HISTORIA DE LA IGLESIA De Carlomagno al epílogo de la edad media (siglos IX - XIV) Josep M. Martí i Bonet Desembre 2012 1. FECHA DEL NACIMIENTO DE EUROPA: NOCHEBUENA, AÑO 800 • Carlomagno: la expansión de su reino hasta el año 800 • El viaje de Carlomagno a Roma, en el año 774 • Definitiva constitución de los Estados Pontificios (781). Un falso documento: el ‘Constitutum Constantini’ • Antecedentes inmediatos a la coronación imperial de Carlomagno • Nace Europa: la coronación de Carlomagno • Contenido del Imperio de Carlomagno • Efectos jurídicos de la coronación de Carlomagno • ¿El Imperio de Carlomagno era teocrático o hierocrático? • Carlomagno tras la coronación imperial Carlomagno: la expansión de su reino hasta el año 800 La alianza entre el papado y el reino franco —y por lo tanto el nacimiento de Europa— culminan con Carlomagno y con la creación de su Imperio. Las instituciones que surgieron del Imperio carolingio son de una importancia capital en la historia de la civilización en la edad media. Debemos sumergirnos en su biografía —aunque brevemente— para podernos situar en el contexto de una de las páginas más interesantes de la historia de la Iglesia y del nacimiento de Europa. El presente resumen biográfico, en principio, no hace referencia a las relaciones de Carlomagno con la Iglesia, ya que éstas serán estudiadas posteriormente. Carlomagno, el segundo soberano de la dinastía carolingia, era hijo de Pipino el Breve y de Berta (hija de Cariberto, conde de Laon), nació en el año 742. Carlomagno heredó de su padre los países dispuestos en semicírculo que van desde Bohemia hasta la mitad occidental de los Pirineos. Su hermano Carlomán, por otra parte, recibió de su padre los territorios comprendidos en la parte HISTORIA DE LA IGLESIA inferior del mencionado semicírculo, o sea el sur de la actual Francia y lo que se denominaría posteriormente ‘reino de Provenza’. La primera campaña del que sería emperador, la emprendió en el año 761 contra los aquitanos, comandados por un tal Gaibré. Éstos fueron definitivamente derrotados por Carlomagno en el año 769. Al mismo tiempo, en el año 768, los hijos de Pipino el Breve fueron consagrados reyes según el rito ya establecido por su padre. En este ritual se incluía la unción realizada por los obispos. La ceremonia se efectuó en Noyon. Probablemente fue en la Navidad del año 770, cuando Carlomagno se casó en Maguncia con la hija de Desiderio, rey de los longobardos. Fue un matrimonio por motivos políticos, ya que cuando a Carlomagno le interesó romper la alianza con Pavía, repudió a su primera esposa (771). En este periodo empezó la campaña contra los longobardos que después expondremos con más detalle; ahora sólo apuntamos que en el año 774 Carlomagno se convirtió en rey de los longobardos. Mientras tanto, se había casado con la franca Hildelgarda, con la que tuvo tres hijos: Carlos, Pipino y Luís, y tres hijas: Rotruda, Berta y Gisela. Una vez fueron totalmente sometidos los longobardos (777), atacó a los sajones, los cuales, según afirman las crónicas francas, se habían negado a pagar un tributo impuesto por Pipino el Breve. En una campaña muy dura y feroz, los sajones fueron derrotados en Brunsburg, y Carlomagno avanzó hasta más allá del Wesser. Después de la derrota de Roncesvalles (España), Carlomagno acudió de nuevo al territorio de los indómitos sajones, cruzando el Rin, y los venció en Lippspringe (782). Pero esta victoria fue motivo para que otras tribus sajonas se levantasen contra Carlomagno, y los francos fueron derrotados en Súntel. Posteriormente, los francos se vengaron con las desgraciadamente célebres matanzas de Verden. Carlomagno continuó la lucha, hasta que en el año 785 el caudillo de los sajones Guitiquindo finalmente aceptó someterse, y recibió, posiblemente no muy convencido, el bautismo. Las leyes impuestas a los sajones fueron durísimas. El mismo año 785 se inició la efectiva sumisión de algunos territorios de la actual Cataluña: algunos prohombres de Girona entregaron su ciudad al representante de Carlomagno, y eso trasladó la frontera franca hasta el río Tordera. Los nativos se lamentaban de que el yugo franco fuese mucho más duro y feroz que el anterior de los sarracenos. Sin embargo, los partidarios de Carlomagno —algunos de ellos vivían desde la invasión árabe en la Septimania y habían obtenido del rey franco condiciones ventajosas de establecimiento en el caso de invasión de sus territorios de origen— acompañaron a los francos y ayudaron a trazar un plan definitivo de conquista de Barcelona. Pero ésta no se hizo realidad hasta el año 801. 2 HISTORIA DE LA IGLESIA 3 En el año 781 Carlomagno inició la acción sobre los avaros al Danubio medio. Dos años después envió contra éstos a su primo Teodorico, el ejército del cual, al pasar por la Sajonia, fue sorprendido y vencido por los sajones en el Wesser. Para acabar con los indómitos sajones —según los califican las crónicas francas—, Carlomagno decretó la deportación de grandes contingentes (muchos miles) de sajones a territorios en el interior de Francia, más seguros. Eran considerados casi como esclavos. Las luchas contra los avaros acabaron en el año 799 con el asalto del río Rin. Carlomagno envió misioneros a los pueblos avaros. En la frontera del Elba, el Saale y el Eider, Carlos, el hijo mayor de Carlomagno, ejercía una presión constante sobre daneses, servios y checos. Del mismo modo que lo hacía en el otro extremo su hijo Ludovico Pío, que con la ayuda de Guillermo I, conde de Tolouse, dirigió varias razzias contra la frontera de los sarracenos. En el año 797 el valido de Barcelona se relacionó con Carlomagno. Una asamblea celebrada en Toulouse decidió un plan de campaña para el 800, y fue acordada entre otras la restauración de Osona y de los castillos de Cardona y Casserres bajo el gobierno del conde Borrell. En los meses que siguieron, Ludovico atacó Lleida y destruyó y devastó las inmediaciones de Huesca, y en el año 801 Barcelona fue conquistada por Ludovico Pío. Tenemos constancia de esta victoria en algunos documentos custodiados en nuestros archivos de Barcelona. La lista de las victorias de Carlomagno anteriores al año 800 es muy significativa por si sola: sumisión de los aquitanos (769), de los longobardos (774), de sajones (785), de Girona (785), de Baviera (787), de Carintia (788) de los avaros del Danubio medio (799)... A raíz de todas estas campañas, los contemporáneos de Carlomagno deducían que el rey franco era el soberano más importante del mundo, y que por derecho propio podía pactar no sólo con el Imperio de Oriente y con el califa musulmán, sino también con la máxima autoridad moral y espiritual de la cristiandad: el Papa. Pero para que fuese efectivo este pacto y la institución que de él surgió (el Imperio), Carlomagno tenía que ser el señor de Italia. Este proceso de conquista de la península italiana tiene varias etapas que se pueden señalar con cuatro hitos cronológicos, que son los cuatro viajes de Carlomagno a Roma: 1/ viaje de la Pascua del año 774; 2/ viaje del año 781; 3/ viaje del 787 y 4/ viaje entre diciembre de 799 y enero de 800. El viaje de Carlomagno a Roma, en el año 774 En el aspecto político, el pontificado de Esteban III (768-772) fue un fracaso. No se avanzó en absoluto en la consolidación del poder temporal del proyectado Estado Pontificio: el rey longobardo Desiderio (756-774) negaba una y otra vez los límites fijados por Pipino el Breve. Los mismos romanos estaban divididos: unos a favor de los longobardos y otros a favor de los francos. El Papa se encontraba perplejo, especialmente cuando veía que el mismo Carlomagno se había casado con una hija de Desiderio en el año 770, y que Carlomán, hermano de Carlomagno y posible apoyo de una alianza antilongobarda, moría el año 771. En el último año de su pontificado, Esteban III, por una inconfesable promesa y 4 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) debilidad, dio a Desiderio el título de ‘defensor de Roma’. Carlomagno interpretó este gesto como un afrontamiento a su dignidad, especialmente cuando él ya gobernaba solo habiendo repudiado a su mujer Desideria (longobarda), y quería iniciar una política claramente expansionista en dirección a Italia. Esteban III murió el 3 de febrero del año 772. El sucesor de Esteban III fue el diácono Adriano, procedente de una familia de la nobleza romana. Antes de la ordenación de Adriano (7 de febrero de 772) el rey Desiderio exigió al Papa electo que ratificase un pacto con los longobardos, pero éste dio largas a las pretensiones de Desiderio, de modo que el rey conquistó Ferrara, Commacchio y Faenza, y puso asedio a Rávena. El nuevo Papa protestó enérgicamente, ya que estas plazas pertenecían —afirmaba el romano pontífice— a los Estados Papales según los pactos de Pipino el Breve. Desiderio no le hizo caso y continuó las conquistas de la Pentápolis (cinco ciudades). Conquistó incluso algunos territorios del denominado ducado romano. Estos acontecimientos impulsaron al Papa en diciembre del año 772 a enviar a la corte de Carlomagno un peculiar emisario como veremos a continuación. Carlomagno “necessitate compulsus” obligado —nos dicen las crónicas— al intervenir a favor del Papa “se lanzó contra los enemigos de la Iglesia”. Si hacemos caso a las crónicas francas, Carlomagno sólo pretendía que Desiderio compensase al Papa con una razonable cantidad de dinero por las invasiones de los longobardos en las tierras que posiblemente le pertenecían. Pero —según continúan las crónicas— “Desiderio no le hizo caso”. Y por este motivo Carlomagno inició una campaña militar contra el rey longobardo, el cual ya se había enterado de que los francos ya estaban cruzando los Alpes, y se dirigian a los desfiladeros de Monte Cenis. Allí tuvo lugar una gran batalla. Entretanto otro ejército franco cruzaba el puerto del Monte Jovis. Desiderio se vio atrapado y no pudo hacer nada contra la incursión de los francos hacia las llanuras del Po, teniendo que refugiarse en Pavía. Carlomagno —o ‘Carlos de Hierro’, ya que así es denominado en los anales— exigía una rendición sin condición alguna. El asedio de Pavía llevaría algunos meses, pero el 5 de junio de 774 cayó la ciudad. Desiderio y sus dos hijos fueron deportados y encarcelados en Francia, y Carlomagno se hizo proclamar rey de los longobardos. Pero un hijo de Desiderio consiguió escaparse y encontró refugio en Oriente. Ante su derrota, el ducado longobardo de Spoleto se puso en manos del Papa, ya que temía que corriese la misma suerte que el reino de Pavía. El Papa aceptó esta “commendatio” e impuso un duque de su confianza, llamado Hildebrando. Las ciudades de Fermo, Ancona, Osimo y Città di Castello volvieron a la obediencia de Adriano. Pero de momento Carlomagno no se acordó del Papa y el rey franco se anexionó íntegramente el reino longobardo; así también la zona del exarcado de Venecia cayó bajo la influencia de Carlomagno. Durante la campaña de 773-774, cuando Pavía todavía estaba asediada, Carlomagno se propuso “peregrinar” a la tumba de san Pedro. Éste fue el primer HISTORIA DE LA IGLESIA 5 viaje. El papa Adriano I, sorprendido, le recibió fuera de Roma. Después, en la basílica de San Pedro celebraron la Pascua (774). En los días posteriores hablaron sobre la situación italiana. Algunos historiadores afirman que en esta ocasión el Papa le presentó a Carlomagno el documento del pacto de Quierzy de Pipino el Breve. Por supuesto no admitimos este documento, ya que si no creemos que se hiciera ninguna promesa en Quierzy —como hemos indicado anteriormente—, tampoco podemos aceptar que Carlomagno cumpliese una promesa inexistente. Lo que sí es cierto es que en este primer viaje de Carlomagno a Roma el papa Adriano I recibió un estirón de orejas por su aceptación del ducado de Spoleto. Éste fue incorporado al nuevo rey de los longobardos, o sea, a Carlomagno. Otras ciudades de la Toscana pasaron también a manos de Carlomagno, pese a las anteriores promesas del rey de los francos al papa Adriano. Como conclusión de esta campaña contra Desiderio, debemos indicar que la pretendida ayuda al Papa no fue la causa de la intervención militar de Carlomagno en Italia, aunque así lo digan las crónicas francas —por supuesto bajo sospecha por hacer quedar demasiado bien al rey—. La principal causa no fue otra que la invasión del reino longobardo con las mismas estratagemas y motivaciones que las anteriores invasiones del rey de los francos en los territorios europeos. Poco le interesaba a Carlomagno en el año 774 la denominada “restitución del patrimonio papal”. En su primer viaje a Roma lo dejó todo igual, exceptuando que indirectamente eliminó al enemigo del Papa, el rey longobardo Desiderio... También es preciso afirmar que la visita a Roma tuvo un efecto, diríamos, retardado en el ánimo de Carlomagno: posiblemente al volver a Francia reflexionó sobre la situación del Papa y de aquellos territorios que tan insistentemente el ‘vicario de Pedro’ pretendía conseguir. Eso explicaría el cambio que se produjo en el segundo viaje del año 781, según explicaremos en el siguiente apartado. En la entrada triunfal a Pavía el 11 de junio de 774, Carlomagno fue proclamado ‘Rex francorum et Longobardorum atque Patricius Romanorum’. Pese a este ostentoso título de ‘Patricius Romanorum’ —que el Papa ya había concedido a Pipino, padre de Carlomagno—, no significa que la cuestión del patrimonio pontificio fuese resuelta. Carlomagno haría más caso, por ejemplo, del arzobispo de Rávena que del mismo Papa. Aquel sería el nuevo intermediario entre los francos y el Imperio bizantino. El Papa fue condenado al ostracismo. Y en un posterior viaje de Carlomagno a Italia (diciembre de 775-junio de 776) prescindió absolutamente del Papa, resolviendo él solo la problemática de la sumisión de nuevos brotes independentistas y de la nueva reestructuración del reino carolingio-longobardo. En esta ocasión Carlomagno ni visitó al Papa. Definitiva constitución de los Estados Pontificios (781). Un falso documento: el ‘Constitutum Constantini’ Cuando Carlomagno volvió en el año 776 a la corte franca, se encontró con una delegación del Papa que le pidió una solución definitiva a los problemas que tantas veces habían tratado. El Papa —para hacerse suyo a Carlomagno— le 6 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) comparó exagerando con el emperador romano Constantino. Pese a estas reiteradas peticiones, Carlomagno no le hizo caso; suficiente trabajo tenía con los sajones y estaba abatido por la derrota de Roncesvalles. Pero la insistencia papal llegó a hacerle desistir de su tozudez y el rey franco prometió que iría a Roma a festejar la Pascua en abril de 781. Así lo hizo. Y efectivamente en esta visita sería mucho lo que el Papa lograría. Y en tal ocasión, el Papa bautizó al hijo del rey, al cual se le cambió el nombre (de Carlomán pasó a llamarse Pipino). El mismo Papa ungiría “rey de Italia” al recién bautizado, y al hermano menor Luis lo ungió rey de Aquitania. Así, el Papa, como compensación recibió la confirmación de su “Patrimonium Sanctae Sedis”, fijándose ya unos límites muy concretos: el Papa sería soberano del ducado de Roma, de Pentápolis y del exarcado de Rávena. Además de los territorios que van de Viterbo a Saona y de Orvieto a Rieti, también se le concede al Papa la enfiteusis de Spoleto y de Toscana. Así se puede decir que en este año 781 los Estados Pontificios — denominados ‘Patrimonio de san Pedro’— fueron definitivamente constituidos. Efectivamente consta que el exarcado de Rávena fue concedido al Papa, pero al no disponer de personal apto para enviarlo al extremo de sus dominios, confió toda su autoridad al arzobispo de Rávena, convirtiéndose éste en verdadero señor de la ciudad. Así pues, el arzobispo rodeado de la nobleza de Rávena —recordemos por ejemplo al arzobispo de aquella ciudad Juan X— fue durante más de un siglo (781-889) un auténtico príncipe en la zona. El nuevo Estado de la Iglesia, gracias a este viaje de 781, era ya un hecho con atribuciones jurídicas plenas y soberanía. Desde este momento el Papa empezó en fechar sus documentos utilizando el año del pontificado, y acuñó moneda propia. Oriente aceptó (o al menos no protestó) la nueva situación en Italia. Irene regía el Imperio bizantino, que en un principio estaba en buenas relaciones con Carlomagno y el Papa. Ella había pacificado la Iglesia de Oriente, acabando con la dificultosa cuestión iconoclasta. Incluso se rumoreaba sobre una posible boda entre Rotruda, hija de Carlomagno, y el hijo de Irene, Constantino VI como ya hemos indicado anteriormente. Hemos dicho que entre el primero y el segundo viaje a Roma de Carlomagno (774-781) unos emisarios papales entregaron al rey de los francos sendas cartas papales en las cuales se comparaba Carlomagno con el emperador Constantino, el cual tanto benefició a la Iglesia del siglo IV regida por aquel entonces por el papa Silvestre (314-335). Muy probablemente el papa Adriano I adjuntó a estas cartas un documento (posiblemente falsificado por la curia romana bajo orden del mismo Papa) que sería uno de los privilegios más discutidos por los historiadores del papado. Nos referimos al documento llamado ‘Falsa donación de Constantino’, ‘Decretum Constantini’ o ‘Constitutum Constantini’. El Papa —recordemos— en aquel periodo quería que los límites de los futuros Estados Pontificios fuesen fijados por el rey. Carlomagno no hacía caso y probablemente el Papa habría inventado una estratagema indigna: un falso documento (decretum) producido (o mejor dicho atribuido) ni más ni menos que HISTORIA DE LA IGLESIA 7 por el mismo emperador Constantino. No sabemos la repercusión que tuvo en el ánimo de Carlomagno la lectura de este documento, pero no existe duda de que en su interior se sintió halagado por una comparación así; y el hecho histórico nos dice que entre los años 776 y 780 se produjo un cambio: pese a que no hace mención de este documento, Carlomagno se manifestó más magnánimo —cosa no demasiado normal en él— hacia el Papa, concediéndole en el segundo viaje (781) los límites de los territorios de los Estados Pontificios. Posiblemente este documento no fue la única causa inmediata de ello, pero sí que ayudó mucho a la mencionada concesión por parte de Carlomagno. La edición crítica del texto del Constitutum Constantini fue publicada por el historiador Hinschius, que tuvo presente todos los innumerables códices, entre los cuales cabe destacar el denominado ‘dionisiano’ del siglo X, custodiado en el monasterio de San Dionisio de París. El contenido, pese a que el texto fue escrito de una manera oscura y muy ampulosa, puede dividirse claramente en dos partes: la confesión (de Constantino) y la donación del mismo emperador al papa Silvestre. En la primera parte, más allá del protocolo en que aparecen los títulos del emperador, Constantino presenta su profesión de fe que coincide con el símbolo de los apóstoles (credo). A continuación sigue la narración de la prodigiosa curación del emperador afectado de lepra. Explica cómo los sacerdotes paganos intentaron curarlo bañándolo en sangre de niños inocentes. El clamor de tantas madres hizo desistir el inicio de esta cruel e inoperante medicina. Por la noche los apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron, asegurándole que se curaría si pidiera ser bautizado por el papa Silvestre. El Papa le administró el bautismo —con una fórmula muy posterior al siglo IV— y después Constantino recibió la confirmación, y así se curó de la lepra. En la segunda parte hallamos propiamente la donación —llamada ‘dispositio’ en diplomática—: Constantino, de acuerdo con todos sus consejeros imperiales, el senado romano y los prohombres romanos, así como el pueblo de la Urbe, está dispuesto a honorar la Iglesia romana concediéndole los poderes, la dignidad y los honores imperiales: quiso que el obispo de Roma tuviera el ‘principatum’ sobre los cuatro patriarcados orientales y sobre toda la Iglesia del mundo; que el palacio imperial Laterano fuese en lo sucesivo la residencia de los papas (él, por no hacerle sombra, se trasladaría a la nueva Roma Constantinopla); que los papas pudiesen llevar las insignias imperiales. Incluso le concedió la Corona, pero el Papa, por humildad, no la quiso. En el mencionado documento se otorgó que el clero romano tuviese los mismos honores y vestidos de ceremonias que los oficiales del Imperio; así la curia papal se equiparaba a la imperial. Pero la atribución más especial consignada en el Constitutum fue la concesión al Papa de la jurisdicción civil sobre todo Occidente, incluso sobre Italia y Roma. Pero el emperador tendría la jurisdicción sobre Oriente y mandaría construir una ciudad llamada ‘ciudad de Constantino’ (la Nueva Roma). El emperador gozaría en Oriente de la misma jurisdicción que el Papa en Occidente. El Imperio de Constantino, por lo tanto, se trasladó a Oriente. 8 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Acaba el documento con una amplia corroboración, válida “hasta el fin del mundo” y que será observada por todos los sucesores de Constantino con gravísimas penas, incluso eternas, para todo el que no haga caso del mismo. El documento fue firmado personalmente por el mismo emperador y colocado sobre la tumba de san Pedro. En el escatocol (o final) del documento, a parte de la firma del emperador, consta una datación totalmente arbitraria y absurda. El contenido, por lo tanto, del Constitutum Constantini, si bien es cierto que es bastante exacto en el primado que tiene el Papa sobre la Iglesia, es totalmente quimérico en cuanto a la supremacía y “[jures]dictio firma et imperialis” que concede al Papa en todos los territorios de Occidente. Según este falso documento, el sucesor de Pedro se convierte de hecho en el emperador de Occidente. En un principio el mencionado documento sólo fue utilizado, o al menos presentado, por el papa Adriano I. Sin embargo sus sucesores inmediatos no hicieron ninguna referencia a él. El primer Papa que lo utilizó obviamente fue san León IX (1049-1054). Posteriormente se aceptó como auténtico sobretodo por los canonistas y se copió en varias colecciones canónicas. Los primeros en afrontar el problema de la autenticidad fueron los humanistas de los siglos XV y XVI: entre ellos cabe destacar a Nicolás de Cusa, Lorenzo Valla, Reinaldo Pecok..., pero en el ámbito eclesial romano fue aceptado como auténtico y desgraciadamente no se desestimó hasta el siglo XIX. Una cuestión muy difícil es determinar el lugar en el que se falsificó, así como la persona o personas que fueron autores del documento (Constitutum Constantini). Igualmente es problemática la fecha de falsificación. Los mencionados humanistas atribuyeron la autoría a un tal Juan, sacerdote del siglo X. Descartado éste, se indicó como el autor al también autor falsario de las decretales del Pseudo-Isidoro. Posteriormente fue atribuido al clérigo lateranense Gregorio, al que después fue el papa León III; o al diácono Juan; o a un tal Cristóforo de la cancillería papal; o al papa Esteban; o al papa Pablo I; o al mismo papa Adriano I, o a alguno de los sus colaboradores. En cuanto al lugar, se descarta Oriente, ya que los ‘stegmata’ (o familia de códices) tienen unas claras raíces occidentales, y los códices más primitivos apuntan a Roma o a San Dionisio de Francia. También aquí el contexto histórico, anteriormente expuesto, hace creer más probablemente Roma, y concretamente la curia papal. En cuanto al tiempo en que se escribió, creemos que la teoría más probable es que fuese entre los años 774 y 776 por los siguientes argumentos: 1/ el Constitutum Constantini es posterior al año 754, porque en el texto, entre las diversas concesiones ornamentales que Constantino otorga (diadema, frygium, HISTORIA DE LA IGLESIA 9 capa púrpura, indumentaria imperial...) consta también el “officium stratoris”, o sea, que el rey (en este caso el emperador) tome las riendas del caballo del Papa al cruzar las puertas de la ciudad o del castillo; el Papa debe ir montado en su caballo y el rey de pie como señal de veneración, de respeto e incluso de sumisión al sucesor de Pedro. Anteriormente hemos expuesto que esta costumbre se inició el 6 de enero de 754, cuando Pipino el Breve recibió en las puertas de Ponthion al papa Esteban II, y así fue como entraron en la ciudad. Por lo tanto, el “terminus a quo” del Constitutum es el año 754 (o sea después del 754). 2/ El Constitutum es anterior a la compilación de las Decretales del PseudoIsidoro. Por lo tanto, anterior a los años 847-852. Obviamente que el Constitutum forma parte del conjunto de documentos, decretales, concilios, etc., que en las anteriores fechas (847-852) se reunieron para formar parte de una de las más importantes colecciones canónicas, o sea la colección del Pseudo-Isidoro, y entonces, si el Constitutum fue integrado en la mencionada colección, debemos pensar que ya existía anteriormente. 3/ El Constitutum habría sido elaborado entre los años 754 y 847-852, ya que bien se puede precisar que difícilmente se fechará la falsificación del Constitutum en los años inmediatamente posteriores a la coronación imperial de Carlomagno, tal como pretenden algunos historiadores: ¿cómo se puede admitir, en el contexto histórico de la poscoronación, un documento en que diga que el auténtico emperador de Occidente es el Papa? La falsificación hay que situarla en una época en la que el Imperio occidental romano estaba vacante o en la que al menos la presencia imperial de Bizancio fuese totalmente ineficaz. Por lo tanto hay que fechar la falsificación entre los años 754 y 800. 4/ No se puede admitir que el Constitutum fuese compuesto en los años de los pontificados de Esteban II (752-757) y/o Pablo I (757-767). Los hechos históricos de ambos pontificados indican que los papas y la curia papal se consideraban aún sometidos al emperador de Bizancio, procurando pactar con Oriente. También observamos que en el periodo 752-767, los papas no acuñaban moneda, ni fechaban sus documentos por el año del pontificado. Por lo tanto, la falsificación del Constitutum se hizo entre los años 767 y 799. 5/ ¿Se puede precisar más? Creemos que después de haber expuesto los hechos del pontificado de Adriano I, el periodo más aceptable y para nosotros el más probable es el tiempo anterior al segundo viaje de Carlomagno a Roma, o sea, entre los años 774 y 778. Según el historiador Furhmann entre estos cinco años muy probablemente sería el 774, precisamente cuando Carlomagno visitó por primera vez al papa Adriano I. Antecedentes inmediatos a la coronación imperial de Carlomagno El nacimiento de Europa como sociedad y civilización de características peculiares, tiene como causa puntal más decisiva la alianza entre el papado y el 10 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) reino franco. Sin embargo esta formación llega a la madurez cuando el papado se convierte en soberano de los Estados Pontificios y cuando el reino de los francos alcanza de facto la dignidad y el poder imperiales. Por lo que hemos expuesto anteriormente, durante el año 781, precisamente debido al segundo viaje de Carlomagno a Roma, los límites de la soberanía temporal de los papas estaban bastante fijados. Sin embargo el papa Adriano I exigía todavía más. Hay una nota curiosa en la vida de Adriano en el Liber Pontificalis (c. 41-43) en que dícese que la donación de Carlomagno del 781 también comprendía Córcega, el Véneto, Isquia, Spoleto y Benevento. La interpretación de estos fragmentos es muy problemática. Posiblemente son simples peticiones del Papa al rey franco, o tal vez sólo se refieren a las pretensiones de propiedades que tenía el papado en aquellos tiempos. Carlomagno emprendió un tercer viaje a Roma (787) con motivo de una campaña contra el último reducto de sublevación de los longobardos dirigidos por Arequís, yerno de Desiderio. La victoria fue fácil. En esta ocasión Carlomagno (rey de los francos y de los longobardos) y el Papa hablaron sobre la ampliación de los territorios de la soberanía papal. A pesar de todo, Adriano I poco consiguió: sólo las ciudades de Sora, Capua y Terano. Y en cuanto al norte, algunas tierras de la costa toscana meridional. En este viaje, Carlomagno hizo coronar a su hijo Pipino como rey de los longobardos. Adriano I murió el día de Navidad del año 796. Carlomagno lloró la muerte de su “amigo y padre”, e hizo grabar sobre mármol un amplio epitafio laudatorio que se encuentra en el muro del fondo del pórtico de la basílica vaticana. Es muy difícil emitir un juicio sobre la personalidad de Adriano I. Posiblemente todas sus actuaciones políticas referentes a Carlomagno, longobardos y bizantinos venían motivadas por un gran amor a la sede romana que él presidía. La insistencia y tenacidad en el trato con Carlomagno indican que era un hombre muy persistente, muy diplomático y que al final consiguió lo que pretendía: la consolidación de los ‘Estados Pontificios’. Aun así, la comentada falsificación de la donación de Constantino fue una mancha muy negra en su pontificado, si es que se prueba lo que parece su autoría más probable: es decir, que es el inventor del falso Constitutum. En lo referente al gobierno interno de la Iglesia, hay que calificarlo como muy positivo. Hoy en día los historiadores consideran una falsa atribución a Adriano el llamado Privilegium Hadriani pro Carolo, según el cual él concedió a Carlomagno el derecho de la elección de todos los obispos de las diócesis del reino franco así como también del mismo Papa. Por otro lado, Adriano I fue un notable teólogo, según consta, por ejemplo, en sus numerosas cartas. En cuanto a la cuestión iconoclasta, aceptó el concilio de Nicea II del año 787, al cual envió dos legados. Pero la traducción que hicieron en Francia de los cánones del concilio fue totalmente errónea, de modo que tradujeron la ‘proscrinesis’, o veneración, por la palabra ‘adoratio’. Esto hizo que en el concilio celebrado en Frankfurt, en el HISTORIA DE LA IGLESIA 11 año 794, los teólogos y obispos carolingios condenaran al concilio de Nicea II, a pesar de las profundas explicaciones que el papa Adriano I envió. León III fue elegido sucesor de Adriano I el 27 de diciembre de 796. El nuevo Papa envió al rey Carlomagno (Patricius romanorum) no sólo el decreto de la elección, sino también ‘las claves’ de la ‘Confessio Sancti Pétreo’ y el ‘vexillum’ de la ciudad de Roma. En la carta, el Papa le dice a Carlomagno que, por medio de un representante suyo, recibiría el juramento de obediencia y fidelidad de los romanos. La respuesta de Carlomagno a León III contenía algunas tesis de principios sobre las funciones de las dos potestades, y mostraba hasta qué punto se consolidaba la alianza. Aun así, hay que decir que el peso estaba de parte del rey, a quien en el año 794 Paulino de Aquilea calificaba panegíricamente de “rex et sacerdos”. Las frases, muy citadas por los historiadores, dicen: “Nos (Carlomagno) corresponde con la ayuda de Dios, defender la Santa Iglesia de Cristo mediante las armas contra los ataques de los paganos y las devastaciones de los infieles, y afianzarla en el interior por el conocimiento de la fe verdadera. Vuestra misión, Padre Santo, es levantar como Moisés los brazos en la oración y ayudar así a nuestro ejército, a fin de que, por vuestra intercesión, bajo la providencia y seguridad de Dios, el pueblo cristiano logre siempre la victoria sobre todos los enemigos de su santo nombre y el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en todo el mundo”. El papa León III no pertenecía a la nobleza romana. Esto ayudó a que ya en los primeros meses de su pontificado sufriera fuertes desacatos por parte de la misma nobleza. Los líderes de la oposición fueron el ‘primicerius’ Pascual y el ‘sacellarius’ Cámpulo. Ambos eran familiares del difunto Adriano I. La revuelta estalló el 25 de abril de 799, cuando se celebraba la procesión de las letanías. En el camino del Laterano al Vaticano, precisamente en la estación de San Lorenzo ‘in Lucina’, ante el monasterio de San Silvestre ‘in Capite’, el papa León III, que presidía la procesión sobre un caballo ricamente engalanado, fue atacado, maltratado y le arrancaron sus ornamentos pontificales. Posiblemente, los asaltantes intentaron que el papa León III fuera depuesto de su rango papal en el altar de san Silvestre, para así poder elegir a un nuevo Papa. Pero sólo llegaron a condenarlo a ser cegado y a cortarle la lengua (sic). Aun así, tan macabra sentencia no tuvo lugar, y sabemos que la noche del 26 de abril, León III fue encarcelado en el monasterio de San Erasmo, junto al Laterano. Los conjurados así lo habían determinado, puesto que era la pena común —dentro de la anormalidad despiadada— que sufrían los grandes dignatarios eclesiásticos depuestos. Debemos observar que San Silvestre y San Erasmo eran enclaves de las colonias griegas, y por lo tanto bien se puede pensar que la conjura vendría del bando griego (bizantino) contrario a la política de acercamiento del Papa hacia los francos. El Papa, pocas horas después de haber sido encarcelado, ayudado por sus partidarios, consiguió evadirse de la prisión, huyendo hacia San Pedro, y al enterarse el ‘missus regios’ franco, el abad Wirund de Stablo Malmédy —que 12 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) estaba cerca de Roma— corrió a auxiliarlo, trayéndolo a un lugar seguro, a Spoleto, también protegido por el duque franco de aquella región, Winigis. El rey franco Carlomagno tuvo noticia de la situación de revuelta en Roma y determinó que el Papa fuese a Paderborn, donde lo recibiría él personalmente a finales de julio de 799. La recepción fue muy cordial y todo presagiaba que la ayuda de Carlomagno sería favorable al Papa. Pero he aquí que los enemigos de éste se presentaron ante Carlomagno indicándole que León III había sido legítimamente depuesto por “horribles crímenes”, entre los cuales el “adulterium” y el “periurium”. El rey no quiso hacer caso de la deposición, y por tanto consideraba a León III verdadero Papa, pero sí que escuchó con mucha atención las incriminaciones presentadas por sus acusadores. Posiblemente pensaba que era una buena oportunidad para demostrar que el rey de los francos también podía juzgar a la máxima autoridad en la Iglesia. Carlomagno despidió a León III asegurándole que de nuevo sería reconocido Papa en Roma, pero que tendría que esperar a que él (Carlomagno) personalmente fuese a Italia. Es un reconocimiento interino, hasta el viaje de Carlomagno y el sínodo (o concilio) que se celebraría para juzgar al Papa. El primer capellán real, Hildebaldo de Colonia, y también Arno de Salzburgo acompañaron al Papa a Roma. Una vez establecido “interinamente” León III en la sede romana, los acusadores (Pascual y Cámpulo) fueron exiliados, puesto que no presentaron las pruebas necesarias para sostener la acusación y se demostró que actuaron con violencia en el atentado del mes de abril contra el Papa. Sorprende la lentitud de Carlomagno en este asunto. Pero veamos los diversos estadios de este proceso y el anterior viaje de Carlomagno a Roma, donde conseguiría la corona imperial. Nace Europa. La coronación de Carlomagno En el mes de noviembre del año 800, Carlomagno determinó solucionar, viajando a Roma, la cuestión romana. El día 15 del mencionado mes, ya se encontraba en Rávena, y el 23 de noviembre del mismo año en Mentana, a doce millas de Roma. El papa León III lo recibió ofreciéndole un banquete a él y a su numerosa comitiva. La entrada en Roma fue solemnísima. Parece ser que se siguió un ceremonial similar al que se usaba a la entrada de un emperador romano cuando se acercaba a Roma para ser proclamado ‘divus pontifex maximus’. Los anales romanos nos dicen que los emperadores electos, después de haber obtenido contundentes victorias militares en las provincias, eran recibidos por los representantes del pueblo romano, que los iban a buscar a doce millas de Roma, y el pueblo los aclamaba por todo el trayecto, hasta llegar a las murallas de la ciudad. De manera parecida, el papa León III y Carlomagno, en su trayecto hacia Roma presidieron una especie de comitiva o procesión. Estaban representadas todas las corporaciones romanas. Las ‘scholae’ entonaban entusiastas cánticos de alabanza al rey franco. Carlomagno saludaba afectuosamente a la multitud. Al llegar a Roma, se encontraron toda la ciudad engalanada. HISTORIA DE LA IGLESIA 13 Carlomagno se dio cuenta de que aquella acogida era diferente a como había sido recibido en las anteriores visitas. Roma y el Papa querían demostrar que recibían al rey franco como a un nuevo emperador romano. Se preparaba un gran acontecimiento al que no era ajeno ni Carlomagno ni los miembros de su comitiva. No obstante, quedaba un escabroso asunto pendiente: el mencionado juicio contra el propio Papa. Por este motivo Carlomagno convocó un sínodo, parecido a los sínodos francos, en el cual debían participar laicos (los magnates del reino) y obispos. También fueron invitados a él, la curia papal y el senado romano. El concilio celebró sesiones plenarias presididas por el rey el 23 de diciembre en San Pedro del Vaticano. Ya en la preparación del sínodo se observó que sus miembros estaban divididos: unos querían que el Papa se justificara por las acusaciones (adulterio y perjurio); otros, en cambio, consideraban que éste —máxima autoridad moral— no podía ser juzgado ni siquiera por un concilio. Así lo decía el principio canónico de comienzos del siglo VI: “Prima sedes a nemine iudicatur”. Aun así, el papa León III se presentó en el concilio, y siguiendo el ejemplo de algunos de sus antecesores, se justificó de las acusaciones, probó su inocencia en la mencionada sesión plenaria del 23 de diciembre y juró que era inocente, poniéndose los evangelios sobre la cabeza. Dicen los anales de Lorsch que, al finalizar la sesión conciliar, todos los padres conciliares pidieron que Carlomagno aceptara la dignidad imperial “vacante”, “puesto que no era válido que una mujer (la emperatriz Irene de Bizancio) obtuviera una dignidad así de tan alto rango”. Más allá de esta razón, se decía que Carlomagno ya era emperador en la práctica, porque era el “amo” de las ciudades imperiales de Roma, Milán, Rávena, Tréveris, Arles y Maguncia. El mismo día 23 de diciembre Carlomagno también recibió las llaves de Jerusalén y del Santo Sepulcro, enviadas por el patriarca de aquel lugar de Jerusalén, claro símbolo del dominio sobre el “pináculo espiritual” más importante del mundo cristiano. Se ha discutido mucho sobre la autenticidad de los mencionados anales de Lorsch, pero bien se puede afirmar que algo muy trascendental se preparaba en Roma durante aquel mes de diciembre del año 800. Durante la madrugada del día de Navidad del año 800, en la tercera misa que celebraba el Papa en la basílica de San Pedro, antes de la oración o colecta de la misma misa, se iniciaron las laudes. Se encontraba presente el rey y todos los magnates de Francia y de Roma. A continuación el Papa tomó una corona preparada ad hoc y la impuso sobre la cabeza de Carlomagno. Los asistentes aclamaron por tres veces: “Carolo Augusto, a Deo coronato, magno et pacifico imperatore Romanorum, vita et victoria”. Así Carlomagno fue constituido y proclamado emperador. Una vez hubo sido constituido emperador, el Papa y todos los asistentes se postraron y adoraron con veneración (proskrinesis) al nuevo emperador. Esta fue la primera y última vez que un Papa se postra ante el emperador. El profesor Ewig sintetiza estos acontecimientos siguiendo las varias fuentes contemporáneas: “Discutida es hasta hoy la interpretación del famoso pasaje 14 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) de la Vita Caroli de Eginhardo: Carlomagno, afirma esta biografía, había sentido tal repugnancia a la dignidad imperial (nomen imperatoris) que, a pesar de la festividad del día (Navidad), no hubiera entrado en la iglesia de haber previsto las intenciones del Papa. Que Carlomagno quedara sorprendido del acto como tal y hubiera renunciado al Imperio, no puede ya admitirse en el estado actual de la investigación. El contexto de Eginhardo hace sospechar que las palabras de Carlomagno fueron provocadas por las complicaciones que se preveía que después traería el asunto con Constantinopla. Sin embargo, no hay que desconocer que el posible traspaso del Imperio romano al gran rey franco planteara también problemas internos de derecho civil, que sólo con el tiempo podían aclararse. Quizás Carlomagno había proyectado dar a los francos un lugar más brillante, en el sentido del concilio del 23 de diciembre, en el acto de la elevación al Imperio, y le molestó el modo como el Papa y los romanos ocupaban el primer plano de la escena. Pero la verdad es que no les pasó por la cabeza una proclamación imperial para los francos con exclusión de los romanos, y todavía menos tomar por su cuenta el título de emperador, puesto que un Imperio ‘franco’ no hubiera tenido el peso jurídico necesario, y no hubiera impresionado a nadie. Si Carlomagno aspiraba al Imperio —como hoy sabemos con certeza— también tenía que aceptar la única forma posible de crearse: la del derecho político romano. En el marco de la forma prevista había matices diversos, esto lo dan a entender las fuentes. El contexto mental en el que Carlomagno hizo la manifestación que Eginhardo narra (de no gustarle la coronación), no se puede conocer claramente, a pesar del esfuerzo de los investigadores”. Contenido del Imperio de Carlomagno Para averiguar el significado del Imperio otorgado a Carlomagno, durante la Nochebuena del año 800, debemos adentrarnos en la mentalidad de los actores contemporáneos de tan importante acontecimiento. Es muy diferente la visión de las fuentes francesas de la de las fuentes de Italia. Los anales, por ejemplo, de Lorsch nos dicen que León III le ofreció la corona imperial a Carlomagno en el concilio del 23 de diciembre, pero aquel no la aceptó, y explica cuáles fueron los motivos de este ofrecimiento: la ‘vacatio imperi’, puesto que Irene, una mujer, no podía —dicen— ostentar legítimamente la dignidad imperial; por otro lado, como hemos indicado, el rey Carlomagno ya era de hecho emperador, porque poseía las sedes (o ciudades) imperiales occidentales. Otra fuente francesa es la Vita Caroli Magni de Eginhardo (que ya hemos comentado); y según esta ‘vita’, Carlomagno no quería la corona y le sorprendió. Los historiadores actuales también están divididos. Pero según el Liber Pontificalis creemos que no fue una improvisación: no en vano, todo el pueblo repitió la fórmula por tres veces: “Carolo Augusto...”. Esto quiere decir que antes, al menos, se había ensayado. Siguiendo la opinión de Cáspar, podemos afirmar que posiblemente Carlomagno no se lo esperaba durante aquella noche, y sí esperaba, más allá de su coronación, que se ungiera y coronara a su propio hijo. Igualmente hay que decir que Carlomagno preveía la dificultad de aceptar los HISTORIA DE LA IGLESIA 15 hechos de la Nochebuena del año 800 por parte de Bizancio, y por lo tanto quería manifestar su aparente reprobación. Por encima de todo era un diplomático. Habría que estudiar qué efectos inmediatos tuvo la nueva institución del Imperio. El nuevo emperador a continuación condenó a los opositores del Papa, lo cual quiere decir que Carlomagno se manifestó como su defensor. Este es el primer efecto jurídico del concepto del Imperio: “ser defensor de la Sede de san Pedro”. Carlomagno intentó —sin conseguirlo— perfilar sus competencias; aun así él mismo, el 4 de marzo de 801, no se denomina emperador sino “Rex francorum, romanorum et longobardorum”; y el 29 de mayo de 801 un capitular le denomina: “Romanum gubernans imperium”. Pero ya a finales del año 801 firma “Carolus serenissimus augustus a Deo coronatus magnus et pacificus imperator romanorum gubernans imperium”. Por lo tanto, a Carlomagno le hicieron falta casi dos años para aceptar en los documentos oficiales su dignidad imperial. Y esta dignidad no suponía la absorción del Imperio de Oriente, y menos la traslación del Imperio de Oriente a Occidente; sí que era una nueva realidad basada en el hecho de que Carlomagno era rey efectivo de varios reinos y que tenía la “dignidad franco-alemana que estaba por encima de toda otra dignidad humana”. Ésta era secundada por el Papa con la coronación y con la aceptación de todo el pueblo romano que lo proclamó en las laudes (elemento constitutivo de la ceremonia imperial como augusto emperador de los romanos). Efectos jurídicos de la coronación de Carlomagno Debemos preguntarnos qué sucedió tras la coronación de Carlomagno como emperador: ¿qué cambió en la sociedad?, ¿qué atribuciones y competencias tenía el nuevo emperador?; ¿qué novedades implicaba la dignidad imperial, si la comparamos con la realeza otorgada a Pipino el Breve?, ¿qué supuso el concepto del Imperio de Carlomagno entre los contemporáneos del gran acontecimiento del año 800?, y finalmente, ¿en el Imperio de Carlomagno, hubo una auténtica teocracia real? Si comparamos las condiciones de designación para llegar a ser rey propuestas —o mejor dicho, mandadas (iussit)— por el papa Zacarías (año 750) con los prerrequisitos de la coronación imperial, veremos que coinciden en parte: 1/ se requiere ‘bona voluntas’ por parte del elegido (rey o emperador), y por lo tanto, moralidad e idoneidad del candidato; 2/ éste debe tener el poder efectivo, y no la simple ‘potestas’ nominal ni la que le viene por razón de la sangre o de la estirpe; 3/ el candidato también debe tener el consentimiento del pueblo y de los nobles. Carlomagno reúne todas estas condiciones de una manera preeminente. Pero, como hemos dicho anteriormente, el Imperio estaba basado en el poder más amplio que el de un simple rey, puesto que él era a la vez soberano de varios reinos y, además, como emperador tenía la obligación de defender el papado. En cuanto a los otros reinos que formaban la Europa occidental cristiana, Carlomagno no tenía un poder efectivo, sino simplemente una preeminencia honorífica: era el primero de los soberanos pero no el rey de los reyes. A pesar de esto, hay que decir que la sociedad medieval estaba sacralizada y 16 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) estructurada jerárquicamente. En el vértice de ésta se encontraban el Papa y el emperador. Este último debía defender, aun físicamente, los intereses de la fe y de la integridad de la sociedad. Y por lo tanto, cuando se tambaleaban los intereses comunes, el emperador y el Papa juntos propulsaban a todos los reyes, nobles y pueblos a unirse en la defensa de la fe. El Imperio no era, como afirman algunos historiadores, una idea poética inventada por los nostálgicos amantes de la época romana sin ninguna incidencia real en la sociedad. Existía una ‘auctoritas imperandi’ que provenía del hecho de ser un rey coronado emperador. Así lo entendían los romanos contemporáneos a Carlomagno, al cual hicieron entrega de la corona imperial. Pero los mismos francos también eran conscientes de que en la nueva dignidad imperial se resumía el anchísimo y muy eficaz poder de su rey. Para ellos era muy conveniente, y casi de justicia, que Carlomagno recibiera la corona imperial, a pesar de no decirlo con estas palabras. Gracias a Carlomagno los francos habían logrado el máximo auge político y religioso que se podía imaginar. Recordemos los reinos que conquistó, las victoriosas campañas militares que eficazmente llevó a cabo y las legaciones en todos los pueblos conocidos, los cuales no sólo admiraron el poder del rey de los francos, sino que también quisieron vincularse a él de varias maneras. El rey de Escocia, por ejemplo, admite una cierta sumisión declarándose “homo Caroli regis francorum”. El mismo califa de Bagdad le envió obsequios. El patriarca de Jerusalén le entregó las llaves (símbolo de poder) de la ciudad de Jerusalén y de la basílica más venerada de la cristiandad: el Santo Sepulcro. Bizancio quiso establecer relaciones y pactos efectivos con el rey de los francos enviándole muchos legados con este preciso encargo... Todo el mundo aceptaba —de buen grado o a disgusto— la superioridad de Carlomagno. En el aspecto estrictamente religioso —o interno de la Iglesia— Carlomagno también fomenta y lleva a cabo, como si fuera el gran protagonista, la expansión del cristianismo en tierras de misiones, y la reforma y estructuración eclesiástica a su modo de las diócesis. He aquí el elenco de las realizaciones eclesiales llevadas a cabo por Carlomagno en la vida interna de la Iglesia, en la amplia zona en qué él era soberano; su simple enunciado es significativo: Carlomagno creó veintiuna sedes metropolitanas, cuando antes de él existían sólo seis en el territorio franco. En el territorio germánico, creó las sedes metropolitanas: de Maguncia, Tréveris y Colonia. En todas estas sedes episcopales impuso que todos los obispos sufragáneos debían someterse a sus metropolitanos, y asistir periódicamente a los sínodos provinciales o nacionales. Estos concilios acostumbraban a ser mixtos: asistían tanto los obispos como los magnates civiles del reino franco. En ellos se trataban indiferentemente asuntos políticos y religiosos, y muy a menudo eran personalmente presididos por el mismo Carlomagno. En cuanto a la elección de los nuevos obispos y metropolitas, Carlomagno intervenía indirectamente, ya fuere favoreciendo a algún candidato suyo, o reconociéndolo como obispo en la convocatoria de sínodos. A pesar de esto, él intervenía directamente en la estructuración y creación de diócesis en los reinos de los cuales era soberano. Tenía la ayuda del metropolitano Wilchar HISTORIA DE LA IGLESIA 17 de Sens, quien después de la muerte del arzobispo Crodegango de Metz fue el arzobispo regio con poderes supraepiscopales en todo el reino franco. Gracias a Carlomagno, se constituyeron como metropolitas: Tilpin de Reims, Ponesis de Tarantasia, Weomard de Tréveris y Lulio de Maguncia. Los principios sobre los cuales actuaba Carlomagno en la reorganización y en la fundación de nuevas metrópolis —por ejemplo, en Austria se crearon por primera vez—, radican en primer lugar en el esquema de la ‘notita Gallicanarum’, según la cual las provincias civiles y administrativas y las diócesis romanas civiles se habían organizado ya en tiempos de Diocleciano. Las sedes metropolitanas y las diócesis eclesiásticas se estructuraban previa notificación al Papa. Era una actuación típicamente teocrática. Carlomagno y sus sucesores, los reyes carolingios, veían sin duda de gran utilidad la existencia de las mencionadas provincias eclesiásticas, en las cuales el episcopado era jerárquicamente estructurado y subdividido, incorporándolas fácilmente a la unidad del Imperio. Así aparecen o son reconocidas las sedes metropolitanas de Viena (del Delfinado), de Arles, de Tarantasia, de Embrun, y de Aix. Colonia y Maguncia se dividían la competencia jurídico-eclesiástica de Germania y Retia, a pesar de que Baviera en el año 789 se independizó, formando la provincia de Salzburgo (Austria). Carlomagno también intervino en la constitución de la provincia de Aquitania, erigiendo como obispo metropolita de la sede a Erimberg, así como en el noreste de Italia en la definitiva estructuración de la sede metropolitana de Grado (Venecia). Obviamente, uno de los factores más importantes de la configuración y de la concienciación de Europa se da alrededor de la institución llamada ‘Imperio de Carlomagno’. ¡Ahora sí podemos decir que Europa ha nacido! ¿El Imperio de Carlomagno era teocrático o hierocrático? La clara incidencia de Carlomagno en un ámbito típicamente eclesiástico, como era la reorganización y fundación de las provincias eclesiásticas, nos hace concluir que la teocracia real estaba vigente a finales del siglo VIII. El fundamento de estas injerencias e intervenciones, o si se quiere, el claro inicio de la confusión de las dos esferas (la civil y la eclesiástica) proviene de una larga evolución, pero podemos decir que ya es muy visible en la célebre ‘iussio’ de Zacarías, en la cual se mandaba que Pipino el Breve fuera hecho rey (capítulo 47). Hay que interpretar que, según la respuesta del papa Zacarías, el sacerdocio (y especialmente el papado) es el supremo árbitro de la idoneidad y la moralidad del candidato a ser rey. Ultra este dictamen sacerdotal (de obvia injerencia en la esfera civil) se les da también a los obispos la potestad de ungir al nuevo candidato real previo examen meticuloso para ver si es digno o no de recibir la unción. Como contrapartida, el rey se siente fuertemente vinculado a la Iglesia, y aun más se considera como parte de la orden sacramental de la misma jerarquía eclesiástica: una vez ungido, se convierte en diácono y podrá leer el evangelio públicamente en la Iglesia y predicar en las celebraciones eucarísticas. Por lo tanto, existe una zona claramente mixta donde se encuentran la potestad 18 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) eclesiástica y la civil. De aquí nace la teocracia (real) y la hierocracia. Además, los mismos sínodos o concilios mixtos celebrados ya en época ‘bonifaciana’ son una clara muestra de hasta qué punto estaban mezcladas las dos potestades o esferas. Pero habría que averiguar el concepto de teocracia que existía en la época carolingia. Por ello, hay que tener muy presentes las actuaciones de Carlomagno anteriormente analizadas, y el contexto histórico de las zonas vecinas al Imperio carolingio. Por ejemplo, los bizantinos consideraban al rey como sacerdote; los romanos (siglos I-IV) aceptaban al emperador como “Pontifex Maximus”; los musulmanes confundían en una sola persona al líder político y al religioso. Pero Carlomagno distingue más las dos esferas y las distintas funciones, pero, a pesar de esto, también existe una gran simbiosis y posiblemente confusión. He aquí algunas expresiones muy significativas: “Mi finalidad — Carlomagno afirma en una carta enviada al papa León III— es defender, luchar, propagar la Iglesia y defenderla de sus enemigos. La finalidad del Papa es como la de Moisés: rezar para ayudar a la milicia”. Mucho más exageradas son las expresiones que los miembros de la corte real franca se atrevían a decir. Teodulfo, obispo de Orleáns, afirmó: “San Pedro le dio las llaves a Carlomagno. Éste debe ser considerado como un segundo David, o sea, predicador y profeta del pueblo de Dios”. Y Alcuino decía que Carlomagno era “Rex in potestate, Pontifex in predicatione”. Previamente a la exposición de la teoría que creemos más adecuada, expondremos algunas tesis de eminentes historiadores, tales como Otto Gierke, Arquillière, Walter Ullman y Frederic Kempf. Es un tema intrincado, pero implica una interpretación de la historia medieval, y por lo tanto de Europa. En primer lugar habrá que distinguir entre el concepto de teocracia existente en varias épocas: la carolingia, la otoniana, la de la Reforma gregoriana, la de Inocencio III y la de Bonifacio VIII. En algunas de estas épocas, el papado está por encima de los reyes (hierocracia), y en otras el vértice es el emperador o el rey (teocracia real), pero en ambos casos la autoridad se considera proveniente de Dios, de aquí el nombre ‘teo-cracia’ en clara distinción del concepto de ‘demo-cracia’ (la autoridad proviene del pueblo). Otto Gierke expone una concepción muy original de la edad media: “Todo —afirma— proviene de los principios de unidad y de universalidad: es decir, la edad media procede en su concepción de un principio neoplatónico: unicidad y universalidad. Dios Uno, principio y fin. Todo procede de la unidad de Dios y tiende a un único: la unidad en Dios”. Por eso, todo está subordinado a la unidad. En el hombre, el principio de unidad es el alma. La humanidad tiende hacia Dios como finalidad única. En el centro de la humanidad está el pueblo de Dios. En el pueblo de Dios hay que distinguir el sacerdocio y el reino, pero ambos conceptos convergen en una unidad superior: la Iglesia universal. El vértice de esta unidad es el Papa, según afirma san Bonaventura. Por lo tanto, durante toda la edad media sólo se da la hierocracia, y no la teocracia real. HISTORIA DE LA IGLESIA 19 La concepción de Arquillière se basa en lo que él denomina “agustinismo político”: la teocracia medieval —según el mencionado autor— proviene del pensamiento agustiniano, pero no del genuino san Agustín. Éste sólo preparó el camino para alcanzar el agustinismo político o teocracia. San Agustín no entiende otro “Jus” (o “Justitia”) que no sea el sobrenatural. Existe una absorción del orden natural en el sobrenatural. Los poderes del Estado serán también sobrenaturales, porque los dos órdenes, natural y sobrenatural, no se distinguen. Esto es sólo una tendencia en san Agustín, que es llevada a la práctica en la edad media en su concepción de la teocracia. El Estado está colocado dentro de la Iglesia, es decir, el Estado tiene una función religiosa porque no hay distinción entre los ‘ius naturale’, el ‘ius religiosum’, ni el ‘ius canonicum’. Uno de los principales autores —según Arquillière— que llevan a la práctica la idea de san Agustín es san Isidoro de Sevilla. Éste afirma que los reyes pueden castigar a quienes se hayan opuesto a su doctrina y a la disciplina eclesiástica. Tal potestad coercitiva es un poder del rey, pero, a la vez, un mal necesario a causa del pecado original. Al estar el rey dentro de la Iglesia, la razón de su potestad real la encontramos en su oficio, también religioso. Los reyes son “funcionarios de la Iglesia”, por lo cual deben ser ungidos (como si fuesen sacerdotes). De aquí que para Arquillière el constitutivo de la realeza medieval sea la unción. Y acaba diciendo: “La supremacía del sacerdocio sobre el reino no se da hasta Gregorio VII, sino que culmina en el pensamiento de Bonifacio VIII”. En lo referente a la teoría de Arquillière, debemos decir que es cierto que en tiempos de Carlomagno no hubo una clara distinción entre sacerdocio y reino. Pero esto no procede del agustinismo. Creemos que su fundamento es más propio de la práctica y no procede de la teoría agustiniana. El defecto principal de la teoría de Arquillière radica en el hecho de que es apriorística, puesto que si miramos, por ejemplo, los capitulares de época carolingia, vemos que la idea de supremacía que los reyes tenían, no provenía de creerse simples funcionarios de la Iglesia. Además, si consideramos el texto de san Isidoro, vemos que dice que Dios “preguntará sobre la responsabilidad del rey”. O sea, que el rey no es únicamente un funcionario que cumple las órdenes de otro responsable (Papa u obispos). Además, no es admisible afirmar que el elemento constitutivo de la elección de los reyes sea solamente la unción. Más bien se podría considerar que la elección por parte del pueblo era el elemento fundamental y decisivo al constituir un rey, puesto que esto es en lo que se basaba el poder fáctico del rey. Es cierto que las fuentes afirman: 1/ que el ‘munus sacerdotale’ es superior al ‘munus regium’, probándolo con la Sagrada Escritura; 2/ que el sacerdocio es instituido directamente por Dios y, en cambio, el reino (como se da en la realidad) no es sino consecuencia del pecado original; 3/ que “el sacerdocio es como el oro y el reino es como el plomo” (san Agustín); pero a pesar de todo esto, muchas veces, en época medieval, principalmente en tiempos de Pipino y de Carlomagno, los sacerdotes (Papa y obispos) no se opusieron a los reyes y a los emperadores. Había un gran respeto mutuo coherente a las circunstancias 20 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) concretas de los tiempos, prevaleciendo el ‘munus regium’ sobre el ‘munus sacerdotale’. Sin embargo cabe observar que más veces prevalece la teocracia sobre la hierocracia. Por lo tanto, la teoría de Arquillière se puede considerar unilateral y sólo se fija en ciertas épocas de la historia. Por último, opinamos que el predominio de la hierocracia está motivado por causas externas, y no precisamente por la filosofía agustiniana. Averiguando más sobre la teoría de Arquillière, hay que constatar que él expone esta teoría en un artículo o reflexión sobre Gregorio VII. En él se une el concepto de agustinismo político con la realidad del pontificado gregoriano, sin estudiar los hechos que se suceden entre el siglo V y el siglo XII. Arquillière parte del neoplatonismo (VI-VII) teniendo como fundamento a san Agustín y llegando hasta Bonifacio VIII sin ver la evolución que obviamente hay. F. Kempf, el que fue profesor de la Universidad Gregoriana de Roma, hace un examen de todas las teorías sobre la teocracia, y concluye: “Durante los siglos VII-IX el concepto de Iglesia universal o república cristiana tiene dos funciones: ‘regnum’ y ‘sacerdotium’. Ambas tienen la misma finalidad política y religiosa. La distinción entre estas dos funciones es confusa, precisamente porque tienen la misma finalidad. Escolásticamente diríamos que se da una única sociedad que es la ‘república cristiana-Iglesia universal’, con dos poderes: sacerdotal y político (como medios propios hacia una única finalidad) que sólo se distinguen con distinción de razón. Se consideraba que existía un único fin (políticoreligioso) que era el ‘bonum rei publicae’, denominado también ‘bonum ecclesiae universalis’. En cambio, desde los tiempos de Gregorio VII hasta Bonifacio VIII, la Iglesia universal o república cristiana tiene dos funciones diferentes: reino y sacerdocio, con dos finalidades objetivamente diferentes: la del poder político temporal y la del poder espiritual. Ésta última incide también en el poder político temporal. Es lo que denominarán los ‘dos poderes’ o ‘las dos espadas’”. Véase la teoría de Bonifacio VIII en la encíclica Unam sanctam (capítulo 69). Carlomagno tras la coronación imperial El restablecimiento de la dignidad imperial en Occidente creó, como se preveía, tensiones con el Imperio bizantino. En algún momento, para rehacer la unidad imperial se pensó en el matrimonio de Carlomagno con la emperatriz Irene, ambos viudos en aquel tiempo. Pero Irene fue destronada por Nicéforo el 802, y estalló la rivalidad entre ambos emperadores. Carlomagno, para neutralizar a los bizantinos y a los cordobeses, estableció relaciones con el califa de Bagdad Harun al-Rasid, y el ‘dux’ de Venecia y el arzobispo de Zara pusieron el Véneto y la Dalmacia bajo la protección de Carlomagno; como reacción, los griegos ocuparon la Dalmacia y Pipino de Italia entró en Venecia (809), que había intentado sustraerse a los francos, mientras los barcos de los dos Imperios se enfrentaban en batallas navales en el Adriático. Con la muerte del emperador bizantino Nicéforo, el nuevo emperador Miguel aceptó (812) la coronación del HISTORIA DE LA IGLESIA 21 rey y emperador de los francos (800). Pero Carlomagno renunció a Venecia y Dalmacia; y Córdoba consintió la nueva frontera septentrional: Barcelona había sido ocupada por los francos (801) y habían fracasado los ataques cristianos contra Tortosa (808 y 809). El califa de Bagdad concedió que los peregrinos que iban a Tierra Santa y las comunidades cristianas que habitaban allí permanecieran bajo protección franca. Todavía quedaba pendiente el asunto de la piratería normanda y la sarracena: una fue sofocada por la presión ejercida sobre los daneses a través del Eider, y la sarracena, que ya había sido uno de los motivos de la toma de Barcelona, así podía pararse en parte; porque fue imposible eliminarla del todo, puesto que desde Tortosa, Almería y Baleares se imponían las razias y la piratería salvajes. Se alentaba a los corsarios contra los cristianos, aunque estos hacían lo mismo con las mencionadas ciudades bajo dominio islámico. La situación fue insoportable hasta que llega el siglo XII con Jaime I. Mirad sino la situación del litoral mediterráneo en la biografía que hemos escrito sobre san Oleguer (siglo XII). El 806, Carlomagno dividió los estados entre los tres hijos que había tenido con Hildegarda; pero retuvo en su persona la realeza y el Imperio. * * * Carlomagno murió el 20 de enero de 814 en Aquisgrán, su residencia preferente desde el 794, y allí fue enterrado en la capilla palaciega. Había sido un hombre robusto, bastante alto, con bigote, sin la barba que la leyenda le ha adjudicado; amigo de la cacería, de los baños, de la natación y de la equitación. Fue un buen administrador político, creó las marcas defensivas del Imperio e hizo efectivo y eficaz el gobierno con su dedicación personal y la de sus “missi” (hombres de su confianza) enviados a las regiones alejadas de sus estados. Fue un gran protector de la cultura y de las artes, atrajo a intelectuales como Teodulfo (789), Alcuino (781), Pablo el Diácono (782), Eginhardo (796)... Con la ayuda de importantes personajes, Carlomagno consiguió promover lo que se ha denominado ‘Renacimiento carolingio’. Tras la muerte de Hildegarda (783) se casó con la franca Fastrada, con la que tuvo tres hijas. Cuando hubo fallecido ésta el 794, volvió a casarse, esta vez con Liutgarda, con la que no tuvo descendencia. En vida de Fastrada tuvo otras varias relaciones, y en tiempos de Liutgarda cuatro, de las cuales nacieron varios hijos. La figura de Carlomagno ha motivado una abundante producción histórica y literaria en latín y en vulgar o lenguas románicas, entre la cual destacan las canciones de gesta francesas del llamado ciclo del rey y en primer lugar la famosa Canción de Roland. En 1165, el arzobispo de Colonia, Reinaldo, por indicación del emperador Federico I Barbarroja, canonizó irregularmente a Carlomagno. La festividad del se estableció el 28 de enero. El culto, centrado en la catedral de Aquisgrán, se expandió por Alemania, Suiza y Francia. En los Países Catalanes, la única Iglesia que lo adoptó (como santo propio) fue la de Girona por un decreto del año 1345 del obispo Arnau de Montrodón. Tuvo oficio propio, con el que se conmemoraba 22 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) la intervención legendaria de Carlomagno en la liberación de Girona del poder musulmán el 785, consignada en el fabuloso Tractatus de coactione Gerundae. No obstante el culto fue abolido durante el pontificado de Sixto I, hacia el año 1434. ¡Carlomagno no era un buen ejemplo de santidad! 2. PRIMEROS PASOS DE EUROPA • Los primeros siglos de Europa • A modo de conclusión Los primeros siglos de Europa Nos place, después de haber estudiado el nacimiento de Europa, presentar un resumen muy breve de los que serán los primeros pasos de esta nueva sociedad. Algunos historiadores definen los siglos IX-XII como el periodo de infancia de Europa. Es cierto que el proceso que hemos estudiado continúa después de Carlomagno, puesto que Europa es un ente colectivo y muy vivo. Obviamente, otros factores también ayudaron o fueron causas del nacimiento de Europa, pero ninguno tiene tanta importancia —según nuestra opinión— como el de la coronación imperial la Nochebuena del año 800. Fue el símbolo y emblema —con sus aciertos y defectos— de los inicios de Europa, tal y como hemos estudiado anteriormente. Y observamos que esta Europa nació cristiana, es decir fruto de una evolución que va desde san Ambrosio a san Agustín, pasando por san Benito hasta hacerse realidad en tiempos de Carlomagno. Después del año 800 nuevos factores históricos consolidaron Europa: el movimiento cultural denominado renacimiento carolingio, los monasterios, los capítulos canonicales (o canónicas como la de Girona y Barcelona), las compilaciones canónicas, el intento de armonizar la fe con la razón (ya iniciado en el siglo V con san Agustín)... Aun así, dos factores incidieron directamente en la Europa naciente: la teocracia y el feudalismo. Nos referimos en primer lugar a la fusión —o mejor dicho, confusión— de las dos esferas (el reino y el sacerdocio) formándose, cómo hemos expuesto, la teocracia, sistema del cual surgieron no pocas dificultades en la pureza del mensaje evangélico. Efectivamente, un mal uso de la teocracia y del feudalismo arrancaron de la 24 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Iglesia europea la preciada libertad, cuando los obispos, abades y aun los rectores de las denominadas iglesias propias eran designados por laicos o señores feudales (mayores o menores). Las investiduras laicas se extendieron por todas partes, y desgraciadamente también los derechos abusivos derivados de una nefasta simonía. De este modo la Iglesia perdía en parte la misión eficaz civilizadora de Europa, llegando el momento en el que se creyó conveniente una reforma —una gran reforma, la ‘gregoriana’— que recondujera la Iglesia hacia la promoción y oferta de los valores originales que edificaron Europa. Quizás sería conveniente rescatar en la actualidad (año 2011) estos valores típicamente cristianos para redactar una constitución europea, ya que estas son las raíces de Europa. Aunque también debemos reconocer en estos orígenes muchos defectos y la victimación de muchos valores de la civilización romano-helénica. En pocas palabras, la Iglesia y sus jerarcas tampoco lo hicieron todo bien. A modo de conclusión El nacimiento de Europa tuvo —cómo hemos expuesto— varias causas. En primer lugar se conservaron las características más importantes de la romanidad gracias, en gran parte, a muchos de los Santos Padres de Occidente y —en un orden interno— gracias a la organización de la Iglesia romana que aunó la unidad con la universalidad (pautas de la civilización romana). El Imperio romano, a pesar de haber impuesto una única lengua y cultura, no se puede considerar creador de Europa. Fue necesaria la fusión de los pueblos germánico-godos con los nativos romanos para que, después de la alianza entre el papado y los francos, cristalizara el concepto de Europa. También ayudaron a formar la conciencia de una nueva sociedad (la europea), el impulso y las peculiares características del núcleo que permaneció en Occidente después de la ruptura este-oeste y la que fue provocada por la expansión del Islam que ya hemos comentado. El concepto de Europa en el siglo IX era todavía muy débil; aun así, ya existían algunas realidades de identificación socioreligiosas y culturales: entre ellas hay que destacar el Imperio carolingio y la estructura de unidad de las iglesias locales bajo la Sede del vicario de san Pedro (Roma). Los grandes protagonistas de esta vinculación fueron los misioneros romanos: san Agustín de Canterbury (Inglaterra), san Bonifacio (Germania) y Metodio y Cirilo (pueblos eslavos). Es cierto que el nuevo Imperio carolingio —y después el otoniano— no tenía soberanía sobre los otros reinos cristianos de Occidente; a pesar de todo, el emperador era el claro punto de referencia de la unidad entre aquellos reinos, e hizo posible —siempre con el apoyo del Papa— la posterior realización de campañas comunes contra las herejías —que atentaban el “bonum rei publicae” de la sociedad europea—, así como la creación de las cruzadas contra los sarracenos. Fue la parte de esta evolución que podríamos denominar crítica. El Imperio medieval (europeo), tenía algunas connotaciones positivas y otras negativas. La teocracia, por ejemplo, trajo no pocas dificultades, especialmente en la vertiente de la custodia y difusión del mensaje evangélico. Y debemos HISTORIA DE LA IGLESIA 25 reconocer que la misma organización de las iglesias en relación con Roma, demasiado centralizada, supuso graves retrocesos como el debilitamiento progresivo del ejercicio de la colegialidad episcopal, así como la ruptura de tradiciones y derechos de las iglesias locales. Otros efectos de la mencionada conciencia europea y del Imperio cristiano fueron las cruzadas con los famosos peregrinajes, especialmente a Compostela, así como la estructuración del pensamiento en las relaciones entre la fe y la razón que desembocaron en una auténtica ciencia: la teología medieval enseñada primero en las canónicas (junto a las catedrales y colegiatas), y después en los monasterios, y posteriormente (siglo XIII) en las universidades. Pero los neo-europeos del siglo IX no podían olvidar que también otros pueblos formaban parte —al menos geográficamente— de Europa. Éste fue el gran acierto de las misiones bizantino-romanas de san Cirilo y de san Metodio, gracias a los cuales Europa se abrió a los países eslavos. Es de justicia que el papa Pablo VI los proclamara copatrones de Europa. El actual papa Benedicto XVI se manifiesta también muy abierto a la realidad de Europa. La Iglesia de hoy del siglo XXI, debería reflexionar sobre el modelo moderno de Europa ante la realidad que se puede palpar entre nosotros y que no es precisamente muy cristiano y a veces incluso contraria. Sin embargo, la misma Iglesia debería ser generosa —como lo fue en los siglos que hemos expuesto— al ofrecer un servicio que siga las pautas de la unidad interna en la fe y la universalidad, respetando siempre tantas culturas y tantos pueblos —desde los Urales hasta el Atlántico— llamados a formar una única y gran casa: Europa, que desearíamos que fuera como fue en sus orígenes: ‘cristiana’, aunque significativamente reformada. 