12 DE OCTUBRE INDICE ● PRESENTACIÓN LA FUERZA DE UN PROYECTO Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el tiempo y la geografía, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1986 INDIANA Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos inútiles, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987 EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492 Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología esencial. Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y Vanina Teglia, Corregidor, Buenos Aires UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El Libro de bolsillo, Alianza, Madrid, 1984 UN NUEVO PRODUCTO Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones del Prado, España, 1995 ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1968 LA MESA DE MOCTEZUMA Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico, conocida por el nombre de Nueva España. Población y progresos de la América septentrional, Librería Española de Garnier Hermanos, París, 1899 A TRAICIÓN Y CON MAÑAS Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México, D. F., 1978 EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para el aspirante. Ciclo lectivo 2004, Curso inicial Institutos de Educación Superior, Dirección General de Cultura y Educación. Gobierno de la Provincia de Buenos Aires EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA CONQUISTA Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, Plaza & Janés, Colombia, 2004 LA ESCLAVITUD NEGRA Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América, EUDEBA, Buenos Aires, 1964 NAUFRAGIO Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana Lukin (compiladora). Una América de novela, Sudamericana, Buenos Aires, 2001 EL CHOQUE BÉLICO Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C. Chiaramone, Historia Argentina. De la Conquista a la Independencia, Volumen 2, Paidós, Buenos Aires, 1972 EL SUPLICIO DE ATAHUALPA Diego Barros Arana, Compendio de Historia de América. Cabaut y Cía. editores, París, 1926 QUEMANDO PAPELES INÚTILES Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere, Buenos Aires, 2006 VIAJE AL RÍO DE LA PLATA Ulrico Schmidl, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII, Colección Buen Aire, EMECE, Buenos Aires, 1945. En Leer x leer, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, Volumen 3, 2004 PINTURA Y LABRADO DE LOS INDIOS. SUS BORRACHERAS Y BANQUETES Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982 EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982 LA COCA Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982 ENTERRAMIENTOS Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982 SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE ÁVILA Y GIL GONZÁLEZ Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, 1982 EL PARAÍSO DE MAHOMA Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos Aires, 2006 VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida de un pueblo, Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, 1993 EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NÚÑEZ DE PINEDA Y BASCUÑÁN Fernando Operé, Historias de la frontera. El cautiverio en la América Hispánica, Corregidor, Buenos Aires, 2012 PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS CALCHAQUÍES Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910, Siglo Veintiuno-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008 TESTIMONIOS ASOMBROSOS Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez en la entrega del Premio Nobel en 1982 UN QUILOMBO Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires, 1975 UNA GUERRA JUSTA Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, en Alejandro Herrera Ibáñez, Antología. Del Renacimiento a la Ilustración. Textos de Historia universal, UNAM, México D. F., 1972 LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista, Historia general de México, Tomo 1, El Colegio de México, México, D. F., 1981 LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del Hombre, Tomo 1: De: La prehistoria a: El encuentro de Dos mundos, Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, D. F., 1991 A COLÓN. CAUPOLICÁN Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J. Battistessa, Corregidor, Buenos Aires, 2011 CRÓNICAS DE INDIAS José Emilio Pacheco, Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1986 GONZALO GUERRERO Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara, México, D. F., 2002 JUAN DE GARAY Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007 LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES José Santos Chocano, en La mejor poesía. Selección de Héctor Yánover, Seix Barral, Buenos Aires, 1998 EL HAMBRE Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana, Buenos Aires, 1968 LA MALDICION DE MALINCHE Gabino Palomares DURA, TORVA Y LENTA Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos Aires, 1978. En Cronistas de Indias. Antología. Selección, introducción, notas y propuestas de trabajo: Silvia Calero y Evangelina Folino, Colihue, Buenos Aires, 2006 LA NOCHE BOCA ARRIBA Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos, Bruguera, Barcelona, 1979 NOS DEJARON LAS PALABRAS Pablo Neruda, Seix Barral, España, 1974 LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO” Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular, Ediciones del pensamiento Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009 PADRE Y MADRE Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1992 MODERNIDAD Y COLONIALIDAD Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la Argentina. Una historia en 12 lecciones, Novedades Educativas, Buenos Aires, 2013 LOS VENCIDOS Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina, Colección Los Caminos de la Historia, Buenos Aires, 2002 LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES DURANTE LA CONQUISTA Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura compartida. Relaciones entre consignas, contenidos y aprendizaje, en Isabelino A. Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela. Criterios y propuestas para la enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012 LA MALINCHE Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1972 ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2010 HECHOS E INTENCIONES Margarita Peña, Descubrimiento y Conquista de América, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., 1982 EXTRACTO DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE DE BOLIVIA, EVO MORALES ● ACTIVIDADES ● BIBLIOGRAFÍA La presentación, selección, organización y opiniones expresadas junto a los textos seleccionados para cada una de las temáticas no han sido sometidos a revisión editorial, es exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las del Ministerio de Educación de la Nación. PRESENTACIÓN “Corre por estos documentos un torbellino de pasión; los autores admiran y apenas creen sus propias hazañas; todavía están poseídos, alucinados, por la fiebre ávida que los impulsó en un mundo desconocido, misterioso y lleno de maravillas; a distancia de siglos comunican su exaltación de ánimo con viveza inmarcesible; oímos sus pasos y sus voces, reconstruimos sus gestos y ademanes, participamos de su asombro ante la magnificencia cultural y natural de las tierras que descubren y conquistan, hacemos nuestras sus zozobras, esperanzas y venturas; suenan los cascos de los caballos, resuenan los golpes de las armaduras, y hasta el fuego del sol, la tenacidad de las lluvias, el ímpetu de los ríos, el aliento de las montañas, el rumor de la vida en los pueblos y los pequeños ruidos en las noches de vela, cobran animación en estas páginas.” Agustín Yáñez El descubrimiento, conquista y colonización de América tuvieron sus cronistas, como era inevitable por su importancia. Casi todos ellos fueron protagonistas –marinos, soldados, misioneros-, que contaron lo que vivieron, sobre las características geográficas del Nuevo Mundo, la cultura y formas de vida de sus habitantes, las tácticas y luchas que les permitieron a los españoles apoderarse del continente y la organización que crearon para gobernarlo. No escribieron por el placer de escribir, a veces con calidad narrativa, otras con prosa ruda, pero siempre con alto valor documental. Sus personajes son hombres y no dioses, tienen sombras. Pasan a América “por servir a Dios y a su Majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente veníamos a buscar”. Curiosos, no les alcanzaban los ojos para describirlo todo: las carabelas, la vida a bordo, el perfil de los navegantes, las discordias humanas, los sentimientos, costumbres y tradiciones indígenas, el bullicio en los grandes mercados, el género de vida de los soberanos indianos, el impulso guerrero, la diferencia de armamento y las peripecias de un choque bélico, los repartos del botín, naufragios, cautiverios, conspiraciones y rebeliones, los sacrificios humanos, la navegación por ríos caudalosos y el ascenso a las altas cumbres, los vegetales, animales y minerales, la fundación de ciudades. En medio de su asombro, dijeron cosas nunca oídas ni soñadas. Como haber visto indios con rabo, con los pies al revés, durmiendo bajo el agua, perdiendo la razón al verse frente a un espejo, ofreciendo oro a los españoles cuando éstos les pedían alimento para sus caballos porque según ellos, los caballos comían metal por el freno que llevaban en la boca. Como haber visto animales con cabezas y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de cuervo y relincho de caballo; cerdos con el ombligo en el lomo, serpientes con alas y brazos. Mención destacada, el documento titulado “Requerimiento”, que era leído a gentes que no entendían el español, intimándoles a someterse a los beneficios de la civilización. “Pero, si no lo hicierais, os aseguro que me veré obligado a intervenir por la fuerza, con la ayuda del Cielo, y que entraré en vuestras tierras por la fuerza de las armas, desatando sobre vosotros la guerra hasta someteros por violencia y reduciros a la, obediencia de la Iglesia y de su Majestad. Y, si ese caso llegare, me apoderaré de vosotros y de vuestros hijos para convertiros en esclavos y venderlos como a tales, y tomaré vuestros bienes, os causaré todo el mal que pueda. Y con ellos os prevengo que toda la sangre derramada y todos los daños caerán sobre vuestras cabezas culpables, y no sobre Vuestra Majestad o sobre Mí, ni sobre los nobles señores que conmigo vienen”. Entre los conquistadores fueron amplia mayoría quienes se dejaron llevar por los metales más que por la aventura, los que consideraron a los indios seres inferiores, crueles, brutos, feos del cuerpo y del alma: destruyeron templos e ídolos, enviaron a la hoguera caciques, quemaron libros e impusieron la cruz en las huacas. En un principio trazaron un cuadro paradisíaco de sus habitantes aunque, con el tiempo, los amorosos salvajes fueron vistos como “buenos para les mandar y les hazer trabajar y sembrar y hazer todo lo otro que fuera menester”. En lo que respecta a los misioneros, no todos practicaron la bondad. Hubo quienes denunciaron abusos y salvajadas cometidas por los españoles y apreciaron la cultura de los indígenas, en especial las de México y Perú, aprendieron las lenguas indígenas para catequizar mejor, bautizaron en calles y caminos, construyeron iglesias y conventos, celebraron las primeras misas. En suma: posturas concretas de las tremendas tensiones que impone la conversión de un pueblo a otra cultura. Entre los conquistadores también hubo mujeres. Una de ellas, Isabel de Guevara, después de haber fundado Buenos Aires con don Pedro de Mendoza, desde Asunción del Paraguay, dejó constancia de lo que padecieron junto con los hombres: “Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban las pobres mujeres, así en lavarles las ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, limpiarles, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas cuando algunas veces los indios les venían a dar la guerra, hasta cometer poner fuego en los barcos, y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar armas por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados; porque en ese tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres.” En 1892, al cumplirse cuatrocientos años de la llegada de Colón a América, un decreto estableció el 12 de Octubre como fiesta nacional. Pero fue en 1917, durante la presidencia del doctor Hipólito Irigoyen, cuando ese día fue asumido como Día de la Raza. Hoy en día, el “descubrimiento” y la conquista de América colisiona con los valores de nuestras sociedades –el respeto a las minorías; la aceptación de la diversidad cultural; la defensa de los derechos humanos y la convivencia democrática-, que se manifiestan en la currícula escolar. Por ello, esta efeméride ha sido cuestionada hasta el punto de querer cambiarle el nombre, y circulan distintas versiones: la que remite a la América descubierta por Colón en 1492, la que sostiene que hubo un encuentro entre dos mundos, Europa y América, la que denuncia un proceso de explotación y expoliación, incluso de genocidio. Ahí les dejo, entonces, esta nueva efeméride con dos miradas. Una, con los ojos de los protagonistas de “la mayor cosas después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó”, y la otra, con los ojos del presente. Con el propósito de siempre: que la información que se presenta en estas 109 páginas acompañe y facilite el trabajo mancomunado de docentes y estudiantes y así poder extraer las conclusiones que