lo administrativo, además de que mantuvo una fuerte presencia en las decisiones políticas de las autoridades durante la época colonia y postcolonial. Con el clero secular se crearon, con fines administrativos, demarcaciones llamadas arzobispados y obispados. Los obispos de Oaxaca, Chiapas, Guadalajara, Puebla, Tlaxcala, Michoacán y Yucatán, dependían del Arzobispado de México. Por otro lado, también se estableció el Tribunal del Santo Oficio, que consistía en vigilar a españoles y extranjeros que estaban bajo la sospecha de cometer actos de herejía en contra de los dogmas de la Iglesia católica. Los indígenas, por ordenanzas reales, quedaban excluidos de la acción de este tribunal. Su estructura eclesiástica era la siguiente: El clero secular estaba bajo las órdenes de un obispo que gobernaba sobre una provincia eclesiástica, comúnmente ubicada en los principales centros urbanos o en la capital. La diócesis, a su vez, estaba integrada por un determinado número de parroquias o pequeños distritos, al frente de los cuales estaban los párrocos. El Arzobispado de México fue creado en 1646 con la categoría de primaria. La Iglesia de Nueva España adquirió tal distinción y prestigio que fue tomada muy en cuenta por la Santa Sede, que en 1565 se celebró el “Concilio Mexicano”, sobre el cual se vertieron las principales ideas emanadas del Concilio de Trento. La importancia de estos concilios se reflejó en el cuidado y esmero puesto en la educación de los naturales y la contribución a la solución de los problemas religiosos en cuanto a la labor de evangelización. El clero regular, por su parte, vivía en monasterios o conventos; es decir, en comunidad dentro de alguna orden religiosa y sujeto a la obediencia de las reglas (de ahí su nombre con los famosos tres votos mayores: Pobreza, obediencia y castidad). Durante la primera etapa de la conquista tuvo una importancia significativa, ya que fue el que mantuvo el contacto directo con los naturales, de los que aprendieron sus expresiones simbólicas y culturales, y sobre las que cimentaron la fe católica y la cultura dominante española. Puso esmerado cuidado y atención sobre la educación de los indígenas, al mismo tiempo que atendía las necesidades espirituales de los españoles y se responsabilizaba de la vigilancia y obediencia de las normas morales de la sociedad novohispana. La distribución geográfica de estas primeras órdenes fueron las siguientes: Los franciscanos se establecieron en Tlaxcala, Querétaro, Durango y Sinaloa. Los dominicos, en Oaxaca, y los agustinos, en Guerrero y Michoacán. Los jesuitas, en la provincia de México, y su labor evangélica llegó hasta las zonas más apartadas del norte y noroeste de la Nueva España. La vida en los conventos y seminarios no fue exclusiva de los religiosos hombres, también existieron conventos femeninos divididos en dos ramas: De monjas de clausura y de las que preferían la evangelización. Las órdenes religiosas eran las mismas, tanto para hombres como para mujeres. La cultura: La educación y las artes En una situación de aculturación, como es el caso de la Nueva España, se dan dos elementos de intercambio cultural; es decir, una cultura dominante o hegemónica impone su propia concepción del mundo y de la vida (sus valores, formas de producir, religión, etcétera) a un grupo dominado (quien tiene que adoptar obligadamente los elementos culturales del grupo dominante). En este caso, la cultura dominante española conserva su lengua, sus creencias religiosas, y sus instituciones, las cuales traslada al territorio dominado (Nueva España). Por el contrario, el grupo sometido, los indios, se ven obligados a asimilar de inmediato los elementos culturales de los españoles. Esto significaría, a la postre, la erosión cultural de casi todas sus costumbres y tradiciones. Para lograr este tránsito cultural, las autoridades españolas crean en la Nueva España las primeras instituciones educativas tendientes a asegurar de una manera efectiva este proceso de asimilación de los indios al modelo europeo, donde la educación constituirá el puente de unión entre las dos culturas. Es importante resaltar que los responsables de crear y hacer funcionar las primeras instituciones educativas fueron el Estado y la Iglesia. En el primer caso, es el responsable de la creación material de las instituciones educativas, así como vigilar el desarrollo y la consecución para el logro de este fin. La Iglesia, por su parte, se encargará directamente de ejecutar todo el proceso de enseñanza educativa a la Nueva España. Los franciscanos construyeron escuelas junto a sus templos donde se enseñaban técnicas agrícolas y ganaderas tanto a criollos como a mestizos. La primera escuela fundada por esta orden religiosa fue