3. EL SIGLO DE HIERRO • • • • • Sombras y esperanzas El papado después de Carlomagno La decadencia papal Los Crescencios y los Tusculanos Alemania bajo los emperadores sajones. El siglo de los santos Sombras y esperanzas Para la Iglesia latina, los siglos X y XI comportaron sombras y duras pruebas, aunque en ellas ya se divisaba una potente luz esperanzadora: la de la Reforma gregoriana. Este movimiento tomó tal nombre del gran papa Gregorio VII. Europa, que había nacido a finales del siglo VIII, empezó a dar sus primeros pasos. Ya existían las instituciones que vertebraban las bases más genuinas de la nueva Europa, ayudadas por el nuevo talante del episcopado y del papado, por la red de monasterios, por las nuevas canónicas, por las colecciones canónicas, por los peregrinajes a la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo en Roma, Santiago de Compostela... Pero por encima de todo existía un Imperio romano y cristiano consolidado (primero carolingio y después otoniano). A pesar de bacilar en medio de graves obstáculos, la sociedad europea caminaba hacia la unidad, la universalidad y una incipiente fraternidad de pueblos y culturas. Hay que confesar que durante los mencionados siglos, se dieron penosas contradicciones de identidades y graves defectos en la Iglesia occidental. Recordemos, por ejemplo, las investiduras laicas, el nicolaísmo, la simonía, las iglesias propias, el desprestigio del Papa o siglo de hierro del papado..., aun así irrumpiría una decisiva y providencial Reforma. Ésta se iniciaría en los monasterios —especialmente gracias a la congregación de Cluny y después al Císter y a los canónigos de san Oleguer—, y culminaría con la victoria de los papas gregorianos. Con el tratado de Worms (1122) la Iglesia logró la libertad 28 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) en los nombramientos eclesiásticos, pieza fundamental para la posterior y necesaria Reforma. Aunque el movimiento reformador aportó grandes ventajas, sin embargo algunas de las tradiciones y estructuras muy arraigadas en la Iglesia de los primeros siglos fueron sacrificadas en aras al control papal, en aquel tiempo quizás oportuno. De este modo se produjo el derrumbe de tradiciones litúrgicas de las iglesias locales, y la ruptura del régimen metropolitano y sinodal que era la expresión práctica de la colegialidad episcopal que se ejercía desde la primitiva Iglesia. En este mismo contexto histórico, también debemos presentar uno de los hechos más lacerantes de la historia de la Iglesia. Nos referimos al cisma de Oriente, motivado en gran parte por la inflexibilidad de los dos patriarcas Focio y Miguel Cerulario, y por la intransigencia de unos incomprensibles e incompetentes legados de la Roma papal. El papado después de Carlomagno En la época inmediatamente posterior a Carlomagno el descenso del prestigio papal, no era todavía visible, en parte, gracias a las poderosas personalidades que durante el siglo IX ocuparon la sede de san Pedro: León IV, Nicolás I, Adriano II y Juan VIII. Pero después empezó la decadencia. Presentamos a continuación los hechos más importantes que acontecieron en el periodo de estos papas que se podría denominar la transición (847-882). León IV (847-855) tuvo que defenderse sobre todo de los sarracenos. El 846 los fieles al Islam habían llegado a saquear las basílicas de los Apóstoles Pedro y Pablo. En el año 849 el Papa obtuvo una brillante victoria naval sobre los árabes en Ostia. Esto le permitió reconstruir un nuevo puerto fortificado en la antigua Civitavecchia, al cual denominó Leópolis. León IV también amuralló el Vaticano, que fue incorporado al distrito de Roma como “ciudad de León”. Nicolás I (858-867), celebrado por sus contemporáneos como un “segundo Elías”, sometió bajo su obediencia a muchos obispos, entre otros a Hincmaro de Reims. Este prelado excomulgó nada más ni nada menos que al gran Lotario, rey de Francia, por negarse a dejar su concubina Waldrada. Nicolás I intervino en las turbulencias de la Iglesia bizantina, tomando partido a favor del patriarca Ignacio contra Focio. A los búlgaros, que se habían establecido en el sur del curso del Danubio y habían abrazado el cristianismo, el papa Nicolás I les envió misioneros con instrucciones dogmáticas claras que son interesantes para la historia de la teología y que comentaremos más adelante; son las denominadas “responsa ad bulgaros” (capítulo 57). Adriano II (867-872) intervino con sus legados en el octavo concilio ecuménico de Constantinopla del año 869, en el que el patriarca Ignacio de Constantinopla fue repuesto en su sede episcopal, pero no pudo evitar que el mismo Ignacio HISTORIA DE LA IGLESIA 29 estuviera en contra de la influencia de Roma en la región de los búlgaros. Con este objetivo, Ignacio escogió en calidad de legado a san Metodio, que antes había actuado como misionero entre los eslavos por encargo del emperador bizantino, y lo nombró arzobispo de Sirmium (Mitrovitza, en el Save). San Metodio y su hermano san Cirilo eran oriundos de Salónica. Después de una actividad pasajera entre los kázaros de Crimea, se trasladaron a Moravia. Los dos hermanos celebraban la liturgia en lengua eslava, a la que dotaron de una escritura propia con el alfabeto glagolítico. Nicolás I los llamó a Roma para que dieran cuentas de su misión, y allí murió Cirilo. Adriano II volvió a enviar a Metodio a Moravia, aceptó el eslavo como lengua eclesiástica, y protegió al misionero contra los asedios de los obispos bárbaros de Ratisbona y Passau, los cuales habían hecho ya algunos intentos de evangelización en Bohemia y Moravia e invocaban, por lo tanto, derechos más antiguos sobre aquellas regiones. El eslavo eclesiástico desapareció después en Bohemia y Moràvia, mientras que se introdujo entre los búlgaros, servios y finalmente entre los rusos. San Cirilo y san Metodio en el pontificado del papa Juan Pablo II fueron declarados copatrones de Europa, del mismo modo que antes lo era san Benito. Juan VIII (872-882). Tras la muerte de Ignacio, el Papa reconoció a Focio como patriarca de Constantinopla, pero no aceptó el concilio del año 879 con sus decretos antiromanos inspirados por el mismo Ignacio y, por supuesto, por Focio. Juan VIII volvió a solicitar la presencia de san Metodio en Roma, y lo protegió contra las acusaciones de los bávaros. Juan VIII fue el último gran Papa de este tiempo. Después de él empezó una tenebrosa época para el papado, el saeculum obscurum, denominada también ‘el siglo de hierro’ por los historiadores italianos. La decadencia papal (siglo X) A lo largo de todo el siglo IX y principios del X los teólogos se preguntaban: ‘¿puede un obispo ser trasladado de diócesis?’, y la respuesta era negativa, o al menos no se admitía en un principio. Tal era el caso del obispo y gran apóstol Formoso. Este personaje evangelizó Bulgaria, y aunque Boris, el rey búlgaro de aquella región, rogaba insistentemente a los papas Nicolás I y Adriano II que Formoso permaneciera como obispo metropolita, siempre dijeron que no era lícito, puesto que Formoso había sido obispo de Porto (cerca de Roma) y no podía dejar esta diócesis romana y no ser nombrado obispo de Bulgaria. Se consideraba que un cambio de obispado supondría una especie de divorcio de la auténtica y única esposa del obispo: la diócesis, sería la única para toda la vida del obispo titular. Durante el pontificado de Juan VIII, Formoso cayó en desgracia de este Papa. Lo exilió y Formoso tuvo que renunciar a su condición episcopal, y fue injustamente reducido a simple laico (a secularizarse). En estas circunstancias, Formoso juró que nunca más ejercería la función episcopal y que no volvería a pisar Roma. Esto era en el año 878. Exiliado, Formoso volvió a Francia. Aun así aquel juramento no era libre (fue impuesto), y por eso Formoso volvió a Roma y fue 30 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) elegido Papa con la aceptación de una gran mayoría de los electores, aunque algunos se escandalizaron por la ‘traición’ que esto suponía para las anteriores diócesis a su cargo (Porto y Bulgaria). La sucesión papal es la siguiente: a Juan VIII, que probablemente fue envenenado, le sucedió Marino I en marzo del año 883. Éste liberó a Formoso del juramento anterior. Marino I murió en el mes de mayo de 884. Le sucedieron Adriano III (884-885) y Esteban V (885-891). El mencionado Formoso sucedió al papa Esteban V, siendo constituido Papa en septiembre de 891. Por otra parte Carlos el Gordo había renunciado a la corona a finales del año 887, en Tribur. Según decían los romanos, la corona imperial debía pasar de nuevo a los italianos. Esteban V ya coronó a Guido de Spoleto y Formoso coronó al hijo de Guido, Lamberto (892). Pero Formoso no era partidario de los ‘espoletanos’, y así pidió auxilio a Arnulfo de Germania, y el 22 de febrero de 896, Formoso, rechazando a los espoletanos, coronó a Arnulfo emperador. El juramento de todo el pueblo romano fue: “Por todos los misterios de Dios juro que, salvo mi honor, la ley y la fidelidad al Papa y señor Formoso, yo soy y seré durante toda mi vida fiel a Arnulfo, emperador; no me asociaré nunca con ninguno otro hombre y romper así mi fidelidad al emperador Arnulfo; no prestaré ayuda a Lamberto, hijo de Algeltruda; no entregaré esta ciudad de Roma ni al mencionado Lamberto ni a su madre”. Una vez coronado emperador Arnulfo, y a pesar de este juramento, los romanos se manifestaron contrarios a que el Papa diera la corona imperial a un alemán. El líder de la revuelta romana era un tal Sergio favorable a la causa espoletana. Formoso murió el 4 de abril de 896 cuando los espoletanos Lamberto y Algeltruda entraron en Roma para vengar –decían– la afrenta que él (Formoso) les había causado. A este Papa le sucedió Bonifacio VI (896), que fue elegido por tumulto del pueblo. Era contrario a la causa alemana, y sólo duró quince días. Según las crónicas, murió de gota. Esteban VI (896—897) fue el sucesor de Bonifacio VI. Esteban VI era un juguete del partido de Spoleto, que en aquellos días señoreaba Roma. Fue consagrado obispo de Roma en el mes de mayo de 896. Hay que advertir que fue consagrado de nuevo, porque, a pesar de ser obispo de Agnani, consideraba nula su primera consagración o ordenación episcopal, puesto que lo ordenó Formoso, que era “un laico” según afirmaba el mismo Esteban VI. El concilio “cadavérico” fue una de las primeras actuaciones de Esteban VI como nuevo Papa, y se considera uno de los episodios más denigrantes de la historia del pontificado romano. El Liber Pontificalis nos dice: “Se pregonó un juicio solemne contra Formoso: el difunto Papa fue instigado a comparecer –a pesar de ser difunto– en persona ante un tribunal del Sínodo”. Era el mes de marzo del año 897. Lamberto y su madre se encontraban en Roma. Se reunieron el sanedrín de los cardenales y obispos, así como otras dignidades eclesiásticas. El cadáver del Papa fue sacado de la tumba en la que descansaba desde hacía HISTORIA DE LA IGLESIA 31 ya ocho meses. Fue vestido con el paludamentum pontifical y colocado en un trono en la sala del concilio. Se levantó el abogado-fiscal del papa Esteban VI –según narra textualmente la crónica del Liber Pontificalis- y dirigiéndose a aquella horrible momia, junto a la cual había un diácono tembloroso que debía hacerle de defensor, le lanzó grandes y gravísimos acusaciones. Pero a continuación el papa Esteban VI, con gran furia, preguntó al cadáver: “¿Por qué, hombre ambicioso, has usurpado la cátedra de san Pedro, tú que eras obispo de Porto?”. La momia fue juzgada y el sínodo firmó el decreto de deposición del Papa fallecido, y decidió que todos los que habían recibido órdenes sagradas de manos de Formoso debían ser ordenados de nuevo. Existen muchas leyendas sobre cómo el pueblo respondió a aquel concilio “cadavérico”. Lo cierto es que el papa Esteban VI fue condenado por el pueblo, encarcelado, y después estrangulado. Y así acabó uno de los pontificados más nefastos de la historia de la Iglesia. El sucesor de Esteban VI fue Romano I (897). Parece ser que ese nuevo Papa condenó la conducta de su predecesor. Existe una nota marginal en el códice del Liber Pontificalis en la cual nos dice que Romano I fue monje al poco de ser constituido Papa, lo cual quiere decir que Romano I habría dejado de ser Papa para ingresar a un monasterio en octubre del año 897. Le sucedió Teodoro II, pero este Papa sólo gobernó la Iglesia durante veinte días. Era pro alemán, y según nos dicen las actas del sínodo de 898 presidió un concilio romano para restablecer la buena fama del papa Formoso. El papado quedó vacante durante dos meses. En el mes de abril del año 898 fue ordenado obispo de Roma Juan IX. Era benedictino y cardenal diácono, hijo de un alemán. Intentó reivindicar la memoria de Formoso, y con este objeto reunió un concilio en Roma en la primavera del mismo año 898. No en vano, él mismo había sido ordenado sacerdote por el papa Formoso. Por lo tanto, fue anulado el concilio “cadavérico” y sus actas quemadas por considerarlas nulas. Se determinó que quedaba terminantemente prohibido juzgar a los difuntos. Por otro lado, todos los asistentes al mencionado concilio “cadavérico” fueron perdonados, excepto un tal Sergio –el que después será Papa–. Tampoco fueron absueltos los sacerdotes Benito y Marino, ni los diáconos León, Pascual y Juan. El canon 10 afirma: “No se hará ninguna elección papal más sin la presencia de los delegados imperiales que darán garantías del acto”. El concilio también reconoció las ordenaciones del papa Formoso, pero el concilio aconsejó que no se repitieran las ordenaciones de un obispo-papa pot ser antes ya obispo. Juan IX, a pesar pertenecer a un sector pro alemán, reconoció a Lamberto. Arnulfo se fue de Italia y murió poco después. También en el mes de octubre de 898 murió Lamberto al caer del caballo. ¿Quién sería el nuevo emperador? A principios del año 900 también murió Juan IX. El rey de la zona norte de Italia era Berengario de Friuli. Pero tuvo poca fortuna en la lucha contra los invasores húngaros, y por eso los italianos pidieron el auxilio a Luis de Provenza. Éste cruzó los Alpes, fue coronado rey en Pavía, y en 32 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) febrero del año 901 recibió en Roma la corona imperial de manos del Papa. Pero Berengario de Friuli consiguió encarcelar al nuevo emperador, le sacó los ojos y lo devolvió a Provenza. Era papa León V (903), que sólo gobernó dos meses. He aquí la triste historia de León V: un sacerdote llamado Cristóforo (I) mandó encarcelar a León V y le sucedió el mismo Cristóforo I. Éste fue ordenado en octubre. Pero en enero de 904, Cristóforo I fue encarcelado por el mencionado Sergio, que prácticamente era el dueño de Roma. Pocos días después, el mismo Sergio mató a Cristóforo I y al anterior papa León V: ambos papas (León V y Cristóforo I) fueron degollados y Sergio ascendió a la cátedra papal. Así es como aprovechando estas turbulentas circunstancias, accedió a la sede de Pedro un hombre indigno: el mencionado Sergio (III). Éste, que era visceralmente antiformosiano, declaró que el concilio “cadavérico” (celebrado hacía ya ocho años) era legítimo y que las ordenaciones de Formoso y las ordenaciones de los ordenados por éste eran nulas; por eso había que ordenar de nuevo a obispos, sacerdotes y diáconos “maculados por el infame Formoso”. Se dio un inimaginable descalabro social. Pero, más todavía, fue una auténtica maldición de Dios en toda la Iglesia romana el gran escándalo que el nuevo papa Sergio III provocó al relacionarse con la “meretriz” Teodora, casada con el vestanarius de Roma Teofilacto. Esta familia poseía el castillo de Sant-Angelo. Las hijas de este matrimonio eran Teodora y Marozia, cuyos escándalos darían mucho que hablar en Roma. De esta última el mismo papa Sergio III tuvo (cuando ella tenía veinte años y él cincuenta) un hijo que después se convertiría en el papa Juan XI. Así lo dice el Liber Pontificalis: «Iohannes natione Romanus, ex Patre Sergio papa, sedit III anno, X menses». El papa Sergio III murió en abril de 911. ¿Qué pasaría con los sucesores de Sergio III? ¿Aceptarían de nuevo el concilio “cadavérico”? Los pontificados de Anastasio III y Landón I fueron muy efímeros, hasta que subió a la sede romana Juan X (914-928) con la ayuda de Teofilacto y Teodora. Berengario, rey norteño de Italia, fue coronado emperador por Juan X (noviembre de 915). Pero el nuevo emperador era un pobre hombre y un mal soldado. Nadie podía imaginar que Berengario defendiera Roma. Suficiente trabajo tenía él para mantenerse en el reino norteño de Italia. Por otro lado, Alberico, marqués de Spoleto, se casó con Marozia. En Roma esta pareja hacía sombra al mismo Papa tanto por el poder como por los escándalos por todo el mundo conocidos y comentados. El emperador Berengario murió en el año 924. ¿Quién sería el nuevo emperador? El esposo de Marozia también murió y ésta se casó de nuevo, ahora con Guido de Tuscia. La mencionada pareja encarceló al papa Juan X a San-Ángelo en mayo de 928 y lo mataron sofocándolo con una almohada. Marozia, la “meretriz” y prepotente “señora” de Roma, podría disponer ahora de la tiara pontificia: dos papas fueron creados por ella (León VI (928) y Esteban VII (928-931)). Éstos, o fueron también asesinados. Poco más HISTORIA DE LA IGLESIA 33 sabemos de ellos. Al final, Marozia cedió el pontificado a su propio hijo Juan (XI), también hijo del anterior papa Sergio III. Al morir el segundo esposo de Marozia, ésta se casó de nuevo; ahora con Hugo de Provenza. Marozia intentó también que su hijo, el papa Juan XI, coronara emperador a su nuevo esposo. Sabemos que Hugo de Provenza, el hombre fuerte que gobernaba el norte de Italia, pidió o exigió que el hijo de Marozia, Juan XI, le otorgara la corona imperial. En el 932 Hugo entró en Roma y se disponía a ser coronado emperador, y así la “meretriz” Marozia aspiraba a convertirse en emperatriz. La ceremonia previa tuvo lugar en el feudo de Marozia: el castillo de San-Ángelo. Presidía el Papa. Estaban en el banquete cuando el vino los desorientó quizá demasiado: empezaron las discusiones, altercados, agresiones, etc. entre los comensales: Alberico, a su vez hijo de Alberico, marqués de Spoleto y de la mencionada Marozia, recibió insultos por parte de su nuevo padrastro, de modo que abandonó el convite y corrió al encuentro de los jóvenes de Roma, y evocando las grandezas de Roma, i que ahora —decía— estaba amenazada por el “bárbaro” Hugo de Provenza. El hijo de Marozia y los rebeldes entraron en la fortaleza, de modo que Hugo tuvo que salir del castillo de San-Ángelo mediante una cesta descolgada con una cuerda. Su madre fue encarcelada y su hermanastro, el papa Juan XI, fue despojado de toda ornamentación y autoridad pontificia, muriendo en el año 936. Le sucedería León VII (936-939). Así es como Alberico, hijo de Alberico y Marozia, fue el nuevo “dictador” de Roma. Se denominó ‘Princeps omnium Romanorum’. Era un auténtico dictador; pero, a pesar de todo, protegió la reforma de Cluny (capítol 52). En esta época se sucedieron los siguientes papas: Esteban VIII (939-942), Marino II (942-946) y Agapito II (946-955). Alberico tuvo un hijo que llamaron Octaviano. Quiso Alberico que a parte de ser este hijo su sucesor (Princeps omnium Romanorum) fuera también Papa. Alberico hizo jurar a los romanos (pueblo y clero) que a la muerte del papa Agapito II su hijo le sucedería, y así lo juraron. En el año 954 murió Alberico, y pocos meses después murió Agapito II, de modo que el chico Octaviano inexorablemente fue nombrado Papa: Juan XII (955-964). Tenía dieciocho años y dicen que era un crápula. El Liber Pontificalis dice de él: “Tota vita in adulterio et in vanitate duxit”, pero aun así algunos dudan de la veracidad de estas palabras. Se dice que esta crónica (Liber Pontificalis) depende de un personaje progermánico llamado Luitprando que era el cronista de Otón I y, por lo tanto, estaba a favor de Otón para desacreditar a su enemigo Juan XII. A pesar de esto, creemos que el Liber Pontificalis aquí dice la verdad. Así, un cronista en el año 1000 dice que: “Juan XII amaba la cacería; sus pensamientos eran la vanidad. Le gustaban más las reuniones con mujeres que las litúrgicas y eclesiásticas; en lascivia y audacia, superaba a los paganos...”. A pesar de esto, este joven Papa fue un buen gobernante de la Iglesia: por ejemplo, hay que destacar su actuación en Hispania y en Francia, donde apoyó la reforma de Cluny. La providencia todavía podía servirse de los malos papas. 34 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Aun así hay que reconocer que fue un paso importante de Juan XII el invocar la ayuda del rey alemán Otón I para defenderse de su enemigo Berengario de Ivrea, que se había erigido rey de Italia. Otón llegó a Roma el 961, y Juan XII lo coronó emperador. Sus últimos predecesores habían sido emperadores sólo de nombre, y desde el 915 ni siquiera se había celebrado ninguna ceremonia de coronación. Ahora el papado disponía de nuevo de un verdadero defensor, y bien es verdad que el emperador Otón I y sus sucesores de las dinastías sajona y sálica serían hombres no sólo extraordinariamente capaces, sino profundamente religiosos y siempre atentos al bien de la Iglesia. Si el papado se pudo recuperar lentamente del abismo en el que había caído durante el siglo X, fue en gran parte gracias a estos soberanos, a pesar de la arbitrariedad de que ellos dieron pruebas en algunos de sus actos. Sin embargo, hay que reconocer que la coronación del rey alemán agravó la confusión. Otón I acababa de irse de Roma cuando el frívolo Juan XII ya empezó a conspirar contra él. Otón I volvió a Roma, el Papa escapó, y el emperador lo declaró depuesto de su cargo, o sea depuso al mismo Papa. En su lugar hizo elegir a León VIII (963-965). Pero cuando Otón I volvió otra vez a su país, los romanos expulsaron al Papa (León VIII) y llamaron de nuevo al indigno Juan XII. Éste se vengó sanguinariamente de sus enemigos, pero murió al poco tiempo. En su lugar, los romanos eligieron a Benedicto V (964), denominado ‘el Gramático’, que fue desterrado por el emperador. Los Crescencios y los Tusculanos Después de Benito V, la familia de los Crescencios, que entonces era la más destacada en Roma, eligió papa a Juan XIII (965-972). Éste se mantuvo junto a Otón I y coronó emperador a su hijo, Otón II. Pero no tardaron en surgir los escándalos. Los Crescencios ordenaron matar al sucesor de Benedicto V, o sea a Benedicto VI (973-974), y nombraron pontífice a un antipapa, Bonifacio VII (974-985). Éste, que estaba implicado en el asesinato de su antecesor, al tener noticia de que se acercaba Otón II, huyó a Constantinopla con las arcas repletas del tesoro papal, y allí permaneció durante algún tiempo, pero volvió a Roma cuando hubo dilapidado el tesoro que se había llevado. Había un nuevo Papa, Juan XIV, que Bonifacio VII encerró en el castillo de San-Ángelo, donde lo mató de hambre (sic). Al morir Bonifacio VII, los romanos enfurecidos colgaron su cadáver de la estatua de Marco Aurelio (que antes estaba ante la basílica de San Juan de Laterano y hasta el año 1976 estuvo en la plaza del Capitolio de Roma, y en el año 1991, después de ser restaurada, volvió a presidir esta plaza romana). El nuevo papa Juan XV (985-996) pertenecía a la familia de los Crescencios, pero se enemistó con ellos y buscó el apoyo de los emperadores alemanes. Así, volvieron a Roma el emperador y la viuda de Otón II, la princesa bizantina Teófanes. Empezó entonces una época de más tranquilidad para el papado, especialmente durante el papado de Silvestre II (999-1003), de gran incidencia cultural. En este momento se introdujo la numeración arábiga. Silvestre II estaba vinculado a Vic, donde estudió y conoció la civilización islámica. Debemos posiblemente abstenernos de juzgar estos escándalos con unos criterios modernos. El menor de los trastornos sufridos entonces por la Sede HISTORIA DE LA IGLESIA 35 apostólica tendría hoy en día unas consecuencias inimaginables para el conjunto de la Iglesia. Pero en aquel tiempo, el papado, como cualquier otra monarquía, estaba al azar de múltiples ambiciones. Aun así, por otra parte, hay que pensar que los escandalosos sucesos de Roma no dejaban indiferente al resto de la cristiandad. En un sínodo celebrado en Reims en 991, un obispo sacó el tema del estado de cosas que dominaba en Roma, y sobre todo los crímenes del antipapa Bonifacio VII, y exclamó: “Un Papa que no tuviera caridad y que sólo estuviera hinchado de ciencia, sería un anticristo. Pero si no tiene caridad ni ciencia está en el templo de Dios como si fuera un ídolo. Y, ¿qué instrucciones debemos pedir a un bloque de piedra?”. Tras la muerte del emperador Otón III (1002) volvió a Roma la discordia entre las familias de los Tusculanos y la de los Crescencios. Estos últimos eligieron a Juan XVII (1003), que sólo fue Papa durante seis meses. Le siguió Juan XVIII (10031009), del cual el Liber Pontificalis nos dice que murió en un monasterio. Esto significa que fue destituido. De Sergio IV (1009-1012) sabemos que confirmó los bienes y derechos del monasterio de Santa María de Ripoll y los de Cuixà. Benedicto VIII fue elegido Papa gracias a la victoria de los Tusculanos (de la familia de Marozia y Alberico) en contra de los Crescencios. Sergio IV luchó con los pisanos y los genoveses contra los sarracenos. En el año 1020, el papa Benedicto VIII consagró la catedral de Bambert y celebró un sínodo en Pavía en el que se insistió sobre el celibato de los sacerdotes y se dictaron penas graves contra los simoníacos. Los condes de Túsculo, con el papa Benedicto VIII se hicieron muy fuertes en Roma. Al morir Benedicto VIII, un tercer hermano del conde fue elegido Papa con el nombre de Juan XIX (1024—1033). Éste coronó nuevo emperador a Conrado II. A las fiestas de coronación asistieron los reyes Rodolfo III de Borgoña y Canuto de Dinamarca y de Inglaterra. A la muerte de Juan XIX la familia de Túsculo eligió un Papa de 15 años, el hijo de Alberico, con el nombre de Benedicto IX. Estuvo poco tiempo en la sede romana, puesto que le dieron una gran fortuna para que renunciara al papado. El mecenas de esta operación fue Juan Graciano, arcipreste de San Juan in Porta Latina. Éste (Graciano) fue elegido nuevo Papa de Roma con el nombre de Gregorio VI, y de él podemos decir que era un gran hombre, y posiblemente un santo. Su programa fue la reforma que después tomaría el nombre de ‘gregoriana’, pero los Tusculanos eligieron a otro Papa, Silvestre III. De tal modo que en este momento coincidieron tres papas en Roma: Silvestre III, Gregorio VI y Benedicto IX. Este último reivindicó de nuevo su condición de Papa. El emperador Enrique III, sucesor de Conrado II, solucionó el problema en un sínodo celebrado en Sutri. En él se obligó a renunciar a los tres papas. Gregorio VI renunció y se retiró con el joven Hildebrando (el que sería Gregorio VII) a Colonia, y falleció en el año 1047. Alemania bajo los emperadores sajones. El siglo de los santos El historiador Hertling concluye este periodo de desprestigio papal afirmando que a pesar del poco edificante ejemplo de los papas, el Espíritu Santo actuaba en la Iglesia. A partir de esta reflexión hace un análisis sobre la santidad que 36 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) germinó en Alemania durante este periodo que él denomina “siglo de los santos” y “época en la que nace un nuevo estilo artístico: el románico”. Afirma Hertling (Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder 1961, pág. 171-172) que la dinastía alemana que ostentaba la corona imperial desde el 961 era una familia de santos. La madre de Otón I, Matilde, así como su mujer Adelaida, son veneradas en los altares, como también lo es su hermano san Bruno, obispo de Colonia. El nieto de Otón I y tercer sucesor en el trono, fue Enrique ‘el Santo’, esposo de santa Cunegunda. La hermana de Enrique, santa Gisela, se casó con san Esteban I, rey de Hungría, y fue madre de san Emerico. A los ejemplos ahora mencionados, venían a responder el floreciente estado de la Iglesia en Alemania. San Bruno, hermano de Otón I, en su calidad de obispo de Colonia (953-965), también administraba el ducado de Lorena y allí favoreció la reforma monástica benedictina iniciada en Gorze, cerca de Metz. Amigo y consejero de Otón I también fue san Ulrico, obispo de Augsburgo († 973). Éste apoyó a Otón en la campaña militar que llevaría a la derrota de los húngaros en Lechfeld (955), que puso punto final a sus devastaciones en la Alemania meridional. Ulrico había sido educado en el monasterio de San Gal, que era entonces una escuela de ciencias sagradas y profanas. Prior de San Gal fue durante un tiempo el beato Notker, más tarde obispo de Lieja (972-1008), sobrino de Otón I. San Labedo trabajó durante toda su vida como profesor en San Gal, donde murió en el año 1022. Tradujo los clásicos latinos al alemán y contribuyó a la formación de la lengua alemana literaria. San Conrado fue amigo de Ulrico de Ausburgo, a la vez que fue venerado como patrón de la diócesis de Friburgo. Fue obispo de Constanza, entre los años 934 y 975, y entre otros, fundó el monasterio benedictino de Weingarten. Su segundo sucesor fue san Gebardo de Constanza (980-995). Willigis fue una gran personalidad como obispo y como político, y también es venerado como santo. Fue arzobispo de Maguncia, canciller y regente del Imperio después de la muerte de Otón II y de Otón III. De su círculo inmediato procedía Burcardo, obispo de Worms († 1025), que hizo la recopilación de decretales, de gran importancia en la historia del derecho canónico. En Baviera actuaba entonces san Wolfgango, obispo de Ratisbona (972-994), que antes fue benedictino en Einsiedeln. Apoyó abnegadamente la creación del obispado de Praga (973), que de este modo quedó separado de su diócesis. En Bohemia, la resistencia del paganismo había sido muy constante y el partido anticristiano había asesinado al duque Wenceslao en el año 935. Desde la instauración de la sede episcopal de Praga por obra del duque Boleslao II, Bohemia se hizo definitivamente católica. Como segundo obispo de Praga, el arzobispo de Maguncia, Willigis (en la archidiócesis a la cual pertenecía aquella ciudad) consagró al checo Vojciech o Adalberto, el cual muy pronto renunciaría HISTORIA DE LA IGLESIA 37 a su dignidad e ingresó en el monasterio benedictino de san Alejo en Roma. Pero Adalberto, por orden del Papa, tuvo que volver a Praga en 992, e introdujo los benedictinos en Bohemia, fundando la abadía de Brevnov. Al final de su vida acudió a evangelizar a los prusianos, paganos todavía, y sufrió el martirio en 997 en Tenkitten, junto a Frisches Haff. Una suerte parecida sufrió Bruno de Querfurt. Éste fue consagrado en el año 1004 como obispo misionero, y cuatro años después fue asesinado junto con dieciocho compañeros más en Braunsberg. En la Marca Oriental, gobernada desde el año 975 por la casa de Babenberger con título de duques, el obispo de Passau, Peregrino (971-991), desarrolló una especial actividad. Celebró sínodos en Lorch junto a Linz, Mautern y Mistelbach, cerca de Viena, y fundó en el año 984 la colegiata de Melk, que después adoptaría la regla benedictina. Entran ya en el siglo XI los dos santos obispos de Hildesheim, san Bernward († 1022) y san Godehard († 1038), así como el amigo del emperador Enrique II el Santo, el asceta san Popón, originario de Flandes, desde el año 1020 abad de Stablo y encargado de la dirección de otros monasterios benedictinos, como Echternach, Hersfeld y San Gal. En todos estos monasterios, el citado santo impuso la reforma inspirada en Cluny. En esta época trabajaba apostólicamente en el norte otro amigo de Enrique II: Meginwerk o Meinwerk, al cual en el año 1009 el mencionado Willigis consagró obispo de Paderbón. A él se debió el florecimiento de esta diócesis, hasta entonces pobre e insignificante. Meginwerk construyó la catedral de Paderbón y fundó en el año 1015 el monasterio de Abdinghof, que mandó ocupar por los benedictinos de Cluny. Esta es la época del primer estilo románico en Alemania, poderoso a la vez que elegante, lleno de piedad y de gozo de vivir. A pesar de que se ha conservado poco en aquella latitud, hay que mencionar la colegiata de Genrode en Alemania, que se remonta al siglo X, y la Iglesia latina de Quedlinburg, en la cual fue enterrado Enrique I, padre de Otón I. De las edificaciones levantadas en Paderbón por Meinwerk, se conserva la encantadora capilla de san Bartolomé, y de las de Bernward de Hildesheim, la magnifica iglesia de san Miguel. También quedan monumentos de esta época en el sur, como la colegiata de Moosburg, cerca de Frisinga, y la iglesia conventual de Reichenau, cerca de Constanza. 4. LA REFORMA GREGORIANA • Importancia de la Reforma gregoriana • El feudalismo y las iglesias propias • Investidura laica, simonía y nicolaísmo Importancia de la Reforma gregoriana El movimiento denominado ‘Reforma gregoriana’ —que tiene como principal protagonista a san Gregorio VII, de ahí su nombre— es, creemos, el punto álgido de la edad media y punto de referencia necesaria para la posterior historia de la Iglesia. Hay quien opina que la Reforma se puede identificar como la lucha de las investiduras. Aun así, el ámbito de la Reforma es mucho más amplio que el de la disputa entre la libertad de la Iglesia y los pretendidos derechos de la investidura laica. Es un movimiento providencial para la Iglesia, gracias al cual ésta obtiene la libertad y, a la vez, se da un regreso a la pureza del evangelio, realzando los más sublimes valores cristianos. En la Reforma gregoriana, la Iglesia toma más conciencia de su misión fundamentalmente espiritual. De san Gregorio VII, por ejemplo, diremos que es más un místico que un político —la viva personificación de san Pedro—. Sin embargo, hay que observar que la Reforma es la respuesta a unas injerencias insoportables y abusivas de algunos miembros del estamento laical en el ámbito de la Iglesia. Estas abusivas pretensiones laicales fueron las causas inmediatas de la lucha contra las investiduras; pero recordemos que ya en tiempos de Pipino el Breve y de Carlomagno se daba entre las dos esferas (eclesial y civil) una auténtica simbiosis, y en algunos aspectos una lamentable confusión. El Papa y los obispos intervenían en la constitución real; y los nobles y reyes se consideraban parte integrante de los concilios (o sínodos) mixtos, en los que se determinaban indistintamente las pautas y cánones que regulaban la liturgia, los procesos civiles, la estructuración eclesial, las campañas militares, las misiones eclesiales, etc. Todo estaba mezclado y confundido. Los obispos ungían 40 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) al nuevo rey, el cual se consideraba predicador de la verdad y perteneciente al orden diaconal. Y los reyes y nobles otorgaban misiones típicamente civiles a los eclesiásticos al ser estos constituidos obispos o abades. Lo mismo hay que decir entre el emperador y el Papa. Pero el sacerdocio (obispos y Papa) también intervenía —y mucho— en los asuntos puramente laicales. En la constitución de un rey, por ejemplo, la Iglesia determinaba si el candidato era digno o no, y en casos especiales el Papa podía absolver del juramento de fidelidad a los súbditos de un rey indigno y dar el visto bueno para que se procediera a una nueva elección. Aún así, la más perjudicada era la Iglesia, puesto que la mayoría de las sedes metropolitanas, obispados, monasterios e iglesias rurales estaban en manos de laicos, los cuales investían —de aquí el nombre de ‘investidura laica’— para estos lugares y cargos a gente sometida a su voluntad; y lo más grave es que recibían dinero o favores materiales por tales investiduras, llegando a lo más ordinario de la simonía. Como consecuencia de lo dicho anteriormente se desencadenó una cruzada contra las investiduras laicas entre los años 1046 y 1124; pero el impulso de la Reforma perduró hasta los grandes fundadores de las órdenes mendicantes: san Francisco de Asís y santo Domingo. El tratado de Worms (1122) concedió a la Iglesia libertad en los nombramientos (investidura) de los cargos eclesiásticos; pero éstos, al estar vinculados con las funciones civiles, quien otorgaba las prebendas civiles (regalías) en la práctica después del tratado de Worms era la propia Iglesia. Por eso, después de aquel tratado que marcó el final de la lucha, la Iglesia se encontró de repente en sus manos con mucha riqueza y poder. Era muy rica y poderosa, produciéndose la siguiente paradoja: se consiguió la libertad en gran parte en detrimento del principal motor de la misma Reforma, o sea el volver a la pureza de los valores evangélicos, o si se quiere de la Iglesia primitiva. Las figuras de los grandes fundadores mendicantes reconducen la Reforma en el primigenio origen de la misma, o sea, logran la autenticidad evangélica en los valores de libertad, verdad, pobreza, sencillez y conocimiento de Jesucristo. Los primeros motores de este movimiento fueron los monasterios de Cluny y del Císter, así como los grandes papas gregorianos. Todos ellos fueron las figuras providenciales que impulsaron el gran movimiento. Estos papas se pueden dividir en tres grupos o periodos: los papas alemanes (Clemente II, Dámaso II, León IX y Víctor II), los de Lorena y los de Toscana (Esteban IX, Nicolás II, Alejandro II, y Honorio II) y Gregorio VII y sus inmediatos sucesores (Víctor III, Urbano II, Pascual II, Gelasio II y Calixto II). Todos ellos fueron verdaderamente papas reformadores, o, como alguien dirá, papas gregorianos. El feudalismo y las iglesias propias Antes de estudiar la Reforma gregoriana, hay que exponer brevemente lo que fue el feudalismo y sus repercusiones en las instituciones eclesiásticas, especialmente en las investiduras laicas y en las denominadas iglesias propias. El feudalismo es el sistema que configuró fundamentalmente la estructura jurídico-pública y económico-social de la mayor parte de los países del occidente HISTORIA DE LA IGLESIA 41 europeo durante los siglos medievales. El origen es confuso, pero ya en el siglo IV encontramos algunos indicios de lo que podríamos denominar ‘pre-feudalismo’ en los grandes latifundios romanos y en la fidelidad militar. El feudalismo, en algunos aspectos perduró hasta la Revolución francesa de 1789. El clima de inseguridad general de la alta edad media y la carencia de protección del poder público, tenían que completar el proceso de favorecimiento del nuevo sistema, que, pasando por varias fases —bastantes parecidas en los reinos germánicos de Occidente (merovingios, visigodos...)— acabó cristalizando en Francia hacia el siglo X. Así, la palabra ‘feudo’ y la institución en ella significada es claramente existente ya en el siglo X y es el producto de la fusión de los siguientes conceptos: vasallaje, beneficio e inmunidad. Gracias al ‘pacto de feudo’ del señor con los vasallos, se estableció una relación (feudal) entre ellos mediante la cual los vasallos debían fidelidad y otorgamiento de servicios —militares especialmente— al señor, y éste entregaba el usufructo de unas tierras al vasallo que debía cultivar dando una parte de los frutos al señor feudal. Aun así, no se podía considerar un auténtico pacto de feudo si esta relación hubiera sido meramente temporal: era necesario que fuera vitalicia y hereditaria. Posteriormente, el pacto de feudo se proyectó sobre otras esferas que nada tenían que ver con la posesión y el usufructo de la tierra, como fue el ejercicio de las funciones públicas denominadas ‘regalías’, u otros rendimientos. Todos estos usufructos —ejercicios de funciones o rendimientos— también fueron objeto de alienación o de ‘subinfeudación’ a terceros. La investidura de un feudo la hacía el señor mediante unos ritos y unas fórmulas de juramento de fidelidad u homenaje llamado ‘juramento de boca y manos’. El feudalismo —especialmente en sus subconceptos de beneficio y de inmunidad— influyó muchísimo en las instituciones eclesiásticas desde el siglo IX hasta el XII. A pesar de esto, hay que matizar mucho cuando hablamos de cada una de estas relaciones. Por ejemplo, no se puede decir que existieran verdaderos “pactos de feudo” entre el señor feudal y el obispo o el abad cuando estos recibían la investidura laica, puesto que siempre se consideró que la función estrictamente episcopal o abacial era ajena al estamento laical. A pesar de esto, inicialmente, al no hacerse una clara distinción entre la prebenda abacial o episcopal y sus cargas o funciones publicas (llamadas regalías) anejas a las mencionadas prebendas, se creó una gravísima confusión, creyéndose que quien otorgaba el episcopado o el abaciado o la parroquia era el señor feudal y que la ordenación o bendición era una cosa secundaria. Más grave era la situación de los responsables de muchas iglesias rurales llamadas ‘iglesias propias’. Aquí el concepto que se subraya es el beneficio. El señor feudal se consideraba propietario y el sacerdote un simple instrumento 42 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) empleado para que esta propiedad laical produjera sus frutos que eran entregados casi íntegramente al propietario laico. Hay que exponer brevemente esta nueva institución de la alta edad media, puesto que fueron, junto con la investidura laica, el “nicolaísmo” y la “simonía”, las causas inmediatas de la famosa Reforma gregoriana. Los señores feudales laicos construyeron en sus territorios (o propiedades) iglesias, ermitas, monasterios, etc. Así, por ejemplo, el conde Ramón de Champagne tenía como propias sesenta capillas o iglesias, y los condes de Barcelona unas cincuenta, sólo en la diócesis de Barcelona. Sobre la iglesia propia —o propiedad de un señor que era llamado capellanus, a pesar de ser un laico— se tenía un dominio casi total. La iglesia propia se distinguía de la bautismal porque esta última tenía una pila bautismal y la otra no. Es decir, en ésta se podía administrar el bautismo y no en la otra. Y aún había una segunda diferencia: la bautismal tenía como responsable a un sacerdote nombrado por el obispo del lugar (llamado “ordinario”), y en la otra, en cambio, lo nombraba el señor propietario del territorio y de la misma iglesia. El obispo se veía obligado a ordenar sacerdote al designado por el señor. Muy a menudo el elegido era un sirviente (nunca un esclavo), de muy poca formación y con pocas ganas de observar el celibato. No se miraba el bien pastoral de quienes asistían a las iglesias. El capellanus intentaba que el altar y la iglesia produjeran abundantes frutos. Se decía que el sacerdote era un buen sacerdote si daba muchos frutos al señor de la iglesia. El señor feudal tenía un auténtico poder sobre el templo, o sea que se podía reservar la jurisdicción eclesiástica y la administración de todos los bienes que provenían del altar y de la iglesia. El sacerdote solamente tenía en propiedad una pieza de tierra para poder malvivir llamada “massa”. Según el derecho medieval, la tierra (territorio) es el fundamento de los títulos de la propiedad. El altar estaba enclavado en la tierra y, como un árbol frutal, el propietario de la tierra podía disponer libremente de sus productos, es decir, de las ofrendas de los fieles, de los sufragios de misas, del derecho de estola, etc. Era un auténtico abuso y escándalo. Se daba un estado lamentable: sacerdotes concubinarios, sacrílegos, analfabetos, supersticiosos, caprichos del señor, negación absoluta de la pastoral... Es cierto que las capitulares de Carlomagno ya intentaron intervenir prohibiendo que estos sacerdotes estuvieran excesivamente sometidos a sus amos, pero esta legislación no duró mucho, ya que los emperadores alemanes posteriores fomentaron un estado todavía más lamentable y caótico. HISTORIA DE LA IGLESIA 43 Los obispos no podían exigir el cambio, o la anulación de las iglesias propias, porque también ellos estaban sometidos a los reyes o a los condes, a los cuales debían la mitra. Entonces, los señores investían a sus obispos y abades. Era otra manifestación de una misma realidad: la abusiva y escandalosa sumisión de la iglesia al poder laico. La simonía se extendió también por los condados catalanes, especialmente en tiempos del conde Ramón Berenguer I (1035-1076). Las capitulares del reino francés —como hemos dicho— no veían con muy buenos ojos la existencia de iglesias propias, y por eso hay muchas disposiciones legales que menguan el número y la importancia de estas iglesias, pero no fueron totalmente erradicadas hasta la Reforma gregoriana (siglo XII). Posteriormente existe una lenta evolución entre los derechos que poseían los señores de las iglesias propias y los derechos de los capellani (o de la capellanía), así como entre éstos y los derechos de patronato sobre las iglesias. Gran parte de las parroquias, por ejemplo de nuestro antiguo obispado de Barcelona (anterior a la desmembración del 15 de junio de 2004) pasaron, en el siglo XI, a ser iglesias dependientes de un capellanus o patrón de estas iglesias —que poseían el derecho de capellanía— y que era distinto del sacerdote que ejercía la cura animarum. Este sacerdote era presentado por el capellanus al obispo, el cual estaba prácticamente obligado a instituirlo, confirmarlo, y nombrarlo rector de la iglesia. Y en caso de que el capellanus fuera un colectivo eclesial (capítulo catedralicio, monasterio) al presentado se le podrían dar los títulos de vicarius, hebdomadarius maior, hebdomadarius minor, vicarius perpetuus, vicarius nutualis... En el transcurso del tiempo, y gracias a la Reforma gregoriana, el sacerdote que tenía a su cargo el cuidado pastoral de la parroquia se fue independizando del capellanus y pasó a depender más del obispo. Esta evolución hizo cambiar hasta los nombres: ya no se hablaría de capellanus sino de patrón; ya no se llamaría ‘derecho de capellanía’, sino ‘derecho de patronato’. Esto sucedió el siglo XII. Pero habrán muchos rifirrafes entre el obispo y los nuevos patrones que siempre querían intervenir tanto en la vida de la parroquia como en la del rector de la misma. No en vano, ellos se consideraban los decisivos electores de los responsables de las iglesias. Sólo un veinte por ciento de las iglesias, por ejemplo, del obispado de Barcelona, no tenían patrón. Esto quiere decir que estas cuarenta parroquias dependían directamente del obispo —en el momento de la elección o designación del rector—. También cabe recordar que estas parroquias podían ser entregadas por el obispo al capítulo o a los canónigos, y éstos se convertían en su verdadero capellanus o patrón. Esto lo hacía el obispo para obtener ciertas ventajas económicas en la percepción de los réditos o diezmos de las mismas. Hemos podido constatar, por ejemplo, que en el antiguo obispado de Barcelona, el monasterio de Sant Cugat del Vallès tenía el derecho de patronato sobre cuarenta y cinco iglesias, y que el capítulo catedralicio de Barcelona ejercía el patronato sobre sesenta y dos parroquias. Otras treinta y dos iglesias estaban sometidas al patronato por ejemplo de abades, abadesas, priores, arcedianos, o bien seglares. 44 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Investidura laica, simonía y nicolaísmo La Reforma intentó imponerse en todos los estamentos eclesiásticos. Se quería volver a la pureza evangélica y como medio indispensable se quería asegurar la libertad de la iglesia en el nombramiento de los obispos y abades. También se insistía en que los clérigos vivieran en el celibato, y que se combatiera la simonía. A pesar de todo, hay que reconocer que existen evidentes motivaciones que explican el hecho real de la presencia, en aquella sociedad, de la investidura laica. Los monarcas alemanes, especialmente desde Otón I, fundaron su poder contra los otros señores feudales eligiendo a obispos y abades para cargos típicamente civiles. Así, Otón I dio el arzobispado de Colonia a su hermano, el de Maguncia a su segundo hijo (Guillermo el Bastardo), el de Tréveris a uno de sus primos, y el de Salzburgo a uno de sus favoritos. A Bruno, a demás del arzobispado de Colonia, le otorgó la cancillería, y a otros muchos eclesiásticos —de los cuales estaba seguro de su fidelidad— les confió importantes cargos en la corte imperial. Otón III dio como feudos grandes posesiones a los obispos de Würzburg, Bremen, Colonia, y él se consideraba más importante que el propio Papa, denominándose “servus Christi” como otro David. San Enrique II hizo lo mismo, disponiendo de muchos obispados y abadías a su arbitrio, y también convocó muchos concilios, de tal manera que se llegó a afirmar que los obispados y las abadías “non electione, sed dono regis episcopus et abas fiebant”. De Enrique IV —el gran enemigo de Gregorio VII— se decía que de uno de sus favoritos “abbatissarum reginarumque subactor per adulterium sumpsit episcopatum”. En Francia el rey nombraba a los siguientes obispos: de Sens, Reims y Bourges. En Cataluña, Provenza, Gasconia, Bretaña y Languedoc, los obispos también eran nombrados por los respectivos duques y condes. La investidura laica estaba a la orden del día. En ella se daban, en este siglo XI, todos los elementos de un acto jurídico mediante el cual el señor (rey, duque o conde) confería a título de beneficio la prebenda eclesiástica con una clara obligación de servir al señor; a la vez éste entregaba los símbolos de la nueva dignidad o poder con la imposición del anillo episcopal y del báculo. Las consecuencias nefastas de la investidura —como ya hemos dicho— eran la simonía y el nicolaísmo. Quienes pretendían un episcopado o abadía, le prometían al rey o al señor feudal cosas indignas, injustas o simplemente lo conseguían con dinero. Así, por ejemplo, Guillermo de Albi, en el año 1040, mientras todavía vivía el obispo de aquella diócesis, ofreció 50.000 sueldos a cambio de la promesa de ser el obispo titular de Albi. El vizconde de Narbona, debido al nombramiento de arzobispo a favor de Guillermo de Cerdaña, obtuvo 100.000 sueldos (año 1079). Adalberg, abad de Conques, vendió todos los bienes de su monasterio para poder pagar lo que le había costado la abadía o el obispado que había conseguido, y también se veía obligado a vender simoniacamente rectorías, diaconías y otros beneficios al mejor postor. También el conde de Barcelona compraba y vendía muchos obispados y abadías tal y como lo explica el historiador Sobrequés i Vidal en su libro Los grandes condes de Barcelona (Barcelona, 1969, pág. 71-92). Todo se podría comprar y todo HISTORIA DE LA IGLESIA 45 se vendía. Era una cadena nefasta. De este modo los sacramentos a menudo estaban administrados por manos de gente indigna. Otra consecuencia era el nicolaísmo o clerogamia (o no práctica del celibato). En Alemania, muchos clérigos del siglo XI vivían con sus mujeres e hijos. Lo mismo podemos decir del estamento clerical de Lombardía, Francia, Provenza, Cataluña, etc. El celibato, si bien estaba legalmente vigente, en la práctica era muy vulnerado. Gozaba de una gran tradición en la Iglesia occidental, pero en algunos casos se le hacía caso omiso. El intento de imponer de nuevo la práctica de la continencia en los clérigos fue uno de los aciertos más notables de los papas gregorianos, puesto que como ya hemos repetido muchas veces, la Reforma supuso un regreso efectivo a los más auténticos valores del evangelio, entre los cuales se encuentra el consejo de vivir como Jesús, o sea en virginidad. Aun así, es conveniente recordar ahora los orígenes de la ley de continencia de los clérigos. El principio que inspira el celibato eclesiástico es la idea de pureza y de continencia, imitándose así más a Jesucristo. El sacerdote y el obispo son la presencia viva del mismo Jesucristo, y por eso es muy oportuno que sean célibes. Este es el razonamiento fundamental que durante muchos siglos se repite en la Iglesia (especialmente en la latina). Aun así, es una ley positiva, no una obligación impuesta por Jesucristo, y la Iglesia, si lo cree oportuno, la puede imponer a los candidatos al sacerdocio o no. Es, por tanto, una ley eclesiástica y hay que tener muy presente que la Iglesia de Oriente no ha creído oportuno exigir el celibato a los sacerdotes que no son monjes. Los obispos todos son célibes entre los ortodoxos, y en la Iglesia griega católica. En un principio, virtualmente recomendado por la Escritura, el celibato no aparece como una obligación. Existía libertad de elección entre el celibato y el matrimonio (con una sola esposa), aunque no se puede olvidar la gran consideración que siempre ha tenido la continencia. Antes de que los cenobitas practicaran el celibato, ya optaban por él una buena parte de los clérigos. A pesar de la gran cantidad de citas patrísticas que alaban el celibato y su práctica (diríamos casi común en los primeros siglos de la Iglesia), no se puede afirmar que existiera una ley en la época de los apóstoles que impusiera el celibato a los sacerdotes. Es más, hay testigos que demuestran que los clérigos no célibes eran reconocidos por la Iglesia de los primeros siglos, y hasta habían estado casados algunos obispos, como san Paciano de Barcelona (véase nuestro estudio Barcelona i Ègara Terrassa... Terrassa, 2004). En el siglo IV (concilio de Elvira) al menos la continencia entre sacerdotes y obispos empezó a fijarse en algunos preceptos conciliares en forma de ‘ley de conducta clerical’. Pero debemos advertir que en esto hay una diferencia entre Oriente y Occidente. La Iglesia oriental nunca regula una ley del celibato estricta, y admite perfectamente en el sacerdocio a aquellos candidatos que no sienten la vocación al celibato. Así se pronunciaron los concilios de Ancira (325) y el de Gangra (350). El testimonio del historiador Socretes demuestra que en Oriente 46 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) no existía una ley general sobre la continencia, ni siquiera a mediados del siglo V, cuando se empezó a introducir en algunos sectores de Macedonia y Grecia. Lentamente la costumbre del celibato (o continencia) empieza a tomar fuerza de ley general en la Iglesia griega, teniendo siempre presente las constituciones apostólicas y los cánones apostólicos, pero sólo para los obispos y monjes. Las normas dirigidas a los sacerdotes no eran tan rígidas: prohibición del matrimonio después de la ordenación, bajo la influencia de la legislación de Justiniano. En el concilio Trulano II (692), que ya hemos mencionado en temas anteriores, se concretaría la normativa que todavía se sigue hoy en día en la Iglesia oriental: los obispos casados se deben separar de la esposa (continencia absoluta), y la esposa se tiene que retirar (se aconseja) en un monasterio (es lamentable e incomprensible en el contexto actual). A los sacerdotes, diáconos y subdiáconos se les impone la prohibición de que se casen después de haber recibido las órdenes. Quien ya esté casado o haya recibido las órdenes, conserva los derechos conyugales sobre la esposa, a la cual no es lícito repudiar bajo pena de deposición, pero, si se quiere, puede encerrarse en un monasterio. En Occidente, la primera ley de imposición de continencia es el canon 33 del concilio de Elvira (año 300 en Granada). Este canon dice: “Placuit in totum prohibere episcopis, presbyteris et diaconis vel omnibus clericis, positis in ministerio, abstinere se a coniugibus suis et generare filios; quicumque vero fecerit ab honore clericatus extermineretur”. En el concilio romano del año 386, el papa Siricio promulgó una ley análoga con la intención de hacerla vigente para toda la Iglesia latina. Más tarde, Inocencio I (401-417) recordaba esta norma a Vitricio de Rouen y a Esuperio de Tolosa. África, Hispania y las Galias siguieron esta ley de continencia (no propiamente de celibato); así tenemos varios concilios: Toledo (390 y 340), Cartago (401) y Turín (409). Pero hay que observar que los subdiáconos no estaban sometidos a esta ley; es más, parece ser que el propio papa Siricio los considera exentos. Pero posteriormente el papa León Magno (440-461) los incluirá. No faltaron las resistencias a admitir el celibato. Aun así, grandes Santos Padres de Occidente apoyaron la teoría papal que incluía el celibato: san Ambrosio, san Agustín y san Jerónimo se manifestaron a favor del celibato. Algunos sacerdotes, y también obispos, ofrecieron resistencia; pero la norma se iba imponiendo, al menos en el aspecto legal del precepto. Y así se continuó en la Iglesia occidental hasta el siglo VIII, a pesar de que, en periodos de crisis, la práctica eclipsaba una posible ley del celibato. O sea, estaba mandado, pero no se cumplía en muchos casos, especialmente en la época de Carlos Martel (s. VIII), cuando los beneficios eclesiásticos estaban a disposición de gente indigna. Tres grandes personajes influyeron en el hecho de que se impusiera el celibato según las normas romanas: san Bonifacio, en las misiones y reformas de la HISTORIA DE LA IGLESIA 47 Iglesia; el obispo Crodegango de Metz en la legislación sobre las comunidades canonicales y Carlomagno en sus capitulares. Pero no duró mucho. La decadencia del Imperio carolingio y de la moral eclipsó de nuevo la práctica general del celibato. Como ya hemos expuesto, esto sucedía en los siglos X y XI, a pesar de que existían voces en contra, como el concilio de Trosly (909), Raterius de Verona, Egberto de Tréveris... No sólo las iglesias periféricas, sino también Roma, ofrecían la lamentable estadística de muchos clérigos en concubinato. San Pedro Damiano nos explica hasta donde había llegado el estado de postración de los que teóricamente debían observar el celibato. Él fue el gran reformador, junto con san Gregorio VII, con muchas normas adecuadas a la Iglesia latina. Este Papa —como veremos— consideraba ilegítimo el matrimonio entre clérigos. Calixto II hizo el último paso en el concilio Laterano I (1123): se determinó que todos estos matrimonios entre clérigos se consideraran nulos. A partir de este momento el celibato se consideraría un impedimento dirimente al matrimonio en la Iglesia latina. De este modo queda totalmente establecida la ley del celibato en la Iglesia latina, aunque –como se ve en las visitas pastorales de Barcelona del siglo XIV– en algunas zonas era muy poco practicada. 5. LA PRIMERA FASE DE LA REFORMA • Los privilegios papales de protección, de propiedad y de exención • La reforma de Cluny Los privilegios papales de protección, de propiedad y de exención El primer paso hacia la Reforma lo dieron los monasterios. Y posteriormente, gracias a una peculiar evolución, los monjes se convirtieron en instrumentos de la Reforma en manos de los papas gregorianos. Hasta el siglo X, los monjes, como cualquier fiel de la Iglesia, estaban bajo la jurisdicción del obispo del lugar. El ordinarius loci podía y debía intervenir en la bendición de abades y controlaba la disciplina eclesial de los miembros de sus monasterios. Sin embargo, ya desde la antigüedad del cristianismo, la incardinación de los monjes al organismo diocesano era motivo de graves problemas prácticos. Teóricamente se reconocía la autoridad episcopal en los monasterios, pero los altercados con el obispo eran frecuentes. Los papas, en el siglo X, empezaron a otorgar privilegios de protección a los monasterios al objeto de preservar sus bienes de la alienación y la explotación. Esta costumbre también la encontramos reflejada en muchos documentos de señores feudales o monarcas a favor de los monasterios. Pero la protección que ofrecía el Papa era más cómoda, puesto que estaba más lejos, y por lo tanto, el control era casi nulo. Además, un privilegio papal era respetado por todos los estamentos del feudalismo. De los privilegios de protección se pasó a los privilegios de propiedad. Es decir, los monasterios cedían la propiedad de los mismos al Papa, y éste, en documentos específicos, encomendaba todos los bienes del monasterio o el usufructo a los antiguos propietarios. 50 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Pero la evolución llegó al extremo: el Papa otorgó a algunos monasterios el privilegio de exención. Este derecho representaba la independencia (o inmunidad) de los monasterios con relación al obispo del lugar y se abría la directa dependencia del Papa. En un principio, con esta independencia los monjes obtuvieron un dominio fáctico sobre sus bienes y sobre la actividad del propio monasterio, sin intervención posible del obispo ni de los señores feudales de la región, donde estaban asentados los monasterios. Pero en épocas posteriores, y especialmente durante la Reforma gregoriana, cuando el papado adquirió un gran prestigio, los monjes se convirtieron en fervorosos defensores del centralismo papal. Entonces, los más afectados en esta evolución fueron los obispos, que vieron considerablemente disminuidas sus funciones pastorales y jurídicas, especialmente en los numerosos monasterios de sus diócesis, y, indirectamente, también se deterioró el equilibrio jurídico existente en las iglesias diocesanas, otorgando al Papa amplios derechos en muchas parcelas —por ejemplo, en los monasterios— en las que anteriormente Roma no intervenía. El Papa se convirtió en dueño y protector de la mayoría de monasterios occidentales. Así nacieron los religiosos que dependen del Papa y no de los obispos. La reforma de Cluny Los protagonistas de esta evolución fueron principalmente los monjes de la amplia y extendida congregación de Cluny. Muchos de los papas gregorianos procederían de este peculiar movimiento monástico, el éxito del cual se basaba en el status que los mencionados privilegios papales les daban. El monasterio de Cluny estaba situado a unos 80 kilómetros de Lyon, junto a Luxeuil, en una zona en la que años después nacerían otras dos grandes órdenes: Císter y Premontré. Cluny era un monasterio fundado en el año 910 por el duque Guillemo de Aquitania. Según el documento fundacional, Cluny no debía de estar sometido a ningún señor temporal ni espiritual, sino solamente a la Santa Sede de Roma. Como signo de esta sumisión, el monasterio le daba al Papa cinco gules de oro, “para que los lampadarios del sepulcro de san Pedro en Roma estuvieran constantemente encendidos”. Cluny no fue el primer monasterio que dependió directamente de la Santa Sede, pero sí sería todo un símbolo de la Reforma, tal como expondremos a continuación. Pero el Papa en aquel año era el nefasto Sergio III, y aun así la Providencia velaba por la Reforma. El primer abad sería Odón (924-942). Con él el ejemplo y la hermandad de Cluny ultrapasaron las fronteras de Francia. Aymart (942-966) puso en orden la economía de Cluny y de todos los asociados. Los sucesores Maiol (965-995), Odilón (994-1048) y Hugo (1048-1109) llevaron la congregación a su máximo esplendor. Si hacemos una excepción de Poncio (1109-1122), que fue destituido y excomulgado, a todos los ocho primeros abades la Iglesia les tributa el honor de santos. Especial mención debemos hacer de Pedro ‘el venerable’, abad entre los años 1122-1156. De él hablaremos al tratar de san Bernardo. HISTORIA DE LA IGLESIA 51 El éxito reformador de Cluny se basaba en el regreso al original espíritu benedictino, y como consecuencia, se revalorizó la plegaria litúrgica y el culto esplendoroso. Los abades de Cluny fueron hombres de gran categoría y con suficiente libertad de acción, puesto que sólo dependían de Roma, y por lo tanto, en aquellos tiempos de decadencia papal, sus superiores inmediatos —los papas— no ejercían ninguna autoridad en la congregación. Mientras se sucedían cincuenta y cinco papas en Roma, desde Cluny sólo ocho abades imponían el auténtico espíritu reformador en muchos monasterios extendidos por gran parte de la geografía francesa, la Marca Hispánica e Italia. Formaban una auténtica red de monasterios, en los cuales se observaba escrupulosamente la regla de san Benito. Tal éxito fue la clave del progreso de Cluny. La formación espiritual y cultural de la Congregación de Cluny estaba muy bien asegurada. Era obligatorio que todos los novicios pasaran por la sede, matriz de la Congregación, aproximadamente durante tres años. El abad de Cluny también elegía a los priores: todos ellos hombres dúctiles y entusiastas promotores de la Reforma. Eran enviados a los monasterios asociados a la congregación, y así se aseguraban los vínculos con la casa madre. También habría que destacar la importancia cultural de Cluny. Se podría decir que los monjes salvaron el legado cultural de la civilización greco-romana. En sus scriptoria se copiaron —y por lo tanto se transmitieron— los textos de la Sagrada Escritura y los de muchos autores clásicos romanos y griegos, así como algunos árabes. A la vez, también reinaba una gran sensibilidad y atención hacia la Biblia y los Santos Padres de la Iglesia. Gracias a los monasterios de la Congregación de Cluny, se dio un gran impulso al arte románico, construyéndose grandes templos y pintándose majestuosos murales que aun hoy nos sorprenden por su profunda espiritualidad teológica. Asimismo, se confeccionaron códices de gran valor artístico como los ‘beatos’ o las ‘bíblias’…, todos ellos miniados y algunos glosados. Para los cluniacenses, la plegaria litúrgica constituía el eje fundamental de la Reforma. Pero paradójicamente, excesos en el culto llevaron la decadencia de algunos. No se cumplía en los monasterios benedictinos —según afirmaban los seguidores de la nueva visión cistercense— el equilibrio entre el ‘ora et labora’. Demasiadas horas en la iglesia impedían el trabajo, al cual también estaban obligados los monjes según la regla de san Benito. El culto se hacía inacabable porque había que tener presentes las ‘cargas’ (plegarias, misas y oficios) en sufragio de los difuntos. Precisamente Cluny fue el gran promotor del culto de los sufragios por los fieles difuntos. En aquella época muchos fieles querían asegurarse que, una vez muertos, “los buenos monjes” rezarían por sus almas. Y como compensación a estas plegarias, donaban muchos de sus bienes a Dios y al monasterio más cercano o más vinculado familiarmente. Como consecuencia de tantas voluminosas y abundosas últimas voluntades, los monjes tenían que rezar casi siempre, y así cumplían con el sagrado deber de justicia hacia aquellas almas de los difuntos. Poco a poco, así, los monjes adquirieron un gran 52 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) poder gracias a tales donaciones, convirtiéndose sus extensiones territoriales en inmensas posesiones, tanto que eran casi más importantes que las de los reyes y los nobles. Cuando esto sucedió, hacía falta una reforma de la misma Reforma. Y esto se dio también en nuestros monasterios, y no sólo en los conventos de los franciscanos y dominicos como expondremos a continuación. 6. EL PRIMERO DE LOS GRANDES PAPAS REFORMADORES • San León IX, pionero de la Reforma • Sucesores de San León IX San León IX, pionero de la Reforma El movimiento de Cluny dio la infraestructura necesaria a la Reforma, y así gracias a él —especialmente en la lucha contra el nicolaísmo y contra la simonía— se extendió en amplias zonas de Europa. Pero era preciso que la máxima autoridad eclesial asumiera la Reforma como lema y programa propios. Humanamente, no podía imaginarse que en la época llamada ‘siglo de hierro’ del papado, el impulso renovador de la Reforma surgiera en Roma. A pesar de todo así fue. Providencialmente, los papas alemanes fueron los pioneros de un auténtico cambio a mediados del siglo XI. Ya Clemente II (1046-1047) y Dámaso II (1048) manifestaron su deseo de acabar con la simonía y el nicolaísmo. Esos dos primeros papas alemanes —elegidos por Enrique II de Alemania— duraron poco, pero sí lo suficiente para presentar un programa reformador. Así Clemente II convocó un sínodo el 5 de enero del año 1047 en el cual tanto el Papa como el emperador Enrique se manifestaron contra la simonía, amenazando con la anatema la venta de cargos y ordenaciones eclesiásticas. También impusieron una pena de cuarenta días de penitencia a todos aquellos que se atrevieran a ordenarse en manos de un obispo claramente simoníaco. Clemente II acompañó al emperador Enrique al sur de Italia y después volvió a Roma ya enfermo de malaria. Murió el 9 de octubre del año 1047. A su muerte Roma estaba dividida entre los partidarios de los Tusculanos y los del emperador alemán. Aquellos pidieron que volviera el ex-papa Benedicto IX, pero la mayor parte de los romanos acudieron al emperador, que dio su apoyo para la elección a 54 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) favor de un alemán que se llamaba Popó de Bressanone, el cual tomó el nombre de Dámaso II. Éste fue Papa sólo veintitrés días después de su entronización (9 de agosto de 1048). Los partidarios del emperador escogieron de nuevo a otro alemán: Bruno de Toul, que tomó el nombre de León IX. Bruno tenía cuarenta y seis años y era obispo de Toul desde el año 1026. Casualmente, se encontraba peregrinando a Roma visitando la tumba de san Pedro cuando fue elegido Papa en febrero de 1049. Al ser elegido, exigió que no aceptaría la designación imperial si ésta no era confirmada por los romanos, tal como se mandaba en el derecho eclesiástico canónico (cardenales o clero romano y pueblo romano). El nuevo Papa san León IX formó inmediatamente un equipo de excelentes colaboradores, una parte de los cuales había traído de Lorena y de los vecinos territorios alemanes. A parte de Halinardo, que continuó siendo arzobispo de Lyon —siempre a disposición del Papa, que era amigo suyo—, estos hombres fueron incardinados y proveídos de cargo en la diócesis de Roma. Ellos después fueron quienes, a la muerte de León, continuaron enérgicamente la Reforma. Sólo citaremos a los más importantes: Humberto, del monasterio de Moyenmoutier, perteneciente a Toul, desde el año 1050 obispo cardenal de Silva Cándida; Federico, hijo del duque de Lorena y arcediano de Lieja, entre los años 1051 y 1055 canciller de la Iglesia romana, futuro papa Esteban IX; Hugo el Blanco, del monasterio de Remirmont, situado en la diócesis de Toul, futuro cardenal sacerdote; Hildebrando, a quien Bruno se llevó a Roma (quizás el hombre que hizo de enlace con los círculos romanos), lo ordenó después subdiácono y le confió la administración temporal del monasterio de San Pablo extramuros de Roma. Sin saberlo, León IX iniciaba así una evolución llena de consecuencias. El Papa y sus sucesores hicieron que los dignatarios eminentes del clero romano, más allá de sus funciones litúrgicas, tuvieran un papel cada vez más destacado en la Reforma general de la Iglesia, y paralelamente, a medida que retrocedían las funciones litúrgicas sujetas a las iglesias titulares y misas papales, lentamente se fue formando la institución fija del colegio cardenalicio. Otra novedad era que León IX residía poco en Roma. Incansablemente — comparable en esto a los soberanos seculares de su tiempo y a personajes de nuestros más cercanos en el tiempo: Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI— recorrían los países de Europa. Desde el año 1050, León IX visitó anualmente el sur de Italia, y sus tres largos viajes más allá de los Alpes lo llevaron a través del territorio imperial, y también hasta Reims, y en el año 1052, como mediador de paz, hasta el campamento del emperador a Presburgo. San León IX también fue el promotor de muchos concilios reformadores. Aparte de Roma, donde celebró sínodos en los años 1049, 1050, 1051 y 1053, en 1049 reunió en Pavía, Reims y Maguncia a los obispos de las mencionadas zonas; en el año 1050 en Siponto, Salerno y Vercelli; y en el año 1053 en Mantua y Bari (1050?). Como constantemente, a donde iba, al Papa se le pedían privilegios y la sede de la cancillería se encontraba en la ciudad de Roma, se tuvieron que buscar nuevas formas de expedición de documentos, que poco a poco se independizarían HISTORIA DE LA IGLESIA 55 de la cancillería laica de la ciudad de Roma y se convertirían en instrumentos independientes, aunque siempre de acuerdo con la administración papal. Además, los viajes de León IX supusieron grandes ventajas para la autoridad pontificia. Si el obispo de Roma siempre se había considerado la cabeza de la Iglesia universal, ahora esta idea era una realidad palpable: una gran parte de la cristiandad podía ver al Papa con sus propios ojos y se dejaba seducir por su carácter vivo y bondadoso. León IX tuvo que hacer frente a tres grandes tareas: la Reforma de la Iglesia, la lucha con los normandos del sur de Italia, y la polémica con la Iglesia griega, que desgraciadamente conduciría al cisma. De este último punto hablaremos más adelante, de modo que ahora sólo nos ocuparemos de los dos primeros. León IX dirigió claramente la Reforma para atacar la simonía y el nicolaísmo (no celibato de los clérigos). La violación del celibato estaba muy difundida, sobre todo en el bajo clero, al cual el Papa difícilmente podía llegar; de ahí que éste sólo actuara con dureza en Roma y sus cercanías, prohibiendo mediante sínodos romanos a los fieles el trato con sacerdotes incontinentes, y convirtiendo en esclavas del palacio lateranense a las concubinas de los curas romanos; actuación exagerada y claramente injusta en una visión actual y posiblemente también en el siglo XI. En cuanto al resto, se contentó con prohibiciones generales del matrimonio de los sacerdotes: por ejemplo en los sínodos de Roma y Maguncia del año 1049. Pero su auténtica lucha fue contra la simonía. Los obispos simoníacos de Francia, y en parte también los de Italia —en el caso de Alemania León confiaba en la posición del emperador contra la simonía—, fueron objeto de la severidad de los decretos sinodales de Roma, Reims y Maguncia (1049). Las investigaciones sobre este delito y la aplicación de penas y disposiciones que ahora se inician en tiempos de León IX, se alargarían durante decenios. ¡La Reforma era imparable! Que la lucha, no siempre efectiva, no menguara, sino que prosiguiera con un creciente rigor, tenía su razón particular. Para León IX y para sus amigos, se trataba de algo más que de la extirpación de un vicio, ya que se ponía en peligro la propia sustancia de la fe, o sea la vida sacramental. Valoraron seriamente la calificación de la simonía como herejía. Una apreciación que ya circulaba desde el siglo IV. Apesar de que la simonía era un grave delito que estrictamente no se consideraba herejía, algunos sin embargo creían —como Humberto de Silva Cándida— que con la venta de ordenaciones y oficios se negaba directamente la divinidad del Espíritu Santo, y otros decían —como san Pedro Damián— que la simonía era una violación de la fe. Además veían en ella una traición al misterio de la Iglesia. Los simoníacos —se lamentaban los reformadores— impedían la libre acción del Espíritu, falseaban la verdadera relación de Cristo con la Iglesia, rebajaban la sponsa Christi a prostituta venal; mientras que los nicolaítas deshonraban el desposorio espiritual de los sacerdotes y obispos con su Iglesia. A León IX le impelía sobretodo la solicitud por la salud espiritual de los fieles. El Papa, como Humberto de Silva Cándida, estaba convencido de que un obispo 56 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) simoníaco no podía conferir ordenaciones válidas, y se preguntaba si en la iglesia apestada de simonía habría suficientes sacerdotes que pudieran administrar a los fieles los sacramentos necesarios para la salud eterna. El intento del Papa de declarar inválidas todas las ordenaciones simoníacas en el año 1049 fracasó ante la resistencia del sínodo romano; sin embargo, por razones de seguridad, hizo reordenar a muchos obispos consagrados simoniacamente. Por exagerados, o en parte falsos, que fueran los motivos de los reformadores, no nacieron sólo del ciego fanatismo, sino de un miedo sinceramente sentido y justificado, ya que, sobre iglesias altas y bajas, había una red de intereses económicos y políticos totalmente indigna de la doctrina de Jesús. Las reordenaciones del papa León llevaron a la palestra a los teólogos. San Pedro Damiano escribió su Liber gratissimus, donde exponía la opinión teológicamente recta de la validez de las ordenaciones simoniacas; Humberto de Silva Cándida —siempre exagerado como veremos en el asunto del cisma de Oriente— defendía la invalidez de aquellas ordenaciones en los dos primeros libros de su obra Adversus simoniacos. La Reforma, en otro punto, se llevaba más allá de la orden puramente moral. Forzado a hacer uso de los derechos papales en la lucha contra la simonía, León IX abrió una nueva fase en la historia del primado romano, a pesar de que otras circunstancias lo favorecieron. El decreto del concilio de Reims que reservó al obispo de Roma el nombre de universalis ecclesiae primas et apostolicus, hacía mención a la verdad sólo en una cuestión de título, pero el conflicto con la Iglesia griega le dio a Humberto de Silva Cándida, consejero del papa León IX, ocasión para poner de relieve la grandeza de la iglesia de Roma en dos grandes escritos que conservamos fragmentariamente y en una larga carta al patriarca de Constantinopla Miguel Cerulario. Quizás se remonte al mismo Humberto la colección canónica de los setenta y cuatro títulos Diversorum sententiae patrum (compuesta en vida de León IX, o poco después de su muerte), obra que recogía en toda su extensión las ideas de Reforma, las ordenaba de nuevo y destacaba la posición principal del papado. La Reforma, tan felizmente empezada, pronto quedó a la sombra por las molestias y graves altercados que los normandos causaban en el sur de Italia. Desde Benedicto VIII, los guerreros normandos estaban como mercenarios a disposición del sur italiano, y León IX no les fue en un principio hostil. En el año 1050 León IX incluso aceptó su vasallaje. Eran soldados mercenarios paganos que estaban a disposición del mejor pagador, ya fueran papas o los mismos emperadores bizantinos u otonianos. Con la legítima esperanza de recuperar la jurisdicción sobre el sur de Italia y Sicilia, perdida desde el tiempo del emperador bizantino León III Isáurico, el papa León IX nombró a Humberto arzobispo de Sicilia. Sin embargo, no se escucharon las quejas de la población contra los abusos de los normandos. A pesar de que se consiguió, para los de Benevento, la protección de Waimar de Salerno y del conde Drogo de Apulia, hermano y sucesor de Guillermo ‘brazo de hierro’. Pero como ambos murieron HISTORIA DE LA IGLESIA 57 violentamente (1052 y 1051) no se veía otra solución que intentar echar para siempre a los normandos de Sicilia y del sur de Italia. Por este motivo, en el año 1052 León IX fue a ver al emperador en Alemania. Enrique aceptó sus planes y —a cambio de que éste renunciara a sus derechos de propiedad sobre el obispado de Bámberg, de Fulda y de varios monasterios— le cedió al Papa el principado de Benevento y otras posesiones imperiales de Italia, en propiedad o al menos para ejercer la autoridad imperial. Es más, Enrique quiso enviar un ejército imperial contra los normandos, pero se dejó disuadir de este propósito por su canciller, el obispo Gebhard de Eichstatt. Como León IX creía no poder esperar más, reclutó por sus propios medios a un pequeño grupo de caballeros alemanes, los unió a tropas italianas y condujo sus gentes hacia el sur. Sin embargo, antes de que su ejército pudiera unirse a los griegos, el 16 de junio de 1053, León IX sufrió una derrota muy importante junto a Civitate, en el sur de Fortore. Y el Papa cayó prisionero de los normandos. Este lastimoso desastre de la campaña, la preocupación por la Reforma y el conflicto con el patriarca de Constantinopla que, con el retorno de los legados pontificios caminaba hacia un desenlace fatal —como veremos—, quebrantaron las fuerzas físicas del Papa. Trasladado a Roma, san León IX murió el 19 de abril de 1054. Fue un gran Papa, pero no le sonrió la suerte en las campañas bélicas. En realidad un Papa nunca debería hacer la guerra. Es una auténtica aberración, a pesar de que el Papa era también soberano de los Estados Pontificios y de que estos hechos hay que juzgarlos en el contexto histórico de su tiempo. Sucesores de León IX A León IX le sucedió Gebhard, obispo de Eichstatt con el nombre de Víctor II (1055—1057). Éste celebró con el emperador un concilio contra la simonía y contra las infracciones del celibato en Florencia. A la muerte del joven emperador Enrique III (tenía cuarenta años) el Papa fue nombrado vicario del Imperio. Así, decidió que el hijo del difunto emperador, de ocho años, Enrique IV, fuera constituido rey de Alemania. El mismo Papa lo coronó personalmente rey de Alemania; pero todavía no era emperador. Posiblemente fue el monarca de la alta edad media que más se opuso al papado. Víctor II murió el 28 de julio de 1057. El emperador era un niño. ¿Cómo podía disponer del papado un niño? El pueblo romano y el clero proclamaron Papa a Federico de Lorena, que había acompañado a León IX a Roma. El mismo Hildebrando (que después será Gregorio VII) le notificó a la emperatriz esta designación. Inés —la madre de Enrique IV— aceptó el nombramiento. El nuevo Papa tomaría el nombre de Esteban IX. Este Papa duró muy poco, sólo un año y medio (1057-1058), pero lo suficiente para desarrollar las ideas de la Reforma. Especialmente en este periodo, hay que destacar el papel de san Pedro Damiano y del cardenal Humberto de Silva Cándida, que publicó el famoso tratado Adversus simoniacos. En este libro Humberto afirmó exageradamente que la consagración del obispo simoniaco era canónicamente inválida, y lo 58 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) mismo decía de las ordenaciones sacerdotales y de las consagraciones en la misa. “Cristo —decía— no está presente en estos hechizos”. A la muerte de Esteban IX, los Tusculanos eligieron a Benedicto X. Pero los cardenales ya no estaban conformes en aceptar las imposiciones de los condes de Túsculo, y se fueron a Siena, eligiendo a Gerardo, obispo de Florencia, que tomó el nombre de Nicolás II (1059—1061). El mencionado arcediano Hildebrando, expulsó a Benedicto X de Roma con un ejército, y así se pudo entronizar Nicolás II. Este Papa escribió por primera vez una encíclica dirigida a todo el universo titulada Vigilantiae universalis. En ella se pronuncia contra la investidura laical, y afirma que los fieles deben abstenerse de oír una misa de un sacerdote que no sea célibe. Del mismo papa Nicolás II es el decreto del sínodo Laterano del año 1059 según el cual sólo los cardenales dispondrían del voto activo en la elección del Papa. Al clero y al pueblo se les concede el papel de manifestar su aprobación una vez hecha la elección. Al emperador se le da el honor de que sea el primer que se le notifique la elección papal. Alejandro II (1061-1073) fue elegido según las normas del sínodo de Laterano del año 1059, o sea por los cardenales. Los alemanes no aceptaron al nuevo Papa y eligieron a un tal Cadalo (Honorio II) el cual con la ayuda de los ejércitos imperiales se apoderó de Roma. Pero todo el pueblo italiano se mantuvo fiel a Alejandro II. Este Papa ha sido juzgado muy mal entre algunos historiadores, y dicen que Alejandro II fue uno de los instigadores —cuando era sacerdote en Milán— de la ‘pataria’, que era un movimiento que imponía (aun contra los mismos obispos) la Reforma con violencia. Lo que sí es cierto es que una vez fue constituido Papa, él también participó en campañas contra los antireformadores y alentaba a los sacerdotes y al pueblo a ir contra los mismos obispos si éstos eran simoníacos. Alejandro II murió el 21 de abril de 1073. En los mismos funerales que presidía el arcediano Hildebrando, el pueblo romano proclamó a este último Papa: sería el intrépido e indomable san Gregorio VII, el gran Papa de la Reforma de su mismo nombre. 