cada uno crea más adecuada. Ahora sí, ¡A conmemorar juntos el 12 de Octubre! Autor: Angel Cabaña LA FUERZA DE UN PROYECTO El de 1485 demostró ser, en muchos sentidos, un mal año para Colón. Su esposa murió aquel año y él abandonó el país donde había pasado la mayor parte de su vida como adulto con su hijo Diego, de cinco años de edad. Colón se trasladó a España, con la esperanza de tener allí mejor suerte en la promoción del proyecto que le obsesionaba. (…) Colón tuvo que soportar entonces fatigosos años de trámites académicos y burocráticos a manos de la reina Isabel y de sus favoritos españoles. Entretanto, la comisión demostró sus calificaciones académicas no aprobando el proyecto, pero tampoco rechazándolo. Los profesores debatían con gran erudición el ancho del océano Occidental y mantenían en suspenso a Colón con la limosna de una pequeña subvención mensual concedida por la reina. Mientras las negociaciones se desarrollaban lentamente, Colón recordó que el rey Juan de Portugal se había mostrado muy amistoso con él en los años 1484 y 1485, y decidió entonces regresar a Lisboa e intentarlo allí una vez más. Colón le escribió desde Sevilla al rey de Portugal contándole sus esperanzas, pero cuando abandonó Portugal lo había hecho en medio de una apremiante situación económica y dejando numerosas cuentas sin pagar. No se atrevía a regresar a Lisboa a menos que el rey le garantizara que no iría a prisión a causa de sus deudas y le diese un salvoconducto. El rey estuvo de acuerdo, elogiando el “gran talento y la industria” de Colón, y le urgió, calificándole de “nuestro especial amigo”, a regresar. El renovado interés del rey se debía, sin duda, a la constatación de que la expedición de Dulmo y Estreito a la Antilla había fracasado. Tampoco se tenían noticias de Bartolomeu Dias. Que hacía varios meses había zarpado en busca del paso marítimo por el este hacia la India, en el decimosegundo intento portugués con este propósito. Colón no podía haber elegido un peor momento. Porque, cuando Cristóbal y su hermano Bartolomé llegaron en 1488, lo hicieron a tiempo para ver desde el muelle a Bartolomeu Dias y sus trece carabelas remontar triunfantes el Tajo con la buena noticia de que habían dado la vuelta al cabo de Buena Esperanza y descubierto que realmente había una vía marítima abierta a la India. El éxito de Dias y lo que esto prometía acabaron, como es de suponer, con el interés del rey Juan por Colón. Si el paso por oriente estaba abierto y despejado, ¿por qué hacer conjeturas acerca de otra dirección? Los hermanos Colón confiaron con desesperación en que este éxito portugués en el este estimulara el interés de los rivales por un proyecto competitivo en la dirección opuesta. Parece ser que Bartolomé se dirigió a Inglaterra, donde trató sin resultado de despertar el interés del rey Enrique VII; se dirigió luego a Francia donde abordó al rey Carlos VIII. El rey francés no se mostró al principio muy receptivo, pero Bartolomé permaneció en Francia. Se ganaba allí la vida como cartógrafo cuando finalmente llegó la noticia del gran descubrimiento de Colón. Colón entretanto, viajó de Lisboa a Sevilla, donde halló que Fernando e Isabel todavía dudaban. Disgustado, iba ya a embarcarse rumbo a Francia para ayudar a Bartolomé a convencer al rey Carlos VIII cuando la reina Isabel, urgida por el administrador de sus fondos personales, decidió repentinamente invertir en el proyecto de Colón. El abogado de Colón había señalado que el apoyo necesario para la empresa no costaría más que una semana de atenciones reales a un dignatario extranjero que los visitara. Quizás Isabel fue persuadida por el hecho de que Colón había mostrado su intención de ofrecer la empresa aun soberano vecino y rival. La reina empeñaría las joyas de la corona si la financiación del viaje así lo requería. Afortunadamente, esto no fue necesario. Daniel J. Boorstin, Los descubridores, Volumen I: el tiempo y la geografía, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1986, p. 228-229 INDIANA Tras 61 días de viaje, incluyendo 25 días de intervalo en las Islas Canarias, Colón llegó a tierras del actual Mar Caribe, cuyos habitantes pasaron a llamarse naturalmente indios en una de las mejores confusiones de la historia universal. El caso provocó, a su vez, que se reservara a los auténticos habitantes de la India una incorrecta calificación de hindúes, aunque en verdad el hinduismo se acerca más a ser una religión que una nacionalidad, y aunque en la India existía y existe una enorme proporción de musulmanes que se molestan si se les cree hindúes. (…) Correspondió a un explorador llamado Amerigo Vespucci (y también Américo Vespucio) la distinción de haber aclarado algunos equívocos. Tras otras expediciones, en las que probablemente llegó hasta el Río de la Plata y la Patagonia, descubriendo nuevas tierras vírgenes, Vespucci concluyó que esas zonas no correspondían a la India ni a ninguna parte de Asia. Esa convicción quedó expresada en sus mapas, luego identificados con su nombre. A partir de 1507 las nuevas tierras recibieron en su honor la designación de América, pero Colón no se enteró de esa ofensa, porque había fallecido en 1506. Colón nació en Génova y circuló también por Portugal, lo que explica que su apellido haya sido escrito con ortografías distintas: Colombo, Colom, Colomo, después Columbus. Su rastro quedó en la historia al denominar a un país (Colombia), una universidad (Columbia) y centenares de aldeas, ciudades, calles y plazas Colón, tanto en América como en España. Quizás sea esa la compensación histórica de que su nombre no haya sido asignado al continente entero. Sin embargo, no es Colón todo lo que reluce: 1) La española Santa Coloma (m. 853) y el irlandés St. Columban o Colombano (543-615) fueron figuras religiosas previas a Colón. 2) La ciudad de Colombo, Ceilán (hoy Sri Lanka) es la capital de su país, situado en Asia, al sur de la Indias. Es seguro que Colón viajó mucho, pero no llegó hasta allí. El nombre de Colombo se originó en denominaciones locales, como Calembou y Kolamba, que también existían antes de Colón. 3) Aun más arraigada está la convicción de que las palabras colonia, colonizar, coloniaje y afines derivan de Colón, porque efectivamente fue a partir de sus viajes que los españoles y portugueses ocuparon el nuevo continente. Pero ése es un error considerable, que hace buena compañía a los nombre de América y de indios. La palabra colonia era utilizada por los romanos, deriva de colonus (labrador) y antecede en quince siglos a Colón. Una prueba material es una ciudad alemana que se llama simplemente Colonia, al occidente del Rin. Allí nació Agripina, que fue mujer del emperador Claudio, lo que explica que el sitio fuera retitulado Colonia Claudia Ara Agrippinensium, en el año 50 de la era cristiana. Pero ella no agradeció el homenaje. No sólo después mató o mandó matar a su marido Claudio, sino que ingresó a la historia universal de la infamia como hermana del funesto emperador Calígula y como madre del aún más funesto Nerón, de quien siempre se dijo que fue un hijo de mala madre. El nombre Colonia Claudia Ara Agrippinensium era tan largo que hasta los alemanes se quejaban, con lo que fue abreviado a Colonia o Cologne. (…) Sólo una formidable coincidencia histórica puede explicar que Colón haya recalado en 1492 sobre tierras vírgenes a las que efectivamente había que colonizar. La primera etapa de esa cruel tarea se llamó coloniaje, se vincula a una tradición de esclavitud y ha dado origen a quinientos años de libros y ensayos, desde Fray Bartolomé de las Casas hasta Eduardo Galeano… Homero Alsina Thevenet, Una enciclopedia de datos inútiles, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1987, p.70-73 EL VIERNES 12 DE OCTUBRE DE 1492 Hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lacayos,, que se llamaba en lengua de indios Guanahani. Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Anés, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los naos por seña con una F y una Y: encima de cada letra su corona, una de un cabo de la + y otra de otro. Puestos en tierra vieron árboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras. El Almirante llamó a los dos capitanes y a los demás que saltaron en tierra, y a Rodrigo de Escovedo, Escribano de toda el armada, y a Rodríguez Sánchez de Segovia, y dijo que le diesen por fe y testimonio como él por ante todos tomaba, como de hecho tomó, posesión de la dicha isla por el Rey e por la Reina sus señores, haciendo las protestaciones que se requerían, como más largo se contiene en los testimonios que allí se hicieron por escripto. Luego se ayuntó allí mucha gente de la isla. Esto que se sigue son palabras formales del Almirante, en su libro de primera navegación y descubrimiento de estas Indias. “Yo (dice él), porque nos tuviesen mucha amistad, porque conocí que era gente que mejor se libraría y convertiría a nuestra Santa Fe con amor que no por fuerza, les dí a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor, con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla. Los cuales después venían a las barcas de los navíos adonde nos estábamos, nadando, y nos traían papagayos y hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. Mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más que una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras: los cabellos gruesos cuasi con sedas de cola de caballos, e cortos: los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos de tras que traen largos, que jamás cortan. Dellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y dellos se pintan de blanco, y dellos de colorado, y dellos de lo que fallan, y dellos se pintan las caras, y dellos todo el cuerpo, y de ellos solo los ojos, y dellos sólo el nariz. Ellos no traen armas ni las conocen, porque les amostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No tienen algún fierro: sus azagayas son unas varas sin fierro y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece, y otras de otras cosas. Ellos todos a una mano son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. Yo vi algunos que tenían señale de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí e creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos. Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía, y creo que ligeramente se harían cristianos; que me pareció que ninguna secta tenían. Yo, placiendo a Nuestro señor, llevaré de aquí al tiempo de mi partida seis a Vuestras Altezas para que deprendan hablar. Ninguna bestia de ninguna manera vi, salvo papagayos en esta isla”. Todas son palabras del Almirante. Cristóbal Colón, Diario, cartas y relaciones. Antología esencial. Selección, prólogo y notas de Valeria Añón y Vanina Teglia, Corregidor, Buenos Aires, 2012, p. 118-123 UNA EMOCIÓN AMPLIAMENTE COMPARTIDA A primera vista, la existencia de un lapso de tiempo entre el descubrimiento de América y la asimilación de tal descubrimiento por Europa no aparece perfectamente delimitada. Pero al menos existe una clara evidencia de la emoción que las noticias del desembarco de Colón provocaron en Europa. “¡Levantad el espíritu, escuchad el nuevo descubrimiento!”, escribió el humanista italiano Pedro Mártir al conde de Tendilla y al arzobispo de Granada el 13 de septiembre de 1493. Cristóbal Colón, comentaba, “ha regresado sano y salvo: dice que ha encontrado cosas admirables: ostenta el oro como prueba de las minas de aquellas regiones”. Y a continuación Pedro Mártir contaba cómo Colón había encontrado hombres que iban desnudos y vivían de lo que les proporcionaba la naturaleza. Tenían reyes; peleaban entre sí con palos y con arcos y flechas; y aunque estaban desnudos, rivalizaban por el poder y se casaban. Adoraban a los cuerpos celestiales, pero la exacta naturaleza de sus creencias religiosas era todavía desconocida. El hecho de que la primera carta de Colón fuese impresa y publicada nueve veces en 1493 y hubiese alcanzado alrededor de las veinte ediciones en 1500 revela que la emoción de Pedro Mártir era ampliamente compartida. Las frecuentes impresiones de esta carta y de las crónicas de los posteriores exploradores y conquistadores; las quince ediciones de la colección de viajes de Frrancanzano Montalboddo, Paesi Novamente Retrovati, publicada por primera vez en Venecia en 1507; la gran compilación de los viajes de Ramusio de mediados de siglo; todo ellos testifica la gran curiosidad e interés alcanzados por las noticias de los descubrimientos en la Europa del siglo XVI. De forma parecida, no es difícil encontrar en los autores del siglo XVI afirmaciones resonantes acerca de la magnitud y significación de los acontecimientos que se estaban desarrollando ante sus ojos. Guicciardini prodigaba alabanzas sobre los españoles y los protegieses, y especialmente sobre Colón, por la pericia y valor “que han proporcionado a nuestra época las noticias de cosas tan grandes e inesperadas”. Juan Luis Vives, que nació el mismo año del descubrimiento de América, escribió en 1521 en la dedicatoria a Juan III de Portugal de su obra De Disciplinis: “verdaderamente el mundo ha sido abierto a la especie humana”. Ocho años más tarde, en 1539, el filósofo de Papua Lázaro Buonamico introdujo un tema que sería desarrollado posteriormente en la década de 1570, por el escritor francés Louis Le Roy y que llegaría ser un lugar común en la historiografía europea: No creaís que existe ninguna cosa más hermosa para nosotros o para la época que nos precedió que la invención de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo Mundo; dos cosas de las que siempre pensé que podían ser comparadas no sólo a la Antigüedad, sino a la inmortalidad. Y en 1552 Gómara, en la dedicatoria a Carlos V de su Historia General de las Indias, escribió seguramente la más famosa, y sin duda sucinta, de las definiciones del significado de 1492: La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias. J. H. Elliot, El viejo mundo y el nuevo. 