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12 DE OCTUBRE
INDICE
● PRESENTACIÓN
LA FUERZA DE UN PROYECTO
Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el tiempo y la geografía, Grijalbo
Mondadori, Barcelona, 1986
INDIANA
Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos inútiles, Ediciones de la Flor, Buenos
Aires, 1987
EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492
Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología esencial. Selección, prólogo y notas
de Valeria Añón y Vanina Teglia, Corregidor, Buenos Aires
UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA
J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El Libro de bolsillo, Alianza, Madrid,
1984
UN NUEVO PRODUCTO
Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones del Prado, España, 1995
ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,
Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1968
LA MESA DE MOCTEZUMA
Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico, conocida por el nombre de Nueva
España. Población y progresos de la América septentrional, Librería Española de Garnier
Hermanos, París, 1899
A TRAICIÓN Y CON MAÑAS
Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México, D. F., 1978
EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL
Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para el aspirante. Ciclo lectivo 2004,
Curso inicial Institutos de Educación Superior, Dirección General de Cultura y Educación.
Gobierno de la Provincia de Buenos Aires
EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA CONQUISTA
Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, Plaza & Janés, Colombia, 2004
LA ESCLAVITUD NEGRA
Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América, EUDEBA, Buenos Aires, 1964
NAUFRAGIO
Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana Lukin (compiladora). Una América de
novela, Sudamericana, Buenos Aires, 2001
EL CHOQUE BÉLICO
Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C. Chiaramone, Historia Argentina. De la
Conquista a la Independencia, Volumen 2, Paidós, Buenos Aires, 1972
EL SUPLICIO DE ATAHUALPA
Diego Barros Arana, Compendio de Historia de América. Cabaut y Cía. editores, París,
1926
QUEMANDO PAPELES INÚTILES
Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere, Buenos Aires, 2006
VIAJE AL RÍO DE LA PLATA
Ulrico Schmidl, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII, Colección Buen Aire, EMECE,
Buenos Aires, 1945. En Leer x leer, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación,
Ciencia y Tecnología, Volumen 3, 2004
PINTURA Y LABRADO
DE LOS INDIOS. SUS BORRACHERAS Y
BANQUETES
Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas,
Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982
EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS
Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas,
Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982
LA COCA
Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y
Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982
ENTERRAMIENTOS
Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas,
Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982
SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE ÁVILA Y GIL
GONZÁLEZ
Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas,
Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, 1982
EL PARAÍSO DE MAHOMA
Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos
Aires, 2006
VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS
Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida de un pueblo, Sistemas
Audiovisuales de Cultura, México, 1993
EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NÚÑEZ DE PINEDA Y BASCUÑÁN
Fernando Operé, Historias de la frontera. El cautiverio en la América Hispánica,
Corregidor, Buenos Aires, 2012
PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS CALCHAQUÍES
Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910, Siglo
Veintiuno-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008
TESTIMONIOS ASOMBROSOS
Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez en la entrega del Premio Nobel en
1982
UN QUILOMBO
Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires, 1975
UNA GUERRA JUSTA
Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, en
Alejandro Herrera Ibáñez, Antología. Del Renacimiento a la Ilustración. Textos de Historia
universal, UNAM, México D. F., 1972
LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS
Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista, Historia general de México, Tomo 1,
El Colegio de México, México, D. F., 1981
LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA
Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del Hombre, Tomo 1: De: La prehistoria a: El
encuentro de Dos mundos, Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, D. F., 1991
A COLÓN. CAUPOLICÁN
Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J. Battistessa, Corregidor, Buenos Aires,
2011
CRÓNICAS DE INDIAS
José Emilio Pacheco, Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 1986
GONZALO GUERRERO
Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara, México, D. F., 2002
JUAN DE GARAY
Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007
LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES
José Santos Chocano, en La mejor poesía. Selección de Héctor Yánover, Seix Barral,
Buenos Aires, 1998
EL HAMBRE
Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana, Buenos Aires, 1968
LA MALDICION DE MALINCHE
Gabino Palomares
DURA, TORVA Y LENTA
Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos Aires, 1978. En Cronistas
de Indias. Antología. Selección, introducción, notas y propuestas de trabajo: Silvia Calero y
Evangelina Folino, Colihue, Buenos Aires, 2006
LA NOCHE BOCA ARRIBA
Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos, Bruguera, Barcelona, 1979
NOS DEJARON LAS PALABRAS
Pablo Neruda, Seix Barral, España, 1974
LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO”
Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América latina. Notas sobre el pensamiento
nacional y popular, Ediciones del pensamiento Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009
PADRE Y MADRE
Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1992
MODERNIDAD Y COLONIALIDAD
Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la Argentina. Una historia en 12
lecciones, Novedades Educativas, Buenos Aires, 2013
LOS VENCIDOS
Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina, Colección Los Caminos de la Historia,
Buenos Aires, 2002
LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES DURANTE LA CONQUISTA
Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura compartida. Relaciones entre consignas,
contenidos y aprendizaje, en Isabelino A. Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela.
Criterios y propuestas para la enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012
LA MALINCHE
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1972
ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires,
2010
HECHOS E INTENCIONES
Margarita Peña, Descubrimiento y Conquista de América, Poetas, Misioneros y Soldados.
Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982
EXTRACTO DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE DE BOLIVIA, EVO
MORALES
● ACTIVIDADES
● BIBLIOGRAFÍA
La presentación, selección, organización y opiniones expresadas junto a los textos
seleccionados para cada una de las temáticas no han sido sometidos a revisión editorial, es
exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las del Ministerio de Educación
de la Nación.
PRESENTACIÓN
“Corre por estos documentos un torbellino de pasión; los autores admiran y apenas creen sus
propias hazañas; todavía están poseídos, alucinados, por la fiebre ávida que los impulsó en
un mundo desconocido, misterioso y lleno de maravillas; a distancia de siglos comunican su
exaltación de ánimo con viveza inmarcesible; oímos sus pasos y sus voces, reconstruimos sus
gestos y ademanes, participamos de su asombro ante la magnificencia cultural y natural de
las tierras que descubren y conquistan, hacemos nuestras sus zozobras, esperanzas y
venturas; suenan los cascos de los caballos, resuenan los golpes de las armaduras, y hasta el
fuego del sol, la tenacidad de las lluvias, el ímpetu de los ríos, el aliento de las montañas, el
rumor de la vida en los pueblos y los pequeños ruidos en las noches de vela, cobran
animación en estas páginas.”
Agustín Yáñez
El descubrimiento, conquista y colonización de América tuvieron sus
cronistas, como era inevitable por su importancia. Casi todos ellos fueron
protagonistas –marinos, soldados, misioneros-, que contaron lo que vivieron,
sobre las características geográficas del Nuevo Mundo, la cultura y formas de
vida de sus habitantes, las tácticas y luchas que les permitieron a los españoles
apoderarse del continente y la organización que crearon para gobernarlo.
No escribieron por el placer de escribir, a veces con calidad narrativa, otras
con prosa ruda, pero siempre con alto valor documental. Sus personajes son
hombres y no dioses, tienen sombras. Pasan a América “por servir a Dios y a su
Majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos
los hombres comúnmente veníamos a buscar”.
Curiosos, no les alcanzaban los ojos para describirlo todo: las carabelas, la vida
a bordo, el perfil de los navegantes, las discordias humanas, los sentimientos,
costumbres y tradiciones indígenas, el bullicio en los grandes mercados, el
género de vida de los soberanos indianos, el impulso guerrero, la diferencia de
armamento y las peripecias de un choque bélico, los repartos del botín,
naufragios, cautiverios, conspiraciones y rebeliones, los sacrificios humanos, la
navegación por ríos caudalosos y el ascenso a las altas cumbres, los vegetales,
animales y minerales, la fundación de ciudades.
En medio de su asombro, dijeron cosas nunca oídas ni soñadas. Como haber
visto indios con rabo, con los pies al revés, durmiendo bajo el agua, perdiendo
la razón al verse frente a un espejo, ofreciendo oro a los españoles cuando
éstos les pedían alimento para sus caballos porque según ellos, los caballos
comían metal por el freno que llevaban en la boca. Como haber visto animales
con cabezas y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de cuervo y relincho
de caballo; cerdos con el ombligo en el lomo, serpientes con alas y brazos.
Mención destacada, el documento titulado “Requerimiento”, que era leído a
gentes que no entendían el español, intimándoles a someterse a los beneficios
de la civilización. “Pero, si no lo hicierais, os aseguro que me veré obligado a intervenir
por la fuerza, con la ayuda del Cielo, y que entraré en vuestras tierras por la fuerza de las
armas, desatando sobre vosotros la guerra hasta someteros por violencia y reduciros a la,
obediencia de la Iglesia y de su Majestad. Y, si ese caso llegare, me apoderaré de vosotros y
de vuestros hijos para convertiros en esclavos y venderlos como a tales, y tomaré vuestros
bienes, os causaré todo el mal que pueda. Y con ellos os prevengo que toda la sangre
derramada y todos los daños caerán sobre vuestras cabezas culpables, y no sobre Vuestra
Majestad o sobre Mí, ni sobre los nobles señores que conmigo vienen”.
Entre los conquistadores fueron amplia mayoría quienes se dejaron llevar por
los metales más que por la aventura, los que consideraron a los indios seres
inferiores, crueles, brutos, feos del cuerpo y del alma: destruyeron templos e
ídolos, enviaron a la hoguera caciques, quemaron libros e impusieron la cruz
en las huacas. En un principio trazaron un cuadro paradisíaco de sus
habitantes aunque, con el tiempo, los amorosos salvajes fueron vistos como
“buenos para les mandar y les hazer trabajar y sembrar y hazer todo lo otro que fuera
menester”.
En lo que respecta a los misioneros, no todos practicaron la bondad. Hubo
quienes denunciaron abusos y salvajadas cometidas por los españoles y
apreciaron la cultura de los indígenas, en especial las de México y Perú,
aprendieron las lenguas indígenas para catequizar mejor, bautizaron en calles y
caminos, construyeron iglesias y conventos, celebraron las primeras misas. En
suma: posturas concretas de las tremendas tensiones que impone la
conversión de un pueblo a otra cultura.
Entre los conquistadores también hubo mujeres. Una de ellas, Isabel de
Guevara, después de haber fundado Buenos Aires con don Pedro de
Mendoza, desde Asunción del Paraguay, dejó constancia de lo que padecieron
junto con los hombres:
“Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban las pobres
mujeres, así en lavarles las ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían,
limpiarles, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los
indios les venían a dar la guerra, hasta cometer poner fuego en los barcos, y a levantar los
soldados, los que estaban para ello, dar armas por el campo a voces, sargenteando y
poniendo en orden los soldados; porque en ese tiempo, como las mujeres nos sustentamos con
poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres.”
En 1892, al cumplirse cuatrocientos años de la llegada de Colón a América, un
decreto estableció el 12 de Octubre como fiesta nacional. Pero fue en 1917,
durante la presidencia del doctor Hipólito Irigoyen, cuando ese día fue
asumido como Día de la Raza.
Hoy en día, el “descubrimiento” y la conquista de América colisiona con los
valores de nuestras sociedades –el respeto a las minorías; la aceptación de la
diversidad cultural; la defensa de los derechos humanos y la convivencia
democrática-, que se manifiestan en la currícula escolar.
Por ello, esta efeméride ha sido cuestionada hasta el punto de querer
cambiarle el nombre, y circulan distintas versiones: la que remite a la América
descubierta por Colón en 1492, la que sostiene que hubo un encuentro entre
dos mundos, Europa y América, la que denuncia un proceso de explotación y
expoliación, incluso de genocidio.
Ahí les dejo, entonces, esta nueva efeméride con dos miradas. Una, con los
ojos de los protagonistas de “la mayor cosas después de la creación del mundo, sacando
la encarnación y muerte del que lo creó”, y la otra, con los ojos del presente.
Con el propósito de siempre: que la información que se presenta en estas 109
páginas acompañe y facilite el trabajo mancomunado de docentes y
estudiantes y así poder extraer las conclusiones que cada uno crea más
adecuada.
Ahora sí, ¡A conmemorar juntos el 12 de Octubre!
Autor: Angel Cabaña
LA FUERZA DE UN PROYECTO
El de 1485 demostró ser, en muchos sentidos, un mal año para Colón. Su
esposa murió aquel año y él abandonó el país donde había pasado la mayor
parte de su vida como adulto con su hijo Diego, de cinco años de edad. Colón
se trasladó a España, con la esperanza de tener allí mejor suerte en la
promoción del proyecto que le obsesionaba.
(…)
Colón tuvo que soportar entonces fatigosos años de trámites académicos y
burocráticos a manos de la reina Isabel y de sus favoritos españoles.
Entretanto, la comisión demostró sus calificaciones académicas no aprobando
el proyecto, pero tampoco rechazándolo. Los profesores debatían con gran
erudición el ancho del océano Occidental y mantenían en suspenso a Colón
con la limosna de una pequeña subvención mensual concedida por la reina.
Mientras las negociaciones se desarrollaban lentamente, Colón recordó que el
rey Juan de Portugal se había mostrado muy amistoso con él en los años 1484
y 1485, y decidió entonces regresar a Lisboa e intentarlo allí una vez más.
Colón le escribió desde Sevilla al rey de Portugal contándole sus esperanzas,
pero cuando abandonó Portugal lo había hecho en medio de una apremiante
situación económica y dejando numerosas cuentas sin pagar. No se atrevía a
regresar a Lisboa a menos que el rey le garantizara que no iría a prisión a causa
de sus deudas y le diese un salvoconducto. El rey estuvo de acuerdo,
elogiando el “gran talento y la industria” de Colón, y le urgió, calificándole de
“nuestro especial amigo”, a regresar. El renovado interés del rey se debía, sin
duda, a la constatación de que la expedición de Dulmo y Estreito a la Antilla
había fracasado. Tampoco se tenían noticias de Bartolomeu Dias. Que hacía
varios meses había zarpado en busca del paso marítimo por el este hacia la
India, en el decimosegundo intento portugués con este propósito.
Colón no podía haber elegido un peor momento. Porque, cuando Cristóbal y
su hermano Bartolomé llegaron en 1488, lo hicieron a tiempo para ver desde
el muelle a Bartolomeu Dias y sus trece carabelas remontar triunfantes el Tajo
con la buena noticia de que habían dado la vuelta al cabo de Buena Esperanza
y descubierto que realmente había una vía marítima abierta a la India. El éxito
de Dias y lo que esto prometía acabaron, como es de suponer, con el interés
del rey Juan por Colón. Si el paso por oriente estaba abierto y despejado, ¿por
qué hacer conjeturas acerca de otra dirección?
Los hermanos Colón confiaron con desesperación en que este éxito portugués
en el este estimulara el interés de los rivales por un proyecto competitivo en la
dirección opuesta. Parece ser que Bartolomé se dirigió a Inglaterra, donde
trató sin resultado de despertar el interés del rey Enrique VII; se dirigió luego
a Francia donde abordó al rey Carlos VIII. El rey francés no se mostró al
principio muy receptivo, pero Bartolomé permaneció en Francia. Se ganaba
allí la vida como cartógrafo cuando finalmente llegó la noticia del gran
descubrimiento de Colón.
Colón entretanto, viajó de Lisboa a Sevilla, donde halló que Fernando e Isabel
todavía dudaban. Disgustado, iba ya a embarcarse rumbo a Francia para
ayudar a Bartolomé a convencer al rey Carlos VIII cuando la reina Isabel,
urgida por el administrador de sus fondos personales, decidió repentinamente
invertir en el proyecto de Colón. El abogado de Colón había señalado que el
apoyo necesario para la empresa no costaría más que una semana de
atenciones reales a un dignatario extranjero que los visitara. Quizás Isabel fue
persuadida por el hecho de que Colón había mostrado su intención de ofrecer
la empresa aun soberano vecino y rival. La reina empeñaría las joyas de la
corona si la financiación del viaje así lo requería. Afortunadamente, esto no
fue necesario.
Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el tiempo y la
geografía, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1986, p. 228-229
INDIANA
Tras 61 días de viaje, incluyendo 25 días de intervalo en las Islas Canarias,
Colón llegó a tierras del actual Mar Caribe, cuyos habitantes pasaron a
llamarse naturalmente indios en una de las mejores confusiones de la historia
universal.
El caso provocó, a su vez, que se reservara a los auténticos habitantes de la
India una incorrecta calificación de hindúes, aunque en verdad el hinduismo se
acerca más a ser una religión que una nacionalidad, y aunque en la India existía
y existe una enorme proporción de musulmanes que se molestan si se les cree
hindúes. (…)
Correspondió a un explorador llamado Amerigo Vespucci (y también
Américo Vespucio) la distinción de haber aclarado algunos equívocos. Tras
otras expediciones, en las que probablemente llegó hasta el Río de la Plata y la
Patagonia, descubriendo nuevas tierras vírgenes, Vespucci concluyó que esas
zonas no correspondían a la India ni a ninguna parte de Asia.
Esa convicción quedó expresada en sus mapas, luego identificados con su
nombre. A partir de 1507 las nuevas tierras recibieron en su honor la
designación de América, pero Colón no se enteró de esa ofensa, porque había
fallecido en 1506.
Colón nació en Génova y circuló también por Portugal, lo que explica que su
apellido haya sido escrito con ortografías distintas: Colombo, Colom, Colomo,
después Columbus. Su rastro quedó en la historia al denominar a un país
(Colombia), una universidad (Columbia) y centenares de aldeas, ciudades,
calles y plazas Colón, tanto en América como en España. Quizás sea esa la
compensación histórica de que su nombre no haya sido asignado al continente
entero. Sin embargo, no es Colón todo lo que reluce:
1) La española Santa Coloma (m. 853) y el irlandés St. Columban o
Colombano (543-615) fueron figuras religiosas previas a Colón.
2) La ciudad de Colombo, Ceilán (hoy Sri Lanka) es la capital de su país,
situado en Asia, al sur de la Indias. Es seguro que Colón viajó mucho,
pero no llegó hasta allí. El nombre de Colombo se originó en
denominaciones locales, como Calembou y Kolamba, que también
existían antes de Colón.
3) Aun más arraigada está la convicción de que las palabras colonia,
colonizar, coloniaje y afines derivan de Colón, porque efectivamente fue a
partir de sus viajes que los españoles y portugueses ocuparon el nuevo
continente. Pero ése es un error considerable, que hace buena
compañía a los nombre de América y de indios. La palabra colonia era
utilizada por los romanos, deriva de colonus (labrador) y antecede en
quince siglos a Colón. Una prueba material es una ciudad alemana que
se llama simplemente Colonia, al occidente del Rin. Allí nació Agripina,
que fue mujer del emperador Claudio, lo que explica que el sitio fuera
retitulado Colonia Claudia Ara Agrippinensium, en el año 50 de la era
cristiana. Pero ella no agradeció el homenaje. No sólo después mató o
mandó matar a su marido Claudio, sino que ingresó a la historia
universal de la infamia como hermana del funesto emperador Calígula y
como madre del aún más funesto Nerón, de quien siempre se dijo que
fue un hijo de mala madre. El nombre Colonia Claudia Ara
Agrippinensium era tan largo que hasta los alemanes se quejaban, con
lo que fue abreviado a Colonia o Cologne. (…)
Sólo una formidable coincidencia histórica puede explicar que Colón haya
recalado en 1492 sobre tierras vírgenes a las que efectivamente había que
colonizar. La primera etapa de esa cruel tarea se llamó coloniaje, se vincula a una
tradición de esclavitud y ha dado origen a quinientos años de libros y ensayos,
desde Fray Bartolomé de las Casas hasta Eduardo Galeano…
Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos inútiles,
Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987, p.70-73
EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492
Hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lacayos,, que se llamaba
en lengua de indios Guanahani. Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante
salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Anés, su
hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los
capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en
todos los naos por seña con una F y una Y: encima de cada letra su corona,
una de un cabo de la + y otra de otro. Puestos en tierra vieron árboles muy
verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los
dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escovedo,
Escribano de toda el armada, y a Rodríguez Sánchez de Segovia, y dijo que le
diesen por fe y testimonio como él por ante todos tomaba, como de hecho
tomó, posesión de la dicha isla por el Rey e por la Reina sus señores, haciendo
las protestaciones que se requerían, como más largo se contiene en los
testimonios que allí se hicieron por escripto. Luego se ayuntó allí mucha gente
de la isla. Esto que se sigue son palabras formales del Almirante, en su libro de
primera navegación y descubrimiento de estas Indias. “Yo (dice él), porque
nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se
libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les dí a
algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se
ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que hubieron
mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después
venían a las barcas de los navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían
papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos
las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio
y cascabeles.