la de San Francisco, en la ciudad de México, su fundador fue el humanista religioso Fray Pedro de Gante, y sus primeros alumnos pertenecían a la nobleza indígena; se les enseñaba la instrucción religiosa y, a la vez, la elemental. Las principales asignaturas eran matemáticas, lengua española, música y latín, además de que los indígenas aprendían un oficio o arte. De esta escuela egresaron sastres, carpinteros, orfebres, escultores y pintores. En 1536, el virrey Antonio de Mendoza y Fray Juan de Zumárraga crearon el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco para la educación superior de nobles indígenas. La instrucción comprendía estudios superiores de filosofía, teología, literatura y medicina homeopática. De esta institución, que contaba con excelentes maestros, egresarían eminentes hombres públicos. 3.3.5. Las Reformas Borbónicas. Antecedentes El siglo XVII fue particularmente difícil para España, agravado, por un lado, por las presiones externas ejercidas por las potencias colonialistas rivales, encabezadas por Inglaterra y Francia, por establecer una política de “equilibrio” en la hegemonía mundial ejercida por España desde el Siglo XVI. Por otro lado, las presiones políticas internas exacerbadas por la debilidad de carácter en el manejo de las decisiones por parte del monarca. En el aspecto religioso, Europa enfrentaba el cisma del catolicismo por el advenimiento de la reforma protestante que, a la postre, agudizaría más la división entre los países europeos y justificaría, en gran medida, las guerras de estas naciones ante sus habitantes. En este contexto, Inglaterra criticaría severamente (bajo la nueva forma del protestantismo) a España por el tipo de dominación que ejercía sobre los pobladores de sus colonias en América, alimentada por la queja que hacía Fray Bartolomé de las Casas a la Corona española sobre la drástica disminución de la población indígena, generándose así la famosa “leyenda negra” de España, motivo que le permitió a Inglaterra asociarla con la influencia de la aplicación del catolicismo en sus colonias, en complicidad con las autoridades españolas. Por otro lado, estaba la práctica de la piratería hacia la nación española, justificada por el gobierno inglés, con la finalidad de despojarla de la plata y el oro de sus territorios en América. A toda esta feroz lucha entre las naciones europeas por los aspectos de dominación económica y la religiosa, se le sumó el de las luchas por el poder entre las dinastías, motivo que llevó a las alianzas estratégicas entre ellas a través de matrimonios, que a la larga provocarían todavía más conflictos por el poder, debido a que aumentaban la cantidad de herederos legítimos que buscarían el trono deliberadamente. La llegada de los Borbones al trono durante el siglo XVIII, también marca el inicio de los grandes movimientos intelectuales y sociales que revolucionarían los destinos de toda Europa: La Revolución Francesa, inspiradora intelectual de la Ilustración, y la Revolución Industrial, que revolucionó la producción de pequeña a gran escala e inspiró el modo de producción capitalista. Ambas revoluciones culminarían con el nacimiento del liberalismo, que tanto influyó al pensamiento norteamericano en su búsqueda por la independencia de Inglaterra. Estas importantes revoluciones en Europa cambiaron los destinos políticos de sus pueblos y, además, sirvieron de ejemplo para las luchas de independencia en América Latina, que posteriormente ocurrirían. Económicas Al llegar al trono durante el Siglo XVIII, los Borbones aplicaron el tipo de organización económico-administrativa vigente en Francia, de donde provenían. En toda Europa, durante este siglo, e inspirada en las revoluciones sociales e intelectuales ocurridas en la sociedad, surge una nueva concepción del poder del Estado, el cual, ya no se veía como una idea preconcebida de Dios sino “como el resultado de un contrato racional y libre entre los miembros de la sociedad; por consiguiente, el fin del Estado debía procurar el bienestar y la felicidad de sus súbditos”. ( 4) Estas nuevas ideas sobre la forma de gobernar fueron adoptadas por la mayoría de las monarquías europeas que tenían como finalidad fortalecer, a través de la razón y el reformismo, el poder del Estado. De ahí la frase del despotismo ilustrado o regalismo: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Los anhelos de la España ilustrada eran los de crear una mejor distribución de la tierra, la realización de obras públicas, la subordinación de la propiedad al interés público, la instauración de programas de colonización y el ingreso de nuevos cultivos y las más modernas técnicas agrícolas. Ideas, que muy pronto España se las ingeniaría para hacer llegar a sus colonias americanas, a partir de los cambios radicales en la política, la economía y la administración propuesta por los Borbones. Desde Felipe VI (1746-1759), pasando por Carlos III (1759-1788), los gobernantes españoles se dedicaron a fortalecer el poder del Estado, tanto en el interior como hacia el exterior de su propio imperio, ante la amenaza constante de las potencias rivales. 