7. SAN GREGORIO VII • • • • Personalidad de Gregorio VII. ‘Dictatus papae’ Lucha contra las investiduras laicas Canossa, la gran victoria efímera Gregorio VII contra Enrique IV Personalidad de Gregorio VII. ‘Dictatus papae’ Hildebrando había nacido en un pueblecito de la Toscana. Era un ‘homunculus exilis staturae’. Su padre, Bonizón, era de una familia noble romana. Fue educado en el monasterio de Santa María del Aventino de Roma, y fue colaborador —como hemos visto— de los papas reformadores alemanes. Sabemos que acompañó a Gregorio VI en el exilio, y tras la muerte de este Papa ‘monachus effectus est’ en Cluny. Volvió a Roma, y a la muerte de Alejandro II el 21 de abril de 1073, en sus funerales, el pueblo lo aclamó en Laterano: “Hildebrando, Hildebrando obispo [...] Hildebrando es el que san Pedro ha elegido como su sucesor”. Pero los cardenales también lo eligieron en la iglesia de San Pedro ad Víncula. La aclamación fue unánime. Los cardenales preguntaron a la multitud: “Placet vobis?”, y contestaron: “Placet”. “Vultis eum?” dijeron los cardenales; a lo que el pueblo contestó: “Volumus”. “Laudatis eum?” Y respondieron: “Laudamus”. Sólo era diácono. Fue ordenado sacerdote el 22 de mayo y fue consagrado y entronizado Papa los días 29 y 30 de junio. Se puso el nombre de Gregorio VII en recuerdo de Gregorio VI. A todos sus amigos (el abad de Montecasino, el arzobispo de Rávena, la duquesa Beatriz de Toscana, el abad de Cluny, el arzobispo de Reims, el abad de Marsella...) les pidió y suplicó plegarias, puesto que él era “valde invitus cum multo dolore et genitu ac planctu in throno vestro valde indignus sum collocatus”. Era un hombre místico. Quería ser “sirviente de Dios”. “El Espíritu divino — afirmaba— se encuentra presente en todos los acontecimientos”. Se entregaba 60 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) dócilmente a la divina voluntad. Pero era violentísimo contra las injusticias y quiso imponer la verdad, aunque le costara la vida. Tenía un amor especial por la humanidad de Jesucristo y la Eucaristía, asimismo tenía gran devoción a la Virgen María. Y con estos grandes amores estaba también la Iglesia, a la que denomina “Mater nostra et totius christianitatis, ut scitis magistra”. Quería devolver a la Iglesia “nuestra madre y esposa de Cristo, su original libertad y hermosura”. Existe un documento singularísimo en el cual Gregorio VII pretende exponer todo su pensamiento en lo referente a los derechos del papado: es el Dictatus papae, y consta de veintisiete grandes principios, los cuales el Papa pretendía —aunque no tuvo tiempo— desarrollar en un gran tratado. Después de los estudios de Monumenta germaniae historiae, del Dr. W. Peitz que demostraron la autenticidad de este texto —incluido en el famoso registro de cartas del mismo Gregorio VII—, no se puede dudar de que el autor sea el mismo papa Gregorio VII. He aquí el texto: “1. Que la Iglesia romana ha sido fundada solamente por Nuestro Señor. 2. Que sólo el Romano Pontífice debe ser denominado universal. 3. Que sólo él puede deponer o absolver a los obispos. 4. Que su legado preside todos a los obispos en concilio y puede dar sentencia contra ellos, aunque sea de grado inferior. 5. Que el Papa puede deponer a los ausentes (en el concilio). 6. Que no se debe permanecer en la misma casa con quienes han sido excomulgados por él (el Papa). 7. Que sólo él puede, según las circunstancias, establecer nuevas leyes, reunir nuevos pueblos o parroquias (“nuevas plebes”), hacer de una colegiata una abadía, o al revés, dividir un obispado rico y unir obispados pobres. 8. Que sólo él (el Papa) puede usar las insignias imperiales (clara referencia al Constitutum Constantini). 9. Que el Papa es el único a quien todos los príncipes besan los pies. 10. Que su nombre es el único que se recita en las iglesias. 11. Que su nombre (del Papa) es único en el mundo. 12. Que tiene facultad para deponer emperadores (sic). 13. Que tiene facultad para trasladar a los obispos cuando la necesidad lo reclama. 14. Que puede ordenar a un clérigo de cualquier iglesia. 15. Que el por él ordenado puede gobernar otra iglesia y que no puede recibir de otro obispo un grado superior. 16. Que ningún sínodo, sin su mandato, puede llamarse general 17. Que ningún capítulo ni libro canónico sea recibido sin su autoridad. 18. Que nadie puede reprobar la sentencia del Papa, y que sólo él puede reprobar la de todos. 19. Que el Papa no puede ser juzgado por nadie. 20. Que nadie ose condenar a aquel que apela a la Sede Apostólica. 22. Que la Iglesia romana no se equivocó nunca, ni lo hará nunca, según consta en la Escritura. HISTORIA DE LA IGLESIA 61 23. Que el Romano Pontífice, si ha sido ordenado canónicamente, se hace indudablemente santo, como lo atestigua san Ennodio, obispo de Pavía, de acuerdo con muchos Santos Padres según consta en los decretos del papa san Símaco. 24. Que por orden suya y con su licencia es lícito a los clérigos inferiores acusar a sus superiores. 25. Que tiene poder para deponer y absolver obispos, sin reunir la asamblea sinodal. 26. Que no es tenido por católico quien no acepta la Iglesia romana. 27. Que los súbditos no se pueden liberar del juramento de fidelidad prestado.” Todo el anterior texto no se debe considerar como definiciones dogmáticas ni cánones, sino simplemente unos enunciados que según parece debían desarrollarse posteriormente a nivel personal por el papa Hildebrando (Gregorio VII). Pero habrá que exponer cronológicamente los hechos más importantes de la lucha de las investiduras laicas llevadas a cabo por él. En esta lucha observaremos también el pensamiento de este Papa. Lucha contra las investiduras laicas Gregorio VII, el gran reformador, inicia su programa mediante sínodos, como el de Cuaresma del año 1074, en el que se dice: “Ningún clérigo podrá ejercer su ministerio si ha obtenido una prebenda simoniacamente. Los clérigos no podrán tampoco ejercer el ministerio si son incontinentes. Los fieles no irán a los oficios de los sacerdotes simoníacos”. Estos decretos debían ser promulgados por todos los países cristianos de Occidente. El problema estuvo en Alemania, donde Liemar de Bremen se negó a publicar los mencionados decretos romanos. Otón de Constanza incluso permitió que los sacerdotes se casaran públicamente en claro desacato al Papa. Los sacerdotes, en muchas diócesis de Alemania, estaban en contra del celibato; decían que eran más verdaderas las palabras de Jesús que las del Papa: “Jesús decía que no todos son capaces” (Mt. 19, 11). Enrique IV —que todavía no era emperador— reaccionó muy mal. Creyendo que se lesionaban sus derechos de patronato, no hizo caso de los cánones del sínodo romano. Designó simoniacamente a los obispos de Espira, de Lieja, de Bamberg, de Fermo, de Colonia y de Milán. El Papa, preocupado, le pidió que reflexionara y que se animara a participar en Roma en un sínodo en el cual el rey alemán podría pedir perdón por las mencionadas investiduras anticanónicas. Aun así, Enrique IV reunió una dieta en Worms (enero de 1076) en la que se declaró que Gregorio VII no era más que un intruso, un perturbador de la paz de la Iglesia y un falso monje. Un emisario del rey alemán Rolando de Parma, tuvo el despecho de invitar en nombre de Enrique IV al concilio romano de la primavera de 1076 a todos los cardenales y obispos para que eligieran a un nuevo Papa, puesto que aquel 62 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) (Gregorio VII) que presidía el sínodo era un “intruso”, un “falso Papa” y un “depravado falso monje”. Se provocó un gran alboroto entre todos los asistentes en el mencionado sínodo romano. Rolando de Parma corría un grave peligro. Todos acusaban al rey Enrique IV de simonía y de herejía, y su emisario recibía los insultos y alguna que otra lesión de los irritados padres del concilio, pero el Papa lo protegió. A pesar de este acto de benevolencia, Gregorio VII pronunció anatema contra el rey con estas célebres palabras: “¡Oh dichoso Pedro, Príncipe de los apóstoles, inclina, te lo ruego, tus piadosos oídos hacia mí y escucha a tu siervo, al que llamaste desde la niñez y has librado hasta hoy de la mano de los impíos, que me han odiado y odian por mi fidelidad hacia ti! Testigo eres tú y mi señora, la Virgen María y san Pablo, tu hermano, entre todos los santos, de que tu Santa Iglesia romana me obligó, rehusando yo gobernarla; ni subí por codicia a esta sede tuya, sino que más bien yo quise acabar mi vida en un monasterio ‘in peregrinatione’... Dios por tu favor me ha concedido la potestad de atar y desatar en el cielo y la tierra. Animado con esta confianza, por el honor y la defensa de tu Iglesia, en el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con tu poder y tu autoridad, al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que con mucha soberbia se sublevó contra tu Iglesia, le prohibo el gobierno de todo el reino alemán y de Italia, desobliga todos los cristianos del juramento de fidelidad que le han dado o le darán, y mando que nadie le sirva como rey y lo cargo de anatemas, a fin de que todo el mundo sepa y reconozca que tú eres Pedro, y sobre esta piedra el Hijo de Dios viviente edificó su Iglesia, y las puertas del Infierno no predominarán sobre ella”. Esta decisión de Gregorio VII, por la cual el monarca alemán quedaba desposeído de su reino, es un hecho trascendental en la historia. Era la primera vez que un sucesor de san Pedro se atrevía a enfrentarse a un monarca tan poderoso como Enrique IV para decirle: “Tus leyes son tiránicas, injustas, anticristianas; por lo tanto y, en consecuencia ningún cristiano puede obedecerlas”. Esto es lo mismo que declarar destituido al rey. Pero hay que matizar dos cosas: primero, que esta destitución no era irrevocable. Enrique todavía se podía arrepentir, “volver al camino que lo justifique” y recobrar sus derechos “si no se opone al bien del pueblo”. El mismo Gregorio no aconsejaba a los alemanes la elección de un nuevo rey. Los escritos papales dicen que el Papa estaba dispuesto a usar la misericordia y la benevolencia si el monarca se arrepentía. Hay que hacer una segunda consideración: este poder ejercido por el Papa en las cosas temporales no es un poder directo, ni es un poder político. Se trata de un poder espiritual, concedido por Cristo a san Pedro como vicario suyo y transmitido a todos sus sucesores (Mt 16, 19; Ju 21, 17) y a él apela Gregorio VII como fuente y origen “de su derecho”. Pero aquel poder, que en sí es espiritual y que actúa directamente sobre las conciencias, indirectamente puede tener repercusiones en las cosas temporales, civiles y políticas. El Papa no puede deponer a un rey directamente como depone a un obispo; pero cuando lo exige la finalidad propia de la Iglesia, que es la salvación de las almas, en virtud de su poder divino de “atar y desatar” y como pastor supremo de los cristianos, HISTORIA DE LA IGLESIA 63 puede también suspender el gobierno de un monarca y librar los súbditos de la obligación de obedecerlo. Ésta es la argumentación de Gregorio VII. Enrique IV no sólo fue depuesto por el Papa, sino también excomulgado de la sociedad eclesial, es decir, eliminado del cuerpo de la Iglesia. Y por este capítulo el rey también perdía su corona, puesto que la excomunión acostumbraba a incluir la prohibición según la cual los cristianos de ningún modo se podían comunicar con el excomulgado; así imposibilitaba al excomulgado para ejercer su autoridad. Las mismas leyes civiles ordenaban que, si transcurrido un año el excomulgado no obtuviera la absolución, perdía “oficio y beneficio”. “Cuando el anatema pontificio llegó a oídos del pueblo —anota el literato contemporáneo Bozon— todo el mundo romano se estremeció sobrecogido de miedo”, y a quienes preguntaban si el Papa tenía poder para deponer a un rey, Gregorio VII respondía: “¿Es que los reyes no están incluidos, como cualquier cristiano, en aquella palabra universal de Cristo: pasce oves meas?”. Mientras tanto, Enrique IV había salido de Worms a Goslar, donde dictó nuevas órdenes “más crueles contra los sajones”, y acercándose la Pascua quiso celebrarla en Utrecht. Al entrar en la ciudad tuvo noticia de los anatemas que el Papa había fulminado contra él, pero los depreció. El obispo Guillermo de la mencionada ciudad de Utrecht pronunció en la catedral una invectiva llena de injurias contra Gregorio VII, y a continuación el rey anunció un concilio que se debía celebrar en Worms por Pentecostés con el fin de elegir un nuevo pontífice romano, pero nunca se celebró. Los hechos daban la razón al Papa y no al rey. Nadie respondió a aquel llamamiento real para convocar un concilio. Guillermo de Utrecht murió de repente, “como si hubiera sido herido por la mano de Dios”, y a la vez otros obispos y señores partidarios de Enrique IV “fueron tocados por la mano de la muerte”. Los sajones volvieron a las armas. Los príncipes Rodolfo de Suabia, Güelf de Baviera y Bertond de Carintia convocaron una dieta en Tribur (octubre de 1076), a la cual asistieron los legados pontificios Altmann de Passau y Sicard de Aquileia. Algunos de los obispos allí convocados pidieron perdón al Papa por su rebeldía. La dieta hubiera decidido hacer prisionero a Enrique. Sus apresuradas palabras de arrepentimiento no convencían ni gustaban a nadie. Se intentó nombrar un nuevo rey, y así se hubiera realizado si los legados no hubieran actuado con benignidad, hasta conseguir que la última decisión se dejara en manos de una nueva dieta que se celebraría en Augsburgo el 2 de febrero de 1077, bajo la presidencia del mismo Gregorio VII. En ella debía comparecer Enrique y, después de oír ambas partes, el Papa daría sentencia de absolución o de condena. Mientras tanto, el rey debía cesar en el ejercicio de su poder. También se había que evitar el tratamiento con él como excomulgado que era, y no se le permitiría entrar en ninguna iglesia. 64 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Canossa, la gran victoria efímera El rey Enrique IV se vio perdido. Sus súbditos lo dejaron solo. Nadie le obedecía. Todos aplaudieron la decisión del Papa. Era una nueva experiencia: dar cuenta de todas las acusaciones ante una asamblea hostil equivalía a perder definitivamente la corona y toda esperanza de convertirse en emperador. Por otra parte, la ley civil, como observa el cronista Lamberto, lo privaba del reino si no tenía la absolución antes de un año. ¿Qué podía hacer? El astuto Enrique pensó que lo mejor sería humillarse ante el bondadoso Papa y arrancarle de este modo la absolución antes de la dieta de Augsburgo. No había tiempo que perder. “Con el mayor sigilo —según dice la crónica— Enrique IV salió de Alemania un poco antes de Navidad, acompañado de su esposa Berta y su pequeño Conrado. Se dirigió hacia Ginebra y escaló los Alpes por el paso de Mont-Cenis. El invierno era duro y la nieve cubría todos los caminos. En una especie de trineo hecho con la piel de un buey, fueron arrastrados el niño y la reina. El rey, con algunos miembros de su corte, andaban a veces reptando con manos y pies o deslizándose por los lugares más dificultosos, poniendo a veces en peligro de sus vidas, hasta ver Turín y bajar hacia la llanura lombarda”. Gregorio VII que estaba ya de viaje hacia Augsburgo, al saber de la llegada de Enrique se retiró en el castillo de Canossa, al lado de Reggio, propiedad de la condesa Matilde. Enrique se presentó allí el 25 de enero vestido con hábito de penitencia, “deposito omni regio cultu miserabiliter utpote discalciatus et laneis indutus”. Son palabras del mismo Gregorio VII, quien añade que “el rey, con largo llanto, imploraba consolación y favor del pontífice. Tres días estuvo así ante las puertas del castillo, desde el alba hasta la caída del sol”. Entretanto, no le faltaban poderosos intercesores que negociaban con el Papa. Éste dudaba de dar crédito a los propósitos de enmienda de un monarca que tantas veces había sido infiel a su palabra. Pero al fin, vencido por las muestras de compunción y por las insistentes súplicas de la condesa Matilde y de Adelaida de Saboya, prima y suegra respectivamente de Enrique, y por los ruegos del abad Hugo de Cluny, padrino de bautizo del rey, le abrió la puerta y lo perdonó, recibiéndolo en “la comunión” de la Iglesia. Inmediatamente, Gregorio empezó la santa misa, durante la cual administró la eucaristía al monarca arrodillado. ¿Quién triunfó en aquella memorable ocasión? ¿Gregorio VII o Enrique IV? No hay duda: el triunfo moral fue del Papa. Se reveló tan imponente la grandiosidad sacerdotal y pontificia, que el rey más poderoso de Europa se vio obligado a permanecer a sus pies, implorando perdón y misericordia. Y Gregorio VII, que podía con toda justicia proceder como juez y condenar a su enemigo, no actuó sino como padre y como pastor. Aquí culmina la magnanimidad del Papa, o casi diríamos la debilidad de su corazón, porque Gregorio VII no ganó nada. Diplomáticamente, el triunfo fue del astuto Enrique IV, ya que gracias a aquel gesto teatral recuperó el cetro y la corona. HISTORIA DE LA IGLESIA 65 Alguien ha dicho que fue un gesto teatral, pero quizás esta expresión sea inexacta, porque bien pudo ser que los sentimientos de penitencia de Enrique fueran sinceros, aunque superficiales. Parece ser que aquel rey era tan voluble, que en el momento en que se vio rodeado por sus partidarios echándole en cara su actitud humilde y sumisa ante Gregorio VII, volvió a las suyas. ¿Cuál fue el carácter de la reconciliación de Canossa? ¿Puramente religioso o también político? Tres años después Gregorio VII diría que su intención sólo fue readmitir a Enrique en la comunión de la Iglesia, pero no devolverle su poder y funciones reales. El Papa, según el historiador Arquillière, distinguió entonces y separó perfectamente el aspecto religioso y el político del problema. A Fliche-Martin, en cambio, no le parece tan claro el asunto, porque Gregorio VII siguió tratándolo como un rey, y en el documento que le hizo firmar en Canossa (“Ego Heinricus Rex”) no consta de forma demasiado precisa la obligación de abstenerse del gobierno mientras no fuera a dar cuenta de sus posibles delitos en la dieta de Augsburgo. Gregorio VII contra Enrique IV de Augsburgo Aquella dieta no se pudo celebrar por culpa del rey y de sus partidarios, los obispos simoníacos de la Lombardía, que interceptaron las rutas del pontífice. Entonces, los príncipes alemanes, disgustados por el gesto absolutorio de Canossa, y siendo todavía libres del juramento de fidelidad a Enrique IV por la decisión del concilio romano (1076), se reunieron en Forscheim, cerca de Bamberg (marzo de 1077) y proclamaron depuesto a Enrique eligiendo rey de Alemania a Rodolfo de Suabia. Así estalló la guerra civil. Al Papa le disgustó la nueva elección no por el hecho de que Rodolfo no estuviera animado de los mejores sentimientos a favor de la Iglesia, sino porque el Papa debía ser el árbitro conforme a lo establecido en la dieta de Tribur, y porque todavía tenía esperanzas de que Enrique se arrepintiera sinceramente y conservara la corona. Ahora procuró mantenerse neutral, y lo mismo encomendó a sus legados. A pesar de todo, visto el procedimiento antieclesiástico de Enrique IV, el legado papal Bernardo de Marsella, de acuerdo con el arzobispo de Maguncia y otros prelados, lanzó de nuevo una sentencia de excomunión contra Enrique IV y reconoció la legitimidad de Rodolfo (noviembre de 1077). Los dos monarcas rivales enviaron sus representantes al concilio romano que tuvo lugar en la Cuaresma del año 1078, en el cual se dictarían leyes contra la simonía y la investidura laica. En el de 1079 los enviados de Rodolfo acusaron al partido contrario de graves ofensas contra la religión. Pero el Papa no quiso decidirse ni en pro ni en contra de ninguno hasta que el cardenal obispo de Albano y el obispo de Padua fuesen a Alemania y en un coloquio con los príncipes se informasen “cui amplius justitia faceret”. Pero Enrique, empleando contratiempos en el viaje de los legados y mediante otras maniobras, consigue impedir este coloquio. 66 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Entonces, Gregorio VII convoca en Roma el concilio ordinario de Cuaresma, y el 7 de marzo del año 1080 fulmina de nuevo el anatema solemne contra Enrique, “a quien llaman rey, y contra todos sus fautores”. Lo priva de toda potestad y dignidad reales, y manda de nuevo que ningún cristiano le obedezca. A su vez, a Rodolfo le concede la potestad y dignidad del reino. Desgraciadamente, no por eso se dio por acabada la guerra que había en Alemania. Enrique había recuperado a muchos partidarios, y con el apoyo de las disciplinadas tropas de Bohemia, se había hecho amo de casi toda Baviera, Franconia y el Rin, nombrando simoniacamente a los obispos que quería en aquellas regiones. Rodolfo se tuvo que refugiar en Saxonia y Turíngia. Enrique IV respondió al anatema del Papa con un furibundo conciliábulo en Brixen (25 de junio del año 1080) al cual asistieron treinta obispos alemanes y lombardos. Los que allí se congregaron firmaron un decreto de deposición contra el pobre Gregorio VII, acusándolo de magia, herejía, simonía y pacto con el demonio. Después, en presencia de un único cardenal, ya depuesto y excomulgado, Hugo Cándido, eligieron a un antipapa: el excomulgado Guiberto, arzobispo de Rávena, que tomó el nombre de Clemente III. Parecía que la suerte definitiva se tendría que decidir en el campo de batalla y de la manera más imprevista. El 15 de octubre los ejércitos de Enrique trabaron una dura batalla en las orillas del Elster, y fueron derrotados por los sajones, pero entre las bajas del campo enemigo se encontraba Rodolfo, herido de muerte. Enrique ya se sentía bastante poderoso como para bajar a Italia, y lo hizo en la primavera del año 1081, llevándose con él al antipapa. Celebró la Pascua en Verona y se hizo coronar rey de Lombardía en Milán. El 21 de mayo se encontraba a las puertas de Roma, pero no pudo entrar porque sus tropas eran escasas y los romanos se mantuvieron fieles a Gregorio VII. Pero Enrique IV se hizo coronar emperador por el antipapa en un pabellón fuera de las murallas. Enrique IV volvió a la Lombardía y declaró la guerra a la condesa Matilde, siempre ésta favorable a Gregorio VII, mientras en Alemania se levantaban sus adversarios y, con el apoyo de los sajones, elegían rey a Herman de Luxemburgo (elección poco acertada) contra las normas que dio el Papa a sus legados. Enrique bajó otra vez a Roma en la primavera siguiente y trató de incendiar la basílica de San Pedro, aunque inútilmente. El tercer intento se dió en el verano del año 1083, esta vez con un ejército más poderoso, y consiguió hacerse amo de la basílica Vaticana y de la ciudad leonina, mientras Gregorio VII resistía en el castillo de San-Ángelo (3 de junio de 1083). El rey quiso entrar en negociaciones con el pontífice, pero éste se negó a ceder lo más mínimo, hasta que aquel diera pública satisfacción de sus delitos “a Dios y a la Iglesia” que nunca la dió. Enrique IV se retiró a la Toscana para presentarse de nuevo, por cuarta vez a Roma, en marzo de 1084. Ahora, a base de armas y de dinero, se apoderó HISTORIA DE LA IGLESIA 67 prácticamente de toda la ciudad. Al Papa sólo le quedaba la fortaleza de San-Ángelo. Guiberto de Rávena, el antipapa Clemente III, entronizado ya en Laterano, puso la corona imperial sobre la cabeza de Enrique IV y la de su esposa (31 de marzo, fiesta de Pascua). ¡Roma era suya! Parecía que todo iba contra el auténtico papa reformador Gregorio VII. Pero Enrique IV no había logrado tener de su parte a los normandos. El duque de estos, Roberto Guiscardo, se reconcilió con Gregorio VII, de modo que los normandos abandonaron sus luchas contra los bizantinos en las costas ilíricas para acudir a defender el Papa con un fuerte ejército. Enrique y el antipapa huyeron a combatir contra la condesa Matilde. Los normandos entraron al grito de “¡Guiscardo!” en una Roma aterrorizada por aquellos “bárbaros”. Miles de romanos fueron hechos prisioneros o vendidos como esclavos. Los invasores saquearon la ciudad, comprometiendo así la autoridad papal y enemistando el Papa con el pueblo de Roma. Gregorio VII tomó posesión de su palacio de Laterano, pero no creyó prudente ni oportuna su presencia en la ciudad, de modo que se retiró a Montecasino y después a Salerno. Gregorio VII no se dio por vencido, ni siquiera cuando supo que Clemente III había entrado en Roma y había celebrado misa en San Pedro el día de Navidad de 1084. Entonces, en aquel momento, Gregorio VII reunó un concilio en Salerno para continuar la lucha contra la simonía, la tiranía y el cisma, excomulgando de nuevo a Enrique y al antipapa. Con el objeto de notificar a los católicos esta sentencia, envió sus legados: Pedro de Albano a Francia y Eudo de Ostia a Alemania. Y sintiendo que el día de su muerte estaba ya cercano, escribió una conmovedora y solemne encíclica a toda la cristiandad, exhortando sus fieles hijos a amar y venerar la iglesia de Roma, madre y maestra de todas las iglesias, implorando para todos la bendición de Dios y la gracia, y a la vez la luz del espíritu, el amor y la caridad. Con todo, la impresión de sus últimos días parece ser de soledad, o como él dijo, de destierro. Sus últimas palabras, si tenemos que creer al cronista Pablo de Berried, fueron: “Amé la justicia y he odiado la iniquidad; por eso muero en el destierro”. Era 25 de mayo de 1085 cuando el gran luchador entró en la Jerusalén celestial, para recibir el premio a sus fatigas. Fue el gran reformador, el don divino que Dios envió a su Santa Iglesia. 8. VICTORIA PAPAL: EL TRATADO DE WORMS • Hacia la libertad de la Iglesia • Gelasio II y Calixto II • El pacto de Worms Hacia la libertad de la Iglesia Desde la muerte de san Gregorio VII (Salerno, 25 de mayo de 1085) hasta la aceptación de la elección de Víctor III (marzo de 1087) la sede de Roma permaneció vacante. El nuevo Papa —sucesor de Gregorio VII— era el famoso Desiderio, buen amigo de los normandos. Siendo abad de Montecasino, llevó el monasterio a su máximo esplendor cultural y religioso. Fue el brazo derecho del papa Esteban IX, el cual lo nombró cardenal. Su elección como Papa fue muy dificultosa, ya que el antipapa Clemente III tenía el apoyo del bando alemán del rey Enrique IV. Fue elegido en Capua en el mes de marzo del año 1087 y consagrado obispo de Roma, cuando las tropas germánicas estaban lejos de la ciudad. A continuación Víctor III se refugió en Benevento, puesto que los partidarios del antipapa entraron de nuevo en Roma. En Benevento celebró un sínodo en el cual excomulgó al antipapa Clemente III y a algunos partidarios extremistas gregorianos (Hugo de Lyon y Ricardo de San Víctor). Fallecería poco después, el 16 de septiembre de 1087. Duró muy poco, pero su paso por la Iglesia se hizo notar. Pasó medio año más hasta que los reformadores eligieron a un nuevo Papa en Terracina: el cardenal obispo Odón de Ostia. Éste tomó el nombre de Urbano II. Era el 12 de marzo de 1088. Odón nació en Chàtillon en el año 1035, y se formó como clérigo en la escuela de San Bruno de Reims. En el año 1070 ingresó en Cluny y también fue prior. Gregorio VII lo nombró cardenal y posteriormente lo 70 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) envió como legado a Alemania. Una vez creado Papa, Urbano II quiso proseguir la Reforma. Aun así, su temperamento y sus circumstancias eran diferentes a las de Gregorio VII, y se produjo una amplia literatura a favor y en contra de la Reforma; en ella se encuentran expresiones exageradas tanto entre los partidarios de Gregorio VII como entre los de Clemente III. Éste, no obstante su elección anticanónica, también luchaba enconadamente contra la simonía y el nicolaísmo. Se pretendía una reconciliación. Y el propio Urbano II tuvo algún gesto, como por ejemplo las instrucciones a su legado de Alemania Gebhardo, obispo de Constanza, para aplicar la dispensa de impedimentos a quienes hubieran recibido las órdenes de manos de algún obispo simoníaco. Desde el otoño del año 1088 Urbano II residió en la isla del Tíber, en Roma. Y el verano de 1089 consiguió posesionarse de Roma y coronarse solemnemente en el Vaticano. Pero su poder era efímero, puesto que la facción a favor del antipapa en Roma era muy fuerte, de tal modo que Urbano II sólo con dinero consiguió posesionarse del palacio Laterano (año 1094) y del castillo de San-Ángelo (año 1098). Las luchas contra Enrique IV fueron muy desiguales: a pesar de que entre los años 1092 y 1097 favorecieron al Papa, puesto que el rey alemán sufrió la derrota cerca de Canossa (a. 1092) y una liga de ciudades (Milán, Cremona, Lodi y Piacenza) cortaron la retirada del monarca, y aun su propio hijo Conrado y su esposa Práxedes se revelaron contra el mismo Enrique IV. Éste no pudo volver a Alemania hasta el año 1097, cuando se rompió el círculo impuesto por sus adversarios en las ciudades de Padua y Verona. Gran mérito de Urbano II fue el haber distinguido entre las investiduras laicas y la simonía. Arremetió duramente contra estos abusos. En este sentido hay que destacar el sínodo celebrado en Melfi en el año 1098, y sobre todo el famoso concilio de Clermont iniciado el 28 de noviembre de 1095. En ellos no sólo se reafirmaron los decretos de Gregorio VII contra la investidura laica, sino que muy especialmente se determinó que ningún clérigo (obispo, sacerdote...) nunca podía rendir vasallaje a un señor laico ni aún siendo rey o el propio emperador. Así se aseguraba la libertad para la Iglesia. Aquellos decretos de Melfi y Clermont fueron reforzados en el concilio de Ruán (1096) y en los posteriores de Urbano II: de Poitiers (1100) y de Troyes (1107). En el concilio de Roma del año 1099 no sólo prohibía la investidura, sino que se excomulgaba a los investidos y a quienes investían, así como al obispo que ordenaba a alguien que hubiera recibido anteriormente la investidura laica. Urbano II murió el 29 de julio de 1099, dos semanas después de que los croatas conquistaran Jerusalén. Sólo 16 días después fue constituido Papa Reinaldo de Bieda, tomando el nombre de Pascual II (1099-1118). Reinaldo pertenecía a un monasterio del Císter. Recordemos que en los concilios del papa Urbano II ya se prohibió que un clérigo rindiera homenaje feudal a un laico, y Pascual II insistió en la misma prohibición. HISTORIA DE LA IGLESIA 71 El joven Enrique V —que sucedió a Enrique IV por la abdicación de éste en la dieta de Maguncia en el año 1105— al principio se mostró favorable a la Reforma y a pactar con el Papa, pero no fue así durante mucho tiempo, especialmente cuando el rey alemán vio que el Papa se llevaba demasiado bien con el rey francés Felipe I. Durante las conversaciones entre Enrique V y Pascual II en Roma el verano del año 1110, ya se distinguió lo que era el oficio espiritual de la posesión temporal, como ya había dictado san Oleguer —célebre obispo de Barcelona— en varios concilios generales. Pascual II reconocía que el rey podía tener derecho sobre las regalías, es decir, sobre los bienes y derechos del reino traspasados a los obispos, pero no aceptaba que el rey también se quedara con el derecho a la investidura. Hacía falta que estas investiduras las otorgara la competente autoridad eclesiástica. En las conversaciones privadas entre el rey y el Papa, este último acordó que la Iglesia renunciaría a todas las regalías y se quedaría con los tributos puramente eclesiásticos (décimas, censos eclesiales...), y así era cómo la Iglesia -afirmaba el Papa- podría disfrutar de todos los bienes que le fueran otorgados por los particulares. Por parte del rey se renunciaba al acto de la investidura laica. El pacto era irrealizable y utópico: los obispos no aceptarían renunciar a las regalías, y menos aun cuando esta renuncia provenía de un mandato papal. A pesar de todo, se firmó un pacto —siempre en secreto— el 9 de febrero de 1111 en la ciudad de Sutri. El papa Pascual II y Enrique V se pusieron de acuerdo para que este decreto (o pacto) no se promulgara hasta que Enrique fuera coronado emperador. Se acordó también que la coronación se celebraría el 12 de febrero del mismo año en la basílica de San Pedro de Roma. Todo estaba preparado para la coronación. Pero antes de iniciarse las ceremonias se leyó el pacto entre el Papa y el candidato al Imperio. Fue tanto el alboroto que provocó esta lectura por parte de los obispos y la corte alemana, que Enrique V cambió el texto y sólo exigía que se le coronara, sin embargo retenía la investidura laica. El Papa quiso doblegarse, y Enrique V consideró que el anterior pacto ya no servía y que había que iniciar de nuevo las negociaciones. Éstas fueron muy violentas y acabaron con el encarcelamiento del Papa y de los cardenales. Una vez fuera de Roma, encarcelados todavía el Papa y los cardenales en la ciudad de Mammolo, el rey arrancó de Pascual II la firma de un nuevo pacto llamado ‘privilegium’, al cual los opositores del rey le pusieron el despectivo nombre de ‘pravilegium’. En él el Papa concedía al rey la investidura con el anillo episcopal y el báculo después de la elección canónica y antes de la consagración. En este pacto el Papa también juraba que nunca excomulgaría a Enrique V, y que le coronaría emperador el 13 de abril de 1111. Pero este pacto —en la referencia explícita de la investidura con el anillo y el báculo— también era utópico, puesto que por más que fue firmado por el Papa, el gran sector reformista de Italia, Francia e Inglaterra, y los reyes de estos dos países no querían admitir un privilegio como este, que suponía de agravio comparativo. El Papa —al cual se le había hecho violencia arrancándole esta concesión— no estaba obligado a seguir tal privilegio. Por todo esto se afirmaba que hacía falta que se excomulgara al emperador como hereje, y así osó hacerlo el arzobispo 72 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) de Vienne y dos cardenales legados papales en Alemania en los años 1112 y 1115 respectivamente. Pero el Papa no reaccionó hasta el sínodo romano del año 1116, cuando él mismo condenó el ‘pravilegium’ y renovó la prohibición de la investidura bajo una clara amenaza de excomunión. A pesar de las insistentes persecuciones imperiales, esta fue su postura hasta la muerte del Papa el 21 de enero de 1118. Pascual II fue un gran Papa que intervino en el nombramiento de san Oleguer como obispo de Barcelona. Gelasio II y Calixto II El 24 del mismo mes fue elegido papa el canciller Juan, antiguo monje de Montecasino miembro de una distinguida familia de Gaeta. Se impuso el nombre de Gelasio II (1118-1119). Era un gran hombre, pero cayó en desgracia: encarcelado varias veces por sus enemigos, los Frangipani, tuvo que pasar gran parte de su corto pontificado fuera de Roma. Después de la muerte del antipapa Clemente III con connivencia con el mismo emperador, los adversarios de Gelasio II eligieron antipapa al obispo de Braga, un tal Mauricio que se puso el nombre de Gregorio VIII a pesar de que todo el mundo lo conoció con el nombre de Burdinus, es decir, “asno”. El auténtico papa Gelasio II, inseguro en Roma, se fue a Francia, y murió el 29 de enero de 1119 en Cluny. Allí mismo, los cardenales que asistieron al moribundo Papa, eligieron al arzobispo Guido de Vienne el día 2 de febrero. Éste tomaría el nombre de Calixto II (1119-1124), y una vez reconocido por los otros cardenales de Roma, fue aceptado por la Iglesia católica como verdadero Papa. Calixto II fue un gran defensor de la Reforma. Primero intentó reconciliarse con el emperador levantándole la excomunión que le había impuesto el anterior Papa. En el mes de abril del año 1119 se entrevistaron el Papa y el emperador en Mouson; éste exigía que se le concediera el vasallaje de los obispos y la investidura de las regalías. El Papa no aceptó la propuesta del emperador, y el verano de 1120 el nuevo Papa entró triunfal en Roma, logrando vencer al antipapa Gregorio VIII, que como castigo fue enviado a un monasterio. Ahora la paz con el emperador no se hizo esperar. Ablandado por guerras civiles, en otoño de 1121 Enrique decidió confiar a los príncipes alemanes las negociaciones preparatorias con Roma. A Calixto le pareció bien y envió tres cardenales a Alemania; entre ellos se encontraba el futuro papa Lamberto de Ostia. Después de catorce días de difíciles deliberaciones, el 23 de septiembre de 1122 se acabó el pleito de las investiduras gracias al concordado de Worms. El pacto de Worms En el pacto (denominado también concordado) de Worms, Enrique V renunciaba a la investidura con el anillo episcopal y el báculo, pero conservaba el derecho a la investidura de las regalías que se hiciera con el cetro. Había que distinguir: en Alemania inmediatamente después de la elección se procedía a las dos investiduras (eclesiástica y laica); y en cambio para los obispos de Borgoña y del reino de Italia, el cetro (investidura laica) se entregaría a los seis meses después de la consagración. El rey no intervendría en la elección canónica y por supuesto tampoco en la libre consagración posterior, pero le quedaba un influjo esencial sobre la elección en el territorio alemán, y era que estas elecciones debían tener HISTORIA DE LA IGLESIA 73 lugar en su presencia o en la de sus plenipotenciarios y, en caso de elección discrepante, él la decidiría con ayuda de los metropolitanos y sufragáneos a favor de la ‘pars sanior’. Los dominios de la Iglesia romana (el Patrimonium Sancti Petri) quedaban excluidos de las determinaciones del concordado. El concordado, que, a pesar de algunos defectos, será uno de los mejores pactos internacionales o tratados de la historia occidental, constaba de dos documentos: uno contenía las concesiones del emperador a Calixto II y el otro las del Papa a Enrique V; circunstancia que favoreció en sectores eclesiásticos la opinión de que a la muerte de Enrique el privilegio papal se extinguiría. Esta tesis, defendible desde el punto de vista formal (y todavía defendida por algunos autores modernos), no podía, sin embargo, prevalecer contra la naturaleza y fundamento más profundo del tratado. No se trataba de garantizar situaciones papales de favor, sino del antiguo derecho imperial que el Papa tuvo que confirmar. Ambas partes, a pesar de todo, pudieron buscar posteriormente el modo de alterar los acuerdos en favor propio según la situación de poder; pero la sustancia del concordado se mostró como base firme de derecho. El Papa y el emperador hicieron confirmar el tratado en sus esferas jurídicas específicas: el emperador lo hizo con los príncipes seculares en la dieta de Bamberg, en el año 1122, y el Papa por el concilio de Laterano, abierto en marzo de 1123 al que asistió en lugar preferente el obispo Oleguer de Barcelona. La resistencia sustentada por los “gregorianos estrictos” fue vencida por Calixto II al declarar que las concesiones a Enrique V no debían ser aprobadas, sino sólo toleradas a causa de la paz. Todo dependía de la actitud que en el futuro se tomara ante los problemas que el tratado conllevaba y que todavía no estaban teóricamente dominados. Por parte de los antiguos campeones de la Reforma, no se podía esperar la elasticidad que requerían los nuevos tiempos, la expresión de los cuales era también, y sobre todo, el concordado. La Iglesia romana necesitaba fuerzas jóvenes de impulso. Calixto al menos parece haberlo intuido, puesto que poco antes del concilio elevó entre otros al francés Aimeric a cardenal diácono, y le encomendó (antes del 8 de mayo) el cargo de canciller, el más importante de la curia. Este hombre importante, amigo de san Bernardo y de Guido, prior de los cartujanos, llevaría la Iglesia romana a un nuevo estadio de reforma. El concilio de Laterano del año 1123 fue el último de los sínodos generales que organizados desde san León IX por los papas para tomar, junto con los obispos de diferentes países, decisiones de obligación general. Sin distinguirse objetivamente de ellos, este ha sido el único que fue reconocido como ecuménico, o sea como noveno concilio ecuménico y primero de Laterano, iniciándose un nuevo periodo en el que, a partir de ahora, los papas decidirían, en el consistorio las cuestiones más importantes de la Iglesia, con los cardenales y los obispos casualmente presentes a la curia romana. Su carácter conclusivo aparece también claramente en sus decretos. Todo lo que la Reforma había dispuesto anteriormente contra el matrimonio de los sacerdotes, contra la simonía y el 74 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) dominio de los laicos sobre la Iglesia y bienes eclesiásticos, sobre la paz de Dios y los derechos y deberes de los cruzados... absolutamente todo se encuentra aquí magníficamente reunido. Es así cómo la Reforma ya iniciada por los papas alemanes (especialmente por León IX) en este concilio ecuménico llegaba a la máxima expresión. ¡Pero había que aplicarlo! En cuanto a las iglesias propias, ya en tiempos de Gregorio VII se determinó en el sínodo de otoño del año 1078 que los laicos se exponían a caer en pecado si retenían las iglesias en propiedad, especialmente si ellos se quedaban con los diezmos. En un sínodo de Girona del mismo año 1078 se repite la prohibición contra los laicos que tuvieran estas iglesias, y más todavía si ellos recibían las oblaciones de los fieles. A pesar de todo, sabemos que había iglesias propias en muchos lugares de Cataluña, como es el caso de Sant Vicenç de Sarriá, a la que los condes Ramon Berenguer I ‘el viejo’ y su esposa concedieron la mencionada iglesia cum omnibus decimis et oblationibus fidelium (véase nuestro estudio: Sant Vicenç de Sarriá, Catàleg Monumental de l’Arquebisbat de Barcelona, vol. IV pág. 29). Pero poco a poco las iglesias propias fueron desapareciendo, o al menos se convirtieron en iglesias de patronato. Esta última figura —cuya existencia en la iglesia se alargará hasta el concilio Vaticano II— era mucho más benigna. Esta nueva institución (el patronato) obviamente es más aceptable que la institución de las iglesias propias que tantos quebraderos de cabeza provocaron a los partidarios de la Reforma. ¡Al final ésta venció! 9. CONSECUENCIAS DE LA REFORMA GREGORIANA • • • • • • La Iglesia latina tras la Reforma gregoriana La colegialidad episcopal El deterioro de la organización metropolitana Auge de la devoción a san Pedro La exención de los monasterios y de los obispados Las colecciones canónicas La Iglesia latina tras la Reforma gregoriana La Iglesia, tras la Reforma gregoriana, imprimió a toda la sociedad europea un sensible aliento espiritual y un profundo cambio. En primer lugar se logró la libertad en la Iglesia en los nombramientos de los obispos, abades y rectores de iglesias, que después se acentúa, evocando los orígenes del cristianismo y los dos valores evangélicos tradicionales: la pobreza y la oración. La libertad, la pobreza franciscana y el regreso a la oración propagado por los monjes blancos (Císter) son los pilares del nuevo movimiento renovador evangélico que nace de la Reforma gregoriana. Se desea volver a la autenticidad primitiva: su fuente inspiradora serán los evangelios y la vida apostólica de la Iglesia primitiva. Toda Europa occidental, al reformarse la Iglesia, se transforma. El movimiento reformista gregoriano penetró profundamente en los fundamentos de la sociedad. Se nota el cambio, e incluso en algunos casos la ruptura. En aquellos tiempos (siglo XII) a vida de la Iglesia había tomado otro rumbo e iba por otros caminos, también en lo referente a su organización. Aun así, la Reforma provocó una gran ruptura con lo que podríamos denominar el ‘antiguo régimen eclesial’ fundado en el ejercicio de la colegialidad episcopal. Así se abría un nuevo periodo que perduraría hasta el concilio Vaticano II. Por un 76 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) proceso histórico —muy largo e intrincado— se alcanza la máxima supremacía papal. Roma, tras la Reforma gregoriana, logra la libertad en las investiduras y controla una de las piezas más esenciales de la estructura eclesiástica primitiva: los metropolitanos con sus sínodos. La Reforma impone que aquellos candidatos y los electos para ocupar las sedes metropolitanas, antes de ser constituidos arzobispos deben jurar obediencia al Papa. Las funciones propias del metropolita (ordenar obispos sufragáneos, convocar sínodos, supervisar las diócesis de la provincia eclesiástica, aceptar apelaciones...) que antes no se recibían de Roma, ahora son solicitadas respetuosamente al Papa. Los sínodos provinciales ya no pueden ser convocados por el metropolitano, sino sólo por el Papa. Las decisiones o cánones deberán ser aprobados desde Roma para que tengan validez. Los arzobispos, que antes eran la cabeza de la provincia eclesiástica, así se convertirán en simples vicarios del Papa. La vivificante comunión con Roma, que se convertirán así en un elemento esencial en toda la historia de la Iglesia, que dictaba las relaciones intereclesiales, se convertirá en un férreo lazo jurídico que deteriorará el antiguo régimen autóctono de las iglesias particulares o locales. En tan importante cambio concurren varios factores históricos: la concesión papal del palio (insignia de poder supraepiscopal) a los arzobispos, la exención de los monasterios, la canonización de los santos, el auge de la devoción a san Pedro y la compilación de las leyes eclesiásticas. La reforma gregoriana supuso, además, la victoria del estamento clerical frente al laical. De aquí que se transformó el anterior sistema existente de las mutuas relaciones entre la clerecía y los laicos. Esta transformación era necesaria, pero podía derivar —como así fue— en un peligroso desequilibrio entre ambos estamentos. Era necesario que los clérigos no asumieran el protagonismo exclusivo en la Iglesia tras la victoria de las investiduras. La santidad profética de san Francisco de Asís, y los intentos de una mayor autenticidad evangélica, como la de Valdés, fueron decisivos. La intervención de los laicos en la vida de la Iglesia podía comportar algunos riesgos, pero el papel exclusivo de la clerecía hubiera podido sofocar la inspiración siempre renovada del evangelio. Muchas veces las voces de los renovadores fueron ferozmente acalladas mediante sistemas que, tanto hoy como en cualquier periodo de la Iglesia, se deben considerar inadmisibles. Cuando los miembros de la misma Iglesia aceptan sin más la violencia, pecan. Es un gran pecado contra el evangelio. Las circunstancias históricas nunca pueden justificar un sistema basado en la violencia, por más que éste sea llamado ‘cruzada’, o ‘santa inquisición’. Francisco de Asís es el gran modelo de equilibrio entre los cambios y el profundo amor por la Iglesia tradicional. Acepta las nuevas inquietudes de los laicos, identificándose con ellos, pero no olvida que él es diácono, servidor de todos sus hermanos. Es la gran figura de la posreforma gregoriana. En él se sintetizan los más genuinos valores evangélicos, sumergiéndose en la época de los grandes cambios y de las rupturas profundas. HISTORIA DE LA IGLESIA 77 La colegialidad episcopal Hoy —en el siglo XXI— se viven en la Iglesia dos formas que parecen antagónicas: el centralismo romano y la todavía incipiente y renovada colegialidad episcopal. Se buscan fórmulas válidas y nuevas, con las cuales se puedan sincronizar los dos principios, ambos teológicamente innegables: la comunión vivificante del primado del sucesor de Pedro y la plena corresponsabilidad eclesial del colegio de obispos, presidido por el Papa. De estos temas ya habló el actual papa Benedicto XVI en los primeros cien días de su pontificado. Existen varios elementos integrantes de esta doble realidad (primado papal y colegialidad episcopal) que deben definirse teológica y jurídicamente. Nos referimos explícitamente, por una parte al primado del Papa y a los dicasterios romanos, y por otra al colegio episcopal y a su ejercicio colegial, concretado en las conferencias episcopales y los sínodos de los obispos. Estos elementos constitutivos y esenciales (primado y colegialidad) de nuestra Iglesia, no son antagónicos ni deben descuidarse en una visión católica. El mismo Jesucristo —su fundador— quiso que la Iglesia fuera presidida por el Papa y a la vez fuera colegial. Le concedió a Pedro —piedra y fundamento de su Iglesia— el poder de las llaves y envió los apóstoles a predicar y a fundar iglesias por todo el mundo. A través de los tiempos, la Iglesia ha vivido y practicado tanto la colegialidad episcopal como el primado. Son dos notas esenciales. Pero sería absurdo negar que en algunas épocas se haya acentuado más un elemento que otro. Así, en el régimen eclesial que imperó desde el mismo inicio de la organización eclesiástica en las diócesis y obispos hasta el siglo XII, en Occidente predominó la colegialidad, o mejor dicho el ejercicio de la misma al menos teóricamente. En este periodo —exceptuando los largos siglos de cisma en algunas regiones— existía, ciertamente, una unión efectiva con Roma; pero las iglesias locales eran en gran parte autóctonas y su organización estaba basada en dos importantes instituciones: las provincias metropolitanas y los sínodos provinciales y nacionales. No fue así después de Inocencio II (1143); se produjo un profundo cambio. Diríamos, una ruptura del antiguo régimen eclesial, puesto que en él, a mediados de siglo XII y especialmente en el pontificado de Inocencio III (11981216), las iglesias locales en muchas de sus funciones dependían directamente de Roma. El Papa se reservaba muchos derechos eclesiales. Este cambio es fruto de una interesante pero intrincada evolución histórica, en la cual existen múltiples factores de tipo eclesiástico, teológico, jurídico y sociológico. Los siglos X-XII son decisivos en el proceso de la mencionada evolución. Se dio una paradoja: el periodo de la gran decadencia del papado —el siglo X o ‘siglo de hierro’— influye extraordinariamente en el centralismo romano. La explicación de este aparente enigma la encontramos en el mismo contexto histórico de aquella época. Por una parte era preferible depender de Roma que de un poder civil o eclesiástico que estuviera demasiado cerca y vinculado a las respectivas iglesias locales. Roma quedaba muy lejos; su inspección —especialmente ante unos papas demasiado preocupados por el poder temporal y las constantes intrigas— era prácticamente nula. Depender de Roma equivalía a la independencia. De 78 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) aquí el gran aprecio a la ‘libertas romana’. Por otra parte no se podía olvidar que el gran peligro al cual la Iglesia estaba humanamente abocada, era la excesiva dependencia y sumisión al poder temporal, es decir a los señores laicos feudales. Por este motivo hay que juzgar muy beneficioso y providencial el proceso centralizador de los papas gregorianos (desde el pontificado de Clemente II, 1046, al pontificado de Calixto II, 1124). Aun así, cuando estos papas centralizan, controlan, y en parte, deterioran el antiguo régimen colegialsinodal de las iglesias particulares, también son defensores de los más altos intereses de la Iglesia: la independencia de la misma en el peculiar ejercicio y misión espiritual encomendada por Jesucristo. La mencionada evolución histórica favoreció y vigorizó el primado papal. La colegialidad episcopal quedó disminuida y su ejercicio prácticamente anulado. Las circunstancias históricas y la defensa de tan relevantes valores (la independencia y la reforma de la Iglesia) justificaron circunstancialmente la victimación del ejercicio de la colegialidad episcopal en sus formas más genuinas y de plena corresponsabilidad eclesial, así como en la autogestión de las provincias eclesiásticas. Pero al cambiar las circunstancias históricas, especialmente al conseguir los papas gregorianos la independencia eclesiástica heroicamente conquistada, hubiera tenido que restablecerse el ejercicio de la colegialidad, ¡y desgraciadamente no fue así! El sincero deseo de cambio o, mejor dicho, el intento de reformar el antiguo régimen colegial, no ha sido una realidad hasta la declaración anteriormente mencionada del concilio Vaticano II. Hoy se intenta —a pesar de que difícilmente se consigue— el equilibrio práctico entre la colegialidad y el primado. Los papas postconciliares (de Pablo VI hasta Benedicto XVI) señalan su deseo de adaptar el antiguo régimen colegial a las circunstancias actuales y al proceso de la teología actual. Sin embargo, posiblemente se olvidan que los estudios históricos de la Iglesia deben proporcionar una importante contribución a esta adaptación o puesta en práctica de la colegialidad. Ésta se vivió muchas veces pacíficamente, durante muchos siglos, en el seno de la Iglesia. La historia debe explicar cuáles fueron los cambios que se realizaron y el porqué de los mismos, y mostrar las posibles fórmulas de adaptación al momento actual. Es preciso reivindicar para la Iglesia el pleno ejercicio de la colegialidad. Posiblemente no habrá que inventar nuevas fórmulas para vivirla; se pueden tomar algunas de las antiguas, las de los doce primeros siglos de la Iglesia quizá, posiblemente, todavía válidas. Al menos lo sería su principio teológico y jurídico: la corresponsabilidad episcopal ejercida en sínodos provinciales y nacionales. Hoy se denominan conferencias episcopales y sínodos de los obispos, pero indican una misma realidad: la colegialidad episcopal. No se niegan los derechos y prerrogativas del primado del Papa. En otras épocas —muy recientes— el tratar esta problemática podía interpretarse (erróneamente) como una restricción o negación de las legítimas atribuciones papales. Las HISTORIA DE LA IGLESIA 79 iglesias particulares o locales, sin la vivificante comunión con Roma, dejarían de formar parte de la Iglesia fundada por Jesucristo. Pero hoy, el concilio Vaticano II exige mayor clarificación y delimitación de las prerrogativas papales. El no hacerlo sería conceder un título (la colegialidad episcopal) a la Iglesia vacío de toda realidad. Así lo han manifestado los últimos papas y el actual Benedicto XVI (2011). Los padres del concilio Vaticano II se lamentaban de la carencia de estudios científicos que presentaran la fundamentación histórico-teológica de la colegialidad. En los años posteriores al Concilio se han producido graves conflictos entre los dos sectores eclesiásticos: los partidarios de una Iglesia más centralizada y los favorables de una colegialidad episcopal. Entran en juego dos concepciones de la eclesiología aparentemente contradictorias, y posiblemente —es justo decirlo— en ambas visiones de la Iglesia se esconden no pocos intereses quizás poco justificables, como puede ser el desmesurado afán de poder y de derechos extrañamente adquiridos. El posible capítulo de la historia interna de la Iglesia de las últimas décadas del siglo XX y primeras décadas del actual siglo XXI, se debería enmarcar —así nos lo imaginamos— bajo el título ‘Intentos de colegialidad episcopal’. El tema —como hemos indicado— es fundamentalmente histórico. La colegialidad y su ejercicio es ante todo un tema histórico, puesto que no se podrá olvidar, al determinarse el ejercicio de la colegialidad, cómo se vivía ésta en el mismo seno de la Iglesia. Y tampoco sería justo prescindir de las causas y circunstancias históricas que mayormente influyeron en la ruptura o cambio del antiguo régimen colegial de la Iglesia. La historia, por ejemplo, señala a los obispos como únicos sujetos de la colegialidad episcopal. Igualmente hay que decir que el ejercicio de la misma está enmarcado en un territorio. De ahí que no haya estricta colegialidad episcopal en la reunión de cardenales, como estamento diferenciado de los obispos, como tampoco la hay en los consejos presbiterales, asambleas... Últimamente, hay que destacar que es una nota esencial en la colegialidad episcopal —históricamente— las referencias a las iglesias territoriales o locales y a sus válidos pastores, los obispos. Este tema histórico-teológico de tanta actualidad, exige un meticuloso examen de los factores integrantes del mismo y de su evolución a través de los tiempos. Cuatro son las principales causas históricas que conducen al mencionado cambio o ruptura del antiguo régimen colegial-autóctono en beneficio de la supremacía papal: el deterioro de la organización eclesial metropolitana, el auge de la devoción a san Pedro, la exención de los monasterios y obispados, y la compilación de las leyes canónicas. El deterioro de la organización metropolitana Las iglesias de Occidente y de Oriente —tal y como hemos expuesto en anteriores temas— estaban organizadas, hasta el siglo XII, fundamentalmente bajo la figura jurídica del obispo metropolita y de su sínodo. El responsable de 80 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) la provincia eclesiástica —el metropolita— ordenaba (impartía el sacramento del orden episcopal) e inspeccionaba a los obispos sufragáneos, convocaba y presidía sínodos, recibía apelaciones, vigilaba la administración de las diócesis vacantes de su provincia, recibía la profesión y el juramento de fe y de fidelidad de los obispos electos sufragáneos —requisito previo a la ordenación episcopal—, inspeccionaba la elección de estos obispos, intervenía en algunos casos, como en la provincia de Narbona, en la presentación de candidatos para ser elegidos obispos... Ejercía, pues, amplias funciones, la mayoría de las cuales hoy están reservadas al Papa. El arzobispo poseía estos derechos metropolitanos como presidente que era del sínodo episcopal de su provincia eclesiástica. Esta institución (el sínodo) también podía tomar decisiones de gran trascendencia en la vida de la Iglesia. Podía, por ejemplo, erigir nuevas diócesis; tomaba parte decisiva en el nombramiento de los obispos; permitía —incluso en casos muy especiales y sin que fuera en detrimento de las diócesis vecinas— desmembrar una región en varias diócesis, trasladar un obispo de una diócesis a otra, aunque en algunas épocas esto último estaba totalmente prohibido. En el sínodo se trataba colegialmente la pastoral de las diócesis, el ministerio propio de los sacerdotes... El concilio provincial o sínodo no sólo juzgaba a los fieles, sino también a los sacerdotes y obispos de la provincia, pudiendo deponer a los obispos... Podríamos decir que al amparo del metropolitano y del sínodo provincial, se estructuraba la vida eclesial. Este régimen estaba basado en el principio teológico y jurídico de la colegialidad de los obispos. Era autónomo y no precisaba de la intervención inmediata del Papa o de su curia. Sin embargo, el obispo de Roma —reconocido como principio supremo de comunión eclesial y patriarca de Occidente— ejercía, en casos especiales, un arbitraje inapelable. El derecho o función de ordenar obispos sufragáneos era el más importante de los que formaban el cúmulo de los derechos denominados ‘metropolitanos’. Algo pareciendo sucedía con el derecho de bendecir a los abades. Este derecho del obispo equivalía al principio a que se le reconociera el dominio sobre el monasterio al que pertenecía el abad. En los primeros siglos de la historia de la Iglesia era inconcebible que el Papa le concediera a un metropolita la prerrogativa de ordenar a sus obispos sufragáneos. Este derecho —que, como hemos indicado, equivalía a una especie de jurisdicción sobre la diócesis a la cual pertenecía el obispo consagrado— procedía de la misma condición o del rango metropolitano, por ser el arzobispo el responsable de la provincia. Sin intervención o autorización directa del Papa —aunque siempre en comunión con él— el obispo metropolitano, ordenaba según los cánones conjuntamente con otros dos obispos de la provincia, obispo elegido por el pueblo y el clero. Efectuada la ordenación, con la ‘epístola sinódica’ se notificaba el nombre del nuevo obispo, tanto a los metropolitanos vecinos, como al mismo Papa. Se señalaba también que la fe profesada y jurada antes de la ordenación por el nuevo obispo coincidía con la profesada por el obispo de Roma. Ésta era la práctica canónica seguida en la Iglesia de los primeros siglos. El Papa, como HISTORIA DE LA IGLESIA 81 hemos indicado, no intervenía directamente, es decir, no se reservaba el derecho de nombrar a los obispos, ni el de confirmar o constituir los arzobispos. El primer documento papal en el que el obispo de Roma otorga tan importante función de ordenar a los obispos sufragáneos es el privilegio ‘Cum certum sit’ (22 de junio de 601), dirigido a san Agustín de Canterbury. Forma parte de los numerosos privilegios denominados ‘de concesión papal del palio’. Junto con la concesión de esta insignia, el Papa le otorga a san Agustín el derecho de ordenar a los obispos sufragáneos. La actuación del Papa penetró en el mismo corazón de la estructura primitiva eclesial, o sea, la metropolitana o sinodal. Y se justifica esta —podríamos decir— ‘intromisión’ por la supuesta negligencia de los obispos metropolitanos de las Galias, “que no se atreven a fundar una nueva Iglesia: la inglesa”. Aun así, el éxito de la misión agustiniana fue tal que poco a poco todas las otras provincias metropolitanas de la Iglesia latina irían dependiendo del Papa a la hora de constituir y confirmar a un arzobispo o metropolitano honorándole siempre con el palio: insignia de poder y honor supraepiscopales. Y todas las prerrogativas o derechos metropolitanos tendrían una evolución lenta pero segura, pasando a manos del Papa, que sería el único que constituiría, confirmaría y ratificaría la elección de todos los metropolitanos de la Iglesia occidental. La estructura metropolitana-sinodal, pasa de este modo a depender totalmente del Papa. Esta evolución se inició en el año 601 y finalizó —cristalizándose la estructura primacial o papal— tras los últimos papas de la Reforma gregoriana, o sea, a mediados del siglo XII. En los documentos papales se dice explícitamente: “...te (el nuevo metropolitano) concedemos, por autoridad del beato Pedro y la nuestra propia, la licencia y la potestad de consagrar obispos”. Desde este momento (a raíz de la Reforma gregoriana) la potestad de ordenar obispos estaría en manos del Papa, que benignamente concedía el mencionado derecho a los nuevos metropolitanos —después de un riguroso examen de su fe—, el cual antes de esta interesante evolución lo tenían los arzobispos por el sólo hecho de ser obispos metropolitanos sin ninguna otra mediación. En las denominadas Decretales del Pseudo-Isidoro, en la falsa carta atribuida a san Clemente I papa, se afirma que el obispo de Roma, no pudiendo regir todas las iglesias (como le era propio), envió arzobispos y obispos a las ciudades para gobernar en su nombre las iglesias que en un principio le fueron encomendadas. Es decir, que en un principio (se deduce de esta carta) en la Iglesia sólo existía un único pastor y responsable; la creación de arzobispos se debía exclusivamente al Papa. A pesar de que esta carta es una burda falsificación, fue aceptada durante muchos siglos como auténtica. De este modo entendemos la actuación centralizadora de muchos papas. Pero también podemos observar un lento proceso histórico que va desde la confirmación de la elección de los nuevos candidatos a ser arzobispos, hasta el juramento de fidelidad (feudal) de estos nuevos arzobispos o metropolitanos. La confirmación papal de un electo metropolitano, especialmente en elecciones conflictivas, era frecuente en los siglos VI-VIlI. Esta intervención papal suponía 82 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) el reconocimiento del primado romano. Si exceptuamos san Agustín y sus sucesores, la confirmación papal de los metropolitanos era simplemente una garantía de la validez canónica de la ordenación, y en los casos conflictivos, en las dobles elecciones, el Papa daba la razón a la parte más justa. Pero en los primeros intentos de restauración de provincias eclesiásticas en el reino franco, ya a finales del siglo VIII, se observa que se va introduciendo la costumbre de que el metropolitano pida a Roma su confirmación. Y lo mismo sucede en el reino de Carlomagno y sus sucesores: en la constitución de un arzobispo, el rey carolingio lo nombraba (arzobispo) y el Papa lo confirmaba. En el caso de creación de nuevas provincias, el Papa erigía junto con el emperador la nueva provincia y la otorgaba al interesado. A finales del siglo X y principios del XI, existen varios documentos papales, y entre ellos cabe destacar el privilegio conservado en el Archivo Capitular de Vic, escrito sobre papiro (que se pudo ver en la exposición Millenum celebrada en Barcelona en el año 1989). Es un documento papal dirigido al arzobispo Atón de Vic, en el cual se dice textualmente que el Papa concede el ‘arzobispado’. No se trata aquí de una simple confirmación, sino de una concesión. El Papa en esta época es consciente de que tiene un dominio de tal categoría sobre la figura de los arzobispos y sobre la misma condición del metropolita, que es la fuente jurídica de la estructura sinodal. Desde este preciso momento, la otorgación canónica de un arzobispado no procedía tanto de la elección y de la ordenación, como de la “cúpula” de la organización eclesiástica: del papado. Según esto, se entiende que en muchos documentos papales se llegue a afirmar que los arzobispos son unos simples vicarios del Papa, que tienen una relación similar a la existente entre el arzobispo y los obispos sufragáneos, que son considerados como auxiliares del arzobispo. Se ha estructurado la nueva pirámide de la organización jerárquicoeclesial, lejos ya aquella organización eclesiástica primitiva autóctona y colegial. Hay que reconocerlo: ¡se ha producido un gran cambio! En los documentos de esta época, también se afirma que el Papa es pastor de todas las iglesias, y que no pudiéndolas atender él personalmente, sus vicarios (los arzobispos) en nombre suyo, deben presidir sínodos y realizar todas las funciones supraepiscopales. Por eso es lógico que el Papa conceda a sus fieles vicarios tanto la insignia arzobispal como el mismo arzobispado, con todas sus posesiones y derechos. En el periodo de la Reforma gregoriana (siglos XI-XII) los arzobispos electos debían ir personalmente a Roma para ser confirmados en su cargo y para que se les concediera el arzobispado (como se ve en la biografía de san Oleguer que fue a Roma para ser investido con el palio). El primer documento que nos habla de esta prescripción es el del papa Alejandro II (año 1063). El motivo de esta norma era, según afirman los privilegios papales, la cautela o miedo a la simonía. La Reforma gregoriana intentó erradicar la costumbre, muy extendida en aquellos tiempos, de conseguir mediante dinero u otras ofertas materiales los cargos eclesiásticos. Especialmente en la constitución de los metropolitanos HISTORIA DE LA IGLESIA 83 —en la que, como hemos visto, la Santa Sede seguía unas férreas normas—, los papas reformadores podrían intervenir, asegurando que los nuevos arzobispos fueran propagadores de la Reforma gregoriana. Por eso en este periodo reformador, los papas no sólo exigían que el arzobispo electo enviara un legado a Roma para que, en nombre suyo, jurara la profesión de fe y recibiera el palio de manos del mismo Papa, sino incluso se prescribía que el arzobispo electo fuera él personalmente a Roma y así se comprometiera a cumplir lo que se había establecido en toda recepción del palio. De este modo, el mismo Papa personalmente, podría examinar la profesión de fe y las cualidades del nuevo arzobispo. También era lógico —afirman algunos documentos papales de la época— que fuera el mismo Papa quien ordenara los obispos y no que lo hicieran tres obispos de la provincia, puesto que estos era menores en dignidad al arzobispo que ordenan y una antigua costumbre prescribía que el más grande debía bendecir al inferior. Al Papa corresponde —según resulta de estos documentos—no sólo confirmar, constituir y otorgar el título de arzobispo, sino también el derecho a ordenar metropolitanos, puesto que él es el superior del arzobispo. A pesar de todo, por razones obvias de distancias y costumbres, el Papa transigía magnánimamente, y podía delegar en los obispos de la provincia la ordenación del arzobispo. Es muy interesante el cambio de argumentación que constatamos en estos últimos documentos papales. En un principio, el Papa era muy respetuoso con los derechos de las provincias eclesiásticas, pero poco a poco, ante la conciencia de la supremacía papal, se van cambiando los argumentos, apelando a principios generales como el que antes hemos indicado (“el menor tiene que ser bendecido por el más mayor”) y se van acumulando derechos; es decir, se va restringiendo el campo del ejercicio de la colegialidad episcopal. Las filtraciones y controles por los cuales debían pasar los neoarzobispos fueron cada vez más numerosos y más restrictivos de su autonomía primitiva, llegando incluso a prescribirse que antes de la recepción del palio debían jurar obediencia feudal al Papa. Los primeros indicios de existencia del juramento de obediencia feudal, los encontramos durante el pontificado de Alejandro II (1061-1073). En tan importante juramento, también se incluía la obligación de ayudar al Papa en la guerra (o mejor dicho en la milicia armada) “si éste se viera obligado ante la invasión de los moros o de los usurpadores del Patrimonio de san Pedro”. Igualmente, según el texto del juramento de fidelidad al Papa, los obispos metropolitanos tienen el deber de visitar periódicamente Roma. Se establece así esta obligación para los metropolitanos, y después extensiva a cualquier obispo. Será la denominada ‘visita ad limina Apostolorum’. La estrecha unión con Roma y el control de los arzobispos por parte del Papa, levantaron serias protestas de los que podríamos llamar ‘partidarios del antiguo régimen colegial-autóctono’. La justificación de tan rígida vigilancia por parte del Papa nos la expone el papa Pascual II en una carta dirigida a los magnates de Hungría (1099-1118): “El sucesor de san Pedro —afirma textualmente el papa 84 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Pascual II— tiene que pacer las ovejas; de aquí la solicitud que debe tener, especialmente cuando se trata de la provisión de una Iglesia metropolitana. Además, —continúa Pascual II— los arzobispos electos se presentan en Roma y muchos de ellos nos son totalmente desconocidos; por eso es lógico que antes de constituirlos arzobispos juren fidelidad a la Iglesia romana y que el Papa se asegure de que el nombramiento de los mismos no está infectado por la simonía”. Insistimos en que la razón principal por la cual el Papa exigía el juramento no era tanto la exclusión de la simonía como la convicción de que él era el único que podía constituir a los arzobispos y, por lo tanto, imponer toda clase de condiciones. Éstas eran numerosas; pero todavía eran más numerosos —según afirman los documentos papales de esta época— los privilegios y funciones otorgadas por el Papa: ordenación de los sufragáneos, convocar y presidir sínodos, recibir apelaciones menores, cuidar de la disciplina de la provincia, usar el palio en las ceremonias solemnes y en días preestablecidos, etc. En suma, un gran número de facultades que el Papa benignamente les concedía. Además, a estos derechos hay que añadir otros de carácter honorífico: el naco (u ornamentación especial de la cabalgadura en las procesiones litúrgicas), cruz procesional especial usada sólo por el Papa y sus legados, sentarse en el trono... Todas estas funciones, derechos y honores —muchos de los cuales el metropolitano, en el régimen autóctono, sin especial concesión papal, los ejercía o poseía—, el Papa se los reserva y los concedía al obispo metropolitano que previamente le jurara fidelidad. De este modo se produjo un gran cambio, o, si se prefiere, una visible ruptura del régimen transversal colegial. Auge de la devoción a san Pedro Otro factor importante que influyó en el proceso de la supremacía papal sobre todas las iglesias particulares de Occidente fue la devoción a san Pedro, y de un modo especial a su tumba preeminente vaticana. Desde el siglo VI el culto a san Pedro se había extendido no sólo en Italia, sino también en las Galias y en Hispania. San Pedro —se señalaba en este culto, recordando las mismas palabras de Jesús— “era quien podía atar y desatar, era el primero de los apóstoles, el guardián y portero del cielo”. Su sepulcro era venerado en el Vaticano. En la misión de san Agustín —a la cual antes nos hemos referido— se predicó y se insistió mucho en la importancia de esta devoción a Pedro. Gracias a ella, y al gran prestigio de san Agustín, fue la Iglesia de la isla británica la más vinculada al Papa. En este sentido, bien podría decirse que parecía que Inglaterra fue más romana que la misma ciudad de Roma. Posiblemente se le otorgó al emisario del papa san Agustín —después de la fundación de la Iglesia de Inglaterra y la ordenación de algunos de sus sufragáneos— el vicariado papal. Así sabemos que cambió la capital de su provincia: Londres, por la de Canterbury; una decisión de gran trascendencia en la historia eclesiástica de Inglaterra y que indica que san Agustín de Canterbury actuaba con las máximas atribuciones papales. Constatamos un vínculo similar con Roma y una gran devoción a san Pedro en los sucesores de san Agustín, especialmente en Justo, HISTORIA DE LA IGLESIA 85 Honorio y Teodoro de Canterbury (de Tarso), así como en Paulino de York, que recibieron sucesivamente privilegios concretos del Papa denominados ‘de otorgamiento del palio’. Posteriormente, también los misioneros anglosajones, especialmente san Bonifacio, extendieron el culto de san Pedro por toda la geografía de la Europa carolíngia. Cada vez más, los grandes personajes del Imperio romano-francés (emperadores, reyes, magnates...), por devoción o quizás por táctica política —unión con el nuevo Imperio—, peregrinaron a Roma para suplicar, después de venerar la tumba del príncipe de los apóstoles, la protección del cielo y la absolución de sus pecados. Si se trataba de graves y notorios pecados, los mismos obispos acostumbraban a enviar los grandes pecadores al Papa, puesto que le atribuían un juicio más seguro, o al menos más autoridad. Sin embargo, no se debe interpretar esta costumbre como si se tratara de pecados reservados al Papa, pero sí se le consideraba la autoridad eclesial suprema, primado universal y patriarca de Occidente. Ya el siglo VII, a Roma acudían los metropolitanos para recibir la confirmación del rango de arzobispo. Si no podían realizar el viaje, enviaban —como hemos señalado anteriormente— a sus delegados. En Roma se controlaba minuciosamente la profesión de fe jurada por los arzobispos electos. A veces, antes de dar el dictamen, este examen duraba varios meses. Si la fe expresada y jurada por el neometropolita coincidía con la profesada por Roma, a continuación se le otorgaba el palio, insignia de poder supraepiscopal. Esta insignia —todavía hoy— está especialmente vinculada a la devoción de san Pedro. Efectivamente, los palios —bendecidos— eran custodiados junto a la tumba de san Pedro, para indicar que la autoridad que los metropolitanos ejercen deriva de la delegación otorgada por el vicario de Pedro. Para recibir el palio se exigía un tributo en dinero como donación a san Pedro, y este era un tema muy polémico, ya que a finales del siglo X, y durante el siglo XI, la cantidad exigida era tan abusiva que provocó graves protestas contra el Papa, e incluso se le llegó a acusar de simoníaco. Todos los obispos y sacerdotes de la isla británica escribieron al papa Benedicto VIII en el año 1017 quejándose de la cantidad que se les exigía para la confirmación de sus arzobispos de Canterbury y de York, o sea para la concesión del palio. Algunos afirman que existe un precepto de nuestro Salvador en el que se dice: “Lo que habéis recibido gratis, dadlo también gratuitamente”. El mismo apóstol Pedro le dijo a Simón: “Tu dinero será para ti tu perdición”. Esta sentencia puede aplicarse al Papa por el abusivo precio que exigía a los nuevos arzobispos según esas protestas. A pesar de tan graves acusaciones, la devoción de san Pedro —siempre en auge— vinculó tan fuertemente las iglesias de Occidente a Roma, que éstas quedaron bastante desarticuladas de su antigua organización metropolitana, convirtiéndose el Papa en la única fuente jurídica de derechos eclesiásticos. 