En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. Mas
me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andaban todos desnudos
como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más que una
harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de
edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y
muy buenas caras: los cabellos gruesos cuasi con sedas de cola de caballos, e
cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos de tras que
traen largos, que jamás cortan.
Dellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni negros ni
blancos, y dellos se pintan de blanco, y dellos de colorado, y dellos de lo que
fallan, y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y de ellos solo los
ojos, y dellos sólo el nariz. Ellos no traen armas ni las conocen, porque les
amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No
tienen algún fierro: sus azagayas son unas varas sin fierro y algunas de ellas
tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas. Ellos todos a una
mano son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vi
algunos que tenían señale de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era
aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban
cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí e creo que aquí vienen de
tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores y de
buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que
ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían. Yo,
placiendo a Nuestro señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a
Vuestras Altezas para que deprendan hablar. Ninguna bestia de ninguna
manera vi, salvo papagayos en esta isla”. Todas son palabras del Almirante.
Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología esencial.
Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y Vanina Teglia, Corregidor,
Buenos Aires, 2012, p. 118-123
UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA
A primera vista, la existencia de un lapso de tiempo entre el descubrimiento
de América y la asimilación de tal descubrimiento por Europa no aparece
perfectamente delimitada. Pero al menos existe una clara evidencia de la
emoción que las noticias del desembarco de Colón provocaron en Europa.
“¡Levantad el espíritu, escuchad el nuevo descubrimiento!”, escribió el
humanista italiano Pedro Mártir al conde de Tendilla y al arzobispo de
Granada el 13 de septiembre de 1493. Cristóbal Colón, comentaba, “ha
regresado sano y salvo: dice que ha encontrado cosas admirables: ostenta el oro como prueba
de las minas de aquellas regiones”.
Y a continuación Pedro Mártir contaba cómo Colón había encontrado
hombres que iban desnudos y vivían de lo que les proporcionaba la
naturaleza. Tenían reyes; peleaban entre sí con palos y con arcos y flechas; y
aunque estaban desnudos, rivalizaban por el poder y se casaban. Adoraban a
los cuerpos celestiales, pero la exacta naturaleza de sus creencias religiosas era
todavía desconocida.
El hecho de que la primera carta de Colón fuese impresa y publicada nueve
veces en 1493 y hubiese alcanzado alrededor de las veinte ediciones en 1500
revela que la emoción de Pedro Mártir era ampliamente compartida. Las
frecuentes impresiones de esta carta y de las crónicas de los posteriores
exploradores y conquistadores; las quince ediciones de la colección de viajes
de Frrancanzano Montalboddo, Paesi Novamente Retrovati, publicada por
primera vez en Venecia en 1507; la gran compilación de los viajes de Ramusio
de mediados de siglo; todo ellos testifica la gran curiosidad e interés
alcanzados por las noticias de los descubrimientos en la Europa del siglo XVI.
De forma parecida, no es difícil encontrar en los autores del siglo XVI
afirmaciones resonantes acerca de la magnitud y significación de los
acontecimientos que se estaban desarrollando ante sus ojos.
Guicciardini prodigaba alabanzas sobre los españoles y los protegieses, y
especialmente sobre Colón, por la pericia y valor “que han proporcionado a
nuestra época las noticias de cosas tan grandes e inesperadas”. Juan Luis
Vives, que nació el mismo año del descubrimiento de América, escribió en
1521 en la dedicatoria a Juan III de Portugal de su obra De Disciplinis:
“verdaderamente el mundo ha sido abierto a la especie humana”. Ocho años
más tarde, en 1539, el filósofo de Papua Lázaro Buonamico introdujo un tema
que sería desarrollado posteriormente en la década de 1570, por el escritor
francés Louis Le Roy y que llegaría ser un lugar común en la historiografía
europea:
No creaís que existe ninguna cosa más hermosa para nosotros o para la época que nos
precedió que la invención de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo Mundo; dos cosas de
las que siempre pensé que podían ser comparadas no sólo a la Antigüedad, sino a la
inmortalidad.
Y en 1552 Gómara, en la dedicatoria a Carlos V de su Historia General de las
Indias, escribió seguramente la más famosa, y sin duda sucinta, de las
definiciones del significado de 1492:
La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo
creó, es el descubrimiento de las Indias.
J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El Libro de bolsillo,
Alianza, Madrid, 1984, p. 22-23
UN NUEVO PRODUCTO
El año admirable, así considerado el de 1492, por haber sido el del
descubrimiento de América y el de la expulsión de los musulmanes de España,
entre otras cosas dignas de mención sucedidas entonces, es también el año en
el que se comienza a hablar en el mundo occidental de un nuevo producto o
sustancia: el tabaco.
La primera descripción de un fumador es del mismo Cristóbal Colón en un
apunte que el Almirante hace en su diario, un 6 de noviembre de aquel año de
1492. Dice el texto:
“…y hallamos a mucha gente que volvía a sus poblados, mujeres y hombres, con un tizón en
la mano hecha de hierbas, con que tomaban sus sahumerios acostumbrados…”
Colón había presenciado el espectáculo, al que da poca importancia, en la isla
de San Salvador. Preguntados los indios, supieron los españoles que a aquella
planta daban el nombre de cohivá, palabra que hoy asociamos a los famosos
puros del caribe.
El tabaco no sólo se fumaba, sino que se mascaba. Para lo primero utilizaban
tubos de barro o madera que llenaban con hierba picada. Otra forma de
utilizarlo era reducir la hierba a polvo o picadura que aspiraban por la nariz.
Los españoles no fueron muy conscientes de aquello, y debieron considerarlo
práctica salvaje, aunque es cierto que algunos los probaron, e incluso se
hicieron adictos a la planta. Sobre todo hacia 1520, en la península del
Yucatán mexicano, cerca de Tabasco, de donde creen algunos que le vendría
el nombre. Dos años antes, en 1518, un fraile hizo un sorprendente envío a
Carlos I: semillas de tabaco.
El Padre Bartolomé de las casas, en su famosa Historia, escribe sobre el
tabaco:
“…son unas hierbas secas metidas en cierta hoja a manera de mosquete encendido por una
parte, mientras por la otra chupan con el resuello para adentro aquel humo, con lo cual se
adormecen y casi se emborrachan y no sienten el cansancio. Y a esto llaman tabaco. Y ya
por entonces había en Haití españoles que no sabían dejar este vicio…”
Sevilla fue la primera ciudad europea donde se fumó en público.
Curiosamente, también fue en Sevilla donde se prohibió por primera vez esa
práctica. Apoyándose en bulas papales y ordenanzas reales, se alegaba que
fumar aturdía los cuerpos y enflaquecía la voluntad, entorpeciendo las almas.
Un médico sevillano, nacido en 1493, Nicolás Monardes, fue el primer
escritor científico en alabar el tabaco, atribuyéndole virtudes curativas, e
introduciendo aquella planta entre las beneficiosas para la salud. Esta alabanza
del tabaco la hace el famoso doctor en su “Segunda Parte del Libro de las Cosas
que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven de medicina, do se trata del Tabaco,
del Cardo Santo y de otras muchas Yerbas que han venido de aquella parte…”.
La obra se imprimió en 1571, y en ella se afirma de manera peregrina que el
tabaco, tomado en un caldo producto de su cocimiento, aliviaba la artritis y
curaba el mal aliento; y mascándolo hacía desaparecer la jaqueca y el dolor de
muelas.
Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones del Prado, España,
1995, p. 75-77
ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO
Luego otro día de mañana partimos de Estapalapa muy acompañados
de aquellos grandes caciques que atrás he dicho; íbamos por nuestra
calzada adelante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la
ciudad de México, que me parece que no se torcía poco ni mucho, y
puesto que es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes que no
cabían; unos que entraban en México y otros que salían, y los que nos
venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron,
porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas y de todas
partes de la laguna, y no era cosa de maravillar, porque jamás habían
visto caballos ni hombres como nosotros. Y de que vimos cosas tan
admirables no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por
delante parescía, que por una parte en tierra había grandes ciudades.
Y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la
calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la
gran ciudad de México (…) Ya que llegábamos cerca de México,
adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Moctezuma de las
andas, y trayéndole del brazo, aquellos grandes caciques, debajo de un
palio muy riquísima maravilla, y la color de plumas verdes con grandes
labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchivites,
que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en
ello. Y el gran Moctezuma venía muy ricamente ataviado (…) y otros
muchos señores que venían delante del gran Moctezuma barriendo el
suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas por que no pisase
la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la
cara, sino los ojos bajos y con mucho acato, excepto aquellos cuatro
deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo. Y como Cortés vio
y entendió y le dijeron que venía el gran Moctezuma, se apeó del
caballo, y desde que llegó cerca de Moctezuma, a unas se hicieron
grandes acatos (…) Quién pudiera decir la multitud de hombres y
mujeres y muchachos que estaban en las calles y azoteas y en canoas
en aquellas acequias que nos salían a mirar. Era cosa de notar, que
ahora que lo estoy escribiendo se me representa todo delante de mis
ojos como si ayer fuera cuando esto pasó (…) Y como llegamos y
entramos en un gran patio, luego tomó por la mano el gran
Moctezuma a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando , y le metió
en el aposento y sala adonde había de posar, que le tenía muy
ricamente aderezada para según su usanza, y tenía aparejado un muy
rico collar de oro de hechura de camarones, obra muy maravillosa, y el
mismo Moctezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que
tuvieron bien de mirar sus capitanes del gran favor que le dio. Y desde
que se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y
dijo Moctezuma: “Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos;
descansa”. Y luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos, y
nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, y nuestra
artillería asestada en parte conveniente, y muy bien platicado la orden
que en todo habíamos de tener y estar muy apercibidos, ansí los d e
caballo como todos nuestros soldados. Y nos tenían aparejada una
comida muy suntuosa, a su uso y costumbre, que luego comimos. Y
fue ésta nuestra venturosa y atrevida entrada en la gran ciudad de
Tenustitán, México, a ocho días del mes de noviembre año d e Nuestro
salvador Jesucristo de mil quinientos y diez y nueve años.
Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la
Nueva España, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1968,
p. 179-182
LA MESA DE MOCTEZUMA
Comía solo y muchas veces en público; pero siempre con igual aparato.
Cubríanse los aparadores ordinariamente con más de doscientos platos de
varios manjares a la condición de su paladar; y algunos de ellos tan bien
sazonados, que no sólo agradaron entonces a los españoles, pero se han
procurado imitar en España: que no hay tierra tan bárbara donde no se precie
de ingenioso en sus desórdenes el apetito.
Antes de sentarse a comer registraba los platos, saliendo a reconocer las
diferencias de regalos que contenían; y satisfecha la guía de los ojos, elegía los
que más le agradaban, y se repartían los demás entre los caballeros de su
guardia: siendo esta profusión cuotidiana una pequeña parte del gasto que se
hacía de ordinario en sus cocinas, porque comían a su costa cuantos habitaban
en su palacio, y cuantos acudían a él por obligación de su oficio.
La mesa era grande, pero abaja de pies, y el asiento un taburete
proporcionado. Los manteles de blanco y sutil algodón, y las servilletas de lo
mismo, algo prolongadas. Atajábase la pieza por la mitad con una baranda o
biombo, que sin impedir la vista, señalaba término al concurso y apartaba la
familia. Quedaban dentro cerca de la mesa tres o cuatro ministros ancianos de
los más favorecidos, y cerca de la baranda uno de los criados mayores que
alcanzaba los platos.
Salían luego hasta veinte mujeres vistosamente ataviadas que servían la vianda,
y ministraban la copa con el mismo género de reverencias que usaban en sus
templos.
Los platos eran de barro muy fino y solo servían una vez, como los manteles y
servilletas que se repartían luego entre los criados. Los vasos de oro sobre
salvillas de lo mismo; y algunas veces solían beber en cocos o conchas
naturales costosamente guarnecidas. Tenían siempre a la mano diferentes
géneros de bebidas, y él señalaba las que apetecía; unas con olor, otras de
yerbas saludables y algunas confecciones de menos honesta calidad. Usaba
con moderación de los vinos, o mejor diríamos cervezas que hacían aquellos
indios, liquidando los granos del maíz por infusión y cocimiento: bebida que
turbaba la cabeza como el vino más robusto.
Al acabar de comer tomada ordinariamente un género de chocolate a su
modo, en que iba la sustancia del cacao, batida con el molinillo, hasta llenar la
jícara de más espuma que licor; y después el humo del tabaco suavizado con
liquidámbar; vicio que llamaban medicina, y en ellos tuvo algo de superstición,
por ser el zumo de esta yerba uno de los ingredientes con que se dementaban
y enfurecían los sacerdotes siempre que necesitaban perder el entendimiento
para entender al demonio.
Asistían ordinariamente a la comida tres o cuatro juglares, de los que más
sobresalían en el número de sus sabandijas; y éstos procuraban entretenerle,
poniendo como suelen su felicidad en la risa de los otros, y vistiendo las más
veces en traje de gracia la falta de respeto. Solía decir Moctezuma que los
permitía cerca de su persona porque le decían algunas verdades.
Después del rato del sosiego solían entrar sus músicos a divertirle; y al son de
flautas y caracoles, cuya desigualdad de sonidos concertaban con algún género
de consonancia, le cantaban diferentes composiciones en varios metros que
tenían su número y cadencia, variando los tonos con alguna modulación
buscada en la voluntad de su oído.
El ordinario asunto de sus canciones eran los acontecimientos de sus mayores,
y los hechos memorables de sus reyes; y éstas se cantaban en los templos, y
enseñaban a los niños para que no olvidasen las hazañas de su nación:
haciendo el oficio de la historia con todos aquellos que no entendían las
pinturas y jeroglíficos de sus anales.
Tenían también sus cantinelas alegres, de que usaban en sus bailes con
estribillos y repeticiones de música más bulliciosa; y eran tan inclinados a este
género de regocijos, que casi todas las tardes había fiestas públicas en alguno
de los barrios (…) fomentándolas y asistiéndolas Moctezuma contra el estilo
de su austeridad, como quien deseaba con algún género de ambición que se
contasen los ejercicios de la ociosidad entre las grandezas de su corte.
La más señalada entre sus fiestas era un género de danzas que llaman
“mitotes”: componíanse de innumerable muchedumbre; unos vistosamente
adornados, y otros en trajes y figuras extraordinarias. Entraban en ellas los
nobles, mezclándose con los plebeyos en honor de la festividad, y tenían
ejemplar de haber entrado sus reyes.
Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico, conocida por el
nombre de Nueva España. Población y progresos de la América
septentrional, Librería Española de Garnier Hermanos, París, 1899, p.
241-243
A TRAICIÓN Y CON MAÑAS
Estando, muy católico señor, en aquel real que tenía en el campo cuando en la
guerra de esta provincia estaba, vinieron a mí seis señores muy principales
vasallos de Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio, y me
dijeron que venían de parte del dicho Mutezuma a me decir cómo él quería ser
vasallo de vuestra alteza y mi amigo, y que viese yo qué era lo que quería que
él diese por vuestra alteza en cada año de tributo, así de oro como de plata y
piedras y esclavos y ropa de algodón y otras osas de las que él tenía, y que
todo lo daría con tanto de que yo no fuese a su tierra, y que lo hacía porque
era muy estéril y falta de todos mantenimientos, y que le pesaría de que yo
padeciese necesidad, y los que conmigo venían; y con ellos me envió hasta mil
pesos de oro y otras tantas piezas de ropa de algodón de la que ellos visten.
Y estuvieron conmigo en mucha parte de la guerra hasta el fin de ella, que
vieron bien lo que los españoles podían, y las paces que con los de esta
provincia se hicieron, y el ofrecimiento que al servicio de vuestra sacra
majestad los señores y toda la tierra hicieron, de que según pareció y ellos
mostraban, no hubieron mucho placer, porque trabajaron muchas vías y
formas de me resolver con ellos, diciendo cómo no era cierto lo que me
decían, ni verdadera la amistad que afirmaban, y que lo hacían por mi asegurar
para hacer a su salvo alguna traición.
Los de esta provincia, por consiguiente, me decían y avisaban muchas veces
que no me fiase de aquellos vasallos de Mutezuma porque eran traidores y sus
cosas siempre las hacían a traición y con mañas, y con éstas habían sojuzgado
toda la tierra, y que me avisaban de ello como verdaderos amigos y como
personas que los conocían de mucho tiempo acá.
Vista la discordia y desconformidad de los unos y de los otros, no hube poco
placer, porque me pareció mucho a mi propósito, y que podría tener de más
aína sojuzgarlos, y que se dijese aquel común decir de monte, etc., y aun
acordéme de una autoridad evangélica que dice: Omme regnum in se ipsum divisum
desolabitur; y con los unos y con los otros maneaba y a cada uno en secreto le
agradecía el aviso que me daba, y le daba crédito de más amistad que al otro.
Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México, D. F., 1978, p. 42
EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL
En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se
extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y
propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran
en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.
A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues
de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro
Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el
tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la
Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones
militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la
décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film
Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos
y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó
Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y
encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la
sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre
del tango, el candombe.
Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.
Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para el aspirante.
Ciclo lectivo 2004, Curso inicial Institutos de Educación Superior,
Dirección General de Cultura y Educación. Gobierno de la Provincia de
Buenos Aires, p. 86
EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA CONQUISTA
Los dirigentes y el grupo expedicionario de soldados, marinos y primeros
pobladores que intervinieron en la conquista española del Nuevo Reino de
Granada y en general de América española, conforman el elemento humano
de la sociedad conquistadora o dominante.
El adelantado era el jefe de la expedición descubridora o de conquista; era el planeador,
el organizador y el caudillo o dirigente, quien con la hueste indiana o ejército
expedicionario realizó la conquista de los pueblos y territorios. Y era a la vez
gobernador y capitán general con poderes militares, políticos, administrativos y
jurisdiccionales para la aplicación de la justicia.
El origen de los adelantados se remonta en España al siglo XIII, en los
caudillos militares u ommes metidos adelante que ejercían su mando en los
territorios fronterizos; ellos velaban por la seguridad de los dominios del rey y
la administración de la justicia.
En los tiempos de la conquista española de América, los adelantados
presentan un nuevo carácter, relacionado con el aspecto privado o mixto de la
empresa indiana. En tal carácter, el adelantado es el jefe de la hueste, el capitán
general y gobernador y es el partícipe principal en un negocio mercantil o
lucrativo con los miembros de la hueste indiana, con quienes recibía
participación económica de los beneficios de la expedición.