1492-1650, El Libro de bolsillo, Alianza, Madrid, 1984, p. 22-23 UN NUEVO PRODUCTO El año admirable, así considerado el de 1492, por haber sido el del descubrimiento de América y el de la expulsión de los musulmanes de España, entre otras cosas dignas de mención sucedidas entonces, es también el año en el que se comienza a hablar en el mundo occidental de un nuevo producto o sustancia: el tabaco. La primera descripción de un fumador es del mismo Cristóbal Colón en un apunte que el Almirante hace en su diario, un 6 de noviembre de aquel año de 1492. Dice el texto: “…y hallamos a mucha gente que volvía a sus poblados, mujeres y hombres, con un tizón en la mano hecha de hierbas, con que tomaban sus sahumerios acostumbrados…” Colón había presenciado el espectáculo, al que da poca importancia, en la isla de San Salvador. Preguntados los indios, supieron los españoles que a aquella planta daban el nombre de cohivá, palabra que hoy asociamos a los famosos puros del caribe. El tabaco no sólo se fumaba, sino que se mascaba. Para lo primero utilizaban tubos de barro o madera que llenaban con hierba picada. Otra forma de utilizarlo era reducir la hierba a polvo o picadura que aspiraban por la nariz. Los españoles no fueron muy conscientes de aquello, y debieron considerarlo práctica salvaje, aunque es cierto que algunos los probaron, e incluso se hicieron adictos a la planta. Sobre todo hacia 1520, en la península del Yucatán mexicano, cerca de Tabasco, de donde creen algunos que le vendría el nombre. Dos años antes, en 1518, un fraile hizo un sorprendente envío a Carlos I: semillas de tabaco. El Padre Bartolomé de las casas, en su famosa Historia, escribe sobre el tabaco: “…son unas hierbas secas metidas en cierta hoja a manera de mosquete encendido por una parte, mientras por la otra chupan con el resuello para adentro aquel humo, con lo cual se adormecen y casi se emborrachan y no sienten el cansancio. Y a esto llaman tabaco. Y ya por entonces había en Haití españoles que no sabían dejar este vicio…” Sevilla fue la primera ciudad europea donde se fumó en público. Curiosamente, también fue en Sevilla donde se prohibió por primera vez esa práctica. Apoyándose en bulas papales y ordenanzas reales, se alegaba que fumar aturdía los cuerpos y enflaquecía la voluntad, entorpeciendo las almas. Un médico sevillano, nacido en 1493, Nicolás Monardes, fue el primer escritor científico en alabar el tabaco, atribuyéndole virtudes curativas, e introduciendo aquella planta entre las beneficiosas para la salud. Esta alabanza del tabaco la hace el famoso doctor en su “Segunda Parte del Libro de las Cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, que sirven de medicina, do se trata del Tabaco, del Cardo Santo y de otras muchas Yerbas que han venido de aquella parte…”. La obra se imprimió en 1571, y en ella se afirma de manera peregrina que el tabaco, tomado en un caldo producto de su cocimiento, aliviaba la artritis y curaba el mal aliento; y mascándolo hacía desaparecer la jaqueca y el dolor de muelas. Pancracio Celdrán, Historia de las cosas, Ediciones del Prado, España, 1995, p. 75-77 ENTRADA DE CORTÉS EN LA CIUDAD DE MÉXICO Luego otro día de mañana partimos de Estapalapa muy acompañados de aquellos grandes caciques que atrás he dicho; íbamos por nuestra calzada adelante, la cual es ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad de México, que me parece que no se torcía poco ni mucho, y puesto que es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes que no cabían; unos que entraban en México y otros que salían, y los que nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron, porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas y de todas partes de la laguna, y no era cosa de maravillar, porque jamás habían visto caballos ni hombres como nosotros. Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parescía, que por una parte en tierra había grandes ciudades. Y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México (…) Ya que llegábamos cerca de México, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el gran Moctezuma de las andas, y trayéndole del brazo, aquellos grandes caciques, debajo de un palio muy riquísima maravilla, y la color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchivites, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello. Y el gran Moctezuma venía muy ricamente ataviado (…) y otros muchos señores que venían delante del gran Moctezuma barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas por que no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo. Y como Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Moctezuma, se apeó del caballo, y desde que llegó cerca de Moctezuma, a unas se hicieron grandes acatos (…) Quién pudiera decir la multitud de hombres y mujeres y muchachos que estaban en las calles y azoteas y en canoas en aquellas acequias que nos salían a mirar. Era cosa de notar, que ahora que lo estoy escribiendo se me representa todo delante de mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó (…) Y como llegamos y entramos en un gran patio, luego tomó por la mano el gran Moctezuma a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando , y le metió en el aposento y sala adonde había de posar, que le tenía muy ricamente aderezada para según su usanza, y tenía aparejado un muy rico collar de oro de hechura de camarones, obra muy maravillosa, y el mismo Moctezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán Cortés, que tuvieron bien de mirar sus capitanes del gran favor que le dio. Y desde que se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y dijo Moctezuma: “Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos; descansa”. Y luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos, y nosotros repartimos nuestros aposentos por capitanías, y nuestra artillería asestada en parte conveniente, y muy bien platicado la orden que en todo habíamos de tener y estar muy apercibidos, ansí los d e caballo como todos nuestros soldados. Y nos tenían aparejada una comida muy suntuosa, a su uso y costumbre, que luego comimos. Y fue ésta nuestra venturosa y atrevida entrada en la gran ciudad de Tenustitán, México, a ocho días del mes de noviembre año d e Nuestro salvador Jesucristo de mil quinientos y diez y nueve años. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Espasa-Calpe, Colección Austral, Madrid, 1968, p. 179-182 LA MESA DE MOCTEZUMA Comía solo y muchas veces en público; pero siempre con igual aparato. Cubríanse los aparadores ordinariamente con más de doscientos platos de varios manjares a la condición de su paladar; y algunos de ellos tan bien sazonados, que no sólo agradaron entonces a los españoles, pero se han procurado imitar en España: que no hay tierra tan bárbara donde no se precie de ingenioso en sus desórdenes el apetito. Antes de sentarse a comer registraba los platos, saliendo a reconocer las diferencias de regalos que contenían; y satisfecha la guía de los ojos, elegía los que más le agradaban, y se repartían los demás entre los caballeros de su guardia: siendo esta profusión cuotidiana una pequeña parte del gasto que se hacía de ordinario en sus cocinas, porque comían a su costa cuantos habitaban en su palacio, y cuantos acudían a él por obligación de su oficio. La mesa era grande, pero abaja de pies, y el asiento un taburete proporcionado. Los manteles de blanco y sutil algodón, y las servilletas de lo mismo, algo prolongadas. Atajábase la pieza por la mitad con una baranda o biombo, que sin impedir la vista, señalaba término al concurso y apartaba la familia. Quedaban dentro cerca de la mesa tres o cuatro ministros ancianos de los más favorecidos, y cerca de la baranda uno de los criados mayores que alcanzaba los platos. Salían luego hasta veinte mujeres vistosamente ataviadas que servían la vianda, y ministraban la copa con el mismo género de reverencias que usaban en sus templos. Los platos eran de barro muy fino y solo servían una vez, como los manteles y servilletas que se repartían luego entre los criados. Los vasos de oro sobre salvillas de lo mismo; y algunas veces solían beber en cocos o conchas naturales costosamente guarnecidas. Tenían siempre a la mano diferentes géneros de bebidas, y él señalaba las que apetecía; unas con olor, otras de yerbas saludables y algunas confecciones de menos honesta calidad. Usaba con moderación de los vinos, o mejor diríamos cervezas que hacían aquellos indios, liquidando los granos del maíz por infusión y cocimiento: bebida que turbaba la cabeza como el vino más robusto. Al acabar de comer tomada ordinariamente un género de chocolate a su modo, en que iba la sustancia del cacao, batida con el molinillo, hasta llenar la jícara de más espuma que licor; y después el humo del tabaco suavizado con liquidámbar; vicio que llamaban medicina, y en ellos tuvo algo de superstición, por ser el zumo de esta yerba uno de los ingredientes con que se dementaban y enfurecían los sacerdotes siempre que necesitaban perder el entendimiento para entender al demonio. Asistían ordinariamente a la comida tres o cuatro juglares, de los que más sobresalían en el número de sus sabandijas; y éstos procuraban entretenerle, poniendo como suelen su felicidad en la risa de los otros, y vistiendo las más veces en traje de gracia la falta de respeto. Solía decir Moctezuma que los permitía cerca de su persona porque le decían algunas verdades. Después del rato del sosiego solían entrar sus músicos a divertirle; y al son de flautas y caracoles, cuya desigualdad de sonidos concertaban con algún género de consonancia, le cantaban diferentes composiciones en varios metros que tenían su número y cadencia, variando los tonos con alguna modulación buscada en la voluntad de su oído. El ordinario asunto de sus canciones eran los acontecimientos de sus mayores, y los hechos memorables de sus reyes; y éstas se cantaban en los templos, y enseñaban a los niños para que no olvidasen las hazañas de su nación: haciendo el oficio de la historia con todos aquellos que no entendían las pinturas y jeroglíficos de sus anales. Tenían también sus cantinelas alegres, de que usaban en sus bailes con estribillos y repeticiones de música más bulliciosa; y eran tan inclinados a este género de regocijos, que casi todas las tardes había fiestas públicas en alguno de los barrios (…) fomentándolas y asistiéndolas Moctezuma contra el estilo de su austeridad, como quien deseaba con algún género de ambición que se contasen los ejercicios de la ociosidad entre las grandezas de su corte. La más señalada entre sus fiestas era un género de danzas que llaman “mitotes”: componíanse de innumerable muchedumbre; unos vistosamente adornados, y otros en trajes y figuras extraordinarias. Entraban en ellas los nobles, mezclándose con los plebeyos en honor de la festividad, y tenían ejemplar de haber entrado sus reyes. Antonio de Solís, Historia de la conquista de Méjico, conocida por el nombre de Nueva España. Población y progresos de la América septentrional, Librería Española de Garnier Hermanos, París, 1899, p. 241-243 A TRAICIÓN Y CON MAÑAS Estando, muy católico señor, en aquel real que tenía en el campo cuando en la guerra de esta provincia estaba, vinieron a mí seis señores muy principales vasallos de Mutezuma, con hasta doscientos hombres para su servicio, y me dijeron que venían de parte del dicho Mutezuma a me decir cómo él quería ser vasallo de vuestra alteza y mi amigo, y que viese yo qué era lo que quería que él diese por vuestra alteza en cada año de tributo, así de oro como de plata y piedras y esclavos y ropa de algodón y otras osas de las que él tenía, y que todo lo daría con tanto de que yo no fuese a su tierra, y que lo hacía porque era muy estéril y falta de todos mantenimientos, y que le pesaría de que yo padeciese necesidad, y los que conmigo venían; y con ellos me envió hasta mil pesos de oro y otras tantas piezas de ropa de algodón de la que ellos visten. Y estuvieron conmigo en mucha parte de la guerra hasta el fin de ella, que vieron bien lo que los españoles podían, y las paces que con los de esta provincia se hicieron, y el ofrecimiento que al servicio de vuestra sacra majestad los señores y toda la tierra hicieron, de que según pareció y ellos mostraban, no hubieron mucho placer, porque trabajaron muchas vías y formas de me resolver con ellos, diciendo cómo no era cierto lo que me decían, ni verdadera la amistad que afirmaban, y que lo hacían por mi asegurar para hacer a su salvo alguna traición. Los de esta provincia, por consiguiente, me decían y avisaban muchas veces que no me fiase de aquellos vasallos de Mutezuma porque eran traidores y sus cosas siempre las hacían a traición y con mañas, y con éstas habían sojuzgado toda la tierra, y que me avisaban de ello como verdaderos amigos y como personas que los conocían de mucho tiempo acá. Vista la discordia y desconformidad de los unos y de los otros, no hube poco placer, porque me pareció mucho a mi propósito, y que podría tener de más aína sojuzgarlos, y que se dijese aquel común decir de monte, etc., y aun acordéme de una autoridad evangélica que dice: Omme regnum in se ipsum divisum desolabitur; y con los unos y con los otros maneaba y a cada uno en secreto le agradecía el aviso que me daba, y le daba crédito de más amistad que al otro. Hernán Cortés, Cartas de Relación, Porrúa, México, D. F., 1978, p. 42 EL ATROZ REDENTOR LAZARUS MORELL En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell. Jorge Luis Borges, en Cuadernillo de Actividades para el aspirante. Ciclo lectivo 2004, Curso inicial Institutos de Educación Superior, Dirección General de Cultura y Educación. Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, p. 86 EL ADELANTADO Y LA HUESTE INDIANA EN LA CONQUISTA Los dirigentes y el grupo expedicionario de soldados, marinos y primeros pobladores que intervinieron en la conquista española del Nuevo Reino de Granada y en general de América española, conforman el elemento humano de la sociedad conquistadora o dominante. El adelantado era el jefe de la expedición descubridora o de conquista; era el planeador, el organizador y el caudillo o dirigente, quien con la hueste indiana o ejército expedicionario realizó la conquista de los pueblos y territorios. Y era a la vez gobernador y capitán general con poderes militares, políticos, administrativos y jurisdiccionales para la aplicación de la justicia. El origen de los adelantados se remonta en España al siglo XIII, en los caudillos militares u ommes metidos adelante que ejercían su mando en los territorios fronterizos; ellos velaban por la seguridad de los dominios del rey y la administración de la justicia. En los tiempos de la conquista española de América, los adelantados presentan un nuevo carácter, relacionado con el aspecto privado o mixto de la empresa indiana. En tal carácter, el adelantado es el jefe de la hueste, el capitán general y gobernador y es el partícipe principal en un negocio mercantil o lucrativo con los miembros de la hueste indiana, con quienes recibía participación económica de los beneficios de la expedición. La presencia histórica del conquistador español en el siglo XVI, la podemos analizar teniendo en cuenta el liderazgo de un hombre característico de una época de crisis: un hombre dualista que se encuentra enmarcado y cabalgando entre dos mundos en la concepción ideológica: el teocéntrico y señorial del mundo medieval y el antropocéntrico y mercantilista del mundo renacentista. El primero representa una concepción religiosa de la vida y una estructura socio-económica con influencia feudal o señorial; en cambio, el segundo representa una concepción individualista y mercantilista de un mundo que estaba en los albores de la modernidad. Un ejemplo característico de este tipo de dirigente de la conquista, nos lo presenta en el Nuevo Reino de Granada el adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, el conquistador de la tierra de los muiscas, jurista, letrado, humanista, encomendero, colonizador y hombre polémico, quien es típico representante de una época en la cual se entrecruzan la tradición y la modernidad, la sumisión al rey la rebeldía, el sentido de justicia y el deseo de afirmar su personalidad. El conquistador español que llegó a estas tierras presenta intereses de dominación en todos los actos en relación con la sociedad indígena dominada. El recibe y practica la idea de una época en la cual todo europeo considera que tiene derecho sobre los pueblos dominados de todo el mundo. El solo hecho de recibir autorización de la Corona para conquistar y colonizar, tomar posesión de las tierras en ceremonia especial y hacer el requerimiento a los indios y dejar las actas correspondientes, les daba el justo título y el derecho a la guerra justa contra los pueblos dominados, según las ideas europeas de la época. El grupo social del cual surgieron los adelantados o dirigentes de la conquista, fue el de los hidalgos o de la baja nobleza y también algunos pertenecientes a la incipiente burguesía mercantil, compuesta principalmente por comerciantes y letrados.(…) Tanto los hijosdalgo como los comerciantes y letrados, con el acicate del oro, buscaban movilidad social y prestigio en la sociedad. Ellos concibieron la meta de prestigio, por el camino de la adquisición de honores y riqueza en la conquista de estas tierras y pueblos. Los ideales, sentimientos y creencias de los conquistadores, llevaron a la decisión y a la actuación ante una determinada situación de la acción conquistadora. Algunos actuaron en forma muy independiente, e hicieron norma aquella célebre frase: “se acatan las órdenes, pero no se cumplen. En la acción y dinámica de la conquista existen algunos tipos de caudillos en relación con el poder y la acción: Un tipo de caudillo de la conquista es el que surge por autoridad legal, cuyo poder se basa en el instrumento de la capitulación o contrato entre la Corona y la empresa Indiana. Presenta un sentido burocrático-caudillista, en el cual el poder del líder se basa en la autoridad legal. (…) Otro tipo de liderazgo que surgió en la conquista fue el caudillo carismático o de prestigio en la acción conquistadora. Fueron aquellos caudillos que se hicieron en la dinámica de la conquista, y se convirtieron en los salvadores de una determinada situación, y en especial ante el peligro. Su poder lo recibieron por reconocimiento y acatamiento de los miembros de la hueste indiana; tal fue el caso del conquistador Vasco Núñez de Balboa en el Darién, quien aparece como un verdadero caudillo popular y canaliza los ánimos de los soldados para desconocer a Martín Fernández de Enciso y establecer el primer gobierno de facto en Tierra Firme. El caudillo conquistador dominante por prestigio adquirido por su decisiva participación en la conquista, presenta un liderazgo de dimensiones nacionales. Tal fue el caso del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, quien adquirió gran prestigio en sus conquistas y se convirtió en el eje del poder en el Nuevo reino de Granada y en el defensor de los antiguos conquistadores y encomenderos. Es por ello que su personalidad es polémica, tanto entre sus seguidores como entre sus enemigos. Javier Ocampo López, Historia básica de Colombia, Plaza & Janés, Colombia, 2004, p. 67-71 LA ESCLAVITUD NEGRA La enorme importancia que tuvieron el interés y el capital privados en la etapa que podríamos caracterizar como propiamente de la conquista de América, aproximadamente hacia el año 1570, obligó al rey de España y al Consejo de Indias a otorgar a los conquistadores una serie de garantías, regalías y excepciones que en lenguaje histórico más técnico llamamos sentido premial de la conquista. Tales regalías se refirieron muchas veces directamente a la esclavitud negra. Hernán Cortés y Francisco Pizarro, por ejemplo, además de los permisos que obtuvieron para conquistar México y Perú, respectivamente, recibieron autorizaciones para introducir cantidades considerables de esclavos negros en sus gobernaciones; y como ellos, aunque en menor escala, los otros conquistadores de las diferentes regiones de América. Permisos para pasar a las Indias con un número de esclavos que fluctuaba entre tres y ocho se les dio a casi todos los funcionarios nombrados por el Consejo en el siglo XVI: virreyes, gobernadores, oidores, contadores, fundidores, así como a las dignidades eclesiásticas y hasta los simples párrocos. El motivo de esta largueza se explica recordando que a la mayoría de estos funcionarios les estaba vedado servirse de la población indígena para fines domésticos o comerciales. Aunque no pagaban derecho por su introducción y les estaba prohibido venderlos, esta última disposición casi nunca se cumplió, y constituía este mecanismo de entrada de negros una de las formas más seguras y baratas de mantener un pequeño mercado negrero, hasta en las regiones más impensadas del Nuevo Mundo. El esclavo negro fue un objeto de comercio que llegó a todas partes con la conquista misma, no después de ella. En las huestes que pusieron sitio a la ciudad maravillosa de Tenoctitlán, en las que en un golpe de suerte y de audacia apresaron a Atahualpa, en las que atravesaron la cumbres de los Andes; en todas ellas se vendían y compraban esclavos negros, alternando el comercio con la guerra y con los actos de toma de posesión y las fundaciones de las primeras ciudades. Los armadores de estas expediciones de descubrimientos y conquistas, generalmente los mismos capitanes de ellas, incluían en sus bagajes a los esclavos negros que habían conseguido por privilegios reales y los vendían a elevados precios si la partida había resultado económicamente provechosa. Las regalías llegaron más lejos, pues el rey deseaba y necesitaba que las provincias que se iban agregando al imperio colonial adquirieran una fisonomía económica y social apropiada, se asentara, como se decía en la época, para lo cual debió dar garantías y franquicias especiales. Tales garantías, en materia de esclavos, se tradujeron en la disposición por la que los negros fueron declarados inembargables en varias circunstancias: por ejemplo, cuando eran indispensables para hacer producir un trapiche o una mina, y si la deuda que motivaba el embargo era a favor del rey. A los conquistadores se les podían embargar todos sus bienes por deudas, con excepción de su cama, un caballo y dos esclavos. En el Perú y en Chile, una mina podía ser retenida por su actual usufructuario o concesionario si estaba poblada, es decir, trabada por 8 indios o 4 negros. Si la política económica general de la corona española fue favorable a la esclavitud negra, hubo algunos actos ocasionales que incidieron aún más directamente en la consolidación de la esclavitud como una institución característica del periodo de la conquista; uno de los más importantes fue el otorgamiento de juros o anualidades. En los primeros decenios del siglo XVI, la corona española, siempre en apuros económicos, se vio a veces obligada a confiscar las remesas de dinero de particulares, por lo general conquistadores y mercaderes, que llegaban a España desde las Indias en las flotas anuales. A cambio de estos préstamos forzosos pagaba un interés relativamente alto en juros, que eran algo así como bono de deuda pública. La particularidad de estos juros es que por muchos años se acostumbró a convertirlos en licencias para introducir esclavos negros en América, lo que llegó a transformarlos en un buen negocio que atrajo a muchos de los que se habían enriquecido con la conquista. El sistema de juros vinculó directamente a los grandes conquistadores, a los hombres de empresa de la conquista, con la esclavitud negra. Los primeros conquistadores, en cada región de América, fueron también los primeros importadores de esclavos y los más importantes detentadores de la mano de obra negra. Rolando Mellafe, La esclavitud en Hispano-América, EUDEBA, Buenos Aires, 1964, p. 22-24 NAUFRAGIO Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos habían dicho, vinieron a nosotros, como lo habían prometido, y nos trajeron mucho pescado y den unas raíces que ellos comen, y son como nueces, algunas mayores o menores; la mayor parte de ellas se sacan de bajo del agua y con mucho trabajo. A la tarde volvieron, y nos trajeron más pescado y de las mismas raíces, y hicieron venir sus mujeres e hijos para que nos viesen; y ansí se volvieron ricos de cascabeles y cuentas que les dimos, y otros días nos tornaron a visitar con lo mismo que estotras veces. Como nosotros viamos que estábamos proveídos de pescados y de raíces y de agua y de las otras cosas que pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir nuestro camino, y desenterramos la barca de la arena en que estaba metida, y fue menester que nos desnudásemos todos y pasásemos gran trabajo para echarla al agua, porque nosotros estábamos tales, que otras cosas muy más livianas bastaban para ponernos en él; y así embarcados, a dos tiros de ballesta dentro en la mar nos dio tal golpe de agua, que nos mojó a todos; y como íbamos desnudos, y el frío que hacía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que la mar nos dio, trastornó la barca; el veedor y otros dos se asieron de ella para escaparse; mas sucedió muy al revés, que la barca los tomó debajo y se ahogaron. Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los otros, envueltos en las olas y medio ahogados, en la costa de la misma isla, sin que faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que quedamos escapados, desnudos como nacimos, y perdido todo lo que traíamos; y aunque todo valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por noviembre, y el frío muy grande, y nosotros tales, que con poca dificultad nos podían contar los huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte. De mí sé decir que desde el mes de mayo pasado yo no había comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas veces me ví en la necesidad de comerlo crudo; porque aunque se mataron los caballos entre tanto que las barcas se hacían, yo nunca pude comer de ellos, y no fueron diez veces las que comí pescado. Esto digo por excusar razones, porque pueda cada uno ver qué tales estaríamos. Y sobre todo lo dicho, había sobrevenido viento norte, de suerte que más estábamos cerca de la muerte que de la vida. Plugo a nuestro Señor que, buscando los tizones del fuego que allí habíamos hecho, hallamos lumbre, con que hicimos grandes fuegos; y ansí, estuvimos pidiendo a nuestro Señor misericordia y perdón de nuestros pecados, derramando muchas lágrimas, habiendo cada uno lástima, no sólo de sí, más de todos los otros, que en el mismo estado vian. Y a hora de puesto el sol, los indios, creyendo que no nos habíamos ido, nos volvieron a buscar y a traernos de comer; mas. Cuando ellos nos vieron ansí en tan diferente hábito del primero, y en manera tan extraña, espantáronse tanto, que se volvieron atrás. Yo salí a ellos y llamélos, y vinieron muy espantados; hícelos entender por señas cómo se nos había hundido una barca, y se habían ahogado tres de nosotros; y allí en su presencia ellos mismos vieron dos muertos, y los que quedábamos íbamos aquel camino. Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el desastre en qué estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en otros de la compañía creciese más la pasión y la consideración de nuestra desdicha. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, en Liliana Lukin (compiladora). Una América de novela, Sudamericana, Buenos Aires, 2001, p. 154-155 EL CHOQUE BÉLICO En el choque bélico de la conquista, contra la superioridad numérica y el conocimiento del terreno que poseía el indio, el español tuvo en su favor la superioridad el armamento y la contextura vital del hombre dispuesto a atacar y dominar despreciando la muerte. La diferencia de armamentos era sideral a pesar de que las huestes del Tucumán podían ser calificadas de menesterosas. Los invasores portaron ballestas y diversas clases de armas de fuego y armas blancas probadas en las guerras europeas, y la expedición de Lerma a salta (1582) contó hasta con un anticuado tiro de bronce con dos recámaras. Las armas defensivas con que los españoles protegían su cuerpo eran variadas y efectivas: mallas, cotas y quijadas de acero; escudos como la adarga de cuero, y la rodela hecha de madera; el escaupil, una defensa acolchada de algodón que cubría desde los hombros hasta la rodilla, muy frecuente en el Tucumán. Los juríes, al cultivar y trabajar el algodón para los españoles, les proveyeron de esta defensa en la lucha contra los indios rebeldes. La hueste contó con el caballo, considerado por muchos historiadores como el arma fundamental e indispensable de la conquista. Su uso en gran escala se explica porque, superada la primera escasez, la reproducción hizo caer vertiginosamente los precios. Ya para 1570, en Charcas podía obtenerse un buen caballo de guerra por 80 pesos. La sagacidad indígena se pone de manifiesto en las tácticas utilizadas para contrarrestarlo. Una de ellas fue el habilísimo recurso de las boleadoras pamperas que infligieron una rodada colectiva a los jinetes de la expedición de Mendoza en el desastroso encuentro del río Luján. En el Noroeste los hoyos destinados primero a las fieras sirvieron para entrampar caballos y jinetes en su fondo erizado de fuertes púas. Para la contienda los indígenas utilizaron en bloques las armas y tácticas tradicionales que les servían en las luchas tribales; es lo que Jara denomina “la guerra primitiva al comienzo de la conquista”. Los fosos, hondas, flechas, la macana, el envenenamiento de las aguas, el desmoronamiento de piedras en los pasos estrechos, fortalezas como los pucaráes levantados en las cumbres, sirvieron muchas veces para detener el ímpetu español. El arco y la flecha fueron armas de uso frecuente, con ejercicios de práctica en los poblados; al entrar Rojas a Santiago del Estero observó que los indios “tiene hechos sus terreros donde tiran el arco”. En el Litoral las flechas encendidas causaban estragos en los miserables ranchos de paja de los conquistadores. En el Tucumán, sus puntas emponzoñadas causaron muchas víctimas. Los españoles descubrieron el contraveneno experimentando con un indio a quien flecharon los muslos dejándolo en libertad; “el indio se fue así herido, que apenas podía andar, y junto al pueblo cogió dos hierbas y majolas en un mortero grande, y de la una bebió luego el zumo, y con un cuchillo que le dieron se dio una cuchillada en cada pierna do era la herida, y buscó la púa de la flecha y sacola, y puso en las heridas el zumo de la otra hierba que había majado, y estuvo después con mucha dieta y sano prestamente”. Quizá ya en el siglo XVI podamos descubrir la segunda etapa reconocida por Jara en la vida militar araucana, “la evolución militar por imitación de armas y de algunos métodos de los españoles”. Permite suponerlo Levillier cuando apunta que los indios calchaquíes se volvían más expertos en el uso de las armas españolas y alcanzaban victorias contra grupos numerosos, en las mismas circunstancias en que antes huían de un poder mucho menor. Carlos S. Assadourian, Guillermo Beato y José C. Chiaramone, Historia Argentina. De la Conquista a la Independencia, Volumen 2, Paidós, Buenos Aires, 1972, p. 56-57 EL SUPLICIO DE ATAHUALPA Acusábase a Atahualpa de que siendo hijo bastardo hubiese usurpado el trono de los incas y condenado a muerte a su hermano; de ser idólatra; de tener muchas concubinas; de haber gastado los tesoros del imperio que por derecho de conquista pertenecían al rey de España; y de haber levantado gente contra los castellanos. Siete de éstos, que fueron llamados a declarar, sirvieron para acumular cargos contra el acusado. Los indios prestaron sus declaraciones por medio del intérprete Felinillo, que estaba interesado en la condenación del inca; y aunque algunos de ellos se negaron resueltamente a responder y otros dijeron no a todas las preguntas, bastó que la mayoría declarara en sentido afirmativo, para que el tribunal condenase a Atahualpa a ser quemado vivo. Algunos soldados castellanos propusieron que se apelara de la sentencia ante Carlos V; pero la mayoría los acusó de traidores. Como solía hacerse entre los españoles del siglo XVI en casos semejantes, se consultó la opinión de los teólogos para tranquilizar las conciencias; y el voto de Valverde fue concebido en estos términos: “Hay causa para matar a Atahualpa, y si es necesario, yo firmaré la sentencia.” En aquel simulacro de juicio, todo fue inicuo. La historia no recuerda un crimen más injustificable que el proceso y muerte de Atahualpa. El desgraciado inca no pudo recibir con firmeza tamaño golpe. Suplicó a Pizarro con las lágrimas en los ojos que le perdonara la vida, comprometiéndose a pagar un doble rescate; pero aunque el general no pudo contener su emoción, no se atrevió a volver atrás. Perdida toda esperanza, Atahualpa recobró alguna tranquilidad y se dispuso para morir. En la noche del sábado 29 de agosto de 1533, salió al patíbulo y rodeado de una fuerte escolta y cargado de grillos. Cerca de la hoguera, el padre Valverde trató de convertirlo, prometiéndole suavizar el rigor de su suplicio con la aplicación del garrote. El temor de una muerte cruel le hizo aceptar esta gracia, y el infortunado inca recibió el bautismo con el nombre de Juan. Pidió que su cadáver fuese llevado a Quito para ser sepultado en la tumba de sus abuelos, y encargó a Pizarro que tomara a sus hijos bajo su protección. Entonces fue amarrado al palo fatal; y mientras los españoles entonaban el Credo, el verdugo estranguló al último soberano del Perú. Al día siguiente, Pizarro mandó celebrar en la nueva iglesia los funerales del inca. Como si no tuviera conciencia del crimen cometido, él mismo asistía a la ceremonia en traje de duelo; y pudo ver las manifestaciones de dolor de las hermanas y esposas de Atahualpa. Según la costumbre del imperio, querían ahorcarse sobre su cadáver; y toda la actividad de los cristianos no bastó para impedir el voluntario sacrificio de algunas de ellas. Pocos días después regresó Hernando de Soto de su expedición. Traía la noticia de que eran infundadas las acusaciones hechas a Atahualpa; y al saber la condenación de éste, manifestó el más profundo pesar por tan gran desgracia y por tan inhumana maldad: “Muy mal lo ha hecho su señoría, y fuera justo aguardarnos”, dijo el honrado caballero. Pizarro no pudo contestar aquel reproche sino disculpándose, atribuyendo lo hecho a las sugestiones de algunos de los suyos. El crimen comenzaba a avergonzar a sus mismos autores. Diego Barros Arana, Compendio de Historia de América. Cabaut y Cía editores, París, 1926, QUEMANDO PAPELES INÚTILES Convencidos de su vocación y especialistas en las cosas de Dios, los misioneros desembarcaron en México con el afán de imitar a Cristo e impulsar una religión limpia de ídolos y supersticiones. Andaban a pie, vestían humildemente, comían gracias a la limosna y predicaban por señas en plazas y mercados. Dado que la comunicación con los indígenas en esas condiciones era casi imposible, los misioneros decidieron aprender las lenguas de los indios, y comenzaron a recopilar palabras que tomaban de los niños. Así fueron haciendo vocabularios, sermones, catecismos, vidas de santos y piezas teatrales. Como suele ocurrir, aparecieron voces que consideraron insuficiente el aprendizaje de las lenguas. Había que ir más allá si querían desterrar las prácticas paganas, esto es, conocer las costumbres y modos de vida de los indígenas antes de la conquista española. Fue entonces que los misioneros recurrieron al canto, al teatro, a la pintura y a los espectáculos imponentes y multitudinarios. Se hicieron dibujos en papel de amate y en las paredes de capillas e iglesias se pintaron escenas religiosas. La mística de los religiosos llegó a tales alturas que, para sensibilizar a los espectadores, algunos llegaron a arrojar animales vivos al fuego, a azotarse públicamente, y a lanzarse sobre brasas encendidas para que el indiaje aprendiera cómo se sufría en el Infierno. Digamos, para finalizar, que este calor religioso no fue el que predominó en los primeros tiempos, pues al principio, el mundo prehispánico fue considerado obra del demonio. Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, interlocutor de la imprenta y fundador de un colegio para nobles indígenas, escribió que sus monjes habían arrasado templos e ídolos; él mismo dirigió la destrucción en Teotihuacan, y envió a la hoguera al cacique Texcoco. Diego de Landa, autor de un alfabeto útil para el desciframiento de la escritura maya, informó: “Usaba esta gente ciertos caracteres o letras con la cuales escribían sus libros sobre sus cosas antiguas y su ciencias. Hallámosle gran número de libros, y porque no tenían sino superstición y falsedades del demonio se los quemamos todos”. El español Diego de Landa no era el primero, antes que él, Tlacaélel, asesor de emperadores aztecas, había mandado quemar las crónicas y los archivos para inventar una historia a la medida de las necesidades de un imperio que iba en ascenso. Ni el primero, ni el último. Ángel Cabaña, El placer de la historia, Lumiere, Buenos Aires, 2006, p. 156-157 VIAJE AL RÍO DE LA PLATA Desde allí zarpamos al Río de la Plata, y después de navegar quinientas leguas llegamos a un río dulce que se llama Paraná Guazú y tiene una anchura de cuarenta y dos leguas en su desembocadura al mar. Allí dimos en un puerto que se llama San Gabriel, donde anclaron nuestros catorce buques, y de inmediato nuestro capitán general don Pedro de Mendoza ordenó y dispuso que los marineros condujesen la gente a la orilla en los botes, pues los buques grandes solamente podían llegar a una distancia de un tiro de arcabuz de la tierra; para eso se tienen los barquitos que se llaman bateles o botes. Desembarcamos en el Río de la Plata en día de los Santos Reyes Magos en 1535. Allí encontramos un pueblo de indios llamado Charrúas, que eran como dos mil hombres adultos; no tenían para comer sino carne y pescado. Éstos abandonaron el lugar y huyeron con sus mujeres e hijos, de modo que no pudimos hallarlos. Estos indios andan en cuero, pero las mujeres se tapan las vergüenzas con un pequeño trapo de algodón, que les cubre del ombligo a las rodillas. Entonces don Pedro de Mendoza ordenó a sus capitanes que reembarcaran a la gente en los buques y se la pusieran al otro lado del río Paraná, que en ese lugar no tienen más de ocho leguas de ancho. Ulrico Schmidl Schmidl fue un soldado alemán del siglo XVI que acompañó a Pedro de Mendoza a América, desde 1534 a 1553. Es considerado por algunos como el primer periodista del descubrimiento. Al regresar de su viaje, ya en Alemania, escribió las crónicas de lo que había conocido en el nuevo continente. Schmidl, Ulrico, Viaje al Río de la Plata, Capítulo VII, Colección Buen Aire, EMECE, Buenos Aires, 1945. En Leer x leer, Plan Nacional de Lectura, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, Volumen 3, 2004, p. 174-175 PINTURA Y LABRADO DE LOS INDIOS. SUS BORRACHERAS Y BANQUETES Labrábanse los cuerpos, y cuanto más, (por) tanto más valientes y bravos se tenían, porque el labrarse era gran tormento. Y era de esta manera: los oficiales de ello labraban la parte que querían con tinta y después sajábanle delicadamente las pinturas y así, con la sangre y tinta, quedaban en el cuerpo las señales; y que se labraban poco a poco por el grande tormento que era, y también después (se ponían) malos porque se les enconaban las labores y supurábanse que con todo esto se mofaban de los que no se labraban. Y que se precian mucho de ser requebrados y tener gracias y habilidades naturales, y que ya comen y beben como nosotros. Que los indios eran muy disolutos en beber y emborracharse, de lo cual les seguían muchos males como matarse unos a otros, violar las camas pensando las pobres mujeres recibir a sus maridos, también con sus padres y madres como en cada de sus enemigos; y pegar fuego a sus casas: y que con todo