4 Delgado de Cantú, Gloria. Historia de México. Edit. Prentice Hall. Pág. 328 Como primer paso, reorganizaron sus órganos de gobierno, como el Consejo de Castilla y el de Indias. Conscientes del poder que poseían las aristocracias de las viejas familias nobiliarias, se encargaron de golpearlas o de destruirlas, con la intención de que no fueran un obstáculo más para la aplicación de las nuevas reformas económicas. Con la finalidad de modernizar a la metrópoli y a sus colonias, bajo este nuevo enfoque ilustrado se planteaban toda una nueva modernización del Estado, reformas al derecho, a la instrucción pública, la abolición de privilegios feudales, propiciar el desarrollo económico y una actitud más tolerante hacia la pluralidad religiosa. Para poder llevar a cabo estas profundas transformaciones, los monarcas españoles delegaron importantes responsabilidades a sus ministros controlados (en otras circunstancias muy diferentes, a los llamados “régimen de validos” del siglo anterior), quienes serían de una probada vocación de servicio y fidelidad a la autoridad real. Estos ministros solían ser personas formadas bajo un amplio sentido de humanismo y formación científica, y en quienes se depositaba la confianza para llevar a cabo tan importantes transformaciones. De los Borbones, fue Carlos III quien se preocupó más por hacer prevalecer sus intereses y los del Estado frente a cualquier otro particular, doblegó el poder de las corporaciones y estamentos, apoyó la modernización de la agricultura, el comercio, la industria, las ciencias y las artes, y creó un nuevo grupo de funcionarios dedicados a poner en marcha todos estos proyectos reformistas, tanto en la metrópoli como en sus colonias. El nuevo Estado propuesto por los Borbones, e inspirado por las nuevas ideas de la Ilustración, intentó poner un límite al poder paralelo que ejercía el clero, subordinándolo al del Estado. Para ello, implementó un plan que buscaba la desamortización y la secularización de los bienes de la iglesia. Sin duda, el impacto sobre esta institución, provocado por la aplicación de las reformas borbónicas, fue muy significativo, ya que fue duramente golpeada en su estructura organizativa y en su economía. Las restricciones a ella, por parte de la Corona, fueron varias, por ejemplo, se les prohibió la fundación de nuevos conventos y la admisión de novicios durante diez años, la participación de las órdenes religiosas en la elaboración de testamentos y, finalmente, la expulsión de todo el imperio de la Compañía de Jesús. En 1804 se inició la desamortización de bienes del clero; es decir, quitarle lo muerto a las propiedades (principalmente las tierras) en manos de la iglesia y convertirlas en bienes productivos. En el mismo año, el Decreto de Convalidación de Vales Reales obligaba a la Iglesia a remitir a la metrópoli el capital líquido administrado por el Juzgado de Capellanías y Obras Pías, que actuaba como un banco para los hacendarios, rancheros, mineros y empresarios que le solicitaban préstamos. Se vieron muy afectados, ya que fueron obligados a devolver de inmediato todos estos préstamos hipotecarios a la metrópoli. La aplicación de estas reformas a la economía novohispana afectó a muchos intereses entre los criollos y la Iglesia, quienes inspirados por las mismas ideas de la Ilustración despertaron su anhelo de autonomía y de libertad de comercio, que los llevaría a promover las nuevas ideas de independencia y la lucha por la separación de la metrópoli. Político–administrativas Las reformas más trascendentes al modelo administrativo aplicadas por los Borbones, lo constituyeron la creación del nuevo sistema de Intendencias, de acuerdo a las Ordenanzas de intendentes de 1786, el cual estaría bajo la dirección de un funcionario que actuaba en calidad de gobernador o intendente, y reunía todos los atributos del poder: Justicia guerra, hacienda, fortalecimiento económico y la creación de obras públicas. El verdadero fondo político sobre la creación de las intendencias por parte de la Corona era el de restar poder al virrey, los alcaldes mayores y los corregidores. El puesto de Intendente, bien pagado y adicto a la Corona, tenía la misión de acabar con los actos de corrupción de los alcaldes mayores. Sería el encargado de introducir reformas, empezando por la agricultura, que era el principal foco de