86 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Otro factor basado en la devoción a san Pedro que contribuyó eficazmente en la evolución histórica de la supremacía papal, fue la canonización de los santos. Hasta el siglo XIII no era una prerrogativa exclusiva de los papas, sino que tanto los sínodos como los obispos, con el consentimiento de toda la Iglesia local, podían elevar santos al honor de los altares. Pero en el año 993, en un sínodo romano, fue canonizado por el papa Juan XV un obispo que no era de la provincia eclesiástica de Roma: san Ulrico, obispo de Augsburgo. Esta innovación papal tendría una amplia repercusión en la vida de la Iglesia. Muchos obispos y sínodos, devotos de san Pedro, pedirían que su sucesor (el Papa) y vicario de san Pedro canonizara sus santos, y lo pedirán especialmente las iglesias y provincias poco organizadas eclesiásticamente y que estaban todavía bajo el régimen de misiones de influencia romana. Ellas prescinden de su derecho a canonizar sus santos para que Roma —primado universal de la Iglesia y la sede de más prestigio—, con gran pompa y honor, los canonice. Pocos años después de la canonización de san Ulrico, Juan XVIII elevaba al honor de los altares a san Marcial de Limoges. Un sucesor suyo, Benedicto IX, canonizó a san Simeón de Siracusa. Y así se fue introduciendo la costumbre por toda la Iglesia de Occidente, hasta que el papa Inocencio III (1208) reservó a la Santa Sede el derecho de canonizar. Tal derecho fue ratificado en las decretales de Gregorio IX (1234). La exención de los monasterios y de los obispados El poder político que consiguió el papado tras la Reforma gregoriana, no sólo se extendió gracias a la estructura metropolitana, sino también por los monasterios y por algunas diócesis exentas. En este ámbito también se produjo una singular evolución. En el tema anterior, hemos hablado ya de la exención de los monasterios (capítulo 52). El ejemplo de la exención de los monasterios se extendió también por algunas diócesis peculiares. El caso más significativo es el de la diócesis de Bamberg. En el año 1046 fue elegido Papa —después del famoso sínodo de Sutri— el obispo de Bamberg, Suitger, con el nombre de Clemente II. El nuevo Papa otorgó amplios privilegios a su antigua diócesis, y el mismo emperador Enrique II determinó que la diócesis de Bamberg se uniera a la romana con lazos típicamente feudales, o sea, con la relación de ‘mundiburdium’. Esto sería causa de rifirrafes entre los obispos de Bamberg y la sede metropolitana de Maguncia. Aquellos afirmaban que no sólo en el orden temporal dependían de Roma directamente, sino aun en el orden jurisdiccional, no reconociendo así otra autoridad superior inmediata que la del Papa. En la península ibérica también se dan casos de diócesis exentas durante y después de la Reforma gregoriana, y por lo tanto directamente dependientes de Roma. Son los siguientes obispados: Compostela (1095), Burgos (1096), León (1104), Oviedo (1105), Besalú (1020), Cartagena (1225) y Mallorca (1232). HISTORIA DE LA IGLESIA 87 Las colecciones canónicas La Reforma gregoriana no sólo supuso la guerra de las investiduras, sino también la lucha de derechos. Era necesario que la Iglesia, en su reivindicación de la ‘libertas Ecclesiae’, luchara contra las pretensiones de los señores laicos y investigara las fuentes del derecho eclesiástico. Con este objetivo se estudiaron los derechos o preceptos incluidos en los Ordines Romani, en el Liber Diurnus, en los registros de los documentos papales, en las actas de los concilios, en el Derecho Justiniano, en los privilegios imperiales y especialmente en las más importantes colecciones canónicas: la Hispana (633-638) y la del Pseudo-Isidoro (847-852). Ésta tiene un peculiar interés en la evolución histórica de la ruptura del antiguo régimen eclesial, basado en la figura del metropolitano y de su sínodo. Las decretales del Pseudo-Isidoro —falsamente atribuidas a san Isidoro de Sevilla y probablemente elaboradas en la provincia eclesiástica de Reims— son una amalgama de los denominados “cánones de los apóstoles”, concilios, cartas y privilegios que van desde el papa san Clemente I hasta las capitulares de principios del siglo IX. La mezcla de lo verdadero y de lo falso es magistral, de tal modo que la colección pseudo-isidoriana se benefició de una rápida y fácil acogida, precisándose muchos siglos en la historia de la Iglesia católica para que se distinguiera lo auténtico de lo falso. Los autores de la mencionada colección no inventaron una ideología, sino unos decretos, costumbres o leyes que sirvieron de base histórica a la ideología. Es un proceso similar al que hemos expuesto anteriormente al tratar el tema de los privilegios de los papas. Restringir las funciones de los metropolitanos era el intento oculto pero real de los ‘falsarios’ y de muchos obispos sufragáneos enfadados con su metropolitano, además de lo que ellos mismos exponen textualmente: es decir, la Reforma del clero y de la Iglesia. Fueron disminuidos los derechos metropolitanos en dos vertientes: en relación con Roma, resaltando a veces hasta la exageración la autoridad papal, y por otro lado en relación con los obispos sufragáneos, dificultando todo lo posible los tradicionales trámites de los sínodos metropolitanos. Siguiendo el concilio de Sárdica, que había previsto que la Santa Sede fuese la última instancia en la acusación de los obispos, los autores de la mencionada colección exageraban con falsos textos la intervención del Papa. Los obispos acusados, los falsarios afirmaban que “podrían acudir a la Santa Sede en cualquier estadio del proceso y el Papa podría inmediatamente reservarse para él cualquier causa de un obispo sin que pase por el sínodo metropolitano”. Más todavía, llegaron a afirmar que los juicios sinodales sobre los obispos “no tendrán validez si no son aprobados por el Papa, y cualquier sínodo metropolitano o nacional deberá ser convocado y aprobado únicamente por la Santa Sede”. Aunque lenta, se puede observar que se dio una evolución histórica, ya que sus principios no serían aceptados por toda la Iglesia de Occidente hasta finales del siglo XI. Esta evolución fue el fundamento, conjuntamente con los factores antes estudiados, de una nueva forma jurídica de autoridad de Roma. 88 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Alrededor de las mencionadas colecciones canónicas, se elaboraron varias compilaciones. Especialmente hay que destacar la de Bucar de Worms (1025); la denominada Sententiae diversorum patrum, atribuida a Humberto de Silva Cándida; la Collectio canonum de Anselmo de Luca (1085); y la célebre colección Polycarpus del cardenal Gregorino (1105-1113). Pero estas colecciones eran privadas, y a los autores de las mismas se les planteaba el difícil problema de distinguir la auténtica tradición de la falsa, para lo cual se utilizó un doble criterio a veces antagónico. Algunos autores aceptaban únicamente el criterio de la aprobación papal, de modo que una ley o tradición sería válida —evocando las Decretales del Pseudo-Isidoro— si ha sido aceptada por algún Papa. Otros, sin embargo, consideraban válidas las que coincidían con las leyes romanas. Obviamente, criterios tan dispares eran fuente de flagrantes contradicciones entre los diversos cánones particulares. De aquí que los compiladores establecieran un método dialéctico para criticar cada una de las leyes o cánones, teniendo siempre presente, en este inicio de la ciencia canónica, la figura jurídica preeminente del Papa. Estos intentos cristalizaron en la elaboración de la famosa “Concordia discordantium canonum” del Decreto de Graciano (1140), inicio del derecho canónico de la Iglesia de Occidente. En él el Papa es reconocido como el supremo guardián e intérprete de las leyes y cánones eclesiásticos. Así nacía el ‘derecho canónico’. Una de las cuestiones que más interesaban a los canonistas —ya en tiempos de Graciano— fue la problemática de la constitución del Papa, de los arzobispos, de los obispos y de los abades. Es decir, se preguntaban qué es lo que constituye jurídicamente al Papa o al metropolitano, etc. Por eso distinguen varios estadios de constitución: elección, confirmación, investidura, ordenación... Respecto a los metropolitanos, se interrogaban sobre si estos recibían la confirmación del Papa o del primado, y sobre si la ordenación y la concesión del palio añadía algún derecho diferente al concedido por la confirmación papal. Así va evolucionando el derecho canónico eclesiástico según las diferentes teorías y estudios comparativos. Todos los factores expuestos anteriormente con sus evoluciones y la formación del derecho canónico, causaron el deterioro de la figura jurídica del metropolitano y de los sínodos provinciales, y que indirectamente todos ellos hicieron tambalear la colegialidad y su ejercicio. Se produjo un gran cambio: la casi ruptura del antiguo régimen colegial-autóctono de las iglesias particulares o locales en el seno de la misma Iglesia medieval. 10. DEFINITIVA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA DE OCCIDENTE Y LA DE ORIENTE. CISMA DE FOCIO Y MIGUEL CERULARIO • • • • • • Focio contra Ignacio Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV El segundo patriarcado de Focio Los sucesores de Focio Ruptura definitiva ‘El cisma de Oriente dura demasiado’, escribíamos en la primera edición de nuestra historia de la Iglesia, y por desgracia todavía dura en el año (2011) en que escribimos estas páginas. A pesar del paréntesis del concilio de Florencia, que tuvo lugar en el siglo XVI, ambas iglesias continúan separadas. Pero existen algunas esperanzas. Atenágoras I, Pablo VI, Juan Pablo II, Dimitros I y ahora (2011) Benedicto XVI, han sido los grandes protagonistas de estas esperanzas. Después de casi mil años de cisma —la bula de excomunión es del 16 de julio de 1054— se han producido cinco abrazos simbólicos de reconciliación entre el Papa y el patriarca de Constantinopla, pero a pesar de todo las dos iglesias continuan lamentablemente separadas. El 5 de enero de 1964, en Jerusalén, Pablo VI y el patriarca Atenágoras I se dieron el primer abrazo. Después se levantaría el excomunicación (1965), y casi dos años después, el 25 de julio de 1967, Pablo VI visitó Turquía y se dio el segundo abrazo con Atenágoras en el Fanar. Atenágoras devolvió la visita a Pablo VI en el Vaticano el día 26 de octubre del mismo año 1967, y ambos se dieron un abrazo en la basílica de San Pedro. Entre la multitudinaria asamblea que abarrotaba aquella basílica, me encontraba yo, y el recuerdo que me dejó fue imborrable. El papa Juan Pablo II visitó Estambul los días 28 y 30 de 90 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) noviembre de 1979 y se reunió con el nuevo Patriarca de Constantinopla Dimitros I, dándose el abrazo en el Fanar el día 30. Algunos pensaban que Dimitros I no devolvería la visita por la presión de ciertos sectores ortodoxos muy críticos, pero se equivocaron: Dimitros I visitó la sede de Pedro y ambos jerarcas se dieron el abrazo de la esperanza sobre la tumba del príncipe de los apóstoles. Era el 7 de diciembre de 1987. Desde esta fecha, no han faltado reuniones, encuentros y signos de concordia. En 1994 el papa Juan Pablo II, en el vía-crucis del Coliseum del viernes santo, leyó un texto de esta devoción popular confeccionado por el mismo patriarca oriental, y en esta ocasión el Papa anunció un nuevo encuentro entre las dos iglesias. La situación, aun así, ha empeorado tras la negativa del patriarca de Moscú, Basilios I, a recibir el Papa en un hipotético viaje a Rusia (2004). A su vez, el patriarca estaba muy molesto por el proselitismo a favor del catolicismo conseguido por algunas órdenes religiosas en aquel gran país. Sin embargo en 2010 el papa Benedicto XVI ha tenido gestos de concordia y de continuar con el diálogo. Cabe destacar la devolución de relíquias de san Andrés en el año 2010. Para estudiar el drama de la multisecular ruptura, habrá que estudiar los hechos históricos y las causas que la motivaron con objetividad histórica. Focio contra Ignacio La Iglesia latina —como ya hemos visto— prácticamente fue separada de la Oriental por el emperador León III Isáurico en el año 733 (capítulo 45). La herejía iconoclasta acentuó esta división a pesar de los dos periodos de teórica reconciliación debido a las dos emperatrices, Irene y Teodora. La primera emperatriz fue la gran propulsora del concilio de Nicea II, y la segunda la que instituyó la fiesta de la ortodoxia en el año 842, en la cual se acababa con la cuestión de la mencionada herejía iconoclasta. Aun así, las heridas entre las dos iglesias todavía seguían sangrando. Al patriarca san Metodio de Constantinopla —gran paladino de la auténtica fe— le sucedió san Ignacio (846), hijo del emperador Miguel I Rangabé. Ignacio era un pío y rígido asceta, constante en sus propósitos y representante del partido rigorista o intransigente de los llamados ‘estudistas’. Con la emperatriz Teodora, intentó reformar las costumbres de la corte e impuso la ortodoxia. La confrontación entre Oriente y Occidente de nuevo se inició una conjuración entre los cortesanos: el metropolita de Siracusa Gregorio Asbestas —que había huido de Sicilia perseguido por los invasores árabes— era caudillo de la facción contraria a Ignacio, al cual se unió el hermano de la emperatriz, Bardas. En un golpe de Estado de 856, la emperatriz regente perdió todo poder, se nombró al joven hijo de Teodora, Miquel III, mayor de edad, emperador efectivo. Pero Bardas era quien gobernaba en la práctica. Ignacio, como es lógico, perdió toda influencia en los asuntos imperiales. A continuación corrió un rumor según el cual Bardas vivía incestuosamente con su nuera. Ignacio, precipitadamente y sin más averiguaciones, le negó un día la comunión. Así empezó una enemistad a muerte entre Bardas e Ignacio. Destrás de cualquier revuelta siempre se quería HISTORIA DE LA IGLESIA 91 ver la alargada sombra de Ignacio y de la emperatriz Teodora. Al final, Bardas consiguió que Teodora ingresara a un monasterio y le pidió a Ignacio que él le diera el velo de monja, pero éste se negó. Ignacio se vería involucrado en otra conspiración; o al menos sí que habría ocultado a algunos conspiradores. Por todo ello, al enterarse Bardas lo deportó a la isla de Terebinto (858). Muy probablemente para no crear nuevas dificultades, Ignacio dimitió y así el nuevo patriarca podría ser bien acogido por los partidarios del grupo de los monjes. La búsqueda de un sucesor de Ignacio no fue nada fácil. Recayó sobre Focio. Éste era un gran personaje. Sus padres habían sido perseguidos a causa del culto de las imágenes. En el momento de la elección como patriarca de Constantinopla era dirigente de la cancillería imperial. Según las fuentes documentales era el laico más erudito de Oriente, y, por otro lado, no formaba parte de ningún partido. Pero como hemos dicho, era un simple laico. Y así fue ordenado ‘per saltum’ directamente por el arzobispo Gregorio Asbestas. Este fue el error inicial. Los ignacianos —muchos obispos y sacerdotes— consideraron una traición esta ordenación, más todavía cuando Gregorio Asbestas tenía un juicio pendiente en la curia romana. En febrero de 859 los partidarios de Ignacio declararon que el único patriarca legítimo de Constantinopla era el mencionado Ignacio. Esta declaración fue pronunciada en un sínodo celebrado en Hagia Cirene, condenando también al “intruso Focio”. Su reacción no se hizo esperar. En marzo de 859 un sínodo de ciento setenta obispos congregados en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla, condenó a Ignacio por considerarlo falso patriarca; puesto que, según afirmaron, la elección no fue canónica, porque sólo fue nombrado por la emperatriz y no por el sínodo episcopal. A pesar de ello, se comunicó a Roma que Focio había sido elegido, y también se comunicó dicha noticia a todos los obispos, y se les decía que él había sido elegido y entronizado (enthrónistika), y a la vez se notificaba la dimisión de Ignacio. La embajada que trajo a Roma este escrito, también le presentó al papa Nicolás I (858-867) otra carta del mismo emperador Miguel III en la que se solicitaba que el obispo de Roma enviara legados para celebrar un concilio general en Constantinopla, con objeto de eliminar los restos de la herejía iconoclasta. El Papa reconoció la ortodoxia de la profesión de fe contenida en la carta ‘synodika’ de Focio. A pesar de todo, encontró muy oscuro el caso de Ignacio, puesto que otros muchos patriarcas fueron antes reconocidos en su categoría sin un “sínodo electoral”, por la simple designación imperial. Nicolás I accedió a enviar dos legados: Rodoaldo de Porto y Zacarías de Agnani. Estos debían presidir el concilio convocado, además de averiguar la situación real de Ignacio y su deposición. Pero quedó claro que ellos sólo debían recibir informaciones y que una vez trasladadas al papa Nicolás I, éste decidiría personalmente la legitimidad patriarcal de Ignacio o de Focio. Por otro lado, el Papa, dirigiéndose a Focio, le dio a entender que no habría ninguna 92 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) dificultad por parte de Roma aceptar la ordenación ‘per saltum’, o sea sin tener presentes los intersticios canónicos tal y como sucedió con Focio. En el año 861 se reunió el concilio en la iglesia de los Apóstoles de Constantinopla con la presencia de dos legados pontificios. Las actas se han perdido, pero poseemos un extracto latino en la colección de Deusdedit. No conocemos el texto de lo que se decretó sobre la herejía iconoclasta. En cambio, sí encontramos todos los detalles de la cuestión sobre la “ilegitimidad” de Ignacio: los presentes en el concilio afirmaban que no se podía considerar auténtico patriarca de Constantinopla (Ignacio), porque fue obispo sin la previa elección sinodal. Los legados coinciden con todo el concilio al afirmar que el procedimiento de elección de Ignacio fue contrario al derecho canónico, y dicen que habría que deponer inmediatamente al intruso (Ignacio). Por lo tanto, los legados pontificios pronunciaron la fórmula de deposición contra Ignacio, contraviniendo en esto las claras instrucciones papales, según las cuales — como hemos dicho— Nicolás I quería reservarse personalmente el juicio último de tan espinoso asunto. Posiblemente todo se hubiera acabado en un abrir y cerrar los ojos, dejando que Focio fuera considerado patriarca, si no hubieran habido dos asuntos todavía más peligrosos según el Papa. Era la cuestión de las misiones romanas en Bulgaria y la situación del Ilírico (la ex-Yugoslavia) que todavía permanecía bajo la jurisdicción eclesiástica griega, a pesar de las reivindicaciones papales que con tanta insistencia, año tras año —desde León III Isáurico—, todos los papas habían reivindicado. Aquella zona era conflictiva, y por lo tanto Bulgaria —que dependía del Ilírico— también lo sería. En esto Focio no quiso ceder ni un ápice, ni tampoco Nicolás I. Y esta fue la verdadera causa del cisma (en su primera fase). Focio, en verano de 861, escribió al Papa aduciendo algunos cánones de la iglesia local, en los cuales se permitía la ordenación de un laico obispo, saltándose los intersticios (per saltum). Focio continuó abordando en esta carta el tema del Ilírico afirmando que de buen grado él querría que aquella zona pasara de nuevo a la jurisdicción romana, pero que el emperador lo impedía insistentemente. Finalmente Focio pide al Papa que no acepte en Roma a los peregrinos de Constantinopla que no traigan una carta de recomendación de él. El Papa, enfadado por la injerencia no quiso contestar, y se planteó de nuevo el problema de Ignacio. Pero ciertamente esta era la tapadera del gran problema de la jurisdicción eclesiástica romana sobre el Ilírico y sobre la zona vecina de Bulgaria. Poco a poco llegó la versión de los hechos según los partidarios de Ignacio, o sea del abad Teognosto. No sabemos si éste fue el detonante de la famosa excomunión de Focio y de Gregorio Asbestas en el concilio del Laterano de 863. En este concilio Nicolás I también castigó a los legados por haber depuesto a Ignacio y por haber ultrapasado las atribuciones que les había concedido para el concilio del año 861 en Constantinopla. El mismo emperador Miguel III, intervino enviándole una arrogante carta a Roma. En ella el Papa es considerado un simple súbdito del Imperio, y por lo HISTORIA DE LA IGLESIA 93 tanto debe someterse a las deliberaciones imperiales. Paradójicamente Nicolás I admite que en Roma se tratarían los temas pendientes con plenipotenciarios de ambos partidos bizantinos, así como con los delegados imperiales. Aun así, el mismo Papa se precipitó enviando las famosas respuestas ‘ad bulgaros’ al rey de Bulgaria, en las cuales cierra la cuestión sobre el tema principal, o sea sobre la jurisdicción de la nueva zona evangelizada por Bulgaria e impone un dominio absoluto sobre la nueva Iglesia. De estas ‘responsa ad bulgaros’ hablaremos a continuación. Aun así, ya podemos decir que es muy penoso constatar que la lacerante separación de las dos iglesias se basaba que en un asunto tan discutible. Los historiadores actuales se oponen unánimemente a la actitud tanto del Papa como de Focio e Ignacio de Constantinopla. No estuvieron a la altura requerida. Focio contestó al Papa con una encarnizada defensa de los ritos griegos y con un violentísimo ataque contra los misioneros romanos de Bulgaria. Más todavía, afirma que la fe predicada por Roma y sus misioneros no es la ortodoxa, puesto que en ella se admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (filioque), cuando la formulación correcta es “del Padre por el Hijo”. Todos estos términos ofensivos y defensivos son un auténtico ataque contra Roma vienen reflejados en una carta (encíclica) dirigida por Focio a todos los patriarcas de Oriente (verano de 867). Una nueva Iglesia, la de los búlgaros, causó el cisma de Focio Analicemos la verdadera causa del cisma, que no es otra que la ya mencionada respuesta de los búlgaros. Tres fueron los intentos de evangelización de la zona búlgara: primero los bizantinos enviaron sus misioneros. El segundo intento proviene del emperador occidental Luis el Germánico, que envió a Ermarico de Passau con una “multitud de clérigos occidentales” a evangelizar. Y el tercero procede del mismo Papa. Fruto de una primera evangelización, fue el bautismo de Boris, príncipe de los búlgaros: se hizo bautizar en el año 864 y se cambió el nombre por el de su protector Miguel III de Constantinopla. Pero el príncipe Miguel (Boris) procuró expulsarse la “protección” de los bizantinos, dirigiéndose al Papa y pidiéndole nuevos misioneros latinos. Era muy diplomático, o si queréis, tenía doble intención, escondiendo la codicia de poder sobre nuevas iglesias. Aun así, Boris le preguntó al Papa cómo debía organizar su nueva Iglesia. Nos preguntamos: ¿cuáles eran los motivos que impulsaron al rey de los búlgaros, Miguel, a pedir el auxilio de Roma? Ciertamente, no fueron desinteresados: quería conseguir de Roma “la autocefalia” de su naciente Iglesia, demandada anteriormente y no aceptada por la Iglesia de Constantinopla. Las relaciones del patriarca Focio con Roma, en este tiempo (año 863-866) —como ya hemos dicho— se deben considerar rotas. Y Boris jugaba a su favor buscando unos privilegios totalmente desproporcionados en una Iglesia en estado de misión. ¡No se podía ir a ninguna parte con aquellas pretensiones! En este intrincado tejido de causas, intentos, intereses, cismas... hay que colocar el interés de este documento en el que los búlgaros le preguntan al 94 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Papa —posiblemente en los primeros meses del año 866— sobre cómo deben organizar la nueva Iglesia. Nicolás I les responde con la mencionada carta del 13 de noviembre del año 866, que es comúnmente denominada “Responsa ad consulta Bulganorum”. En ella habla principalmente de temas relativos al culto, a la pastoral, y a la organización de la Iglesia. Se han alabado estas ‘responsa’ desde el punto de vista pastoral y misional, pero con mucha frecuencia se olvida el grave hecho de que el Papa, sin mirar las obligaciones de su cargo, ataca a los ritos de la Iglesia griega y de ellos hace befa. Hacemos mención de este hecho en nuestra tesis doctoral sobre el palio defendida en la Gregoriana de Roma en 1972. Tesis publicada en su tercera edición por la Biblioteca de Autores Cristianos (Mardid, 2004). Una de las preguntas que hicieron los búlgaros al Papa fue: ¿quién debía ordenar al patriarca? Esta pregunta supone las pretensiones de la naciente Iglesia, que quería tener como líder a un patriarca; es decir, quería ser autónoma. El Papa respondió a esta pregunta muy diplomáticamente; prescinde del término ‘patriarca’ y responde sólo con el de ‘arzobispo’, señal de que sólo estaba dispuesto a concederles un arzobispo, figura, como hemos visto, muy ligada a Roma por el hecho de que los arzobispos recibían el palio de manos del Papa y le juraban fidelidad. El Papa afirma, contestando a la pregunta de quién debe ordenar el patriarca: “En los lugares en los que nunca hubo un patriarca o un arzobispo, éste debe ser ‘instituido’ por uno de mayor dignidad (o autoridad)”, puesto que, según el apóstol, “minus a maiore benedicetur”. Así se establece el principio jurídico: el mayor en el caso anteriormente mencionado, ordenará al menor. Una vez ordenado éste, habiendo recibido el uso del palio, podrá ordenar obispos, los cuales podrán, a su tiempo, ordenar el sucesor (del arzobispo). Con estas palabras se quiere aplicar en los búlgaros el plan de Gregorio I expuesto en el privilegio (“cum certum sii”) a san Agustín. Los obispos búlgaros pidieron al Papa que se ordenara un patriarca o arzobispo u obispo, pero el Papa creía que nadie como él “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium” podía ordenar más congruamente, puesto que conviene seguir este orden: el Papa debe ordenar este primer obispo como cabeza de la naciente Iglesia; si crece el pueblo de Cristo con su colaboración, “recibirá los privilegios del arzobispado y así podrá constituir obispos que elegirán a su sucesor”. Pero debido al largo viaje que el elegido debía hacer para ser ordenado en Roma, los mismos obispos (búlgaros misioneros) podrán ordenarlo después de su elección. Sin embargo, “el metropolita no se puede sentar en el trono ni consagrar, excepto el cuerpo de Cristo, antes de recibir el palio de la sede romana según hacen todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones”. Quizás la expresión ‘todos’ podría ser aquí un poco enfática. La simple traducción de este documento nos indica la trascendencia del mismo. He aquí las aserciones más importantes: HISTORIA DE LA IGLESIA 95 a) Claramente se establece el principio: el primer obispo que dirige una nueva Iglesia ‘congruentius’ debe ser ordenado por el Papa, puesto que “minus a maiore benedicetur”. b) Una vez iniciada la Iglesia con la consagración del obispo como cabeza de la nueva Iglesia, habiendo recibido el uso del palio, éste podrá ordenar obispos (sufragáneos). c) El Papa dará los privilegios del arzobispado. Esta frase significa que el Papa, “a quo et episcopatus et apostolatus sumpsit initium”, constituye el arzobispo, dándole el palio y el título de arzobispo. d) El obispo, cabeza de la Iglesia de los búlgaros, que será elegido y consagrado, recibirá el palio de Roma (con los privilegios del arzobispado), y podrá (una vez haya recibido el palio) sentarse en el trono (la sede episcopal o cátedra). e) Todos los arzobispos de las Galias, de Germania y de las otras regiones no consagran (excepto el cuerpo de Cristo en la Santa Misa) ni se sientan en el trono antes de recibir el palio de la sede de Roma. Esta noticia es de gran importancia, puesto que, al menos, indica cuál es la mentalidad romana (o postulado) durante el pontificado del papa Nicolás I. f) Todas las expresiones comentadas en esta carta y los principios jurídicos que en ella se establecen, nos evocan el plan organizativo gregoriano de la Iglesia inglesa de san Agustín de Canterbury. A los ojos de Oriente y de los historiadores actuales, el Papa iba demasiado lejos. Por otra parte la reacción de Focio fue intemperante, cerrando toda posibilidad de entendimiento. ¡Fue una lástima! Focio y el concilio ecuménico de Constantinopla IV Focio, al conocer la respuesta papal, prácticamente se separó de la Iglesia romana. En la mencionada carta encíclica que Focio envió a todos los patriarcas, a primeros de verano de 867, atacaba al Papa. Pero no satisfecho con esto, en agosto del mismo año Focio reunió un concilio del cual tenemos muy pocas noticias; sin embargo todas ellas señalan que en el mencionado concilio se atrevió a deponer y anatemizar a la misma persona del Papa. En una carta enviada al rey Luis II y a su esposa Angilberga, Focio pide que el “pseudopapa Nicolás” sea depuesto de su sede romana. Pero esta carta fue su perdición, puesto que el emperador occidental se escandalizó y le aseguró al emperador bizantino que nunca se atrevería a poner la mano sobre el vicario de Pedro, al cual todo Occidente tenía una gran veneración. Así se encontró solo Focio, y su desdicha aumentó cuando su gran protector Bardas fue asesinado en el año 865, y Miguel III murió en manos del usurpador del Imperio macedonio, Basilio. Éste, para asegurarse el apoyo de Occidente, permitió que Ignacio se sentara de nuevo en la sede de Constantinopla, y Focio fue exiliado sin ningún miramiento. 96 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) El nuevo emperador Basilio actuó muy diplomáticamente. No sólo quería lograr el apoyo de los ignacianos, puesto que en número eran inferiores a los focianos, sino que, según creía, era conveniente convocar un concilio de reconciliación. Por lo tanto, en primer lugar informó al Papa brevemente sobre los acontecimientos. El Papa que contestó ya no era Nicolás I, sino Adriano II (867-872). Éste enseguida se dirigió al emperador y al patriarca. Manifestó su voluntad de seguir la línea de su antecesor, pero mostraba extrañeza de que Ignacio no le hubiera remitido todavía la carta en la cual se notificara (a Roma) la nueva entronización en la sede de Constantinopla. En verano de 869 se celebró en Roma un concilio en el cual, sin oírse las voces de los partidarios de Ignacio ni la de los de Focio, este último fue condenado y depuesto de nuevo. Se dice que en el supuesto de que Focio se arrepintiera, “lo máximo” que se le concedería sería la comunión entre los laicos. Los ordenados por Focio también debían considerarse depuestos. Los obispos ordenados por Ignacio, que posteriormente se habían adherido a Focio, tenían que firmar un “libellum satisfactionis” que Roma redactó. El concilio acabó con la solemne quema de las actas del concilio de Constantinopla del año 867, a pesar de la lluvia torrencial que caía sobre la hoguera. Aquella gente creyó que fue un milagro. Pero estos hechos del concilio romano no fueron bien vistos por Constantinopla, puesto que tanto Ignacio como el mismo emperador querían que aquellos asuntos internos de la Iglesia oriental fueran tratados y solucionados en un concilio propio. Este se celebró en el mes de octubre del año 869. Los ciento tres padres del concilio octavo ecuménico creían que era un abuso la insistencia romana en que se firmara el mencionado “libellum satisfactionis”. Los legados papales no transigieron en lo más mínimo. Focio —que se encontraba presente— no abrió boca, ni se permitió que su defensa la hiciera otro obispo. La causa de Focio estaba perdida, puesto que el Papa había dicho la última palabra. A pesar de todo, los legados papales tuvieron que admitir que a partir de ahora los patriarcas disfrutarían de inmunidad, de modo que ni el mismo Papa podría deponerlos. El concilio acabó el 28 de febrero de 870, pero el mismo día una delegación búlgara se presentó en Constantinopla pidiendo que se determinara ¿a qué patriarcado pertenecían? ¿al de Roma —que ya había concedido el palio a un arzobispo designado por los propios búlgaros— o al de Constantinopla? El concilio, en contra de los legados papales, determinó que la Iglesia búlgara era del patriarca de Constantinopla. Un día después del concilio, los legados entregaron una carta del papa Adriano II que habían mantenido guardada por si se trataba este tema. Ignacio hizo caso omiso a las prohibiciones del Papa, afirmando que el concilio ya había tomado posición y que eran más importantes sus actas que una simple carta. Los misioneros romanos tuvieron que retirarse de Bulgaria, y en la práctica continuaba la ruptura entre Bizancio y Roma, a pesar de no constar que ambos (Ignacio y Adriano II) mutuamente se excomulgasen. Pero el gran perdedor fue el propio Ignacio. Y Focio regresaría en breve de nuevo a la sede patriarcal, puesto que el emperador oriental intentó no endurecer la oposición de los focianos. HISTORIA DE LA IGLESIA 97 El segundo patriarcado de Focio Mientras tanto Focio había vuelto de su destierro y había sido elevado a educador de los príncipes imperiales, y quizás también retomó su actividad docente. Era un gran patrólogo. Evidentemente, Ignacio no había dudado nunca de la legitimidad de la ordenación episcopal de Focio, y una vez se hubieron enfriado sus relaciones con Roma, ya no vio motivo para seguir dando importancia a la laicización del expatriarca. En este periodo se habían abierto nuevas negociaciones con Roma, con el objeto de arreglar las diferencias entre ignacianos y focianos en el sentido de una revisión del proceso de Focio. El papa Juan VIII (872-882) no se oponía a las negociaciones. En los últimos días de Ignacio, parece ser que Focio e Ignacio se reconciliaron. Sabemos igualmente que el Papa delegó y envió a los obispos Pablo y Eugenio a Constantinopla con cartas para el emperador e Ignacio con la orden de establecer la paz. Los enviados ya no encontraron a Ignacio, sino a Focio. Ignacio murió el 23 de noviembre de 877, y Focio pudo ocupar de nuevo la sede patriarcal de Constantinopla sin ninguna dificultad. Los legados papales decidieron no negociar, y obligaron al emperador a dirigir una nueva carta al Papa. El emperador solicitó el reconocimiento de Focio y que se convocara un nuevo concilio. Una carta al Papa del clero de Constantinopla quería asegurar el reconocimiento universal del nuevo patriarca Focio en su ciudad episcopal. El Papa se reunió con sus colaboradores más íntimos, y le escribió una carta al emperador en la que se mostraba dispuesto a reconocer, a pesar de todo, a Focio, con la condición de que él se excusara de sus anteriores actas en un futuro concilio. El Papa perdonaba a Focio y a su episcopado en virtud de “su suprema autoridad apostólica”. Sin embargo, ponía como condición que Focio se abstuviera de toda actividad pastoral en Bulgaria. Los legados del Papa recibieron un “commonitorium” de Roma que les ponía al día de la nueva situación, que fue leído en un concilio y firmado por los asistentes. En estas circunstancias, al fin se pudo abrir un concilio bajo la presidencia del patriarca Focio a inicios de noviembre del año 879. Celebró siete sesiones y tomaron parte casi cuatrocientos obispos. En el fondo, había poca cosa que tratar. Era decisivo para Focio poderse presentar ante los padres del concilio, no como patriarca en virtud de la indulgencia romana, sino como obispo de Constantinopla rehabilitado y nunca depuesto legítimamente. Es posible que, ya antes de las sesiones, los legados romanos supieran que Focio, por la misma razón, difícilmente se presentaría ante el concilio como pecador arrepentido. Los legados del Papa mantuvieron la doctrina del primado papal en todo momento e insistieron, a despecho y a pesar de todas las protestas de los obispos focianos, en que el papa Juan VIII instauraba a Focio en el cargo de patriarca, en virtud de suprema autoridad apostólica. Por lo que a la cuestión búlgara correspondía, Focio recalcó en el mismo concilio su buena voluntad, y declaró no haber hecho ninguna acción oficial en Bulgaria. Con esto se satisfacía la condición papal de la absolución. Los decretos del concilio —que votó una serie de cánones, por ejemplo, contra la promoción de laicos al episcopado y declaró ecuménico el del 787 (Nicea 98 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) II)— fueron firmados por todos los partícipes en la sesión del 26 de enero de 880. No quedó resuelta la cuestión de Bulgaria, para la cual los padres se declararon incompetentes. Fuera del concilio, parece haberse iniciado un compromiso en el sentido de que Bulgaria se sometería a la jurisdicción romana, pero no se pondrían dificultades a los misioneros griegos de allí. Juan VIII fue un gran político. Así, al reconocer Focio como patriarca, aseguraba la paz entre las dos iglesias. Sin embargo los ignacianos se demostraron más antiromanos que los propios partidarios de Focio. Pero los clérigos romanos no podían ver en absoluto a Focio: buena prueba de ello fue la elección del sucesor de Juan VIII, del papa Marino (882-884), que encabezaba la oposición en Bizancio. A pesar de todo, ni este Papa ni sus sucesores hicieron nada que afectara a la comunión con Oriente, a pesar de que Focio fue destituido por motivos políticos en el año 886 y murió en 891 retirado en un monasterio. Es muy difícil juzgar la personalidad de Focio. Hay quien afirma que en algún tiempo recibió culto como si fuera un santo. A pesar de esto, si bien se reconoce su talento extraordinario y su gran aprecio hacia los derechos y costumbres canónicas de Oriente, no se puede entender, bajo ningún concepto, que llegara a excomulgar al Papa. Al menos hay que reconocer que históricamente fue el primero en hacerlo, y que tal actitud iba en contra de los más elementales fundamentos eclesiales aun de la Iglesia oriental. Los sucesores de Focio Focio murió en comunión con Roma. Pero en el interior de la Iglesia bizantina no se habían borrado los motivos de disensión que en otros tiempos motivaron la ruptura entre las dos iglesias. En el siglo X el papado pasaba los momentos más difíciles de su historia; por eso era muy difícil que Bizancio reconociera la primacía papal, a pesar de que los ignacianos pedían una y otra vez el arbitrio superior de los papas. Pero estos tenían suficiente trabajo en sus interminables rifirrafes romanos. En tal contexto hay que situar la desafortunada cuestión del conflicto de la tetragamia, o sea la licitud de contraer una cuarta nupcia. El emperador bizantino León VI enviudó por tercera vez, y quería casarse de nuevo a pesar de la oposición del patriarca de Constantinopla Nicolás. Finalmente acudió a Roma y el Papa declaró que el matrimonio (el cuarto) era canónico y que la Iglesia lo reconocía como válido. El patriarca se opuso y esto le valió el exilio decretado por el emperador. El nuevo patriarca fue un monje adicto al emperador: un tal Eutimio (a. 907-912). Este conflicto dividió la Iglesia bizantina en dos bandos irreconciliables entre sí: los ‘nicolaítas’ y los ‘eutimianos’. Esto hizo que se avivaran las brasas de la división, que se estuvo muy presente hasta el patriarcado de Miguel Cerulario. Ruptura definitiva En el siglo XII Occidente se encontraba en plena Reforma gregoriana. En Roma había eclesiásticos de muchísima valía, cosa que contrastaba con Oriente, donde había personajes más bien de poca preparación teológica y con grandes dosis HISTORIA DE LA IGLESIA 99 de orgullo y codicia eclesiásticas. Pero observemos que en la primera época o en tiempos de Focio, este patriarca era un auténtico talento en disciplinas eclesiásticas (gran patrólogo y no menos buen teólogo), mientras en Roma se iniciaba la decadencia del ‘siglo de hierro’. Estamos a mediados del siglo XI y ya sombreaba por toda la geografía eclesiástica un hombre enigmático: el nuevo patriarca Miguel Cerulario. Era un hombre ambicioso, y sabemos que antes de acceder a la sede constantinopolitana se vio envuelto en una revuelta política bizantina mediante la cual esperaba, en caso de salir victorioso, ascender incluso a emperador. La intentona fue descubierta, y como tantas veces, el único refugio y salvación fue el monasterio. Pero este no fue el fin de Miguel Cerulario. Se hizo clérigo y, bajo el emperador Constantino IX Monómaco (10431055), consiguió influir de nuevo sobre la política y como ‘synkellos’ (asesor) del patriarca, llegó a ser su sucesor. Así, en el año 1043 fue consagrado patriarca. La situación eclesiástica entre Oriente y Occidente que el nuevo patriarca se encontró, no era de cisma, pero sí se puede decir que se respiraba un ambiente de animadversión latente y constante. Las brasas estaban a punto de avivarse, desgraciadamente. Roma salía del ‘siglo de hierro’ durante el gran pontificado de san León IX (10481054). El estado de la Iglesia latina era lamentable, de auténtica postración. La de Bizancio, en cambio, estaba orgullosa de su ortodoxia. Constantinopla, la “nueva Roma”, creía que sólo ella conservaba integra la vida religiosa y la fe universal. Era una reacción normal y lógica ante la bajada del prestigio del papado, y, más todavía, cuando los mismos papas se asociaron en alguna ocasión con los normandos para quitarse de encima la influencia bizantina. A pesar de todo, esta alianza con invasores “bárbaros” normandos no podía durar. De aquí nació otra gran alianza entre ambos Imperios y el mismo papado. El gran organizador de este proyecto fue un tal Argyros, Katapan (o gobernador) de las posesiones italianas del Imperio bizantino. Y esta fue la causa del definitivo cisma de Oriente que perdura todavía hoy (a. 2011). El emperador Constantino IX quiso iniciar los preparativos de una gran campaña contra los normandos, pero curiosamente el patriarca Miguel Cerulario se opuso a ello. Los motivos de esta animadversión son confusos. Posiblemente la causa de la oposición del patriarca provenía de la actuación del mencionado Argyros, hijo de un tal Meles que en el año 1009 había luchado contra Bizancio y a favor del papado. El mismo Argyros, a pesar de haber sido educado en Constantinopla, seguía los ritos latinos y era considerado un posible traidor por los adversarios de Roma. Argyros levantaba muchas sospechas ante un bizantino convencido. Lo cierto es que Miguel Cerulario le odiaba. Éste seguramente se preguntaba quién obtendría las ventajas más contundentes en el caso de una victoria, ¿el Papa, el emperador alemán o el bizantino?, algunos preveían que el único que conseguiría ventajas sería el mismo Argyros, puesto que él se había hecho proclamar —con gran escándalo de todos— en el año 1041 ‘Dux et Princeps Italiae’. Por todas estas razones, Miguel Cerulario se opuso a la mencionada alianza con todo no actuó frontalmente sino con gran astucia. Así empezó una campaña difamatoria. Se criticaban los ritos de la Iglesia latina, el uso del pan 100 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) ázimo, el ayuno en sábado, y también que se hubiera introducido la fórmula ‘filioque’ en el Credo. Posteriormente, Miguel Cerulario actuó más duramente contra los latinos residentes en Constantinopla: ordenó cerrar todas sus iglesias, llegando a darse actos salvajes, no aceptando ni las especies consagradas por los sacerdotes latinos. Eran pisoteadas y ultrajadas. Entretanto, la situación se había agudizado en el sur de Italia. Tal como hemos expresado en capítulos anteriores, el papa san León IX consiguió reunir un contingente de tropas y él mismo se puso al frente de ellas e inició la guerra contra los normandos. Un poco antes, Argyros había sufrido un descalabro a manos de estos mismos normandos en Siponto, y no consiguió reunir sus tropas con las del Papa. San León IX sufrió una grave derrota y cayó prisionero (28 de junio de 1053), y desde su cautiverio trataba de despachar, como podía, los asuntos eclesiásticos. La derrota del Papa era implícitamente derrota de los intereses bizantinos en el sur de Italia. La alianza deseada por Argyros era más urgente que nunca. El emperador Constantino IX escribió a la curia y expresó su deseo de una paz eclesiástica como condición de la unión política. Hasta Cerulario tuvo que rendirse a la presión y, en términos moderados, dio a conocer al Papa su deseo de entendimiento. Así la curia romana decidió pedir una legación para negociar la paz en Constantinopla. La encabezaba el célebre cardenal Humberto de Silva Cándida, gran reformador (pero creemos que era fundamentalista), con el canciller romano Federico de Lorena y Pedro, arzobispo de Amalfi. Antes de partir, Humberto conversó largamente con Argyros. Cuando llegó la legación papal a Constantinopla, fue honrosamente acogida por el emperador, mientras la visita al patriarca fue mucho más fría. La escena acabó con la “muda” entrega de la carta papal. No hubo ningún diálogo, y Humberto —que hoy se podría calificar como un hombre de ultraderechas— se entregó con tanto más fervor a la propaganda política. Mandó traducir su réplica contra los griegos, se precipitó a la polémica y finalmente atacó al viejo monje Nicetas Stethatos, que había osado escribir contra los ázimos. La presión de Humberto sobre el emperador condujo a una lamentable disputa el 24 de junio de 1054 en el monasterio de Nicetas, tras la cual se tuvo que retractar y quemar sus escritos. En esta situación, en una vehemente polémica, el patriarca consiguió crearse un ambiente favorable, y los legados decidieron huir de Constantinopla sin haber hecho nada positivo; eso sí, antes, en un acto solemne, depositaron sobre el altar del Hagia Sophia una bula de excomunión contra el patriarca y sus cómplices (16 de julio de 1054); un texto que iba mucho más allá de la legación encomendada por el Papa, lanzando el anatema contra el “pseudopatriarca” Cerulario, contra León, arzobispo de Ochrid, y contra otros partidarios suyos. Eran acusados de ser simoníacos, arrianos, nicolaístas, pneumatómacos, maniqueos, etc. El anatema no se dirigía solamente contra la doctrina griega y la procesión del Espíritu Santo, sino también, por ejemplo, contra el matrimonio de los sacerdotes orientales y otras legítimas costumbres de la Iglesia griega. HISTORIA DE LA IGLESIA 101 Estos anatemas fueron muy desafortunados en todos los sentidos. Se ha dicho que no tenían validez, puesto que cuando la bula fue entregada, o mejor dicho depositada en el altar de Hagia Sophia, el papa san León IX ya había muerto. A pesar de todo, es un episodio muy penoso para ambas iglesias, por el cual hay que pedir perdón. Por eso, el papa Pablo VI (1965) retiró la mencionada bula en un acto de verdadera reconciliación, devolviendo a Oriente la reliquia de la cabeza de san Andrés que se conservaba en el Vaticano. Nuestros hermanos ortodoxos agradecieron este acto impregnado de un gran simbolismo pacificador. Humberto de Silva Cándida y los otros legados pontificios, después de haber dejado la bula, se despidieron cortésmente del emperador y volvieron a Roma. Es posible que, al despedirse, el emperador no tuviera a mano la traducción de la bula de excomunicación o no hubiera reflexionado sobre su alcance. Por eso, Constantino IX se vio obligado a hacer regresar los legados, para discutir en sesión conjunta las cuestiones de la mencionada bula. Pero parece ser que la discusión no era del gusto ni del interés del patriarca, que movilizó al pueblo y propuso una sesión en locales donde los legados papales podían verse personalmente en peligro. Así fracasó el intento de pacificar los ánimos, y ahora el propio emperador les sugirió a los legados que se marcharan de Constantinopla, cuando incluso el pueblo ya había empezado a poner asedio al palacio imperial. El emperador abandonó toda resistencia y se dejó llevar por los dictámenes del patriarca Miguel Cerulario: éste había vencido. Lo que sigue es sólo el epílogo. El domingo 24 de julio de 1054, el patriarca reunió un sínodo en el cual expuso los acontecimientos a su modo. Los legados papales fueron descalificados como emisarios de Argyros, y la bula papal se interpretó como bula de excomunicación contra la Iglesia ortodoxa. La excomunicación fue devuelta a los legados y a todos sus sustentadores o comitentes. Este fue el origen del lamentablemente famoso cisma del año 1054, y se discute —como hemos dicho— si cuando hubo fallecido el papa León IX, no habiendo todavía sucesor, tenía validez la excomunicación. En todo caso creemos que era una ‘amplificatio’, en gran parte ilegítima, del propio resentimiento de Humberto, aunque, en el núcleo de la cuestión, daba en el clavo. En cuanto a la forma, no se dirigía en todo caso contra la Iglesia ortodoxa como tal, ni siquiera contra su cabeza, el emperador, sino únicamente contra Miguel Cerulario y contra sus partidarios. Pero Cerulario tampoco excomulgó la Iglesia romana, sino sólo a los legados papales y a sus comitentes, que se suponía eran Argyros y sus secuaces. Pero lo que se pensaba por un lado y otro, era una cosa muy diferente. Sobre esto no puede haber ninguna duda. En el derecho formal, no se habían dado actos que permitieran hablar de un cisma “en toda forma”; pero la vehemencia con la que se habló y actuó era nueva e inaudita, y el repertorio de mutuos reproches se había ampliado esencialmente respecto al cisma fociano. Su generalización era grotesca. 102 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) La guerra fría entre ambas jerarquías se endurecería. La indignación prosiguió por ambas partes. Sin embargo, sería falso calificar de desesperada la situación de entonces. En principio, el gobierno de la Iglesia de Oriente seguía en manos del emperador, y seguía en pie la cuestión de si otro emperador, que no fuera el débil Constantino IX, no tendría que girar de nuevo el timón. Además, todo el mundo en Bizancio conocía el violento carácter del patriarca y a nadie se le escapaba hasta qué punto los acontecimientos eran fruto de su vehemente política personalísima. Y finalmente, no se podía excluir que, con el tiempo, Roma no emprendiera caminos que no estuvieran ya en la línea subjetiva y demasiado polémica de Humberto. Lo cierto es que el pueblo fiel por mucho tiempo no tuvo ninguna noticia de este cisma, ni la tuvo la historiografía bizantina contemporánea a los penosos hechos anteriormente descritos. Como conclusión, hoy en día, después de más de nueve siglos de cisma, la esperanza en la reconciliación parece más fuerte. Así lo desea el actual papa Benedicto XVI (2011), pero ya antes Dimitrios I y el papa Juan Pablo II se habían abrazado en la misma Iglesia romana que custodia la tumba del príncipe de los apóstoles. De este hecho hemos hecho mención al principio. Era el 7 de diciembre de 1987, y en tal efeméride firmaron un significativo documento que contiene expresiones muy significativas: “Nosotros, el papa Juan Pablo II y el patriarca ecuménico Dimitrios I, damos gracias a Dios que nos ha permitido reunirnos para rezar juntos y con los fieles de la Iglesia de Roma, venerable por la memoria de los apóstoles Pedro y Pablo, y ocuparnos de la vida de la Iglesia de Cristo y de su misión en el mundo”. “Nuestro encuentro es señal de fraternidad entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Esta fraternidad, que se ha manifestado en numerosas ocasiones y bajo formas diferentes, no para de incrementarse y de producir frutos para la gloria de Dios. Experimentamos de nuevo el gozo de permanecer juntos como hermanos (Salmo, 133)”. “Al dar de todo corazón gracias ‘al Padre de las luces, del que viene todo don perfecto’, pedimos e invitamos a todos los fieles de la Iglesia católica y de la Iglesia ortodoxa para que intercedan por nosotros ante Dios: que Él acabe la tarea que empezó entre nosotros. Al hacer nuestras las palabras de san Pablo os exhortamos: ‘Colmad mi gozo viviendo plenamente de acuerdo’ (Fil 2, 2). ¡Que el corazón de todos se disponga en todo momento a recibir la unidad como don que el Señor hace a su Iglesia!... Las iglesias de Oriente y Occidente, durante siglos han celebrado juntas los concilios ecuménicos que han proclamado y defendido “la fe transmitida en los santos una vez por todas” (Judas 3). “Llamados a una sola esperanza” (Éfeso 4, 4), esperamos el día por Dios querido en el cual será celebrada la unidad reencontrada en la fe y en el cual será restablecida la plena comunión mediante una concelebración de la eucaristía del Señor...” HISTORIA DE LA IGLESIA 103 “En estos instantes llenos de gozo, y mientras realizamos la experiencia de una profunda comunión espiritual que deseamos compartir con los pastores y fieles tanto de Oriente como de Occidente, elevamos nuestros corazones hacia Aquel que es la cabeza, el Cristo. De Él el cuerpo recibe en su total concordia y cohesión gracias a todas las articulaciones que le sirven según una actividad distribuida a la medida de cada uno. De este modo, el cuerpo realiza su propio crecimiento. De este modo se edifica él mismo en el amor (Éfeso 4, 16)”. “Que sea dada toda la gloria a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. Vaticano, 7 de diciembre de 1987”. Durante su viaje a Tierra Santa del papa Juan Pablo II, en el mes de marzo del 2000, se dieron pasos decisivos hacia el esperado reencuentro de las dos iglesias: la católica y la ortodoxa. 11. SAN OLEGUER REFORMADOR DE LA CANÓNICAS REGULARES • • • • La figura de san Oleguer Un biógrafo de excepción Canónigos regulares y seculares San Oleguer causante del matrimonio entre Dolça de Provenza y el conde de Barcelona • San Oleguer abad de San Rufo de Aviñón La figura de san Oleguer Muchos de nostros leemos con gran agrado y percibimos con gran satisfacción las sublimes páginas de la historia de Cataluña, pero el gozo se hace mucho mayor cuando uno se encuentra o se descubre a un personaje como es san Oleguer, que sintetizó en vida los valores y los ideales hacia los cuales se intuye que nuestro pueblo debe encaminarse. Quedamos boquiabiertos ante el abad y obispo Oliba (971-1046). Tanto es así, que algunos historiadores lo denominan ‘padre de la patria’. Pero el encanto que nos produce la vida de san Oleguer —debo confesarlo— es superior. Sin caer en una comparación incorrecta de estos dos prohombres de Cataluña, los hitos que nos propone y que nos alcanza el obispo Oleguer son mucho más alentadores, y el historiador que estudia las primeras décadas del siglo XII puede proclamar que nuestro pueblo ha acertado en la búsqueda de aquello que quiere ser. A principios del siglo XII, los catalanes ya tenían una clara conciencia de su identidad propia. El horizonte que nos presenta la vida de san Oleguer representa todo un símbolo el cual se encuentra —gracias a Dios— presente en nuestro país. He aquí la enumeración de estos hitos plasmados —como a continuación expondremos— en la rica biografía de este obispo: primero la integración efectiva de nuestro pueblo en Europa gracias a las constantes relaciones con Provenza y el papado; la imposición de la Reforma gregoriana en Cataluña; el respeto y la subordinación a la sede de 106 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Pedro; la importante participación de san Oleguer en numerosos concilios que los papas convocaron en aquella época; su claro apoyo a los papas legítimos y no a los antipapas; la maestría desde San Rufo de Aviñón, como abad, a insignes discípulos como, por ejemplo, el papa Adriano IV (1154-1159), o quien fue su sucesor en la sede tarraconense: Bernat Tort (1146-1163); como legado papal se le encomendaron las cruzadas de la reconquista de la Cataluña Nueva; los consejos que dio a los condes de Barcelona Ramon Berenguer III y Ramon Berenguer IV en cuanto a la pacificación y la fraternidad entre habitantes de la Provenza y los reinos de la antigua Hispania cristiana; las buenas relaciones con Aragón, gracias a las cuales se llegó a la fusión del condado de Barcelona con el reino de Aragón y anteriormente entre Catalunya y Provenza; etc. En el orden estrictamente eclesiástico, hay que destacar —como expondremos— la reforma del clero; la celebración de sínodos diocesanos; las concordias entre monasterios, como el de Sant Cugat del Vallès, y parroquias; la atención en la canónica de Barcelona, de la cual fue canónigo y prepósito antes de retirarse al monasterio de Sant Adrià del Besòs (junto a Barcelona), y posteriormente al de San Rufo de Aviñón, del cual fue abad... Todos estos intentos tenían como objetivo: aplicar en Cataluña los valores impulsados por la Reforma gregoriana, ir contra la simonía, imponer el celibato, lograr la libertad de la Iglesia... Su voz —casi como la de san Bernardo— fue escuchada por los papas, obispos, reyes, condes, clérigos, feligreses, por todo el pueblo y especialmente por los pobres, sus predilectos, a los cuales destinó —entre muchas diligencias— una fundación muy singular: mandó que las sábanas de todos los clérigos de Barcelona, una vez éstos fueran difuntos, se enviaran al hospital para los pobres enfermos. Era un hombre que provenía de uno de los focos de reforma y cultura más decisivos, San Rufo de Aviñón, y con él posiblemente recaló un número considerable de códices de aquella abadía. A nosotros nos llegó lo mejor de lo mejor de aquella época; aun, con él vino una princesa, la condesa de Provenza denominada Dolça, con la cual se casó el conde Ramon Berenguer III. San Oleguer fue un don divino con cual el buen Dios obsequió a Cataluña. Un biógrafo de excepción ¡Estamos de suerte! Nuestro santo tiene un biógrafo, contemporáneo a él y amigo suyo, de primera categoría. Se llamaba Renall, y él mismo se denominó “gramaticus”, “doctor” y “magister Barchinonensis” en multitud de documentos que se conservan en los archivos de las catedrales de Barcelona y Girona. Nació a finales del siglo XI a Pauliac (Tolosa), y murió en Girona seis años después de san Oleguer (1143). Estamos seguros de que fue canónigo de Barcelona entre los años 1109 y 1121, de modo que habría sido compañero de san Oleguer en el capítulo barcelonés. En el mencionado año de 1121, aparece ya en Girona con los mismos cargos u oficios de maestro-escuela, doctoral y notario. En Barcelona, en el año 1109 sustituyó el Gramaticus Aimericus en el cargo de maestro-escuela, diferente del de maestro de capilla o de cantos, denominado también ‘capiscol’ (‘caput scholae’). HISTORIA DE LA IGLESIA 107 Fidel Fita, en sus vigorosos y acertados estudios sobre el maestro Renall, se deshace en elogios hacia él: “eminente escritor eclesiástico, teólogo, jurisperito, historiador y poeta; es uno de los más doctos y brillantes escritores de la Escuela barcelonesa de la primera mitad del siglo XII”. El padre Fita se lamenta de que Migne, autor de la Patrología Latina, en el volumen 172, dedique pocas páginas a Renall, y que no podemos decir que san Oleguer tuviera mejor suerte. Del santo transcribe escasamente cuatro cartas, olvidando sus escritos. Afirma textualmente el mismo historiador, “...del presente informe debe rectificarse y ensancharse el exiguo cuadro que Migne dedicó a la memoria de uno de los más doctos y brillantes escritores de la Escuela barcelonesa en la primera mitad del siglo XII (...) De san Oleguer ofrece tan sólo breves páginas epistolares... siendo así que pasan de mil las que el santo expidió u otorgó. Faltan asimismo en la colección de Migne dos obras insignes de san Oleguer: el sermón ‘de adventu Domini’ y la carta que dirigió a Inocencio II, solicitando a todos los obispos del arzobispado Tarraconense que contribuyesen en la erección de la catedral metropolitana de Tarragona”. Posiblemente la afirmación de que existen más de mil cartas de san Oleguer es exagerada. Nosotros hemos podido contar unas 130. Aun así, tenemos la suerte de que se ha conservado la vida del santo escrita por Renall, autor también de una pasión legendaria de santa Eulalia, así como de un tratado eucarístico intitulado De corpore Domini, del cual sólo conocemos unos versos mnemotécnicos. Se le pueden atribuir con mucha probabilidad los oficios versificados de santa Eulàlia y de la cátedra de san Pedro, conservados en un códice de Girona que parece escrito por su propia mano. También se interesó por los textos raros, como los comentarios de Apringio de Béjar al Apocalipsis, de los cuales sólo se conoce la copia por él escrita en Barcelona hacia el año 1132, ahora conservada en Copenhague. También podría ser acertada la atribución a nuestro autor Renall de la importante colección canónica denominada Cesaraugustana —por el hecho de haber pertenecido a Zurita uno de los códices que la contiene—, fruto sin duda de sus contactos con la curia romana en 1116, si bien acabada en su última recensión hacia el año 1143. Como se ve, un buen abanico de obras, todas llenas de erudición y de vena poética. Pero la obra que aquí nos corresponde es la Vita sancti Ollegarii, que se conserva transcrita en el códice del Archivo Capitular de Barcelona titulado Sanctorale secundum. Fue impreso por el padre Flórez en su obra España sagrada. He aquí un pequeño resumen de la misma, dividida en los mismos fragmentos en que viene presentada: 1/ Oleguer nació en Barcelona. Su padre —que también se llamaba Oleguer— era curial del palacio condal. Él le enseñó las primeras letras. Desde su niñez fue ‘oblatus Deo et beatae Eulaliae ad serviendam cum aliis canonicis’. Ya tonsurado, se convirtió en canónigo de Barcelona. Estudió Artes y Filosofía... Fue amable con todos, casto, pacificador... Amaba y seguía la regla de san Agustín. 108 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) 2/ Cuando era canónigo de Barcelona, Oleguer coincidió con el obispo Bertran, quien antes había sido canónigo del monasterio de San Rufo de Aviñón en la Provenza, e impulsó tanto a clérigos como a laicos a seguir el espíritu reformador de aquel monasterio; tanto es así, que instituyó una canónica en un pueblecito cerca de Barcelona llamado Sant Adrià (del Besòs). Oleguer se trasladó allí, siendo después prior, y unos años más tarde fue elegido abad de aquel monasterio de Aviñón (Provenza). 3/ Expedición del conde Ramon Berenguer III a las Islas Baleares, con la ayuda de los pisanos, provenzales y del papa Pascual II, el cual envió como legado al cardenal Bossón. En esta guerra murió el obispo de Barcelona, Ramon Guillem. Para festejar la victoria, vinieron a Barcelona Dolça, condesa de Provenza y esposa de Ramon Berenguer III, y Oleguer, abad de San Rufo de Aviñón. En esta ocasión se celebró un coloquio sobre la futura elección del nuevo obispo de Barcelona. 4/ Elección de Oleguer como obispo de Barcelona por iniciativa del conde. Fue escogido —según el biógrafo— por “elección cathólica en el Espíritu Santo” y “todos, fieles y clero, coincidían unánimemente en la mencionada elección”. A pesar de la oposición del propio santo, éste fue elegido. Barcelona estuvo dando gracias a Dios todo el día, pero el segundo día, “al primer canto del gallo”, Oleguer huyó. Las reacciones del pueblo y de este conde fueron estrepitosas por los continuos llantos. Aun así, el santo corrió día y noche huyendo de la pompa que la ciudad quería darle, hasta llegar a su iglesia de San Rufo de Aviñón (Provenza), de donde era abad. 5/ El conde de Barcelona viajó a Roma para agradecer al Papa la ayuda recibida en la compañía de Mallorca contra los sarracenos y a su vez pedirle que intercediera ante el abad de San Rufo para que aceptara ser obispo de la Ciudad Condal. Aun así, el intento de Ramon Berenguer III era muy ambicioso: pretendía que el Papa declarara cruzada la prevista reconquista de Tarragona. El viaje se describe con vivos colores. Pasó por el Ródano, por Génova y por Pisa. De esta república dice: “Toda la ciudad se llenó de alegría, el conde fue recibido en procesión. Toda Pisa aplaudió al conde”. 6/ Los pisanos dieron un consejo al conde: que no fuera personalmente a Roma, ya que Enrique V era muy peligroso (emperador enemigo del Papa) y hacía insegura la ciudad del Tíber. Además, Enrique V quería —decían los pisanos— capturar, si tenía ocasión, al conde Ramon Berenguer III, puesto que estaba convencido de que era él (el emperador), quien tenía derecho sobre el condado de Provenza y no el catalán. También le aconsejaron que enviara embajadores con sendas cartas al Papa explicando la elección y la fuga de san Oleguer y el deseo de que se proclamara una cruzada contra los moros de Hispania. 7/ Los enviados a Roma fueron dos obispos (el de Niza y el de Antibes), dos arcedianos (Pere de Barcelona y Bernat de Gerona), y el maestro de la iglesia HISTORIA DE LA IGLESIA 109 de Barcelona Renall. También les acompañaban dos personajes de la nobleza. Todos fueron recibidos por el papa Pascual II, el cual accedió a todas las peticiones que hemos detallado. El Papa se comprometió especialmente a exigir a Oleguer que abandonara San Rufo y que, tras ser ordenado en Maguelones (Montpellier), tomara posesión de la diócesis de Barcelona. Con este objetivo, el Papa envió al cardenal Bossón para que ejecutara varias bulas papales (del 23 de mayo de 1116). 8/ El nuevo obispo Oleguer fue recibido de nuevo con gran alegría en Barcelona. El autor de la biografía exalta las cualidades y las virtudes del santo, y afirma que la palabra de Dios era la clave de su boca. 9/ Oleguer viajó a Roma. En esta ciudad fue muy célebre por sus sermones, y tanto es así, que el propio Papa —ahora Gelasio II— quedó admirado y le concedió el privilegio del palio nombrándolo arzobispo de Tarragona; a pesar de este nombramiento, podía continuar siendo obispo de Barcelona, pero con la vinculación de todos los obispos sufragáneos de la Tarraconense. El 21 de marzo de 1118 Oleguer volvió a Barcelona. 10/ Los obispos de la Tarraconense, con las bulas papales, le rindieron obediencia. El autor de la biografía se deshace en elogios de buen pastor hacia él: “Generoso con los pobres, fugitivo de la vanidad y la adulación del mundo como si evitara un veneno [...] deseaba más gustar a Dios que a los hombres...”. 11/ Para reedificar Tarragona, que durante mucho tiempo había permanecido desierta, Oleguer invirtió una gran solicitud, convocando a habitantes, colonos, defensores y soldados. A todos ellos —en la medida de lo posible— les entregó beneficios. Pero al sentirse llamado a visitar Tierra Santa, siguió obedeciendo esta vocación. Quería ver y vio los lugares sagrados en donde Jesucristo había vivido. También visitó al patriarca de Jerusalén, a sus clérigos y a sus feligreses. El patriarca de Antioquía y el obispo de Trípoli quisieron retenerle durante muchos días, para empaparse del espíritu de sus sermones y de su riqueza espiritual. Habiendo logrado con creces su deseo de peregrinar a Tierra Santa, regresó a Barcelona. Tanto Barcelona como Tarragona se alegraron mucho de ello nos dice Renall. 12/ Si se ha hablado —según el autor de esta biografía (Renall)— de la vida de Oleguer, de la elección, de la honestidad, de los trabajos y de sus obediencias y doctrina, ahora habría que hablar de su tránsito. Oleguer, previendo que se acercaba el día de su muerte, intensificó todavía más sus prédicas y su solicitud hacia su pueblo y clero. En noviembre (1136) Oleguer celebró el acostumbrado sínodo diocesano; fueron tres días muy intensos. Durante estos, Oleguer se afanó en obtener su solicitud, explicando “el estado de la Iglesia, la religión, la pastoral, el oficio sacerdotal, la fe, las obras y la obediencia al Espíritu Santo...”. 110 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Aun así, a finales de este sínodo Oleguer predijo con voz débil y entre suspiros que sería el último sínodo que celebraría con ellos. 13/ A continuación, guardó cama, y así permaneció casi seis meses afligido por grandes dolores. En el siguiente sínodo, que se celebró la primera semana de cuaresma (1137), asistieron los obispos, los ministros de las iglesias, abades, priores... todos ellos fueron al palacio episcopal a escuchar las últimas palabras de san Oleguer. Al tercer día, cuando el sínodo ya se había acabado, tras las vísperas (6 de marzo de 1137), haciéndole corona alrededor de la cama los miembros del sínodo, arrodillados, rezando oraciones, letanías y salmos, “el beato padre Oleguer emigró al cielo para recibir la corona de la gloria”. Todo el mundo le lloró: los clérigos lloraron al pontífice; también el pueblo, los pastores, los huérfanos, los pobres y las viudas. Toda la ciudad se abocó en un llanto constante. Sus despojos se vistieron de ornamentos pontificales. Fue llevado en procesión hasta el coro de la catedral, donde tarde y noche se celebraron exequias. Por la mañana convinieron todos los pueblos vecinos; se renovó el dolor y creció la lamentación. Después de innumerables celebraciones de exequias, fue sepultado en el claustro de la catedral de Barcelona. Canónigos regulares y seculares Cabe señalar algunas características de su espiritualidad. En primer lugar sale en él el deseo de su conversión interior. La influencia de los obispos barceloneses también fue decisiva en la formación espiritual de san Oleguer, y especialmente la del obispo Bertran (1086-1095), que trajo un nuevo aliento reformador en la catedral de Barcelona. Cuando fue elegido obispo de Barcelona era monje de San Rufo de Aviñón (una de las abadías más preeminentes que ayudaron a los papas a imponer en los capítulos y en los obispados la Reforma gregoriana), de la cual hablaremos en muchas ocasiones en el presente estudio. San Oleguer le debe al obispo Bertran la vocación por una mayor perfección en el ámbito de los canónigos. Posiblemente Bertran quería que todos los canónigos de Barcelona pasaran a la obediencia de la congregación de San Rufo, pero no logró su objetivo: sólo logró fundar un priorato en Sant Adrià del Besòs que después (1112) se trasladaría a Santa Maria de Terrassa. El nuevo priorato fue fundado por algunos canónigos de Barcelona, entre ellos nuestro san Oleguer. El obispo Bertran es una clave de bóveda que después explicaría la monumental obra de san Oleguer, especialmente en lo referente a la red de monasterios de canónigos regulares, la mayoría de ellos dependientes de San Rufo de Aviñón. Tanto es así que el historiador Albert Carrier afirmó que él ha podido identificar más de 350 monasterios rufonianos en España, sin contar con los capítulos de las catedrales afiliados a esta Congregación. San Oleguer —no hay lugar a dudas— fue el primer gran impulsor. Aun así habrá que hacer un resumen histórico tanto de los capítulos catedrales, como de estas interesantes canónicas, para así poder explicar la trascendental transformación eclesiástica —claramente reformista— que san Oleguer obró. Debemos tener claro que nuestro santo participó de ambas formas de vida (la de los canónigos seculares y la de los regulares). HISTORIA DE LA IGLESIA 111 Ahora debemos situarnos en el pontificado de san Gregorio VII (1073- 1085), infatigable propulsor de la Reforma que llevó su nombre. Aun así, antes de él ya hubo intentos gracias a los cuales se intentó que los clérigos —especialmente en las catedrales— vivieran en común, como el del año 633 en el concilio de Toledo presidido por san Isidoro de Sevilla, y el famoso de Aquisgrán el 816 bajo los auspicios de Ludovico Pío. En el concilio del Laterano de 1059 ya se denominó a un grupo de clérigos con el nombre de ‘canónigos regulares de san Agustín’, distinguiéndolos de los continuadores de las reglas propuestas por el mencionado concilio de Aquisgrán. Y por último, el papa Gregorio VII, observando el gran empuje que podía recibir el ideal de la Reforma, dictó unas reglas para estructurar la vida común de aquellos buenos clérigos que estaban decididos a imponer un nuevo estilo reformador de sus iglesias. Ahora san Gregorio VII no sólo tenía en sus manos —como instrumentos de Reforma— los monasterios de la congregación de Cluny, sino que también se le brindó la posibilidad de expandirla a todas las diócesis a través de capítulos catedrales. De estas instituciones saldrían muchos obispos reformadores y algunos papas, como es el caso de Adriano IV, discípulo y monje de la abadía de San Rufo de Aviñón en la época en que san Oleguer era abad. Según el historiador Carrier “todos los obispos de Cataluña fueron rufonianos durante un largo periodo”. Así se acabó la lista negra de tantos obispos simoníacos catalanes y de la Provenza, gracias —hay que decirlo— en gran parte a san Oleguer, que dio a aquella abadía de Aviñón el importantísimo papel que tuvo: centro de Reforma. San Oleguer causante del matrimonio entre Dolça de Provenza y el conde de Barcelona El último documento en el cual san Oleguer aparece como prior de Sant Adrià es el juicio del 17 de julio de 1108. Probablemente a finales de este año o del siguiente el santo quiso ir a San Rufo de Aviñón o quizás lo reclamaron desde aquel monasterio situado cerca del Ródano. No sabemos si allí empezó como abad, o si lo hizo como simple canónigo. El hecho es que muy pronto aparece nuestro santo relacionándose nada más ni nada menos que con los papas y, como es obvio, con los miembros de las casas condales de Barcelona y de Provenza. Habría que exponer brevemente la unión entre estas dos casas condales para entender mejor el decisivo papel que jugó san Oleguer. Fue —creemos— la primera actuación eficaz a gran escala europea que Cataluña realizó, y muchos historiadores afirman que se llevó a cabo gracias al abad de San Rufo: el barcelonés san Oleguer. Cuando el historiador Ramon de Abadal nos habla del tercer matrimonio de Ramon Berenguer III el Grande, nos dice que este conde, “probablemente por intromisión de san Oleguer, abad de San Rufo de Aviñón, se casó con Dolça, la heredera de los condados de Provenza”. Era el febrero de 1112, y el entonces novio, Ramon Berenguer III, tenía treinta años. Dolça —mucho más joven— era propietaria por donación del condado de Provenza por parte de su madre, heredera por donación del Millau, Gavaldà y 112 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Carlat y de las posesiones ubicadas en la Roerga. El historiador Bofarull precisa más las consecuencias de este matrimonio. En las capitulaciones matrimoniales del 13 de enero de 1112, Dolça cede a Ramon Berenguer III toda la herencia de su padre. Desde el matrimonio, tanto él cómo ella, se denominarían condes de Barcelona y de Provenza. A finales del año 1113 nació el primero de los hijos que tuvieron, el que sería Ramon Berenguer IV. Con este matrimonio se inició la fraternidad de dos pueblos: el occitano y el catalán, desde Niza hasta Cahors, desde Carlat y Rodez hasta el río Gaià y las montañas de Montserrat. Tanto es así que el gran poeta Mistral exclamó: “Cent ans li Catalan, cent ans li Provençau se partageren l’aiga e lo pan e la sau”. Gracias a este matrimonio, empezó una gran página de la historia. Cataluña se abrió decisivamente a Europa: optó por una nueva línea política. Cataluña, desde ahora, podría simultanear la reconquista con las relaciones de los países occidentales de Hispania y la integración — culturalmente y social mucho más rica— en la Europa meridional que tenía como eje el Ródano. Posiblemente las dos culturas (catalana y occitana) tenían más puntos de contacto y posible integración que la castellana y aun la aragonesa-navarra. Seguro que Dolça y Ramon Berenguer III deseaban andar con pasos decididos hacia una Occitania unida y hermanada con Cataluña. Pero todavía había que continuar la reconquista, y en la misma unión con Provenza había que superar no pocos obstáculos, como se constató tras el mencionado matrimonio. Los condes de Tolosa reclamaban sus pretendidos derechos sobre la casa de Baus. Tras luchas y sendos convenios, se proclamó la división de la Provenza: un marquesado que comprendía desde el Isere hasta la Durança, y desde el condado de la Durança hasta el mar. El marquesado quedaba para el conde de Tolosa, y el condado para el conde de Barcelona. Pero la colaboración entre Tolosa y Barcelona quedaba definitivamente inaugurada. La adquisición de Provenza dio lugar a una serie de relaciones culturales y eclesiales extraordinarias para la casa condal de Barcelona; probablemente los mismos Usatges se deben a estas realizaciones y su sistematización. En Francia la orden de San Rufo ya se habían extendido. Así consta que en el año 1096, durante un viaje de Urbano II a Provenza y a Francia, existían canónigos regulares a Cambrai, Arras, Metz, Toul, Marbach, AIsacia, Tours, Angulema, Saint-Emilion, Saint-Sernin de Tolosa, Carcassone, Maguelones, Nimes y, por supuesto, en San Rufo de Aviñón, que asumió el liderato de las congregaciones de Provenza y de Cataluña. San Oleguer abad de San Rufo de Aviñón Hemos dicho que san Oleguer a principios de 1109 ya estaba a San Rufo de Aviñón. Este monasterio había sido fundado en 1039 y confirmado por el papa Urbano II en una bula el 15 de septiembre de 1095. Bertran, que después sería obispo de Barcelona y gran amigo de san Oleguer, fue canónigo de allí antes del año 1086. HISTORIA DE LA IGLESIA 113 La llegada de san Oleguer a San Rufo fue providencial. Durante seis años (11091115) desplegó una actividad tan grande con el apoyo del papa Pascual II, que bien se puede definir de tanta categoría en el ámbito eclesial como lo fue su intervención en el matrimonio de Ramon Berenguer III y Dolça de Provenza en el orden político. Tanto es así que durante su estancia en San Rufo, se promulgó una peculiar regla en la congregación de canónicas regulares llamada ‘Liber ordinis’, de la cual posiblemente nuestro Oleguer fue el autor, o por lo menos tuvo algo que ver. Con esta regla y los privilegios papales, la congregación se extendió por las amplias regiones de la Provenza y de Cataluña. Hay que remarcar de nuevo que la congregación de San Rufo se ha enmarcado dentro de la Reforma gregoriana. Ésta buscaba, más allá de la libertad de la Iglesia en los nombramientos de la jerarquía, lo que se denominaba ‘vita apostolica’, que es un deseo de adaptarse a los ideales evangélicos especialmente en cuanto a la castidad y a la pobreza. Dentro del movimiento de reforma de los monasterios (lograda gracias a los cluniacenses), se quiso ampliar esta reforma a las canónicas. Ya Hildenbrando, antes de ser Papa (Gregorio VII) en el sínodo de 1059, mandó —o al menos recomendó— que los clérigos de las catedrales llevaran una “vita communis et apostolica”, y el papa Urbano II equiparó la ‘vita apostolica’ al ideal de vida monástica reformada de perfección. Urbano II también prohibió que los nuevos canónigos de esta vida apostólica pudieran trasladarse de una canónica a otra sin permiso de la comunidad y de su prepósito (prior o abad). Se ha discutido mucho sobre si fue el mismo Gregorio VII quien dio una regla a los nuevos canónigos. Sin embargo hoy día, los historiadores creen que no fue así. Pero lo cierto es que Gregorio VII dio la inspiración a la nueva vida canónica y también —nos atrevemos a decir— que san Oleguer le dio un gran impulso; y todavía más si él fue el autor del mencionado Liber ordinis. Cómo observamos en los documentos, la reforma se concretaba en la ‘vita apostolica’, que comportaba la no posesión particular de bienes y la vida en común. Sobre el primer aspecto, hay que recordar que precisamente en este tiempo se hacía la separación entre la ‘Mensa episcopal’ y la de los canónigos. Más todavía, la ‘Mensa canonicorum’ fue también dividida entre los miembros diferentes (dignidades) del capítulo. Así se distinguía claramente entre los bienes del prepósito y los del resto de los canónigos. En el siglo X ya se había dado el caso de que algunos canónigos abandonaron la ‘vita communis’, motivo por el cual sus respectivas casas recibieron el ingreso de los bienes comunes. Este derecho de disfrutar individualmente de los bienes del capítulo, aunque fueran administrados de manera común, condujo al concepto de ‘canonicato’ y ‘prebenda’. Esta evolución en Barcelona se da —como se observa en los documentos— a principios del siglo XII. Desde este momento, cada capítulo poseía un determinado número de prebendas canonicales en contraste con los canónigos de San Rufo que sólo tenían un concepto, la ‘Mensa canonical’. Llama la atención que las mencionadas prebendas fueran concedidas tanto por el obispo como por el conde y también por los mismos canónigos entre ellos mismos. Quien recibía esta prebenda debía hacer un pago llamado ‘xenium’ 114 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) o ‘venditio’. De este modo las canonjías se convertían en ‘beneficia’, concepto todavía vigente hoy día (2011) a pesar del Concilio Vaticano II. Contra esta propiedad privada, se estableció la regla ‘Liber ordinis’ de san Oleguer, sin olvidar otros consejos típicamente evangélicos. Así, la Reforma gregoriana penetró en las canónicas de San Rufo, y precisamente ésta fue la causa de su gran éxito. Este progreso se truncó, como tantas otras cosas buenas —como la gran utopía de los condados confederados catalano-occitanos—, debido a la derrota de Muret en la cruzada contra los cátaros como estudiaremos en el capítulo 68. De la lectura del diplomatario de san Oleguer, hay que deducir que la figura del santo destaca por su carácter reformador en dos direcciones. En primer lugar aplica la Reforma gregoriana y apoya y crea las canónicas agustinianas o regulares; este aspecto es obvio por su gran participación en los concilios reformadores, como el de Tolosa (1119), el de Reims (1119), el de Laterano (1123), el de Barcelona (1126), el de Roma (1126), el de Clermont (1130), el de Reims (1131)... San Oleguer en ellos siempre dice la palabra exacta o propone la solución a un conflicto, como en el caso del concilio de Reims de 1119. De este último concilio el cronista nos dice: “En el último día habló el obispo de Barcelona ‘corpore quidem mediocris et macilentus, sed erudictione cum facundia et religione praecipuus, subtilem satisque profundum sermonem fecit de regali et sacerdotali dignitate’” (véase doc. 44 de nuestra obra Oleguer, Barcelona 2000, pág. 110). Oleguer distinguió la investidura eclesiástica de la propiamente civil o laica. Tiene en cuenta tanto la dignidad real como la del sacerdocio. Es la gran distinción que posteriormente se utilizó en el tratado de Worms (1122) y en el concilio Laterano (1123). En el mencionado concilio ecuménico del Laterano I (1123) también se ve la mano de nuestro santo. En él se consigna maravillosamente y se resume de un modo impresionante todo aquello por lo que él había luchado para imponer la Reforma gregoriana. Pero al sentirse los obispos tan fortalecidos en este concilio Laterano I, ya no fue tan necesario el papel reformador de los monjes de Cluny ni el de los mismos papas; la atención ahora se centraría en otros estamentos del clero, o sea en la reforma a través de los canónigos regulares. Se buscaba, pues, que los nuevos obispos provinieran de los canónigos regulares y, por lo tanto, que los obispos elegidos ya fueran reformados por su propia constitución, o sea por ser furinianos. Y en esto tuvo un gran peso la actuación de nuestro san Oleguer, que tanto influyó en la Congregación de canónigos regulares de San Rufo. En este periodo, gracias a san Oleguer, el papel más importante en la Reforma gregoriana lo tuvieron los canónigos regulares y no los monjes cluniacenses ni los del Císter. Fue el gran momento de los canónigos regulares de san Agustín, y con ellos el de nuestro gran obispo y arzobispo de Barcelona y Tarragona, ¡nuestro querido san Oleguer! 