se perdían por emborracharse. Y cuando la borrachera era general y de sacrificios, contribuían todos para ello, porque cuando era particular hacía el gasto el que la hacía con ayuda de sus parientes. Y que hacen el vino con miel y agua y cierta raíz de un árbol que para esto criaban, con lo cual se hacía el vino fuerte y muy hediondo; y que con bailes y regocijos comían sentados de dos en dos o de cuatro en cuatro, y que después de comido, los escanciadores, que no se solían emborrachar, traían unos grandes artesones de beber hasta que se hacía un zipizape; y las mujeres tenían mucho cuidado de volver a borrachos a casa sus maridos. Que muchas veces gastan en su banquete lo que en muchos días, mercadeando y trompeando, ganaban; y que tienen dos maneras de hacer estas fiestas. La primera, que es de los señores y gente principal, obliga a cada uno de los convidados, a que hagan otro tal banquete y que den a cada uno de los convidados una ave asada, pan y bebida de cacao en abundancia y al fin del banquete suelen dar a cada uno una manta para cubrirse y un banquillo y el vaso más galano que pueden, y si muere alguno de ellos es obligada la casa o sus parientes a pagar el banquete. La otra manera es entre parentelas, cuando casan a sus hijos o hacen memoria de las cosas de sus antepasados; y ésta no obliga a restitución, salvo que si cuando han convidado a un indio a una fiesta así, él convida a todos cuando hace fiesta o casa a sus hijos. Y sienten mucho la amistad y la conservan (aunque estén) lejos unos de otros, con estos convites; y que en estas fiestas les daban de beber mujeres hermosas las cuales, después de dado el vaso, volvían las espaldas al que lo tomaba hasta vaciado el vaso. Fray Diego de Landa, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p. 163-165 EL PRINCIPADO DE TODAS LAS FRUTAS Hay en esta isla Española unos cardos, que cada uno de ellos lleva una `piña (o, mejor diciendo, alcachofa), puesto que, porque parece piña, las llaman los cristianos piñas, sin lo ser. Ésta es una de las más hermosas frutas que yo he visto en todo lo que de el mundo he andado…Ninguna de éstas, ni otras muchas que yo he visto, no tuvieron tal fruta como estas piñas o alcachofas, ni pienso que en el mundo la hay que se le iguale en estas cosas justas que ahora diré. Las cuales son: hermosura de vista, suavidad de olor, gusto de excelente sabor. Así que, de cinco sentidos corporales, los tres que se pueden aplicar a las frutas, y aun en el cuarto, que es el palpar, en excelencia participa de estas cuatro cosas o sentidos sobre todas las frutas y manjares del mundo, en que la diligencia de los hombres se ocupe en el ejercicio de la agricultura. Y tiene otra excelencia muy grande, y es que, sin algún enojo del agricultor, se cría y sostiene. El quinto sentido, que es el oi: la fruta no puede oir ni escuchar, pero podrá el lector, en su lugar, atender con atención lo que de esta fruta yo escribo, y tenga por cierto que no me engaño, ni me alargo, en lo que diejre de ella. Porque, puesto que la fruta no puede tener los otro cuatro sentidos que le quise atribuir o significar anteriormente, hase de entender en el ejercicio y persona del que la come, y no de la fruta (que no tiene ánima. Sino la vegetativa y sensitiva, y le falta la racional, que está en el hombre con las demás). (…) Mirando el hombre la hermosura de ésta, goza de ver la composición y adornamiento con que la Natura la pintó e hizo tan agradable a la vista para recreación de tal sentido. Oliéndola, goza el otro sentido de un olor mixto con membrillos y duraznos o melocotones, y muy finos melones, y demás excelencias que todas estas frutas juntas y separadas, sin alguna pesadumbre; y no solamente la mesa en que se pone, mas, mucha parte de la casa está, siendo madura y de perfecta sazón, huele muy bien y conforta este sentido del oler maravillosa y aventajadamente sobre todas las otras frutas. Gustarla es una cosa tan apetitosa y suave, que faltan palabras, en este caso, para dar al propio su loor en esto; porque ninguna de las otras frutas que he nombrado, no se pueden con muchos quilates, comparar a ésta. Palparla, no es, a la verdad, tan blanda ni doméstica, porque ella misma parece que quiere ser tomada con acatamiento de alguna toalla o pañizuela; pero puesta en la mano, ninguna otra da tal contentamiento. Y medidas todas estas cosas y particularidades, no hay ningún mediano juicio que deje de dar a estas piñas o alcachofas el principado de todas las frutas. (…) Y para los que nunca le vieron sino aquí, no les puede desagradar la pintura, escuchando la lectura; con tal aditamento y promesa, que les certifico que si algún tiempo la vieren, me habrán por disculpado si no supe ni pude justamente loar esta fruta. Verdad que ha de tener respecto y advertir, el que quisiere culparme, en que aquesta fruta es de diversos géneros o bondad (una más que otra), en el gusto y aun en las otras particularidades. Y el que ha de ser juez, ha de considerar lo que está dicho, y lo que más aquí diré en el proceso o también de las diferencias de estas piñas. Y si, por falta de colores y del dibujo, yo no bastare a dar a entender lo que querría saber decir, dese la culpa a mi juicio, en el cual, a mis ojos, es la más hermosa fruta de todas las frutas que he visto, y la que mejor huele y mejor sabor tiene; y en su grandeza y color, que es verde, alumbrado o matizado de un color amarillo muy subido, y cuanto más se va madurando, más participa del jalde, y va perdiendo de lo verde, y así se va aumentando el olor de más que perfectos melocotones, que participan también del membrillo; que éste es el olor con que más similitud tiene esta fruta; y el gusto es mejor que los melocotones y más jugoso. Gonzalo Fernández de Oviedo, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p. 185-187 LA COCA En el Pirú no se da, más dase la coca, que es otra superstición harto mayor y parece cosa de fábula. En realidad de verdad, en sólo Potosí monta más de medio millón de pesos cada año la contratación de la coca. por gastarse de noventa a noventa y cinco mil cesto della, y aún en el año de ochenta y tres, fueron cien mil. Vale un cesto de coca en el Cuzco, de dos pesos y medio a tres, y vale en Potosí, de contado, a cuatro pesos y seis tomines, y a cinco pesos ensayados; y es el género sobre que se hacen cuasi todas las ventas fraudulentas, porque es mercadería de que hay gran expedición. Es pues la coca tan preciada, una hoja verde pequeña que nace en unos arbolillos de obra de un estado de alto; críase en tierras calidísimas y muy húmedas; da este árbol cada cuatro meses esta hoja, que llaman allá tresmitas. Quiere mucho cuidado en cultivarse, porque es muy delicada y mucho más en conservarse después de cogida. Métenla con mucho orden en unos cestos largos y angostos, y cargan los carneros de la tierra, que van con estas mercadería a manadas, con mil, y dos mil y tres mil cestos. El ordinario es traerse de los Andes, de valles de calor insufrible, donde los más del año llueve y no cuesta poco trabajo a los indios, ni aun pocas vidas, su beneficio por ir de la sierra y temples fríos a cultivalla y beneficialla y traella. Así hubo grandes disputas y pareceres de letrados y sabios, sobre si arrancarían todas las chacras de coca; en fin han permanecido. Los indios la aprecian sobremanera, y en tiempo de los reyes Ingas no era lícito a los plebeyos usar la coca sin licencia del Inga o su gobernador. El uso es traerla en la boca y mascarla, chupándola; no la tragan; dicen que les da gran esfuerzo y es singular regalo para ellos. Muchos hombres graves lo tienen por superstición y cosa de pura imaginación. Yo por decir verdad, no me persuado que sea pura imaginación; antes entiendo que en efecto obra fuerzas y aliento en los indios, porque se ven efectos que no se pueden atribuir a la imaginación, como es con un puño de coca caminar doblando jornadas sin comer a las veces otra cosa, y otras semejantes obras. La salsa con que la comen es bien conforme al manjar, porque ella yo la he probado y sabe a vino de uva, y los indios la polvorean con ceniza de huesos quemados y molidos, o con cal, según otros dicen. A ellos les sabe bien y dicen les hace provecho, y dan su dinero de buena gana por ella, y con ella rescatan como si fuese moneda, cuanto quieren. Todo podrían bien pasar si no fuese el beneficio y trato de ella con riesgo suyo y ocupación de tanta gente. Los señores Ingas usaban la coca por cosa real y regalada, y en sus sacrificios era la cosa que más ofrecían, quemándola en honor de sus dioses. Joseph de Acosta, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p. 246-147 ENTERRAMIENTOS En la comarca del Cuzco entierra a sus difuntos sentados en unos asentamientos principales, a quien llaman duhos, vestidos y adornados de lo más principal que ellos poseían (…) En la provincia de Chincham, que es en estos llanos, los entierran echados en barbacoas o camas o camas hechas de caña. En otro valle destos mismos, llamado Lunaguana, los entierran sentados. Finalmente, acerca de los enterramientos, en estar echados o en pie o sentados, discrepan unos de otros. (…) Y apartados unos de otros se ven gran número de calaveras y de sus ropas, ya podrecidas y gastadas con el tiempo. Llaman a estos lugares, que ellos tienen por sagrados, guaca, que es nombre triste, y muchas dellas se han abierto y aun sacado los tiempos pasados, luego que los españoles ganaron este reino, gran cantidad de oro y plata; y por estos valles se usa mucho el enterrar con el muerto sus riquezas y cosas preciadas, y muchas mujeres y sirvientes de los más privados que tenía el señor siendo vivo. Y usaron en los tiempos pasados de abrir las sepulturas y renovar la ropa y comida que en ellas habían puesto. Y cuando los señores morían, se juntaban los principales del valle y hacían grandes lloros, y muchas de las mujeres se cortaban los cabellos hasta quedar sin ningunos, y con tambores y flautas salían con sones tristes cantando por aquellas partes por donde el señor solía festejarse más a menudo, para provocar a llorar a los oyentes. Y habiendo llorado hacían más sacrificios y supersticiones, teniendo sus pláticas con el demonio. Y después de hecho esto, y muertóse algunas de sus mujeres, los metían en las sepulturas con sus tesoros y no poca comida, teniendo por cierto que iban a estar en la parte que el demonio les hace entender. Y guardaron, y aun agora lo acostumbran generalmente, que antes que los metían en las sepulturas los lloran cuatro o cinco o seis días, o diez, según es la persona del muerto; porque mientras mayor es más honra se le hace y mayor sentimiento muestran, llorándolo con grandes gemidos y endechándolo con música dolorosa, diciendo en sus cantares todas las cosas que sucedieron al muerto siendo vivo. Y si fue valiente, llevándolo con estos lloros contando sus hazañas; y al tiempo que meten el cuerpo en la sepultura, algunas joyas y ropas suyas queman junto a ella, y otras meten con él. Muchas destas ceremonias ya no se usan, porque Dios no lo permite, y porque poco a poco van estas gentes conociendo el error que sus padres tuvieron, y cuán poco aprovechan estas pompas y vanas honras, pues basta enterrar los cuerpos en sepulturas comunes, como se entierran los cristianos, sin procurar de llevar consigo otra cosa que buenas obras, pues lo demás sirve de agradar al demonio y que el ánima abaje al infierno más pesada y agravada. Aunque cierto los más de los señores viejos tengo que se deben mandar enterrar en partes secretas y ocultas, de la manera ya dicha, por no ser vistos ni sentidos por los cristianos. Y que lo hagan así lo sabemos y entendemos por los dichos de los más mozos. Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista de América. Cronistas, Poetas, Misioneros y Soldados. Una antología general, SEP/UNAM, México, D. F., p. 219-221 SENTENCIA CONTRA LOS HERMANOS ALONSO DE ÁVILA Y GIL GONZÁLEZ Al fin se hallaron a los hermanos Ávila, y hecha la información y concluso el pleito para sentenciarle, los sentenciaron a cortar las cabezas, y puestas en la picota, y perdimiento de todos sus bienes, y las casas sembradas de cal y derribadas por el suelo, y en medio de un padrón (columna con una lápida y una inscripción, a veces, infamante) en él escrito con letras grandes su delito, y que aquél se estuviese para siempre jamás, que nadie fuese osado a quitarle ni borrarle letra son pena de muerte; y que el pregón dijese: “Es esta la justicia que manda hacer Su Majestad y la real audiencia de México, el virrey y demás autoridades en su nombre, a estos hombres, por traidores contra la corona real, etc.” Y así proseguía el pregón. Fuéronles a notificar la sentencia; ya se entenderá como se debió recibir. Dicen, el Alonso de Ávila, en acabándosela de leer, se dio una palmada en la frente, y dijo: -¿Es posible esto? Dijéronle: - Sí, señor: y lo que conviene es que os pongáis bien con Dios y le supliquéis perdone vuestros pecados. Y él respondió: -¿No hay otro remedio? –No. Y entonces empezárosle a destilar las lágrimas de los ojos por el rostro abajo, que le tenía muy lindo, y el que le cuidaba, era muy blanco y muy gentil hombre, y muy galán, tanto que le llamaban dama, porque ninguna por mucho que lo fuese tenía tanta cuenta de pulirse y andar en orden: el que más bien se traía era él y con más criados, y podía, porque era muy rico; cierto que era de los más lucidos caballeros que había en México. Lo que dijo Alonso de Ávila Desde a un poco, después que la barba y rostro tenía totalmente en lágrimas, dio un gran suspiro y dijo: -¡Ay, hijos míos y mi querida mujer! ¿Ha de ser posible que esto suceda en quien pensaba daros descanso y mucha honra, después de Dios, y que haya dado la fortuna vuelta tan contraria, que la cabeza y rostro hermoso, vosotros habéis de ver en la picota, al agua y al sereno, como se ven las de los muy bajos e infames que la justicia castiga por hechos atroces y Feos? ¿Esta es la honra, hijos míos, que de mí esperabais ver? ¡Inhabilitados de las preeminencias de caballeros! Mucho mejor os estuviera ser hijos de un muy bajo padre, que jamás supo de honra. Después de cortada, con la grita y lloros, y sollozos, volvió la cabeza Alonso de Ávila, y como vio a su hermano descabezado dio un muy gran suspiro, que realmente no creyó hasta entonces que había de morir, y como le vio así, hincóse de rodillas y tornó a reconciliarse; alzó una mano, blanca más que de dama. y empezó a retorcerse los bigotes diciendo los salmos penitenciales, y llegado al del Miserere, empezó a desatar los cordones del cuello, muy despacio, y dijo, vueltos los ojos hacia su casa: -¡Ay, hijos míos, y mi querida mujer, y cuáles os dejo! Y entonces fray Domingo de Salazar, obispo que es ahora de Filipinas, le dijo: -No es tiempo éste, señor, que haga vuesa merced eso, sino mire por su ánima, que yo espero en Nuestro Señor, de aquí se irá derecho a gozar de él, y yo le prometo de decirle mañana una misa, que es día de mi padre Santo Domingo. Juan Suárez de Peralta, Descubrimiento y conquista de América…p. 178-179 EL PARAÍSO DE MAHOMA “Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros arcabuces –escribiría el alemán Ulrico Schmidl, llegado con Pedro de Mendoza, primer cronista de la colonización en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su gente caía y no veían bala ni flecha alguna sino un agujero en los cuerpos. no pudieron mantenerse y huyeron, cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras huían hacia su pueblo (…) Mas cuando vieron que no podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos, pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y pidieron perdón y que ellos harían todo cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro capitán Juan Ayolas seis muchachitas, la mayor como de dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.” De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias” y de las costumbres poligámicas, Nuestra Señora de Asunción, establecida el 16 de septiembre de 1541, sería un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco hospitalarios que había obligado a partir hacia el norte en busca de mejores condiciones de subsistencia. Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el Pilcomayo y el Paraguay, ya no lo serían de tierras y riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A cada uno de ellos se le encomendará un harem y la promiscuidad será lo habitual. El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le escribe al rey de España que el conquistador que “está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que “no hay quien baje de cinco y de seis, la mayor parte de quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”. Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas, hermanas y parientes, sometidas a un único dueño. Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se decide la destrucción y evacuación de Buenos Aires. Corre 1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey encargado del asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo villorrio a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tiene con qué cubrir sus carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los que están desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la vida”. Lo de “caliente” no sería sólo una referencia climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán. Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos Aires, 2006, p. 29-30 EL PARAÍSO DE MAHOMA “Cuando estuvimos cerca, hicimos disparar nuestros arcabuces –escribiría el alemán Ulrico Schmidl, llegado con Pedro de Mendoza, primer cronista de la colonización en Río de la Plata –y cuando los oyeron y vieron que su gente caía y no veían bala ni flecha alguna sino un agujero en los cuerpos. no pudieron mantenerse y huyeron, cayendo los unos sobre los otros como los perros, mientras huían hacia su pueblo (…) Mas cuando vieron que no podrían sostenerlo más y temieron por sus mujeres e hijos, pues los tenían a su lado, vinieron dichos ‘carios’ y pidieron perdón y que ellos harían todo cuanto nosotros quisiéramos. También trajeron y regalaron a nuestro capitán Juan Ayolas seis muchachitas, la mayor como de dieciocho años de edad (…) Pidieron que nos quedáramos con ellos y regalaron a cada hombre de guerra dos mujeres para que cuidaran de nosotros, cocinaran, lavaran y atendieran a todo cuanto más nos hiciera falta.” De allí en más, a favor de la belleza de las mujeres “carias” y de las costumbres poligámicas, Nuestra Señora de Asunción, establecida el 16 de septiembre de 1541, sería un paraíso del placer carnal, tan distinto al fuerte a la vera del Río de la Plata y en territorio de indios tan poco hospitalarios que había obligado a partir hacia el norte en busca de mejores condiciones de subsistencia. Los conquistadores, ahora a orillas de confluencia entre el Pilcomayo y el Paraguay, ya no lo serían de tierras y riquezas, sino de cuerpos y sentidos. A cada uno de ellos se le encomendará un harem y la promiscuidad será lo habitual. El moralizador presbítero Francisco González Paniagua le escribe al rey de España que el conquistador que “está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho y el que con ocho porque no puede haber dieciséis” y que “no hay quien baje de cinco y de seis, la mayor parte de quince, y de treinta y cuarenta los lenguas y capitanes”. Entre ellas, promiscuamente, convivían madres e hijas, hermanas y parientes, sometidas a un único dueño. Tal es el crecimiento de Asunción y su atractivo que se decide la destrucción y evacuación de Buenos Aires. Corre 1541 y Alonso Cabrera, oficial del Rey encargado del asunto, asienta en sus considerandos que el misérrimo villorrio a orillas del Plata era “frío y la mayor parte de la gente está tan desnuda que no tiene con qué cubrir sus carnes”. En cambio, por ser Paraguay tierra caliente, “los que están desnudos podrán mejor vivir lo que les durase la vida”. Lo de “caliente” no sería sólo una referencia climática: “Estas mujeres son muy lindas y grandes amantes, afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi parecer” se exaltaría Ruy Díaz de Guzmán. Pacho O’ Donnell, Historias argentinas. De la Conquista al Proceso, Sudamericana, Buenos Aires, 2006, p. 29-30 VANDÁLICOS Y TRAICIONEROS Para compensar la gran mortandad que las guerras, las epidemias y la explotación produjeron en la población indígena, comenzaron a llegar al continente a comienzos del siglo XVI africanos. Hacia 1600 vivían en Nueva España miles de esclavos negros condenados a los trabajos más duros en los campos y las minas, o sirviendo como criados de los españoles notables. Las condiciones de vida de los negros fueron peores que las de los indígenas, considerados jurídicamente seres libres. Muchos esclavos escaparon y se refugiaron en el monte o en la sierra, recibiendo el nombre de cimarrones. Los negros y negras no eran de los que acudían con rapidez y sonrisa de oreja a oreja al recibir una orden en nombre de Su Majestad. Atrapados en la ignorancia, mostraban predisposición a la superstición y la superchería. Sabían inquietar en pueblos indios, caminos y ciudades. No se caracterizaban por sus sutilezas filosóficas, literarias y científicas. Por gritones, fiesteros e hiperkinéticos, no pasaron inadvertidos entre viajeros y cronistas extranjeros. Las mujeres provocativas y despreocupadas, con sus colorinches daban matiz pintoresco al recito urbano, pero tened cuidado con ellas, señoras españolas, porque si madrugan será para robarles. La ciudad de México no olvidaba la batalla ente las tropas salidas de Puebla, bajo el mando del capitán González de Herrera, y las fuerzas acaudilladas por el negro Yanga, en las cercanías del Pico de Orizaba, el 22 de febrero de 1609. La victoria agigantó la figura del líder negro y la clase dominante española se atemorizó de esos “vándalos y traicioneros” cuando las autoridades españolas comunicaron que los negros, furiosos por haber sido muerta una negra a causa del maltrato de su amo, hablaban de ultimar a todos los blancos para coronar a un rey negro mediante una acción armada fijada para el jueves de la Semana Santa de 1612. La conspiración fue descubierta. El toque de queda fue ordenado en las ciudades de México y Puebla, hubo arrestos, torturas y disolución de cofradías de negros. Finalmente, el 2 de mayo fueron ahorcados en el Zócalo 29 conspiradores y 4 negras, según una versión, y 7 según otra. Tras la ejecución, sus cabezas fueron cortadas a hachazos, y expuestas en la vía pública. Como brutal advertencia y las familias de la ciudad española pudieran descansar en paz. Sin embargo, nuevas sublevaciones contra la esclavitud estallarían en Nueva España en los años 1617-18, 1646 y 1665. Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Ayer y hoy en la vida de un pueblo, Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, 1993, p. 29 EL CAUTIVERIO DE FRANCISCO NUÑEZ DE PINEDA Y BASCUÑÁN ¿Quién le iba a decir a Bascuñan que sería testigo obligado de un parlamento mapuche en el que se iba a decidir su suerte? “Y la verdad es que en aquel trance estaba bastante animado a morir por la fe de nuestro Dios y Señor como valeroso mártir”. El parlamento se formó de acuerdo a la categoría de los asistentes. “Luego se fueron poniendo en orden según el uso y costumbre de sus tierras y esta era más ancha que la cabecera, adonde asistían los caciques principales y capitanes de valor”. A continuación, tomó la palabra Putapichun quien, dentro de la retórica florida llamada “parlas” propia de los parlamentos indígenas, se dirigió a Maulicán para explicar la finalidad con la que se había convocado al parlamento: “Esta junta de guerra y extraordinario parlamento nos e ha encaminado a otra cosa que a venir mancomunados a comprarte este capitán que llevas…para sacrificarle a nuestro Pillán”. Obviamente los caciques presentes conocían al cautivo, su valor pecuniario y estratégico, y se dispusieron a hacer generosas ofertas a Maulicán, collares de piedras ricas, caballos entrenados y ensillados, otros cautivos españoles. El mismo Putapichun ofreció una hija suya a cambio. Maulicán resistió el canje y justificó su negativa en el placer que sentía de llegar a su parcialidad y mostrar el preciado botín a su padre y parientes. Prometía que una vez hecho esto regresaría el cautivo para que fuese sacrificado al gran Pillán (divinidad araucana). Ante la negativa de Maulicán, como parte del ritual epílogo de una maloca, se procedió al sacrificio de uno de los soldados españoles que había sido tomado en la batalla junto con Bascuñán. Durante la época de los levantamientos mapuches y guerras del Arauco, estos tipos de sacrificios o ajusticiamientos de prisioneros eran comunes, así como prácticas antropofágicas asociadas al acto. La narración de Bascuñán no elude detalle y es de gran patetismo. La víctima, uno de los soldados tomado en las Cangrejeras, fue traído con una soga al cuello y colocado en el centro de un círculo. Procedió un largo ritual que concluyó con el ofrecimiento a Maulicán para que acabase con sus manos con la vida de la víctima. A tal efecto se le entregó “una porra de madera pesada sembrada toda de clavos de errar… y se fue acercando al lugar donde aquel pobre mancebo estaba o lo tenían sentado, despidiendo de sus ojos más lágrimas que en la que los míos sin poder detenerse se manifestaban. Con que, cada vez que volvía el rostro a mirarme, me atravesaba el alma”. Maulicán no dudó, “le dio en el cerebro un tan grande golpe, que le echó los sesos fuera con la macana o porra claveteada. Al instante los acólitos que estaban con los cuchillos en las manos, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón palpitando, y se lo entregaron a mi amo”. Más tarde, comió del corazón y lo pasó al resto de los caciques y principales quienes prosiguieron con la comunión ceremonial. (…) Francisco Núñez de Pineda y Bascuñan fue un cautivo criollo en un periodo de transición en el reino de Chile. Fue capturado en los años en que se percibían los primeros síntomas de pacificación de la región (1628)…Fue protagonista de enfrentamientos militares, atestiguó malocas y rivalidades entre las distintas parcialidades indígenas y vivió la cotidianidad diaria entre los mapuches, más como un convidado que como un prisionero. Fue un testigo de excepción y su testimonio es prueba evidente. (…) El cautiverio de Núñez de Pineda y Bascuñán concluyó al final de seis meses cuando fue canjeado por varios caciques principales en manos españolas. La despedida emocionda subraya el tono amistoso del libro que insiste, una y otra vez, en la nobleza de “los bárbaros infieles”, el derecho a sus libertades y la responsabilidad española en el conflicto (…) Bascuñán, a su regreso a España, redactó su extenso manuscrito que, aunque circuló profusamente, no se publicó hasta 1863. Fernando Operé, Historias de la frontera. El cautiverio en la América Hispánica, Corregidor, Buenos Aires, 2012, p. 99-111 PEDRO