La presencia histórica del conquistador español en el siglo XVI, la podemos
analizar teniendo en cuenta el liderazgo de un hombre característico de una época de
crisis: un hombre dualista que se encuentra enmarcado y cabalgando entre dos
mundos en la concepción ideológica: el teocéntrico y señorial del mundo medieval y el
antropocéntrico y mercantilista del mundo renacentista.
El primero representa una concepción religiosa de la vida y una estructura
socio-económica con influencia feudal o señorial; en cambio, el segundo
representa una concepción individualista y mercantilista de un mundo que
estaba en los albores de la modernidad.
Un ejemplo característico de este tipo de dirigente de la conquista, nos lo
presenta en el Nuevo Reino de Granada el adelantado Gonzalo Jiménez de
Quesada, el conquistador de la tierra de los muiscas, jurista, letrado,
humanista, encomendero, colonizador y hombre polémico, quien es típico
representante de una época en la cual se entrecruzan la tradición y la
modernidad, la sumisión al rey la rebeldía, el sentido de justicia y el deseo de
afirmar su personalidad.
El conquistador español que llegó a estas tierras presenta intereses de dominación
en todos los actos en relación con la sociedad indígena dominada. El recibe y
practica la idea de una época en la cual todo europeo considera que tiene
derecho sobre los pueblos dominados de todo el mundo.
El solo hecho de recibir autorización de la Corona para conquistar y colonizar,
tomar posesión de las tierras en ceremonia especial y hacer el requerimiento a
los indios y dejar las actas correspondientes, les daba el justo título y el
derecho a la guerra justa contra los pueblos dominados, según las ideas
europeas de la época.
El grupo social del cual surgieron los adelantados o dirigentes de la conquista, fue el
de los hidalgos o de la baja nobleza y también algunos pertenecientes a la
incipiente burguesía mercantil, compuesta principalmente por comerciantes y
letrados.(…)
Tanto los hijosdalgo como los comerciantes y letrados, con el acicate del oro,
buscaban movilidad social y prestigio en la sociedad. Ellos concibieron la meta
de prestigio, por el camino de la adquisición de honores y riqueza en la
conquista de estas tierras y pueblos.
Los ideales, sentimientos y creencias de los conquistadores, llevaron a la
decisión y a la actuación ante una determinada situación de la acción
conquistadora. Algunos actuaron en forma muy independiente, e hicieron
norma aquella célebre frase: “se acatan las órdenes, pero no se cumplen.
En la acción y dinámica de la conquista existen algunos tipos de caudillos en
relación con el poder y la acción: Un tipo de caudillo de la conquista es el que
surge por autoridad legal, cuyo poder se basa en el instrumento de la
capitulación o contrato entre la Corona y la empresa Indiana. Presenta un
sentido burocrático-caudillista, en el cual el poder del líder se basa en la
autoridad legal. (…)
Otro tipo de liderazgo que surgió en la conquista fue el caudillo carismático o de
prestigio en la acción conquistadora. Fueron aquellos caudillos que se hicieron
en la dinámica de la conquista, y se convirtieron en los salvadores de una
determinada situación, y en especial ante el peligro.
Su poder lo recibieron por reconocimiento y acatamiento de los miembros de
la hueste indiana; tal fue el caso del conquistador Vasco Núñez de Balboa en
el Darién, quien aparece como un verdadero caudillo popular y canaliza los
ánimos de los soldados para desconocer a Martín Fernández de Enciso y
establecer el primer gobierno de facto en Tierra Firme.
El caudillo conquistador dominante por prestigio adquirido por su decisiva
participación en la conquista, presenta un liderazgo de dimensiones
nacionales. Tal fue el caso del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada,
quien adquirió gran prestigio en sus conquistas y se convirtió en el eje del
poder en el Nuevo reino de Granada y en el defensor de los antiguos
conquistadores y encomenderos. Es por ello que su personalidad es polémica,
tanto entre sus seguidores como entre sus enemigos.
Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, Plaza & Janés,
Colombia, 2004, p. 67-71
LA ESCLAVITUD NEGRA
La enorme importancia que tuvieron el interés y el capital privados en la etapa
que podríamos caracterizar como propiamente de la conquista de América,
aproximadamente hacia el año 1570, obligó al rey de España y al Consejo de
Indias a otorgar a los conquistadores una serie de garantías, regalías y
excepciones que en lenguaje histórico más técnico llamamos sentido premial de
la conquista. Tales regalías se refirieron muchas veces directamente a la
esclavitud negra.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro, por ejemplo, además de los permisos que
obtuvieron para conquistar México y Perú, respectivamente, recibieron
autorizaciones para introducir cantidades considerables de esclavos negros en
sus gobernaciones; y como ellos, aunque en menor escala, los otros
conquistadores de las diferentes regiones de América.
Permisos para pasar a las Indias con un número de esclavos que fluctuaba
entre tres y ocho se les dio a casi todos los funcionarios nombrados por el
Consejo en el siglo XVI: virreyes, gobernadores, oidores, contadores,
fundidores, así como a las dignidades eclesiásticas y hasta los simples
párrocos.
El motivo de esta largueza se explica recordando que a la mayoría de estos
funcionarios les estaba vedado servirse de la población indígena para fines
domésticos o comerciales. Aunque no pagaban derecho por su introducción y
les estaba prohibido venderlos, esta última disposición casi nunca se cumplió,
y constituía este mecanismo de entrada de negros una de las formas más
seguras y baratas de mantener un pequeño mercado negrero, hasta en las
regiones más impensadas del Nuevo Mundo.
El esclavo negro fue un objeto de comercio que llegó a todas partes con la
conquista misma, no después de ella. En las huestes que pusieron sitio a la
ciudad maravillosa de Tenoctitlán, en las que en un golpe de suerte y de
audacia apresaron a Atahualpa, en las que atravesaron la cumbres de los
Andes; en todas ellas se vendían y compraban esclavos negros, alternando el
comercio con la guerra y con los actos de toma de posesión y las fundaciones
de las primeras ciudades.
Los armadores de estas expediciones de descubrimientos y conquistas,
generalmente los mismos capitanes de ellas, incluían en sus bagajes a los
esclavos negros que habían conseguido por privilegios reales y los vendían a
elevados precios si la partida había resultado económicamente provechosa.
Las regalías llegaron más lejos, pues el rey deseaba y necesitaba que las
provincias que se iban agregando al imperio colonial adquirieran una
fisonomía económica y social apropiada, se asentara, como se decía en la
época, para lo cual debió dar garantías y franquicias especiales. Tales garantías,
en materia de esclavos, se tradujeron en la disposición por la que los negros
fueron declarados inembargables en varias circunstancias: por ejemplo,
cuando eran indispensables para hacer producir un trapiche o una mina, y si la
deuda que motivaba el embargo era a favor del rey. A los conquistadores se
les podían embargar todos sus bienes por deudas, con excepción de su cama,
un caballo y dos esclavos. En el Perú y en Chile, una mina podía ser retenida
por su actual usufructuario o concesionario si estaba poblada, es decir, trabada
por 8 indios o 4 negros.
Si la política económica general de la corona española fue favorable a la
esclavitud negra, hubo algunos actos ocasionales que incidieron aún más
directamente en la consolidación de la esclavitud como una institución
característica del periodo de la conquista; uno de los más importantes fue el
otorgamiento de juros o anualidades.
En los primeros decenios del siglo XVI, la corona española, siempre en
apuros económicos, se vio a veces obligada a confiscar las remesas de dinero
de particulares, por lo general conquistadores y mercaderes, que llegaban a
España desde las Indias en las flotas anuales. A cambio de estos préstamos
forzosos pagaba un interés relativamente alto en juros, que eran algo así como
bono de deuda pública. La particularidad de estos juros es que por muchos
años se acostumbró a convertirlos en licencias para introducir esclavos negros
en América, lo que llegó a transformarlos en un buen negocio que atrajo a
muchos de los que se habían enriquecido con la conquista.
El sistema de juros vinculó directamente a los grandes conquistadores, a los
hombres de empresa de la conquista, con la esclavitud negra. Los primeros
conquistadores, en cada región de América, fueron también los primeros
importadores de esclavos y los más importantes detentadores de la mano de
obra negra.
Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América, EUDEBA,
Buenos Aires, 1964, p. 22-24
NAUFRAGIO
Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos habían dicho,
vinieron a nosotros, como lo habían prometido, y nos trajeron mucho
pescado y den unas raíces que ellos comen, y son como nueces, algunas
mayores o menores; la mayor parte de ellas se sacan de bajo del agua y con
mucho trabajo. A la tarde volvieron, y nos trajeron más pescado y de las
mismas raíces, y hicieron venir sus mujeres e hijos para que nos viesen; y ansí
se volvieron ricos de cascabeles y cuentas que les dimos, y otros días nos
tornaron a visitar con lo mismo que estotras veces.
Como nosotros viamos que estábamos proveídos de pescados y de raíces y de
agua y de las otras cosas que pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y
seguir nuestro camino, y desenterramos la barca de la arena en que estaba
metida, y fue menester que nos desnudásemos todos y pasásemos gran trabajo
para echarla al agua, porque nosotros estábamos tales, que otras cosas muy
más livianas bastaban para ponernos en él; y así embarcados, a dos tiros de
ballesta dentro en la mar nos dio tal golpe de agua, que nos mojó a todos; y
como íbamos desnudos, y el frío que hacía era muy grande, soltamos los
remos de las manos, y a otro golpe que la mar nos dio, trastornó la barca; el
veedor y otros dos se asieron de ella para escaparse; mas sucedió muy al revés,
que la barca los tomó debajo y se ahogaron.
Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los otros,
envueltos en las olas y medio ahogados, en la costa de la misma isla, sin que
faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que quedamos
escapados, desnudos como nacimos, y perdido todo lo que traíamos; y aunque
todo valía poco, para entonces valía mucho.
Y como entonces era por noviembre, y el frío muy grande, y nosotros tales,
que con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos
propia figura de la muerte. De mí sé decir que desde el mes de mayo pasado
yo no había comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas veces me ví en la
necesidad de comerlo crudo; porque aunque se mataron los caballos entre
tanto que las barcas se hacían, yo nunca pude comer de ellos, y no fueron diez
veces las que comí pescado.
Esto digo por excusar razones, porque pueda cada uno ver qué tales
estaríamos. Y sobre todo lo dicho, había sobrevenido viento norte, de suerte
que más estábamos cerca de la muerte que de la vida. Plugo a nuestro Señor
que, buscando los tizones del fuego que allí habíamos hecho, hallamos
lumbre, con que hicimos grandes fuegos; y ansí, estuvimos pidiendo a nuestro
Señor misericordia y perdón de nuestros pecados, derramando muchas
lágrimas, habiendo cada uno lástima, no sólo de sí, más de todos los otros,
que en el mismo estado vian.
Y a hora de puesto el sol, los indios, creyendo que no nos habíamos ido, nos
volvieron a buscar y a traernos de comer; mas. Cuando ellos nos vieron ansí
en tan diferente hábito del primero, y en manera tan extraña, espantáronse
tanto, que se volvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos, y vinieron muy
espantados; hícelos entender por señas cómo se nos había hundido una barca,
y se habían ahogado tres de nosotros; y allí en su presencia ellos mismos
vieron dos muertos, y los que quedábamos íbamos aquel camino.
Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el desastre en qué
estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con
el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron
todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les
duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan
crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en
otros de la compañía creciese más la pasión y la consideración de nuestra
desdicha.
Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana Lukin
(compiladora). Una América de novela, Sudamericana, Buenos Aires,
2001, p. 154-155
EL CHOQUE BÉLICO
En el choque bélico de la conquista, contra la superioridad numérica y el
conocimiento del terreno que poseía el indio, el español tuvo en su favor la
superioridad el armamento y la contextura vital del hombre dispuesto a atacar
y dominar despreciando la muerte.
La diferencia de armamentos era sideral a pesar de que las huestes del
Tucumán podían ser calificadas de menesterosas. Los invasores portaron
ballestas y diversas clases de armas de fuego y armas blancas probadas en las
guerras europeas, y la expedición de Lerma a salta (1582) contó hasta con un
anticuado tiro de bronce con dos recámaras.
Las armas defensivas con que los españoles protegían su cuerpo eran variadas
y efectivas: mallas, cotas y quijadas de acero; escudos como la adarga de cuero,
y la rodela hecha de madera; el escaupil, una defensa acolchada de algodón
que cubría desde los hombros hasta la rodilla, muy frecuente en el Tucumán.
Los juríes, al cultivar y trabajar el algodón para los españoles, les proveyeron
de esta defensa en la lucha contra los indios rebeldes.
La hueste contó con el caballo, considerado por muchos historiadores como
el arma fundamental e indispensable de la conquista. Su uso en gran escala se
explica porque, superada la primera escasez, la reproducción hizo caer
vertiginosamente los precios. Ya para 1570, en Charcas podía obtenerse un
buen caballo de guerra por 80 pesos.
La sagacidad indígena se pone de manifiesto en las tácticas utilizadas para
contrarrestarlo. Una de ellas fue el habilísimo recurso de las boleadoras
pamperas que infligieron una rodada colectiva a los jinetes de la expedición de
Mendoza en el desastroso encuentro del río Luján. En el Noroeste los hoyos
destinados primero a las fieras sirvieron para entrampar caballos y jinetes en
su fondo erizado de fuertes púas.
Para la contienda los indígenas utilizaron en bloques las armas y tácticas
tradicionales que les servían en las luchas tribales; es lo que Jara denomina “la
guerra primitiva al comienzo de la conquista”. Los fosos, hondas, flechas, la macana,
el envenenamiento de las aguas, el desmoronamiento de piedras en los pasos
estrechos, fortalezas como los pucaráes levantados en las cumbres, sirvieron
muchas veces para detener el ímpetu español.
El arco y la flecha fueron armas de uso frecuente, con ejercicios de práctica en
los poblados; al entrar Rojas a Santiago del Estero observó que los indios
“tiene hechos sus terreros donde tiran el arco”.
En el Litoral las flechas encendidas causaban estragos en los miserables
ranchos de paja de los conquistadores. En el Tucumán, sus puntas
emponzoñadas causaron muchas víctimas. Los españoles descubrieron el
contraveneno experimentando con un indio a quien flecharon los muslos
dejándolo en libertad; “el indio se fue así herido, que apenas podía andar, y junto al
pueblo cogió dos hierbas y majolas en un mortero grande, y de la una bebió luego el zumo, y
con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó
la púa de la flecha y sacola, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había
majado, y estuvo después con mucha dieta y sano prestamente”.
Quizá ya en el siglo XVI podamos descubrir la segunda etapa reconocida por
Jara en la vida militar araucana, “la evolución militar por imitación de armas y de
algunos métodos de los españoles”. Permite suponerlo Levillier cuando apunta que
los indios calchaquíes se volvían más expertos en el uso de las armas
españolas y alcanzaban victorias contra grupos numerosos, en las mismas
circunstancias en que antes huían de un poder mucho menor.
Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C. Chiaramone, Historia
Argentina. De la Conquista a la Independencia, Volumen 2, Paidós,
Buenos Aires, 1972, p. 56-57
EL SUPLICIO DE ATAHUALPA
Acusábase a Atahualpa de que siendo hijo bastardo hubiese usurpado el trono
de los incas y condenado a muerte a su hermano; de ser idólatra; de tener
muchas concubinas; de haber gastado los tesoros del imperio que por derecho
de conquista pertenecían al rey de España; y de haber levantado gente contra
los castellanos. Siete de éstos, que fueron llamados a declarar, sirvieron para
acumular cargos contra el acusado. Los indios prestaron sus declaraciones por
medio del intérprete Felinillo, que estaba interesado en la condenación del
inca; y aunque algunos de ellos se negaron resueltamente a responder y otros
dijeron no a todas las preguntas, bastó que la mayoría declarara en sentido
afirmativo, para que el tribunal condenase a Atahualpa a ser quemado vivo.
Algunos soldados castellanos propusieron que se apelara de la sentencia ante
Carlos V; pero la mayoría los acusó de traidores. Como solía hacerse entre los
españoles del siglo XVI en casos semejantes, se consultó la opinión de los
teólogos para tranquilizar las conciencias; y el voto de Valverde fue concebido
en estos términos:
“Hay causa para matar a Atahualpa, y si es necesario, yo firmaré la sentencia.”
En aquel simulacro de juicio, todo fue inicuo. La historia no recuerda un
crimen más injustificable que el proceso y muerte de Atahualpa.
El desgraciado inca no pudo recibir con firmeza tamaño golpe. Suplicó a
Pizarro con las lágrimas en los ojos que le perdonara la vida,
comprometiéndose a pagar un doble rescate; pero aunque el general no pudo
contener su emoción, no se atrevió a volver atrás.
Perdida toda esperanza, Atahualpa recobró alguna tranquilidad y se dispuso
para morir. En la noche del sábado 29 de agosto de 1533, salió al patíbulo y
rodeado de una fuerte escolta y cargado de grillos. Cerca de la hoguera, el
padre Valverde trató de convertirlo, prometiéndole suavizar el rigor de su
suplicio con la aplicación del garrote. El temor de una muerte cruel le hizo
aceptar esta gracia, y el infortunado inca recibió el bautismo con el nombre de
Juan. Pidió que su cadáver fuese llevado a Quito para ser sepultado en la
tumba de sus abuelos, y encargó a Pizarro que tomara a sus hijos bajo su
protección. Entonces fue amarrado al palo fatal; y mientras los españoles
entonaban el Credo, el verdugo estranguló al último soberano del Perú.
Al día siguiente, Pizarro mandó celebrar en la nueva iglesia los funerales del
inca. Como si no tuviera conciencia del crimen cometido, él mismo asistía a la
ceremonia en traje de duelo; y pudo ver las manifestaciones de dolor de las
hermanas y esposas de Atahualpa. Según la costumbre del imperio, querían
ahorcarse sobre su cadáver; y toda la actividad de los cristianos no bastó para
impedir el voluntario sacrificio de algunas de ellas.
Pocos días después regresó Hernando de Soto de su expedición. Traía la
noticia de que eran infundadas las acusaciones hechas a Atahualpa; y al saber
la condenación de éste, manifestó el más profundo pesar por tan gran
desgracia y por tan inhumana maldad: “Muy mal lo ha hecho su señoría, y fuera justo
aguardarnos”, dijo el honrado caballero.
Pizarro no pudo contestar aquel reproche sino disculpándose, atribuyendo lo
hecho a las sugestiones de algunos de los suyos. El crimen comenzaba a
avergonzar a sus mismos autores.
Diego Barros Arana, Compendio de Historia de América. Cabaut y Cía
editores, París, 1926,
QUEMANDO PAPELES INÚTILES
Convencidos de su vocación y especialistas en las cosas de Dios, los
misioneros desembarcaron en México con el afán de imitar a Cristo e impulsar
una religión limpia de ídolos y supersticiones. Andaban a pie, vestían
humildemente, comían gracias a la limosna y predicaban por señas en plazas y
mercados.
Dado que la comunicación con los indígenas en esas condiciones era casi
imposible, los misioneros decidieron aprender las lenguas de los indios, y
comenzaron a recopilar palabras que tomaban de los niños. Así fueron
haciendo vocabularios, sermones, catecismos, vidas de santos y piezas
teatrales.
Como suele ocurrir, aparecieron voces que consideraron insuficiente el
aprendizaje de las lenguas. Había que ir más allá si querían desterrar las
prácticas paganas, esto es, conocer las costumbres y modos de vida de los
indígenas antes de la conquista española.