12. LOS PAPAS QUE APLICARON LA REFORMA GREGORIANA • Honorio II e Inocencio II • Federico Barbarroja y el papado Honorio II e Inocencio II Tras la muerte de Calixto II (1124), el cual con el concordado de Worms puso fin a la cuestión de las investiduras laicas, el papado estuvo a punto de caer en una época parecida a la del siglo X (‘el siglo de hierro’). Dos poderosas familias romanas (los Frangipanni y los Pierleoni) querían imponer sus candidatos en la Sede romana. Pero a pesar de que por este motivo entre los años 1124 y 1181 hubo seis antipapas, los auténticos sucesores de san Pedro se propusieron como objetivo prioritario de sus pontificados aplicar la Reforma gregoriana a todos los estamentos de la Iglesia, así como en sus relaciones con los príncipes y reinos. Los papas legítimos que van desde Calixto II hasta Inocencio III, son: Honorio II (cardenal Lamberto de Ostia, 1124-1130); Inocencio II (cardenal Gregorio Papareschi, 1130-1143); Celestino II (cardenal Guido de Castellis, 1143-1144); Lucio II (1144-1145); Eugenio III (abad cisterciense Bernardo de san Anastasio, 1145-1153); Anastasio IV (1153); Adriano IV (Nicolás Breakspeare, inglés, canónigo de San Rufo y obispo de Albano, 1154-1159); Alejandro III (Rolando Bandinelli, cardenal, 1159-1181); Lucio III (1181-1185); Urbano III (1185-1187); Gregorio VIII (1187); Clemente III (1187-1191), Celestino III (1191-1198) e Inocencio III (Lotario dei conti di Segni, 1198-1216). A la muerte de Calixto II, los cardenales eligieron a Teobaldo Buccapecus, cardenal de Santa Sabina, que se impuso el nombre de Celestino. Pero cuando cantaban el ‘Te Deum’, el pueblo romano instigado por Roberto Frangipanni se sublevó contra el nuevo Papa y éste presentó la dimisión. El mismo pueblo 116 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) proclamó Papa al cardenal Lamberto de Ostia, que no lo aceptó de inmediato, sino que quiso que se reunieran los cardenales. Éstos hicieron recaer efectivamente la elección a favor de Lamberto, el cual se puso el nombre de Honorio II. Durante el pontificado de Honorio II se determinó el papel tanto del Papa como de los obispos en la elección y coronación del emperador. En el mes de mayo del año 1125 murió el último emperador de la dinastía sálica, Enrique V. Los príncipes electores querían un emperador más débil que los anteriores, puesto que éstos se entrometían demasiado, según decían, en los asuntos internos de las múltiples soberanías con que la federación alemana contaba. Por otra parte los príncipes episcopales no querían la Reforma gregoriana. El obispo elector de Mainz, por ejemplo, empleó todos los medios para que fuera elegido Lotario, mortal enemigo del anterior emperador Enrique V. Tanto él como todos los otros obispos le pidieron al nuevo rey que suspendiera en gran parte el tratado de Worms. Para un sector de Alemania, Lotario III era reconocido como nuevo rey alemán, pero el bando contrario proclamó a Conrado III de Hohenstaufen, que fue coronado rey en la catedral de Milán por el arzobispo Anselmo. En este momento, ambos pretendientes de la corona imperial acudieron a Honorio II, y este Papa reconoció como legítimo emperador a Lotario III. Por lo tanto, se planteaba por primera vez, y de una forma explícita, que para la constitución del emperador no sólo era necesaria la elección y la aceptación de los príncipes electores alemanes, sino también el reconocimiento del emperador electo por parte del Papa. Este derecho fue una práctica común desde Honorio II. Otra cuestión iniciada durante el pontificado de Honorio II y que duraría muchos años, es la de la sucesión del ducado de Apulia. Guillermo, duque de esta región del sur de Italia, murió en el año 1127 sin descendencia. Y como aquel ducado estaba enfeudado por el Papa, así volvía a su primitivo ‘señor feudal’, es decir al obispo de Roma. Así, a la muerte de Guillermo, había varios pretendientes al ducado de Apulia, y los más destacados eran Rogelio II de Sicilia y Roberto de Capua. Honorio II lo concedió a este último, y así se inició una guerra. En ella Rogelio II de Sicilia venció. El Papa se vio obligado a concederle el ducado, y Roberto de Capua tuvo que jurar fidelidad a Rogelio II de Sicilia, el cual extendía sus dominios hasta Benevento, con gran temor por parte del Papa, que veía a su enemigo que estaba demasiado cerca de Roma. Honorio II salió victorioso de la cuestión alemana, y pudo imponer de nuevo los principios de la Reforma. Pero no fue así en el sur de Italia. La enemistad entre Rogelio II de Sicilia y el Papa llegó a hacer que Rogelio II intrigara entre los dos bandos romanos (los Frangipanni y los Pierleoni) y los cardenales. Su intención era asegurarse un candidato al papado sumiso a sus caprichos. Los últimos días de Honorio II fueron de mucha confusión. Todo el mundo preparaba la candidatura de su sucesor. El colegio de cardenales, para obviar los desórdenes HISTORIA DE LA IGLESIA 117 de la elección anterior, determinó que estuviera presente en la elección del nuevo Papa una comisión de ocho cardenales representantes de los otros cardenales. A la muerte de Honorio II (1130), seis de los ocho cardenales comisionados eligieron a Inocencio II, favorable a los Frangipanni. Pero el 14 de febrero de 1130, el pueblo romano, los otros veinticuatro cardenales y los nobles romanos, al observar que los Frangipanni habían influido en la elección de Inocencio II, se dirigieron a la iglesia de San Marcos y eligieron al cardenal Pierleoni, que tomó el nombre de Anacleto II. Éste era un hombre de gran prestigio, cluniacense, y había ejercido varias legaciones papales. A continuación, el pueblo, los cardenales y el nuevo papa Anacleto, se dirigieron al Laterano, y el supuesto Papa tomó posesión pacífica de la basílica. Y así fue cómo en un mismo día (el 14 de febrero de 1130) fueron elegidos dos papas: Inocencio II y Anacleto II, y los dos fueron consagrados el mismo 23 de febrero en diferentes iglesias: Inocencio II en la iglesia de Santa María Nuova, titular del cardenal Aymeric, por el obispo de Ostia, y Anacleto II por el cardenal-obispo Pedro de Porto, en el Laterano. Los dos papas fueron romanos. Inocencio II pertenecía a los Papareschi del Trastévere, y Anacleto a la poderosa familia de los Pierleoni, de origen judío, y por eso se le llamó ‘el papa del ghetto’. Aquella familia se había convertido al cristianismo en tiempos del papa san León IX (1048-1054). Debemos preguntarnos cuál de los dos papas era el auténtico. A simple vista, parece que jurídicamente fue más correcta la elección del papa Anacleto II; pero debemos reconocer que existía un compromiso previo entre los cardenales según el cual la comisión haría la elección en nombre de todos ellos. Se creía que así sería legal, pero en la reunión que tuvo lugar la madrugada del 13 de febrero de 1130, fueron excluidos dos cardenales: Pedro Pierleoni y un tal Jonatás, y este sistema de imposición de los Frangipanni provocó la protesta del cardenal Pedro de Pisa. En la elección de Anacleto II, votaron veintiún cardenales, y el pueblo romano dio su consentimiento. Sin embargo, de esta última elección no se pueden concretar más detalles, ya que las actas fueron destruidas tras la muerte del mismo Anacleto II. La expulsión de cardenales era muy grave. Inocencio II tuvo que abandonar Roma y refugiarse en Francia, puesto que los mismos Frangipanni, al cabo de unos meses, reconocieron a Anacleto II. Pero una vez en Francia, Inocencio II obtuvo el reconocimiento de san Oleguer de Barcelona, de los abades de Cluny (‘Pere el Venerable’) y del Císter. Precisamente, san Bernardo de Claraval se manifestó a favor de Inocencio II, alegando que aunque fue elegido por la minoría, ésta era, en cambio, la ‘sanior pars’ de los cardenales. La mayoría de las naciones estaban a favor de Inocencio II. Anacleto tenía la obediencia de Roma y del sur de Italia, ya que el mencionado duque normando Rogelio II estaba casado con Alberia, hermana del papa Anacleto II. Inocencio II, que recibió el apoyo de Lotario III, consiguió, en los meses de junio y agosto del año 1133, hacerse el amo de una parte de Roma. El 4 de junio el Papa coronó emperador a Lotario III en la basílica del Laterano. Pero en el mes de septiembre, el Papa marchó hacia Pisa, puesto que la 118 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) situación en Roma se le hacía insoportable tras la marcha del emperador. El 29 de mayo de 1135, celebraría allí un sínodo con muchos obispos, aun alemanes, donde excomulgó a Anacleto II y a Rogelio II, al cual el papa Anacleto II había nombrado rey de Sicilia. El emperador murió el 4 de diciembre de 1137. La unidad volvió a la Iglesia tras la muerte de Anacleto II (4 de diciembre de 1137). Su sucesor Víctor IV (cardenal Gregorio Conti) renunció el 29 de mayo de 1138. Sus electores y la misma familia Pierleoni reconocieron a Inocencio II, el cual volvió a Roma y convocó un concilio ecuménico (Laterano II) para el mes de abril de 1139. Entonces ya había muerto san Oleguer, obispo de Barcelona. En lo referente a la lucha contra Rogelio II de Sicilia, Inocencio II no fue tan afortunado: cayó prisionero tal y como sucedió antes, en tiempos de León IX, y fue obligado a firmar un pacto con los normandos, reconociendo el reino de Rogelio II que dominaba toda Sicilia y el sur de Italia. Durante el último año de su pontificado (1143) los romanos se sublevaron y proclamaron la República bajo el mando del hermano de Anacleto II, Giordano Pierleoni, en calidad de patricio. Los dos papas que sucedieron a Inocencio II, o sea Celestino II y Lucio II, reinaron durante poquísimo tiempo y se esforzaron en vano por imponer su autoridad en la República romana. Se dice que Lucio II murió el 15 de febrero de 1145 en el Capitolio romano a causa de un helado de granizada, aunque otros dicen que fue por una piedra lanzada por un senador. Entonces, los cardenales eligieron al cisterciense Bernardo Pignatelli de Pisa, abad de San Anastasio en Roma (Tre Fontane) que adoptó el nombre de Eugenio III (1145-1153). Había sido discípulo de san Bernardo, y éste escribió para él su famosa obra De consideratione sui, una especie de ‘espejo de príncipes’ religiosos. Eugenio III salió de Roma inmediatamente después de su nombramiento y residió durante gran parte durante su pontificado en Francia. En su último año (1153), concertó un tratado en Constanza con el joven rey de Alemania, Federico Barbarroja. Éste se comprometía a prestar ayuda al Papa contra sus enemigos romanos y normandos, y a cambio recibía la corona imperial. Una vez más, se le ofrecía al rey alemán la oportunidad de aparecer como el protector de la Iglesia, cosa que habría podido ser ventajosa para ambas partes. Pero, contrariamente a lo que se pudiera pensar, estalló un largo conflicto entre el emperador y el Papa. Federico Barbarroja y el papado Con Federico Barbarroja (1123-1190, Federico de Hohenstaufen) se iniciaba un periodo muy turbulento de luchas entre el papado y los reyes alemanes. En realidad, el móvil de los conflictos se reduce al intento de los emperadores de dominar Italia, puesto que por el título de emperador y de defensor de los papas, éstos (los emperadores) se creían con derecho para intervenir de un modo HISTORIA DE LA IGLESIA 119 contundente en los asuntos internos de la Iglesia. Se provocó así una situación insostenible que recuerda la lucha de las investiduras, pero con el agravante de que no se trataba de investir un obispo, sino al mismo Papa. Así se inició el largo periodo de lucha entre los güelfos, partidarios del Papa, y los gibelinos, partidarios del emperador. Sin duda, Federico Barbarroja era una figura caballeresca de pies a cabeza. Pero ya se advertía en él, siendo joven, una gran veleidad y un carácter desequilibrado. Los papas no tenían ninguna intención de debilitar a los emperadores, más bien al contrario, esperaban de ellos seguridad, ayuda y protección. Pero, por otro lado, los papas tampoco tenían la intención de someterse a él sin más. En el año 1155, de acuerdo con el tratado de Constanza, Barbarroja entró en Italia, puso fin a la República romana, y recibió la corona imperial. En aquel momento el Papa era Adriano IV (1154-1159), que hasta el día de hoy es el único inglés que ha subido a la sede de San Pedro. Era canónigo de San Rufo de Aviñón y discípulo de san Oleguer. El caudillo de la República romana era, desde el año 1147, el clérigo Arnaldo de Brescia, que fue acusado de rebelde y ajusticiado. El historiador Gregorovi dice que empieza en él la serie de los mártires de la libertad muertos en la hoguera, “el espíritu de los cuales renace de las cenizas como el ave Fénix”. La inexactitud de esta afirmación (aparte de que Arnaldo no fue de ningún modo quemado sino colgado) hace pensar en el desconocimiento de la historia italiana. Arnaldo de Brescia fue un condottiere más de los muchos que, con los medios suficientes, organizó revueltas para restaurar la libertad, pero que con estas acciones impidieron durante siglos que Italia disfrutara de una vida política sana y viable. Barbarroja ya dio muestras de su enfermiza susceptibilidad en el primer encuentro con el Papa. Se negó a tomar la brida del caballo del pontífice (‘officium stratoris’) según era costumbre (capítulo 47). Y para que se aviniera a razones, fue necesario que su séquito lo convenciera de que el hecho no implicaba ninguna humillación, de que sólo era un detalle protocolario y un ceremonial histórico. Semejantes minucias a menudo han tenido una cierta repercusión en la historia, puesto que ella no es una obra de principios abstractos, sino de hechos realizados por hombres vivientes. Federico reaccionó de forma parecida cuando leyó en una carta del Papa que le había conferido la corona imperial y otros muchos “beneficios”. El emperador entendió por “beneficium” el vasallaje feudal y el Papa tuvo que explicarle rápidamente que con esta palabra sólo quería recordarle los favores o buenos servicios que le había concedido. La susceptibilidad de Federico, contraria al papado, la fomentaba su canciller, Reinaldo de Dassel, que en el año 1159 fue nombrado arzobispo de Colonia. Federico también exigió a los obispos italianos la prestación del juramento de fidelidad, y emitió decretos de tipo cesaro-papista. Adriano IV, quien previamente había tomado la precaución de aliarse con el rey Guillermo I de Sicilia, consideró la conveniencia de excomulgar al emperador, pero en 1159 le sorprendió la muerte a Agnanio. No sabemos que hubiera hecho Adriano IV si no hubiera muerto en aquellos días. 120 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Un nuevo cisma estalló tras la muerte del papa inglés. La mayoría de cardenales eligieron a quien, hasta entonces, había sido canciller del Papa, Rolando Bandinelli, con el nombre de Alejandro III (1159-1181), hombre de gran valía, pero que fue rechazado por los alemanes. Otra minoría se pronunció por Octaviano Colonna, que tomó el nombre de Víctor IV. Pero, además, se pronunciaron a favor de Alejandro III los reyes de Francia e Inglaterra, muchos obispos alemanes, y la orden cisterciense -con mucho peso todavía, incluso tras la muerte de san Bernardo (1153). En Italia, donde por aquel entonces las ciudades ya empezaban a constituir entidades de comunidades independientes de gran importancia política, surgió una ‘liga de ciudades’ contra el emperador. Al principio sólo eran cuatro: Verona, Vicenza, Padua y Venecia, pero acabaron siendo veintidós, especialmente de la Lombardía, que tenía en su recuerdo la destrucción de Milán causada por Federico Barbarroja. De aquí que la alianza pasara a llamarse ‘liga lombarda’. La liga construyó una fortaleza en el sur del Po, que se llamó Alejandría en honor al Papa (Alejandro III) que era su gran apoyo. Ésta es una ciudad muy bonita que se encuentra entre Milán y Turín. Tras la muerte de Víctor IV (1164), el emperador erigió otro antipapa, Pascual III. Federico Barbarroja se dirigió a Roma y se hizo coronar emperador por segunda vez. También fue Pascual III quien canonizó a Carlomagno. Esta declaración siempre fue considerada inválida, pero los papas posteriores permitieron que se celebrara la festividad en su honor al menos en Aquisgrán y en Girona. El ejército de Barbarroja, acampado ante Roma, fue menguado por una peste, en la que también sucumbió Reinaldo de Dassel. El emperador tuvo que escapar apresuradamente hacia Alemania, y no volvió a Italia con un nuevo ejército hasta el año 1174. Asedió Alejandría en vano, y finalmente sufrió una derrota decisiva causada por las tropas de la liga lombarda, en Legnano. A consecuencia de ello, concertó un armisticio e hizo las paces con el Papa, entrevistándose ambos en Venecia en 1177. El emperador abandonó al antipapa Calixto III, sucesor de Pascual III, renunciando a los bienes y derechos eclesiásticos que había usurpado; el Papa le levantó la excomunicación y confirmó los nombramientos de obispos alemanes hechos por Federico. Alejandro III, que hasta entonces había residido la mayor parte del tiempo en Francia, fue escoltado hasta Roma por las tropas imperiales. Allí reunió un sínodo en el Laterano en el año 1179, que es tenido como el undécimo del concilio ecuménico. Para evitar los incidentes ocurridos en las elecciones papales, se dispuso que la mayoría de dos tercios de los cardenales debía ser necesaria para la elección de un Papa. Esta disposición sigue en vigor todavía hoy. La paz con la Liga lombarda no se firmó hasta el año 1183 en Constanza. Los siguientes papas, Lucio III, Urbano III y Gregorio VIII, estuvieron relativamente en paz con el emperador, pero no con los romanos. Urbano y Gregorio ni siquiera pisaron nunca Roma. Sólo Clemente III (1187-1191) pudo volver a la ciudad. El viejo Barbarroja obedeció a su llamamiento a la cruzada, quizás con la intención de reparar errores anteriores, pero fue un fracaso. HISTORIA DE LA IGLESIA 121 El sucesor de Barbarroja fue su hijo Enrique VI, de veinticinco años. De forma simultánea, subía al trono pontificio un anciano de ochenta y cinco años, Celestino III (1191-1198), que coronó emperador a Enrique VI en el año 1191. La esposa de Enrique era Constanza, hija del rey de Sicilia Rogelio II y de Alberia Pierleoni. Cuando el sobrino de Constanza, el rey Guillermo II, murió sin sucesión en 1189, Enrique VI hizo valer sus derechos al determinar quién debía ser el sucesor. Pero en Sicilia y Nápoles se favoreció la candidatura de Tancredo de Lecce, hijo natural del duque Rogelio y hermanastro de Constanza. La cuestión de derecho podía parecer dudosa y el arbitraje implicaba al Papa como soberano feudal que era de Sicilia. Para el Papa -decía- era una cuestión vital que el norte y el sur de Italia no estuvieran en manos de una misma potencia. La Santa Sede, desarmada y consiguientemente sin ningún poder político, sólo podía mantener su independencia si en Italia se establecía un equilibrio de poderes. Esta situación hizo que Celestino III se decidiera por Tancredo en contra de Enrique VI. Tancredo murió en 1194, y Enrique se apoderó expeditivamente de todo el reino sin respetar la soberanía del Papa. La cruenta venganza que infligió a sus enemigos, parecía preparar el terreno para otra excomunión, pero el pontífice Celestino III que había llegado, a sus noventa y dos años, se negó usar de tal recurso extremo. Entonces murió Enrique VI en Mesina el 28 de septiembre de 1197, y el Papa le siguió pocos meses después; pero la contienda entre gibelinos y güelfos estaba todavía muy viva en Italia. 13. LA REFORMA DE LA REFORMA • • • • • • • La posreforma gregoriana Los monjes “negros” y los monjes “blancos” San Bernardo: el oráculo divino de Europa Pedro Abelardo y san Bernardo Concepto de la cruzada según san Bernardo Juicio sobre san Bernardo Notas peculiares del Císter La posreforma gregoriana Como consecuencia de la Reforma gregoriana, surgieron por todas partes movimientos que querían mejorar la Iglesia y el cristianismo. Estos intentos tenían como denominador común la voluntad de volver al evangelio, a la pobreza, a la plegaria, al modelo de la Iglesia primitiva, a los consejos de perfección cristiana..., en una palabra, a la autenticidad evangélica. Durante la Reforma gregoriana, las luchas contra las investiduras laicas habían ido dirigidas, por parte de la Iglesia, a lograr la ‘libertas’ en los nombramientos eclesiásticos. Tras el concordato de Worms y otras estipulaciones pacificadoras de los reinos de Francia e Inglaterra, los obispos, los abades y aun los rectores de las parroquias rurales, prácticamente fueron constituidos por la misma Iglesia, sin la injerencia laical. Sin embargo, al implicar estas dignidades o cargos eclesiales otros oficios o prebendas puramente civiles, el estamento eclesiástico consiguió poder y riqueza que antes estaban en manos de los laicos. La Iglesia, así, se convertía en una institución muy rica y excesivamente poderosa. La Reforma gregoriana no consistía en intentar conseguir más riqueza para la Iglesia ni aumentar su poder, sino —como hemos dicho— en lograr la libertad dentro de ella misma. Tanto es así, que el fundamento de la lucha contra las investiduras consistía en un claro intento purificador de la misma Iglesia. 124 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Recordemos que Gregorio VII estableció un programa reformador basado en un concepto casi místico de la dignidad de la Iglesia y del oficio del sucesor de san Pedro. El Papa —según Gregorio VII afirmaba— era el mismo san Pedro “redivivus”. También hay que reconocer que los grandes reformadores gregorianos querían volver a la esencia del cristianismo; pero, paradójicamente, la misma Reforma tras el tratado de Worms, al conseguir para la Iglesia tanta riqueza y poder, alejaba cada vez más el estamento clerical de su mística primitiva, o sea de la autenticidad evangélica. Muchos historiadores eclesiásticos opinan que la providente mano de Dios intervino y recondujo la Reforma. Ahora los grandes protagonistas no serán exclusivamente algunos buenos monjes y eclesiásticos, sino los mismos laicos que amonestarán, si era necesario, a las más altas dignidades eclesiásticas para que sean fieles a los ideales de la Reforma. Hay que reconocer que algunos exageraron, cayendo en auténticas herejías e indisciplina; pero en otros casos no fue así, y alcanzaron plenamente el ideal de la Reforma: los valores evangélicos. También debemos señalar que durante el siglo XII, el máximo protagonista de la posreforma fue san Bernardo. Su influencia en la Iglesia y en la joven Europa fue decisiva, hasta tal punto que algunos han denominado este siglo como la “era de san Bernardo”. Del abad de Claraval se decía que era “el Papa y el emperador no coronado de su siglo; el último de los Santos Padres, pero no inferior a ellos”; así afirmaba Pío XII en la encíclica Doctor mellificus. San Bernardo tuvo un proyecto que unificó toda su anchísima actividad: la reforma de la Europa cristiana que debía adecuarse al evangelio. El mismo concepto de la cruzada —del cual él fue el gran impulsor— intenta conectar con la exaltación del mensaje evangélico. En san Bernardo, la mística del amor se compaginaba con los ideales de la caballería. En los textos del santo son frecuentes los temas “Gens Christi, servi Dei, peregrini et Christi milites...”, expresiones que indican los vínculos de los cruzados con la victoria y la gloria, —aquí en la tierra y en el cielo— que Cristo debe conseguir a través de tan importante empresa. Así podemos decir que san Bernardo unió toda Europa. Los monjes “negros” y los monjes “blancos” Los cronistas del siglo XII distinguían cariñosamente la congregación de Cluny de la de los monjes del Císter denominando a estos últimos “monjes blancos”, y a los otros “monjes negros” haciendo referencia al color de sus hábitos. Los cluniacenses fueron los grandes protagonistas de la Reforma gregoriana. Gracias a los privilegios de exención y de tutela papal otorgados a los respectivos monasterios, el gran colectivo de monjes de Cluny fue un instrumento dócil y eficiente cuando llegó el momento providencial de la mano del papado gregoriano. Pero en el siglo XII había que reconducir la vida en los monasterios benedictinos hacia unas vías evangélicas más auténticas de austeridad y de expansión evangélica, y san Bernardo (impulsor del Císter) fue el hombre providencial. Esto no quiere decir que en el mencionado siglo los benedictinos (y en concreto los monjes de Cluny) estuvieran en decadencia, sino que gozaban HISTORIA DE LA IGLESIA 125 de gran estima por sus aciertos, y se adaptaron a la Reforma gregoriana de la que ellos mismos habían también sido sus precursores. Afortunadamente, en la Iglesia se empezaban a experimentar nuevas y benéficas maneras de vivir el evangelio que también serían introducidas en los ambientes monacales. A principios del siglo XII, muchos monasterios se abrieron a estas iniciativas religiosas y socioculturales. El monasterio de Cluny que presidía la potentísima congregación benedictina, había alcanzado su máxima expansión con el gran abad Pedro el Venerable (1122-1156), y gracias a éste, los cluniacenses se abrieron a las nuevas corrientes de espiritualidad y a otras culturas. El mencionado abad se atrevió a traducir el Corán y otros libros arábigos y judíos, intentando establecer contactos con la religión judía y la islámica. Quería que, a través de la ciencia y del humanismo, muchos judíos y sarracenos se convirtieran; lo podemos observar en sus obras apologéticas y literarias: Adversus Iudaeos, Adversus sectam saracenorum... Cronológicamente, el Císter consta de las siguientes fechas seguras: en el año 1098 Roberto de Molesmes fundó el monasterio de Cîteaux (‘cistercium’ o Císter). Se sabe que el primer abad se denominaba Alberico, y que a su muerte (1109) le sucedió Esteban Harding (1109-1134), contemporáneo de san Bernardo y de san Oleguer de Barcelona. Para los nuevos habitantes del monasterio de Cîteaux no existía otro ideal que seguir el evangelio y la regla de san Benito, pero buscando un estilo más pobre y lugares más solitarios no tan fértiles como los de la congregación de Cluny. En el año 1113 fundaron en las proximidades de Cluny un monasterio filial. Los otros monasterios dependientes de Cîteaux fueron los de Pontiny (1114) y los de Ferté, Clairvaux y Morimund (1115). En el año de la muerte de Esteban Harding (1134) ya existían 80 monasterios, los cuales formaban una red que tenía como núcleo central a los cuatro primitivos: Cîteaux, Ferté, Clairvaux y Morimund. El rápido movimiento de crecimiento de la red monacal —gracias a san Bernardo— planteaba cómo podría conservarse la unidad sin que hubiera obstáculos para seguir a las razonables y enriquecedoras variantes de cada monasterio. Probablemente, en el año 1119 los del Císter le entregaron al papa Calixto II un proyecto de estatutos que fueron fundamentalmente el conjunto mismo que después sería denominado Carta charitatis. Pero al estudiar los orígenes del Císter hay que estudiar la biografía de san Bernardo, para así poder entender el auténtico espíritu del Císter. A pesar de que, contra lo que algunos creen, él no fue el fundador, el espíritu bernardiano caló tan profundamente en la orden, que difícilmente se podía distinguir entre la aportación de san Bernardo y el genio o carisma de los primeros monjes del Císter, también denominados “monjes blancos”. Además, el paso de san Bernardo por la Iglesia y la sociedad occidental del siglo XII fue tan contundente, que—cómo hemos afirmado en la introducción— no nos equivocamos al decir que Bernardo él solo llena la Europa del siglo XII: “Fue el Papa y el emperador 126 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) no coronado de su siglo; fue el último de los Santos Padres, pero no inferior a ellos”. San Bernardo: el oráculo divino de Europa Uno de los temas preferidos por los historiadores literatos de este periodo eclesiástico del siglo XII, ha sido la narración del ingreso de Bernardo en el monasterio de Cîteaux. Así lo describe Jacques Potin: “Una madrugada en el año 1112, un grupo de treinta hombres se presentó a las puertas del Císter. La austera abadía había sido fundada por Roberto de Molesmes quince años antes, en un claro de la inmensa selva de la Borgoña. El grupo estaba encabezado por Bernardo de Fontaine, tercer hijo de Tescelio ‘el Moreno’, señor de las tierras de alrededor de Dijon. Sus compañeros eran sus hermanos, su tío y sus amigos, a los cuales el joven Bernardo convenció para que siguieran su mismo camino y vistieran la blanca cogulla de los monjes del Císter. En su entorno ya se notaba cierto ascendente —mezcla de una innata necesidad de mandar, y de una no menos viva de ser querido—, cosa difícilmente sentida por él en aquel momento, pero que lo convertiría en el personaje más relevante de la cristiandad del siglo XII”. El Císter era una abadía perdida entre bosques y chorros de agua. No se puede imaginar un clima más insano. Algunos monjes, debilitados por las penitencias y devorados por la fiebre, intentaban sobrevivir bajo la dirección del mencionado Esteban Harding. La inesperada llegada de los jóvenes aspirantes triplicó los efectivos. A pesar de los ayunos (de septiembre a Pascua) y el silencio perpetuo, los treinta postulantes todavía perseveraban en el lugar un año después, esperando el día de sus votos. Pero Bernardo no permanecería mucho tiempo en esta abadía. Había tantos novicios, que muy pronto tendría que emigrar. Sólo dos años después de su ingreso en la orden de los ‘monjes blancos’ fue escogido para fundar una segunda colonia. Bernardo, el nuevo abad, tenía veinticuatro años. El lugar previsto era un valle salvaje, cerca del Aube, denominado ‘Val d’Absinthe’ porque en él no crecía nada más que la planta denominada absenta. Bernardo se preocupó personalmente de bautizarlo con otro nombre más bonito, de modo que a partir de entonces se llamaría ‘Valle claro’: ‘Claraval’. Los primeros inviernos fueron atroces. A veces la comida ordinaria consistía en hojas de roble hervidas en agua y sazonadas con sal. El nuevo abad predicaba con el ejemplo. Con este régimen, su salud no tardaría en desfallecer y causarle una afección al estómago que lo convertirá en una persona enfermiza a lo largo de toda su vida. Su biógrafo explica que junto a su sitial del coro se tuvo que cavar un pequeño foso para utilizarlo en sus frecuentes vómitos. Esto no es una simple anécdota, sino que es una clara muestra de su estado físico, y a la vez de su firme voluntad. No es fácil distinguir el rasgo más importante de la personalidad —diríamos casi inmensa— de san Bernardo, pero nos atrevemos a decir que, por encima de todo, fue un gran monje reformador: su gran proyecto fue consagrar la vida HISTORIA DE LA IGLESIA 127 espiritual a sus monjes, bebiendo de la fuente divina de la Santa Escritura. En ella encontró al mismo Dios. Afirmaba que el Verbo encarnado nos lleva hacia el camino de la pobreza y de la autenticidad evangélica. Había que conseguir la integridad de la fe, conformar la vida a las costumbres de los primeros siglos de la Iglesia apostólica. ¡Ésta era la verdadera reforma! Según san Bernardo, el ambiente personal más propio para lograr la perfección evangélica era la vida monástica. “Admiramos sus escritos —dice el monje de Poblet dom Alexandre Ignasi Masoliver—, la brillantez del estilo, la piedad y la fuerza de imágenes y conceptos que se transparentan en la Biblia, hecha continua meditación de su alma. En Bernardo y en sus obras, predomina la mística sobre la racionalidad, y es realmente maestro de la palabra escrita, una de las cumbres del latín cristiano medieval. No es extraño que esta personalidad exquisita, tan ardiente, ejerciera una auténtica fascinación en su tiempo, especialmente en el ambiente monacal». Al final de su vida (20 de agosto de 1153) se contabilizaban 343 abadías, de las cuales 162 eran filiales de Claraval. Jean Leclerq afirma que el gran hombre y santo del Císter: “es uno los más famosos éxitos de Dios”. La personalidad de san Bernardo desborda los propios monasterios. Fue hijo predilecto de la Reforma gregoriana que, en el sentido que ya hemos expuesto anteriormente, empezó en el ámbito monacal, y su punto de referencia fue Cluny. El Císter lo quería mejorar, perfeccionar y, si era necesario, reformar la vida monacal. Bernardo atacó con estudiada virulencia a la vez que cariñosa a los ‘monjes negros’ (Cluny), los excesos en la comida, en los rebuscados vestidos litúrgicos, en el gusto por las construcciones suntuosas y en la recargada ornamentación de sus iglesias. Pero sobretodo debemos destacar la virulencia de san Bernardo cuando él ataca la injusta riqueza del clero, y especialmente de los obispos. En estos casos empleó un lenguaje en primera persona, como si fuera él el portavoz de los pobres: “Lo que vosotros (prelados ricos) depreciáis nos pertenece a nosotros (los pobres). Nos estáis robando lo que es nuestro”. En la carta 42 dirigida a un obispo, san Bernardo se expresa así: “Por mucho que quieras callarme, la miseria de los pobres clamará. La opinión pública guardará silencio, pero el hambre levantará la voz (...) Quienes llaman son los pobres y los hambrientos. Oyéndolos gemir; decidnos pontífice (obispo), ¿qué hace aquel oro sobre el freno de vuestras cabalgaduras?”. Con ironía y a la vez con mucha pena, Bernardo continúa: “¿Será para conjurar el frío y el hambre? ¿De qué nos sirven a quienes sufrimos, todos aquellos mantos colgando de las vueltas y doblados en vuestros equipajes? Vuestras prodigalidades nos pertenecen, y lo que malgastáis es lo que sin piedad nos sacáis, nos robáis... Fijaos bien: lo que sirve de placer a vuestros ojos, es la parte que corresponde a vuestros hermanos; vuestra vanidad se alimenta de todo aquello que habéis expoliado a nuestras necesidades (...) Pero vendrá el día en que ellos (los pobres) se levantarán con firmeza sobre aquellos que les redujeron a la miseria. Entonces, su defensor siendo el padre de los huérfanos, el juez que hace justicia a las peticiones de las viudas, entonces os recriminará y se escucharán estas 128 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) palabras: ‘Os aseguro que cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de estos más humildes, lo dejasteis de hacer conmigo’ (Mt 25, 45)”. Sus cartas, sus sermones y sus tratados, aunque fueran dirigidos a personas y estamentos concretos, eran difundidos por toda Europa. Todo el mundo se sentía interpelado por san Bernardo, y él mismo estaba convencido de que hablaba en nombre de Dios, con el cual —y especialmente con Jesucristo crucificado— tenía una estrechísima comunión de identidad. Jesucristo clamaba por la Reforma gregoriana, por la justicia de sus predilectos, los pobres, por la autenticidad evangélica... Y Europa también estaba convencida de que Bernardo era el oráculo divino, solicitando siempre su presencia en todos los momentos y situaciones álgidas de la sociedad de su tiempo, tanto a nivel civil como eclesiástico. La primera vez que san Bernardo intervino directamente en asuntos seculares, fue en un concilio reunido en Sens, en el año 1128. A pesar de llegar “con fiebre y sudores” —como explica él mismo—, destacó por la fuerza de sus intervenciones. Desde este hecho, su acción se desarrollaría a escala de toda la cristiandad. Entre las primeras intervenciones a escala europea, hay que destacar su reconocimiento a favor del papa Inocencio II. Como ya hemos dicho anteriormente, su dictamen fue definitivo. Entre dos papas —Innocencio II y Anacleto II—, de los cuales todavía hoy se duda cuál era el auténtico, Bernardo se inclinó a favor de Inocencio II, exiliado en Roma. Y con él, o gracias a él, y con san Oleguer de Barcelona como hemos explicado en el concilio de Clermont, la práctica totalidad de los países, obispos y estamentos siguieron a Inocencio II. Después se emplearían todos los medios posibles para marginar a Anacleto II (capítulo 59). Y ciertamente, hay que decir que Bernardo, Oleguer e Inocencio II lo consiguieron. Se puede afirmar que, moralmente, el papado estaba en manos de san Bernardo. A nosotros (los catalanes) Bernardo nos recuerda a la figura de san Oleguer, que era escuchado por toda la cristiandad casi como el mismo san Bernardo. La influencia en la Iglesia y en Europa de san Oleguer y de san Bernardo se manifiesta en la elección del Papa tras la muerte de Inocencio II, aunque Oleguer ya había muerto: se buscaba un Papa reformador. En el año 1145 los cardenales eligieron a un monje italiano del Císter, discípulo de san Bernardo, un tal Bernardo (Paganelli) de Santo Atanasio de Pisa, que se puso el nombre de Eugenio III. Desde la nominación papal, Bernardo se empleó con todos sus resortes para orientar, formar y dirigir al nuevo Papa. Su obra Sobre la consideración que Bernardo escribió para Eugenio III, plasma la figura de lo que debe ser para él un verdadero Papa. Le advierte que por encima de todo deberá rendir cuentas de sus actos ante Dios, puesto que ineludiblemente el hombre es mortal: es polvo y al polvo debe volver. Por lo tanto, el juicio de Dios será más severo para aquel que haya logrado, aquí en la tierra, la categoría màxima, o sea: ser ‘vicario de Cristo’. Precisamente, esta atribución de vicario de Cristo, aplicada exclusivamente al Papa, se encuentra por primera vez en las obras de HISTORIA DE LA IGLESIA 129 san Bernardo. Cabe observar con qué detalle Bernardo amonesta a su discípulo (el papa Eugenio III) y a la vez le invita a que reforme la curia papal. Pedro Abelardo y san Bernardo Sin duda, san Bernardo era vehementísimo en todo lo que trataba. En san Bernardo no existe término medio. Así sucede en la celebérrima discusión con el monje cluniacense Pedro Abelardo. Todavía hoy es objeto de estudios y vivas discusiones entre los especialistas de los orígenes de la escolástica. Pedro Abelardo nació en el año 1079 en Le Pallet, obispado de Nantes, en la Bretaña, y murió en Chalons-sur-Saone, en la Borgoña, en el año 1142. Estudió Dialéctica y Retórica con Guillermo de Champeaux, y Teología con Anselmo de Laón. Siendo muy joven fundó muchas escuelas y consiguió una gran fama. Instalado en París, se enamoró de Eloisa y huyó con ella; pero fue castrado por orden de Fulbert, el tío de su amante. Se hizo religioso y continuó enseñando Filosofía y Teología, de monasterio en monasterio: Saint Denis, Saint Gildas, Cluny, Saint Marcel..., hasta su muerte. Son de esta época las célebres cartas de amor a Eloïsa, de gran fortuna literaria y muy traducidas. Pero sobretodo destaca su obra Sic et non (1122) inaugurando el método característico de la escolástica, contraponiendo las autoridades previas a la propia reflexión o tesis. Otras obras son De unitate et Trinitate divina, Theologia christiana, Dialectica, Historia calamitatum... Esta última es autobiográfica. En primer lugar, hay que decir que la controversia entre los dos grandes teólogos, Abelardo y Bernardo, no fue una lucha posiblemente personal, ni supuso una irreconciliable enemistad entre los dos. Existen afirmaciones, o mejor dicho conclusiones, en las obras de Abelardo que hoy, en una perspectiva histórica, difícilmente se podrían aseverar como teológicamente correctas. La raíz de la disputa era la sobrevaloración del intelectualismo —casi exclusivo— de Abelardo, que san Bernardo se sentía obligado a denunciar. Pedro Abelardo se ponía en una situación muy difícil enseñando “cosas nuevas”, enseñando la “ciencia divina”... Es comprensible la consternación de ciertos monjes, y especialmente de san Bernardo, ante las iniciativas filosóficas y teológicas de Abelardo, ya que lo veían como una traición a las Sagradas Escrituras. A pesar de que no hay duda de que en él se encontraba la semilla del progreso teológico gracias a su método; pero esto tenía sus riesgos. Por otro lado, no se puede decir que en esta discusión Bernardo actuara con voluntad de poder “insaciable” como dice algún historiador de Teología. Simplemente, Bernardo adoptó una postura defensiva, y creía que con los largos razonamientos y las sutiles dialécticas de Abelardo, no se podría alcanzar nunca el conocimiento de la realidad ininteligible divina. Según san Bernardo, se llega a la verdad a través de la humildad: “in culmine humilitatis constituitur cognitio veritatis”. De aquí viene el éxtasis (excessus, raptus) del verdadero sabio ante Dios y sus atributos. Por tanto, la vía de conocimiento elegida por san Bernardo, era diametralmente opuesta a la propuesta por Pedro Abelardo. Bernardo veía más en la ciencia y 130 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) en la razón el peligro de relativitzar la fe que una función necesaria; él establecía una distinción entre el saber necesario para salvarse y el saber indiferente a la salvación. Bernardo pide que los cristianos prescindan del saber y que se preocupen ante todo de la ciencia que afecta a su salvación. Tales concepciones opuestas provocaron una gran polémica en los ambientes de Abelardo y en los de san Bernardo. Entre los seguidores de san Bernardo se advertía que si se seguían las doctrinas de quien fue gran profesor de París, Abelardo, no peligraba sólo la estructura eclesial, sino también el mismo dogma. Ya en el año 1121 algunas tesis y proposiciones (o conclusiones) de Abelardo fueron sometidas a un concilio celebrado a Soissons, el cual las consideró heréticas; pero hacia en el año 1140, tras la celebración de otro concilio en Sens, se pidió que el propio san Bernardo estudiara algunas de las proposiciones más sospechosas de Abelardo. Bernardo se lo tomó muy seriamente, y leyó toda la gran producción literaria de Abelardo, sacando diecisiete afirmaciones que según el santo se desviaban de la doctrina tradicional. El enfrentamiento tuvo lugar en un concilio reunido de nuevo en Sens. En primer lugar, el abad de Claraval quiso dar un buen golpe. Nada de torneos teológicos como era costumbre, sino que Bernardo se contentó leyendo, sin comentarios, la lista de los diecisiete “errores” que había descubierto. Abelardo, envejecido, aun afectado por haber sufrido la cruel mutilación, se desconcertó por completo al verse colocado ante ideas, o mejor dicho hipótesis, diseminadas a través de todas sus obras. Al fin y al cabo, catorce de las diecisiete proposiciones denunciadas por Bernardo fueron declaradas heréticas por el concilio, y enviadas a Roma. Junto a Eugenio III, el abad de Claraval pondría en juego toda su energía e influencia para asegurar la condena de Abelardo. Sin embargo, es justo añadir que Bernardo no se mostró cruel vencedor. Fue el primero en pedir que el ilustre profesor pudiera acabar sus días del modo menos triste posible pero no lo consiguió. Concepto de la cruzada según san Bernardo San Bernardo también ha pasado a la historia como el prototipo o el máximo exponente del predicador de las cruzadas. La teología que se puede deducir de su predicación se resume en una expresión del profesor contemporáneo Chenu que dice: “La mística del amor podía entonces (siglo XII), en un san Bernardo, compaginarse con la exaltación de la caballería”. En los escritos del santo, son frecuentes los términos “gens Christi”, “servi Dei”, “peregrini et Christi milites”, etc. que indican los vínculos de los cruzados: hombres de grandes ideales místicos con la victoria y gloria —aquí en la tierra y en el cielo— que hay que alcanzar en tan importante empresa. Es una lucha de los caballeros cristianos (militia Christi) contra el demonio y sus satélites para llegar al glorioso sepulcro de Cristo y la tierra prometida. Todo se mezcla: los conceptos escatológicos con los soteriológicos, la cruz con la espada, el perdón de los pecados con la inflicción de la muerte en los pobres paganos o musulmanes, el peregrinaje con las campañas militares...; pero por encima de todo está la exaltación de un misticismo peculiar típicamente originario de san Bernardo. HISTORIA DE LA IGLESIA 131 La segunda cruzada —predicada con tanta vehemencia por san Bernardo en el año 1146— fue militarmente un fracaso total. Sin embargo, el santo acertó al dar los elementos alentadores y místicos que movieron masas innumerables de caballeros durante todo el siglo XII y principios del XIII hacia una campaña que no sólo no tenía el éxito asegurado, sino que estaba destinada al fracaso más rotundo. A pesar de todo, san Bernardo consiguió arrastrar toda Europa, ponerla en el camino de un peregrinaje perpetuo; abrió el continente a otros lejanos y misteriosos horizontes... San Bernardo consiguió que Europa buscara físicamente el núcleo-origen de su cristianismo, solidarizándose los pueblos entre si, en una empresa común (y quimérica, quizás) cristiana. Juicio sobre san Bernardo ¿Qué balance podemos hacer de la figura de san Bernardo? A lo largo de cuarenta años de vida monástica, Bernardo redactó unos quince tratados teológicos, pronunció ante sus monjes miles de sermones, supervisó la creación de unas setenta abadías, venció la “herejía” en la persona de Abelardo, promovió una cruzada que había reunido a centenares de miles de soldados, dirigió —o poco menos— los asuntos de la Iglesia. Él había dominado su siglo y el siglo se rindió sumiso a sus pies. Sin la figura de san Bernardo, no es posible entender el siglo XII. ¿Cómo explicar una influencia tan importante? En primer lugar, está su genio peculiar, donde se equilibran de manera fecunda la contemplación y la acción, la autoridad y el afecto, lo que él mismo denomina “castigatio ignis” y la “combustio charitatis”; en otras palabras, la lucha sin tregua contra las costumbres depravadas, moderada por el fuego de la caridad. Además, tenía un proyecto que unificaba toda su actividad: la reforma de la Europa cristiana que hay que adecuar al evangelio, y a su concretización o cruzada contra todo lo que es infiel. Se da, por último, el hecho de que, durante su siglo, el ideal evangélico de la perfección estaba representado por la vida monástica: Occidente se había “monaquizado”, como alguien ha escrito. Tal principio se admitía en el seno de la sociedad, aunque tuviera distorsiones. Bernardo, que encarna este ideal en su perfección con su absoluto desinterés y su intensa vida espiritual, se considera con derecho a hablar en nombre mismo de Dios. Por eso se oye su voz de un país a otro de la cristiandad. Un siglo antes, ningún monje por genial que fuera hubiera sido capaz de incendiar todo un continente (Europa), aunque estuviera en gestación. Un siglo después, la espesa red del sistema eclesiástico, que se había vuelto más centralizador, no hubiera, sin duda, permitido que su voz se extendiera con aquella fuerza. En cuanto a las limitaciones de Bernardo, se advierten muy claramente en su modo de proceder con dos personajes claves de su época: Abelardo y Arnaldo de Brescia. Abelardo encarnó la búsqueda intelectual con todos los riesgos que esto implicaba. Bernardo puso un freno implacable al impulso del espíritu crítico en provecho de la unidad de la creencia tradicional, bajo la autoridad reguladora de la jerarquía. Y aparece simultáneamente otro personaje enigmático, Arnaldo 132 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) de Brescia, el “tribunus romanus” que también sueña con una Iglesia más pura. Él encarna el movimiento de emancipación comunal que sopla por Europa contra los señores feudales. Pero Bernardo también se enfrentaría duramente a él y al pueblo romano que se levantó a favor de Arnaldo; le predicará la sumisión al Papa, que es de hecho y de derecho su soberano temporal. Los dos problemas esenciales planteados por Abelardo y Arnaldo de Brescia —el espíritu crítico aplicado a los dogmas y al poder temporal en el papado—, a los cuales también Bernardo de Claraval pone acotamiento, resurgirán incesantemente en siglos posteriores. Notas peculiares del Císter Los cistercenses con san Bernardo se propusieron observar la regla benedictina en su prístina pureza. Para rehuir la acusación de novedad, insistieron en su retorno a las fuentes. Pero realmente no se trató de una estricta observancia de la letra de la regla de san Benito. Por ejemplo, no continuó la admisión de oblatos; se organizó la institución de germanos legos, y fue novedad la limitación de la autoridad del abad para la Constitución de la orden. También era nueva la institución del capítulo general anual, al cual todos los abades debían asistir obligatoriamente. Lo presidía el abad de Cîteaux, que tenía y ejercía la suprema potestad de la orden: legislación, administración y jurisdicción, pero dejaba en manos de las abadías la plena autonomía financiera y de administración dentro del monasterio. La visita anual extendía su vigilancia incluso sobre las instrucciones del Capítulo general. En los monasterios filiales, dicha visita era ejercida por la abadía madre. La visita de Cîteaux incumbía a las cuatro abadías primarias. En contraste con la congregación cluniacense, orientada hacia el predominio personal, como la dependencia de los priores y en parte de los abades al gran abad, los cistercenses lograron poner su orden sobre un fondo congregacional objetivo. Los principios constitucionales de abadías particulares autónomas, orgánicamente divididas por familias filiales y unidas por el capítulo general al que asistían todos los abades, dieron vida a una orden en la que se aseguraron tanto los derechos del monasterio particular como los intereses generales de la orden en su totalidad. Entonces no es de extrañar que muchas de estas órdenes reformadas en aquel tiempo, como los premostratenses y cartujanos, tomaran como modelo la ‘Carta charitatis’ de los del Císter. En contraste con Cluny y el benedictismo más antiguo, a mediados del siglo XII se buscaba la sumisión a la jurisdicción episcopal. Pero después se desarrolló la exención papal, y el capítulo vino a ser la instancia suprema de apelación dentro de la orden, sólo comparable a la posible apelación papal. Las abadías se prometían ayuda económica mutua, el cuidado de una disciplina uniforme y el cultivo de una liturgia simplificada, en el marco de la cual iglesias, ornamentos, vasos sagrados y canto, serían lo más sencillo posible. HISTORIA DE LA IGLESIA 133 Con la voluntad de desligarse de las vinculaciones feudales mantenidas por Cluny, la orden del Císter no aceptó el beneficio, pero en cambio incrementó de nuevo el trabajo físico, corporal. Buscaron fundar en lugares desiertos para obtener así un estricto aislamiento del mundo. La dureza del género de vida en la comida, vivienda, el hábito blanco y la sencillez de la liturgia, le dieron a la orden un lugar preeminente entre las otras nuevas fundaciones semejantes del mundo monástico. La comparación entre la espiritualidad propia en Cluny y la del Císter trajo no pocas discusiones. A pesar de que existía la voluntad de ser contemplativos, los de Cluny, recordando el pasaje de Marta y María en Lucas 10, 3 8-42, interpretaban que Jesús decía que la contemplación de María era mejor que el servicio de Marta. Tanto el Císter como Cluny optaron por dos maneras diferentes de buscar a Dios que se reflejaban en su estilo de vida. Aun así, los miembros de ambos sistemas anhelaban llegar a ser verdaderos hombres contemplativos. Para un cluniacense, el ser contemplativo requería unas condiciones favorables para orar adecuadamente, condiciones que ellos encontraban en las largas horas que pasaban en el coro, en el relativo confort de su régimen de vida y la exclusión casi total del trabajo manual. Para un cisterciense, ser contemplativo consistía primordialmente en deshacerse de lo que no es esencial en la búsqueda de Dios y aquello que la dificulta. De ahí el regreso a la ley del silencio, a la pureza (rectitudo) de la regla benedictina, suprimiendo lo que ésta no prevé expresamente, desde el vestuario superfluo hasta los numerosos oficios menores, plegarias, letanías, procesiones, que sobrecargan el culto cluniacense. Ser un contemplativo para el cisterciense consistía en volver a la pobreza de Cristo, a la vida del “desierto”, a huir de todo tipo de compromisos con el sistema feudal y restablecer el equilibrio entre el tiempo de oración, el tiempo de lectura espiritual (lectio divina) y el tiempo dedicado al trabajo físico. Las acusaciones mutuas entre cluniacenses y cistercienses, nunca fueron por carencia de fervor de los unos o de los otros, sino por la distribución del día, más favorable a la contemplación. Cluny reprocha al Císter: “Reducís abusivamente el tiempo de oración; vuestro oficio nocturno sólo dura una hora u hora y media, y después vais deprisa y corriendo, con la azada al cuello hacia el huerto, ¡en lugar de descansar para recuperar fuerzas y dedicarlas después a la oración!”. Replican los del Císter: “Es posible que nuestra plegaria sea más corta, pero probablemente sea menos distraída. ¿Cómo queréis mantener la atención durante las horas que pasáis en el coro?”. “Trabajáis demasiado y no dormís lo suficiente”, insisten los cluniacenses. “Y vosotros volvéis a la cama después del oficio nocturno, precisamente a la hora en que se conmemora la Resurrección de Cristo”, responden airados los cistercienses pasando al ataque. 134 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) En realidad, los cistercienses se sentían bastante afectados por la acusación que los de Cluny resumían en una sola frase: “Vosotros sois Marta, pero no María”. Y san Bernardo, en un pasaje de la Apología parece admitir implícitamente que los cistercienses, trabajadores manuales, ejercen efectivamente el papel de Marta. Para justificar este papel, circularon una serie de leyendas un poco ingenuas, como la que refería que la Virgen María secaba el rostro sudoroso de los monjes (del Císter) durante la siega, o la visión de san Bernardo donde la Virgen María le revela que la oración de un hermano converso que cuida de los rebaños, alejado de la abadía, es para ella más agradable que la oración de los numerosos monjes que rezan en el coro. En la misma Apología de san Bernardo, se puede encontrar la siguiente conclusión de esta “piadosa disputa” pero incómoda: “A cada cual le toca ver el atajo que escoge, pero sea cual sea la morada a la que nos lleve, será siempre, en definitiva, la casa del Padre de familia”. Y también: “El vestido de la Iglesia resplandece con varios colores, y esta variedad se debe a la diversidad de las órdenes religiosas que en ella existen”. Pero está confeccionado con “un tejido inconsútil”: la unidad de una indisoluble caridad, según palabras del apóstol: “¿Quién me separará del amor de Cristo?”. 14. A LA CONQUISTA DE TIERRA SANTA • El enigma de las cruzadas • Las órdenes militares y España • Consecuencias de las cruzadas La violencia, la coacción y la guerra al servicio de la difusión del reino de Dios y de la reconquista de Tierra Santa —donde Cristo murió por todos los hombres, para que así todos fueramos hermanos con Cristo y entre nostros nos quisiéramos como hermanos— es un monstruoso, o por lo menos inexplicable, ensamblaje. Equivale a identificar la cruz con la espada, la vida con la muerte, el amor con el odio. A pesar de todo, las cruzadas son una realidad que incide en las mismas entrañas de la historia de la Iglesia. Son una cruda realidad y también un hecho histórico de primera magnitud, tanto para la civilización cristiana como para la islámica. Es un hecho tan real como enigmático, el cual muchos querrían destruir, anihilar o al menos olvidar. Hay que reconocerlo: las cruzadas han sido muy estudiadas, pero poco comprendidas. Cuando un Papa (Alejandro II) en el año 1063 concede el perdón de todos los pecados a aquellos que luchen y, si es necesario, matan sarracenos que ocupaban la ciudad aragonesa de Barbastro, quiere decir que en la conciencia colectiva cristiana se ha producido un descalabro o almenos un profundo cambio. Tal mutación no se ha producido espontáneamente, sino que es causada por un intrincado tejido de ideas, de cambios de mentalidad y hechos en constante evolución. También en España, y concretamente en Cataluña, se constata uno de los factores que más influirán en el propio concepto de cruzada: nos referimos a la nueva actitud que adopta la Iglesia ante la guerra, sobre todo a la institución llamada ‘tregua de Dios’. Los obispos, en ella, se convierten en auténticos árbitros de la paz. Más todavía, el mismo papa san León IX es quien “para liberar 136 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) la cristiandad” en el año 1049 predica y promueve una ‘guerra santa’ contra los tusculanos (enemigos de la Reforma), y después él mismo se convierte en guerrero, en una quimérica campaña militar (‘guerra santa’) contra los normandos usurpadores de las tierras del sur de Italia propiedad de san Pedro, los cuales lo encarcelarían, y él (el Papa) tuvo que volver a Roma vencido muy decepcionado y derrotado, de tal modo que este episodio después le provocó la muerte. Pero no son los hechos, sino las ideas, las auténticas protagonistas de este cambio tan radical en la Iglesia. Nace una moral de los caballeros cristianos que obliga a defender espada en mano a iglesias y cristianos oprimidos, o a conseguir los lugares sagrados que están en posesión de los infieles. El “noble” asunto de esta milicia cristiana es bendecido y magnificado por los más elevados estamentos eclesiásticos, y a la vez está sobradamente justificado por los contemporáneos mientras sea de carácter religioso y justiciero. Por ejemplo, durante el pontificado del antipapa Gregorio VIII (1118-1121), la jerarquía eclesiástica bendijo las guerras entre cristianos mientras sirvieran para imponer la Reforma gregoriana. Entraba en la mentalidad cristiana —así se extendió a todo el orbe cristiano— una campaña militar para imponer definitivamente el reino de Dios, y a esto contribuye san Bernardo, el gran abad de Claraval. Si bien es cierto que el origen de las cruzadas se debe buscar en las últimas décadas del siglo XI, el gran teólogo de las mismas fue san Bernardo. Tuvieron que pasar casi cincuenta años para que se estructurara de una manera definitiva el nuevo concepto —con todas sus implicaciones— de una gran empresa místico-militar de la cristiandad. Existe multitud de bibliografías sobre las cruzadas. Recordemos, por ejemplo, el exhaustivo estudio del historiador alemán Mayer. Nosotros no pretendemos ofrecer una estricta historia de las cruzadas. Probablemente las cruzadas hayan sido uno de los temas más estudiados por los historiadores medievalistas. A pesar de ello presentaremos, un simple elenco de los hechos más importantes para después estudiar —muy brevemente— el concepto de ‘cruzada’ y su origen. Tradicionalmente, las cruzadas propiamente dichas —como expediciones de cristianos contra musulmanes para reconquistar Tierra Santa— se dividen en ocho campañas entre los años 1096 y 1270. Pero hubo una cruzada previa a éstas, y fue la proclamada y predicada por el papa Urbano II en el concilio de Clermont (año 1095). Pedro el Ermitaño consiguió reunir a muchos campesinos de Orleáns, Champaña y Lorena, los cuales en la primavera de 1096 iniciaron la marcha hacia Constantinopla. Después de devastar las regiones del Danubio, llegaron a Anatolia, donde fueron anihilados por los turcos a Civitot; de este modo acabó la llamada cruzada popular siendo un gran fracaso en todos los sentidos. En la primera cruzada, la oficial, tomaron parte el conde Hugo de Vermandois, Ramón de Tolosa, Godofredo de Bouillon y Bohemond de Tarento. Todos se HISTORIA DE LA IGLESIA 137 reunieron en Constantinopla (1096). Una vez superadas las diferencias entre latinos y griegos, los cruzados atravesaron el Bósforo, tomaron Nicea y derrotaron a los turcos en Dorilea. Mientras Balduino, hermano de Godofredo de Bouillon, establecía el condado de Edessa, el resto del ejército asediaba Antioquía, que se rindió en junio de 1098. Finalmente, el 15 de julio de 1099, Jerusalén fue ocupada por los latinos. Godofredo de Bouillon fue nombrado ‘Defensor del Santo Sepulcro’, y el territorio ocupado fue organizado como un reino al estilo de las monarquías feudales de Occidente. Este Estado quedó definitivamente configurado con la ocupación de la franja costera y la constitución del condado de Trípoli. En 1144 el caudillo islámico Zenyí reconquistó Edessa, y en época de Nûr al-Dîn todo el condado pasó otra vez a manos de los musulmanes. Esta noticia provocó la segunda cruzada predicada —como ya hemos indicado anteriormente— por Bernatdo de Claraval (Vézélay, 1146). Fue organizada por el emperador Conrado III y por el rey de Francia, Luis VII. El primero fue vencido en Dorilea, y bien que ambos asediaron Damasco, la cruzada fracasó debido a las disensiones internas cristianas. La debilidad de la colonización latina del reino de Jerusalén y el fortalecimiento de los musulmanes en tiempos de Saladino provocó la derrota de Hattin (julio de 1187) y la tristemente célebre caída de Jerusalén tres meses después. La respuesta de Occidente fue la tercera cruzada predicada por Gregorio VIII (octubre de 1187) y dirigida por Federico Barbarroja, con Felipe Augusto de Francia y Ricardo ‘Corazón de León’ de Inglaterra. El primero murió poco tiempo después de la victoria de Iconium. Los reyes de Inglaterra y de Francia ocuparon San Juan de Acre, pero Ricardo ‘Corazón de León’ pactó con Saladino una tregua de tres años que confirmaba el dominio musulmán sobre Jerusalén, aun así permitía el acceso de peregrinos cristianos a la Ciudad Santa. Las otras cruzadas, hasta ocho, o bien acabaron lejos de Tierra Santa o bien pervirtieron el objetivo que las tres primeras habían tenido. La discutida cuarta cruzada fue predicada por Inocencio III y organizada en el año 1201. Pero las exigencias comerciales de Venecia pronto desviarían la expedición hacia Constantinopla, que fue ocupada; así se convirtió parte del Oriente y la Grecia bizantina en una serie de principados feudales. Honorio III predicó una nueva cruzada, la quinta, que fue dirigida por Jean de Brienne, Andrés de Hungría y Leopoldo VI de Austria; sólo consiguió un dominio efímero sobre Damiata. La sexta cruzada, dirigida por Federico II, entonces excomulgado, ocupó Jerusalén gracias a la alianza con Malik Al Kâmil (1229), pero esta ciudad fue recuperada de nuevo por los turcos de Hwarizm (1244). El alma de las dos últimas cruzadas fue san Luis IX de Francia, que fue encarcelado (1250) tras haber logrado la ocupación de Damiata, y murió en el asedio de Túnez (1270). 