corrupción, repartir baldíos a los indios y españoles que carecían de tierras; incluyendo la supervisión sobre hacerlas producir, fomentar las artesanías, el comercio y la minería. Nueva España, Principios del siglo XIX. EL MAPA Vázquez, Josefina Zoraida. Falcón, Romana. Meyer, Lorenzo. Historia de México. Editorial Santillana. Pág. 48 La implementación de este nuevo sistema causó algunas resistencias, sobre todo del virrey y de altos funcionarios, incluyendo algunos criollos, a los que les fue retirado el cargo debido a la desconfianza de las autoridades reales hacia ellos, y a que los intendentes tenían el mismo poder y atribuciones que el virrey. El responsable de aplicar este nuevo sistema en la Nueva España fue José de Gálvez, quien presentó su plan original desde 1767, pero que se aplicaría hasta 1786 a través de las ya mencionadas Ordenanzas de Intendentes. Éstas establecían la nueva división territorial en doce intendencias, cuyas capitales serían: México, Puebla, Oaxaca, Mérida (Yucatán y Tabasco), Veracruz, San Luis Potosí, Guanajuato, Valladolid, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Arizpe (Sonora-Sinaloa). Se incluían los territorios de California, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila, Texas, el Nuevo Reino de León y Nuevo Santander. Además, se separarían las Provincias Internas, en Oriente y Occidente. Parte de esta reorganización tenía la intención de simplificar la carga administrativa que tanto pesaba sobre la capital de virreinato, y paradójicamente aumentar el control de la metrópoli sobre un territorio tan vasto como el de la Nueva España, estableciendo un nuevo tipo de funcionarios con la potestad de pasar por alto la autoridad del virrey para tratar los asuntos directamente con España; naturalmente que esta nueva forma de control administrativo evitaba corruptelas al interior del territorio y aumentaba el control directo de España sobre sus dominios. Expulsión de los jesuitas Con el ascenso al trono de Carlos III, los ataques hacia esta institución se hicieron más marcados, particularmente hacia la orden de los jesuitas, considerada como la orden más crítica y desafiante, poseedora de gran riqueza y encargada de la educación de los criollos. Además, abiertamente opuesta al regalismo (despotismo ilustrado) europeo y partidaria de la postura de la Santa Sede pero opuesta al Papa Clemente XIII. Este poder económico y la presencia y prestigio logrados por esta orden en la población, despertaron la suspicacia de Carlos III y de su ministro, el Conde de Aranda, hacia la sumisión de éstos al poder del Estado, así como la del clero en general. Sorpresivamente, el 25 de junio de 1767, el gobierno español decretó la expulsión de la Compañía de Jesús de todas las tierras bajo su dominio. El ordenamiento se llevó a cabo en la Ciudad de México, enviándolos en calidad de presos a los Estados Papales. Fue ordenada en secreto, todo se había preparado para consumar, a través del factor sorpresa, la orden de expulsión. “El virrey no comunicó a nadie la noticia y se procedió a incomunicar a los escribientes para que sacaran copias de la orden, vigilando que los documentos no fueran abiertos hasta el momento preciso, para ejecutarse de inmediato”. Ello generó el descontento popular, y las manifestaciones de protesta no se hicieron esperar. Pese a la advertencia de las autoridades reales, estados como San Luis Potosí, Guanajuato y Michoacán provocaron rebeliones que recrudecieron todavía más el clima de animadversión en contra de las autoridades coloniales. La represión ordenada por el visitador José de Gálvez, fue cruenta: “86 personas fueron ahorcadas, 73 castigadas con azotes, 117 deportadas y más de 6,000 se vieron obligadas a pagar diversas penas menores”. Antes de ser expulsados de Nueva España, los jesuitas ya eran perseguidos en Portugal, Francia, Nápoles, Parma y Guastalla por su abierta oposición al rey. Finalmente, el 24 de octubre partieron del Puerto de Veracruz rumbo a La Habana, donde, por cierto, fueron bien tratados por el gobernador Bucareli. Posteriormente, fueron enviados a Cádiz, donde estuvieron presos y de ahí su destino final, los Colegios de Italia. Después de la expulsión, todavía la Corona imprimió un duro golpe más contra el poder de la Iglesia, decretando la Real Cédula sobre la enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la consolidación de vales reales, el 26 de diciembre de 1804. Este fue un episodio más que explica el descontento de una población criolla, mestiza e indígena hacia las arbitrariedades de las autoridades de la Corona, que en los años venideros crearían un mayor sentimiento de pertenencia e identidad entre estas clases sociales, hacia la conformación de una nueva nación.