Fue entonces que los misioneros recurrieron al canto, al teatro, a la pintura y a
los espectáculos imponentes y multitudinarios. Se hicieron dibujos en papel de
amate y en las paredes de capillas e iglesias se pintaron escenas religiosas.
La mística de los religiosos llegó a tales alturas que, para sensibilizar a los
espectadores, algunos llegaron a arrojar animales vivos al fuego, a azotarse
públicamente, y a lanzarse sobre brasas encendidas para que el indiaje
aprendiera cómo se sufría en el Infierno.
Digamos, para finalizar, que este calor religioso no fue el que predominó en
los primeros tiempos, pues al principio, el mundo prehispánico fue
considerado obra del demonio.
Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, interlocutor de la imprenta y
fundador de un colegio para nobles indígenas, escribió que sus monjes habían
arrasado templos e ídolos; él mismo dirigió la destrucción en Teotihuacan, y
envió a la hoguera al cacique Texcoco.
Diego de Landa, autor de un alfabeto útil para el desciframiento de la escritura
maya, informó:
“Usaba esta gente ciertos caracteres o letras con la cuales escribían sus libros
sobre sus cosas antiguas y su ciencias. Hallámosle gran número de libros, y
porque no tenían sino superstición y falsedades del demonio se los quemamos
todos”.
El español Diego de Landa no era el primero, antes que él, Tlacaélel, asesor de
emperadores aztecas, había mandado quemar las crónicas y los archivos para
inventar una historia a la medida de las necesidades de un imperio que iba en
ascenso.
Ni el primero, ni el último.
Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere, Buenos Aires, 2006, p.
156-157
VIAJE AL RÍO DE LA PLATA
Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de navegar quinientas leguas
llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de
cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto
que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques, y de
inmediato nuestro capitán general don Pedro de Mendoza ordenó y dispuso
que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques
grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de arcabuz de la
tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes.
Desembarcamos en el Río de la Plata en día de los Santos Reyes Magos en
1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamado Charrúas, que eran como
dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos
abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no
pudimos hallarlos. Estos indios andan en cuero, pero las mujeres se tapan las
vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las
rodillas. Entonces don Pedro de Mendoza ordenó a sus capitanes que
reembarcaran a la gente en los buques y se la pusieran al otro lado del río
Paraná, que en ese lugar no tienen más de ocho leguas de ancho.
Ulrico Schmidl
Schmidl fue un soldado alemán del siglo XVI que acompañó a Pedro de
Mendoza a América, desde 1534 a 1553. Es considerado por algunos como el
primer periodista del descubrimiento. Al regresar de su viaje, ya en Alemania,
escribió las crónicas de lo que había conocido en el nuevo continente.
Schmidl, Ulrico, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII, Colección Buen
Aire, EMECE, Buenos Aires, 1945. En Leer x leer, Plan Nacional de
Lectura, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, Volumen 3,
2004, p. 174-175
PINTURA Y LABRADO DE LOS INDIOS. SUS BORRACHERAS Y
BANQUETES
Labrábanse los cuerpos, y cuanto más, (por) tanto más valientes y bravos se
tenían, porque el labrarse era gran tormento. Y era de esta manera: los
oficiales de ello labraban la parte que querían con tinta y después sajábanle
delicadamente las pinturas y así, con la sangre y tinta, quedaban en el cuerpo
las señales; y que se labraban poco a poco por el grande tormento que era, y
también después (se ponían) malos porque se les enconaban las labores y
supurábanse que con todo esto se mofaban de los que no se labraban. Y que
se precian mucho de ser requebrados y tener gracias y habilidades naturales, y
que ya comen y beben como nosotros.
Que los indios eran muy disolutos en beber y emborracharse, de lo cual les
seguían muchos males como matarse unos a otros, violar las camas pensando
las pobres mujeres recibir a sus maridos, también con sus padres y madres
como en cada de sus enemigos; y pegar fuego a sus casas: y que con todo se
perdían por emborracharse.
Y cuando la borrachera era general y de sacrificios, contribuían todos para
ello, porque cuando era particular hacía el gasto el que la hacía con ayuda de
sus parientes. Y que hacen el vino con miel y agua y cierta raíz de un árbol que
para esto criaban, con lo cual se hacía el vino fuerte y muy hediondo; y que
con bailes y regocijos comían sentados de dos en dos o de cuatro en cuatro, y
que después de comido, los escanciadores, que no se solían emborrachar,
traían unos grandes artesones de beber hasta que se hacía un zipizape; y las
mujeres tenían mucho cuidado de volver a borrachos a casa sus maridos.
Que muchas veces gastan en su banquete lo que en muchos días,
mercadeando y trompeando, ganaban; y que tienen dos maneras de hacer estas
fiestas.
La primera, que es de los señores y gente principal, obliga a cada uno de los
convidados, a que hagan otro tal banquete y que den a cada uno de los
convidados una ave asada, pan y bebida de cacao en abundancia y al fin del
banquete suelen dar a cada uno una manta para cubrirse y un banquillo y el
vaso más galano que pueden, y si muere alguno de ellos es obligada la casa o
sus parientes a pagar el banquete.
La otra manera es entre parentelas, cuando casan a sus hijos o hacen memoria
de las cosas de sus antepasados; y ésta no obliga a restitución, salvo que si
cuando han convidado a un indio a una fiesta así, él convida a todos cuando
hace fiesta o casa a sus hijos.
Y sienten mucho la amistad y la conservan (aunque estén) lejos unos de otros,
con estos convites; y que en estas fiestas les daban de beber mujeres hermosas
las cuales, después de dado el vaso, volvían las espaldas al que lo tomaba hasta
vaciado el vaso.
Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de América.
Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general,
SEP/UNAM, México, D. F., p. 163-165
EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS
Hay en esta isla Española unos cardos, que cada uno de ellos lleva una `piña
(o, mejor diciendo, alcachofa), puesto que, porque parece piña, las llaman los
cristianos piñas, sin lo ser. Ésta es una de las más hermosas frutas que yo he
visto en todo lo que de el mundo he andado…Ninguna de éstas, ni otras
muchas que yo he visto, no tuvieron tal fruta como estas piñas o alcachofas, ni
pienso que en el mundo la hay que se le iguale en estas cosas justas que ahora
diré. Las cuales son: hermosura de vista, suavidad de olor, gusto de excelente
sabor. Así que, de cinco sentidos corporales, los tres que se pueden aplicar a
las frutas, y aun en el cuarto, que es el palpar, en excelencia participa de estas
cuatro cosas o sentidos sobre todas las frutas y manjares del mundo, en que la
diligencia de los hombres se ocupe en el ejercicio de la agricultura. Y tiene otra
excelencia muy grande, y es que, sin algún enojo del agricultor, se cría y
sostiene. El quinto sentido, que es el oi: la fruta no puede oir ni escuchar, pero
podrá el lector, en su lugar, atender con atención lo que de esta fruta yo
escribo, y tenga por cierto que no me engaño, ni me alargo, en lo que diejre de
ella. Porque, puesto que la fruta no puede tener los otro cuatro sentidos que le
quise atribuir o significar anteriormente, hase de entender en el ejercicio y
persona del que la come, y no de la fruta (que no tiene ánima. Sino la
vegetativa y sensitiva, y le falta la racional, que está en el hombre con las
demás).
(…) Mirando el hombre la hermosura de ésta, goza de ver la composición y
adornamiento con que la Natura la pintó e hizo tan agradable a la vista para
recreación de tal sentido. Oliéndola, goza el otro sentido de un olor mixto con
membrillos y duraznos o melocotones, y muy finos melones, y demás
excelencias que todas estas frutas juntas y separadas, sin alguna pesadumbre; y
no solamente la mesa en que se pone, mas, mucha parte de la casa está, siendo
madura y de perfecta sazón, huele muy bien y conforta este sentido del oler
maravillosa y aventajadamente sobre todas las otras frutas. Gustarla es una
cosa tan apetitosa y suave, que faltan palabras, en este caso, para dar al propio
su loor en esto; porque ninguna de las otras frutas que he nombrado, no se
pueden con muchos quilates, comparar a ésta.
Palparla, no es, a la verdad, tan blanda ni doméstica, porque ella misma parece
que quiere ser tomada con acatamiento de alguna toalla o pañizuela; pero
puesta en la mano, ninguna otra da tal contentamiento. Y medidas todas estas
cosas y particularidades, no hay ningún mediano juicio que deje de dar a estas
piñas o alcachofas el principado de todas las frutas.
(…) Y para los que nunca le vieron sino aquí, no les puede desagradar la
pintura, escuchando la lectura; con tal aditamento y promesa, que les certifico
que si algún tiempo la vieren, me habrán por disculpado si no supe ni pude
justamente loar esta fruta. Verdad que ha de tener respecto y advertir, el que
quisiere culparme, en que aquesta fruta es de diversos géneros o bondad (una
más que otra), en el gusto y aun en las otras particularidades. Y el que ha de
ser juez, ha de considerar lo que está dicho, y lo que más aquí diré en el
proceso o también de las diferencias de estas piñas. Y si, por falta de colores y
del dibujo, yo no bastare a dar a entender lo que querría saber decir, dese la
culpa a mi juicio, en el cual, a mis ojos, es la más hermosa fruta de todas las
frutas que he visto, y la que mejor huele y mejor sabor tiene; y en su grandeza
y color, que es verde, alumbrado o matizado de un color amarillo muy subido,
y cuanto más se va madurando, más participa del jalde, y va perdiendo de lo
verde, y así se va aumentando el olor de más que perfectos melocotones, que
participan también del membrillo; que éste es el olor con que más similitud
tiene esta fruta; y el gusto es mejor que los melocotones y más jugoso.
Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y conquista de
América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología
general, SEP/UNAM, México, D. F., p. 185-187
LA COCA
En el Pirú no se da, más dase la coca, que es otra superstición harto mayor y
parece cosa de fábula. En realidad de verdad, en sólo Potosí monta más de
medio millón de pesos cada año la contratación de la coca. por gastarse de
noventa a noventa y cinco mil cesto della, y aún en el año de ochenta y tres,
fueron cien mil.
Vale un cesto de coca en el Cuzco, de dos pesos y medio a tres, y vale en
Potosí, de contado, a cuatro pesos y seis tomines, y a cinco pesos ensayados; y
es el género sobre que se hacen cuasi todas las ventas fraudulentas, porque es
mercadería de que hay gran expedición.
Es pues la coca tan preciada, una hoja verde pequeña que nace en unos
arbolillos de obra de un estado de alto; críase en tierras calidísimas y muy
húmedas; da este árbol cada cuatro meses esta hoja, que llaman allá tresmitas.
Quiere mucho cuidado en cultivarse, porque es muy delicada y mucho más en
conservarse después de cogida. Métenla con mucho orden en unos cestos
largos y angostos, y cargan los carneros de la tierra, que van con estas
mercadería a manadas, con mil, y dos mil y tres mil cestos.
El ordinario es traerse de los Andes, de valles de calor insufrible, donde los
más del año llueve y no cuesta poco trabajo a los indios, ni aun pocas vidas, su
beneficio por ir de la sierra y temples fríos a cultivalla y beneficialla y traella.
Así hubo grandes disputas y pareceres de letrados y sabios, sobre si
arrancarían todas las chacras de coca; en fin han permanecido.
Los indios la aprecian sobremanera, y en tiempo de los reyes Ingas no era
lícito a los plebeyos usar la coca sin licencia del Inga o su gobernador.
El uso es traerla en la boca y mascarla, chupándola; no la tragan; dicen que les
da gran esfuerzo y es singular regalo para ellos. Muchos hombres graves lo
tienen por superstición y cosa de pura imaginación.
Yo por decir verdad, no me persuado que sea pura imaginación; antes
entiendo que en efecto obra fuerzas y aliento en los indios, porque se ven
efectos que no se pueden atribuir a la imaginación, como es con un puño de
coca caminar doblando jornadas sin comer a las veces otra cosa, y otras
semejantes obras.
La salsa con que la comen es bien conforme al manjar, porque ella yo la he
probado y sabe a vino de uva, y los indios la polvorean con ceniza de huesos
quemados y molidos, o con cal, según otros dicen. A ellos les sabe bien y
dicen les hace provecho, y dan su dinero de buena gana por ella, y con ella
rescatan como si fuese moneda, cuanto quieren.
Todo podrían bien pasar si no fuese el beneficio y trato de ella con riesgo suyo
y ocupación de tanta gente. Los señores Ingas usaban la coca por cosa real y
regalada, y en sus sacrificios era la cosa que más ofrecían, quemándola en
honor de sus dioses.
Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas,
Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM,
México, D. F., p. 246-147
ENTERRAMIENTOS
En la comarca del Cuzco entierra a sus difuntos sentados en unos
asentamientos principales, a quien llaman duhos, vestidos y adornados de lo
más principal que ellos poseían
(…) En la provincia de Chincham, que es en estos llanos, los entierran
echados en barbacoas o camas o camas hechas de caña. En otro valle destos
mismos, llamado Lunaguana, los entierran sentados. Finalmente, acerca de los
enterramientos, en estar echados o en pie o sentados, discrepan unos de otros.
(…) Y apartados unos de otros se ven gran número de calaveras y de sus
ropas, ya podrecidas y gastadas con el tiempo.
Llaman a estos lugares, que ellos tienen por sagrados, guaca, que es nombre
triste, y muchas dellas se han abierto y aun sacado los tiempos pasados, luego
que los españoles ganaron este reino, gran cantidad de oro y plata; y por estos
valles se usa mucho el enterrar con el muerto sus riquezas y cosas preciadas, y
muchas mujeres y sirvientes de los más privados que tenía el señor siendo
vivo.
Y usaron en los tiempos pasados de abrir las sepulturas y renovar la ropa y
comida que en ellas habían puesto. Y cuando los señores morían, se juntaban
los principales del valle y hacían grandes lloros, y muchas de las mujeres se
cortaban los cabellos hasta quedar sin ningunos, y con tambores y flautas
salían con sones tristes cantando por aquellas partes por donde el señor solía
festejarse más a menudo, para provocar a llorar a los oyentes. Y habiendo
llorado hacían más sacrificios y supersticiones, teniendo sus pláticas con el
demonio. Y después de hecho esto, y muertóse algunas de sus mujeres, los
metían en las sepulturas con sus tesoros y no poca comida, teniendo por
cierto que iban a estar en la parte que el demonio les hace entender.
Y guardaron, y aun agora lo acostumbran generalmente, que antes que los
metían en las sepulturas los lloran cuatro o cinco o seis días, o diez, según es la
persona del muerto; porque mientras mayor es más honra se le hace y mayor
sentimiento muestran, llorándolo con grandes gemidos y endechándolo con
música dolorosa, diciendo en sus cantares todas las cosas que sucedieron al
muerto siendo vivo. Y si fue valiente, llevándolo con estos lloros contando sus
hazañas; y al tiempo que meten el cuerpo en la sepultura, algunas joyas y ropas
suyas queman junto a ella, y otras meten con él.
Muchas destas ceremonias ya no se usan, porque Dios no lo permite, y porque
poco a poco van estas gentes conociendo el error que sus padres tuvieron, y
cuán poco aprovechan estas pompas y vanas honras, pues basta enterrar los
cuerpos en sepulturas comunes, como se entierran los cristianos, sin procurar
de llevar consigo otra cosa que buenas obras, pues lo demás sirve de agradar al
demonio y que el ánima abaje al infierno más pesada y agravada.
Aunque cierto los más de los señores viejos tengo que se deben mandar
enterrar en partes secretas y ocultas, de la manera ya dicha, por no ser vistos ni
sentidos por los cristianos. Y que lo hagan así lo sabemos y entendemos por
los dichos de los más mozos.
Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de América.
Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general,
SEP/UNAM, México, D. F., p. 219-221
SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE ÁVILA Y
GIL GONZÁLEZ
Al fin se hallaron a los hermanos Ávila, y hecha la información y concluso el
pleito para sentenciarle, los sentenciaron a cortar las cabezas, y puestas en la
picota, y perdimiento de todos sus bienes, y las casas sembradas de cal y
derribadas por el suelo, y en medio de un padrón (columna con una lápida y
una inscripción, a veces, infamante) en él escrito con letras grandes su delito, y
que aquél se estuviese para siempre jamás, que nadie fuese osado a quitarle ni
borrarle letra son pena de muerte; y que el pregón dijese:
“Es esta la justicia que manda hacer Su Majestad y la real audiencia de México, el virrey y
demás autoridades en su nombre, a estos hombres, por traidores contra la corona real, etc.”
Y así proseguía el pregón.
Fuéronles a notificar la sentencia; ya se entenderá como se debió recibir.
Dicen, el Alonso de Ávila, en acabándosela de leer, se dio una palmada en la
frente, y dijo:
-¿Es posible esto? Dijéronle: - Sí, señor: y lo que conviene es que os pongáis
bien con Dios y le supliquéis perdone vuestros pecados.
Y él respondió: -¿No hay otro remedio? –No.
Y entonces empezárosle a destilar las lágrimas de los ojos por el rostro abajo,
que le tenía muy lindo, y el que le cuidaba, era muy blanco y muy gentil
hombre, y muy galán, tanto que le llamaban dama, porque ninguna por mucho
que lo fuese tenía tanta cuenta de pulirse y andar en orden: el que más bien se
traía era él y con más criados, y podía, porque era muy rico; cierto que era de
los más lucidos caballeros que había en México.
Lo que dijo Alonso de Ávila
Desde a un poco, después que la barba y rostro tenía totalmente en lágrimas,
dio un gran suspiro y dijo:
-¡Ay, hijos míos y mi querida mujer! ¿Ha de ser posible que esto suceda en
quien pensaba daros descanso y mucha honra, después de Dios, y que haya
dado la fortuna vuelta tan contraria, que la cabeza y rostro hermoso, vosotros
habéis de ver en la picota, al agua y al sereno, como se ven las de los muy
bajos e infames que la justicia castiga por hechos atroces y Feos? ¿Esta es la
honra, hijos míos, que de mí esperabais ver? ¡Inhabilitados de las
preeminencias de caballeros! Mucho mejor os estuviera ser hijos de un muy
bajo padre, que jamás supo de honra.
Después de cortada, con la grita y lloros, y sollozos, volvió la cabeza Alonso
de Ávila, y como vio a su hermano descabezado dio un muy gran suspiro, que
realmente no creyó hasta entonces que había de morir, y como le vio así,
hincóse de rodillas y tornó a reconciliarse; alzó una mano, blanca más que de
dama. y empezó a retorcerse los bigotes diciendo los salmos penitenciales, y
llegado al del Miserere, empezó a desatar los cordones del cuello, muy
despacio, y dijo, vueltos los ojos hacia su casa:
-¡Ay, hijos míos, y mi querida mujer, y cuáles os dejo!
Y entonces fray Domingo de Salazar, obispo que es ahora de Filipinas, le dijo:
-No es tiempo éste, señor, que haga vuesa merced eso, sino mire por su
ánima, que yo espero en Nuestro Señor, de aquí se irá derecho a gozar de él, y
yo le prometo de decirle mañana una misa, que es día de mi padre Santo
Domingo.
Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista de América…p.