138 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) La pugna entre Génova y Venecia, entre los templarios y los hospitalarios, y entre los diferentes señores feudales, arruinó las últimas posesiones del Oriente latino. La ocupación de San Juan de Acre, Tiro y Beirut por parte de Qalawum (1291), selló el fracaso de las cruzadas. Pero la idea pervivió durante muchos años, y aunque durante la crisis económica de los siglos XIV y XV se pensó en llevar a cabo alguna, no se pudo materializar de forma concreta en ninguna nueva expedición a Tierra Santa. Es difícil concretar el concepto de cruzada. En él interviene una declaración oficial de la Iglesia. En primer lugar, hay que decir que la cruzada es una ‘guerra santa’, pero no siempre al revés. Es cierto que el resorte de una ‘guerra santa’ es la religión; pero será necesario que la Iglesia le otorgue el caràcter oficial de ‘cruzada’ y que le aplique una indulgencia para todos los cristianos, o sea los que siendo de esta religión participan en ella. Además, los cruzados emite un voto que es aceptado por la Iglesia que tiene unos peculiares efectos en el foro interno eclesial. También hay que subrayar una nota esencial de la cruzada: la vinculación con una indulgencia plenaria, o sea, la absolución de todos los pecados. Por lo tanto, se puede afirmar que las dos características específicas de cruzada son: la declaración por parte de la Iglesia (papas y concilios) de que aquella ‘guerra santa’ es cruzada, y el otorgamiento de una indulgencia a todos aquellos que en ella participen. El origen de las cruzadas ha sido objeto de muchas discusiones en el marco de la historiografía moderna. Algunos afirman que la cruzada es un fenómeno absolutamente nuevo en la civilización cristiana; una “creación genial de Urbano II”. Para otros autores, la cruzada es el final de una evolución de guerras santas que los cristianos venían realizando contra los musulmanes desde el siglo IX. Otros afirman que la cruzada es la evolución o transformación de las peregrinaciones a Tierra Santa. Primero eran pacíficas, y después, por motivos de defensa, se volvieron armadas. Obviamente hay muchas teorías. A pesar de todo, la verdadera cruzada radica en la espiritualidad de los ‘milites Christi’. Es precisamente san Bernardo quien magistralmente, y con gran vehemencia, sabe exponer —según el historiador Chenu— que la mística del amor, en la cruzada, se compagina con la exaltación de la caballería del siglo XII, así la evolución de la peregrinación en forma de ‘milicia’ es esencial para entender el origen de este fenómeno que denominamos cruzada. Urbano II, en una bula dirigida al obispo Bertrán de Barcelona y a los prohombres de Cataluña en el año 1089, vincula la “peregrinación penitencial” a Jerusalén con la campaña para restituir el cristianismo en Tarragona; y lo mismo vemos en un decreto del concilio de Clermont del año 1095, aunque esta “peregrinación” es armada, es decir, supone la ‘guerra santa’. La aceptación por parte de la Iglesia de hacer o apoyar la guerra por motivos religiosos, tiene una intrincada evolución que se quiere ver desde san Agustín hasta las campañas bélicas contra los normandos de san León IX, y los principios de san Gregorio VII anteriormente expuestas. Esta evolución —afirman los partidarios de esta teoría— culmina en HISTORIA DE LA IGLESIA 139 la proclamación de la primera cruzada por el papa Urbano II y en los enardecidos sermones de san Bernardo. No entraremos en el controvertido tema de si se puede considerar cruzada la “reconquista” de los reinos cristianos de la antigua Hispania. Algunos investigadores —entre ellos el historiador Erdman— afirman que hasta el siglo XII no se puede hablar de otra cosa que de guerra “profana”, y no santa. Pero otros autores —entre ellos, Menéndez Pidal y Sánchez Albornoz— afirman que la “reconquista” desde su inicio fue una auténtica ‘guerra santa’ para liberar a los cristianos del yugo musulmán, defender la Iglesia y extender el Reino de Dios. Estudiando los textos papales y conciliares de la época, bien se puede afirmar que la “reconquista hispánica” fue una ‘guerra santa’ e indulgenciada con las mismas condiciones y privilegios espirituales y temporales que las tradicionales cruzadas. Las órdenes militares y España A raíz de las cruzadas se crearon las famosas órdenes militares, las cuales representaron la encarnación de los ideales que motivaron estas descomunales campañas místico-militares. San Bernardo aquí también tuvo un papel fundamental. Según el abad de Claraval, la máxima expresión del “miles Christi” es el monje que muere luchando por la defensa de la fe: “Es un mártir y un atleta de Cristo”, afirma. Precisamente por requerimiento del fundador de los templarios —que nacieron en 1118 y que gracias a san Bernardo fueron aprobados en el concilio de Troyes del año 1128— hacia en el año 1135 Bernardo compuso el tratado De laude novae militiae. Desde este momento, las nuevas órdenes militares bebieron de las fuentes de la espiritualidad cisterciense. Entre las órdenes militares hay que destacar a los mencionados templarios, los hospitalarios (o de San Juan Bautista, o caballeros de Rodas o Malta), y los de la orden teutónica; y entre las españolas: las de Santiago, Alcántara (o Sanjulianistas), Calatrava (o de san Bernardo), Montesa, San Jorge de Alfama, Santa María de España, ultra la versión española de las tradicionales órdenes militares (Santo Sepulcro, templarios, teutónicos y San Juan de Jerusalén). Expondremos brevemente las órdenes militares españolas. Santiago “mata-moros” fue el patrono de la orden militar española más importante. Fue fundada por Fernando II de León el 1 de agosto de 1170 en Cáceres, para defender esta ciudad contra los almohades y para ayudarla en sus campañas por tierras de Extremadura. El libro de la Regla y establecimientos de esta orden, nos describe detalles interesantes de la organización, e incluso de la orden. El prólogo del mencionado libro, probablemente escrito en el año 1175, nos dice que los primeros “freiles” —denominación de los miembros de la orden— fueron nobles y pecadores tocados por la gracia del Espíritu Santo, y que gracias a ella se convirtieron. Así fue como decidieron no luchar nunca más contra los cristianos, abandonando el mundo y viviendo según el evangelio, 140 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) luchando por Dios y por el evangelio. Según la mencionada regla, recibieron la aprobación de los arzobispos de Toledo y de Praga, y de los obispos de León, Astorga y Zamora, así como la bendición del cardenal y legado papal Jacinto. La aprobación del Papa la recibieron el 5 de julio de 1175 (Alejandro III). Aun así, las instituciones de los ‘santiaguistas’ se van concretando en sendos capítulos generales. La cabeza única era lo “freile maestre”, y éste sólo dependía del Papa, pero siempre sujeto a las reglas y a los derechos de los freiles. El ‘maestre’ era elegido por el consejo de la orden, constituido por trece freiles nombrados por el maestre. Cuando éste moría, también debía dimitir el prior mayor de la orden, previa convocatoria de los electores de un nuevo ‘freile maestre’. Éste disfrutaba de gran autoridad: se ocupaba de la disciplina de los “freiles”, los cuales debían pedirle permiso para asuntos extraordinarios. Por ejemplo, el maestre autorizaba la admisión o expulsión de los novicios; daba permiso para que los “freiles” se casaran o se trasladaran a otra orden; nombraba confesores para las comunidades y para los hijos de los casados; decidía quién tenía que vivir en conventos y quienes en “encomiendas”. El maestre también era el caudillo de las campañas militares y el único representante válido de sus “freiles” en los juzgados. Todos los “freiles” estaban obligados a rezar un padrenuestro por las intenciones del maestre. Externamente, el maestre se distinguía de los otros “freiles” por el hábito, en cualquier parte del cual podía colocar el signo de Santiago. Alrededor del maestre se formó, ya en el siglo XIII, una auténtica corte constituida por curas, escuderos, escribanos, mayordomos y siervos palaciegos. Inmediatamente bajo la jurisdicción del maestre, se encontraban las “encomiendas” mayores, que correspondían a diferentes reinos de la península. Estas encomiendas eran gobernadas por los comendadores mayores, los cuales estaban asistidos en su gobierno por asambleas de comendadores subalternos que constituían el capítulo del Reino. Ya desde los primeros años del siglo XIII, la península estaba dividida en cinco encomiendas mayores (Portugal, León, Castilla, Aragón y Gascuña). La orden de Alcántara —al principio llamados ‘sanjulianistas’— empezó como una cofradía de caballeros que tenía como centro neurálgico el convento de San Julián de Pereiro (cerca de Cinco Villas en la Beira Alta). Se encuentra documentada en un privilegio real de Fernando II de León, en el cual Pereiro otorgó el mencionado convento a su fundador, un tal Gómez. El privilegio tiene fecha de enero de 1176. Aun así, la orden ya existía alrededor de los años 60 del siglo XII. Alejandro III la aprobó el 29 de noviembre de 1176, y otros papas confirmaron sendos privilegios reales y episcopales. Se afilió a la orden del Císter, adaptándose su regla (1190). Durante algunos años (1188-1196) se denominó “orden de Trujillo”, y en este periodo se extendió por Castilla. Tuvieron conflictos con los caballeros de Calatrava, hasta que se llegó a un convenio por el cual los ‘sanjulianistas’ le prometían obediencia al maestre de Calatrava, comprometiéndose recibirlo como inspector en sus conventos. A cambio de esto los ‘sanjulianistas’ recibieron todas las posesiones de Calatrava del reino de León, entre ellas la famosa fortaleza de Alcántara. De aquí el nombre de la orden. Como contrapartida, el maestre de Alcántara (de los ‘sanjulianistas’) HISTORIA DE LA IGLESIA 141 también tendría voto en la elección del maestre de Calatrava. El fin principal de la orden era la lucha contra los sarracenos. Así dieron su apoyo a las campañas extremeñas de Fernando II y de Alfonso IX, obteniendo los señoríos más allá del de Alcántara, Magacela, Moron, Cote, Galicia y Murcia. Posteriormente su fin se amplió: se les encomendó la protección de Extremadura contra los portugueses, campañas contra Granada y la defensa en Extremadura de los intereses de la corona castellana. Esta unión de absoluta lealtad a la corona hizo que quien elegía al maestre fuera el mismo rey, y que los frailes-militares de Alcántara se convirtieran –signo de adulación al rey– en recaudadores reales de impuestos. La última actuación militar fue durante la conquista de Granada (1492). Los orígenes de Calatrava son muy curiosos. Las crónicas del rey Sancho III afirman que no pudiendo defender los templarios el Castillo de “Calatrava la vieja” (Ciudad real), el rey lo ofreció a quien consiguiera rehusar los embates de los almohades. San Raimon, abad del monasterio cisterciense de Fitero, influenciado por un monje, Diego Velázquez, asumió la propuesta real (1158), y con la ayuda de muchos caballeros toledanos y mercenarios, fortificó el castillo. Más allá de los estímulos materiales de posesión del castillo, había indulgencias idénticas a las que se daban a los cruzados. Este colectivo repleto de caballeros, monjes cistercienses y mercenarios, derivó en una orden militar denominada ‘de Calatrava’, que aceptó el hábito del Císter y la regla benedictina adaptada a la vida militar. Al morir san Raimon (1160) los frailes-militares rehusaron al nuevo abad, un tal Rodolfo, y frailes laicos eligieron a un tal García que no era clérigo. Los monjes-militares no admitieron tal elección y se retiraron a Ciruelos y a Fitero, pero García obtuvo la protección y la confirmación del papa Alejandro III (25 de septiembre de 1164). El capítulo general del Císter también apoyó a García dándole una nueva regla. La finalidad era la misma que el fin de las otras órdenes militares: luchar contra los sarracenos, y especialmente contra los almohades situados entre Andalucía y Toledo. Alfonso VIII les dio numerosos castillos; entre ellos el de Alarcos. Destacaron en la batalla de las Navas de Tolosa. Montesa es una orden posterior a las expuestas. Fue fundada por Jaime II de Aragón-Cataluña en el año 1319, en la villa valenciana de Montesa, bajo la advocación de Santa María. Al extinguirse los templarios, el 22 de marzo de 1312 el concilio de Vienne dispuso que los bienes de esta orden pasaran a los caballeros de San Juan de Malta. Pero Fernando IV de Castilla, Dionisio de Portugal y Jaime II de Aragón y Cataluña se opusieron a que los bienes de los templarios salieran de España. El papa Clemente V accedió a la petición de los monarcas. Tras muchas gestiones, con el apoyo de la orden de Calatrava, se consiguió la erección de esta nueva orden militar: Montesa. Entre otros cometidos, se ocupó de defender las puertas de Valencia. Posteriormente se fusionó con la orden de San Jorge de Alfama. La orden de San Jorge de Alfama fue fundada por el rey Pedro II de Aragón y I de Cataluña en el año 1201, concediendo la tierra desértica de Alfama (junto a Tolosa) 142 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) a los caballeros Juan de Alemania y Martín Vidal. Allí se construyó una fortaleza para defenderse de los ataques de los moros. La regla adaptada fue la de san Agustín. El papa Gregorio XlII concedió la aprobación canónica el 15 de mayo de 1373. La orden de Santa María de España también es posterior a las primitivas órdenes militares. Fue fundada por Alfonso X el Sabio en el año 1272 “a servicio de Dios e a loor de la Virgen Sancta Maria, su Madre” para luchar por la defensa y la propagación de la fe contra los sarracenos y contra las naciones que todavía estaban en la “barbarie”. Fue instituida al estilo de la orden de Calatrava y agregada al Císter. La historia de esta orden militar fue muy efímera. Sólo tuvo un maestre, Pedro Núñez. En el año 1280, tras la derrota de Moelín (Granada) en la cual murieron la práctica totalidad de los frailes-militares de Santa María de España, fue incorporada a la orden de Santiago. Consecuencias de las cruzadas Creemos que es difícil —por no decir imposible— emitir un juicio exhaustivo sobre las cruzadas y las órdenes militares que nacieron gracias a ellas. Pero sí podemos aportar algunas reflexiones. En primer lugar, debemos afirmar que el objetivo principal militar y político de las cruzadas no se obtuvo, puesto que el reino de Jerusalén, exceptuando un paréntesis de unos cien años, continuó en manos de los árabes y después de los turcos, y en la última década del siglo XIII los cristianos ya no tenían ninguna plaza fuerte en Palestina. A pesar de todo, gracias a ellas se produjeron otros efectos: las cruzadas frenaron el arrollador impulso de los turcos que avanzaban contundentemente hacia Occidente; también las cruzadas y las órdenes militares ofrecieron un apoyo eficiente en la reconquista española. Comercialmente, las cruzadas fueron muy beneficiosas para Europa. Aseguraron durante varios siglos posibilidades de comerciar con Oriente. En las circunstancias anteriores, hubiera sido impensable que Génova, Pisa, y especialmente Venecia, desarrollaran un comercio tan activo como lo hicieron gracias a las cruzadas. Los pueblos germánicos y escandinavos también se abrieron a nuevos horizontes. Socialmente, con el progreso de la industria y del comercio y con la ausencia de los nobles caballeros, se transformaron las condiciones económicas y la organización de la sociedad; el feudalismo recibió un golpe fatal, mientras la burguesía es desarrollaba y exigía derechos que antes —bajo el régimen feudal— eran exclusivos de los nobles y de la clerecía. Culturalmente, gracias a las cruzadas, se ensancharon los horizontes tanto espirituales como materiales; fue una empresa típicamente europea. Resurgió la curiosidad, y se empezaron a despertar las ciencias; la geografía logró un gran auge. Así también se desarrolló la náutica, la medicina, las matemáticas, la astronomía, la literatura y la filosofía, gracias al beneficioso contacto con la cultura griega de Bizancio y con los sabios musulmanes y judíos; también las artes se enriquecieron con nuevas formas e ideas “sublimes”. HISTORIA DE LA IGLESIA 143 Espiritualmente, gracias a las cruzadas se hicieron infinitos actos heroicos de penitencia, de abnegación, de piedad y de fe, hasta morir dichosamente por Cristo —algunos de los cruzados—; se fomentó la vida piadosa popular con las indulgencias, con las reliquias de los santos, con la devoción a la cruz y al calvario, que con el tiempo cristalizaría más adelante en la práctica del vía crucis, etc... Gracias a las cruzadas se hicieron grandes limosnas y se crearon admirables obras de beneficencia, como hospicios, hospitales y otras instituciones de caridad; con la fundación de las órdenes militares que llevaron el heroísmo al límite de lo sobrehumano, se desarrolló el espíritu caballeresco y el idealismo cristiano, que perduraría en muchos caballeros hasta el siglo XVI. Añadimos, por encima de todo esto, que con las cruzadas se establecieron vínculos de fraternidad cristiana entre los pueblos europeos y sobre todo creció la figura del Papa como verdadero guía y líder de la cristiandad, a la voz del cual se ponían en marcha inmensas multitudes y poderosos ejércitos, y a veces los mismos reyes...; la Iglesia también se extendió por todo Oriente, creándose nuevas diócesis, que después darán nombre a los denominados obispos (u obispados) “in partibus infidelium”; gracias a las cruzadas volvieron al seno de la Iglesia romana algunos pueblos orientales separados por el cisma y la herejía, especialmente los maronitas y los armenios; y aumentó el celo por la conversión de los infieles, empezando la tarea evangélica por los propios musulmanes de África y Oriente, y pasando después a los tártaros. En contraposición al anterior lado luminoso de las cruzadas, no se debe olvidar la notable ignorancia religiosa y las supersticiones que a menudo movían los peregrinos a tomar la cruz y dirigirse a la Tierra Santa de Jesús; la ambición de muchos, los feroces actos de crueldad y salvajismo cometidos en el camino o en la misma guerra, la inmoralidad reinante en los ejércitos, etc...; y hay que confesar igualmente que en Europa, al contactar con Oriente, se produjo una relajación de las costumbres principalmente entre los señores feudales y en las ricas ciudades comerciales; se infiltraron ciertos gérmenes de maniqueísmo, que pulularían entre los cátaros o albigenses, y se empezaría a ver el mundo y las cosas de un modo más humano, es decir, menos sobrenatural, más terrenal, lo cual, desarrollándose en un nuevo clima histórico, pudo influir en los orígenes del Renacimiento y de la edad nueva. 15. EL EVANGELIO EN CALLES Y PLAZAS • Los ‘valdeses’ • Los ‘lombardos pobres’, los ‘humillados’, los ‘pobres católicos’, los ‘penitentes’ y los continuadores de Valdés Los ‘valdeses’ Durante la segunda mitad del siglo XI se observa en muchas regiones de Occidente una activa participación de los seglares en la Reforma. El origen de estos movimientos que se extienden aun al siglo XIII, tiene por impulso el mismo que motivó la Reforma gregoriana. Así, san Gregorio VII, al intentar arrancar de las manos de los laicos el dominio despótico de éstos sobre la Iglesia, no dudó en decir que el seglar se enfrentara a los clérigos indignos. Lo mismo sucede con el apoyo de Alejandro II a los exagerados miembros de la ‘Pataria’ (movimiento de la Lombardía (Italia) que exigía que se pusiera inmediatamente en práctica la Reforma, castigando a los sacerdotes concubinarios y simoníacos). Pero quedaba un problema latente todavía después del concordado de Worms (año 1122, final de la lucha contra las investiduras laicas): ¿eran válidos los sacramentos administrados por los sacerdotes pecadores concubinarios o simoníacos? A pesar de que la jerarquía aceptaba la validez, los fieles no estaban para demasiadas distinciones, y simplemente lo rechazaban: no querían saber nada de aquellos sacerdotes u obispos que vivían contra el celibato o que habían obtenido simoniacamente alguna prebenda. Aun así, sorprende observar que tras el concordado de Worms ya no se iba tanto contra el celibato o contra la simonía, sino más bien contra la opulencia clerical así como contra el excesivo poder y riqueza de la mayoría de los altos dignatarios eclesiásticos. Ahora ya no se levantaba la bandera de la libertad en los nombramientos eclesiásticos, sino 146 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) la de la pobreza y la de la predicación del evangelio en todo el mundo. Se quería lograr una vida cristiana semejante a la de los Apóstoles y a la de la primitiva Iglesia, y muchos de los seglares creyeron oportuno reconducir la Reforma hacia los reencontrados y providenciales caminos del evangelio y de la pobreza. “En nombre de Cristo —exclamaba el conocido Arnaldo de Brescia (1148-1155) inquieto predicador y político (capítulo 59)— pedimos que la Iglesia romana renuncie a su poder temporal y a sus riquezas”. Pero la sociedad cristiana lo ajustició, porque atentaba —se decía— contra la paz y el bien común de la “res publica cristiana”. Se decía que era un revolucionario. Pero ahora no es momento de juzgar este caso concreto, a pesar de que sí fue motivo de críticas por parte de los seglares contra la Iglesia; críticas que se multiplicaban constantemente al observar los laicos con ojos aturdidos que los jerarcas acumulaban cada vez más poder y riquezas, haciendo escarnio del auténtico sentido de la Reforma gregoriana. Los historiadores mucho han discutido sobre la personalidad de Pedro Valdés y sobre su ortodoxia. A pesar de todo, hoy debemos decir que Pedro Valdés es el pionero de lo que nosotros denominamos ‘la reforma de la Reforma’. Acertó plenamente en la búsqueda de las raíces del cristianismo al fundar la asociación de la penitencia y pobreza en el año 1175. Sobre su ortodoxia hay que tener muy presente su profesión de fe que presentó en el concilio III del Laterano en el año 1179, y que después juró ante Guicardo arzobispo de Lyon, y ante el rey Enrique de Albano en el año 1180. Así pues, Valdés no fue hereje antes del año 1180, a pesar de que posteriormente lo fueran sus continuadores. Después del año 1182, él y los suyos fueron disidentes de la Iglesia oficial; pero nunca los debemos confundir con los cátaros. Los ‘valdeses’ tampoco tienen nada que ver con los movimientos promovidos por algunos alocados de principios del siglo XII, como fueron los predicadores ambulantes de la “vida apostólica” que no eran otra cosa que unos demagogos: por ejemplo, Pedro de Bruis del sur de Francia, quien fue quemado vivo (1125) por una turba delirante. O Tanquelmo, que predicó también en esta época en Flandes y Brabante contra los sacramentos. El mencionado Pedro de Bruis exigía que sus seguidores profanaran los templos, quemaran las cruces e imágenes, y maltrataran a los sacerdotes. Valdés estaba a una distancia —diríamos— infinita de estas exageraciones. Su mensaje era eminentemente cristiano, pero después del año 1182 parece ser que se separó definitivamente de la Iglesia. De la vida de Pedro Valdés —especialmente de antes del año 1175— sabemos muy poco. Según las fuentes contemporáneas a Valdés y los manuales inquisitoriales del siglo XIII conservados en los archivos, se afirma que la denominada agrupación de “valdeses” o “pobres de Lyon” había sido fundada por un adinerado ciudadano de aquella ciudad. Valdés nació alrededor del año 1140 y murió hacia 1217. Su nombre aparece escrito de varias maneras: en latín “Valdensis” o “Valdesius”, y en francés “Valdés” o “Vaudés”. Estaba casado. Su esposa y una hija menor recibieron una dote suficiente como para que él HISTORIA DE LA IGLESIA 147 se considerara libre de todo compromiso familiar para dedicarse a un peculiar apostolado. Siguiendo el ejemplo de los discípulos de Jesús, Valdés dio sus bienes a los pobres y siguió el llamamiento de la pobreza de los apóstoles. Hizo traducir los evangelios y algunos libros del Antiguo Testamento en lengua vulgar (el provenzal), así como algunos fragmentos de los Padres de la Iglesia. Probablemente los traductores de los evangelios fueran Bernardo Idros y Esteban de Anse. Habiendo obtenido el conocimiento de la palabra de Dios —según las crónicas—, Valdés empezó a predicar con gran éxito en calles y plazas. Envió sus discípulos de dos en dos a predicar el evangelio en muchas regiones de Francia y de la Provenza. Estos éxitos iniciales se situarían entre los años 1170 y 1176. En marzo de 1179 una delegación de aquella pequeña comunidad de ‘valdeses’ fue a Roma con el propio Valdés, con la intención de que el papa Alejandro III y el concilio ecuménico Laterano III aprobaran el nuevo estilo de vida de la pequeña comunidad. Alejandro III los escuchó, pero antes de emitir un juicio, quiso saber la opinión del obispo de Lyon y de los curiales, en una palabra, se quiso informar. Los informes no fueron demasiado favorables a Valdés y a sus seguidores. Por ejemplo, Walter Map —curial inglés— afirmaba: “Hemos visto a los valdeses, gente sencilla e inculta, así denominados por su líder ‘Valdés’ que es un ciudadano de Lyon. Piden con gran insistencia que se les confirme la autorización para predicar, puesto que se consideran instruidos, siendo así que son muy incultos. Se entregará la palabra a los incultos —como las perlas a los cerdos— puesto que sabemos que son incapaces de recibirla y más todavía de propagarla. ¡No se puede transigir! Estas personas no tienen domicilio, van de dos en dos, andan descalzos, vestidos con ropa de lana y como los apóstoles, lo tienen todo en común. Siguen desnudos a Cristo desnudo. Han empezado con mucha humildad, pero todavía no están seguros. Si los dejamos actuar, nos echarán a nosotros”. Son palabras llenas de petulancia y patentizan un gran miedo y una ridícula envidia, puesto que los ‘valdeses’ se percibían como una amenaza a su modus vivendi. Sin embargo, en un primer momento la reacción del papa Alejandro III fue más clarividente que la de sus colaboradores: Valdés recibió del mismo Papa una confirmación oral del género de vida religiosa que proponía observar, así como una autorización para predicar con la condición de obtener el permiso del rector (párroco) del lugar. Y ésta fue la desgracia de los ‘valdeses’, pues no les faltaron dificultades: el nuevo arzobispo de Lyon, Juan Bellesmain, intentó poner este movimiento bajo su control. Al no conseguirlo, retiró a Valdés y a sus compañeros el permiso de predicar. Éste no se sometió y contestó que “antes hay que obedecer a Dios que a los hombres”. Esto significaba que los ‘valdeses’ no admitían la jerarquía, o al menos la consideraban inútil. Creían que era imposible renunciar a su misión de anunciar el evangelio. Fueron expulsados de Lyon y excomulgados, primero por el obispo de Lyon, y después por el propio papa Lucio III en los años 148 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) 1182 y 1184 respectivamente. Pero esta expulsión favoreció su difusión en el Languedoc y en la Lombardía, y poco después en Francia e Italia. A pesar de estas excomuniones, muchos cristianos consideraban que los ‘valdeses’ eran católicos y hombres de buena fe. Hay que señalar la poca y relativa importancia que se daba a la excomunión en esta época. Los ‘valdeses’, a pesar de la excomunión, predicaban la fe ortodoxa e iban contra los cátaros (nuevo movimiento surgido también en el sur de Francia). Los ‘valdeses’ continuaban frecuentando las parroquias, a no ser que fueran expulsados con violencia por los sacerdotes. Éstos a veces estaban muy molestos, ya que cuando predicaban —algunos curas lo hacían bastante mal o muy mal— los ‘valdeses’ murmuraban, de tal modo que los rectores no podían continuar la predicación. La cuestión se podía resumir en esta pregunta: ¿pueden los laicos predicar, o esta función sólo corresponde a los clérigos? Pero los hechos fueron demasiado lejos. Al ser expulsados por muchos párrocos y obispos, los ‘valdeses’ empezaron a construir una doctrina en gran parte heterodoxa según la mentalidad católica. Así insinúan, en primer lugar, la negación de la necesidad de las buenas obras para la salvación. No aceptan la predestinación, condenan la práctica del juramento, se oponen a la pena de muerte y se posicionan contra los sufragios a los difuntos. Afirman que la confesión a los seglares también es válida. Admiten que si no se puede celebrar la eucaristía —puesto que no hay sacerdotes o son indignos—, será suficiente la fracción del pan (o ágape), por los mismos seglares. Los ‘lombardos pobres’, los ‘humillados’, los ‘pobres católicos’, los ‘penitentes’ y los continuadores de Valdés Posteriormente, aparecen los ‘lombardos pobres’, mucho más disidentes que los seguidores del predicador de Lyon. Valdés los quiso excluir de sus comunidades, pero no lo consiguió del todo. A pesar de ello, poco a poco, separados de los ‘valdeses’, se organizaron entre ellos con el nombre de ‘lombardos pobres’. Otra facción de los ‘valdeses’ fue la de los ‘humillados’, que nacieron en Milán en el año 1175 y se propagaron por todas las regiones del Po. La crónica de Laon nos los presenta (1200) como “ciudadanos que a pesar de pertenecer a sus hogares con sus familias, habían escogido una determinada forma de vida religiosa; se abstenían de decir mentiras y entrar en pleitos; se contentaban con usar unos vestidos sencillos y se dedicaban a luchar por la fe católica”. Éstos, igual que los ‘valdeses’, no admitían el juramento, y sobre todo reivindicaban el derecho a predicar. El carácter específico de los ‘humillados’ radicaba en su peculiar modo de vida y en que los laicos podían llevar una existencia religiosa y ejercitar el testimonio evangélico (aun la continencia) sin renunciar a su estado. Todo esto parecía muy escandaloso para muchos clérigos de aquel tiempo. Sin embargo Inocencio III (1198-1216) los distinguió de los cátaros, cosa que los obispos, al menos algunos, no lo hacían. En el año 1201 el mencionado Papa reconoce la forma de vida de los ‘humillados’ y se les da una regla. De la HISTORIA DE LA IGLESIA 149 primitiva fraternidad nacieron tres ramas: 1/ hermanos y hermanas consagrados a Dios, que llevaban una vida conventual de tipo clásico; 2/ los laicos, hombres y mujeres, que vivían en el trabajo y la oración en comunidades apartadas; y 3/ todos aquellos que continuaban con sus familias, de acuerdo con una “regla viva” o “propositum” centrado en la penitencia y en el trabajo. Para vincular los ‘humillados’ a la Iglesia, Inocencio III aceptó el peculiar voto según el cual no se podía jurar nunca y se les concedió el derecho de predicar en cualquier lugar; pero advirtiéndoles que no debían predicar dogmas, sino moral. Los primeros textos del evangelio eran llamados “profunda” —o sea que hacía falta una exégesis— los otros “aperta”; eran simplemente consignas de vida y de acción directa. La mencionada política papal no tuvo demasiado éxito en el caso de los ‘valdeses’. Continuaron su existencia de predicadores itinerantes bajo el nombre de ‘pobres católicos’, polemizando contra los cátaros y predicando el evangelio. Efectivamente, también ellos decían haber obtenido la facultad de ejercer el ministerio de la predicación y de vivir en la pobreza. Como contrapartida, se sometían a la autoridad de la jerarquía eclesiástica local y a la de la Iglesia romana. El éxito de esta vinculación fue, sin embargo, más limitado que en el caso de los ‘humillados’; la mayoría de los ‘valdeses’ no se sometieron a los eclesiásticos católicos. Por ello, se organizaron para poder perdurar, y podemos decir que lo consiguieron, puesto que, a pesar de las persecuciones, la Iglesia ‘valdesa’ subsiste todavía hoy en día, sobre todo en Italia. Ésta es una Iglesia de tipo presbiterano, con un sínodo como órgano supremo formado por pastores y representantes de los laicos y el cuerpo de pastores, presidido por el moderador, que es el responsable de la pureza doctrinal. Tiene unos setenta mil fieles, agrupados en cinco distritos en Italia y uno en América. De hecho, el impacto histórico y real de estos grupos tuvo menos importancia que los problemas que ellos, denominados “dessidentes”, plantearon en la Iglesia. A diferencia de los cátaros, tan alejados del dogma cristiano que no podían provocar en el seno de la jerarquía más que una reacción de rechazo —máximo en un tiempo como aquel, en el que el pluralismo religioso e ideológico era inconcebible— los ‘valdeses’ y ‘humillados’ continuaron fieles a lo fundamental. El mérito del papa Inocencio III fue comprender que no se debían equiparar todas las formas de contestación religiosa y que la Iglesia podía, a costa de algunos sacrificios, recuperar el contacto con los disidentes más moderados. Estos últimos afirmaban que su estado seglar era compatible con la vida religiosa, y que para santificarse no era necesario hacerse monje. Para ellos, la vida cristiana no estaba sujeta al estado de virginidad ni a la observancia de la clausura. Podía conciliarse muy bien con cualquier situación humana, incluso el matrimonio, y con la práctica del trabajo. Lejos de hacer hincapié en la fuga o el desprecio del mundo, la espiritualidad de esos movimientos evangélicos interiorizaba la vida religiosa, situándola al nivel del rechazo del pecado individual y colectivo. 150 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Los seglares que vivían de este modo, miembros o no de los grupos que acabamos de estudiar, se multiplicaron a finales del siglo XII. Se les denominaba ‘penitentes’ porque llevaban una existencia relativamente ascética; no aceptaban el juramento ni el servicio militar y practicaban la pobreza voluntaria y la ayuda mutua o caridad fraterna. Probablemente san Francisco de Asís fue uno de ellos: ¿no formaron en un primer momento, él mismo y sus compañeros, la ‘Fraternidad de los penitentes de Asís’? Es cierto que el “Poverello” acabaría fundando una orden religiosa; pero los “hermanos menores” y los “predicadores” hicieron suyas algunas exigencias de los movimientos evangélicos, en particular el rechazo de la estabilidad y de la clausura, así como el lugar central que se daba a la pobreza en la vida religiosa y el vivo impulso comunicado en las cofradías seglares, muchas de las cuales darían origen a finales del siglo XIII a las órdenes terceras de los dominicos y de los franciscanos. Así pues, ‘valdeses’, ‘humillados’ y ‘penitentes’ fueron los pioneros de una nueva reforma (o si queréis, de la reforma de la Reforma), verdaderos precursores del gran movimiento de los mendicantes. Las dificultades con que se encontraron, sin embargo obstaculizaron la plena reinserción de corrientes evangélicas en la Iglesia. Se dio una nueva concepción de la vida religiosa. Hasta los canonistas acabaron tomando en consideración los cambios que se habían producido en el espacio de medio siglo, puesto que uno de los más famosos, Enrique de Suso, escribía en el año 1255: “En un sentido amplio, se denominan ‘religiosos’ quienes viven santamente y religiosamente en su propia casa, no por el hecho de someterse a una regla, sino por llevar una vida más dura y más sencilla que la de los otros seglares que viven de manera puramente mundana”. Así quedaba oficialmente reconocida la vocación de todos los bautizados a la santidad. Un tema de gran actualidad para la Iglesia de hoy: la del siglo XXI. 16. SAN FRANCISCO • ¿Es posible elaborar una biografía de san Francisco de Asís? • ‘Ecco il santo’ • Expansión del franciscanismo ¿Es posible elaborar una biografía de san Francisco de Asís? La excelsa figura del movimiento reformador espiritual de principios del siglo XIII —y también nos atreveríamos a decir que es el personaje que mejor captó el significado de los consejos evangélicos en la historia de la Iglesia—, fue san Francisco de Asís. Fue un auténtico don de Dios con el que Cristo obsequió a su esposa, la Iglesia. De él, expondremos brevemente tres temas: las fuentes en las cuales se basa su biografía, su vida, y por último el franciscanismo en España. Es paradójico que en la sencilla y humilde figura de san Francisco se ocultara uno de los interrogantes más confuso, enigmático y contradictorio de la historiografía mundial. La primera dificultad proviene de los mismos escritos de san Francisco. En su humildad, no nos dejó ninguna biografía propia. Además, en su propia obra literaria apenas figura ninguna nota biogràfica suya. Sólo existen alusiones a alguno de sus comportamientos, que él mismo pone como ejemplo a sus hermanos. Así, en su testamento, la pieza literaria más autógrafa, recuerda que él (Francisco) siempre ha intentado vivir del trabajo de sus manos, porque así lo hicieron sus hermanos. Una de sus obras más importantes, la primera regla escrita durante los años 1209-1210, se ha perdido. Se han perdido también sus cartas, como la mayoría de sus poemas. Sólo se ha conservado lo que se considera su obra máxima: el Cántico de hermano sol. 152 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Pero la gran dificultad para descubrir a san Francisco, radica en la existencia, aun cuando estaba vivo, de dos tendencias en la orden franciscana. Cada una de ellas intentaba ganarse a su fundador e interpretar sus palabras y sus escritos a su modo. Los rigoristas exigían a los hermanos menores la práctica de la pobreza íntegra y total, mientras que los moderados estaban convencidos de la necesidad de adaptar el gran ideal de pobreza a la evolución de una orden cada vez más numerosa. Según las fuentes de la historia de san Francisco, el episodio decisivo se dio entre los años 1260-1266. El capítulo general de 1260 confió a san Buenaventura la tarea de escribir una vida oficial del fundador. La orden, una vez escrita la regla, la consideraría en lo sucesivo la auténtica y oficial descripción de san Francisco, y por lo tanto ya no deberían haber discusiones sobre su vida. Esta vida o Legenda Maior fue aprobada por el capítulo en el año 1263, y después también en el capítulo de 1266. Así se intentó acabar con tantas contradicciones y leyendas, y para dar fuerza a la Legenda Maior los mencionados capítulos mandaron que fueran destruidos todos los otros escritos sobre la vida del santo. Fue una auténtica tontería. De este modo se veta el estudio de otras fuentes, muchas de ellas importantes, a los pobres historiadores. Para más desgracia, la “leyenda” de san Buenaventura es casi inutilizable como fuente científica de san Francisco. La obra resulta muy fantasiosa y a la vez tendenciosa. Decimos fantasiosa porque combina elementos contradictorios sin ningún tipo de crítica, y es tendenciosa porque habría momentos de disensiones en tiempos de san Francisco que tan bien servirían para perfilar la figura del santo. Especialmente silencia temas como el trabajo manual, la pobreza y los estudios. Esta imagen de san Francisco sin contrastes, desgraciadamente estuvo vigente hasta la publicación del estudio del historiador protestante Paul Sabatier en el año 1894. Podemos extraer las características más singulares de san Francisco a partir de dos testimonios: Tomás Celano, y el hermano León. El primero, o sea el hermano Tomás, era un franciscano literato de gran estilo. Redactó la Vita prima (1228) muy bien informada, pero silencia toda discusión en el interior de la orden, y nos presenta a un san Francisco muy dulce, sin luchas interiores, y pone en el candelabro a Elías, el hermano más autoritario de los primeros tiempos del franciscanismo. Tomás Celano empezó una segunda vida de san Francisco (1244) que completó la primera gracias a la aportación de nuevos elementos proporcionados por los hermanos que habían conocido al santo. Finalmente, Tomás Celano en el año 1253 escribe un Tratado de los milagros que supuso un paso atrás a la biografía de san Francisco. El hermano León, en cambio, tiene una visión diferente a la del mencionado biógrafo Tomás Celano. Los escritos de León son en general muy documentados. Entre ellos hay un conjunto que está en las antípodas de los escritos del mencionado Tomás Celano; se trata de las obras: La leyenda de los tres compañeros, El espejo de perfección de los hermanos menores, y la Leyenda antigua. Debemos observar que el hermano León, sacerdote confesor de san HISTORIA DE LA IGLESIA 153 Francisco, era el principal inspirador de esta producción literaria. Seguramente debía conocerle bien, pero todas las obras, que son ciertamente suyas, vacilan cuando se utilizan los métodos críticos de la historia: hay muchas lagunas y datos inciertos. Además, se deja llevar por la exageración y nos presenta a un san Francisco intransigente, duro, poco retocado históricamente. Un san Francisco poco dibujado en su carácter, con unos rasgos evidentemente exagerados. Por último, no podemos despreciar al intentar hacer una biografía lo más auténtica posible, dos obras de carácter más legendario que histórico que han jugado un papel decisivo de gran importancia en la historiografía franciscana. Nos referimos a Las bodas espirituales de san Francisco con la pobreza, pero sobre todo a Las florecillas. Este último es un escrito que recoge todos los relatos edificantes en la vida del santo. Se escribió un siglo después de su muerte y fue y es una obra muy popular, después de haber sufrido un intento de descrédito por parte de la crítica moderna. Pero hoy disfruta de un gran prestigio, porque parece ser muy cercana a las fuentes más genuinas de la historiografía franciscana. Resumiendo, podemos decir que hoy se reconocen las siguientes obras de san Francisco: Cántico de las criaturas, Alabanzas en todas las horas, Carta a toda la orden, Bendición a Fray León, La verdadera alegría, Carta a las autoridades, etc. Las primeras biografías de san Francisco son: Leyenda Prima de Tomás Celano (1228-1230), Speculum perfectionis de autor desconocido, Leyenda secunda de Tomás Celano (1247), Leyenda maior de san Buenaventura (1263), y Leyenda de los tres compañeros (1270-1300). ‘Ecco il santo’ Francisco Bernardone nació entre los años 1181-1182 en Asís. Su madre, en ausencia de su padre, mercader de tejidos de viaje por Francia, lo bautizó con el nombre de Juan Bautista. No sabemos por qué nunca utilizó el nombre de Juan ni por qué se impuso el de ‘Francesco’. Posiblemente sea un mote, o quizás porque Francisco apreciaba Francia y cantaba coplas como un ‘trovatore’ en los bosques de Asís. Su niñez y su adolescencia fueron normales. No podemos creer la versión de Tomás Celano, que nos presenta como trasfondo de la gran figura de Francisco una adolescencia prácticamente depravada. Lo cierto es que ‘Francesco’ pasaba el tiempo entre juegos, canciones, y le gustaba vestirse con elegancia. No hay duda de que era un líder entre sus compañeros. El rasgo más sorprendente es que quería ser caballero, cosa en parte comprensible si tenemos en cuenta que este era el ideal de aquella época de cruzadas. Admiraba la poesía cortesana y lo que más le atraía era el oficio de las armas y de la guerra, que practicó el joven ‘Francesco’ en la lucha entre los gibelinos y los güelfos (capítulo 59). El pueblo de Asís estaba dividido políticamente: los nobles tuvieron que marcharse, mientras los comerciantes, mercaderes y burgueses se hicieron fuertes en el pueblo. Los nobles se refugiaron en Perugia y declararon la guerra a Asís. Francesco cayó prisionero y permaneció más de un año en la prisión de 154 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Perugia. Una vez libre, en noviembre de 1203, cayó enfermo y esto le impidió acompañar a un noble caballero de Asís que iba a luchar junto al ejército papal contra el imperial a Apulia. Estos dos hechos, prisión y enfermedad, ayudarán a dar el primer paso de su conversión. La enfermedad —una grave lesión en los ojos y en el sistema digestivo— le hizo reflexionar sobre el destino de la vida humana. Su conversión se manifestó en la renuncia del dinero y de los bienes materiales. La primera manifestación de su conversión tuvo lugar cuando tenía que ir a Apulia. Él no pudo ir, y se encontró con un caballero que iba sin capa y él le dio su manto. Francisco volvió a Asís y fue elegido “rey de la juventud”. Pero en esta nueva vida y honores no encontraba la paz, de modo que se retiró a una cueva con un compañero, donde sería habitual encontrarle rezando y reflexionando. Un día, pasando por la iglesia de San Damián, se encontró con el sacerdote que cuidaba de aquella ermita y le dijo que no tenía dinero para arreglar aquel templo en ruinas. Entonces Francisco fue a casa de su padre, cogió un buen fardo de ropa, lo puso sobre el caballo, y vendió ropa y caballo. Así, con el dinero, se pudo iniciar la reconstrucción de la ermita de San Damián. Su padre, furioso, lo fue a buscar, y Francisco se escondió en la bodega de una casa abandonada. Pero no podía permanecer allí toda la vida, de modo que tuvo que salir y la gente lo acusaba de gandul y bohemio. El pueblo lo apedreó, lo trató de loco, y su padre no pudo más que protegerle y lo encerró en su casa. Al cabo de pocos días, movido de compasión, lo puso en libertad. Francisco irá en busca del obispo, y ante su presencia como seguro y testigo, y ante su padre —que continúa estando enfadado—, realizó un gesto solemne que consagraba la ruptura con su vida anterior: renuncia a todos sus bienes, se desnuda totalmente, manifestando así el absoluto abandono a la pobreza, “con la que se casa”. De este modo rompió con su vida anterior. Los primeros pasos son vacilantes, con dificultad, y aun con errores. Busca un nuevo camino. Un día, mientras cantaba alabanzas a Dios (en francés) por los bosques, unos bandoleros lo asaltaron y le preguntaron: “¿Quién eres?”. “Yo soy el heraldo del gran rey”, respondió. Le dieron tantos golpes que lo dejaron medio difunto, burlándose del heraldo del rey. Otro día, según explica el propio san Francisco al principio de su testamento, besó a un leproso en el que vio el rostro de Cristo. También nos lo explica la leyenda de los tres compañeros: parece ser que cierto día, al estar rezando fervorosamente al Señor, oyó lo siguiente: “Francesco, si deseas conocer mi voluntad, debes despreciar y odiar todo aquello que quisiste y que deseaste poseer con amor carnal, y cuando empieces a hacerlo, se te volverán amargas e insoportables las cosas que antes te resultaban suaves y dulces, y al revés, encontrarás gran dulzura y suavidad inmensa en aquello que antes te provocaba pánico”. Y es así como, dichoso por lo que había oído y confortado en el Señor, cabalgó por los alrededores de Asís, cuando se encontró con un leproso, y a HISTORIA DE LA IGLESIA 155 pesar de causarle instintivamente mucho asco la vista de los leprosos, bajando del caballo, le entregó una moneda al mismo tiempo que le besaba la mano y recibía del leproso el beso de la paz. A partir de este hecho, buscó más y más su propio desprecio, hasta llegar al vencimiento perfecto con la gracia de Dios. Pocos días después, tomó una considerable suma de dinero, se fue donde estaban los leprosos, y reuniéndolos a todos le dio limosna a cada uno, besándoles las manos. “Dejando aquel lugar —dice la leyenda de los tres compañeros— sintió que se le hacía dulce la vista y el trato con los leprosos, que tan amargo le había resultado siempre. Antes, si por casualidad pasaba por delante de sus hogares (de los leprosos) o topaba con alguno, eso sí, movido por la piedad le hacía enviar limosna por otra persona, pero él, sin poder poner remedio, giraba el rostro y con las manos se tapaba la nariz. Pero, por la gracia de Dios, se hizo amigo y familiar de los leprosos, y más aun vivía entre ellos y humildemente les servía...”. Con este gesto (besar al leproso) entró en la vida de san Francisco la caridad hacia las personas que sufren, y el gran deseo de servir a los más humildes. “Cristo está presente y quiere ser servido en los enfermos”. Todavía hay otro hecho que le llevó hacia el nuevo camino que buscaba: un día, mientras rezaba en San Damián, un santo-cristo le dijo: “Francisco, ves y repara mi casa, que como ves está en ruinas”. Entonces Francisco subió a los tablones y, convertido en peón, empezó a reparar la iglesia de San Damián. Y lo mismo hizo con el templo de la ‘Porciúncula’ (el lugar más querido por san Francisco según san Bonaventura). Allí dio el último paso hacia la conversión total, pero en esta ocasión no sería una revelación, sería un sacerdote, que leyendo el evangelio dijo: “Id y anunciad por todas partes que el reino de Dios está cerca. No traigáis ni oro ni plata”. Francisco, desbordado de alegría, tiró su bastón y se descalzó inmediatamente. Era el 12 de octubre de 1208 o el 24 de febrero de 1209. Francisco tenía 26 o 27 años, y la conversión le llevó a ser misionero. Así nacía “san” Francisco, y con él una muchedumbre de compañeros o hermanos. Empezó a predicar en Asís con gran éxito. Después predicó por toda la Umbría y en las Marcas. Al cabo de pocos días, ya eran doce hermanos; entre ellos se encontraban los hermanos León, Ángel y Rufino, que formarían el equipo de ‘los tres compañeros’. Todos ellos se reunirían en la Porciúncula durante el invierno del año 1209 para reflexionar sobre su vida y su predicación. El balance no fue demasiado positivo. Los hermanos fueron perseguidos, el mismo san Francisco fue tomado por un loco, y además, el mismo obispo de Asís, Guido, que en un principio lo había protegido, se manifestó hostil y desconfiado. Había que confiar y apelar a la máxima autoridad religiosa, había que ir a Roma, a ver el Papa. En aquel momento el Papa era Inocencio III, dominado por la espiritualidad pesimista (desprecio de las cosas de este mundo), en las antípodas del amor que Francesco expresaba hacia todas las criaturas. Francisco aspira al cielo, pero a través de las criaturas de este mundo. Además, Inocencio III, persuadido 156 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) por la primacía del poder espiritual sobre el poder temporal, veía la Iglesia asediada por varios enemigos, príncipes que se denominaban cristianos y sobre los que el Papa lanzó la excomunión, herejes que pululaban, como era el caso de los cátaros, contra los cuales predicaba la cruzada preparando la inquisición. Estas eran las preocupaciones del gran papa Inocencio III, muy diferentes a las del pobre de Asís. Francisco, un simple laico harapiento se presentaba ante una curia papal, vistosa, lujosa y arrogante, para predicar la puesta en práctica integral del evangelio. A ojos del Papa, aquel que tenía ante si, Francisco, ¿estaba en camino de la herejía?, ¿o era ya hereje? El primer contacto entre los dos hombres fue hostil. El Papa exclamó al ver a Francisco, que éste era un campesino, al cual aconsejó volver con su rebaño de cerdos. El obispo Guido preparó un segundo encuentro, y cuando Francisco pudo, por fin, mostrarle el texto de su regla, Inocencio III quedó perplejo de su severidad. Exclama: “¡El evangelio integral! ¡Qué tontería!”. Para aprobar el texto, fue necesario un sueño en el que el Papa veía la basílica del Laterano cayendo, a punto de derrumbarse, y que un religioso “pequeño y feo” la apuntalaba. Esta imagen y visión hizo cambiar de parecer al Papa, que sólo le concedió una aprobación oral. Inocencio III mandó que, sin conferir a los hermanos las órdenes mayores, se hicieran tonsurar todos los que eran laicos. Y parece ser que a Francisco se le confirió el diaconado. Finalmente, les autorizó para predicar exhortaciones morales al pueblo. Pero Francisco ya estaba satisfecho, porque así se había asegurado la comunión con el Papa y con la Iglesia que tanto estimaba. De vuelta a Asís, los compañeros se instalaron en la llanura, junto a un riachuelo, donde ocuparon una cabaña abandonada. Un poco más tarde, el abad del monasterio benedictino de Monte Subasio les concedió la capilla de la Porciúncula y un trozo de tierra cercana. La pequeña comunidad, que crecía despacio, continuó llevando la misma vida. Los íntimos de Francisco eran: el hermano Rufino “que rezaba mientras dormía”; el hermano Juniper “aquel juglar de Dios”; y el hermano León, hombre buenísimo pero el más intransigente seguidor de Francisco. León fue su confesor ya que era sacerdote. En 1212 Francisco reclutó una valiosa vocación: Clara, joven noble de Asís, enardecida por los sermones del santo que huyó de la casa familiar con una amiga la noche del domingo de Ramos y se refugió a la Porciúncula. Francisco les cortó los cabellos y las vistió con un hábito parecido al suyo (de saco). Algún tiempo después, el obispo Guido concedió la capilla de San Damián a Clara y a las “damas pobres”, que más tarde se denominarían ‘clarisas’, así como los ‘hermanos menores’ se denominarían franciscanos. “Os prometo velar siempre por vosotras como lo hago por mis hermanos”, les escribió Francisco a las ‘damas pobres’ o clarisas. Cumplió su promesa y fue obedecido y tan querido por ellas como por sus hermanos. HISTORIA DE LA IGLESIA 157 El año 1212 también es para la cristiandad un año de esperanza. El 14 de julio, los reyes cristianos de la Península ibérica conseguían una brillante victoria sobre los musulmanes en las Navas de Tolosa. Este año es también el de la llamada “cruzada de los niños”: un ejército de jóvenes que querían ir a Tierra Santa. Con ellos, Francisco y uno de sus hermanos se embarcaron en una nave rumbo a Siria, pero una tormenta les alejó hasta la costa dàlmata. Fue la campaña más desvaratada y cruelmente utópica de la cristiandad medieval. Dos años después, Francisco se dirigió a Marruecos con el propósito de predicar a los sarracenos. Fue también a Santiago de Compostela en donde la enfermedad le detuvo en España durante unos meses. Sus compañeros eran cada vez más numerosos. Entre los recién llegados destacaban Juan Parente y el hermano Elías, los dos futuros ministros generales. En esta época se atribuyen muchos milagros a Francisco. Aquel del cual, hasta hace poco, muchos se reían, ahora levantaba el entusiasmo de las multitudes. Cuando se anunciaba la llegada de Francisco, todo el mundo gritaba: “¡Ecco il santo!”, “¡Que viene el santo!”, y tocaban las campanas. Todo el mundo estaba contento y dichoso. Se acercaban a él con ramos y cantando. En el año 1215 la Iglesia vivió un gran acontecimiento; Inocencio III reunió el concilio IV de Laterano, que decidió una nueva cruzada y puso las bases para una importante reforma en la Iglesia. Como este tímido “aggiornamento” parecía ir en la línea de los deseos de Francisco, se ha pretendido que él había asistido al concilio y que allí se habría encontrado con santo Domingo. Pero probablemente Francisco no asistió al mencionado concilio. Aun así, cabe señalar que en realidad el concilio supuso una amenaza para los dos fundadores. El canon 13 prohibía formalmente la creación de nuevas órdenes, y el canon 10 supeditaba estrechamente los monjes a la jerarquía, cosa que evidentemente estaba fuera de las intenciones de Domingo y Francisco para los suyos. Este último (Francisco) intentó alejar la amenaza evitando transformar sus compañeros en una verdadera orden, para conservar una mayor flexibilidad y hacer más fácilmente, gracias a la coexistencia de laicos y clérigos, de puente entre la Iglesia y los seglares. Sin embargo Francisco dio una cierta organización a sus compañeros, que se hizo más necesaria a medida que eran más numerosos. Parece ser que mientras los hermanos eran pocos, el santo les pedía que fueran a la Porciúncula dos veces al año; después sólo los convocó una vez por año. La reunión del año 1217 tiene una importancia especial, ya que en ella Francisco decidió extender la predicación de los hermanos fuera de Italia. ¿Quizás es esta reunión la que aparece en Las florecillas como el “capítulo de las esterillas”, lleno de inverosimilitudes pero que reconstruye de forma de joven fiesta la reunión de los hermanos que con esta ocasión se habían construido cabañas de caña. Francisco posteriormente decidió partir hacia Francia con el hermano 158 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Maseu. Pero en Florencia, el famoso cardenal Hugolino le persuadió para que abandonara el mencionado proyecto. En el año 1219 Francisco volvió a soñar que partía hacia tierras de los infieles, a convertirlos o a sufrir el martirio. Embarcado en Ancona el 24 de junio, asistió a la toma de Damiata por los cruzados el 5 de noviembre, y quedó decepcionado por el comportamiento codicioso y sanguinario de los cruzados; obtuvo del sultán Malik-al-Kamil una entrevista sin resultados, y se fue a Palestina, donde probablemente visitó los Santos Lugares. Entonces fue cuando recibió a un emisario que reclamaba su retorno a Italia, donde decía que los hermanos pasaban por una grave crisis. En verano del año 1220 se embarcó y fue hacia Roma. ¿Qué había pasado? Sabemos que algunos de los extremistas se habían transformado en puros vagabundos, rodeándose de mujeres hasta “comer con ellas en el mismo plato”. Y también, algunos relajados querían construir bellas iglesias de piedra, y a la vez practicar y favorecer los estudios entre ellos. Esto no era lo que Francisco quería. A su paso por Bolonia, donde el hermano Juan de Staccia había establecido una casa de estudios, Francisco expulsó a todos los hermanos (incluso a los enfermos) y maldijo a Juan. Ante la gravedad de la situación, un representante de la Santa Sede fue nombrado “protector” de la Fraternidad. Se trata del mencionado cardenal Hugolino, que años después sería el papa Gregorio IX. Francisco cedió la dirección administrativa de la comunidad a Pedro Catanio, y continuó siendo la cabeza espiritual, aunque se vio obligado a transformar el movimiento fundado por él en una verdadera orden y redactar una Regla que sustituyera las fórmulas del año 1210. En el capítulo del año 1221, Francisco presentó su Regla, pero ésta suscitó objeciones, tanto por parte de los hermanos como de los representantes de la curia romana; el Papa y el cardenal Hugolino le pidieron que la retocara. El hermano Elías pidió el original del primer proyecto y Francisco se puso de nuevo manos a la obra, desanimado y a veces amargado. Finalmente la Regla fue aprobada por el papa Honorio III (1216-1227) en una bula del 29 de noviembre de 1223; de ahí su nombre ‘Regula bullata’. La mayoría de las citas del evangelio que contiene la Regla de 1221 habían sido suprimidas, y las fórmulas jurídicas habían sustituido los pasajes líricos. Además, había desaparecido todo lo referente a prescripciones destinadas a hacer practicar una pobreza más rigurosa. Por último, la Regla ya no insistía en la necesidad del trabajo manual para los hermanos. Francisco aceptó esta regla con gran pena en su corazón. Fue —dicen los biógrafos— la época de “la gran tentación”. Después se resignó y se tranquilizó. “Pobrecito —le dice el Señor—, ¿por qué estás tan triste? ¿Tu orden, no es mi orden? ¡Procura más tu salvación!”. De este modo Francisco llegó a considerar HISTORIA DE LA IGLESIA 159 su salvación como algo independiente de la orden que de él había nacido, y se encaminó serenamente hacia la muerte. A “la gran tentación” sucedió una “larga paz”, en la que se alternan y se mezclan episodios de ternura desbordante y de sufrimiento sublimado. Después de pasar el invierno de 1224 en Greccio —donde celebró la Natividad entre grutas y ermitas en una abrupta montaña—, se dirigió a la Porciúncula para el capítulo de junio, el último al que asistió. Después se fue a otra ermita, al monte de Auvernia. Llevaba con él sólo algunos hermanos, los más queridos de su corazón, los “tres compañeros”: Ángel, León y Rufino. Allí se dedicó a una vida de contemplación. Un día, quizás el 14 de septiembre de 1225, tuvo la última visión: sobre él, un hombre de seis alas, como un serafín, los brazos abiertos y los pies juntos en una cruz. Mientras meditaba sobre la visión, lleno de alegría y tristeza a la vez, unas llagas sangrientas se formaron en sus manos y sus pies. Y apareció una herida en su costado: los estigmas. Francisco había llegado al final del camino hacia la imitación de Cristo; él sería el primer estigmatizado del cristianismo. El acontecimiento le dejó tan confuso como satisfecho. Intentó disimular sus estigmas, envolviendo con vendas sus pies y sus manos. Así, sintiéndose confirmado en su misión, en otoño reinició sus giras de predicación sobre un asno. Pero sus sufrimientos físicos aumentaron. Estaba muy enfermo. Se quedó prácticamente ciego y sufrió terribles dolores de cabeza. Santa Clara, a quien visitó en San Damián, lo retuvo algunas semanas para cuidar de él. Se construyó una cabaña de mimbre en el jardín y allí vivió uno de sus últimos periodos más tranquilos. Parece ser que allí habría compuesto el ‘Cántico del hermano Sol’. El hermano Elías consiguió convencerle para dejarse visitar por los médicos del Papa, la corte del cual residía en la ciudad vecina de Rieti. Éste lo acompañaba “como una madre”, según Tomàs Celano; o “como un carcelero o vigilante”, según muchos historiadores. Pero la ciencia de los sabios fue inútil, y cuando los hermanos de Siena llamaron a los mencionados médicos para que cuidaran de él, o quizás lo curaran, su estado había empeorado. En estos días, Francisco les dictó su testamento. Pidió que lo llevaran a Asís, concretamente a la Porciúncula. Este lugar se encontraba en la llanura a merced de los peruginos, enemigos de siempre. El cuerpo de un santo como Francisco podía tentarlos. Vendrían multitudes a venerarlo, y eso sería un buen negocio. Por eso el moribundo fue transportado al interior de las murallas de Asís, al palacio episcopal. Pero Francisco —como era obvio— se sentía cada vez menos cómodo en los palacios, y consiguió que lo llevaran a la Porciúncula. Allí fue velado por hermanos y grupos de hombres de Asís, armados, que se relevaban por turnos, temerosos de que cuando hubiera fallecido Francisco se llevaran su cuerpo a Perugia, cosa que de ningún modo podían consentir los de Asís. 160 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) El 3 de octubre de 1226 hizo que le cantaran el ‘Cántico al hermano Sol’, que le leyeran la Pasión según el evangelio de san Juan, y que lo reclinaran en el suelo, sobre un cilicio cubierto de ceniza. Fue entonces cuando uno de los hermanos presentes vio, de repente, cómo se elevaba el alma de Francisco, como una estrella hacia el cielo. Así murió plácidamente envuelto en una verdadera “paz franciscana”. Tenía sólo 46 años. Tras su muerte, todo sucedió con mucha rapidez. Las aglomeraciones sobre el recinto donde se hallaba su cuerpo para contemplar los estigmas, los sencillos funerales del 4 de octubre, la parada en San Damián, donde santa Clara cubrió de lágrimas y besos el cuerpo de su glorificado amigo. El 11 de julio de 1228, menos de dos años después de su muerte, tuvo lugar la canonización. El Papa entonces era el cardenal Hugolino, bajo el nombre de Gregorio IX (1227-1241), y rindió un homenaje muy sentido y sincero a su amigo. ¡Francesco, il Santo! El 25 de mayo de 1230 su cuerpo fue enterrado en la cripta de la basílica de Asís. En 1569 se inauguró la basílica de Santa María de los Ángeles, donde se encuentra la capilla o ermita de la Porciúncula, lugar en el que murió nuestro querido santo, el humilde y pobre Francesco Bernardone. Expansión del franciscanismo Ya en tiempos de san Francisco, su obra se extendió por todas partes. Un investigador franciscano nos explica: “La originalidad fascinante de san Francisco de Asís consistió en vivir el evangelio íntegramente y sin glosa en medio de una sociedad caballeresca y burguesa. El caballero pretendía rescatar con la espada el sepulcro de Cristo que estaba en manos de los musulmanes. El comerciante recorría caminos, ferias y mercados buscando la ganancia. Francisco, hijo de mercaderes y de espíritu caballeresco, se lanzó por el mundo predicando el evangelio de amor, de penitencia y de paz, sin dinero y sin espada” (véase J. Meseguer, 2.000 años de cristianismo, vol. 3, pág. 104-114). Como hemos comprobado, Francisco quiso que el evangelio se extendiera por todo el mundo. Sus hitos geográficos extremos eran: Jerusalén y Compostela. Pero las circunstancias adversas impidieron cumplir su primer intento de evangelizar Siria y Palestina. Luego fijó su mirada hacia Marruecos, pero no sabemos muy bien por qué, tampoco pudo ver aquí realizados sus deseos. Estuvo en Palestina, como hemos explicado, y también llegó a la España cristiana, y según testigos del siglo XIII, peregrinó a Santiago de Compostela para venerar al Apóstol Santiago, ante la tumba del cual se postraba gente de toda la cristiandad. A parte de todo lo que se ha dicho, es muy difícil dar respuesta documentada a todas las preguntas que pueden formularse sobre los viajes franciscanos y las fundacionales de conventos. La tradición ha alimentado generosamente el HISTORIA DE LA IGLESIA 161 silencio de las fuentes, atribuyendo a san Francisco la fundación de muchos conventos en su viaje a través de la Península ibérica, no sólo a lo largo de la ruta de Santiago, sino también en puntos tan alejados como Madrid y Huete (Cuenca). No es fiable lo que las crónicas escriben sobre esto, porque para abrir conventos, habría necesitado que una numerosa comunidad le acompañara para dejar al menos un fraile en cada fundación. Es imposible. Las fuentes aluden a un único compañero o a pocos. Por otra parte, ninguna tradición se apoya en testigos anteriores al siglo XVI. De lo que no debemos dudar —sólo hay que constatar el afán apostólico de Francisco y sus frailes— es de que la presencia de tan singulares peregrinos debió impresionar profundamente a aquellos que se acercaban a escuchar sus exhortaciones penitenciales, brotadas de un espíritu ardiente y expresadas con palabras humildes y cálidas. Observaron su actitud y gesto servicial en los hospitales a lo largo del camino de Santiago. Sembraron el franciscanismo en tierras hispanas, donde muy pronto se instalarían las órdenes franciscanas. En Cataluña la tradición franciscana nos dice que la orden se instauró en Mataró, Vilafranca, Barcelona..., en los años posteriores a la muerte del santo. Aun hay quien afirma que fue el mismo santo quien fundó algunos de estos conventos. El 3 de octubre de 1226 —como ya hemos apuntado anteriormente— moría el Poverello. Su obra estaba consolidada a pesar de las tensiones internas; el mismo san Francisco, al final de su vida, prácticamente dejó la dirección de la orden en manos de vicarios generales: primero a Pedro de Catania y después a Elías de Cortona. Aunque la imagen de este último vicario fue desfigurada por la polémica posterior, lo cierto es que al morir Francisco tenía en sus manos las riendas del movimiento franciscano y sabemos que el santo moribundo le dio la última bendición. Pero no olvidemos que el gran personaje en estos primeros años tras la muerte del santo fue el cardenal Hugolino, al cual el propio Francisco consideró “gobernador, protector y corrector”. En el año 1227 Elías no fue elegido, sino Juan Parente, apareciendo ya divergencias: los celosos de la pobreza que querían el cumplimiento íntegro de la regla, apelaban el testamento del santo, pero el nuevo papa Hugolino (Gregorio IX 1227-1241) declaró que aquella última voluntad del santo no tenía suficiente fuerza de ley. De aquellos que querían la estricta aplicación del testamento, nació el grupo denominado ‘los espirituales’. Elías de Cortona, sobre todo mientras fue ministro general (1232-1239), defendió que había que asimilar la orden franciscana a los moldes de otras agrupaciones religiosas; y especialmente se tenía presente la nueva orden fundada por santo Domingo. Se pretendía una seguridad constitucional —posición del ministro general— y una aceptación del cultivo de la ciencia. En medio de las dos tendencias, hay que colocar a san Antonio de Padua, a san Buenaventura, a Juan Pecham y a los otros, los cuales aunque guardaban celosamente el legado de san Francisco, querían adaptar la orden a las circunstancias del tiempo que —no hay duda— habían cambiado. 162 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) La orden se extendía cada vez más: Irlanda, Escandinavia, Siria, Palestina, España y muchísimas otras regiones, de tal modo que en el año 1300 el número de franciscanos ultrapasaba los cuarenta mil. Es posible que el éxito de esta expansión proviniera de la unión entre la orden y el Papa. Los grandes propulsores de la Reforma —san Francisco y santo Domingo— acertaron encontrando los vínculos de unión con Roma, la cual cosa daba ciertas garantías de la ortodoxia y de expansión católica universal. Paulatinamente, los frailes menores (franciscanos) se hicieron presentes en las universidades, dando un gran auge a la ciencia teológica; pero no podían olvidar su carisma primitivo, que era la predicación popular y las misiones. También fomentaron las devociones populares, los motivos de las cuales giraban entorno a la encarnación y a la pasión de Nuestro Señor. Predicaban en las ciudades, pero el evangelio también era expuesto en sus propias iglesias y en el campo como predicadores ambulantes, como hacía san Francisco. El siglo XIII nos ha transmitido sobre todo grandes nombres: para Italia Antonio de Padua y Buenaventura; para Francia Hugo de Digne y Odón Rigaldo; para Alemania Conrado de Sajonia y Bertolo de Ratisbona... Siguiendo el ejemplo y voluntad de san Francisco, los frailes menores pudieron consagrarse como evangelizadores de los “gentiles”. San Francisco, con su predicación ante el sultán, había intentado cambiar el cariz de la cruzada, convirtiéndola en vía crucis de un pacífico esfuerzo para llevar la fe a los infieles (o gentiles), y así fue cómo los hermanos menores fueron como predicadores en el norte de África, en Siria y en Palestina (misión sarracena), y por mandato del Papa, a los mongoles (Juan de Piano di Carpine 1245-1247 y Guillermo de Rubruck 1253-1255). Para la Santa Sede los franciscanos significaron, al igual que los dominicos, una ayuda importante en la obra de Reforma de la Iglesia y en la lucha contra la herejía, pero también en la política eclesiástica (legaciones, mediaciones de paz...). A pesar de que por encima de todo hay que reconocer que el paso ardiente, hermoso e íntegro de san Francisco entre los hombres y mujeres que peregrinan en este mundo, es un gesto —esperamos— totalmente imitable y que nos llena de plena alegría. Al menos nosotros nos sentimos seguidores del “poverello” de Asís. ¿Quién no se siente obligado a seguirlo? ¿O al menos a admirarlo? Y si cabe nos sentimos más franciscanos por el hecho de no pertenecer a la orden canónica de los franciscanos. El evangelio que seguía san Francisco en integridad lo dice bien claro: “la verdad os hará libres”. Igual que Francisco, la libertad nos proviene del evangelio y no de la ‘regla’: ¡somos más franciscanos al no ser franciscanos! No sé si esta afirmación es una osadía, pero sí, posiblemente agradaría a nuestro hermano Francisco. 17. SANTO DOMINGO DE GUZMÁN • • • • • Hechos más notables Dos carismas coincidentes: san Francisco y santo Domingo El capítulo es superior al fundador Propagación de los dominicos San Ramon de Penyafort. Hace 400 años que fue canonizado Hechos más notables Domingo, el español universal, tan carismático como san Francisco de Asís, tiene tras de si una multitud de hermanos armados caballeros de una aventura, la más sublime: la aventura de predicar la verdad. Su blasón fueron los consejos evangélicos y su espada la palabra forjada por la ciencia teológica. Fue un hombre sabio y santo. Siempre inquieto por el evangelio. Un viajero infatigable. Un auténtico paladín de la predicación de la Reforma en todo el mundo conocido. Fue el mejor de entre los mendicantes —sólo comparable con san Francisco— siempre itinerantes por las ciudades y universidades siempre buscando la verdad. Su obra perdura diáfana en equilibrio constante entre los ideales evangélicos y las estructuras eclesiales. Domingo de Guzmán nació en los alrededores de 1170, en Caleruega —un pueblo de Castilla la Vieja—. En el año 1196 entró en el capítulo catedralicio del obispado de Osma, y en 1201 fue nombrado subprior del capítulo de los canónigos. A los dos años, acompañó a su obispo Diego Acebedo para cumplir una misión real en el norte de Europa, posiblemente Dinamarca. Después de su paso por Roma, ambos (el obispo Diego y el canónigo Domingo) fueron conocedores excepcionales del movimiento herético de los cátaros que hervía en el sur de Francia. Inquietos, Diego y Domingo manifestaron al papa Inocencio III su deseo de evangelizar a los cumanes de Hungría, pero el Papa estaba preocupado por la expansión de los cátaros, y a pesar de escucharlos amablemente, recondujo la DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) 164 conversación hacia la nación vecina de los dos visitantes: Francia y Provenza. De este modo el Papa les convenció de que era muy conveniente predicar de nuevo el evangelio en aquella región infectada por la herejía. Sin ninguno otro requisito que no fuera la voluntad papal, se encaminaron al sur de Francia. Años atrás, Diego había fundado una casa en Prouille —en el corazón del Languedoc— en la cual acogía a mujeres ‘conversas’. Éstas hacían vida común —como los grupos de beguinas de los cátaros (capítulo 68)— recibiendo una sólida formación por parte del obispo Diego o de sus emisarios. Así se podía hacer una gran tarea, cumpliendo la misión que Inocencio III les había encomendado. Aun así, Diego que se encontró mal cuando regresó de Roma, tuvo que dejar a su fiel canónigo subprior santo Domingo en Prouille, y él volvió a Osma (España), donde murió poco después. Hoy nos resulta difícil seguir la cronología de la vida de santo Domingo y de su fundación ante la multitud de bibliografía y estudios sobre este personaje universal; pero sí podemos señalar los siguientes hitos históricos, comprobados por los documentos y que nos podrían servir para presentar un sintético marco histórico para la biografía del santo: - - - En el año 1213 santo Domingo predicó la cuaresma en Carcasona. El 25 de mayo de 1214, recibió la parroquia de Fanjeaux, cerca de Prouille. Durante el año 1215 se instaló en Tolosa (Toulouse) y fundó la orden de los predicadores. Recibió la aprobación del mencionado obispo después de haberlo acompañado al concilio IV del Laterano. Durante el año 1216, en Tolosa, los predicadores aceptaron —siguiendo las normas del concilio IV Laterano— la regla de san Agustin. Santo Domingo vuelve a Roma. El día 15 de agosto de 1217 santo Domingo envió sus hermanos desde Prouille para fundar en Bolonia, Roma y en España. El 13 de diciembre se despedía del Languedoc. En el año 1218 pasó el invierno en Roma, y durante la primavera volvió a España. En el año 1219 santo Domingo viaja a Tolosa, París, Milán, Bolonia y Viterbo. En el año 1220 santo Domingo pasa el invierno en Roma. El 11 de mayo se celebraba el primer capítulo general de la orden en el cual se aceptaron las primeras constituciones propias. En el mismo año 1220 se empezó la misión en la Lombardia. En el año 1221 santo Domingo pasaba el invierno en Roma. El 28 de febrero fundó el convento femenino de San Sixto en Roma, y se instaló en Santa Sabina. El 30 de mayo se celebraba el segundo capítulo en Bolonia. En él se estructura la orden en provincias. En verano del mismo año, santo Domingo predicaba en los alrededores de Venecia. El 16 de agosto de 1221 murió en Bolonia. En el año 1234, el 3 de julio, Gregorio IX canoniza a santo Domingo. HISTORIA DE LA IGLESIA 165 Hasta aquí las fechas. Si ampliamos algunos rasgos fundamentales de los orígenes de los dominicos y de su carisma podemos apuntar que Prouille fue muy importante para santo Domingo. Ese lugar debía servir también de oasis a los innumerables predicadores que se unieron a santo Domingo ya en el año 1206. En Prouille, el gran predicador les orientaba y todos rezaban pidiendo la eficacia en sus misiones para combatir la herejía cátara. El obispo Fulk, admirando la gran tarea de aquellos predicadores, les concedió una vivienda en la misma Tolosa, cerca de San Romano, y también los nombró “predicadors diocesanos”. No eran sólo ellos —los “frailes predicadores”— quienes intentaban convertir a los cátaros; también un grupo de prelados del Císter se esforzaba en esta difícil tarea. De este intercambio de experiencias tenemos un texto muy significativo de santo Domingo: “Habéis venido —vosotros, grandes prelados, prohombres del Císter— con escolta y equipajes, con ganas de prestigio, confiados en vuestros poderes, buscando la complejidad de los poderosos, tirando sobre los otros las taras de las rivalidades egoístas y de los errores doctrinales. Así abandonaréis en manos de los ‘valdeses’ y cátaros la verdad y eficacia del auténtico evangelio y los convatiisen aquello que han encontrado: como el sentido de la vida apostólica no fuera el: ¡Dejad vuestras pompas! Sin equipajes ni preocupaciones, salid a su encuentro en su propio terreno”... Los insignes prelados cistercienses quedaron estupefactos e impresionados por estas palabras, y su líder, Arnau Amaury se fue, no continuó su inicial prepotente evangelización. Debía ejercer sus poderes en el capítulo general del Císter. Era un hombre de autoridad que no hubiera tenido objeción en utilizar procedimientos violentos para aplastar a los herejes. En cuanto a los otros, se dedicaron a imitar a Domingo y empezaron una predicación directa con diálogos públicos en las ciudades y pueblos. La escena anterior que tiene como escenario Montpellier (1206) es el fundamento de los dominicos, como lo fue para Francisco el episodio de la lectura de san Lucas que invitaba a salir de la Porciúncula para predicar de dos en dos el evangelio. Dos carismas coincidentes: san Francisco y santo Domingo Lo que sucedió en Montpellier en el año 1206 tiene también mucho que ver con la escena de Asís, en que Francisco, hijo de un comerciante y hombre de una nueva generación, tiró simbólicamente sus vestiduras a los pies del obispo, y se entregó a una vida pobre, con la que reproducía de una forma nueva la fraternidad del evangelio. En el mismo clima de efervescencia —aunque en el recto sentido— estaban las posturas de Pedro Valdés en Lyon, de los Humillados en la Lombardía, y de tantos otros que se liberaban del peso de una Iglesia demasiado poderosa y rica (véase capítulo 62). Dos vías paralelas —la de Francisco y la de Domingo— en las que manifiestan las semejanzas y las diferencias de los carismas. Francisco recibió con una luz meridiana el supremo valor de la pobreza como condición elemental de la acogida de la Buena Nueva, hasta el punto de que la menor apropiación ya es un fracaso en la comunidad de bienes. Esto permite vivir sin reglas como hermanos, en medio de una sociedad donde la búsqueda del provecho se convierte en 166 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) egoísmo mercantil. De hecho, a imitación de Francisco, empiezan a multiplicarse pequeñas comunidades, ocupadas en las más modestas tareas, sin distinguir entre clérigos y laicos, entregadas a la espontaneidad elemental de un testigo libre de los adoctrinamientos oficiales. Domingo, siguiendo a su obispo, y más allá de su primer proyecto, abrazó la pobreza y el evangelio mediante otra experiencia, a la vez coincidente y diferente. Hace suyo el convencimiento de los evangelios que fermentaba entre los “disidentes” desde hacía treinta años; el testigo del evangelio está fundado en la imitación de los Apóstoles y en el modelo de la Iglesia primitiva. A pesar de estar siempre abierto al diálogo en coloquios públicos en Montpellier, Béziers, en Montreal..., a veces cede a la impaciencia, diciendo: “Os he hablado —afirma Domingo —con dulces palabras desde hace años; pero como dice la gente de mi tierra (España), ‘donde no vale la bendición prevalecerá el palo’, ¡oh dolor!”