178-179
EL PARAÍSO DE MAHOMA
“Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros arcabuces –escribiría el alemán
Ulrico Schmidl, llegado con Pedro de Mendoza, primer cronista de la
colonización en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su gente caía y no
veían bala ni flecha alguna sino un agujero en los cuerpos. no pudieron mantenerse y
huyeron, cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras huían hacia su pueblo
(…) Mas cuando vieron que no podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos,
pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y pidieron perdón y que ellos harían todo
cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro capitán Juan Ayolas
seis muchachitas, la mayor como de dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos
quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres para que cuidaran de
nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.”
De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias” y de las
costumbres poligámicas, Nuestra Señora de Asunción, establecida el 16 de
septiembre de 1541, sería un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la
vera del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco hospitalarios que
había obligado a partir hacia el norte en busca de mejores condiciones de
subsistencia.
Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el Pilcomayo y el
Paraguay, ya no lo serían de tierras y riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A
cada uno de ellos se le encomendará un harem y la promiscuidad será lo
habitual.
El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le escribe al rey de
España que el conquistador que “está contento con cuatro indias es porque no puede
haber ocho y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que “no hay quien baje de
cinco y de seis, la mayor parte de quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”.
Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas, hermanas y parientes,
sometidas a un único dueño.
Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se decide la destrucción y
evacuación de Buenos Aires. Corre 1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey
encargado del asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo villorrio
a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tiene con
qué cubrir sus carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los que están
desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la vida”. Lo de “caliente” no sería sólo
una referencia climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y
muy ardientes de cuerpo, según mi parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán.
Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso,
Sudamericana, Buenos Aires, 2006, p. 29-30
EL PARAÍSO DE MAHOMA
“Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros arcabuces –escribiría el alemán
Ulrico Schmidl, llegado con Pedro de Mendoza, primer cronista de la
colonización en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su gente caía y no
veían bala ni flecha alguna sino un agujero en los cuerpos. no pudieron mantenerse y
huyeron, cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras huían hacia su pueblo
(…) Mas cuando vieron que no podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos,
pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y pidieron perdón y que ellos harían todo
cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro capitán Juan Ayolas
seis muchachitas, la mayor como de dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos
quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres para que cuidaran de
nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.”
De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias” y de las
costumbres poligámicas, Nuestra Señora de Asunción, establecida el 16 de
septiembre de 1541, sería un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la
vera del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco hospitalarios que
había obligado a partir hacia el norte en busca de mejores condiciones de
subsistencia.
Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el Pilcomayo y el
Paraguay, ya no lo serían de tierras y riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A
cada uno de ellos se le encomendará un harem y la promiscuidad será lo
habitual.
El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le escribe al rey de
España que el conquistador que “está contento con cuatro indias es porque no puede
haber ocho y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que “no hay quien baje de
cinco y de seis, la mayor parte de quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”.
Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas, hermanas y parientes,
sometidas a un único dueño.
Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se decide la destrucción y
evacuación de Buenos Aires. Corre 1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey
encargado del asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo villorrio
a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tiene con
qué cubrir sus carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los que están
desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la vida”. Lo de “caliente” no sería sólo
una referencia climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y
muy ardientes de cuerpo, según mi parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán.
Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso,
Sudamericana, Buenos Aires, 2006, p. 29-30
VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS
Para compensar la gran mortandad que las guerras, las epidemias y la
explotación produjeron en la población indígena, comenzaron a llegar al
continente a comienzos del siglo XVI africanos.
Hacia 1600 vivían en Nueva España miles de esclavos negros condenados a
los trabajos más duros en los campos y las minas, o sirviendo como criados de
los españoles notables.
Las condiciones de vida de los negros fueron peores que las de los indígenas,
considerados jurídicamente seres libres.
Muchos esclavos escaparon y se refugiaron en el monte o en la sierra,
recibiendo el nombre de cimarrones.
Los negros y negras no eran de los que acudían con rapidez y sonrisa de oreja
a oreja al recibir una orden en nombre de Su Majestad.
Atrapados en la ignorancia, mostraban predisposición a la superstición y la
superchería.
Sabían inquietar en pueblos indios, caminos y ciudades. No se caracterizaban
por sus sutilezas filosóficas, literarias y científicas.
Por gritones, fiesteros e hiperkinéticos, no pasaron inadvertidos entre viajeros
y cronistas extranjeros.
Las mujeres provocativas y despreocupadas, con sus colorinches daban matiz
pintoresco al recito urbano, pero tened cuidado con ellas, señoras españolas,
porque si madrugan será para robarles.
La ciudad de México no olvidaba la batalla ente las tropas salidas de Puebla,
bajo el mando del capitán González de Herrera, y las fuerzas acaudilladas por
el negro Yanga, en las cercanías del Pico de Orizaba, el 22 de febrero de 1609.
La victoria agigantó la figura del líder negro y la clase dominante española se
atemorizó de esos “vándalos y traicioneros” cuando las autoridades españolas
comunicaron que los negros, furiosos por haber sido muerta una negra a
causa del maltrato de su amo, hablaban de ultimar a todos los blancos para
coronar a un rey negro mediante una acción armada fijada para el jueves de la
Semana Santa de 1612.
La conspiración fue descubierta. El toque de queda fue ordenado en las
ciudades de México y Puebla, hubo arrestos, torturas y disolución de cofradías
de negros.
Finalmente, el 2 de mayo fueron ahorcados en el Zócalo 29 conspiradores y 4
negras, según una versión, y 7 según otra. Tras la ejecución, sus cabezas
fueron cortadas a hachazos, y expuestas en la vía pública. Como brutal
advertencia y las familias de la ciudad española pudieran descansar en paz.
Sin embargo, nuevas sublevaciones contra la esclavitud estallarían en Nueva
España en los años 1617-18, 1646 y 1665.
Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida de un pueblo,
Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, 1993, p. 29
EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NUÑEZ DE PINEDA Y
BASCUÑÁN
¿Quién le iba a decir a Bascuñan que sería testigo obligado de un parlamento
mapuche en el que se iba a decidir su suerte? “Y la verdad es que en aquel
trance estaba bastante animado a morir por la fe de nuestro Dios y Señor
como valeroso mártir”. El parlamento se formó de acuerdo a la categoría de
los asistentes. “Luego se fueron poniendo en orden según el uso y costumbre
de sus tierras y esta era más ancha que la cabecera, adonde asistían los
caciques principales y capitanes de valor”.
A continuación, tomó la palabra Putapichun quien, dentro de la retórica
florida llamada “parlas” propia de los parlamentos indígenas, se dirigió a
Maulicán para explicar la finalidad con la que se había convocado al
parlamento: “Esta junta de guerra y extraordinario parlamento nos e ha
encaminado a otra cosa que a venir mancomunados a comprarte este capitán
que llevas…para sacrificarle a nuestro Pillán”.
Obviamente los caciques presentes conocían al cautivo, su valor pecuniario y
estratégico, y se dispusieron a hacer generosas ofertas a Maulicán, collares de
piedras ricas, caballos entrenados y ensillados, otros cautivos españoles. El
mismo Putapichun ofreció una hija suya a cambio. Maulicán resistió el canje y
justificó su negativa en el placer que sentía de llegar a su parcialidad y mostrar
el preciado botín a su padre y parientes. Prometía que una vez hecho esto
regresaría el cautivo para que fuese sacrificado al gran Pillán (divinidad
araucana).
Ante la negativa de Maulicán, como parte del ritual epílogo de una maloca, se
procedió al sacrificio de uno de los soldados españoles que había sido tomado
en la batalla junto con Bascuñán. Durante la época de los levantamientos
mapuches y guerras del Arauco, estos tipos de sacrificios o ajusticiamientos de
prisioneros eran comunes, así como prácticas antropofágicas asociadas al acto.
La narración de Bascuñán no elude detalle y es de gran patetismo. La víctima,
uno de los soldados tomado en las Cangrejeras, fue traído con una soga al
cuello y colocado en el centro de un círculo. Procedió un largo ritual que
concluyó con el ofrecimiento a Maulicán para que acabase con sus manos con
la vida de la víctima. A tal efecto se le entregó “una porra de madera pesada
sembrada toda de clavos de errar… y se fue acercando al lugar donde aquel pobre mancebo
estaba o lo tenían sentado, despidiendo de sus ojos más lágrimas que en la que los míos sin
poder detenerse se manifestaban. Con que, cada vez que volvía el rostro a mirarme,
me atravesaba el alma”. Maulicán no dudó, “le dio en el cerebro un tan grande golpe,
que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada. Al instante los acólitos que
estaban con los cuchillos en las manos, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón
palpitando, y se lo entregaron a mi amo”. Más tarde, comió del corazón y lo pasó al
resto de los caciques y principales quienes prosiguieron con la comunión
ceremonial.
(…)
Francisco Núñez de Pineda y Bascuñan fue un cautivo criollo en un periodo
de transición en el reino de Chile. Fue capturado en los años en que se
percibían los primeros síntomas de pacificación de la región (1628)…Fue
protagonista de enfrentamientos militares, atestiguó malocas y rivalidades
entre las distintas parcialidades indígenas y vivió la cotidianidad diaria entre los
mapuches, más como un convidado que como un prisionero. Fue un testigo
de excepción y su testimonio es prueba evidente.
(…)
El cautiverio de Núñez de Pineda y Bascuñán concluyó al final de seis meses
cuando fue canjeado por varios caciques principales en manos españolas. La
despedida emocionda subraya el tono amistoso del libro que insiste, una y otra
vez, en la nobleza de “los bárbaros infieles”, el derecho a sus libertades y la
responsabilidad española en el conflicto (…) Bascuñán, a su regreso a España,
redactó su extenso manuscrito que, aunque circuló profusamente, no se
publicó hasta 1863.
Fernando Operé, Historias de la frontera. El cautiverio en la América
Hispánica, Corregidor, Buenos Aires, 2012, p. 99-111
PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS CALCHAQUÍES
El aventurero andaluz Pedro Bohórquez y Girón llegó al Perú en 1620. Vivió
con indígenas de la sierra central, aprendiendo el quechua y las costumbres,
creencias y prácticas de esos pueblos. Luego realizó un largo viaje al oriente
boliviano, a Paytití, donde, se decía, se habían refugiado tropas incaicas que
habían intentado conquistar a las poblaciones de la selva. Bohorques afirmaba
que había encontrado Paytití y había sido reconocido como Inca por sus
habitantes. Tras años de aventuras, fue apresado y enviado a Valdivia, en
Chile, de donde escapó a Mendoza para dirigirse luego a la región calchaquí.
Allí, muchos reconocieron su calidad de Inca y uno de ellos, Pivanti, cacique
de Tolombón, lo acogió en su casa. Desde esa posición, negoció con el
gobernador del Tucumán. El encuentro, en julio de 1657, se realizó con toda
pompa. Bohórquez, con su séquito de calchaquíes lujosamente ataviados,
arribó en medio de salvas de arcabuces y recibió obsequios y agasajos del
gobernador y su comitiva. Luego de una solemne misa, y tras quince días de
negociaciones, ceremonias, festejos y homenajes, Bohórquez fue reconocido
como Teniente de Gobernador y Capitán General, autorizándoselo a emplear
el título de Inca.
El acuerdo fue desaprobado por el virrey del Perú, que ordenó capturar al
fugitivo. El idilio con Bohórquez había durado poco y el flamante Inca
endureció su discurso contra los españoles, alentando a los nativos a la
rebelión. Entre choques y enfrentamientos –incluso fueron quemadas dos
misiones de los jesuitas-, las relaciones alcanzaron su máxima tensión en 1659.
Finalmente, Bohórquez aceptó entregarse a cambio de un indulto y fue
enviado preso a Lima. Sin embargo, llevó varios años controlar la dura
resistencia que opusieron los calchaquíes. Bohórquez, preso en Lima, fue
condenado a muerte y ejecutado en 1666, sospechado de participar en una
conjura de curacas de esa ciudad.
Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a
1910, Siglo Veintiuno-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008, p. 212
TESTIMONIOS ASOMBROSOS
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el
primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América
meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la
imaginación.
Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin
patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como
alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto
un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de
ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la
Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido
perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de
nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso
de nuestra realidad de aquellos tiempos.
Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país
ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años,
cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca
de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca
exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática
cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600
que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron
descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada
una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca
llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena
de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se
encontraban piedrecitas de oro.
Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco
tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la
construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó
que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de
hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez, en la entrega del
Premio Nobel en 1982
UN QUILOMBO
En tierra brasileña se mezclaron los rollizos bantúes de la selva con los
guerreros y magos sudaneses de esqueletos largos y miembros nervudos.
Durante mucho tiempo trataron de mantener sus lenguas y creencias. Para los
blancos, ellos eran simplemente piezas, y no se registraba otro origen de los
negros que los puertos de embarque.
Sin embargo, la tradición precisa que fueron cuarenta negros de Guinea los
primeros en sublevarse en las plantaciones de Pernambuco. Ganaron la selva
virgen de Alagoas y al pie de la Serra da Barriga levantaron un fuerte con
troncos clavados a pique que llamaron quilombo, que en idioma bantú quiere
decir fortaleza. Los fugitivos se juramentaron pelear por su libertad y se
enorgullecían de llamarse quilombolas, voz de Angola que significa golpe
fuerte y distingue al guerrero que ataca violentamente.
Durante más de medio siglo los negros alzados rechazaron todas las entradas
de las tropas portuguesas. Los quilombolas eran muy diestros en el arco,
temibles lanceros y tenían la habilidad de arrojar teas encendidas (sus únicas
armas de fuego) capaces de convertir a la selva en un infierno devorador.
Veinte mil negros encontraron y defendieron su libertad en el quilombo de
Palmares. De los inmensos bosques de palmeras que cubrían la región extraían
el palmito y fabricaban esteros y fibras para vestirse, aceite y licor. Cultivaban
mandioca y porotos. Pocas veces abandonaban sus tierras y cuando lo hacían
era para incursionar hasta poblaciones indias y blancas en busca de mujeres.
Todo negro fugitivo era aceptado como ciudadano libre, pero cuando
atrapaban a un negro que no había fugado lo mantenían como esclavo en el
quilombo.
Zambi es voz congoleña que distingue al caudillo. Ganzuguba fue el último
zambi del quilombo de Macaco. Comandaba la guardia de mil quinientos
quilombolas que era la fuerza de choque de toda una confederación: a Macaco
ya lo rodeaban los nuevos quilombos: Dambrubanga, Osenga, Sucupira y
Antalaquituxe (...).
El imperio esclavista reunió fuerzas para liquidar a la primera república
americana de negros. Era en 1695: los quilombos habían luchado 77 años con
lanzas, flechas y tizones encendidos. Finalmente las armas de fuego del
poderoso ejército colonial arrasaron las defensas de Palmares. El cerco
portugués se cerró en el quilombo de Macaco.
El zambi Ganzuguba lo esperaba con sus capitanes en lo alto de un peñasco
para ser visto por todos. Desde esa altura presenciaba su derrota y señaló el
camino a seguir: el zambi y sus principales jefes se arojaron al vacío para morir
como hombres libres.
El largo asedio y el asalto final culminaron con la afiebrada búsqueda de
mujeres, niños y negros heridos. Era el botín ofrecido a los expedicionarios.
Dos días después ya se habían formado los principales lotes de cautivos. Los
orgullosos quilombolas volvían a ser piezas de compra y venta. Domingo
Jorge Velho abarcó con un gesto una larga hilera de negros encadenados.
–¿Cuánto cree el señor que vale esta corda en el mercado de Porto Calvo o en
Olinda?
-No, señor-Bernardo Vieira de Mello sacudió la cabeza con energía-. Estos
negros llevan el quilombo en la sangre y no los queremos en estas tierras.
-Tiene el diablo en el cuerpo-intervino otro pernambucano-.¿Les ve esas caras
largas? Mandingas son; los tuve en mi plantación y no los quiero ni regalados;
hacían brujerías y escribían oraciones con letras de turco. ¿Por qué tienen que
escribir su maldita lengua cuando tantos caballeros lusitanos no sabemos
escribir portugués? Mejor matarlos que traerlos a nuestras plantaciones.
-¿Qué hacer entonces?- preguntó Domingo Jorge Velho-. Estos negros me
costaron dos años de lucha y la vida de mis mejores hombres.
-Los cautivos son el justo premio de una larga guerra- dijo Bernardo Vieira de
Mello-, pero no deben ser semilla de nuevas sublevaciones. Hemos pensado
en un plan para que nadie, ni ustedes los paulistas ni nosotros los
pernambucanos resultemos perjudicados. Se trata de llevar estos negros hasta
Olinda y mejor a la Bahía de Todos los Santos, puertos siempre llenos de
barcos deseosos de cargar esclavos. No olviden que cuanto más al sur, más
vale un negro. Y es una verdadera fortuna si alguien lo lleva al Perú.
-En Sao Paulo no hay necesidad de esclavos negros, ni suficiente dinero para
comprarlos. Gracias a nos, los capitanes do mato, hay hartura de indios para
matar y para hacerlos trabajar con la mitad de la comida de un negro.
-No me refiero a Sao Paulo sino más al sur. Estos esclavos serán vendidos
para el Río de la Plata.
-Magnífica idea –sonrió vengativo el rudo capitán paulista-. ¡Los vendemos a
mejor precio y que vayan a armar quilombos en Buenos Aires!
Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires, 1975, p. 7-11
UNA GUERRA JUSTA
Y no vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos vivían en aquel
pacífico reino de Saturno que fingieron los poetas, sino que por el contrario se
hacían continua y ferozmente la guerra unos a otros con tanta rabia, que
juzgaban de ningún precio la victoria si no saciaban su hambre monstruosa
con todas las carnes de sus enemigos, ferocidad que entre ellos es tanto más
portentosa cuanto más distan de la invencible fiereza de los escitas, que
también se alimentaban de los cuerpos humanos, siendo por lo demás estos
indios tan cobardes y tímidos, que apenas pueden resistir la presencia de
nuestros soldados, y muchas veces, miles y miles de ellos se han dispersado
huyendo como mujeres delante de muy pocos españoles, que no llegaban ni
siquiera al número de ciento.
(…)
Y por lo que toca al modo de vivir de los que habitan la Nueva España y la
provincia de Méjico, ya he dicho que a éstos se les considera como los más
civilizados de todos, y ellos mismos se jactan de sus instituciones públicas,
porque tienen ciudades racionalmente edificadas y reyes no hereditarios, sino
elegidos por sufragio popular, y ejercen entre sí el comercio al modo de las
gentes cultas. Pero mira cuánto se engañan y cuánto disiento yo de semejante
opinión, viendo al contrario en esas mismas instituciones una prueba de la
rudeza, barbarie e innata servidumbre de estos hombres. Porque el tener casas
y algún modo racional de vivir y alguna especie de comercio, es cosa a que la
misma necesidad natural induce, y sólo sirve para probar que no son oso, ni
monos. y que no carecen totalmente de razón. Pero por otro lado tienen de tal
modo establecida su república, que nadie posee individualmente cosa alguna,
ni una casa, ni un campo de que pueda disponer ni dejar en testamento a sus
herederos, porque todo está en poder de sus señores que con impropio
nombre llaman reyes, a cuyo arbitrio viven más que mal suyo propio, atenidos
a su voluntad y capricho y no a su libertad, y el hacer todo esto no oprimidos
por la fuerza de las armas, sino de un modo voluntario y espontáneo es señal
ciertísima del ánimo servil y abatido de estos bárbaros. Ellos tenían
distribuidos los campos y los predios de tal modo que una parte correspondía
al rey, otra a los sacrificios y fiestas públicas, y sólo la tercera parte estaba
reservada para el aprovechamiento de cada cual, pero todo esto se hacía de tal
modo que ellos mismos cultivaban los campos regios y los campos públicos y
vivían como asalariados por el rey y a merced suya, pagando crecidísimos
tributos. Y cuando llegaba a morir el padre, todo su patrimonio, si el rey no
determinaba otra cosa, pasaba entero al hijo mayor, por lo cual era preciso que
muchos pereciesen de hambre o se viesen forzados a una servidumbre todavía
más dura, puesto que acudían a los reyezuelos y les pedían un campo con la
condición no sólo de pagar un canon anual, sino de obligarse ellos mismos al
trabajo de esclavos cuando fuera preciso. Y si de este modo de república servil
y bárbara no hubiese sido acomodado a su índole y naturaleza, fácil les
hubiera sido, no siendo la monarquía hereditaria, aprovechar la muerte de un
rey para obtener un estado más libre y favorable a sus intereses, y al dejar de
hacerlo, bien declaraban con esto haber nacido para la servidumbre y no para
la vida civil y liberal. Por tanto si quieres reducirlos, no digo a nuestra
dominación, sino a una servidumbre un poco más blanda, no les ha de ser
muy gravoso el mudar de señores, y en vez de los que tenían, bárbaros, impíos
e inhumanos, aceptar a los cristianos, cultivadores de las virtudes humanas y
de la verdadera religión. Tales son en suma la índole y costumbres de estos
hombrecillos tan bárbaros, incultos e inhumanos, y sabemos que así eran
antes de la venida de los españoles; y eso todavía no hemos hablado de su
impía religión y de los nefandos sacrificios en que veneran como Dios al
demonio, a quienes no creían tributar ofrenda mejor que corazones humanos.
Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra
contra los indios, en Alejandro Herrera Ibáñez, Antología. Del
Renacimiento a la Ilustración. Textos de Historia universal, UNAM,
México D. F., 1972, p. 204-206
LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS
La historia de esta conquista en Nueva España es muy rica en ejemplos
concretos de las dificultades que trae consigo la conversión de un pueblo a
otra cultura.
Hay que imaginar la situación en que se encontraron los primeros misioneros
a su llegada al Nuevo Mundo. Sin conocimiento de la lengua –o mejor dicho
de las lenguas, en un territorio de variedad lingüística impresionante- había
que comenzar de cero. Ahí encontramos a nuestros misioneros durante los
primeros tiempos intentando todos los procedimientos de evangelización
imaginables. Se intentó, por ejemplo, predicar a señas. Los religiosos se
paraban frente aun grupo de indígenas, en cualquier lugar concurrido, y para
explicar la existencia del cielo y del infierno señalaban con las manos hacia la
tierra y procuraban con señas dar a entender que había fuego, sapos y
culebras. Alzaban los ojos y trataban de transmitir a señas la idea de que sólo
Dios se encontraba allá arriba, y que allá irían a parar los buenos. Así andaban
esos frailes por los mercados, por las plazas y los caminos, y seguramente
causaban cierta curiosidad entre los indios que no comprendían lo que
significaban tales ademanes.
Un misionero, que se recuerda solamente con el nombre de fray Juan de la
Caldera, para pintar a los indígenas los horrores del infierno, ideó poner una
caldera sobre el fuego y echar dentro varios animales –imagen en vivo del
infierno que esperaba a malos e infieles-. Otro misionero llegó al grado de
arrojarse a sí mismo a las brasas encendidas para demostrar que la carne era
débil y flaca y que no podía soportar el fuego eterno al que quedaría
condenada.
Cualquier posición extrema parecía actitud titubeante a esos hombres
angustiados al no poder comunicar ni hacer comprender a quienes vivían en
un error la verdad de la que eran portadores. Movidos por un misticismo
apocalíptico heredado de los últimos siglos medievales, los franciscanos
alcanzaron un entusiasmo misionero tal, que Mendieta llegó a escribir:
En penitencia, mengua y estrechura…San Francisco que viniera de nuevo al mundo no les
hiciera ventaja.
Aunque evidentemente esos procedimientos iniciales no los llevaron muy
lejos, la experiencia y el tiempo transcurrido en contacto con los indígenas
permitieron a los frailes la aplicación de procedimientos más racionales. Uno
de ellos sería la educación sistemática de los niños indígenas hijos de
principales. (…)
La evangelización de niños, para que más tarde fueran ellos los
evangelizadores, fue apoyada por Cortés, que mandó en 1524 que todos los
principales de los poblados localizados a veinte leguas a la redonda de la
ciudad de México enviaran sus hijos al colegio de San Francisco.
Estos niños se convirtieron en un medio eficaz para la promoción del
apostolado y al mismo tiempo en una terrible arma ofensiva contra la religión
y tradiciones prehispánicas. Salían de las escuelas cientos de muchachos a
romper, y desde adentro, la sociedad de sus mayores.
Como relatan las crónicas recogidas por J. M. Kobayashi, andaban estos
muchachos en cuadrillas de 10 y 20 jubilosos destructores de templos de
ídolos, delatores de idolatrías clandestinas (en una ocasión llegaron a apresar
hasta 200 infieles). Sus mayores los veían “espantados y abobados” y “quebradas las
alas del corazón” romper a sus dioses y arrojarlos al suelo. Motolinia recogió el
relato de la muerte de un sacerdote del dios Ometochtli en Plázcala,
sacrificado a pedradas por estas cuadrillas de muchachos cristianizados:
todos los que creían y servían a los ídolos quedaron espantados…en ver tan grande
atrevimiento de muchachos…
Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista, Historia general
de México, Tomo 1, El Colegio de México, México, D. F., 1981, p. 332334
LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA
Además de México y Perú, las principales conquistas españolas en
América, fueron:
Nueva Granada (1526-1538)
Comprendía la actual Colombia, ocupada por los chibchas. La región fue muy
codiciada pues sobre ella se tejió la fabulosa leyenda de “El Dorado”, rica en
oro y otras tentaciones. El personaje principal de esta conquista fue Jiménez
de Quesada, quien fundó Bogotá en 1534.
Venezuela (1527-1567)
Carlos V, a fin de obtener fondos para sus guerras en Europa, concedió el
derecho de conquista a los banqueros alemanes Welter y Fugger, quienes
financiaron varias expediciones confiando en descubrir oro; pero fracasaron
en su intento. España retomó la empresa y en 15678 Juan Rodríguez Suárez
fundó Caracas.
Chile (1536-1556)
La conquista la inició desde Perú, Diego de Almagro, retomándola Pedro de
Valdivia, quien en 1541 fundó Santiago. Los araucanos ofrecieron gran
resistencia y, comandados por Lautaro, derrotan y ajustician a Valdivia. En
1553. Francisco de Villagra, su segundo, vengó la derrota, pero los araucanos
serían los últimos indígenas de América en ser sometidos totalmente.
Río de la Plata (1536-1580)
La expedición de Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires en 1536. Parte de
sus capitanes –Ayolas, Irala y Salazar- remontaron el río Paraná y llegaron a
Paraguay, donde Salazar fundaría el fuerte Asunción en 1537. En 1541, Irala
trasladó a todos los españoles del Río de la Plata a Paraguay. Hacia 1570, Juan
de Garay recibe las tierras entre el Paraná y el Atlántico, las que explora con
un grupo de indígenas y soldados, muchos de ellos criollos nacidos en
Paraguay, y en 1573 funda la ciudad de Santa Fe. Finalmente, Garay llega al
estuario del Plata, en cuyo margen occidental funda nuevamente Buenos
Aires, iniciando ese 1580 la colonización definitiva de la región.
LOS CRONISTAS
Cristóbal Colón (1451-1506)
Fue el primer cronista, como era de esperar. Sus escritos describen las
riquezas de las tierras que descubría, riquezas que sólo más tarde se
concretarían. También relató la apariencia y las costumbres de sus habitantes.
Sus cartas y su diario se publicaron con el título de “Cartas y relaciones”.
Hernán Cortes (1485-1547)
Su expedición fue la primera en entrar en contacto con una gran civilización
americana. Dirigidas a Carlos V, las “Cartas de Relación” de Cortés cuentan la
grandeza y esplendor del Imperio azteca; las últimas, critican la actuación de
encomenderos rapaces y frailes indignos.
Francisco López de Gómara (hacia 1510-1560)
Sin conocer América, escribió “Historia de las Indias”, una de cuyas partes
relata la conquista de México, donde exalta hasta el heroísmo la figura de
Cortés. López de Gómara considera que “…la mayor cosa después de la
creación del mundo y la muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las
Indias”.
Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1580)
Para algunos especialistas, el primer gran historiador de las Indias. Luego de
guerrear en Italia y Flandes llegó a América en 1514 como cronista y escribano
real. “De la natural Historia de las Indias”, “Historia general y natural de las
Indias”, e “Isla y Tierra Firme del mar Océano”, concebidas a partir de 1525
por Fernández de Oviedo y Valdés, constituyen el primer intento de una
historia completa del Nuevo Mundo.
Bernal Díaz del Castillo (1492-1581)
Capitán de Cortés, escribió al final de su vida “Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España”. Extensa, minuciosa, de primera mano, su
obra es la más apasionante que se haya escrito sobre el tema y de lectura
amena. Con ella puso en claro que si bien Cortés fue el jefe de la conquista, a
ella contribuyeron decenas de capitanes, como él mismo, y centenares de
soldados. En su escrito, la figura del conquistador –con sus virtudes y
defectos- alcanza una semblanza humana más conmovedora que la que logra
López de Gómara en su “Historia de las Indias”.
Bartolomé de las Casas (1474-1566)
Llamado “noble apóstol de los indios” por su defensa de los indígenas, la
lucha y los escritos del sacerdote de las Casas se ganaron un lugar primordial
entre las ideas modernas sobre el ser humano y el derecho de gentes. En una
de sus obras dice que el haber perdido España el camino que la Providencia le
había señalado, la conquista se convirtió en una invasión violenta “…de
crueles tiranos, condenados no sólo por la ley de Dios, sino por todas las leyes
humanas”. Reprochó a Fernández de Oviedo y Valdés el desprecio por los
indios que manifestaban sus escritos.
Gaspar de Carvajal (1500-1584)
Misionero español, integró la expedición de Gonzalo Pizarro por el interior
del Imperio incaico. Acompañó a Francisco Orellana en sus exploraciones, las
que relató en “Descubrimiento del río Amazonas”, donde describe el carácter
y los hábitos de los indios, tanto en la paz como en la guerra. Murió en Lima.
Pedro Cieza de León (1518-1560)
En su “Crónica de Perú” relata las feroces y sangrientas disputas entre
Francisco Pizarro y sus capitanes. Además, describe las características
geográficas e históricas del Imperio incaico. Sus opiniones muestran el
desprecio que sentía por los indígenas, “salvajes capaces de crueldad y del
pecado nefando de sodomía.”
José de Acosta (1539-1600)
Sacerdote jesuita, llegó a Perú en 1571, por donde viajó estudiando con
enfoque científico la flora y la fauna, las costumbres y la historia de los Incas.
Su “Historia natural y moral de las Indias” fue publicada en 1590 y, en
seguida, editada en otros idiomas europeos. Hizo las primeras traducciones del
catecismo al quechua y aimará, lenguas incaicas.
Isabel de Guevara
Llegó al Río de la Plata en 1536 con la expedición de Pedro de Mendoza,
integrada por unos 2 mil hombres y algunas mujeres y, luego de la fundación
de Buenos Aires, marchó al Paraguay. En 1566 envió un extenso documento a
la princesa Juana, quejándose del injusto olvido en que la metrópoli tenía a las
mujeres de esa colonia, las que habían sufrido tantos pesares, trabajos y
calamidades en su conquista y colonización como el más valiente de los
soldados. Desgraciadamente, carecemos de mayores datos biográficos de esta
cronista, la primera feminista de América.
Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del Hombre, Tomo 1: De: La
prehistoria a: El encuentro de Dos mundos, Sistemas Audiovisuales de
Cultura, México, D. F., 1991, p. 110-115
EL DESCUBRIMIENTO
Y
LA CONQUISTA
DE
AMÉRICA
EN LA
LITERATURA
A COLÓN
¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América,
tu india virgen y hermosa de sangre cálida,
la perla de tus sueños, es una histérica
de convulsivos nervios y frente pálida.
Un desastroso espirítu posee tu tierra:
donde la tribu unida blandió sus mazas,
hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra,
se hieren y destrozan las mismas razas.
Al ídolo de piedra reemplaza ahora
el ídolo de carne que se entroniza,
y cada día alumbra la blanca aurora
en los campos fraternos sangre y ceniza.
Desdeñando a los reyes nos dimos leyes
al son de los cañones y los clarines,
y hoy al favor siniestro de negros reyes
fraternizan los Judas con los Caínes.
Bebiendo la esparcida savia francesa
con nuestra boca indígena semiespañola,
día a día cantamos la Marsellesa
para acabar danzando la Carmañola.
Las ambiciones pérfidas no tienen diques,
soñadas libertades yacen deshechas.
¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques,
a quienes las montañas daban las flechas!
Ellos eran soberbios, leales y francos,
ceñidas las cabezas de raras plumas;
¡ojalá hubieran sido los hombres blancos
como los Atahualpas y Moctezumas!
Cuando en vientres de América cayó semilla
de la raza de hierro que fue de España,
mezcló su fuerza heroica la gran Castilla
con la fuerza del indio de la montaña.
¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas
no reflejaran nunca las blancas velas;
ni vieran las estrellas estupefactas
arribar a la orilla tus carabelas!
Libre como las águilas, vieran los montes
pasar los aborígenes por los boscajes,
persiguiendo los pumas y los bisontes
con el dardo certero de sus carcajes.
Que más valiera el jefe rudo y bizarro
que el soldado que en fango sus glorias finca,
que ha hecho gemir al zipa bajo su carro
o temblar las heladas momias del Inca.
La cruz que nos llevaste padece mengua;
y tras encanalladas revoluciones,
la canalla escritora mancha la lengua
que escribieron Cervantes y Calderones.
Cristo va por las calles flaco y enclenque,
Barrabás tiene esclavos y charreteras,
y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque
Duelos, espantos, guerras, fiebre constante
en nuestra senda ha puesto la suerte triste:
¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante,
ruega a Dios por el mundo que descubriste!
CAUPOLICÁN
Es algo formidable que vio la antigua raza:
robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nemrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
“¡El Toqui, el Toqui!”, clama la conmovida casta.
Anduvo, anduvo,. Anduvo. La aurora dijo “Basta”,
e irguiose la alta frente del gran Caupolicán.
Rubén Darío
Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J. Battistessa,
Corregidor, Buenos Aires, 2011, p. 105/249-250
CRÓNICA DE INDIAS
…porque como los hombres no somos todos muy buenos…
Bernal Díaz del Castillo
Después de mucho navegar
por el oscuro océano amenazante, encontramos
tierras bullentes en metales, ciudades
que la imaginación nunca ha descrito, riquezas,
hombres sin arcabuces ni caballos.
Con objeto de propagar la fe
y arrancarlos de su inhumana vida salvaje,
arrasamos los templos, dimos muerte
a cuanto natural se nos puso.
Para evitarles tentaciones
confiscamos su oro.
Para hacerlos humildes
los marcamos a fuego y aherrojamos.
Dios bendiga esta empresa
hecha en Su Nombre.
José Emilio Pacheco
Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 1986, p. 77
GONZALO GUERRERO
Tomé a Pedreros de la rubia cabellera y lo atraje hacia mi cara, hasta que sus
ojos y los míos se vieron sin ninguna interferencia. Le hablé en la lengua de
los Cheles y el hombre quedó boquiabierto, sin entender ni jota. Así lo hice
por divertirme un poco y para dar oportunidad a mis hombres de que
entendiesen lo que le estaba preguntando y lo que le estaba recriminando. Lo
separé un poco de mi cuerpo y lo dejé reposar un rato. Su aliento, oloroso a
miedo, brotaba agitado desde la profundidad de sus pulmones.
- ¿Quién es vuestro capitán, señor Pedreros?- le espeté con sonidos que ya no
eran míos, con palabras que ya no me pertenecían, ecos que eran extrañas
voces para mi boca y que mi lengua apenas y lograba modular.
El hombre palideció y comenzó a temblar como si lo hubiesen embrujado.
Sus mandíbulas chocaron entre sí y sus rodillas se volvieron de trapo. Tuve
que sostenerlo e insistir en mi pregunta:
-¿Quién es vuestro comandante, vuestro jefe?
El hombre balbuceó…¡Montejo, Francisco de Montejo…!, reculó y
vociferó…¿Pero quién sois vos, engendro del demonio? ¿Te habéis tragado a
uno de mis hermanos y ahora utilizas su voz ¿Qué clase de sortilegio es el que
haces?
Esperé a que se calmara, a que las babas que escurrían por entre sus
aterrorizados labios bajasen a apelmazar sus barbas y entonces le hablé:
-Soy Gonzalo Guerrero, natural de Palos, y no soy ningún engendro, ni
demonio, ni ninguna de las estupideces que podéis estar pensando. Soy tan
español como vos, sólo que en mi alma no habita la codicia ni la maldad que
moran en la tuya, pícaro, ladrón, cobarde que abusáis de vuestros adelantos
bélicos para sojuzgar a estas razas, a estos hijos del Sol que nada os piden, y
para nada os necesitan.
Como véis, estos salvajes, a quienes tanto despreciáis, son capaces de venceros
en limpia lid, usando armas muy inferiores a las vuestras. Y ahora, para vos
eso es suficiente, no os informaré de más. No quiero arrojar margaritas a los
cerdos, ni perder mi tiempo con tal alimaña. Contestarás a mis preguntas
escuetamente, sin comentarios, y ya yo veré qué hago con vuestra vida.
Creo que nunca he visto en toda mi existencia a un sujeto tan asustado y a la
vez tan asombrado. Por su cabeza han de haber pasado las escenas más
enloquecedoras y alucinantes. Lástima que no me detuve a observarlo con
mayor detenimiento, pero mi gente esperaba algo y tuve que hacerlo:
- ¿Cuántos hombres quedaron en Séla y quién los capitanea?
- Doce soldados y una bestia. Nuestro capitán es Alonso Dávila,
esforzado y leal soldado de Su Majestad Carlos Primero de España.
En mi paladar se quedó pegado el nombre del nuevo monarca de mi patria.
Cuántas cosas habían cambiado desde que salí en la Santa maría de la Barca…;
cuántas cosas…
- ¿Y a qué habéis venido a estas tierras, cuáles son vuestras intenciones?
- Conquistarlas para nuestro Adelantado, quien tiene Cédula Real para
poblar y cristianizar estos dominios; para hacer repartimiento de indios
y para impartir justicia…
- ¡Basta, es suficiente…! –le corté el hilo de sus explicaciones. Me retiré
unos pasos y me quedé meditando acerca de lo que debería hacer con el
cautivo. Los Cheles y todos los demás pobladores del Mayab sacrifican
a sus prisioneros y…en mi espíritu hay más garfios de esas selvas que
gárgolas europeas; de mi sangre ha sido parida sangre Chele, y por lo
tanto…
Pedí a los akhines que no devoraran su cuerpo, sino que después de
sacrificarlo arrojaran sus cuartos a un foso. No tengo dudas de que
cumplieron con mi solicitud. La carne de los caballos recompensó con creces
su apetito.
Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara, México, D. F., 2002, p.
288-290
JUAN DE GARAY
Tu grito de horror.
No veré más el ritmo de mis pequeños amores. Ahora la aventura, el
naufragio lento de los recuerdos.
¿Qué rumbo elegirá su rostro desconocido? ¿Bogando suave por el mar
Amarillo, o sangre adentro?
El Adelantado parte; huye en busca de su salvación y exhorta para no dar un
paso atrás en su conquista.
Vengan indios milagrosos.
Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007,
p. 76
LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES
¡No! No han sido los guerreros solamente,
de corazas y penachos y tizonas y estandartes,
los que hicieron la conquista
de las selvas y los Andes:
los caballos andaluces cuyos nervios
tienen chispas de la raza voladora de los árabes,
estamparon sus gloriosas herraduras
en los secos pedregales,
en los húmedos pantanos,
en los ríos resonantes,
en las nieves silenciosas,
en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
…………………………………………………
Se diría una epopeya
de caballos singulares,
que a manera de hipogrifos desalados
o cual río que se cuelga de los Andes,
llegan todos,
empolvados, jadeantes,
de unas tierras nunca vistas
a otras tierras conquistables;
y, de súbito, espantados por un cuerno
que se hincha de huracanes
dan nerviosos un relincho tan profundo,
que parece que quisiera perpetuarse…
y, en las pampas sin confines,
ven las tristes lejanías, y remontan las edades,
y se sienten atraídos por los nuevos horizontes,
se aglomeran, piafan, soplan…y se pierden al escape:
detrás de ellos una nube,
que es la nube de la gloria, se levanta por los aires…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
José Santos Chocano (Perú, 1867-1934)
En La mejor poesía. Selección de Héctor Yánover, Seix Barral, Buenos
Aires, 1998, p. 339-341
EL HAMBRE
Don Pedro (…) se retuerce como endemoniado… ¡Ay!, no necesita asomarse
a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan
los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado
un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que
otros compañeros les devoraron los muslos.
(…) Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su
tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan
con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el
hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético (…) En
Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó
que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias.
¡Cómo se equivocó!
(…) Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!;
¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy
mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el
campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente,
a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única
alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San
Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña
de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay.
(…) Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los
ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo.
Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los
dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces...
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
(…) Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos
grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos
pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más...
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las
hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias
inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de
Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los
Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de
Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; y
Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe
Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos
momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque
y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así.
(…) A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San
Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha
crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren
fomentaron su animosidad.
(…) El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo
consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba
apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los
aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi
no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma
leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de
nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas.
Los otros ya no estaban allí (…) Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor
don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de
oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo
Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los
cuerpos desflecados.
(…) No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que
levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y
cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha
logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de
convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz,
en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su
delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los
tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor.
Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de
apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre.
No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse.
Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho
más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha
plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo
de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de
su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su
muerte, para abrigarse.
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la
estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia
las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano
trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.
Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana,
Buenos Aires, 1968, p. 7-14
LA MALDICIÓN DE MALINCHE
Del mar los vieron llegar
mis hermanos emplumados,
eran los hombres barbados
de la profecía esperada.
Se oyó la voz del monarca
de que el Dios había llegado
y les abrimos la puerta
por temor a lo ignorado.
Iban montados en bestias
como Demonios del mal,
iban con fuego en las manos
y cubiertos de metal.
Sólo el valor de unos cuantos
les opuso resistencia
y al mirar correr la sangre
se llenaron de vergüenza.
Por que los Dioses ni comen,
ni gozan con lo robado
y cuando nos dimos cuenta
ya todo estaba acabado.
Y en ese error entregamos
la grandeza del pasado,
y en ese error nos quedamos
trescientos años de esclavos.
Se nos quedó el maleficio
de brindar al extranjero
nuestra fé, nuestra cultura,
nuestro pan, nuestro dinero.
Y les seguimos cambiando
oro por cuentas de vidrio
y damos nuestra riqueza
por sus espejos con brillo.
Hoy en pleno siglo XX
nos siguen llegando rubios
y les abrimos la casa
y los llamamos amigos.
Pero si llega cansado
un indio de andar la sierra,
lo humillamos y lo vemos
como extraño por su tierra.
Tú, hipócrita que te muestras
humilde ante el extranjero
pero te vuelves soberbio
con tus hermanos del pueblo.
Tomado de AlbumCancionYLetra.com
Oh, Maldición de Malinche,
enfermedad del presente
¿Cuándo dejarás mi tierra
cuando harás libre a mi gente?
Letra: Gabino Palomares
DURA, TORVA Y LENTA
Por este río –casi una llanuray por esta llanura –casi un cielopenetraron los hombres en aquélla
que aún no era la patria.
Ni era nuestra.
Remontaron las aguas, machetearon la selva
atravesaron montes, temblaron con las fiebres,
abrieron los senderos
aprendieron los nombres ignorados
y enseñaron los nuevos.
Las frentes sudorosas, enojaba
un irascible viento.
Fue dura la conquista.
Dura y lerda.
Siguió la caravana por salinas,
por desiertos de piedra,
descendió hasta la sima pavorosa
y avanzó entre las tinieblas.
Las espinas brotaban de la sangre
como una extraña floración siniestra:
los días desnudaban la esperanza
y las noches vestían el deseo.
Desde el violado fondo americano
desde todos los ríos y los cerros.
se defendía el continente vírgen
con graves sortilegios:
fantasmas del metal, raíz salvaje,
riesgo invisible, flechas con veneno
y el bárbaro clamor desesperado
desde la entraña aviesa del misterio.
Fue torva la conquista.
Torva y lenta.
Bajo los pies, crecía inmensamente
Una pampa cuajada en tolvaneras
Y los hombres plantaron la semilla
Cercaron la tierra,
Levantaron los muros de la casa
Y tomaron las hembras.
Sobre aquel horizonte desbocado
comenzó el entrevero,
empezaron a unirse las distancias:
los hombres, todavía estaban lejos
los unos de los otros. No sabían
-no supieron tal vez por mucho tiempoQue para no estar solos ni perdidos
Había que sentar todas las huellas.
Así, fueron andando los caminos;
así, fueron crujiendo las carretas,
crecieron caseríos melancólicos
y alrededor de las capillas tiernas
se apretaron los miedos pequeñitos.
Y nadie tuvo miedo.
Julia Prilutzky Farny (1912-2002)
Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos
Aires, 1978. En Cronistas de Indias. Antología. Selección, introducción,
notas y propuestas de trabajo: Silvia Calero y Evangelina Folino,
Colihue, Buenos Aires, 2006, p. 164-165
LA NOCHE BOCA ARRIBA
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla
blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que
estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo
él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la
mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte.
(…)
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba
olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el
olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche
en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir
de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
(…)
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo
agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus
sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la
noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago,
debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio,
venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso
dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el
suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a
correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas,
buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más
temía, y saltó desesperado hacia adelante.
- Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto,
amigo.
(…)
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos
y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado
en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su
amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las
piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli,
estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
(…)
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo
de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
(…)
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos
dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de
burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. (…) Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se
cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca
tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió
apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una
boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla,
desesperadamente se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado,
descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. (…) Con una última
esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo
creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del
balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la
figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de
piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía
que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había
sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado
por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que
ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo
sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él
tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras
Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos, Bruguera, Barcelona,
1979, p. 43-50
NOS DEJARON LAS PALABRAS
Qué buen idioma el mío, qué
buena lengua heredamos de los
conquistadores torvos... Estos
andaban a zancadas por las
tremendas cordilleras, por las
Américas
encrespadas,
buscando
patatas,
butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz,
huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca
más se ha visto en el mundo.
Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides,
tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus
grandes bolsas. Pero a los bárbaros se les caían de
las botas, de las barbas, de los
yelmos, de las herraduras, como
piedrecitas, las palabras luminosas
que
se
quedaron
aquí
resplandecientes... el idioma.
¿Salimos perdiendo..? ¿Salimos ganando..? Se
llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron
todo y nos dejaron las palabras.
Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seis Barral, España, 1974, p. 52
EL DESCUBRIMIENTO
Y
LA
CONQUISTA
DE
AMÉRICA
HOY
LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO”
Al promediar el siglo XVI agoniza la primera gran resistencia
americana. Las catástrofes demográficas y la desarticulación social y
cultural, producidas en los cincuenta años que siguieron a la conquista
han sido dramáticamente constatadas –más allá de las polémicas entre
las leyendas “negra” y “rosa” de la presencia hispano-portuguesa en
América- aunque es difícil imaginar en toda su magnitud el significado
de algunas cifras:
De los 80 millones de habitantes “americanos” que se estima existen a
la llegada de los españoles a fines del siglo XV y comienzos del XVI, a
mediados de éste sólo quedan 10…Si se quiere tomar un solo caso,
México ilustra brutalmente: en un siglo la población autóctona es
diezmada, pasando de 25 millones a apenas uno…Más allá de
cualquier posición, hay una sola palabra para denominar la acción que
termina, en tan corto tiempo, con el 90% de la población en un
territorio (70 millones de seres humanos): genocidio. (Walter Ansaldi).
No menos arrasadora fue la acción europea sobre el sustrato material
de las culturas indianas: los templos y construcciones religiosas se
derrumban para construir sobre ellas las iglesias del conquistador; las
artesanías de oro y plata se fundían en lingotes a fin de transportarlos
al viejo mundo; se quemaron los documentos y fueron eliminados los
sabios y las capas intelectuales que resguardaban la herencia de estos
pueblos en sus manifestaciones más elaboradas. Como escribe Fray
Diego de Landa en su Relación de las Cosas de Yucatán, dando cuenta de
su accionar sobre la cultura maya:
Hallámosles gran número de libros de estas letras, y porque no tenían
otra cosa que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los
quemamos todo, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena…
De esta manera, el primer siglo del dominio hispano-portugués iba a
significar brutales trastocamientos sociales y culturales para los
pueblos originarios y los esclavos africanos que, junto a las nuevas
líneas de mestización de estos dos troncos principales entre sí y con
los pobladores blancos, refundarían sobre bases altamente traumáticas
las estirpes populares latinoamericanas. No obstante, esas diversas y
matizadas realidades precolombinas lograrán sobrevivir al genocidio y
a la impostación de la cultura y la religión europeas. Las principa les
lenguas: innumerables palabras, giros idiomáticos y significados;
creencias y rituales religiosos amalgamados con el cristianismo;
artesanías domésticas y sociales, tejidos, cerámica, alfarería;
tradiciones comunitarias, mitos, formas de vida cotidiana , vestimentas,
comidas, cánticos, expresiones musicales, relatos clandestinos,
testimonios orales, van conformando el acervo de una visión del
mundo hondamente diferenciada que se mueve en las profundidades
del continente, disimulada a veces por el barniz de la sumisión; “y
mucho quedará de la manera de ser y pensar aborigen en las
costumbres sociales y realidades políticas plasmadas en “las indias
después de la conquista (José María Rosa).
Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América Latina.
Notas sobre el pensamiento nacional y popular, Ediciones del
Pensamiento Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009, p. 144 -145
PADRE Y MADRE
Se puede discutir si la conquista de América fue buena o mala, pero la Iglesia
sabía perfectamente que su papel en el proceso colonizador era el de
evangelizar La Iglesia entró en contacto con una población rasgada entre su
deseo de rebelarse y su deseo de encontrar protección.
La Iglesia ofreció tanta protección como pudo. Muchos grupos indígenas, de
los coras en México a los quechuas en Perú a los araucanos en Chile,
resistieron a los españoles durante un largo tiempo. Otros acudieron en
multitudes pidiendo el bautizo en las calles y en los caminos.
El fraile franciscano Toribio de Benavente, quien llegó a México en 1524 y fue
llamado por los indios “Motolinia”, que significa “el pobre y humilde”,
escribió que:
“Vienen al bautismo muchos, no sólo los domingos y días que para esto están señalados,
sino cada día de ordinario, niños y adultos, sanos y enfermos, de todas las comarcas; y
cuando los frailes andan visitando les salen los indios al camino con los niños en brazos y
con los dolientes a cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los
bauticen…Cuando van a el bautismo, los unos van rogando, otros importunando, otros lo
piden de rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose; otros lo
demandan y reciben llorando y con suspiros”.
Motolinia afirma que 15 años después de la caída de Tenochtitlan en 1521,
“más de cuatro millones de almas habían sido bautizadas”. Y aunque esto puede ser
propaganda eclesiástica, el hecho es que los actos formales del catolicismo, del
bautismo a la extremaunción, se convirtieron en ceremonias permanentes de
la vida popular en toda la América española, y que la arquitectura eclesiástica
desplegó una imaginación práctica, capaz de unir dos factores vitales para las
nuevas sociedades americanas. La primera fue la necesidad de tener un sentido
de parentesco, un padre y una madre. Y la segunda, fue la de contar con un
espacio físico protector, donde los viejos dioses podrían ser admitidos,
disfrazados, detrás de los altares de los nuevos dioses.
Muchos mestizos jamás conocieron a sus padres. Sólo conocieron a sus
madres indígenas, amantes de los españoles. El contacto y la integración
sexuales fueron, ciertamente, la norma de las colonias ibéricas, en oposición a
la pureza racial y la hipocresía puritana de las colonias inglesas. Pero ello no
alivió la sensación de orfandad que muchos hijos de españoles y mujeres
indígenas seguramente sintieron. La Malinche tuvo un hijo de Cortés, quien lo
reconoció y lo bautizó Martín. Pero el conquistador tuvo otro hijo, también
llamado Martín, por su mujer legítima, Catalina Juárez. Andando el tiempo,
ambos hermanos se conocieron y protagonizaron, en 1565, la primera
rebelión de la población criolla y mestiza de México, contra el gobierno
español.
La legitimación del bastardo, la identificación del huérfano, se convirtió en
una de los problemas centrales, aunque a menudo tácitos, de la cultura
latinoamericana. Los españoles lo abordaron de maneras religiosas y legalistas.
La fuga de los dioses, que abandonaron a su pueblo; la destrucción de los
templos; las ciudades arrasadas; el saqueo y destrucción implacables de las
culturas; la devastación de la economía indígena por la mina y la encomienda:
Todo ello, además de un sentimiento casi paralizante de asombro, de maravilla
ante lo que ocurría, obligaba a los indígenas a preguntar: ¿Dónde hallar la
esperanza? Era difícil encontrar ni siquiera un destello en el argo túnel que el
mundo indígena parecía recorrer. ¿Cómo evitar la desesperanza y la
insurrección? Ésta fue la pregunta propuesta por los humanistas de la colonia,
pero también por sus más sabios, y astutos, políticos.
Una respuesta fue la denuncia de Bartolomé de las Casas. Otra, las
comunidades utópicas de Quiroga y los colegios indígenas de la Corona. Pero
en verdad fue el segundo virrey y primer arzobispo de México, Fray Juan de
Zumárraga, quien halló la solución duradera: darle una madre a los huérfanos
del Nuevo Mundo.
A principios de diciembre de 1542, en la colina del Tepeyac cerca de la ciudad
de México, un sitio previamente dedicado al culto de una diosa azteca, la
virgen de Guadalupe se apareció portando rosas en invierno y escogiendo a
un humilde tameme, o cargador indígena, Juan Diego, como objeto de su
amor y de su reconocimiento.
De un golpe maestro, las autoridades españolas transformaron al pueblo
indígena de hijos de la mujer violada en hijos de la purísima Virgen. De
Babilonia a Belén, en un relámpago de genio político. Nada ha demostrado ser
más consolador, unificante y digno de lás feroz respeto en México, desde
entonces, que la figura de la virgen de Guadalupe, o las figuras de la virgen de
la Caridad del Cobre en Cuba, o de la virgen de Coromoto en Venezuela. El
pueblo conquistado había encontrado a su madre.
También encontraron un padre. México le impuso a Cortés la máscara de
Quetzalcóatl. Cortés la rechazó y, en cambio, le impuso a México la máscara
de Cristo. Desde entonces, ha sido imposible saber quién es verdaderamente
adorado en los altares barrocos de Puebla, Oaxaca y Tlaxcala: ¿Cristo o
Quetzalcóatl? En un universo acostumbrado a que los hombres se sacrificasen
a los dioses, nada asombró más a los indios que la visión de un Dios que se
sacrificó por los hombres. La redención de la humanidad por Cristo es lo que
fascinó y realmente derrotó a los indios del Nuevo Mundo. El verdadero
regreso de los dioses fue la llegada de Cristo. Cristo se convirtió en la memoria
recobrada, el recuerdo de que en el origen los dioses se habían sacrificado en
beneficio de la humanidad. Esta nebulosa memoria, disipada por los sombríos
sacrificios humanos ordenados por el poder azteca, fue rescatada ahora por la
Iglesia cristiana.
El resultado fue un sincretismo religioso flagrante, la mezcla religiosa de la fe
cristiana y la fe indígena, una de las fundaciones culturales del mundo
hispanoamericano. Y, sin embargo, existe un hecho llamativo: todos los
Cristos mexicanos están muertos, o por lo menos agonizan. En el calvario, en
la cruz, tendidos en féretros de cristal, todo lo que se ve en las iglesias
populares de México son imágenes de Cristo postrado, sangrante y solitario.
En contraste, las vírgenes americanas, como las españolas, están rodeadas de
gloria y celebración perpetuas, flores y procesiones. Y el decorado mismo que
rodea a estas figuras, la gran arquitectura barroca de la América Latina es en sí
una forma de celebración riesgosa de las viejas religiones supervivientes.
Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica,
México, D. F., 1992, p. 154-157
MODERNIDAD Y COLONIALIDAD
Según Todorov, para los cristianos y los europeos fue el acontecimiento más
extraordinario “desde que Dios creó el mundo”. Sin embargo, los trabajos
nucleados en torno a las teorías decoloniales relativizan el alcance de esta
afirmación. Para estos, la conquista de América, desató dos procesos que son
–solo en apariencia- contradictorios.
Por un lado, el “descubrimiento” de América fue la expresión del triunfo de
las ideas modernas. El término modernidad se asocia a un ciclo histórico
donde la razón logró imponerse sobre los dogmas religiosos y el
oscurantismo. La modernidad valorizó la capacidad de análisis, autonomizó el
conocimiento, exaltó la filosofía y las ciencias, la independencia de los
individuos por sobre los grupos a los que pertenecían, llegando incluso a
postular su igualdad jurídica.
Por otro lado, para los vencidos, la llegada del europeo representó un
pachakuti, es decir, un trastorno del espacio y el tiempo que desarticuló su
visión y su forma de relacionarse con el mundo. Desde este enfoque, la
modernidad –cuando se extendió fuera de Europa- comportó siempre una
forma de imperialismo que generó vínculos coloniales.
En este sentido, y en palabras de Walter Mignolo, fuera de Europa “no se
puede ser moderno sin ser colonial”. El razonamiento que nos ofrece esta
perspectiva es el siguiente: la modernidad no significó la superación de los
vínculos coloniales, pues la conquista de América –origen y fundamento de la
modernidad- fue concebida en la conciencia europea, que veía al continente
como una gran extensión de tierra de la que había que apropiarse y a sus
habitantes como un pueblo al que había que evangelizar y explotar. Según
Mignolo, aunque los aspectos más oscuros y terribles de la empresa moderna
se disfracen de “injusticias necesarias”, “el progreso de la modernidad va de la
mano con la violencia de l colonialidad. Es precisamente la modernidad la que
necesita y produce la colonialidad”.
Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la Argentina. Una
historia en 12 lecciones, Novedades Educativas, Buenos Aires, 2013, p.