. Siguiendo su iniciativa frente a los prelados del Císter, Domingo pronto estructura en Tolosa, entre los años 1212 y 1217, a sus primeros compañeros en una fraternidad que también sería una comunidad de predicadores itinerantes. Utilizó estos términos aparentemente contradictorios porque la sola institución de una orden podía implicar algún poder, así como la simple movilidad de los predicadores difícilmente se acomodaría a la vida comunitaria. La pobreza se vería realizada, regulada y reducida a la categoría de medio; mientras que Francisco de Asís se esposaba con ella. A partir de esta intuición, las consecuencias se encadenaban, desde la predilección del apostolado hacia los pecadores, hasta el estudio científico de la Verdad, o sea de la Palabra en la Teología —discurso sobre Dios—. Un discurso humilde, ya que en un principio se confiaba a los ‘Predicadores’, en las nuevas ciudades, el apostolado dirigido a las mujeres públicas. Cabe recordar que ya antes, Domingo había acogido a prostitutas en los conventos femeninos que él dirigía. El capítulo es superior al fundador En santo Domingo también existe una peculiar forma de vivir el evangelio. Él considera que es el sirviente de toda la comunidad, y por eso su obra y sus hermanos son más importantes que su propia figura de fundador. La autoridad de la comunidad está por encima del mismo fundador. Ante las constituciones y el capítulo, Domingo siempre queda en un segundo plano. Esto hace que los rasgos fundamentales de los predicadores nazcan del conjunto de los hermanos. Gracias a esta puesta en común, nacen las grandes iniciativas y programas eficaces: misiones, universidad, pobreza evangélica, estudios, formación de los predicadores, etc. Veamos a continuación estos rasgos fundamentales de los dominicos. En sus constantes viajes, santo Domingo se obsesionó con una idea fija: había que predicar en las universidades. En ellas, los ‘predicadores’ presentarían el evangelio buscando siempre la Verdad: “La verdad os hará libres”. HISTORIA DE LA IGLESIA 167 Por otro lado, ya desde el primer contacto con los cátaros del sur de Francia, Domingo constató que había que fundamentar la predicación en el sólido saber teológico, no sólo para mantener una controversia, sino también para lograr una catequesis atrayente en el seno de la Iglesia. El movimiento de predicción de los laicos (que tantas veces desembocó en descarrilamientos heréticos) había puesto de manifiesto la necesidad de que el pueblo cristiano sintiera la palabra de Dios; a pesar de que, como la predicación se hacía simultáneamente por diferentes partes, Domingo intuyó con gran claridad que había que lograr diáfanos conocimientos de moral y teología en el predicador, y en esto se patentiza la característica especifica de los dominicos, gracias a la genialidad de su fundador, puesto que la intención declarada de renovar la predicación de la doctrina de la fe, partiendo de la teología, se debe a santo Domingo, desde los mismos comienzos de la orden. Así, muchos compañeros que venían del campo de las universidades se hicieron dominicos: por ejemplo, el que sería sucesor del santo en el gobierno de la orden, el beato Jordano de Sajonia (1222-1237), que había estudiado en París. Bajo el mando de este beato, la orden se propagó en gran manera. La constitución de los predicadores recalcaba la pobreza de los individuos no menos que la de la comunidad. Tomaba elementos tradicionales de las congregaciones de canónigos regulares (como los de san Oleguer o de san Rufo de Aviñón) y también se orientaba por las normas de vida monástica, señaladamente de los cistercienses. Era nueva la exigencia de vivir de limosna; se rechazaban rentas fijas y bienes inmuebles. Las iglesias debían de ser tan sencillas como las de los primeros tiempos de los cistercienses. Sobre todo se fundaban casas en las ciudades universitarias, en las episcopales y en las de activo comercio. Aquí se encontraban los deseados campos que germinaban vocaciones, para el cuidado de almas, para el estudio y para el propio sostén. Los dominicos celebraban sus capítulos anuales, alternando en todos los países en los que tenían residencias. El capítulo general (derivado evidentemente del modelo cisterciense, que Inocencio III también había hecho obligatorio para las otras órdenes en el canon 12 del mencionado concilio del Laterano) tenía la suprema autoridad y era la fuente de derecho de la orden. En el capítulo general se escogía el maestro general, el cual también podía ser depuesto por el capítulo. Los superiores provinciales eran igualmente elegidos (por los capítulos provinciales), y al maestro general sólo le competía un derecho de confirmación. Desde el año 1228 —siete años después de la muerte de santo Domingo— ya había provincias de dominicos en España, la Provenza, Francia, Lombardía, Roma, Alemania, Inglaterra, Hungría, Tierra Santa, Grecia, Polonia y Escandinavia. Tanto al capítulo general como a los capítulos provinciales incumbía la vigilancia sobre los superiores por ellos escogidos: una mezcla peculiar y, como la práctica demostró, eficaz. En santo Domingo hoy en día todavía encontramos las constantes que pueden asegurar el éxito del buen 168 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) funcionamiento de la Iglesia, si todas las actuaciones están empapadas de humilde creación y de ferviente caridad. La función central de la predicación obligó a los legisladores internos en la orden a exigir para cada residencia un maestro de Teología y un prefecto o director de estudios. En cada provincia se erigió un “studium generale” y, finalmente, se enviaron a formarse a París (a Saint Jacques) las mejores vocaciones. Ya en un principio se intentaba la estricta subordinación al Papa (el maestro general puso su residencia en Roma) y al episcopado de cada nación. Tal actitud debía servir para la obra de predicación y para asegurar el amplio apoyo de los obispos locales. La rigurosa forma de vida (pobreza, ayuno, abstinencia y obras personales de penitencia) ganó la atención del pueblo cristiano para los predicadores, así como un constantemente número de vocaciones, sobre todo del mundo universitario y de las capas dirigentes de la burguesía. Fue un movimiento que arraigó enormemente en la Europa naciente y de un modo especial en Cataluña, donde sobresalió san Ramon de Penyafort. Propagación de los dominicos Bajo el enérgico gobierno de sus primeros sucesores (Jordán de Sajonia 1222-1237; el catalán Ramon de Penyafort 1238-1240; Joan Alemany 12411262; Humberto de Romans 1262-1263), la orden conoció un rápido auge. A finales del siglo XIII se contaban 557 conventos en 18 provincias, el número de miembros ascendió en cifras redondas a 15.000. Bajo Humberto de Romans la ‘constitución’ recibió su forma definitiva. Mientras en los inicios se trabajaba en estrechada colaboración con los obispos y el clero parroquial, a partir de 1240 aparecen los mismos conventos como centros de ‘cura animarum’ (con predicación, administración de sacramentos, cofradías, etc.). Los papas, sobre todo Gregorio IX e Inocencio IV, colmaron de privilegios la orden, tomaron de ella a muchos de sus consejeros (recordemos a san Ramon de Penyafort, el catalán universal, y al cardenal Hugolino) y en la organización de la inquisición los papas se valieron sobre todo de dominicos. Éste es uno de los puntos históricos más delicados. El servicio que ofrecían los primeros dominicos en el tribunal de la inquisición, no excluía el diálogo de la controversia teológica ni de la predicación, pero también se intentaba ser coherente y fiel a la ciencia teológica. En el campo científico de la escuela, de la universidad y de la literatura teológica radicó la representación señera de esta orden. Los conventos de París, Orleáns, Bolonia, Colonia y Oxford sobre todo, guarecían a los teólogos principales del siglo XIII. HISTORIA DE LA IGLESIA 169 El fervor misional dominicano encontró campo en Prusia, en Tierra Santa, en España y en África norteña. En Grecia, por indicación del Papa, los dominicos intentaron la unión de la Iglesia oriental. También hay que consignar misiones cerca de los cumanes y mongoles. La segunda orden de santo Domingo, que partió de Prouille, y san Sixto (de Roma) pudo servir de modelo para otras fundaciones de comunidades femeninas. Las constituciones de san Sixto, junto con las reglas de los cistercienses, fueron norma para la congregación de ‘penitentes de santa Maria Magdalena’ (‘arrepentidas’, ‘mujeres blancas’) que se propagaron rápidamente, sobre todo por Alemania. Por último, hay que remarcar que de una cofradía de laicos de la ‘Militia Christi’, nació la orden tercera: son los ‘Hermanos y hermanas de la penitencia de santo Domingo’. San Ramon de Penyafort. Hace 400 años que fue canonizado Ramon de Penyafort nació hacia el año 1185 en la parroquia de Santa Margarida i els Monjos, cerca de Vilafranca del Penedès. Pertenecía a una familia noble propietaria de un castillo, del cual actualmente se conservan pocos elementos arquitectónicos, entre ellos la torre del homenaje. El joven Ramon recibió la primera formación intelectual y eclesiástica –como san Oleguer (1060-1136)– en la escuela del claustro de la catedral de la ciudad de Barcelona, donde estudió las disciplinas primarias contenidas en el denominado trivium y quadrivium. Siendo muy joven, fue profesor de retórica y lógica. En 1210 renunció a su cátedra de maestro y a su condición de escritor de la sede barcelonesa para perfeccionar sus estudios de derecho en la celebérrima Bolonia. En el mencionado centro, frecuentó las clases de los grandes maestros Acussio, Pedro della Vigne, Sinibaldo Fieschi, Orlando de Cremona... En 1216, cuando tenía unos treinta años, obtuvo el doctorado en derecho. En Bolonia enseñó gratuitamente, aun así ‘el Común’ le concedió un subsidio para su subsistencia. En este periodo escribió la Suma luris, que es un manual muy difundido y empleado constantemente por los juristas. Permaneció en Bolonia durante veinte años, cuando el obispo de Barcelona Berenguer de Palou II (1216-1241) viajó a la mencionada ciudad italiana en busca de eminentes profesores, puesto que quería crear unos estudios superiores similares en Barcelona. Entre estas primeras figuras estaba el catalán Ramon de Penyafort; éste no aceptó el ofrecimiento episcopal, y así regresó a su patria, acompañado de un grupo de dominicos. Cuatro años después –concretamente el viernes santo de 1222– Ramon de Penyafort profesó como fraile predicador. En este periodo, en Barcelona, también impulsó con sus consejos a los iniciadores de la orden mercedaria. Aun así, el auténtico fundador de esta orden fue el caballero y mercader barcelonés San Pedro Nolasco, que en el mismo altar mayor de la Catedral románica de Barcelona, el 10 de agosto de 170 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) 1218, con la presencia y el apoyo del joven rey Jaime I y del obispo Berenguer Palou II, juró fidelidad a la nueva orden. Ramon de Penyafort posiblemente no se encontraba en Barcelona el julio de 1218, sino que estaba en Bolonia; a pesar de que después fue un gran amigo de los mercedarios, obteniendo del mismo papa Gregorio IX la proclamación de orden universal, adhiriéndola a la regla de san Agustín. Durante este periodo que permaneció en Barcelona (1218-1230) escribió una de sus obras capitales llamada Suma Casuum (Suma de Poenitentia). Era como un manual, muy práctico para los confesores. En él se daban soluciones a los casos de conciencia más frecuentes, haciéndose por primera vez en la historia las pertinentes distinciones jurídicas en el campo moral, y subordina el derecho civil al derecho eclesiástico. Durante los siglos XIII y XIV la Suma Casuum fue empleada en toda Europa por los confesores y, a su vez, era muy alabada tanto por la clara y sistemática exposición como por ser muy práctica y útil. Durante los años 1229-1230 colaboró con el cardenal legado pontificio Juan de Abbeville en Cataluña –concretamente en un sínodo de Lleida– en la aplicación de la reforma del concilio ecuménico Laterano IV. Durante el mes de noviembre de 1229 también recibió del Papa el mandamiento de predicar una cruzada en el Lenguadoc y Provenza contra los sarracenos, concretada en la famosa conquista de Mallorca, perpetrada por el rey Jaime I. El santo animó a muchos caballeros de la Provenza a realizada en la mencionada campaña. Todo el mundo hablaba de las grandes cualidades y santidad de Ramon de Penyafort. El mismo papa Gregorio IX lo admiraba muchísimo, tanto que lo quiso como colaborador a su lado, como confesor y consejero. En Roma, en el oficio de la penitenciaria papal, lo vemos como juez justísimo resolviendo difíciles problemas e interviniendo en sentencias de excomunión e interdicto. Pero en la mayoría de los casos se inclinaba por la absolución. Intercedió a favor de los mercaderes italianos que eran acusados de herejía por el solo hecho de comerciar con los sarracenos. En todos estos asuntos, el santo manifestaba su corazón magnánimo y comprensivo. En este periodo también fue consultado por un asunto muy espinoso: la lucha contra la herejía. Obviamente el santo deseaba erradicarla de todos aquellos países cristianos que la consideraban un atentado contra la misma sociedad; por eso él aconsejó la implantación de la Inquisición en la provincia de Tarragona (a. 1232) y en todo el Reino de Aragón (a. 1235). Pero esta Inquisición era más benigna si la comparamos con la instaurada por los Reyes Católicos dos siglos después, y también hay que jugar los hechos en el contexto histórico de la época. En la etapa de sincera colaboración con el papa Gregorio IX (1230-1234), destaca su obra máxima, por la cual tanto él como el Papa pasaron a la historia del derecho universal. Es la famosa colección de los decretales que sustituyó anteriores colecciones. En ella se intenta, y en gran parte se logra, eliminar las contradicciones existentes en las colecciones anteriores. A la de Ramon HISTORIA DE LA IGLESIA 171 de Penyfort el Papa le concedió el carácter oficial según consta en la bula Rex Pacificus del 6 de septiembre de 1234. Ésta fue aceptada por toda la Iglesia durante la baja edad mediana, reconociendo así un gran respeto y gran autoridad a los dos grandes protagonistas: Ramon de Penyafort y Gregorio IX. En 1236 Ramon de Penyafort dejó Roma y a su Papa; entonces Gregorio IX ya tenía 95 años y estaba muy afectado por la lucha que mantuvo contra el emperador Federico II. Ramon de Penyafort volvió a Barcelona a su convento de Santa Caterina. Aun así le duró muy poco el deseado descanso, puesto que el capítulo general de los dominicos, en 1238, lo designó por unanimidad maestro general de la orden. Entonces redactó unes reformadas constituciones para sus hermanos sin romper –pero sí mejorar con más simplicidad– las anteriores constituciones redactadas por Giordano de Sassonia. Una vez fueron aprobadas estas nuevas constituciones, Ramon de Penyafort dejó el cargo de superior general de los predicadores para volver a su convento de Barcelona. Aquí tenía un gran prestigio y destacaba por su santidad y por su sencillez. Intentó establecer el diálogo con los judíos y sarracenos. Precisamente se debe a él la fundación en Murcia de una escuela hebraica. Ramon de Penyfort ayudó a todo el mundo: a los mercaderes dándoles una ética sana para actuar en sus negocios. También ayudó a muchísimas personas de toda condición social dirigiéndolas espiritualmente, inculcándoles un gran amor a la Eucaristía y estableciendo todo tipo de puentes de contacto y diálogo entre ellas, incluso en relación a otras religiones. Y así, con este intento magnánimo, impulsó a santo Tomás de Aquino, el teólogo más grande de la edad mediana, a que escribiera su obra denominada Suma contra gentiles. Los contemporáneos de Ramon de Penyafort coinciden presentarlo como un auténtico santo. Incluso siendo el representante permanente de la Santa Sede en Cataluña, manifestaba una gran sencillez hacia todos, no haciendo nunca distinciones en su ministerio de la confesión ni entre reyes (Jaime I) ni entre personas más humildes o necesitadas. Era un hombre entrañable, muy querido, que tanto aconsejaba y ayudaba al rey Jaime I y al papa Gregorio IX, como a una humilde viuda o al más sencillo clérigo que se arrodillaba a confesarse. Pero su sencillez no le hacía claudicar enfrente los grandes retos que tenía la Iglesia. Recordemos que era la época de aplicación de la Reforma Gregoriana, en la cual se exige que los pastores sean dignos y competentes en sus ministerios, y es así como recomienda y aun exige que los candidatos al episcopado sean clérigos dignos. Él mismo, por no considerarse digno, renunció en la sede de Tarragona en 1234. Para ayudar a los obispos y a los sacerdotes en su labor pastoral, escribió el famoso libro Suma Pastoralis. También fue importante su Tractatus de matrimonio, compuesto después de 1234. 18. OTRAS ÓDENES MENDICANTES • Los carmelitas • Los agustinos • Conclusión Los carmelitas La aportación de los carmelitas a la Reforma fue muy notable. Entre los carmelitas es difícil concretar a un personaje fundador, al contrario de lo que sucedía en las anteriores órdenes mendicantes. Aquí el mérito es de todo un grupo que emprendió en primer lugar la reforma interna, y posteriormente influyó en todos los estamentos de la sociedad desde los ambientes universitarios hasta los campesinos. Los carmelitas se hicieron muy populares, especialmente porque aportaron un elemento muy peculiar a la Reforma: ‘el desierto’, el lugar de intensa plegaria, apartado del mundo. Según el evangelio, era habitual que Jesús se retirara a rezar a un lugar apartado y desierto. Los carmelitas también incrementaron mucho la devoción a la Virgen María y a san José; tanto era así que, por ejemplo en Barcelona, eran conocidos como los ‘Josepets’. Los orígenes de los carmelitas son confusos. Su inicio se quiere ver en un pasaje del Libro de los Reyes (Reyes II,2). En este fragmento de la Biblia se nos dice que Elías y sus discípulos vivían en el ‘Monte Carmelo’ —lugar sagrado—. Ya en los primeros siglos del cristianismo se establecieron a los pies de aquella montaña de Palestina eremitas que vivían según el ejemplo del gran profeta Elías. Así lo cuenta la misma Eteria en el famoso relato que hizo de su viaje a Palestina. Pero la orden como tal tiene su origen en un grupo de eremitas —cruzados y peregrinos— establecidos a mediados de siglo XII en el mencionado Monte Carmelo. Hay claros indicios documentales de la presencia de estos eremitas en el mencionado lugar y del espíritu que les impulsaba. En 174 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) el año 1206, el patriarca de Jerusalén Alberto de Vercelli les dio una sabia regla que posteriormente fue confirmada por el papa Honorio III (1226). La carta prólogo de la misma dice textualmente: “Brocardo et ceteris eremitis qui sub eius obedientia in monte Carmeli morantur”. Esta regla fue suficiente para organizar la vida eremítico-contemplativa. Los únicos elementos cenobíticos que en ella se hallaron fueron la obediencia a un prior elegido por la mayoría, la asistencia a la misa conventual, el capítulo semanal de culpas, la soledad colectiva e individual, el trabajo con las manos y el silencio de vísperas a tercia del día siguiente son aspectos característicos, y la médula de aquella vida que se contiene en el precepto “maneant singuli in cellulis suis, die ac nocte, in lege Domini meditantes et in orationibus vigilantes” (“permanezcan solos en sus celdas, día y noche, meditando la ley del Señor y siendo vigilantes en las oraciones”). Ante la invasión de los sarracenos, muchos eremitas —peregrinos, colonos, mercaderes y cruzados europeos— volvieron, ya antes de mediados del siglo XIII, a sus países de origen: Chipre, Sicilia, Francia, Inglaterra; las primeras fundaciones se realizaron en Chipre, Mesina, Marsella (Les Aygalades) y en Huine y Aulesford. En Europa los ‘eremitae Sanctae Mariae de Monte Carmelo’ no se adaptaban fácilmente. El ambiente social y eclesiástico les era hostil. Se planteó la alternativa: adaptarse al estilo mendicante o seguir el eremitismo arriesgándose a la impopularidad. Hubo partidarios de ambas orientaciones. Por iniciativa de los deseosos de la adaptación —el líder de los cuales era, según la tradición, el inglés san Simón Stocks—, se enviaron delegados al concilio de Lyon (1245) para solicitar la revisión de la Regla. Por la carta apostólica Quae honorem Conditoris (1 de octubre de 1247) Inocencio IV mejoró la Regla revisada en los siguientes puntos: opción a fundar en los poblados, institución del refectorio común, mitigación de la abstinencia de carnes y del silencio. Con estos retoques importantes, los eremitas se abrieron camino, convirtiéndose en una pujante orden mendicante. En la segunda mitad del siglo XIII las fundaciones eran ya numerosas, y también se establecieron en centros escolásticos: Cambridge (1247), Oxford (1253), París (1259), Bolonia (1260), Valencia (1281), Zaragoza (1291), Barcelona y Girona (c. 1292), Perelada (1293)... Sin embargo, la nueva orientación no consiguió extinguir las reacciones de eremitismo. El general francés Nicolás, impetuoso defensor del desierto, optó por renunciar a su cargo, pero no sin haber escrito su ‘Ignea Sagitta’ contra los innovadores en 1271. También su sucesor el alemán Radulfo renunció y se retiró a Hulne. El gobierno de Pedro Miliau (1275-1291) fue decisivo; bajo su régimen el Carmelo se extendió por todos los países y se adaptó definitivamente a la vida mendicante. Referente al hábito, cabe decir que las capas fueron definitivamente las blancas usadas ya en el capítulo de Montpellier (1287). El capítulo de Tréveris (1291) quitó el derecho a voto de los hermanos, la cual cosa quiere decir que los clérigos formaban ya la mayoría. En el mismo año (1291), los mamelucos de al-Ashraf subieron al Monte Carmelo, degollaron a todos los monjes y quemaron el monasterio. Fue un golpe fatal y de HISTORIA DE LA IGLESIA 175 graves consecuencias para la orden. Así las raíces orientales quedaban secas. Se abría definitivamente la época europea del Carmelo. Surgieron hombres de letras y de acción. Con Gerardo de Bolonia, el Carmelo tuvo su primer maestro de París como general (1297). En 1324 ya había ocho ‘Studia fratum Ordinis Beatae Mariae de Monte Carmeli’. Surgió una literatura histórico-espiritual, que culminó en el Libro de la Institución, que apareció en los Decem Libri, del catalán Felip Robot (después del año 1370), fiel reflejo de la tradición contemplativa de la Orden y de su ideal eliano-mariano; durante varios siglos era el manual de formación. En el pueblo cristiano, los carmelitas influyeron particularmente por su espiritualidad mariana y la devoción a la Virgen María, al santo Escapulario y también, como hemos dicho, por la veneración a san José. La orden adquirió un gran impulso, especialmente en los centros universitarios, donde tuvo un papel destacado en la teología escolástica (Gerardo de Bolonia, John Baconthorpe, Guido Terrena...). A pesar de estos personajes de gran altura científica, los carmelitas se distinguieron por la predicación popular y por sintonizar con la piedad popular. Fueron una gran ayuda para introducir la Reforma en toda Europa durante los siglos XIII y XIV. Los agustinos Al volver san Agustín a Tagaste, su patria, creó un movimiento monástico tan fecundo y exuberante que muy pronto se expandería por todo el norte del África romana, llegando a contar cuando murió (año 430) con más de cincuenta monasterios. Para estos grupos, escribió una regla monástica llamada Ad servos, la cual junto con los sermones De vita et moribus clericorum y las Enarrationes super psalmum 132 forman los documentos básicos del ideal monástico de san Agustín, y especialmente en la vida monástica y de los capítulos catedrales en la alta edad media, sólo comparable a la regla de san Benito. Como ya hemos visto al estudiar a san Oleguer o a los canónigos regulares de San Rufo de Aviñón, durante la centuria del XII los agustinos y canónigos regulares de San Rufo y otros se hacen notorios por su gran crecimiento en las colegiatas y en los cenobios, algunos de los cuales tenían una fuerte huella agustiniana, y lograron su punto culminante en la primera mitad del siglo XIII. En estas mismas fechas, empezó a prosperar un movimiento fusionista de eremitorios, que desembocó en la aparición de nuevas congregaciones eremíticas por el vasto territorio italiano, sobresaliendo la de los eremitas agustinos de Thuscia, extendidos por el centro y sur de Italia. La de Brictinis, en la Marca Anconitana, y la de los Juanbonites o Zambonini por la Lombardía y el Véneto. A proposición de la Sede apostólica (Roma), se agruparon todas estas congregaciones, junto con otras fundaciones agustinianas de dentro y fuera de Italia, en la llamada ‘Gran Unión’, pasando a constituir una sola familia religiosa distinta de las colegiatas de canónigos de San Agustín o regulares. Y bajo el gobierno de un único superior general, acto seguido, la orden de san Agustín 176 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) fue confirmada canónicamente como una sola orden por bula del papa Alejandro IV del 9 de abril de 1256, diferente a los canónigos de San Rufo de Aviñón. Su división en doce provincias— siete de ellas en Italia y las cinco restantes en Francia, Inglaterra, Alemania, Hungría y España—, es un testigo muy elocuente de la expansión por el centro y sur de Europa. La obra monástica del obispo de Hipona ahora volvía a adquirir una gran vitalidad. A finales del siglo XIII ya había ascendido el número de sus provincias a diecisiete, y en 1329 a veinticuatro, en menos de tres cuartos de siglo habían conseguido extender la orden desde Polonia y Hungría hasta Portugal, y desde Irlanda a las islas del mar Egeo. El monaquismo agustino invadió toda la geografía hispánica, En el mismo siglo XIII se hizo necesario desmembrar Portugal de la única provincia agustiniana existente, erigiéndola en vicariato, así como los numerosos conventos del noreste de España, que pasaron a constituir la provincia catalano-aragonesa, con el apoyo de la corona del reino de Aragón. Su crecimiento fue espectacular, al extender su radio de acción en la centuria siguiente por tierras del condado de Cataluña, Aragón y el mismo reino de Valencia. Conclusión Como conclusión, podemos decir que las órdenes mendicantes marcaron decisivamente su huella en la vida religiosa y eclesiástica del siglo XIII más de lo que lo habían hecho en su tiempo las órdenes reformadas del siglo XII. Gracias al centralismo de las respectivas constituciones, en parte mitigado por la relativa independencia de las provincias y por la libertad de movimientos del personal en el plano internacional, y sobre todo gracias a los hermanos o frailes menores, por su amplio contacto apostólico con todas las capas de la sociedad, representaron para los papas fuerzas incomparables para la animación apostólica y para el gobierno de la Iglesia. Muchos obispos y cardenales salieron de sus filas ya durante el siglo XIII. Cabe destacar que los mendicantes sobresalieron en lo referente a la renovación de la piedad popular por la acción de las tres formas o estados de la orden que crearon y por el desarrollo de la ciencia teológica. Los representantes más conspicuos también tenían cátedras en las universidades europeas. Los dominicos y franciscanos inundaron la Iglesia y la sociedad incidiendo en los pensamientos e ideas verdaderamente científicas de toda Europa. Pero a la vez no dejaban de ser muy populares. Hay que remarcar desde Alejandro de Hales, pasando por san Buenaventura, hasta Juan Duns Escoto; desde Hugo de St. Cher, pasando por Alberto Magno hasta el gran santo Tomás de Aquino. Los hermanos predicadores prestaron grandes servicios en la lucha contra la herejía (Inquisición), y en los reiterados intentos de unir de nuevo las dos iglesias de Oriente y Occidente. La primera fase de las misiones en la baja edad media y en todo el mundo, fue determinada por ellos. La literatura eclesiástica fue enriquecida por ellos en todos los campos (predicación, catequesis, apologética, filosofía, teología, historiografía, exégesis, liturgia y poesía), con obras muy valiosas. Estos fueron los méritos de los mendicantes; pero por encima de todo, HISTORIA DE LA IGLESIA 177 hay que subrayar que ellos fueron los instrumentos providenciales gracias a los cuales la Iglesia recondujo la Reforma iniciada por los papas gregorianos, y gracias también a ellos se renovaron, bajo la guía de los consejos evangélicos, todos los estamentos eclesiales, llegando incluso a las altas esferas de la sociedad así como a los pueblos más sencillos. Con ellos podemos decir que Europa intentaba configurarse más cristiana y auténticamente más evangélica. 19. LA CUMBRE DEL PAPADO MEDIEVAL: INOCENCIO III • • • • • • • Un genio político y un gran hombre Papa reformador Un gran político. La cuestión del sur de Italia y del Imperio La intervención del Papa se extendía a todos los países de Europa ¿Hierocracia o dualismo en Inocencio III? Juicio sobre Inocencio III Sucesores inmediatos de Inocencio III Un genio político y un gran hombre Hablar de Inocencio III (1198-1216) en el ámbito de la historia de la Iglesia, significa exponer la máxima cumbre del papado medieval. Fue un genio político en el papado. Nunca un Papa obtuvo tanto poder como el que ostentaba Inocencio III. Espiritualmente era un hombre exquisito: muy equilibrado y altamente prudente, pero cuando la dignidad y derechos de la Iglesia así lo requerían, empleaba una extraordinaria energía. Sin embargo, nos sabe mal que impulsara la cruzada contra los cátaros, con episodios bochornosos y muy lamentables de los cuales difícilmente se puede excusar el mismo papado. De sus actuaciones hacia la sociedad civil (emperadores, reyes, príncipes...) se puede emitir un juicio respaldado por las innumerables fuentes que tenemos de ellas. Lo que sí podemos adelantar, es que todos los reyes de Occidente le debían su corona y que él actuó con una gran energía, imponiendo siempre su criterio justo; e incluso destituyendo reyes si era necesario. Tal actitud, aun hoy, sorprende en gran manera. Tampoco podemos olvidar que Inocencio III fue el gran Papa que impulsó los orígenes de los dos grandes órdenes mendicantes: la de san Francisco y la de santo Domingo. También fue el gran protagonista del concilio (el más importante de la edad media) Laterano IV, que aplicó definitivamente la Reforma gregoriana en bien de toda la Iglesia. 180 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Nacido a principios del año 1161 en el castillo Gavinyano, su nombre de pila era Lotario. Hijo de Trasimundo, conde de Segni, y de la noble Claricia de los Scoti, formaba parte de la nobleza romana. Fue un superdotado en el canto y un gran jurista. Estudió teología en la Universidad de París y tuvo como profesor al famoso Pedro de Corbeil. Después pasó a Bolonia, donde tuvo como profesor al no menos célebre Huguccius de Pisa, el cual era a la vez discípulo del gran Graciano, padre del derecho canónico. Por lo tanto, el joven clérigo Lotario fue un privilegiado al tener profesores tan eminentes. Escribió varios tratados antes de ser Papa: De miseria humanae conditionis, De missarum misteriis, De quatripartita specie nuptiarum. Y una vez fue nombrado Papa, a parte de las importantes decretales, hay que destacar los libros: Libri sermonum y Postilla super 7 psalmos. Desde su juventud, actuó con excepcionales dotes intelectuales y se manifestó extraordinario diplomático y como clarividente y habilísimo gobernador en las misiones que los papas antecesores de él le encomendaron. Después, siendo ya Papa, fue llamado “el Augusto del pontificado”. Gregorio VIII lo ordenó subdiácono, y Celestino III lo creó cardenal-diácono titular de la iglesia de San Sergio cuando tenía 29 años. Inocencio III fue Papa en segunda votación de la totalidad de votos de los cardenales. Él sólo contaba 38 años, y el pueblo romano lo quería mucho, de modo que en las mismas exequias de Celestino III (8 de enero de 1198) fue aclamado como el candidato más preferido de los romanos a ocupar la sede de san Pedro. Papa reformador El nuevo Papa se propuso ejecutar un programa de profunda reforma en la curia papal, basado en la sobriedad y contra la fastuosidad y la excesiva burocracia; presidió tres veces por semana las reuniones o consistorios del colegio cardenalicio; castigó a los falsificadores de documentos papales... Según el historiador Hans Wolter, los primeros decretos y cartas de Inocencio III nos permiten hacer un esbozo de los problemas más importantes que (todavía como visión general de su pontificado) preocupaban al Papa: el orden en los estados de la Iglesia y su protección contra amenazas de expansión por el sur y por el norte, intensificación de la idea de cruzada, superación del movimiento herético que crecía con fuerza y peligrosidad, y finalmente, como base de todo y principal punto, la reforma de la Iglesia “in capite et in membris”. Cada una de estas cuatro intenciones e incluso todas, no eran nuevas en los anteriores pontificados, pero sí lo era el amplio programa que se trató de realizar superando en cierto modo todos los pontificados del siglo XII y determinando la legislación de los tres concilios del Laterano. Inocencio III recogió de nuevo los temas de la Reforma gregoriana y trató firmemente de llevarlos a la práctica. El celibato todavía era un ideal remoto, la realización del cual dejaba mucho que desear; la HISTORIA DE LA IGLESIA 181 simonía no estaba de ningún modo totalmente erradicada, más bien al contrario, volvía a aparecer con múltiples formas. La libertad de las iglesias inferiores y de los obispados e incluso del propio Papa seguía siendo un postulado o una débil realidad extremadamente precaria. En el ámbito monástico, el fervor cisterciense que en el siglo XIII había distinguido a la orden sobre todas las otras, corría peligro de extinguirse. Los canónigos regulares (como los posteriores a san Oleguer) y los premonstratenses, necesitaban urgentemente nuevos impulsos. Sin embargo, en las cartas de Inocencio III aparece muy clara la conciencia que él espera del fervor de las órdenes religiosas, y de su ayuda esencial para su obra de renovación de la Iglesia. En muchos aspectos, Inocencio III tuvo que sufrir sobretodo por la escisión de la cristiandad latina, por la constante lucha entre los reyes y los príncipes, y los incesantes duelos entre nobles y caballeros, ciudades y pueblos. Esto explicaría que una de sus preocupaciones centrales fuera la paz interior para las tareas hacia el exterior, en los límites de la cristiandad. Véase Wolter, H., Inocencio III su personalidad y programa = Jedin, Manual de Historia de la Iglesia (Barcelona, 1973) vol. IV. págs. 245-246). Un gran político. La cuestión del sur de Italia y del Imperio Inocencio III también consiguió reformar y mejorar el gobierno de los Estados Pontificios. Como primer procedimiento, sometió las familias nobles romanas, nombrando a un hombre de toda confianza para pacificar a las antiguas familias nobles, que fue su propio hermano, llamado Ricardo; éste sería el “custodio de la paz romana”. La cuestión del sur de Italia, como hemos visto, subsistía desde el pontificado de Honorio II. A causa de la muerte de Enrique VI, la viuda Constanza puso a su hijo Federico II bajo protección del Papa. Así, Inocencio III fue constituido regente de Sicilia y tutor del niño Federico. A los diez años de éste, el Papa lo nombró rey de Sicilia. Pero había que averiguar una cuestión, ¿por quién se inclinaría el Papa al reconocer un nuevo emperador? En un principio, el Papa quería que fuera su protegido Federico; pero, aun así, se opusieron a ello los electores alemanes, afirmando que todavía era un niño y no estaba bautizado. Tales discusiones dividían la gente: unos querían proclamar emperador a Felipe de Suabia, hermano de Enrique VI; otros se inclinaban a favor de Otón de Brunswick, hijo de Enrique. Ambos bandos coincidían en que la aprobación (o el derecho de reconocimiento) había que obviarlo, y que los auténticos responsables del Imperio eran los electores. Inocencio III respondía en el año 1200 con el documento ‘Declaratio Domini Papae’ en el cual justifica con muchos argumentos su derecho de dar la aprobación y de examinar los ‘pros’ y ‘contras’ de los tres candidatos, inclinándose a favor de Otón de Brunswick, al que considera el más apto. Éste, agradecido al Papa, le concede Spoleto y Rávena. Inocencio III, consecuente con el anterior reconocimiento, envía el cardenal Guido a Alemania para que procure un ambiente favorable a Otón. Existió una declaración papal posterior, del 21 de junio de 1201, en la cual excluía abiertamente a los otros dos candidatos (Federico y Felipe), de modo que el legado papal Guido fulminó la excomunión contra Felipe de Suabia, que 182 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) no aceptaba el dictamen del Papa. Felipe murió apuñalado el día 21 de junio de 1208, y Otón finalmente fue coronado emperador en San Pedro del Vaticano el 4 de octubre de 1209. El nuevo emperador, seguro ya de su dignidad reconocida por el Papa, actuó inesperadamente contra Inocencio III e invadió los Estados Pontificios y Apulia. El Papa le fulminó una excomunión (noviembre de 1210) y exclamó: “Igual que Saül, Otón es indigno; David el joven (es decir, Federico II) será el nuevo emperador”. Así, Federico —como paso previo a la coronación imperial— fue aclamado rey de los alemanes y coronado en la catedral de Aquisgrán (25 de julio de 1215); pero Inocencio III no tuvo tiempo de coronarlo emperador, puesto que murió un año después de aquel clamoroso episodio. Poco podía pensar que Federico se convertiría en enemigo del papado. Actuaciones de Inocencio III en Inglaterra y en los países hispanos Inocencio III también intervino en Inglaterra. El motivo fue la doble elección del obispo metropolita de Canterbury. Como ya hemos explicado, al Papa le correspondía el examen de los nuevos candidatos a arzobispos, así como la confirmación, ordenación y recibir el juramento de fidelidad de los nuevos electos, a los cuales les concedía el palio, insignia del poder supraepiscopal. Ante la mencionada doble elección, el Papa no concede el palio a ninguno de los dos, sino a un tercero, a su amigo Esteban Langton. Juan ‘sin tierra’ (hermano y sucesor de Ricardo ‘Corazón de León’) juró que “por los santos de Dios que cortaría la nariz y las orejas a los legados pontificios que se atrevieran a intentar hacer sentar en la sede metropolitana de Canterbury a Esteban Langton”. Pero Inocencio III fulminó contra Inglaterra las penas máximas por haber Juan ‘sin tierra’ desobedecido las disposiciones papales: o sea, a Juan lo excomulgó y puso el reino inglés en entredicho, de forma que estaba vetado celebrar misas y administrar sacramentos en los templos de todo aquel país, los cuales permanecieron cerrados durante varios meses. Pero el Papa fue más lejos todavía: determinó que el rey francés, Felipe III Augusto pudiera invadir Inglaterra, y una vez victorioso fuera considerado el nuevo rey inglés. Ante esta amenaza, Juan ‘sin tierra’ envió legados a Roma solicitando perdón y como recompensa por el agravio a la Santa Sede daba como feudo al Papa todos los territorios ingleses, de forma que de desde aquel acontecimiento en adelante, los reyes ingleses tendrían que rendir vasallaje a su señor feudal, o sea el Papa. Por supuesto, Esteban Langton fue admitido como metropolita de Canterbury. Los nobles no aceptaron estos hechos y se sublevaron contra Juan ‘sin tierra’, el cual se vio obligado a firmar —tras la derrota de Bouvines— la famosa ‘Charta magna’, viéndose sus atribuciones reales muy reducidas. La Santa Sede consideraba que los reinos de Hispania eran vasallos suyos, posiblemente por una interpretación abusiva de las decretales del PseudoIsidoro, y más concretamente del falso Constitutum Constantini. Entre los reyes HISTORIA DE LA IGLESIA 183 hispanos, se mostraba especialmente fiel al papado el conde-rey de Aragón y Cataluña, Pedro I (II de Aragón). Enfaudó su reino al Papa. Se le concedió el títol de “católico”. En el año 1190 el mencionado rey pactó la paz con el rey Sanç VII de Navarra, y se concertó el matrimonio entre la hermana de Sanç y el rey catalano-aragonés. Por este motivo, Pedro I se tenía que separar de su mujer, María de Montpellier. La consecuencia fue un largo proceso que llevaría, aun con la muerte del rey Pedro I, a la batalla de Muret (1213). Los otros reyes hispanos no estaban tan predispuestos a doblegarse ante el Papa como el rey Pedro I. Así, sólo después de cinco años, Inocencio III consiguió que Alfonso IX de León se separara de su mujer Berengaria, hija de su primo Alfonso VIII de Castilla, con la que se había casado ilegítimamente. Otro episodio indica que Inocencio III era el auténtico árbitro de los estados españoles. El mencionado Sanç de Navarra pactó con los musulmanes y el Papa, considerando que esta alianza era indigna de un vasallo suyo, aceptó que Alfonso VII ocupara Navarra. La intervención del Papa se extendía a todos los países de Europa Se dieron otras actuaciones similares a las anteriores, en las cuales se puede ver el pensamiento y actuación papales sobre los países considerados por el Papa sus vasallos, como se puede observar en Portugal y Bulgaria. En cuanto a este último país, Inocencio III inició una relación feudal para conseguir, según decía él, la unión entre las dos iglesias: la de Occidente y la de Oriente. Las circunstancias favorecieron un acercamiento al papado por parte de los servios, albaneses, armenios y rútenos. Cuando el zar Joamitza de Bulgaria se relacionó con Inocencio III, éste le dijo: “...te establecemos rey sobre los búlgaros y valaquios” (25 de febrero de 1204). Esta expresión hace pensar que el Papa tenía unos derechos indeterminados pero reales (quizás feudales) sobre Bulgaria. Pero poco duraron estas relaciones, puesto que a continuación los búlgaros prefirieron unirse al emperador bizantino, antes que al Papa. En cuanto a Hungría, a pesar de que el Papa no fuera su señor feudal —como en la mayoría de países hispanos, búlgaros, italianos del sur...— la curia papal se sentía particularmente vinculada a Hungría, puesto que era un paso muy importante para ir a las cruzadas y ya anteriormente el papa Silvestre II había dado la corona a Esteban I de Hungría. Agradecido, el rey cedió parte de su reino como feudo a la Santa Sede. Inocencio III confirmó la regencia del duque Andrés, tío de Ladislao —que tenía pocos años cuando murió su padre, el rey Emerico—. Ladislao murió muy joven e Inocencio III aprobó que Andrés se convirtiera en rey de los húngaros, exigiendo que cumpliera el voto, que Emerico había jurado de ir a las cruzadas. También exigió que todos los obispos húngaros acataran al nuevo rey, propuesto por el mismo Papa. Hay que recordar que Francia y el papado, ya desde las alianzas en tiempos de Pipino el Breve y de Carlomagno, se intercambiaron muchos favores mutuos. Pero, especialmente, los papas posgregorianos encontraron en los reyes 184 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) franceses un soporte seguro y una cordial acogida en momentos difíciles, como eran los de los cismas. Podríamos mencionar a Inocencio II, Eugenio III, Alejandro III... A pesar de todo, la Iglesia francesa no tenía la misma libertad que las otras naciones vecinas; estaba demasiado dependiente del poder real. El rey francés Felipe II Augusto (1180-1223) fue uno de los príncipes que con más obstinación supieron oponerse a las medidas de Inocencio III. Cuando tras las nupcias, Felipe abandonó a su segunda mujer, Ingeborg de Dinamarca, empezó el pleito matrimonial que agravó las relaciones con Inocencio III durante todo su pontificado. En ocasiones, parecía que el rey se vería forzado a ceder, como sucedió cuando toda Francia fue puesta en entredicho (el 13 de enero de 1200), a pesar de que el Papa no podía contar con la lealtad de todos los obispos. Sin embargo, en su lucha permanente con Inglaterra, Felipe II encontró a un buen intermediario en la figura del Papa. Pero cuando Felipe II empezó a proceder contra Juan ‘sin tierra’ por una razón de derecho feudal —la guerra acabó con la conquista de Normandía—, el rey francés no aceptó la intervención del Papa, y en las cortes de Nantes (22 de agosto de 1203) hizo la célebre declaración de que, según el derecho feudal referente a su relación con los vasallos, no estaba obligado a seguir las instrucciones de la Santa Sede. Pero Felipe II tampoco estaba dispuesto a dejar que el Papa gobernara la Iglesia francesa dentro de los límites del territorio real. Felipe II se consideraba ante todo señor de las iglesias de su país, y según él el Papa ocuparía un segundo lugar por debajo del rey. A pesar de todo sorprende el amable lenguaje de Inocencio III en su tratamiento con este rey, su gran suavidad con la corona francesa, a pesar de que Felipe no cedió ni un palmo en el inaudito asunto del pleito matrimonial. El rey francés no se rendía a la voluntad del Papa, y el arreglo final sale —según él— de su real voluntad (por razones políticas) en abril de 1213. La influencia de Inocencio III también se hizo sentir en los reinos más lejanos. Mientras en Suecia Inocencio III apoyó al rey legítimo (o a aquel que él tenía por legítimo) contra un usurpador, real o supuesto, en Noruega, en cambio, se decidió contra las pretensiones del rey sueco y alimentó la oposición del país contra él. Si tenía razón o no es algo que posiblemente nunca podremos averiguar. Inocencio mandó a los reyes de Dinamarca (Canuto VI) y de Suecia (Sverker II, Carlsson), por apostolica scripta mandamus, que apoyaran el partido de los Bagiar (Krummstäbler), amigos de la Iglesia, para así asegurar la protección de las iglesias, la libertad del clero, y el cuidado a los pobres. En Dinamarca, Inocencio recibió el apoyo de un colaborador inteligente en el prudente, enérgico y poderoso arzobispo de Lund, Absalón (fundador de Copenhague), hasta su muerte en 1201. Absalón, primado de Dinamarca y Suecia desde el año 1177, fue una de las personalidades más fuertes de la historia de la Iglesia escandinava. Del mismo modo que Absalón en el norte, actuó en Polonia el primado y arzobispo de Gnessen Enrique Kietlicz (1199-1219), amigo de estudios del Papa HISTORIA DE LA IGLESIA 185 en los años de París, colaborando estrechamente con la Santa Sede. Gracias a su influencia, Inocencio pudo arrebatarle el señorío, mediante una dura excomunión (1206), al rebelde Ladislao III. En 1210 incluso el Papa consiguió que fuera reconocida la dependencia feudal de Polonia, iniciada ya antes respecto a la Iglesia romana. Además, como ya hemos dicho, en Bulgaria se dirigieron también al Papa, en el año 1198, los señores de Dalmacia (el rey Vulk) y de Servia (el Granzupan Stefan, hermano de Vulk). Inocencio se declaró dispuesto a regular la situación eclesiástica en Dalmacia, erigiendo una provincia eclesiástica propia. La tensión entre Hungría y Servia y entre Hungría y los rútenos (Volinia), además de la revolución en Grecia (1204), hicieron imposible toda continuidad en la política del Papa en aquella zona. ¿Hierocracia o dualismo en Inocencio III? El concepto de ‘teocracia’ que Inocencio III tenía ha sido ampliamente estudiado por los medievalistas. En primer lugar hemos expuesto los hechos fundamentales de las intervenciones papales en los diferentes países. En todas ellas se observa que el Papa tiene un elevado concepto de su dignidad y de sus atribuciones por el hecho de ser el romano pontífice; pero en este tiempo también se desarrolló la teoría del poder real e imperial. No existe ninguna duda de que tanto la potestad papal como la imperial y real son concebidas como procedentes de Dios, y los obtentores actúan en nombre de Dios; de aquí la denominación de ‘teocracia’. Pero nos debemos preguntar lo mismo que con Carlomagno (capítulo 48): si entre las dos potestades (regnum y sacerdotium) existe una sumisión, o simplemente son dos potestades paralelas. Con otras palabras: ¿Dios da dos potestades, una al Papa y otra al emperador (o rey), que estos príncipes pueden ejercer independientemente el uno del otro, y por lo tanto existe un dualismo? O al contrario, ¿Dios da una sola potestad al Papa, el cual cede una parcela (la potestad coercitiva) al emperador (o al rey) para que la pueda ejercer bajo el dictamen del mismo Papa? En este último caso, se daría la ‘hierocracia’, o si se quiere, el denominado ‘monismo’ (un único principio de origen). Para explicar el pensamiento de Inocencio III en lo referente a este tema, hay que presentar los textos fundamentales y los hechos más significativos que hacen de eje en la actuación del Papa. Inocencio III afirma: “Yo soy el vicario de aquel que es rey de los reyes, señor de los dominadores, sacerdote eterno según la orden de Melquisedec”. En el contexto histórico que hemos explicado de la intervención papal en Bulgaria, Inocencio III concede la corona al rey Joamitza: “Regem et statuimus super Bulgaros”. En el discurso de su consagración proclama: “Yo soy el sucesor de Pedro, de Cristo, del Señor,... Deus Pharaonis, inter Deum et hominem medius constitutus citra Deum, sed ultra hominem, minor Deo sed maior homine, qui de omnibus iudicat et a nemine iudicatur». Y al patriarca de Constantinopla, en el año 1209, le dice que «Pedro (su sucesor) no sólo debe gobernar la Iglesia universal, sino todo el mundo». 186 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Todas estas expresiones —y otras muchas que podríamos presentar— indican que Inocencio III cree que tiene una potestad universal que penetra incluso en la esfera de lo que hoy llamamos ‘civil’. Obviamente a nosotros nos parecen exagerados, pero habrá que ver su contexto: en primer lugar la opinión de los contemporáneos a Inocencio III y los hechos más importantes de este pontificado para deducir así el significado de las anteriores palabras y especialmente el macro-concepto que es la suma de todas estas atribuciones papales, o sea la ‘plenitudo potestatis’ papal. ¿Qué quiere decir esta «plenitud de potestad»? ¿que en los documentos de Inocencio III se dice que claramente ostenta el Papa? ¿Se refiere a la potestad meramente eclesial o también a la política o civil? Averiguaremos, como hemos dicho, cuál era, en primer lugar, el pensamiento de sus contemporáneos. Pero aquí también nos encontramos con graves dificultades de interpretación de los textos. Será un debate histórico importante. Los partidarios de la teoría dualista aportan textos del gran canonista Graciano, y afirman que todo reino o Imperio posee, de por si, la potestad independiente de la Iglesia, y por lo tanto, puesto que toda potestad —según los textos de los contemporáneos de Inocencio III— viene de Dios, la potestad del reino vendrá directamente de Dios y se ejercerá independientemente del Papa. Es la teoría dualista, opuesta a la monista (o hierocracia). Los dualistas aducen argumentos históricos. Afirman que los emperadores ejercían su peculiar potestad imperial antes de ser coronados. Según ellos, los emperadores y reyes reciben la potestad real o imperial de la elección del pueblo y de los príncipes electores, los cuales radicalmente tienen esta potestad porque Dios se la ha dado. Otro argumento histórico aducido por los dualistas es que los reinos existen antes que el papado, y por lo tanto su potestad ya existe antes de que el Papa pueda actuar en la constitución de los reyes. Como réplica a los anteriores argumentos de los dualistas, los partidarios de la teoría de la hierocracia (o monismo) afirman: 1/ que en el Decretum de Graciano se encuentran frases como la siguiente: «Cristo le concedió a san Pedro los derechos del Imperio terrestre y celeste»; 2/ es un hecho histórico que el Papa depone a reyes y emperadores; 3/ el Papa corona a reyes y emperadores, por lo tanto —según los hierocráticos—, igual que Saúl y David fueron constituidos reyes por la unción, del mismo modo lo es la realeza y la dignidad imperial medievales; o sea su potestad proviene del Papa y el mismo Papa la da; 4/ además de las razones anteriores, hay que recordar —afirman los hierócratas— la influencia que ejerció a lo largo de toda la edad media el falso documento Constitutum Constantini en los acontecimientos y en la concepción papal. El emperador Constantino, según el texto del Constitutum, le cede al Papa la mitad del Imperio romano y el Papa es constituido emperador, dándole toda la potestad: por lo tanto, el papado posee el origen de toda potestad. Al menos en Occidente, tales son los argumentos de los partidarios de la teoría hierocrática. Resumiendo: esta última teoría quiere ver en el Papa al ‘verus imperator’. El HISTORIA DE LA IGLESIA 187 emperador laico —dicen— no es más que el vicario del Papa, y éste (el romano pontífice) está en el punto culminante o vértice de la pirámide en la cual se encuentran estructurados todos los estamentos de la sociedad; entre estos, y por debajo del papado, se encuentra el Imperio. Es fácil objetar los argumentos anteriores: en primer lugar, la cita del Decretum de Graciano no quiere decir otra cosa que la potestad primacial de Pedro y de sus sucesores: Cristo, pues, da la potestad de atar y desatar, o sea la potestad de perdonar los pecados. Las denominadas ‘desposesiones’ reales no son otra cosa que simples desvinculaciones del juramento de fidelidad de los vasallos hacia el rey. Aquí el Papa no ejerce ninguna potestad pública. La coronación y unción no son los elementos constitutivos ni esenciales mediante los cuales se constituye el rey o el emperador; sino son ritos importantes del ceremonial real o imperial, pero nunca los factores decisivos. Tampoco dan derechos políticos especiales. Como máximo, la coronación y unción confirman el estado real o imperial y se dan más estabilidad. Antes de abordar los textos directos de Inocencio III, hay que exponer muy brevemente el pensamiento de dos autores contemporáneos al gran Papa. Nos referimos a Huguccius de Pisa y a Lorenzo Hispano. Huguccius se planteaba las cuestiones anteriores con los mismos argumentos; pero se centraba especialmente en el poder judicial del Papa en relación al emperador; si existe una culpa muy grave, por supuesto, el Papa tiene la obligación de excomulgar al emperador en caso de necesidad. Esto se da en la esfera espiritual; en ésta el emperador —como cualquier cristiano— es un súbdito de la jurisdicción espiritual del Papa. En caso —según Huguccius— de que el emperador inflija una grave injuria a alguien, el Papa en primer lugar debe amonestarlo, y si no se retracta deberá juzgarlo, pero siempre en el ámbito eclesiástico. En cuanto a la deposición de un emperador por parte del Papa, Huguccius afirma que lo puede hacer siempre que tenga el consentimiento de los príncipes electores. El juicio y la sentencia de deposición imperial la dictará el Papa con los mencionados príncipes. Aun en este caso, el Papa actúa en su propio ámbito, o sea en el de la jurisdicción eclesiástica. Con otras palabras, Huguccius afirma que el Papa es superior al emperador en la esfera espiritual, pero no en la temporal. Ni el emperador depende del Papa ni el Papa del emperador. Existe un claro dualismo entre ambas potestades, a no ser en los casos excepcionales que se han expuesto. A pesar de todo, se puede decir que la potestad del Papa es superior a la del emperador, puesto que el romano pontífice es quien manda en el orbe cristiano. Pero no tiene potestad directa sobre el ámbito temporal; aunque sí indirecta en cuanto a las censuras eclesiásticas, a las cuales el emperador también se somete. Y el caso de deposición es una potestad indirecta, puesto que la ejerce a través de un juicio en colaboración con los príncipes. 188 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Huguccius establece un nuevo concepto cuando afirma que el Papa es la cabeza de la ‘orbis christiani’; pero el fundamento de este atributo no es otro que la potestad primacial; gracias a esta potestad, en casos muy excepcionales el Papa podrá (siempre de un modo indirecto y subsidiario) introducirse en la esfera temporal. Toda esta argumentación tiene algunos puntos no muy bien aclarados, ni siquiera por el mismo Huguccius. Nos referimos a los conceptos de ‘Imperio’ y ‘reino’. ¿En qué consistían la dignidad y la potestad imperiales? ¿Había distinción entre los dos conceptos? ¿Ser emperador era diferente a ser simplemente rey? Parece que la característica esencial del emperador era ser ‘defensor del papado y de la Iglesia’, pero ¿esto le hacía fundamentalmente diferente de los reyes en su dignidad y poder? ¿Era superior a los reyes en dignidad pero no en poder? Tampoco el concepto de ‘Estado’ estaba demasiado claro en la mentalidad medieval. Entonces es muy difícil establecer estas distinciones, que sólo después de un adecuado desarrollo de los derechos canónico y civil se podrán presentar con un mínimo de rigor científico. Lo que sí es cierto, es que Huguccius era más dualista que hierocrático. Esto es muy importante, puesto que Inocencio III fue discípulo de Huguccius, del cual siguió la línea de pensamiento. Lorenzo Hispano también era dualista, pero más próximo a la hierocracia que Huguccius. Tal evolución provenía del hecho que Lorenzo consideraba que el poder imperial estaba dentro de la Iglesia, puesto que el emperador de ésta era un servidor (minister). La Iglesia —afirma Lorenzo— puede exigir que el emperador emplee su ‘gladium materiale’ (poder coercitivo) en favor de ella. Aun así, este poder (gladium) el emperador no lo obtiene de la Iglesia. En esto es dualista. En cuanto al concepto de la unción que recibían los emperadores y reyes de manos del Papa o de los obispos, Lorenzo afirma que no es una simple confirmación o una garantía de estabilidad, sino algo más, puesto que se va sacralizando, y por lo tanto introduciéndose en el ámbito eclesial, siempre gracias a la intervención papal o episcopal. Por lo tanto, en este sentido, la potestad civil también tiene algún punto de referencia en el poder eclesiástico; pero, a pesar de todo, no tiene la fuerza suficiente para que sea fuente concreta de derechos. Se observa, pues, una evolución hacia la hierocracia, pero todavía no se puede afirmar que en Lorenzo Hispano haya confusión de potestades, sino que se distingue el origen y el ejercicio de ambas potestades. La hierocracia total no se daría hasta el pontificado de Bonifacio VIII, pero poco a poco los canonistas papales irían acercándose a ella. Nos preguntamos de nuevo: ¿Inocencio III era dualista o hierocratico? Hemos citado algunos fragmentos de sus obras literarias. Ahora tendremos de detenernos en tres documentos o decretales en los que el Papa se cuestiona claramente cuáles son las características y los fundamentos de su potestad. Estas decretales son las siguientes, citándolas según las primeras palabras de los documentos, como se hace en diplomàtica pontificia: Novit, Per venerabilem y Venerabilem. Debemos observar que los documentos dirigidos a los reyes concretos que se consideraban vasallos del Papa, no pueden ser aducidos HISTORIA DE LA IGLESIA 189 aquí, ya que en estos casos existe una relación feudal que es muy distinta de la relación entre el emperador u otros reyes y el Papa. El 31 de octubre de 1203 Inocencio III publicaba la decretal Novit. La ocasión de este documento es el desacuerdo entre Juan ‘sin tierra’ de Inglaterra y Felipe II Augusto de Francia, en relación al feudo que el rey francés ejercía sobre el rey inglés respecto a Normandía, puesto que al ser Juan ‘sin tierra’ duque de Normandía, debía rendir obediencia o vasallaje al rey francés. Inocencio III ordenó a Felipe Augusto que se reconciliara con Juan ‘sin tierra’, el cual estaba acusado de violación del derecho feudal respecto al soberano francés. Éste respondió indignado afirmando que «en cuestiones de derecho de feudo y de vasallaje no había ninguna obligación de someterse al consejo o mandato de la Santa Sede», pero Inocencio III replicó: «Muchos nos hemos admirado y turbado con el parecer que has tomado y con la respuesta que nos has dado contra la potestad de la Sede apostólica, como si quisieras o pudieras cortar la jurisdicción concedida por Dios, o mejor, por Dios-hombre en cosas espirituales», y concreta más: «No intentemos juzgar el feudo a cual juzga el rey a no ser en el derecho común por especial privilegio o por contraria costumbre se tenga que variar. Nadie a quien no le falte el juicio ignora lo que respecta a nuestro oficio (del Papa) de corregir cualquier pecado mortal si se trata de un cristiano que desea la corrección...». El Papa, por tanto, aun en cuestiones aparentemente ajenas a su potestad directa, puede intervenir (y debe intervenir) por razón del pecado (‘ratione peccati’). Así puede corregir al rey como si fuera cualquier cristiano en pecado mortal. El pecado mortal en este caso puede ser el perjurio o quizás el haber roto la paz entre ambos reinos. El segundo documento es el Per venerabilem. El motivo de este documento es la petición que hizo Guillermo de Montpellier solicitando al Papa la legitimación de sus hijos naturales, tal y como había hecho anteriormente con el rey Felipe Augusto. El Papa dividió la decretal en tres partes: en la primera trata el derecho pontificio de «legitimar en general»; después refuta que la legitimación de los hijos naturales del rey de Francia sea un precedente, por el cual el Papa ahora deba legitimar a los hijos de Guillermo de Montpellier; y en tercer lugar aclara que el Papa legitimó a los hijos del rey francés por razones muy concretas. El Papa puede legitimar a los hijos naturales porque esto es un acto espiritual y hay que observar —según Inocencio III— que, tratándose de Montpellier, refuerza la anterior razón el hecho de que esta ciudad es «patrimonio» de san Pedro; por lo tanto, el Papa puede muy bien determinar quién debe ser el sucesor, puesto que es señor de aquel territorio. El Papa puede, entonces, legitimar porque es un acto espiritual, y porque el señor de Montpellier es su vasallo. No sería un precedente lo que ya se haya hecho con los hijos del rey, puesto que aquí se hizo por una razón espiritual, siempre que no se lesione el derecho de otra persona. En el caso de los hijos del rey de Francia se tuvo en cuenta que el Papa en ciertos momentos puede ejercer la jurisdicción temporal. A pesar de todo, Inocencio III no determina cuáles son estas circunstancias especiales, pero siempre ejerce esta potestad supletoria y circunstancial basándose en la potestad primacial. 190 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) La decretal Venerabilem se produjo por el asunto de la corona real alemana; o sea, el contencioso que ya hemos expuesto anteriormente entre Otón y Felipe de Suabia. El Papa se inclinó a favor de Otón, y los partidarios de Felipe de Suabia protestaron. En esta decretal, el Papa reconoce el derecho de los príncipes electores a elegir el rey alemán que después se convertirá en emperador, a la vez que reivindica el derecho del Papa a valorar si el candidato al Imperio es digno o no. Y finalmente, Inocencio III afirma que en caso de una elección muy discutida, si se produce un empate entre los dos candidatos, el Papa podrá inclinar la balanza a favor de uno de los dos que considere más digno. En este caso aplica el concepto de favor papal: «favorem apostolicum». Resumiendo: el Papa puede intervenir en cuestiones temporales por «razón de pecado, por privilegio especial» o por ‘favor apostólico’ usando la potestad indirecta que procede de su potestad primacial, la cual podrá ejercer siempre que no haya lesión en los derechos de un tercero. Más difícil es interpretar las metáforas que Inocencio III empleó cuando se refería al ejercicio de esta potestad indirecta dentro de la esfera temporal. Así hemos visto que se dice que él (el Papa) es el «dios-faraón», que él es Moisés, que es el «vicario de Cristo» y que está inmediatamente por debajo de Dios pero por encima de cualquier hombre... Partiendo de la idea según la cual él es el «vicario de Cristo» —empleando la expresión de san Bernardo—, Inocencio III expone claramente que él posee la potestad espiritual y temporal. Esta última la ejerce directamente en sus territorios, de los cuales él es el soberano, e indirectamente fuera de ellos, en circunstancias especiales, pero siempre tomando como base la potestad primacial y espiritual. Insistiendo, pues, en la expresión que dice del Papa que es «el vicario de Cristo», utiliza una comparación: entre el poder temporal de los monarcas y el espiritual del Papa, existe la misma relación que entre la luna y el sol; aquella es inferior a éste, de quien recibe la luz. Igualmente el pontífice ejerce su autoridad sobre los príncipes, primero y de manera directa en las cosas espirituales: por eso, interviene amonestando, enseñando, retomando y corrigiendo todo lo relacionado con el dogma y la moral. Derivado de este poder es el que ejerce indirectamente en asuntos sociales y políticos en casos especiales. Posiblemente podrá ayudarnos el esquema que presentamos a continuación, comparando la teoría hierocrática (o monista), la dualista y la de Inocencio III. La teoría hierocrática afirma que: 1/ El emperador recibe el gladium del Papa. 2/ El Papa aprueba y confirma la elección del emperador sensu iuridico. 3/ El Papa tiene derecho a deponer el rey o el emperador. Según Inocencio III: 1/ El emperador no recibe el gladium del Papa. 2/ El Papa debe respetar la elección del emperador, pero en casos especiales se HISTORIA DE LA IGLESIA 191 puede inclinar a favor de su candidato, o sea, por favorem apostolicum. 3/ El Papa normalmente no tiene derecho de deposición (quitar al rey o emperador); solamente lo tiene en casos especiales, en los cuales tiene derecho a juzgar y a examinar el rey o al emperador. La teoría dualista afirma que: 1/ Cuando el rey alemán es elegido emperador por los príncipes electores, ya puede ejercer como emperador sin intervención del Papa. 2/ El Papa tan sólo por potestad indirecta podrá deponer al emperador. Inocencio III afirma que: 1/ El rey alemán antes de ser coronado emperador debe defender el papado y la Iglesia. 2/ En casos especiales, el Papa podrá excomulgar al emperador y desvincular a los súbditos del juramento de fidelidad. Por lo tanto, la deposición también proviene de la potestad indirecta. De todo lo que hemos dicho, podemos afirmar que Inocencio III es más dualista que hierocrático (monista). Posiblemente está más cerca de Huguccius que de Lorenzo Hispano, puesto que éste si bien todavía es dualista, aporta algunos conceptos que después los canonistas desarrollarán a favor de la hierocracia. Es una evolución que tiende hacia la teoría de Bonifacio VIII, plenamente éste ya hierocrático y monista. Juicio sobre Inocencio III Inocencio III —resumiendo todo lo que hemos expuesto— fue un gran Papa, con muchos aciertos, a pesar de que en algunos asuntos no tuvo la suerte que posiblemente se merecía. Así, en el campo de la política, no pudo evitar que la cruzada no se convirtiera en guerra contra Constantinopla. Su actuación en Alemania tampoco se puede considerar afortunada. Desafortunadísima fue su actuación contra los cátaros, contra los cuales puso la cruzada y la inquisición. Aun así, en el seno de la Iglesia logró casi todos promocionó objetivos que se propuso. La curia papal cada vez escaló cotas más altas de prestigio: la reformó pero fue un instrumento eficaz del centralismo en sus manos. Durante su pontificado, y gracias a él en gran parte, las órdenes mendicantes pudieron fundarse, progresar y extenderse por doquier. De este hecho, la Iglesia se benefició enormemente, mejorándose en gran manera la pastoral en las ciudades y pueblos, e impulsándose la vida espiritual en la mayoría de monasterios extendidos por toda Europa. En 1215 —un año antes de su muerte— Inocencio III convocó el XII concilio ecuménico del Laterano, la más brillante e importante asamblea de todas las que se celebraron en la época medieval. A ella asistieron más de mil doscientos prelados y embajadores de casi todos los príncipes de la cristiandad. Pero este concilio también es memorable por sus resultados. Ninguno de los concilios 192 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) celebrados desde Nicea II hasta Trento, dictó decretos de tanta trascendencia como los que promulgó el Laterano IV. En él se condenaron las herejías de los cátaros y de los valdeses exagerados, y se rechazaron las confusas ideas del abad Joaquín de Fiore. Contra los cátaros —denominados también albigenses— el concilio definió la doctrina del sacramento de la eucaristía y concretamente la transubstanciación. Se declaró también obligatoria —como mandamiento de la Iglesia— la comunión pascual. Más allá de las anteriores disposiciones, el concilio de Inocencio III determinó que las nuevas órdenes —o nuevas formas de vida religiosa— deberían obtener la correspondiente aprobación de la Santa Sede. Fue, no existe ninguna duda de ello, un gran concilio: la obra más grande del máximo y más poderoso pontífice de la edad media de la Iglesia: Inocencio III, un genio político y religioso de primera magnitud. Sucesores inmediatos de Inocencio III A sus 56 años de edad murió Inocencio III (16 de junio de 1216). A los tres días de su defunción, fue elegido papa Honorio III un bondadoso anciano, el cardenal Cencio Savelli. Éste, cuando era ‘camerarius’ redactó el célebre Liber censuum, que contiene entre otras informaciones un catastro de todos los patrimonios, posesiones, censos, etc…, de la Sede romana. En este libro también se encuentran referencias de las diócesis catalanas. El cardenal Savelli tomó el nombre de Honorio III (1216-1227). Sus once años de pontificado se caracterizaron por su intento fallado de organizar una cruzada, y por los constantes rifirrafes con el emperador Federico II. Este personaje, que todo lo debía al Papa, se patentizó ante la historia como un hombre caprichoso, alocado, lunático, desleal, arrogante, que a veces incluso hacía mofa de la religión, postura inaudita en la edad media. Éste era Federico II emperador. Durante todo su prolongado reinado (1215-1250), Federico II fue la pesadísima cruz de todos los pontífices, y especialmente de Gregorio IX. De ese último Papa (1221-1241) hay que destacar que siendo cardenal había protegido con todas sus fuerzas a san Francisco y a los franciscanos. Su nombre ha quedado inmortalizado por la primera codificación del derecho canónico, en la cual tanto tuvo que ver el dominico catalán san Ramon de Penyafort (1234). Es una lástima que Gregorio IX tuviera por emperador al alocado Federico II. El Papa no podía admitir que un soberano así fuera rey de Sicilia y a la vez de Alemania, puesto que según opinaban o temían los papas, una doble posesión así podría suponer un perjuicio notabilísimo para los Estados Pontificios. El mismo Federico II había jurado a Inocencio III que nunca uniría las dos coronas. Pero es curioso que los juramentos de ese emperador lo movían a hacer todo lo contrario. Esta actitud continuó en las interminables luchas entre los partidarios del Papa llamados ‘güelfos’ y los ‘gibelinos’ o del bando de los Staufers (casa de Federico II) partidarios del emperador. Estas guerras destrozaron Italia y desprestigiaron tanto al papado como al Imperio. El sucesor de Gregorio IX, Celestino IV, fue Papa durante pocos meses. Lo sustituyó Inocencio IV —el cardenal Fiesco—. Éste, para huir de Federico II, se HISTORIA DE LA IGLESIA 193 refugió en Lyon, donde residió entre los años 1244 y 1251. Durante el segundo año de residencia francesa, el Papa convocó el concilio XIII ecuménico en Lyon. En él —a pesar de los ruegos de san Luis, rey de Francia, a favor del emperador de Alemania— los padres del concilio excomulgaron a Federico II y lo depusieron de la dignidad imperial. Desde este hecho, Federico II se vio cada vez más marginado incluso de los partidarios suyos. Murió en 1250. Aun así, las luchas continuaron entre los sucesores de Inocencio IV y los herederos de Federico II. Conrado —el último de los Staufers—pretendió reconquistar el trono de Sicilia que el papa Clemente IV (1265-1268) había dado como feudo a Carlos de Anjou (hermano de san Luis de Francia). Con estas guerras se acabaría la alianza entre el papado y los emperadores alemanes, los cuales pasaron de ser los defensores de los papas a ser enemigos profundos de los mismos papas. Así, los papas ya no podían vivir pacíficamente en la Sede romana. Por ejemplo, Urbano IV (1261-1264) nunca residió en Roma, y estableció la curia papal en Viterbo, Orvieto y Perugia respectivamente. Los papas rehuían los reyes alemanes y pusieron su mirada en Francia, que era la nación más floreciente. Recordemos que en estos años (mediados del siglo XIII), aquel país tenía catorce millones de habitantes, mientras Italia tenía cinco, España seis millones, Inglaterra dos y Alemania ocho. El mencionado Urbano IV estableció el definitivo acercamiento del papado con Francia: designó un gran número de cardenales franceses, algunos de los cuales después fueron papas. El primero de ellos fue Clemente IV (1265-1268). Foulquois le Gros, éste era su nombre antes de convertirse en el papa Clemente IV. Éste, en tiempos de san Luis IX, había sido consejero del mencionado rey francés, y cuando fue nombrado Papa —como hemos dicho— coronó a Carlos de Anjou rey de Nápoles y Sicilia, a pesar de la oposición de los príncipes de la zona mediterránea. La animadversión se patentizó con Manfredo, hijo natural de Federico II, y contra los soberanos de la corona de Aragón y Cataluña. En el año 1266 Manfredo murió luchando contra Carlos de Anjou en la batalla de Benevento. En todos estos acontecimientos belicosos, el papado daba claramente su ayuda a los franceses. Esto supuso la ruptura de la deseada imparcialidad de la Santa Sede que Inocencio III tanto había procurado y en parte conseguido. En otras palabras, a causa de estos papas, disminuyó mucho el prestigio y la influencia papales que tuvo como punto culminante el pontificado de Inocencio III. Los resultados de este cambio de rumbo fueron el denominado cautiverio de Aviñón y el posterior cisma de Occidente, así como, anteriormente, el fin de la edad media después de Bonifacio VIII. 20. HETERODOXIA Y VIOLENCIA • • • • • • • • • • Orígenes del movimiento cátaro Los cátaros y la Reforma gregoriana El Dios del bien y Satanás, principio del mal “La salvación de un Cristo que es simple ángel” Los cátaros moderados Barrera infranqueable El ‘consolamentum’ El ‘prefecto’ Los creyentes. El ‘melioramentum’ Los moribundos Orígenes del movimiento cátaro El catarismo es un movimiento, en su origen, anticlerical y cristiano que quería imponer la Reforma. Pero paulatinamente se fue convirtiendo en heterodoxo, formándose una amalgama de falsos dogmas y ritos de corriente claramente maniquea. Su Iglesia la constituyen los ‘perfectos’ y los ‘creyentes’ (o simples fieles). Tiene su origen en el bogomilismo de Bulgaria y se extendió por Lombardía, Occitania (de donde pasó a los Países Catalanes), Francia, Flandes y la región del Rin. Por la extensión y la importancia que tuvo en Occitania, sus adeptos son conocidos también con el nombre de albigenses (de Albi), a pesar de que los principales centros fueron Toulouse, Narbona, Carcasona, Béziers y Foix. No sólo fueron denominados ‘cátaros’ (por los cristianos) y ‘albigenses’, sino también ‘patarinos’ (en Italia), ‘publicanos’ (en Francia y Flandes), ‘Ketzer’ (en Alemania) y, en general, ‘búlgaros’, nombre que indicaba el origen de estas doctrinas. Pero ellos se denominaron ‘cristianos’ u ‘hombres buenos’. Como veremos, tanto su origen como sus denominaciones son ampliamente confusas. El motivo de estas confusiones, incertidumbres y vacilaciones se debe en gran parte a que solamente tenemos documentación católica referente a los hechos 196 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) y personas cátaras. Muchos de ellos y sus libros fueron quemados. Incendio documental que desgraciadamente también se extendió a la historia, que sólo podrá ofrecer posiblemente la versión de una de las partes, por más que se intente ser imparcial. El origen del catarismo es un fenómeno muy estudiado hoy en día, y podría ser un punto importante en este estudio el testimonio de Bogomil, sacerdote del siglo XI residente en Bulgaria. Éste era rector de una parroquia rural, y era conocido como ‘theophilus’ —en búlgaro ‘bogomil’—, que significa “quien ama a Dios”. Fue un gran predicador de masas. La temática de sus prédicas era sorprendente. Insistía en la resignación, y en que el mundo es malo. Según sus afirmaciones, lo mejor era huir de este mundo y no permanecer entre sus nefastos quehaceres y preocupaciones. También decía que Satán era hijo de Dios y hermano de Jesucristo; que Satán se reveló contra Dios, creó el mundo y dio el decálogo de la ley a Moisés. Para Bogomil, la jerarquía eclesiástica era despreciable, porque los obispos tienen más del diablo que de divino. Las heterodoxas doctrinas de Bogomil se extendieron a países vecinos, puesto que muchos de sus partidarios tuvieron que huir de Bulgaria debido a la invasión a aquella región (1081-1118) de los soldados del emperador Basilios de Bizancio. Así, el bogomilismo —o germen del catarismo— se extendió en Servia, Bosnia, Dalmacia y posteriormente en Italia. El emperador Alexis (1118) lo persiguió por todos sus territorios, prácticamente extinguiendo este movimiento en Oriente. Sin embargo, en Italia y el Languedoc las nuevas doctrinas tuvieron un gran éxito popular, en grupos si bien reducidos, muy activos. Algunos quieren ver en el curioso movimiento de la ‘Pataria’ de Italia norteña, influencias de los bogomiles. Aun así, no se puede demostrar la conexión entre ambos movimientos. Además, debemos recordar que la Pataria se definiría mejor como un movimiento social que se oponía a las clases privilegiadas, y especialmente a los sacerdotes simoníacos y nicolaítas. Los cátaros y la Reforma gregoriana Posiblemente el ‘proceso contra los cátaros existente en los archivos de Colonia’ sea uno de los documentos más completo gracias al cual podemos evocar el catarismo. Según él los cátaros aparecieron en la comarca del monasterio de Steinfeld del arzobispado de Colonia; el preboste premostratense Eberwim, a causa del juicio, tuvo correspondencia con Bernardo de Claraval, que le contestó con los sermones 65 y 66 del Cántico de los cánticos. Tras un coloquio —juicio de tres días con los católicos—, el pueblo quemó a los cátaros asistentes, a pesar de la oposición de los clérigos a tan inaudita barbarie. Los autores de tan feroz violencia afirmaban: “Los herejes que hemos quemado nos han dicho en su defensa que esta herejía había permanecido oculta hasta nuestros días desde los tiempos de los mártires, y que se había mantenido en Grecia y en algunas otras regiones”. En estas palabras, algunos historiadores quieren ver la ‘gnosis’ de los primeros siglos del cristianismo, de la cual hablábamos en el capítulo 11. El catarismo —como ya hemos indicado— quería ser, a pesar de los nuevos HISTORIA DE LA IGLESIA 197 dogmas y mitos, un movimiento cristiano y de la Reforma. Por ejemplo, constantemente aparecen citas evangélicas o de la Apocalipsis y también del Antiguo Testamento. En el mencionado coloquio de Colonia, la fidelidad a la Escritura se dice que quiere apoyar sus dogmas y que ella es la que nutre — según los acusados— su espiritualidad y su moral. Lo mismo sucede cincuenta años después con los albigenses. También ellos manifiestan una gran devoción a las cartas de san Pablo y al evangelio, textos en los que se inspiran, sin desconocer el Antiguo Testamento. Profundizando más, hay que advertir que tanto el catarismo como los movimientos reformadores cristianos eran animados por el mismo dinamismo religioso tan estrechamente vinculado a la Reforma gregoriana. Efectivamente, el catarismo seduce tanto a sabios y a espíritus cultivados de las grandes ciudades, como a humildes y campesinos; los seduce por su significación moral y por su esperanza en la renovación interior, tanto o más que por sus dogmas complicados, que casi no podían comprender. En este punto —en el deseo de reforma—, el catarismo conecta con aquel poderoso movimiento evangélico y popular que sacudió la Iglesia desde el siglo XI y que también movió el mundo de los pobres y de los mendicantes. El catarismo participó del fondo común de los movimientos evangélicos, de las órdenes mendicantes y de todas las formas de piedad más exigentes y más personales. Sin embargo es cierto que, al contrario de lo que sucede con san Francisco, en los cátaros prevalece el tono pesimista y su obsesión por el mal; pero este pesimismo tenía muchísimos seguidores en la Iglesia de la época. Pensadores cristianos ven por todas partes el mal y hacen profesión del desprecio del mundo. En esto también el catarismo es, en cierto modo, hijo de su tiempo. Dios del bien y Satanás, principio del mal El concepto fundamental del movimiento cátaro se resume en una palabra: dualismo. Bajo la forma radical que adoptaría en el Languedoc a partir, aproximadamente, del año 1170, y en ciertas comunidades italianas —conocidas bajo el nombre de ‘albanesas’—, esta doctrina atribuye la creación del mundo a dos principios opuestos: Dios, principio del bien, habría creado el mundo espiritual, el de los ángeles y las almas, el mundo de la verdad y de la luz; pero Satanás, principio del mal, sería el autor del mundo visible; afirman que el mal y la corrupción que reinan en la naturaleza no pueden ser obra de una divinidad buena. A un creyente dubitativo le será difícil entender las catàstrofes –como la del terremoto de Japón del mes de marzo de 2011– permitidas, dicen, por el Dios creador y providente. Sin embargo Dios dió autonomía a las causas segundas. Entre el mundo espiritual y el de la materia, y a pesar de su oposición fundamental, existe al menos un vínculo en la persona del hombre, compuesto de un alma — espiritual— y de un cuerpo —completamente material—, y aquí es donde radica el núcleo de la doctrina cátara. La posición del hombre es efectivamente una posición llena de problemas. ¿Cómo explicar la existencia de un ser que lleva en su seno la unión de principios tan opuestos? 