40
LOS VENCIDOS
¿Cuáles fueron las razones de esta catástrofe sin paralelo en otros procesos de
la historia moderna de la población? Las matanzas de los conquistadores
explican solo una pequeña parte de la caída de la población indígena. Otros
desencadenantes fueron los trabajos forzados en las minas y en las
plantaciones, la esclavización de miles de aborígenes –trasladados de sus
tierras para trabajar en zonas muy alejadas-, las requisas de alimentos que
hicieron los españoles, que privaron de sustento a las familias nativas.
En este proceso, incidieron también factores psicológicos evidenciados en los
suicidios y en el descenso de la natalidad, es decir, la disminución de la
cantidad de hijos que tenían las familias nativas. Todos estos factores habrían
bastado para reducir la población de manera significativa. Sin embargo, la
causa más importante de la brusca caída demográfica fue la propagación de
enfermedades traídas por los españoles, frente a las cuales los aborígenes no
tenían defensas biológicas. La fiebre amarilla, la viruela, el sarampión, el tifus y
la gripe devastaron a la población aborigen en América.
Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina, Colección Los
Caminos de la Historia, Buenos Aires, 2002, p. 20 y 21
LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES DURANTE LA
CONQUISTA DE AMÉRICA
(…) Sin embargo, a pesar de que no existe acuerdo entre muchos especialistas
sobre la relevancia de las enfermedades, no todos explican del mismo modo
por qué arrasaron con un número tan elevado de vidas y produjeron una
brusca disminución de la población nativa.
Tzvetan Todorov, un conocido lingüista e historiador, se opone a considerar
que las epidemias se produjeran solo a causa de f actores biológicos y, en
cambio, pone en relación a las enfermedades con otro tipo de factores. Dice
Todorov:
“(…) Tampoco se pueden considerar esas epidemias como un fenómeno
puramente natural. El mestizo Juan bautista Pomar, en su Relación de
Texcoco, terminada hacia 1582, reflexiona sobre las causas de la despoblación
(…); ciertamente fueron las enfermedades, pero los indios estaban agotados
por el trabajo y ya no tenían amor por la vida: la culpa es de ‘la congoja y
fatiga de su espíritu, que nace de verse quitar la libertad que Dios le dio, (…)
porque realmente los tratan (los españoles) muy peor que si fueran esclavos’ ”.
También otros autores explican que la propagación de las enfermedades
estuvo fuertemente relacionada con las condiciones sociales, económicas y
laborales impuestas por los conquistadores. Los invasores despojaron a los
indios de alimentos, destruyeron sus sembradíos y los capturaron para realizar
duros trabajos; los más jóvenes fueron trasladados a regiones lejanas del lugar
en que vivían. Los traslados determinaron la desunión de las familias: por un
lado, empezó a disminuir el número de nacimientos y, por otro, los aborígenes
sufrieron por estos cambios graves consecuencias psicológicas que se
manifestaron en alcoholismo, suicidios y “desgano vital”.
Por lo tanto, según estos historiadores, las enfermedades introducidas por los
españoles se convirtieron en terribles epidemias porque la mala alimentación,
las duras condiciones de trabajo y la pérdida del entusiasmo vital habían
dejado a la población aborigen en un estado general muy deteriorado. Esto es
lo que el historiador Rafael Mellafe (1965) denomina complejo trabajo-dietaepidemia que demuestra una terrible efectividad: la catástrofe demográfica
producida en América por la llegada de los europeos es la mayor ocurrida
jamás.
En síntesis, si bien muchos estudiosos de la conquista coinciden en que las
enfermedades jugaron un papel central en la denominada catástrofe demográfica,
Coexisten entre ellos diferentes modos de explicar por qué y de qué manera
las nuevas enfermedades provocaron el derrumbe de la población aborigen.
Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura compartida.
Relaciones entre consignas, contenidos y aprendizaje, en Isabelino A.
Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela. Criterios y propuestas
para la enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012, p. 96-98
LA MALINCHE
Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la
Madre violada. Ni en ella ni en la Virgen se encuentran rastros de los atributos
negros de la Gran Diosa: lascivia de Amaterasu y Afrodita, crueldad de
Artemisa y Astarté, magia funesta de Circe, amor por la sangre de Kali. Se
trata de figuras pasivas. Guadalupe es la receptividad pura y los beneficios que
produce son del mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas,
calma las pasiones. La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta:
no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y
polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba en
su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la
Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la
Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina.
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece
forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente
en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la
entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da
voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida,
Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias,
fascinadas, violadas o seducidas por 103 españoles. Y del, mismo modo que el
niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el
pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche.
Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos,
impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos
antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos
profesamos al joven emperador -"único héroe a la altura del arte", imagen del hijo
sacrificado-, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De
ahí el éxito del adjetivo despectivo "malinchista", recientemente puesto en
circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados por
tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que
México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la
Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto.
Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al
exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En este grito
condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña
permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad
de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son
símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la
Malinche -Eva mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su
mural de la Escuela Nacional Preparatoria- el mexicano rompe sus ligas con el
pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica.
El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de
gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo
indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con
exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes -que
ni siquiera son blancos puros-. Y otro tanto se puede decir de la propaganda
indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin
que jamás los indios le hayan- prestado atención. El mexicano no quiere ser ni
indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se
afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve
hijo de la nada. Él empieza en si mismo.
El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y,
asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio.
En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y personal. La historia,
que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de
nuestros conflictos, sí nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y
cuáles han sido nuestras tentativas para trascender la soledad.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica,
México, D.F., 1972, p. 83-84
ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del
auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de
los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración del Corpus
Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la
iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la
plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la
tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató
el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la
conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América se dieron
cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles,
los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro
rico aumentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. “Vale un Perú” fue
el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño
del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la
Mancha habla con otras palabras: “Vale un Potosí”, advierte a Sancho. Vena
yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con
120.000 habitantes según el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían
transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía,
como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes
que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a
Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del
mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva Cork
ni siquiera había empezado a llamarse así.
La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la
conquista, el inca Huayna Cápac había oíd hablar a sus vasallos del Sumaj
Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo,
a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca,
los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se
alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó
estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño
gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los
tiempos siguientes.
Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras
preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo
del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de
Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para
comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas
clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz
cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las
profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: “No es para ustedes; Dios
reserva estas riquezas para los que vienen de más allá”. Los indios huyeron
despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El
cerro pasó a llamarse Potojsí, que significa: “Truena, revienta, hace explosión”.
“Los que viene de más allá” no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de
la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron.
En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio
obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La
fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la
avalancha española.
Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo
Veintiuno, Buenos Aires, 2010, p. 37-39
HECHOS E INTENCIONES
La curiosidad, junto con la codicia fueron quizás los pivotes que en lo
personal movieron a los hombres que hicieron la conquista. Están también los
grandes móviles: la expansión territorial de España, la conversión de una
enorme masa de infieles a la religión cristiana: Móviles con mayúscula. Con
minúscula, la curiosidad, evidente en un Joseph de Acosta, que indaga
prácticamente sobre todas las cosas, de todos los reinos: vegetal, animal,
mineral... Cortés no podrá permanecer ajeno ante el espectáculo de los
mercados indígenas. Las aves, los condimentos, los jarabes, los puestos que
venden manta, como en Granada las tiendas que venden seda; el
enmaderamiento de los techos, similar al utilizado por los árabes en España.
La curiosidad es admiración, es aturdimiento, es mirar para todos lados,
querer tener mil ojos como el dios Argos, desear captar, aprehender todo de
golpe y porrazo. Y entenderlo, asimilarlo. ¿Cómo? Mediante la comparación
con el único punto de referencia habido: España. Los conquistadores, los
pobladores, los meros visitantes van de la curiosidad al pasmo y viceversa, y
para no caerse en esta especie de vaivén vertiginoso, para no perder pie,
tendrán que recurrir a la comparación, al símil. Que si así, igualitas, son las
plazas en Toledo; que si tal mercado se parece a la feria de Medina del Campo;
que si el lugar en donde los indios venden “muchas maneras de hilados de algodón
de todos los colores, en sus madejitas” es casi idéntico a la alcaicería de Granada,
dice Cortés.
Es lógico que equiparar el Nuevo con el Viejo Mundo preste al recién llegado
un punto de apoyo necesario: la brújula que impide extraviarse en la selva de
Indias. La misma que usó Colón cuando, llegado las islas, comparó (se
parecieran o no) los árboles de la Española con los de Andalucía; aquella
naturaleza en que de acuerdo con su Diario, todo es verde y hay “aves y
pajaritos de tantas maneras y tan diversas que es una maravilla.”
Cuando Colón se olvidaba por momentos del oro –un fin que se le había
convertido en obsesión- deviene en misticizante alucinado, y es así como
terminará sus días. Algo semejante pasa con Alvar Núñez de Cabeza de Vaca,
explorador-aventurero para quien la existencia se cifra en la aventura. A lo
largo de su peregrinar por Florida, en línea transversal azarosa, hacia la
California, le acontecen todas las vicisitudes imaginables: la enfermedad, la
esclavitud, la laceria (ausencia absoluta de sustento y vestido). Alvar Núñez
vence a la naturaleza no por un instinto práctico sino por un designio
providencial que se le revela como metamorfosis espiritual. Su misión
primera, consistente en conquistar, pacificar y cristianizar, se convierte en
lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil, en increíble
amistad –casi hermandad- con indígenas que pudieran ser hostiles. Devenido
médico, hechicero venerado, el espejismo del oro se le borra de los ojos y por
ahí leemos que él y los otros supervivientes dejaron olvidadas –quién sabe
dónde, quién sabe cómo- cinco esmeraldas. ¿Habrían sido capaces de este
descuido un Cortés, un Alvarado, o el iletrado y rapaz Francisco Pizarro?
Es por eso que, convertido en alucinado que ama a sus indios, Cabeza de
Vaca fracasará más tarde cuando, nombrado gobernador de una expedición
que se dirige al Uruguay y al Brasil, quiere aplicar la misma amistad y los
mismos métodos persuasivos con los aborígenes, y la tripulación se le
amotina, es acusado de traición, y finalmente se le confina al destierro en
Orán. Cabeza de vaca se “indigeniza”, se humaniza, y su nuevo “modo” no casa
con los fines de soldados y conquistadores. Para ellos viene siendo un traidor,
o por lo menos, un iluso, En todo caso, un desertor de la causa del oro.
Un convertido a medias a la causa indígena es, sin duda, Díaz del Castillo, que
no se tapa la boca para denunciar la ignominia del hierro candente que es la
marca infamante en la mejilla del indígena, y denunciar a voces la codicia de
Cortés, que tomaba para sí el quinto y las mejores indias. Evidentemente,
Bernal no podrá estar con Las Casas, porque en ello le irían sus privilegios.
Será, por el contrario, favorable a la perpetuidad de la encomienda, se hará de
amigos y de enemigos, viajará a España a defender derechos adquiridos. Es,
sin embargo, un narrador nato. Por su crónica desfila la humanidad
heterogénea que siguió a Cortés. Descriptivo, épico (“pues a tan excesivos riesgos
de muerte y heridas y mil cuentos de miserias pusimos y aventuramos nuestra vidas”) es, al
mismo tiempo, un soldado con los pies en la tierra, y un relator entusiasta de
la epopeya indiana.
Los hombres, blancos y boquirrubios, surcan el mar en frágiles barquillas;
arriesgan cuerpo y entendimiento. Al otro lado del océano les esperan,
inocentes, pueblos que verán trastocado su destino. Hechos e intenciones;
obras, amores, buenas y malas razones; proezas y avasallamientos. En suma: el
descubrimiento y conquista de América.
MARGARITA PEÑA, DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DE AMÉRICA,
SEP/UNAM, MÉXICO, 1982
EXTRACTOS DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE
BOLIVIANO, EVO MORALES, ANTE LA REUNIÓN DE JEFES
DE ESTADO DE LA COMUNIDAD EUROPEA
30 DE JUNIO 2013
Aquí pues yo, Evo Morales, he venido a encontrar a los que celebran el
encuentro.
Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América hace 40 mil años,
he venido a encontrar a los que la encontraron hace sólo 500 años.
Aquí pues, nos encontramos todos. Sabemos lo que somos, y es bastante.
Nunca tendremos otra cosa. El hermano aduanero europeo me pide papel
escrito con visa para poder descubrir a los que me descubrieron. El hermano
usurero europeo me pide pago de una deuda contraída por Judas, a quien
nunca autoricé a venderme. El hermano leguleyo europeo me explica que toda
deuda se paga con intereses aunque sea vendiendo seres humanos y países
enteros sin pedirles consentimiento.
Yo los voy descubriendo. También yo puedo reclamar pagos y también puedo
reclamar intereses. Consta en el Archivo de Indias, papel sobre papel, recibo
sobre recibo y firma sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660
llegaron a San Lucas de Barrameda 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos
de plata provenientes de América.
¿Saqueo? ¡No lo creyera yo! Porque sería pensar que los hermanos cristianos
faltaron a su séptimo mandamiento. ¿Expoliación? ¡Guárdeme Tanatzin de
figurarme que los europeos, como Caín, matan y niegan la sangre de su
hermano!
“¿Genocidio? Eso sería dar crédito a los calumniadores, como Bartolomé de
las Casas, que califican al encuentro como de destrucción de las Indias, o a
ultrosos como Arturo Uslar Pietri, que afirma que el arranque del capitalismo
y la actual civilización europea se deben a la inundación de metales preciosos.
¡No! Esos 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata deben ser
considerados como el primero de muchos otros préstamos amigables de
América, destinados al desarrollo de Europa. Lo contrario sería presumir la
existencia de crímenes de guerra, lo que daría derecho no sólo a exigir la
devolución inmediata, sino la indemnización por daños y perjuicios.
Yo, Evo Morales, prefiero pensar en la menos ofensiva de estas hipótesis.
Tan fabulosa exportación de capitales no fueron más que el inicio de un plan
Marshalltesuma, para garantizar la reconstrucción de la bárbara Europa,
arruinada por sus deplorables guerras contra los cultos musulmanes, creadores
del álgebra, la poligamia, el baño cotidiano y otros logros superiores de la
civilización.
Por eso, al celebrar el Quinto Centenario del Empréstito, podremos
preguntarnos: ¿Han hecho los hermanos europeos un uso racional,
responsable o por lo menos productivo de los fondos tan generosamente
adelantados por el Fondo Indoamericano Internacional? Deploramos decir
que no.
En lo estratégico, lo dilapidaron en las batallas de Lepanto, en armadas
invencibles, en terceros reichs y otras formas de exterminio mutuo, sin otro
destino que terminar ocupados por las tropas gringas de la OTAN, como en
Panamá, pero sin canal.
En lo financiero, han sido incapaces, después de una moratoria de 500 años,
tanto de cancelar el capital y sus intereses, cuanto de independizarse de las
rentas líquidas, las materias primas y la energía barata que les exporta y provee
todo el tercer mundo.
Este deplorable cuadro corrobora la afirmación de Milton Friedman según la
cual una economía subsidiada jamás puede funcionar y nos obliga a
reclamarles, para su propio bien, el pago del capital y los intereses que, tan
generosamente hemos demorado todos estos siglos en cobrar.
Al decir esto, aclaramos que no nos rebajaremos a cobrarles a nuestros
hermanos europeos las viles y sanguinarias tasas del 20 y hasta el 30 por ciento
de interés, que los hermanos europeos le cobran a los pueblos del tercer
mundo. Nos limitaremos a exigir la devolución de los metales preciosos
adelantados, más el módico interés fijo del 10 por ciento, acumulado sólo
durante los últimos 300 años, con 200 años de gracia.
Sobre esta base, y aplicando la fórmula europea del interés compuesto,
informamos a los descubridores que nos deben, como primer pago de su
deuda, una masa de 185 mil kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras
elevadas a la potencia de 300.
Es decir, un número para cuya expresión total, serían necesarias más de 300
cifras, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra.
Muy pesadas son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto pesarían, calculadas en
sangre?
Aducir que Europa, en medio milenio, no ha podido generar riquezas
suficientes para cancelar ese módico interés, sería tanto como admitir su
absoluto fracaso financiero y/o la demencial irracionalidad de los supuestos
del capitalismo.
Tales cuestiones metafísicas, desde luego, no nos inquietan a los
indoamericanos. “Pero sí exigimos la firma de una Carta de Intención que
discipline a los pueblos deudores del Viejo Continente, y que los obligue a
cumplir su compromiso mediante una pronta privatización o reconversión de
Europa, que les permita entregárnosla entera, como primer pago de la deuda
histórica.
ACTIVIDADES
12 DE OCTUBRE
ANIVERSARIO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA
Para introducir el tema
Las comunidades indígenas de América Latina han sido durante siglos
segregadas social, económica, política y culturalmente y en muchas ocasiones,
obligadas a abandonar sus costumbres y tradiciones, incorporándolas
compulsivamente a la sociedad de los blancos.
En forma progresiva, en los últimos años se ha ido tomando conciencia de la
necesidad de respetar las diferencias y condenar la discriminación hacia los
pueblos indígenas. de ahí que la fecha del 12 de octubre haya sido motivo de
intensa polémica al punto de ser modificada.
Proponemos que los estudiantes analicen esta efeméride a partir de las
discusiones que se dieron en torno a ella y las distintas nominaciones.
Sugerimos tener en cuenta que nombrar nunca es un acto neutral. La manera
en que nombramos las cosas o los sucesos depende de nuestros valores, ideas,
saberes, creencias. Significa que estamos tomando una posición ante la
comprensión de una situación histórica determinada.
Esta efeméride han sido nombrada de distintas maneras: “Día de la raza”,
“Descubrimiento de América”, “Conquista de América”, “Encuentro de
culturas”, “Choque de culturas”¿Qué interpretación de los acontecimientos se observa a partir de la elección
de cada uno de esos nombres? ¿Cuál consideran que es el más adecuado y por
qué?
Para investigar
Proponemos leer el siguiente fragmento, escrito por un especialista en
derecho:
“La Constitución de 1853 fue (…) un fiel reflejo del proyecto político que la elite impuso.
En él, los Pueblos Indígenas no tenían cabida (…), situación que en los hechos devino en la
implementación (…) de políticas de exterminio liso y llano y/o de integración violenta (…).
Esa Constitución condenó a muerte a los Pueblos Indígenas y con ellos, a cada una de esas
culturas (…). La Reforma Constitucional de 1994 es un punto de inflexión en esta
materia (…) hay un cambio sustancial en la recepción de los derechos indígenas y en la
interpretación y obligaciones del Estado frente a esa problemática específica”.
(Tanzi, Lisandro, Los derechos de los Pueblos Indígenas de Argentina,
Universidad Nacional de Rosario, Cátedra de Derecho Constitucional).
A partir de la lectura, sugerimos que los estudiantes investiguen acerca del
proyecto político de los sectores dominantes a partir de mediados del siglo
XIX en nuestro país. ¿Cuál fue? ¿Por qué el autor dice que “los Pueblos
Indígenas no tenían cabida? ¿Cuáles fueron algunas de las medidas
implementadas para combatirlos?
Para finalizar sugerimos trabajar en torno a la reforma constitucional de 1994
que, como señala Tanzi, incorporó el derecho de los indígenas a conservar su
identidad cultural. Los estudiantes pueden leer el artículo 75 inciso 17 en el
que se establecen las atribuciones del Congreso de la Nación y responder a las
siguientes preguntas: ¿Qué significa que se reconoce “la preexistencia étnica y
cultural de los pueblos indígenas argentinos”? ¿Qué ocurre con sus
identidades y con su educación? ¿Qué otros derechos x establecen para estos
pueblos?
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