198 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) ¿Tiene el hombre dos creadores? Sí, afirmaban los cátaros, y para explicarlo recurrían a los mitos. Entre los dos mundos separados, al principio existía un equilibrio perfecto que quedó roto por una fechoría del Maligno. Los cátaros ofrecen varias versiones, a veces muy elaboradas, de esta ‘fechoría’. Veamos una de las más sencillas (quizá la más clásica), tal y como la enseñaba a comienzos del siglo XIII uno de los albigenses perfectos llamado Pedro Autier. “El mencionado Pedro —quien habla es un testigo del proceso contra Autier— explicó que, al principio el Padre celestial había creado todos los espíritus y almas en el Paraíso, y estos espíritus y almas estaban con el Padre celestial. Después, el diablo fue a la puerta del Paraíso y, a pesar de sus deseos, tuvo que esperar mil años antes de poder entrar. Transcurrido este tiempo, se valió de una artimaña para introducirse en él. Una vez dentro del Paraíso, intentó persuadir a los espíritus y sus almas creadas por el Padre celestial diciéndoles que no disfrutaban del auténtico bien debido a su sometimiento al Padre celestial. Les aconsejó que si le seguían y entraban en su mundo, él les proporcionaría todos los bienes de aquel mundo visible: campos, viñas, oro, plata, mujeres y todo lo demás. Seducidos por estos argumentos, los espíritus y las almas que estaban en el Paraíso, siguieron al diablo”. El relato sigue con la caída de los ángeles pervertidos; caída copiosa como una gran tormenta de nueve días, hasta el momento en que Dios al fin, dándose cuenta, cerró con su pie tapando el agujero que les permitía escaparse. Una vez en la tierra, los ángeles o almas se dieron cuenta del fraude del Maligno y de la falta que habían cometido, y entonaron uno de los cánticos celestiales. Satán, furioso, les increpó: “Os vestiré de túnicas de olvido que borrarán todo recuerdo de vuestro aposento en Sión (la Jerusalén celeste). Y así lo hizo, dándoles unos cuerpos”. Otro mito hace de Adán el origen de este extraño híbrido que es el hombre. Adán —ángel celeste enviado por Dios para espiar a Lucifer— habría sido capturado por el Maligno y encerrado en un cuerpo de barro. Su unión carnal con Eva lo habría encarcelado eternamente en la materia, a él y a todos sus descendientes. En ambos mitos se mantienen las mismas constantes. Si el alma es una criatura divina, el cuerpo es del dios Maligno, seductor o verdugo. Y este cuerpo —esta “fétida túnica”— hecho a base de materia satánica, se reproduce por el acto carnal, por el acto más material que hay y más maligno porque crea cárceles a las almas. La unión carnal es tanto más perversa cuando asfixia el recuerdo de la Jerusalén celestial. “La salvación de un Cristo que es un simple ángel” La doctrina cátara, en su forma, está marcada por un invencible pesimismo. ¿Cómo alcanzar la salvación partiendo de una naturaleza material radicalmente corrompida, no por culpa del hombre, sino por su propio origen? ¿Cómo vencer, HISTORIA DE LA IGLESIA 199 mediante un acto personal, un mal metafísico que escapa por completo a la voluntad humana; un mal que constituye la definición misma del cuerpo? El hombre parece abocado a su decadencia, y abocado para siempre, puesto que a medida que van pasando las generaciones, la humanidad está más encadenada a la materia a través del mismo acto transmisor de la vida, el más material y, por lo tanto, como decíamos antres, el más demoníaco de todos los actos. ¡Pero no está todo perdido!, afirman los cátaros. Existe una salvación, y Cristo es su centro. Durante siglos el alma no se dio cuenta de su miserable situación. Toda la historia que narra el Antiguo Testamento es la historia de una humanidad ciega que desconoce su situación de cautiverio y se equivoca al hablar de Dios. El Jehová de los judíos no es otro que Satanás y los patriarcas son demonios. Juan Baptista, con su falso bautismo, es el peor de todos. Después vino Cristo, y con Él todo cambió. Cristo reveló a los hombres su naturaleza espiritual, la grandeza de su libertad, que deriva de aquella, y que hace patente en los mismos hombres los caminos de la salvación. ¡Nunca se habían afirmado mayores errores! De ningún modo —si es verdad lo que dicen los comentaristas católicos de los cátaros— se podría aceptar un diálogo con aquellos individuos tan excéntricos, todos ellos —al menos por lo que se dice que decían— no hacían otra cosa que vomitar errores. Hubiera sido muy difícil establecer comunicación si no había puntos de contacto. A pesar de todo, es difícil discernir si estas afirmaciones proceden de la calumnia de un sector que se hacía llamar católico. Pero continuemos desgranando los puntos del pensamiento —quizás objetivamente injusto, calumnioso y parcial— de los cátaros: dicen que la encarnación del Hijo de Dios —de Dios principio del bien— en la materia planteaba un problema para los cátaros, y para describir Cristo y su misión se negaban a leer los evangelios a la manera cristiana. Enseguida surgen discusiones entre ellos, pero todos coinciden en algunos puntos. La Trinidad no existe, Jesús no es más que un ángel, elegido entre los que rodean a Dios bueno —quizás el primer ángel—, enviado por Dios a iluminar los hombres. Por otra parte, como estaba fuera de duda el hecho de que este enviado era prisionero de la materia corrompida, el cuerpo de Cristo, al igual que todas las peripecias de su vida, no es más que apariencia. El nacimiento –dicen– de Jesucristo, el hambre, la sed, el sueño, los sufrimientos, y la pasión, no son más que faramallas. Por lo tanto –continuan– la acción salvadora de Cristo no consiste en una redención —él no sufrió por los hombres—, sino que se expresa en un mensaje —su enseñanza— y es un ejemplo; sus sufrimientos (a pesar de ser aparentes) tienen al menos un significado: enseñan a los hombres cómo se debe alcanzar la salvación espiritual a través de su condición carnal, y dibujan el camino a seguir; precisamente camino de ascetismo, de esfuerzo y de sufrimiento. Sin embargo, esta purificación no se realiza de una vez, y pocas veces es un único camino el que sirve para llegar a buen puerto. El alma debe pasar por el cuerpo para acabar su expiación o aun por otros cuerpos, no necesariamente humanos. Un cátaro 200 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) que declaraba haber sido caballo, mantenía haber recuperado una herradura que había perdido en una vida anterior. Según los cátaros, esta transmigración había sido imaginada en un principio por el Maligno para someter las almas a su condición carnal. Cristo la transfiguró para convertirla en un instrumento de salvación. Instrumento serio, dado que el hombre, en la perspectiva cátara, ignora por completo el auténtico valor de su ascesis y sus esfuerzos. Todo descansa en manos de la insondable voluntad divina. Los cátaros moderados No todos los cátaros se adherían a esos dogmas –o, mejor dicho, a los falsos dogmas– que acabamos de exponer. Estos dogmas, con sus pueriles mitos, se difundieron sobre todo por el Languedoc, pero sin continuidad absoluta, puesto que los propios albigenses evolucionaron. El dualismo absoluto triunfó entre los años 1170 y 1220. Con anterioridad a estas fechas, mantenían un dualismo más moderado al que en parte volvieron. En lo referente a los cátaros italianos, estuvieron siempre muy divididos. El dualismo absoluto de los ‘albaneses’ (Iglesia de Desenzano) fue sólo una cuestión de un grupo minoritario. Pero la mayoría de las comunidades cátaras, especialmente las de Milán, mantuvieron una visión más moderada. Como hemos dicho, no faltaron divergencias doctrinales entre los cátaros. Los más moderados no creían en la existencia de dos creadores. Para éstos, Dios bueno era el único responsable del mundo, incluso de la naturaleza y los cuerpos. El mal no era algo inherente a la materia; sino que fue producto de una falta posterior. Cuando Lucifer, el más hermoso de los ángeles, arrastró a su rebelión una parte de las milicias celestiales (episodio tomado de la tradición cristiana), se volvió enemigo de sus compañeros caídos y les obligó a entrar, como en una prisión, en cuerpos por él modelados en barro. Después les mostró la unión carnal a estas nuevas criaturas, con lo cual la raza se perpetuó. Este es, para los moderados, el origen del hombre y del mal al cual está encadenado. Comparado con los relatos de otros cátaros, estos proponen dos importantes variantes: en primer lugar el demonio sería un rebelde —no el principio del mal—, ajeno desde la eternidad al cielo y al bien. Por otra parte, para modelar los cuerpos se utiliza una tierra que es obra de Dios y no el producto corruptor de su propia creación. Transformación esencial, en esta perspectiva. El mal pierde su carácter fatal, metafísico; la naturaleza no está corrompida desde su fuente. Los cuerpos no son en absoluto intrínsecamente perversos. Forman simplemente una pantalla entre el alma y su creador, como consecuencia de una falta moral —de orgullo o de lujuria—, falta grave pero no irreversible. Todavía es posible el rescate en estas condiciones. Así se entiende que los moderados aceptaran más fácilmente la idea de una salvación universal, y que dejaran de lado la metempsicosis. Barrera infranqueable Sean cuales sean las discusiones doctrinales que dividían las comunidades cátaras, sus opiniones —o dogmas— comunes levantaron una barrera infranqueable entre su fe y el mundo católico, puesto que —como hemos HISTORIA DE LA IGLESIA 201 explicado— los cátaros coincidían en condenar la antigua ley, la ley de los profetas, la del Antiguo Testamento. Además ellos no aceptaban la divinidad de Jesucristo, y aun algunos de ellos tampoco la humanidad, puesto que creían —como hemos dicho— que Cristo sólo era un ángel; también existe en ellos un patente desprecio a la carne y a la transmisión de la vida. Aun así, a pesar de estas infranqueables barreras en el orden conceptual, en la vida cotidiana, no sólo era difícil distinguir entre los más exagerados y los más moderados; sino que era casi imposible distinguir cuáles eran los movimientos heterodoxos y cuáles no. Todos estos movimientos, sin embargo, tenían un denominador común: la reforma de la Iglesia y la entusiasta aceptación de los valores evangélicos, pero entendidos de una manera muy subjetiva. Aun así, desde el campo católico se reaccionó con contundencia contra los cátaros, sin hacer distinciones. Todo se confundía por los católicos, pero la brutalidad de la fuerza que se empleó en su persecución en algunas ocasiones constituye un grave linchamiento colectivo practicado por los que se hacían llamar cristianos durante la edad media, sólo comparable al que tuvo lugar años después entre los judíos y los moriscos. ¡Hay que pedir perdón! El ‘consolamentum’ Pero continuemos en la exposición de la moral cátara. Vivir como un perfecto cátaro significaba vivir ascéticamente para librarse de la corrupción del mundo visible; suponía también guardar castidad. Vivir como un cátaro —es decir, vivir como un buen cristiano, puesto que ellos se consideraban los buenos cristianos— también quería decir practicar el evangelio, libro esencial a partir del cual el hombre toma conciencia de su naturaleza espiritual; esto significaba propagar el evangelio... Este exigente programa sólo una minoría lo podía realizar, y se advierte que en las comunidades cátaras destacó muy pronto una élite de hombres y mujeres, la élite más santa y más responsable formada por los “hombres buenos” y las “mujeres buenas”: en una palabra, la élite de los estrictamente ‘perfectos’, modelo de vida y testimonio para los otros. No se ejercía presión social de ningún tipo para designar a los ‘perfectos’. Era un asunto de vocación que, a menudo preparada por una asidua familiaridad con otros ‘perfectos’, se podía manifestar en todas las edades y ambientes. Se requería una gran generosidad y una fe muy sólida. El acceso a esta dignidad y este cargo (comisión) exigía una ordenación o rito especial, pero todas las ceremonias eran sumamente sencillas. Tras un largo periodo de preparación que a veces duraba dieciocho meses, se celebraba una simple reunión en la que todos se agrupaban junto al neófito. En esta asamblea, en la que había algunos ‘perfectos’, y el mayor de estos ‘perfectos’ hacía entrega de los evangelios a los neófitos. Después de comentarlos con todo detalle, se les concedía el ‘Pater’, oración reservada a los ‘perfectos’. A continuación, se procedía a una verdadera ordenación: los neófitos recibían de uno de sus mayores, ‘diácono’ o ‘perfecto’, el sacramento cátaro único, el sacramento por excelencia (mezcla del bautismo y de la ordenación sagrada) que denominaban el ‘consolamentum’. 202 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) En el transcurso de este rito, muy sencillo a pesar de su importancia, el oficiante imponía sobre el frente de los neófitos el evangelio de Juan. El ‘perfecto’, una vez había sido consagrado, cambiaba de vida. Iba vestido de negro, se dejaba crecer la barba (hasta el momento en que las persecuciones obligaron a eliminar cualquier signo externo), y alejándose todo lo posible de la sociedad profana, se unía a otros ‘perfectos’ para cumplir regularmente, en su compañía, las prácticas de oración y de mortificaciones que en adelante serían su peculiar talante de vida. Dormía poco, ayunaba, se abstenía totalmente de todo producto animal, no pronunciaba juramentos, y llevaba un severo control de sus palabras y de su carácter. Pero las prohibiciones más graves hacían referencia a la castidad: le estaba formalmente prohibido cualquier simple contacto con una mujer. Mediante estas prácticas, si no se producía una falta grave que le hiciera perder por completo el beneficio del ‘consolamentum’, el perfecto restablecía el vínculo espiritual con Dios, roto tras la caída y el encarcelamiento en el cuerpo. A través de los perfectos, Dios se comunicaba con los hombres. Creían que en este mundo de esclavos ellos eran los únicos hombres libres. El papel de intermediarios divinos llevaba a los ‘hombres buenos’ (o perfectos) a dar a su vida mística y ascética una prolongación activamente apostólica. A menudo viajes pastorales interrumpían su vida comunitaria. Yendo de un lado a otro, de dos en dos, predicaban por las ciudades y asistían a los moribundos. El pueblo, que los estimaba y admiraba, los encontraba tanto más cercanos a ellos cuanto que, para vivir, trabajaban en los oficios más corrientes: entre ellos, había bastantes tejedores. Pero el comercio también atraía a muchos. Al contrario de lo que sucedía en otros grupos evangélicos, ‘tocar’ dinero no les planteaba ningún problema, y la vida trashumante del mercader les servía de excelente pretexto para circular de una comunidad a la otra y para hacer su peculiar apostolado. Entre los ‘perfectos’ algunos estaban revestidos de una especial autoridad moral sobre sus compañeros, y tenían responsabilidades suplementarias, como por ejemplo la de administrar el ‘consolamentum’. Se trataba de una especie de diáconos u obispos. A veces había una clara distinción entre perfecto-obispo y perfecto-diácono; en este último caso, los diáconos eran los asistentes de los obispos y los obispos tenían una circunscripción (o demarcación geográfica) que también se denominaba ‘diócesis’. Los creyentes Los ‘creyentes’ formaban la masa de fieles sin especial vocación a la ‘perfección’. Las obligaciones de los ‘perfectos’ no tenían nada que ver con ellos, en un mundo en el que todo lo visible es malo, la salvación no se puede concebir sin un ascetismo total; o santidad o nada. Los ‘creyentes’, pues, comían como todo el mundo, y nada les impedía formar un hogar. Aparte de esto, seguían la moral tradicional, siguiendo el buen ejemplo de los ‘hombres buenos’ o ‘perfectos’. Como es lógico, entre ellos no se hablaba de homicidios, robos ni engaños: valoraban muchísimo la probidad y la ayuda mutua. En la vida HISTORIA DE LA IGLESIA 203 cotidiana, en realidad nada no les distinguía de los católicos; a pesar de su fuerte anticlericalismo, para disimular asistían a las ceremonias católicas, al menos desde que empezaron las persecuciones. Sin embargo, tenían algunas reglas de vida especial que observaban con discreción. El matrimonio no tenía ningún sentido para los cátaros. Al contrario, era preferible —decían— el concubinato, que era menos estable y menos fecundo. Por eso, muchas parejas de ‘creyentes’ no estaban casados “ante faciem Ecclesiae”. Aun así, la pertenencia a la comunidad de los ‘creyentes’ implicaba una serie de ritos o deberes, algunos de simple decoro y otros indispensables para la salvación. Los creyentes debían mostrar exteriormente su reverencia hacia los perfectos: al encontrarse con un perfecto, se postraban tres veces ante “el hombre de Dios”, besando el suelo, mientras se hacía una breve oración dialogada. Este saludo y oración, llamado ‘melioramentum’ se renovaba con frecuencia. El perfecto era realmente el centro de estas comunidades de creyentes. Él era el juez —puesto que se le pedía arbitraje en los conflictos—, el médico y el curandero; y también era considerado sacerdote. Cuando se encontraba presente un perfecto, una serie de plegarias litúrgicas destacaban los momentos importantes del día. La plegaria principal coincidía con la comida: ‘el hombre bueno’ (perfecto) antes de sentarse en la mesa bendecía el pan y lo distribuía. El domingo se tenía que asistir a su predicación. Sin embargo, en la vida del creyente la ceremonia fundamental era la que marcaba sus últimos instantes en los últimos días de su vida. Sólo entonces recibían el gran sacramento cátaro de los creyentes: el ‘consolamentum’ de los moribundos. El ‘consolamentum’, que era bautismo y extremaunción a la vez, introducía a su beneficiario en un estado de perfección análogo al de los perfectos. El ‘consolamentum’, sin ascesis previa, arrancaba en un momento el alma del dominio de la materia y la ponía en situación de alcanzar el principio del bien, o al menos de merecer una reencarnación mejor. El ‘consolado’ tenía que comprometerse a llevar, desde el instante de haberlo recibido, la vida de perfecto, viviendo en castidad y abstinencia. Sin embargo, esta promesa sólo era vigente durante los pocos días de vida que le quedaran. Caducaba con la curación del enfermo. La importancia decisiva del rito para la salvación llevaba a numerosos creyentes a comprometerse anticipadamente en virtud de un pacto especial denominado ‘convenenz’, a recibir el ‘consolamentum’ cualquiera que fuese su estado. La ceremonia, muy larga y dialogada, suponía que el creyente no había perdido el conocimiento. Algunos ‘consolados’ que no morían en aquel momento, consideraban demasiado preciada esta liberación como para comprometerla sobreviviendo, y se dejaban morir. Esta práctica fue perfectamente admitida en las iglesias cátaras, aunque parece que fue tardía y quizás excepcional. A pesar de los fuertes ecos evangélicos, demasiados elementos alejaban — como hemos visto— el catarismo de la doctrina y de la moral cristianas. Por eso, 204 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) no es correcto reducir el catarismo a un simple movimiento contestatario nacido en el seno de la Iglesia, sino a una secta en constante lucha contra los dogmas y de visiones ‘cristianas’ antagónicas a la ortodoxia de la Iglesia. 21. LA IGLESIA FRENTE A LOS CÁTAROS • • • • Difusión de los cátaros Violencia contra los cátaros. La cruzada La inquisición Los beguinos y las beguinas Difusión de los cátaros Desde finales del siglo XII, y probablemente mucho antes, los cátaros ya ejercían sus prácticas religiosas, ritos y mitos que pregonaban su influencia a otras tradiciones religiosas. Para descubrir estas tradiciones, sólo había que cruzar las fronteras del Languedoc o de Lombardía en la cuenca mediterránea y evocar las viejas creencias originarias de las regiones bañadas por este mar interior (Mare Nostrum), y que se mantuvieron vivas a lo largo de todo el siglo XIII. Ciertos parentescos son notorios. El antiguo maniqueísmo insiste —y esta incluso es su intuición fundamental— en la dualidad absoluta de los dos principios increados e iguales, el Bien y el Mal, Dios y la Materia, doctrina muy cercana al dualismo absoluto de los cátaros, aparte de otras muchas concordancias y similitudes. Ahora bien, esta creencia nacida en Oriente, durante el siglo XI se había implantado en los Balcanes y concretamente en Bulgaria, donde sus adeptos, bajo el nombre de ‘bogomilos’ o ‘Amigos de Dios’ mostraron durante el siglo XII una importante actividad y un excepcional celo apostólico (véase capítulo 67). Una de las iglesias de Bosnia, por ejemplo, en el año 1250 alcanzó la cifra de diez mil perfectos. Era inevitable que se produjeran en Occidente infiltraciones misioneras de una comunidad tan viva, especialmente a causa de las persecuciones llevadas a cabo por los emperadores bizantinos (como hemos explicado) y también debido a las cruzadas. Los relatos contemporáneos dan numerosos testigos de su existencia. Muchas de las iglesias italianas, fuera cual fuera su carácter, estaban fuertemente influidas por estos apóstoles cátaros; algunos de ellos trajeron sus incursiones misioneras hasta el Languedoc; en 206 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) concreto, es posible —aunque se discute— que el dualismo absoluto fuera traído hasta allí directamente por un obispo bogomilo llamado Niketas. No faltan historiadores que han subrayado también el parentesco existente entre la doctrina de los ‘Quaerait’, secta judía cercana a los maniqueos y presente en España a partir del siglo X, y el dualismo cátaro. Finalmente, un estudio reciente da fe de la supervivencia clandestina de escritos, mitos y tradiciones dualistas en las sinagogas judías del Mediodía francés, y muestra que entre estas escuelas de pensamiento —en pleno renacimiento durante el siglo XII— y las ‘élites’ cátaras, probablemente se daban intercambios. A través de todas estas conductas, la cristiandad del siglo XII se veía asediada por antiguas creencias extracristianas. Las grandes zonas heréticas de Lombardía y del Languedoc constituían las cabezas de puente que estas creencias supieron crearse en los puntos débiles del dispositivo cristiano. Estas regiones eran las más vulnerables por su excepcional desarrollo urbano y mercantil. También favorecieron su expansión la intensidad de sus contactos comerciales con Oriente, su rancio anticlericalismo y las exigencias de su expectativa evangélica. Aun así, la difusión real de los cátaros es patente en la represión que sufrieron en el siglo XIII y que estudiaremos a continuación. Este repaso de su origen y la gran difusión, es importante puesto que algunos historiadores presentan el catarismo como un fenómeno nacido espontáneamente y sin antecedentes, y esto no es verdad. De ahí las reflexiones del capítulo 67. Violencia contra los cátaros. La cruzada Posiblemente la gravedad de la herejía pasó inadvertida durante mucho tiempo y el contraataque tardó en organizarse. Después la Iglesia se puso en pie de guerra. Pasando de la nueva evangelización a la ‘persuasión’ de la violencia, y de esta a la persecución. La Iglesia católica dirigió contra los cátaros sus formidables recursos espirituales y temporales. Las comunidades cátaras, a pesar de sufrir cuantiosas pérdidas, resistieron la tormenta de la cruzada (a partir de 1209), pero lo cierto es que el establecimiento de la Inquisición las debilitó bastante (1229), así como las sucesivas persecuciones, el episodio más famoso y decisivo de las cuales fue la toma de Montségur en el año 1224. A lo largo de los años, las persecuciones obligaron a los perfectos a dispersarse y a entrar en la clandestinidad, y por fin exiliarse. Otros muchos murieron en las hogueras. Pero hay que estudiar con más detenimiento las cruzadas contra los cátaros (o albigenses) y la Inquisición, puesto que su implantación en la Iglesia supone una evolución muy interesante de conceptos y mentalidades, a la vez que significa un vergonzoso elenco de víctimas de la propia Iglesia católica. En primer lugar, debemos preguntarnos cómo se llegó a la aberrante idea de una cruzada aplicada a los cátaros. La Iglesia había conseguido la unidad religiosa gracias a la Reforma gregoriana y los cátaros la amenazaban en su núcleo más fundamental. Ideológicamente, la Iglesia no podía aceptar el catarismo porque destruía los conceptos cristianos HISTORIA DE LA IGLESIA 207 de la creación y de la encarnación, y desfiguraba esencialmente la misma estructura de la Iglesia creando una nueva religión elitista. El catarismo imbuía en sus fieles un pesimismo radical al cual se oponían san Francisco y santo Tomás de Aquino; el primero en el plano de la experiencia cristiana, y el segundo en el plano doctrinal. Para ambos santos, la naturaleza es buena y el hombre debe descubrirla, dominarla y ponerla al servicio de la humanidad para mayor gloria de Dios. A pesar de que los grupos cátaros eran muy diferentes en su ideología, todos coincidían en aquellos tres principios que hemos anunciado anteriormente: ir contra la creación y contra la encarnación, y así mismo crear una Iglesia elitista. Eran, como Gregorio IX decía, “de rostros distintos, pero relacionados y unidos entre sí por sus colas”. Al principio la confrontación fue pacífica. Se intentó reconducir de nuevo los herejes al seno de la Iglesia. En este intento hay que destacar la actuación de san Bernardo y de otros cistercienses. Aquel santo predicó en Albi en el año 1145. Aun así, todas estas iniciativas fracasaron estrepitosamente: los cátaros admitían el diálogo, pero siempre se cerraban en banda. La situación se agravó en el año 1167, cuando los cátaros celebraron un concilio en el cual se organizaron jerárquicamente, pudiéndose considerar la Iglesia cátara desde este año como una entidad totalmente ajena a la católica-cristiana, la que admitía la autoridad del Papa. Inocencio III primero envió legados: entre ellos hay que destacar a Pedro de Castelnau, monje cisterciense y la legación —de la cual ya hemos hablado— de Diego de Osma y su colaborador, el canónigo santo Domingo. Este último pensaba promover un nuevo tipo de predicación basado en el ejemplo, en contraste con la opinión de los abades del Císter. Domingo, rehusando toda ostentación, escogió la pobreza, viajando a pie y pidiendo por las calles y plazas como un mendicante. De este noble esfuerzo surgiría más tarde la orden de los predicadores tal y como hemos explicado anteriormente. A pesar de todo, los cátaros cada vez eran más fuertes y se extendían más y más por las regiones francesas, especialmente en el sur: Provenza y Languedoc. El papa Inocencio III quería resultados más apodícticos, y ahora intentaría iniciar una vía muy peligrosa: imponer la verdad mediante la violencia o coacción. Para este objetivo empleó todos los resortes del feudalismo, especialmente el derecho que tenían los señores feudales a que sus vasallos les ayudaran en la milicia, o sea, el derecho de mesnada. Inocencio III conocía perfectamente la estructura feudal y por eso les dijo a los señores feudales que la lucha contra los cátaros sería una causa más que justa para exigir tales servicios de milicia. Y más allá de este estímulo social, el Papa otorgaba su ‘visto bueno’ para que los señores feudales que emprendieran la guerra contra los herejes, se convirtieran en nuevos propietarios de las tierras conquistadas. Entonces, podrían repartirse el botín con sus soldados. Nunca se habían visto unas ventajas tan favorables. Los nobles norteños se abocaron contra los del sur de Francia y la Provenza, no 208 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) tanto para luchar a favor de una causa cristiana, sino con un detestable afán de codicia temporal: quedarse con las posesiones de los denominados cátaros. En un principio, el Papa quería que el rey Felipe Augusto interviniera, pero este rey capeto no podía distraerse de la lucha que mantenía contra los ingleses. La negativa de Felipe hizo que el Papa encomendara la campaña contra los cátaros al poderoso conde Raimundo VI de Tolosa. Sus dominios se extendían desde Guyena hasta Provenza, a pesar de que en algunas regiones —en particular en aquellas en las que gobernaba Raimundo Roger de Trencavel, vizconde de Béziers, Carcasona y Albi— el poder efectivo de Raimundo VI era prácticamente inoperante. Probablemente la prudencia del conde de Tolosa fue la causa tácita por la cual también se negó a participar en la campaña contra los herejes. Pero pagó muy cara esta negativa, puesto que el legado del Papa le excomulgó. Inocencio III cambió de táctica al ver que ni el rey capeto, ni el conde Raimundo VI querían participar en esta campaña. Ahora, en una carta dirigida a los obispos del Mediodía francés, expone los principios que se emplearían para desencadenar la cruzada: “La Iglesia —afirmaba el Papa— está facultada — debido a la defección de los soberanos— a prescindir de ellos y a convocar por si misma a todos los cristianos a la lucha contra la herejía”. Inocencio III ofrecía los territorios que los herejes dominaban a todos aquellos que fuesen capaces de conquistarlos. Raimundo VI reaccionó muy mal, y solicitó una entrevista con el legado papal Pedro de Castelnau, pero éste no le quiso levantar la excomunión. El legado quería hablar personalmente con el Papa, pero de camino hacia Roma —cerca de Arles— fue vilmente asesinado el 15 de enero de 1208. Se dijo que un escudero del conde Raimundo VI fue su asesino. El hecho es que el Papa, muy indignado, concedía a quien luchara contra Raimundo, los territorios del mencionado conde de Tolosa. Ahora el grito de guerra contra los herejes y contra el excomulgado conde fue general y estremecedor. Se preveía que la lucha sería enconada, y así lo demuestran los hechos que expondremos a continuación. El papa Inocencio III lanzó la convocatoria de cruzada el 10 de marzo de 1208, y la lucha duró casi cuarenta años. Acudieron al llamamiento del Papa alemanes, ingleses, italianos..., pero principalmente franceses norteños. Formaban una multitud abigarrada en la que muchas personas sencillas —atraídas por la esperanza del botín— se ponían a disposición de los grandes señores cruzados, como fueron el duque de Borgoña, los condes de Nevers, de Bar y de Saint-Pol. Curiosamente, en el bando papal también encontramos al mencionado conde Raimundo VI de Tolosa, puesto que le había pedido perdón al Papa y éste, tras la correspondiente penitencia, le levantó la excomunión. A pesar de todo, los caudillos de la milicia papal no tenían toda la confianza del legado papal, y por este motivo se puso al frente de todos ellos Simón de Monfort, un gran soldado, pero desgraciadamente sin escrúpulos. Era un hombre cruel, fanático y astuto. Habiendo regresado a Francia tras la cuarta cruzada, fue elegido para dirigir la cruzada contra los albigenses (o cátaros) en el año 1209. HISTORIA DE LA IGLESIA 209 El reclutamiento por parte de los enemigos de los cruzados, también tenía mucho que ver con los vínculos feudales. El señor llevaba tras de si a los vasallos obligados por el juramento feudal a otorgar estos servicios de milicia. Aquí la tropa también es muy plural, y aun así abundan los burgueses, los artesanos y los campesinos. Por supuesto los perseguidos por la cruzada no eran todos cátaros, también había muchos que se oponían al comportamiento de la alta nobleza y de la clerecía adicta a la postura no demasiado clara de los promotores de una cruzada que no entendían el alcance de sus últimas intenciones malsanas. En cambio, el pueblo sencillo de las ciudades y la gente del campo no mostraban mucho entusiasmo hacia los meridionales, o sea, los cátaros, y muy a menudo recibieron con grandes muestras de satisfacción la victoria de las tropas norteñas de Francia, puesto que para ellos suponía la libertad de los lazos feudales, y así también creían que podrían saldar antiguas cuentas. Por lo tanto, la cohesión que daba fuerza a los meridionales (o cátaros) frente a los cruzados invasores, tenía sus fisuras y se manifestaban muchas divergencias entre ellos. La cruzada empezó repentinamente como un estallido. Los cruzados, habiendo traspasado el Ródano, se plantaron en las puertas de Béziers. Aquí se encontraba defendiendo la ciudad el vizconde Raimundo Roger de Trencavel, que tuvo que dejar esa ciudad para ir a buscar refuerzos a Carcasona. El hecho es que cuando se fue el vizconde, salieron los soldados de Béziers a luchar contra los que asediaban la ciudad, y éstos —los cruzados— entraron en la ciudad el 22 de julio de 1209. Lo que sucedió en la ciudad de Béziers todavía hoy provocan repulsa y gran verguenza a los lectores de las crónicas. Unos treinta mil habitantes fueron acuchillados en la iglesia y alrededores de Santa Magdalena de Béziers. Arnaldo Amalric, abad del Císter, fue el gran instigador. También se dice que no hizo ninguna distinción entre los asediados, ya fueran católicos o cátaros, y que no perdonó ni a niños ni a mujeres. Todos fueron cruelmente asesinados, según nos cantan nostálgicamente el trovador Figueira y la Chanson de la Croissade. La crónica decía que el jefe de los cruzados aseguraba que si entre las víctimas había cristianos, ya el Dios omnisciente sabría distinguir en la otra vida los buenos de los malos. Era la victoria del cinismo más absurdo y de la violencia sin entrañas. El día 15 de agosto de 1209 cayó Carcasona. Raimundo Roger Trencavel fue desposeído de todos sus títulos y posesiones, los cuales fueron ofrecidos por el legado papal Arnaldo Amalric a los señores feudales que más se distinguieron en la lucha. Pero ninguno de ellos aceptó. Aun así, el ambicioso Simón de Monfort aprovechó estas circunstancias para adueñarse rápidamente del país de Oc. Se sirvió del pillaje, el incendio y la destrucción de todo. En los territorios conquistados también impuso sus leyes extranjeras, a la vez que destruyó la vida económica. Así se apoderó de Carcasona, Béziers y de muchas plazas fuertes con una crueldad inenarrable, levantando enormes hogueras humanas. Quedaba Tolosa. En 1211 los legados pontificios le hicieron saber al conde Raimundo VI sus condiciones: licenciar a sus hombres —dejar Tolosa sin 210 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) tropa—, entregar los judíos a los cruzados y facilitarles la lista de los herejes. Raimundo VI se negó, y Simón de Monfort tomó el mando definitivo y absoluto de los cruzados, obteniendo algunas victorias sobre Raimundo VI y su vasallo, el conde de Foix. Finalmente, puso asedio a Tolosa, pero no consiguió invadirla. En estas circunstancias intervino el rey Pedro I de Cataluña (y II de Aragón) puesto que tenía muchos derechos feudales en el sur de Francia, y apoyaba a los condes de Tolosa y de Foix. Era cuñado del primero. A pesar de todo, el éxito de Simón de Monfort continuó, y el 12 de septiembre de 1213 la coalición de Pedro I, Raimundo VI y el conde de Foix, fue vencida estrepitosamente en la batalla de Muret. En ella murió el rey catalán Pedro I, padre de Jaume I. Raimundo VI se refugió en Inglaterra, y dejó que Tolosa abriera sus puertas a los cruzados. La gran victoria fue para Simón de Monfort, especialmente cuando en el concilio IV del Laterano Inocencio III declaró que el nuevo soberano de Tolosa sería Simón de Monfort. El 16 de julio de 1216 murió el papa Inocencio III. Al conocer la noticia, Raimundo VI desembarcó en Marsella y después los habitantes de Tolosa consiguieron expulsar a los cruzados de la ciudad. Simón de Monfort intentó por dos veces entrar de nuevo a la ciudad, pero los tolosanos se defendieron heroicamente del asedio. Precisamente estando Simón de Monfort en el mencionado asedio, una piedra lo hirió mortalmente en la cara. Era el 25 de junio de 1218. La mencionada crónica Chanson de la Croissade dice: “La piedra fue directa hacia el lugar preciso y le dio tan acertadamente en el yelmo de acero, que le hizo saltar en pedazos los ojos, el cerebro, los dientes, la frente y las mandíbulas”. Tras su muerte, los cruzados se retiraron y Raimundo VI pudo volver a Tolosa y al Languedoc. En la segunda fase de la lucha contra los cátaros intervino el rey de Francia, Luis VIII. Éste, aconsejado por su esposa Blanca de Castilla, intentó imponer su dominio en el Mediodía francés. Así, después del concilio de Bourges, en el año 1226 se declaró al conde de Tolosa enemigo del rey y de la Iglesia. Luis VIII, con el apoyo del Papa, conquistó los amplios dominios del conde de Tolosa, prácticamente todo el Languedoc. Sólo la enfermedad de Luis VIII impidió que invadiera Tolosa. El rey murió mientras regresaba a Auvernia. La reina viuda prosiguió con tenacidad la lucha, pero hay que reconocer que tanto la misma campaña como las finalidades de esta condesa ya no eran religiosas, sino políticas. En el año 1228 Raimundo VII, hijo de Raimundo VI, quería la paz al darse cuenta de que los franceses del Mediodía eran más partidarios del rey francés que del conde de Tolosa. Se firmó la paz en un tratado celebrado en el mencionado año en París. Raimundo, humillado y sometido a una penitencia pública, prometió luchar contra los herejes y que indemnizaría a la Iglesia por los daños causados en los periodos en que tanto él como su padre favorecieron la causa de los herejes. También se comprometió a anexionarse al rey francés. Así se aseguró la unidad de Francia. HISTORIA DE LA IGLESIA 211 Pero los señores meridionales no aceptaron el pacto. En el año 1240, Raimundo de Trencavel, hijo del infortunado Raimundo Roger, inició una nueva revuelta, a la cual no fue ajeno el mismo Raimundo VII. Fue una campaña clandestina de ayuda a los cátaros. Éstos se hicieron fuertes en varias fortalezas como la de Montségur y el vizcondazo de Fenouillèdes, cerca de Rosellón. Perseguidos todos ellos, y denunciados a la Inquisición (que desde 1229 mantenía una lucha permanente contra ellos), poco a poco se fue reduciendo el número de sus partidarios y a la vez se fueron recluyendo en regiones cada vez más inaccesibles a la vigilancia de la Iglesia. Raimundo Trencavel fracasó estrepitosamente en varias escaramuzas, y Raimundo VII en el año 1243 fue sometido definitivamente al rey francés. El último reducto fue Montségur, lugar de refugio de centenares de cátaros perseguidos por todo el sur de Francia. Allí encontraron un refugio seguro gracias a la orografía que hacía inexpugnable aquel baluarte. Por lo menos así lo creían falsamente: era un refugio seguro malévolo. El asedio duraría casi un año: entre el 13 de mayo de 1243 y el 14 de marzo de 1244. El día de la rendición, doscientos diez cátaros se negaron a abjurar de su religión, y el 16 de marzo fueron quemados en una impresionante hoguera. Fue todo un símbolo de hasta donde podía llegar la intolerancia de unos cruzados más fanáticos que sus propias víctimas, los cátaros. La Inquisición En varias ocasiones hemos hablado de la Inquisición como una institución que pretendía sofocar la herejía cátara. El origen de la Inquisición radica en la misión de los obispos de enseñar la verdad de la fe y de defenderla contra aquellos que la atacan. Pero durante los siglos XI, XII y XIII los obispos se encontraban impotentes ante el avance de los cátaros, albigenses y valdeses. El papado, para apoyar esta misión episcopal, creó un tribunal especial: la Inquisición. Por lo menos así se dice en los documentos. Pero hay que distinguir varias etapas: el papa Lucio III, en el año 1184 estableció que todos los obispos debían visitar sus parroquias una o dos veces al año, personalmente o mediante delegados, especialmente en aquellas zonas que estaban “contaminadas por la herejía”. Los herejes eran acusados ante el obispo por los vecinos o por el mismo párroco previo juramento. Si eran culpables, según la Inquisición, se les imponían unas determinadas penas: nunca la pena de muerte. El episcopado también tenía jurisdicción en estos asuntos sobre los monasterios exentos. Varias constituciones emitidas por Inocencio III (años 1205, 1206 y 1212) y el canon 3 del concilio Laterano IV (año 1215) completaron las anteriores prescripciones de Lucio III. Para hacer más eficaz la mencionada misión, la Santa Sede confió la Inquisición a legados pontificios especiales: en Francia a Pedro de Castelnau, cardenal de San Angelo; en Cataluña a san Ramon de Penyafort… Por lo tanto, la Inquisición en esta primera fase era bastante benigna, a pesar de que en las posteriores campañas contra los cátaros —cómo hemos visto— y contra los judíos, casi siempre acabaron con hogueras o degollaciones masivas, como en los casos expuestos de Béziers y Montségur. En la historia moderna de la Iglesia se estudia especialmente la llamada Inquisición de los Reyes Católicos de España 212 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) El catarismo en Cataluña El catarismo se extendió rápidamente por Cataluña. Existe constancia de una importante comunidad cátara en el Valle de Arán a mediados del siglo XII, que perduró durante todo el siglo XIII. El catarismo catalán procedía de Occitania a causa de los constantes contactos entre ambas regiones motivados por el comercio y la industria, especialmente la textil, además de que la lengua era parecida (catalán y languedoc). Los cátaros catalanes, e incluso los perseguidos en otras regiones de Europa, se refugiaron en los Pirineos. Así consta que durante muchos años, un gran número de ellos permaneció en Andorra. También en el Valle de Arán y en la mayoría de los valles de los Pirineos. Hay procesos en el obispado de Solsona. El catarismo catalán tuvo amplias repercusiones políticas gracias a las mutuas alianzas entre ellos y los gibelinos —contrarios al Papa— de Lombardía. La protección más o menos solapada de los magnates de Cataluña al catarismo, se desvaneció durante el reinado de Jaime I el Conquistador. El monarca catalán cedió ante las fuertes presiones del Papa: el catarismo tenía que extinguirse. Gregorio IX encomendó a la nueva Inquisición catalana la aniquilación de la denominada “pestilente herejía”, y san Ramon de Penyafort redactó las normas que habría que seguir, y finalmente Jaime I las promulgó (año 1233). A pesar de todo, el gran político Jaime I actuó con astuta prudencia, evitando la creación de cátaros mártires catalanes, pero procurando no airar al Papa. Los beguinos y las beguinas No podemos dejar un tema de notable importancia por las posibles implicaciones que tuvo con los cátaros. Nos referimos a los beguinajes que aparecen durante el siglo XII en la Europa septentrional, especialmente en Flandes. Fueron principalmente comunidades de hombres laicos, pero sobre todo de mujeres: viudas de guerreros y de cruzados o doncellas de noble linaje, que no se habían casado, y otras mujeres abandonadas que sentían la necesidad de practicar el sagrado retiro, pero sin pronunciar votos ni observar regla monástica alguna. En los beguinajes podemos ver los precedentes de las órdenes terceras (franciscana y dominica) que se crearon en el siglo siguiente (siglo XIII), a medio camino entre la vida seglar y la vida monástica. Beguinos y beguinas llevaban una vida austera. Una ‘gran dama’ ejercía la autoridad suprema en los beguinajes femeninos, y otras ‘amas’ particulares regían los conventos de los beguinajes. Un consiliario aseguraba la formación religiosa de las novicias y el culto litúrgico. Después de su noviciado, las beguinas hacían voto de permanencia, asignándose una residencia fija. Vivían con sencillez, recitaban comunitariamente el oficio divino y rezaban asiduamente. Los miembros de los beguinajes femeninos prestaban servicios útiles, hilaban la lana, blanqueaban la ropa y atendían escuelas y hospitales, sin que prevaleciera nunca la acción sobre la contemplación. HISTORIA DE LA IGLESIA 213 El espíritu evangélico inspiraba la espiritualidad beguina: pobreza, piedad, pureza... Cada una de las comunidades tenía su peculiar carácter según su director espiritual, sacerdote o monje (cisterciense normalmente). La vida en comunidad no era demasiado férrea en los beguinajes. En ellos, las personalidades se desarrollaban más libremente que en las órdenes monásticas. Numerosas beguinas se hicieron famosas, como Hadevych o Beatriz de Nazaret. El origen de la palabra ‘begui’ sigue sin estar muy claro hoy en día. Podría proceder del nombre de santa Beggue († 693) o del predicador de Lieja, Lamberto de Beges († 1177), o quizás del verbo alemán ‘beggen’ (rezar). Desgraciadamente, en numerosos escritos se denomina a los beguinos ‘albigenses’ y se confunden con ellos. Y es que la Iglesia veía con inquietud y no menos animadversión la proliferación de beguinajes, que sentían la seducción de actitudes y posiciones fronterizas a las herejías. Posiblemente algunos beguinajes se abrían a los “hermanos y hermanas de espíritu libre” que proclamaban el carácter nocivo de los sacramentos y la libertad de la carne y el espíritu. Algunos de ellos afirmaban: “el hombre unido a Dios es incapaz de pecar”. Estas divergencias con la Iglesia oficial comprometieron definitivamente el beguinaje a ojos de los jerarcas eclesiásticos. Las beguinas muy pronto fueron tildadas de herejía, y en el siglo XIII llegó a forjarse el término ‘begard’ que designaba expresamente a los beguinos ortodoxos. En su afán por salvar la pureza del dogma, el concilio de Vienne del año 1314 condenó a las beguinas como herejes y decidió su eliminación. Los begardos, también desprestigiados, desaparecieron por completo. Sin embargo, a mediados de siglo XIV el papa Juan XXII autorizó a las beguinas (no sospechosas de herejía) a reanudar su vida comunitaria. 22. EL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA • • • • • La pirámide medieval se tambalea La búsqueda de un Papa ideal Los papas, juguetes del rey de Nápoles ¿Qué se debe hacer con un Papa dimisionario? “Te has sentado en el trono pontificio como un lobo”. Así calumniaban los ‘espirituales’ a Bonifacio VIII • El gran error de Bonifacio VIII fue el haber nacido un siglo más tarde • “Es necesario para la salvación, que toda criatura humana permanezca sujeta al romano pontífice” La pirámide medieval se tambalea Tras el pontificado de Bonifacio VIII, la historia medieval de la Iglesia se puede considerar finalizada, puesto que con aquel Papa se debilitó enormemente dos de las características fundamentales del periodo medieval: el feudalismo y la hierocracia. Bonifacio VIII intentó colocarse en el vértice de la pirámide de la sociedad. Así lo postulaban la teocracia sagrada o la hierocracia a diferencia de la teocracia real: aquí el rey está en el vértice, y en la hierocracia lo está el Papa. Aun así, los hechos actuaron contra la hierocracia. Los reyes ya no hacían ningún caso a las admoniciones y a las excomuniones papales. Ni la misma sociedad se sobrecogía —como lo había hecho en tiempos de Gregorio VII o de Inocencio III— ante las constantes fulminaciones de penas canónicas lanzadas por y desde Roma. Desde la muerte de Bonifacio VIII (1303), la cristiandad se estructuró de un modo diferente a los vínculos feudales y medievales. Surgieron nuevas concepciones laicales sobre las naciones o sobre las interrelaciones Iglesia y Estado. El declive de la preponderancia papal e imperial era más que evidente. La pirámide medieval de la sociedad se derrumbó. 216 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Las culturas europeas también manifestaron un giro, iniciándose —primero en Italia— el movimiento denominado ‘Renacimiento’. Petrarca y Dante fueron los grandes pioneros de todos estos hechos y de su importante evolución. La búsqueda de un Papa ideal Conradino —el último de los Hohenstaufens e hijo de Conrado IV— pretendió reconquistar el trono de Sicilia. Tenía sólo quince años cuando luchó contra Carlos de Anjou y contra su aliado, el Papa. El rey de Nápoles venció a los alemanes en la batalla de Tagliacozzo (1268). El desafortunado Conradino huyó de la derrota, pero poco después lo encarcelaron y lo llevaron a Nápoles, donde fue ejecutado por el rey Carlos de Anjou con una villanía ‘canallaresca’. Con la caída de los Hohenstaufens, y a pesar de una efímera victoria del papado, Sicilia se encontró en una situación lamentable, puesto que fue juguete de la casa de Anjou y de la corona francesa. El Papa volvió a perder, en parte, su inestimable independencia. También contribuyeron a ello las rivalidades entre las familias nobles romanas: los Colonna, los Orsini y posteriormente los Gaetani. Todos ellos quisieron incorporar sus partidarios en el colegio cardenalicio. Se buscaban descaradamente familiares eclesiásticos que pudieran convertirse en cardenales. Pero el grupo de cardenales que consiguió cambiar decisivamente la política de la Santa Sede y de los Estados Pontificios fueron los cardenales pro-franceses. Este grupo fue impuesto por el mismo rey de Nápoles, el francés Carlos de Anjou. Estas imposiciones y partidismos fueron la causa de dos interregnos (o sedes vacantes) papales: el primero (entre Clemente IV y Gregorio X), que duraría tres años (1268 a 1271), y el segundo se prolongó casi dos años (entre Nicolás IV y Celestino V, entre 1292 y 1294). Tres años después de la muerte de Clemente IV (1268) —como hemos dicho— le sucedió Gregorio X (1271-1276). Este Papa en el año 1274 convocó el concilio II de Lyon (XIV concilio ecuménico). Este concilio es importante porque entre los acuerdos disciplinares está la constitución referente a la elección del Papa; esta constitución quería completar los decretos promulgados ya en 1179 por el concilio ecuménico X —Laterano III—. En el anteriormente mencionado concilio II de Lyón, se decretó que transcurridos diez días tras la muerte del Papa, los cardenales se debían reunir para elegir a un nuevo Papa sin esperar a los cardenales ausentes. Durante la elección, los cardenales permanecerían encerrados —de aquí el nombre de ‘cónclave’— en una gran sala sin posibilidad de comunicarse: los cardenales no podrían recibir ni enviar cartas ni mensajes. Si después de tres días no hubieran efectuado la elección, sólo podrían tomar comida en un solo plato en cada comida, y pasados quince días, si todavía no hubieran elegido nuevo Papa, se les castigaría ofreciéndoles sólo pan, agua y un poco de vino. Posiblemente nunca se llegó a este extremo, pues el hambre frecuentemente consiguie lo imposible. En el concilio II de Lyon (XIV ecuménico) también se trató el tema de la unión entre la Iglesia latina y la oriental. En esta época reinaba el emperador Miguel HISTORIA DE LA IGLESIA 217 Paleólogo en Grecia. Éste envió a Roma unos legados que reconocieron el primado del Papa y admitieron —tal y como los latinos confesaban— que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo. La aceptación de esta fórmula (‘Filioque’) no perduró demasiado tiempo, puesto que tres años después, cuando Nicolás III (1217-1280) ya era Papa, los griegos rechazaron de nuevo esta fórmula latina del ‘credo’. Los bizantinos se veían forzados a llegar a pactos para no caer en manos del islam, y por eso transigieron en los temas doctrinales, pero cuando ya no era necesario volvían a sus formulaciones. No hay duda de que la elección de los papas constituye en este periodo la fotografía del estado de influencias de los bandos de Roma y del rey Carlos de Anjou, así como del poder que tenía el movimiento denominado ‘espirituales’. Estos últimos buscaban un Papa ideal. Otros buscaban un Papa que contentara a todo el mundo, y en la práctica, una vez elegido, pactaría con alguno de los bandos mencionados. Buena muestra de este estado de las cosas fue la elección de dos papas: el mencionado Gregorio X (1271-1276) y Juan XXI (1276-1277). El primero era simplemente un laico cruzado que se encontraba en Palestina cuando los cardenales le propusieron que aceptara el papado. En este caso se intentó que el nuevo Papa encarnara el ideal de las cruzadas. En Juan XXI (Petrus ‘Hispanus’ por su origen portugués) se quiso personificar un Papa científico e intelectual. Todo el mundo reconocía en él una gran personalidad. Así lo atestigua el mismo Dante, que colocó a Juan XXI en el paraíso, entre el coro de los excelsos teólogos; en cambio al Papa san Celestino V lo puso en el infierno como veremos a continuación. Precisamente conocemos un episodio de este Papa muy curioso y a la vez lastimoso. Dicen las crónicas que era un buen médico y un “Papa magus” que formaba parte de la corte del papa Gregorio X como facultativo de medicina. No era cardenal cuando fue elegido Papa. De si mismo se decía que tenía una salud de hierro, pero el día 14 de mayo de 1277 —hacía sólo nueve meses que era Papa—, entrando en una cámara que él mismo hizo edificar en el palacio papal de Viterbo, cayó el tejado sobre él. Hoy en día todavía se puede visitar este recinto, en el que una lápida evoca a este Papa llamado “Petrus Hispanus”, gran científico y no menos desgraciado. Los papas en esta época son fruto o bien de una idealización espiritual o de una imposición terrenal de algunos de los bandos favorables a las facciones romanas o de la casa de Anjou de Nápoles. Tal es el caso del papa Martín IV (12811285), juguete de Carlos de Anjou, siempre inexorablemente contrario a la casa real de Aragón y Cataluña. En el año 1282 los sicilianos se levantaron contra los de Anjou y se dio una gran mortandad entre los franceses. Fue la revuelta llamada ‘Vísperas sicilianas’. El rey Pedro II de Cataluña y III de Aragón, yerno del desafortunado Manfredo, reivindicó la herencia de los Hohenstaufens y se apoderó de la isla. Desde este momento Sicilia se separía de Nápoles. El papa Martín IV hizo predicar una trágica y escandalosa cruzada contra el rey catalán y contra los habitantes de Sicilia. Así se llegó al máximo desprestigio del concepto de cruzada, verdadero escándalo para las gentes del siglo XXI. 218 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) Los papas, juguetes del rey de Nápoles Después del torturado pontificado de Nicolás IV (1288-1292), lleno de rivalidades entre los Colonna y los Orsini, la Santa Sede se sumergió de nuevo en otra ‘sede vacante’ bastante larga. Tuvieron que transcurrir dos años para elegir nuevo Papa, y éste fue tan santo como incompetente gobernante. Fue el célebre san Pietro del Morrone, que sólo gobernó —o mal gobernó— la Iglesia algunos meses durante el año 1294. En la elección de san Celestino V, se buscó nada más ni nada menos que a un ‘Papa angélico’, y esto alargaría la agonía de la edad media por unos años. En lo referente a la elección de san Celestino V, debemos recordar que ya en tiempos del papa Juan XXI se abolió la constitución del concilio de Lyon II, en la cual se determinaban —como vimos— unas normas muy férreas de elección de un nuevo Papa. Cuando se hubieron celebrado los funerales de Nicolás IV, los cardenales se reunieron primero en Santa María la Mayor, después en el Aventino, y finalmente en Santa María sobre Minerva. Pero no se llegó a ningún acuerdo porque los Colonna —que tenían en la cabeza el grupo integrado por los cardenales Pedro y Jacobo— querían imponer su candidato. Lo mismo hacían los cardenales adictos a los Orsini. El calor del verano hizo posponer el cónclave. Durante el mes de septiembre, los cardenales se volvieron a reunir en Roma, pero las discusiones volvieron a ser lo cotidiano siendo los pactos totalmente estériles. A principios del año 1293 se volvieron a dispersar sin haber elegido un nuevo Papa. Se produjeron grandes disturbios por las calles y plazas de Roma, y los Orsini luchaban contra los Colonna en sus castillos. Era un panorama muy penoso y no menos lamentable para la misma Iglesia. Intervino Carlos II de Anjou, al que llamaban ‘el cojo’ porque lo era. Los cardenales estaban de nuevo reunidos en cónclave en la ciudad de Perugia. Curiosamente, los franceses impusieron un nombre: el del ermitaño Pedro de Morrone, que residía en Sulmona. Este santo ermitaño escribió antes una carta al colegio cardenalicio diciéndoles que era un escándalo lo que pasaba, y los conminaba a que eligieran de una vez el supremo pastor. El decano del sacro colegio, el cardenal Mala Cranca, muy devoto de Morrone y posiblemente coaccionado por el mismo Carlos II, propuso que Pedro Morrone fuera el nuevo Papa. Así se llegó a un acuerdo entre los cardenales y le pidieron que aceptara. Él, que se había retirado en la montaña Maiella fundando la congregación de ermitaños llamados ‘celestinos’, aceptó, pero puso una condición: que no sería consagrado, ni coronado, sino en una ciudad segura, bajo la protección del rey de Nápoles. La ciudad escogida fue Áquila. El 27 de julio de 1294, su entrada en Áquila fue espectacular según cuentan las crónicas. Más de doscientas mil personas lo aclamaron. Entró en la catedral flanqueado por dos reyes: Carlos II de Anjou y su hijo Carlos Martel, rey de Hungría. Una ceremonia espléndida de un pobre Pedro de Morrone que entró en Aquila descalzo sobre un borrico. El mismo Pedro de Morrone se impuso el nombre de Celestino V. En la entrada a Áquila se derrumbó una tapa, matando a varios espectadores del acontecimiento. HISTORIA DE LA IGLESIA 219 Pero Celestino V no quería vivir en palacios. Así, pues, se trasladó a Nápoles y se retiró en una pequeña celda (o cueva dentro de un gran salón). Tenía 80 años y muy poca experiencia para los negocios de Estado. Tenía pocos conocimientos de teología, y todavía menos de latín. Se rodeó de monjes excéntricos y de políticos intrigantes. Los mismos cardenales estaban muy incómodos ante él y les consultaba raramente los negocios urgentes. Pero lo más grave del caso fue la creación de doce cardenales (siete franceses y tres napolitanos) adictos al monarca de Anjou. Y al hijo de éste —un chico de veinte años— el nuevo Papa lo promovió arzobispo de Lyon. Celestino V era muy generoso con los ‘espirituales’, de tal modo que les llegó a conceder muchos privilegios. El desgobierno curial llegó a tal punto, que no era extraño que se concediera el mismo beneficio a varias personas, porque no se llevaba ningún control de registro, y el pobre Papa tenía muy poca memoria. Algunos cardenales aconsejaron al papa san Celestino V que dimitiera. Lo acusaban de que su presencia representaba un gran perjuicio para la Iglesia. Celestino V —que era un auténtico santo— se sintió interpelado ante esta argumentación. Aun así, algunos afirmaban que el Papa no podía renunciar, puesto que “la unión del Papa con la Iglesia de Roma era considerada como un matrimonio indisoluble en el que no se admite el divorcio”. En la Iglesia a menudo hay aduladores que hacen mucho daño bajo la capa de la prudencia y de una pretendida santidad. Pero Celestino V se autoconvencía de que debía dimitir, cosa que ha pasado en algunos casos (una docena) en la historia del papado. Así promulgó una bula en la cual él, como supremo pontífice, afirmaba que el Papa, en circunstancias especiales, podía renunciar a su dignidad. Y, finalmente, el 13 de diciembre de 1294 tuvo la valentía de leer ante el consistorio su renuncia, la cual fue considerada por Dante como “il gran rifiuto”; por eso –como hemos dicho– el eminente autor de La divina comedia colocó al pobre san Celestino en el infierno, junto a los cardenales que aceptaron esta renuncia porque iba “contra Italia” decía. La renuncia de Celestino V fue un trascendental hito histórico para la Iglesia. Aun así, tampoco debemos exagerar, puesto que más de una docena de papas en la historia presentaron su renuncia o se vieron obligados a renunciar. Precisamente en el año 1977 el papa Pablo VI —muy enfermo y también con ganas de renunciar— evocó este hecho durante una visita a la tumba de san Celestino V en Áquila. Pablo VI, muy sensible a las enseñanzas de la historia, creyó que las ventajas de su dimisión no ultrapasarían las desventajas, y por eso permaneció en la Sede romana hasta su muerte (6 de agosto de 1978). ¿Qué hubiera pasado si se hubiera encontrado gravemente impedido? El mismo Papa actual Benedetto XVI (2011) es de la opinión que en algún caso extraordinario el Papa se debe plantear (por edad o enfermedad) el dimitir del cargo. En el caso de Celestino V los inconvenientes de permanecer en el papado eran enormemente mayores. No podía gobernar la Iglesia aquel santo varón de ochenta años que regía la cristiandad —como decían sus contemporáneos— no ‘ex plenitudine potestatis’ 220 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) sino ‘ex plenitudine simplicitatis’ (“era muy simple”). Su gobierno —o mejor dicho, su desgobierno papal— duró sólo cinco meses. A continuación los cardenales eligieron a Benecito Gaetani, que se impuso el nombre de Bonifacio VIII. ¿Qué se debe hacer con un Papa dimisionario? El “gran rifiuto” o renuncia de san Celestino V extorsionaría todo el pontificado de Bonifacio VIII. Los enemigos, muy numerosos, del nuevo Papa, afirmaban que su elección había sido ilegítima y aun lo calumniaban asegurando que él había dado la orden para que el bueno de Pedro Morrone se viera abocado a una muerte inicua: perforándole el cráneo con un clavo. Esta fue la calumnia que propagaron muchos ‘espirituales’ contra Bonifacio VIII. Es cierto que el papa Gaetani mandó encarcelar a su antecesor en el castillo de Monte Famone, donde murió el 19 de mayo de 1296, pero Bonifacio VIII no tuvo nada que ver con su muerte. Aun así, un Papa dimisionario seguramente es incómodo para su sucesor. Ha habido —como hemos dicho— una docena de papas que han renunciado a su rango papal (o que se han visto, quizá, obligados a dimitir) pero ninguno acarrearía tan mala suerte a su sucesor como el caso de san Celestino V. “Te has sentado en el trono pontificio como un lobo”. Así calumniaban los ‘espirituales’ a Bonifacio VIII Después de subir al trono pontificio, Bonifacio VIII el Papa tuvo que enfrentarse a la rebeldía de los ‘espirituales’ y a la oposición de los cardenales Jacobo y Pedro Colonna. Aquellos lo consideraban el anticristo y le decían, empleando una frase ignominiosa atribuida a san Celestino V, “Has entrado como un lobo, reinarás como un león y morirás como un perro”. Los ‘espirituales’ estaban furiosos porque Bonifacio VIII les había retirado todos los privilegios que posiblemente eran injustos, o al menos inoportunos, concedidos por el anterior “Papa angélico”. Los Colonna también hicieron causa común con los ‘espirituales’ contra el nuevo papa Bonifacio VIII. Éste pertenecía a la familia de los Gaetani, la cual estaba en constante rivalidad con las otras grandes familias romanas. Era proverbial la rivalidad entre los Colonna y los Orsini. En el manifiesto de Lunghezza —del 10 de mayo de 1297— estos cardenales rechazaron al papa Gaetani. Decían que era un pseudo-papa, puesto que la renuncia de su antecesor había sido violenta, inválida y anticanónica. “Por eso —dice el manifiesto— se tendrá que convocar un concilio general que anatematice a Bonifacio VIII Gaetani y proceda a la elección de un nuevo Papa, restituyendo la buena memoria del difunto Celestino V”. La reacción de Bonifacio VIII fue fulminante: excomulgó a los autores del manifiesto de Lunghezza, o sea a los Colonna, y a los ‘espirituales’. Más allá de esta máxima pena canónica, los autores del manifiesto fueron declarados blasfemos y cismáticos, y sus bienes fueron confiscados. El rencor papal llegó a tal extremo, que Bonifacio VIII hizo predicar una cruzada contra sus enemigos, los Colonna. Éstos, perseguidos por todas partes y arrinconados en sus castillos, fueron definitivamente vencidos en Palestrina (Italia), donde tenían su baluarte más importante. Palestrina fue arrasada, y una labra trazó unos surcos de lado a HISTORIA DE LA IGLESIA 221 lado de la ciudad sembrándolos de sal. Así se simbolizaba la esterilidad perpetua de aquella ciudad y de toda la prosapia de los Colonna, a los cuales los Gaetani quisieron castigar definitivamente. Bien se podría decir que fue un castigo escandaloso y poco adecuado a la esperada magnanimidad y piedad paternal de un Papa. Fue una indigna venganza, aunque siempre la venganza es indigna, pero aquí era más indigna y terrible, patrocinada por el mismo Papa. Algunos miembros de la familia de los Colonna, casi milagrosamente, pudieron huir de la derrota de Palestrina, y aun así la ira del Papa les persiguiría y fueron encarcelados en el baluarte papal de Tívoli. Pero aquí los Colonna también encontraron partidarios que les ayudaron a escapar, huyendo primero a Sicilia y después a Francia el 13 de julio de 1303. Sabemos que durante el mes de agosto del mencionado año los sobrinos del cardenal Jacobo Colonna fueron recibidos con gran satisfacción por la corte francesa. Allí fueran huéspedes de honor del rey Felipe el Hermoso. Ellos y los consejeros reales Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisans, desde Virança programaron una refinada y despiadada venganza contra el Papa que con tanta ignominia les había ultrajado. El gran error de Bonifacio VIII fue el haber nacido un siglo más tarde En los conflictos entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso asistimos a la titánica lucha entre dos concepciones: la de las de dos edades, la medieval y la moderna. Bonifacio VIII se aferró a una época pasada, y esta edad se desplomó con el Papa dentro. Felipe, rey de Francia, intuyó el nuevo rumbo que iba a tomar la historia: el absolutismo político y laico en contra del absolutismo eclesiástico y hierocrático. En aquella lucha, el rey logró una clara ventaja. Los tiempos habían cambiado. El pontífice no podía deponer ni a los reyes ni a los emperadores como Inocencio III había hecho. El Papa tampoco podía imponer normas cristianas de gobierno a los príncipes, bajo graves penas y censuras. Haría el ridículo en tal caso. ¡Y Bonifacio VIII hizo el ridículo muchas veces durante su pontificado! El gran error de Bonifacio VIII posiblemente fue el haber nacido con un siglo de retraso. Su pontificado hubiera podido cuajar en tiempos de Inocencio III, pero no en los suyos. Bonifacio III es una gran figura histórica obtusamente colocada fuera de su tiempo. El choque entre el papado y el rey francés se inició el 24 de febrero de 1296 con la publicación de la bula ‘Clericis laicos’. En ella el Papa se proponía proteger —según lo dispuesto en los concilios III e IV del Laterano— la inmunidad de los bienes eclesiásticos. Bonifacio VIII prohibía que cualquier laico pudiera exigir al clero, sin permiso del mismo Papa, cualquier tipo de tributo o tasa. Aun así, tal prohibición equivaldría al boicot de las guerras que con tanta frecuencia el rey realizaba con ayuda de estas contribuciones económicas procedentes de las iglesias y de los estamentos clericales ubicados en la demarcación geográfica o en los dominios franceses. Con otras palabras, esta disposición papal llevaba a la sensación y a la práctica de que sin las contribuciones pecuniarias bendecidas y aprobadas por el Papa, el rey no podría llevar a cabo las guerras a las cuales tan aficionado era Felipe el Hermoso. Según el rey, esta negación o pretensión 222 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) papal era demasiado ingenua e insultante a la dignidad de los soberanos franceses que tanto habían favorecido a la Iglesia. Tampoco a él se le escapaban las auténticas razones que tenía el Papa: el rey quería percibir estos importantes ingresos económicos que iban inexorablemente a Roma. Ríos de dinero iban a las arcas del Papa. Felipe el Hermoso reaccionó astutamente. Dictaminó que de Francia no saldría ningún dinero ni ningún “bien precioso”; aun en el supuesto de que fuera fruto de algún beneficio eclesiástico o recompensa por alguna indulgencia pontificia. Todo debía permanecer dentro de la geografía territorial y del dominio de su reino. Esta decisión real equivaldría al estrangulamiento económico de la curia romana. Aun así, la reacción más violenta se hizo oír en los duros combates dialécticos que mantuvieron los juristas reales con los juristas papales. Aquellos afirmaban textualmente: “Antes de que existieran los clérigos, el rey de Francia ya poseía la jurisdicción sobre su reino y podía emitir edictos y así resguardarse de los daños e insidias de sus enemigos... Si los papas otorgaron a los clérigos y monjes —siempre con la autorización o tolerancia de los príncipes— algunos privilegios y sendas libertades, no por este motivo los papas pueden usurpar a los mismos príncipes el derecho de gobernar y defenderse de los enemigos en sus reinos, tomando las medidas necesarias y más útiles a juicio de los hombres más prudentes de sus respectivos reinos. Si así lo hace el Papa, bien se podría decir que el vicario de Jesucristo prohíbe dar el tributo al César...”. Bonifacio VIII reaccionó. La angustia económica del Papa a causa de las relaciones reales en las mencionadas disposiciones romanas, le hicieron capitular, y en la bula ‘De temporum spatiis’ (7 de febrero de 1297) el romano pontífice admitía que su anterior disposición podía tener excepciones y que por supuesto éstas se podían aplicar a Francia. El rey Felipe podía disponer de nuevo de los subsidios del clero francés, y especialmente si entraba en juego la defensa de la nación. Para sellar esta aparente reconciliación, se aceleró el proceso de canonización del abuelo de Felipe el Hermoso, san Luis. Éste fue elevado al honor y culto de los altares el día 11 de agosto de 1297 en Orvieto. Los incautos creían que este acto sellaría la paz definitiva entre los dos grandes personajes de finales del siglo XIII. Se equivocaron estrepitosamente. La fisura se hizo todavía más grande y más profunda. Hay que remarcar que en este periodo, Bonifacio VIII promulgó un año de jubileo o de perdón de todos los pecados. Así, el 1300 fue el primer ‘año santo’ o ‘jubilar’ del cristianismo, y la cúspide del pontificado de Bonifacio VIII. Nunca se habían visto tantos peregrinos en Roma. Más de un millón de personas procedentes de toda Europa se arrodillaron ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo durante aquel singular año. “Es necesario para la salvación, que toda criatura humana permanezca sujeta al romano pontífice” La paz duró poco. Ante los éxitos logrados en la cruzada aciaga contra los HISTORIA DE LA IGLESIA 223 Colonna y el esplendoroso año santo 1300, el Papa intentó de nuevo solucionar la cuestión de las inmunidades eclesiásticas. Con este objetivo, envió al obispo de Pámiers como su legado a la corte francesa. La actitud arrogante y reivindicativa de este prelado decepcionó mucho al rey, que buscó cualquier pretexto para acusar al mencionado legado de los máximos crímenes políticos y religiosos de aquella época: simonía, herejía, blasfemia ‘laesa majestad’, traición... De modo que el 24 de octubre de 1301 fue procesado. Los jueces del rey sentenciaron que debía ser encarcelado y depuesto del oficio episcopal y de la misión de legado pontificio. La reacción del Papa fue extremadamente intemperante. Decía que no se podía soportar que los jueces reales —especialmente los franceses— juzgaran a un obispo, y menos cuando éste era legado papal. Pero el punto culminante de esta lucha diplomática tan encarnizada entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII fue la publicación de dos bulas: ‘Ausculta fili’ (5 de diciembre de 1301) y ‘Unam sanctam’ (18 de noviembre de 1302). En la primera Bonifacio VIII reprobaba al rey francés la usurpación de los bienes de la Iglesia y le anunciaba su propósito de convocar a todos los obispos franceses a un concilio en el cual —celebrándose en Roma— se dictarían las medidas convenientes para asegurar la paz, la salvación y la prosperidad del reino. Irritado, el rey lanzó la mencionada bula al fuego y publicó una bula apócrifa, según la cual el Papa pretendía ejercer un ilimitado poder tanto sobre los asuntos materiales como los espirituales. Después, para arrancar una opinión favorable a la causa real, Felipe el Hermoso convocó en París (abril de 1302) a los representantes de los ‘tres brazos’ del reino: nobles, clérigos y comunes, para tratar “varios asuntos de interés para el rey y para el reino”. El papa Bonifacio VIII contestó —una vez desenmascarada la falsa bula— afirmando que él nunca había querido menguar el poder temporal del rey, y en lo referente a los asuntos temporales, sólo pretendía ejercer un poder indirecto relacionado con la potestad de atar o desatar los pecados cometidos. A pesar de todo, el día 1 de noviembre de 1302 se abrió en Roma —tal como anunciaba la bula ‘Ausculta fili’— el sínodo que se había convocado. El anterior episodio queda muy pequeño si lo comparamos con el siguiente. Hay que colocar la segunda bula que hemos mencionado, la ‘Unam Sanctam’, en el contexto de estos rifirrafes doctrinales y de la disputa de poderes. Todos los especialistas (teólogos e historiadores) del papado hablan de esta bula cuando se refieren al dogma del primado romano, puesto que en ella Bonifacio VIII definió que “...toda criatura humana permanece sujeta al romano pontífice”. Debemos hacer un resumen de la bula ‘Unam Sanctam’: * Existe una sola Iglesia en el mundo, santa, católica y apostólica fuera de la cual no hay salvación. Esta Iglesia representa un solo cuerpo místico que tiene como cabeza a Cristo y a su vicario, el sucesor de Pedro. 224 DE CARLOMAGNO AL EPÍLOGO DE LA EDAD MEDIA (s. IX-XIV) * En esta Iglesia y bajo su poder, existen dos espadas: una espiritual y otra temporal. La espiritual es manejada por el sacerdote, o sea por la Iglesia; la temporal es brandada por los príncipes, pero en bien de la Iglesia, y siempre según indicación o permiso del sacerdote. * Dios ha ordenado que todas las cosas tengan un régimen de subordinación; de tal modo que las inferiores se subordinen a las superiores, así también la espada o potestad temporal se debe subordinar a la espiritual, que es más excelsa. La potestad espiritual debe “instituir” la potestad terrenal y juzgarla, si no fuera buena o si se desviara de la justicia. En cambio, si se desvía la suprema potestad espiritual (eclesiástica), sólo Dios puede juzgarla. Quien resiste esta potestad establecida por Dios, resiste al mismo Dios. * “Finalmente declaramos, afirmamos y definimos que es necesario para la salvación que toda criatura humana que permanezca sujeta al Romano Pontífice”. Sólo esta proposición final tiene valor de definición ‘ex catedra’. La frase procede de santo Tomás de Aquino. El pensamiento general de la bula sigue el tratado De Ecclesiastica potestate de Egidio Romano, ermitaño agustiniano que escribió este libro pocos años antes de la promulgación de la bula ‘Unam sanctam’. A pesar de estas claras referencias, debemos afirmar que el colaborador más inmediato del Papa en esta bula probablemente fuera el cardenal Mateo de Aquasparta. La reacción del rey francés y de sus teólogos y juristas a esta bula fue muy dura. Aun así, debemos señalar que no era tanto una reacción contra el texto de la misma, como contra la política eclesiástica simbolizada en el importante documento papal. También debemos anotar que el carácter de definición fue plenamente confirmado por el concilio Laterano V, en el cual se subrayó el significado de la cláusula definitoria que debe ser aceptada por todos los católicos; es decir: cuando el Papa afirma y define que “toda criatura humana debe permanecer sujeta al romano pontífice”, define nada más y nada menos que aquel poder otorgado a san Pedro y los sucesores, por el cual “todo lo que ates será atado (en el cielo), y todo el que desates será desatado” (en el cielo). Tras la publicación de la ‘Unam Sanctam’, se intentó en balde pacificar los ánimos y llegar a un compromiso mediante el cual el papado hubiera podido obtener una solución satisfactoria. La legación del cardenal Le Moine (13021303) tampoco obtuvo resultados positivos. Hasta un enviado muy personal del Papa fue encarcelado. Había una clara y obvia declaración de enemistad entre el Papa y el rey que alcanzaría máximos extremos. Así, Felipe IV el Hermoso reunió en el Louvre a cinco arzobispos, 21 obispos y varios abades. En esta asamblea (13 de junio de 1303) se aprobó el texto condenatorio de delitos y pensamientos del Papa que todavía hoy da escalofríos leerlo. A la vez, en dicha reunión se determinó que se buscaría el apoyo de todos los estamentos para HISTORIA DE LA IGLESIA 225 que todos vertieran las mismas acusaciones contra el Papa. Lo cierto es que quienes le negaron su apoyo, fueron expulsados del reino o encarcelados. El Papa reaccionó con una serie de bulas en las cuales se fulminaban gravísimas sanciones. Entre estos documentos, hacemos mención de la bula ‘Nuper ad audiendum’, dirigida al rey, y la ‘Super Petri solio’, que excomulgaba al rey Felipe. Aun así, esta carta no se llegó a promulgar, puesto que el día que debía ser enviada a Francia (7 de septiembre) una banda de dos mil guerreros mercenarios franceses conducidos por el legista francés Nogaret y por Sciara Colonna se apoderaron de Anagni, residencia del Papa. Asaltaron el palacio de Bonifacio VIII, y éste, con un gesto solemne y a la vez trágico, los recibió revestido de pontifical, y dijo: “Si tengo que morir, al menos moriré como Papa que soy”. Los agresores —en contra de lo que dice la leyenda— no se atrevieron a tocar al pontífice, pero sí lo ultrajaron, dirigiéndole palabras contumeliosas, y amenazándolo con la muerte. Los agresores querían llevárselo a Francia para juzgarlo. Pero el pueblo de Anagni reaccionó violentamente contra aquellos franceses agresores, y los expulsaron de la mencionada ciudad. La mañana del 9 de septiembre, el mismo pueblo irrumpió en el palacio papal y liberó a Bonifacio VIII. El Papa se salvó, pero al cabo de pocos días moría en Roma, en el Vaticano, el 12 de octubre de 1303. Y podemos decir que con él también murió toda una edad: la medieval. La pirámide de la teocracia papal se derrumbó y las nuevas naciones se encumbraron en lo más alto de la historia como portadoras de los valores de la renaciente sociedad: una sociedad y una época nuevas en la historia de la ya madura Europa.