BOHORQUES Y LA REBELIÓN DE LOS CALCHAQUÍES El aventurero andaluz Pedro Bohórquez y Girón llegó al Perú en 1620. Vivió con indígenas de la sierra central, aprendiendo el quechua y las costumbres, creencias y prácticas de esos pueblos. Luego realizó un largo viaje al oriente boliviano, a Paytití, donde, se decía, se habían refugiado tropas incaicas que habían intentado conquistar a las poblaciones de la selva. Bohorques afirmaba que había encontrado Paytití y había sido reconocido como Inca por sus habitantes. Tras años de aventuras, fue apresado y enviado a Valdivia, en Chile, de donde escapó a Mendoza para dirigirse luego a la región calchaquí. Allí, muchos reconocieron su calidad de Inca y uno de ellos, Pivanti, cacique de Tolombón, lo acogió en su casa. Desde esa posición, negoció con el gobernador del Tucumán. El encuentro, en julio de 1657, se realizó con toda pompa. Bohórquez, con su séquito de calchaquíes lujosamente ataviados, arribó en medio de salvas de arcabuces y recibió obsequios y agasajos del gobernador y su comitiva. Luego de una solemne misa, y tras quince días de negociaciones, ceremonias, festejos y homenajes, Bohórquez fue reconocido como Teniente de Gobernador y Capitán General, autorizándoselo a emplear el título de Inca. El acuerdo fue desaprobado por el virrey del Perú, que ordenó capturar al fugitivo. El idilio con Bohórquez había durado poco y el flamante Inca endureció su discurso contra los españoles, alentando a los nativos a la rebelión. Entre choques y enfrentamientos –incluso fueron quemadas dos misiones de los jesuitas-, las relaciones alcanzaron su máxima tensión en 1659. Finalmente, Bohórquez aceptó entregarse a cambio de un indulto y fue enviado preso a Lima. Sin embargo, llevó varios años controlar la dura resistencia que opusieron los calchaquíes. Bohórquez, preso en Lima, fue condenado a muerte y ejecutado en 1666, sospechado de participar en una conjura de curacas de esa ciudad. Raúl Mandrini, La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910, Siglo Veintiuno-Fundación OSDE, Buenos Aires, 2008, p. 212 TESTIMONIOS ASOMBROSOS Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro. Fragmento del discurso de Gabriel García Márquez, en la entrega del Premio Nobel en 1982 UN QUILOMBO En tierra brasileña se mezclaron los rollizos bantúes de la selva con los guerreros y magos sudaneses de esqueletos largos y miembros nervudos. Durante mucho tiempo trataron de mantener sus lenguas y creencias. Para los blancos, ellos eran simplemente piezas, y no se registraba otro origen de los negros que los puertos de embarque. Sin embargo, la tradición precisa que fueron cuarenta negros de Guinea los primeros en sublevarse en las plantaciones de Pernambuco. Ganaron la selva virgen de Alagoas y al pie de la Serra da Barriga levantaron un fuerte con troncos clavados a pique que llamaron quilombo, que en idioma bantú quiere decir fortaleza. Los fugitivos se juramentaron pelear por su libertad y se enorgullecían de llamarse quilombolas, voz de Angola que significa golpe fuerte y distingue al guerrero que ataca violentamente. Durante más de medio siglo los negros alzados rechazaron todas las entradas de las tropas portuguesas. Los quilombolas eran muy diestros en el arco, temibles lanceros y tenían la habilidad de arrojar teas encendidas (sus únicas armas de fuego) capaces de convertir a la selva en un infierno devorador. Veinte mil negros encontraron y defendieron su libertad en el quilombo de Palmares. De los inmensos bosques de palmeras que cubrían la región extraían el palmito y fabricaban esteros y fibras para vestirse, aceite y licor. Cultivaban mandioca y porotos. Pocas veces abandonaban sus tierras y cuando lo hacían era para incursionar hasta poblaciones indias y blancas en busca de mujeres. Todo negro fugitivo era aceptado como ciudadano libre, pero cuando atrapaban a un negro que no había fugado lo mantenían como esclavo en el quilombo. Zambi es voz congoleña que distingue al caudillo. Ganzuguba fue el último zambi del quilombo de Macaco. Comandaba la guardia de mil quinientos quilombolas que era la fuerza de choque de toda una confederación: a Macaco ya lo rodeaban los nuevos quilombos: Dambrubanga, Osenga, Sucupira y Antalaquituxe (...). El imperio esclavista reunió fuerzas para liquidar a la primera república americana de negros. Era en 1695: los quilombos habían luchado 77 años con lanzas, flechas y tizones encendidos. Finalmente las armas de fuego del poderoso ejército colonial arrasaron las defensas de Palmares. El cerco portugués se cerró en el quilombo de Macaco. El zambi Ganzuguba lo esperaba con sus capitanes en lo alto de un peñasco para ser visto por todos. Desde esa altura presenciaba su derrota y señaló el camino a seguir: el zambi y sus principales jefes se arojaron al vacío para morir como hombres libres. El largo asedio y el asalto final culminaron con la afiebrada búsqueda de mujeres, niños y negros heridos. Era el botín ofrecido a los expedicionarios. Dos días después ya se habían formado los principales lotes de cautivos. Los orgullosos quilombolas volvían a ser piezas de compra y venta. Domingo Jorge Velho abarcó con un gesto una larga hilera de negros encadenados. –¿Cuánto cree el señor que vale esta corda en el mercado de Porto Calvo o en Olinda? -No, señor-Bernardo Vieira de Mello sacudió la cabeza con energía-. Estos negros llevan el quilombo en la sangre y no los queremos en estas tierras. -Tiene el diablo en el cuerpo-intervino otro pernambucano-.¿Les ve esas caras largas? Mandingas son; los tuve en mi plantación y no los quiero ni regalados; hacían brujerías y escribían oraciones con letras de turco. ¿Por qué tienen que escribir su maldita lengua cuando tantos caballeros lusitanos no sabemos escribir portugués? Mejor matarlos que traerlos a nuestras plantaciones. -¿Qué hacer entonces?- preguntó Domingo Jorge Velho-. Estos negros me costaron dos años de lucha y la vida de mis mejores hombres. -Los cautivos son el justo premio de una larga guerra- dijo Bernardo Vieira de Mello-, pero no deben ser semilla de nuevas sublevaciones. Hemos pensado en un plan para que nadie, ni ustedes los paulistas ni nosotros los pernambucanos resultemos perjudicados. Se trata de llevar estos negros hasta Olinda y mejor a la Bahía de Todos los Santos, puertos siempre llenos de barcos deseosos de cargar esclavos. No olviden que cuanto más al sur, más vale un negro. Y es una verdadera fortuna si alguien lo lleva al Perú. -En Sao Paulo no hay necesidad de esclavos negros, ni suficiente dinero para comprarlos. Gracias a nos, los capitanes do mato, hay hartura de indios para matar y para hacerlos trabajar con la mitad de la comida de un negro. -No me refiero a Sao Paulo sino más al sur. Estos esclavos serán vendidos para el Río de la Plata. -Magnífica idea –sonrió vengativo el rudo capitán paulista-. ¡Los vendemos a mejor precio y que vayan a armar quilombos en Buenos Aires! Bernardo Kordon, Bairestop, Losada, Buenos Aires, 1975, p. 7-11 UNA GUERRA JUSTA Y no vayas a creer que antes de la llegada de los cristianos vivían en aquel pacífico reino de Saturno que fingieron los poetas, sino que por el contrario se hacían continua y ferozmente la guerra unos a otros con tanta rabia, que juzgaban de ningún precio la victoria si no saciaban su hambre monstruosa con todas las carnes de sus enemigos, ferocidad que entre ellos es tanto más portentosa cuanto más distan de la invencible fiereza de los escitas, que también se alimentaban de los cuerpos humanos, siendo por lo demás estos indios tan cobardes y tímidos, que apenas pueden resistir la presencia de nuestros soldados, y muchas veces, miles y miles de ellos se han dispersado huyendo como mujeres delante de muy pocos españoles, que no llegaban ni siquiera al número de ciento. (…) Y por lo que toca al modo de vivir de los que habitan la Nueva España y la provincia de Méjico, ya he dicho que a éstos se les considera como los más civilizados de todos, y ellos mismos se jactan de sus instituciones públicas, porque tienen ciudades racionalmente edificadas y reyes no hereditarios, sino elegidos por sufragio popular, y ejercen entre sí el comercio al modo de las gentes cultas. Pero mira cuánto se engañan y cuánto disiento yo de semejante opinión, viendo al contrario en esas mismas instituciones una prueba de la rudeza, barbarie e innata servidumbre de estos hombres. Porque el tener casas y algún modo racional de vivir y alguna especie de comercio, es cosa a que la misma necesidad natural induce, y sólo sirve para probar que no son oso, ni monos. y que no carecen totalmente de razón. Pero por otro lado tienen de tal modo establecida su república, que nadie posee individualmente cosa alguna, ni una casa, ni un campo de que pueda disponer ni dejar en testamento a sus herederos, porque todo está en poder de sus señores que con impropio nombre llaman reyes, a cuyo arbitrio viven más que mal suyo propio, atenidos a su voluntad y capricho y no a su libertad, y el hacer todo esto no oprimidos por la fuerza de las armas, sino de un modo voluntario y espontáneo es señal ciertísima del ánimo servil y abatido de estos bárbaros. Ellos tenían distribuidos los campos y los predios de tal modo que una parte correspondía al rey, otra a los sacrificios y fiestas públicas, y sólo la tercera parte estaba reservada para el aprovechamiento de cada cual, pero todo esto se hacía de tal modo que ellos mismos cultivaban los campos regios y los campos públicos y vivían como asalariados por el rey y a merced suya, pagando crecidísimos tributos. Y cuando llegaba a morir el padre, todo su patrimonio, si el rey no determinaba otra cosa, pasaba entero al hijo mayor, por lo cual era preciso que muchos pereciesen de hambre o se viesen forzados a una servidumbre todavía más dura, puesto que acudían a los reyezuelos y les pedían un campo con la condición no sólo de pagar un canon anual, sino de obligarse ellos mismos al trabajo de esclavos cuando fuera preciso. Y si de este modo de república servil y bárbara no hubiese sido acomodado a su índole y naturaleza, fácil les hubiera sido, no siendo la monarquía hereditaria, aprovechar la muerte de un rey para obtener un estado más libre y favorable a sus intereses, y al dejar de hacerlo, bien declaraban con esto haber nacido para la servidumbre y no para la vida civil y liberal. Por tanto si quieres reducirlos, no digo a nuestra dominación, sino a una servidumbre un poco más blanda, no les ha de ser muy gravoso el mudar de señores, y en vez de los que tenían, bárbaros, impíos e inhumanos, aceptar a los cristianos, cultivadores de las virtudes humanas y de la verdadera religión. Tales son en suma la índole y costumbres de estos hombrecillos tan bárbaros, incultos e inhumanos, y sabemos que así eran antes de la venida de los españoles; y eso todavía no hemos hablado de su impía religión y de los nefandos sacrificios en que veneran como Dios al demonio, a quienes no creían tributar ofrenda mejor que corazones humanos. Juan Ginés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, en Alejandro Herrera Ibáñez, Antología. Del Renacimiento a la Ilustración. Textos de Historia universal, UNAM, México D. F., 1972, p. 204-206 LOS MUCHACHOS CRISTIANIZADOS La historia de esta conquista en Nueva España es muy rica en ejemplos concretos de las dificultades que trae consigo la conversión de un pueblo a otra cultura. Hay que imaginar la situación en que se encontraron los primeros misioneros a su llegada al Nuevo Mundo. Sin conocimiento de la lengua –o mejor dicho de las lenguas, en un territorio de variedad lingüística impresionante- había que comenzar de cero. Ahí encontramos a nuestros misioneros durante los primeros tiempos intentando todos los procedimientos de evangelización imaginables. Se intentó, por ejemplo, predicar a señas. Los religiosos se paraban frente aun grupo de indígenas, en cualquier lugar concurrido, y para explicar la existencia del cielo y del infierno señalaban con las manos hacia la tierra y procuraban con señas dar a entender que había fuego, sapos y culebras. Alzaban los ojos y trataban de transmitir a señas la idea de que sólo Dios se encontraba allá arriba, y que allá irían a parar los buenos. Así andaban esos frailes por los mercados, por las plazas y los caminos, y seguramente causaban cierta curiosidad entre los indios que no comprendían lo que significaban tales ademanes. Un misionero, que se recuerda solamente con el nombre de fray Juan de la Caldera, para pintar a los indígenas los horrores del infierno, ideó poner una caldera sobre el fuego y echar dentro varios animales –imagen en vivo del infierno que esperaba a malos e infieles-. Otro misionero llegó al grado de arrojarse a sí mismo a las brasas encendidas para demostrar que la carne era débil y flaca y que no podía soportar el fuego eterno al que quedaría condenada. Cualquier posición extrema parecía actitud titubeante a esos hombres angustiados al no poder comunicar ni hacer comprender a quienes vivían en un error la verdad de la que eran portadores. Movidos por un misticismo apocalíptico heredado de los últimos siglos medievales, los franciscanos alcanzaron un entusiasmo misionero tal, que Mendieta llegó a escribir: En penitencia, mengua y estrechura…San Francisco que viniera de nuevo al mundo no les hiciera ventaja. Aunque evidentemente esos procedimientos iniciales no los llevaron muy lejos, la experiencia y el tiempo transcurrido en contacto con los indígenas permitieron a los frailes la aplicación de procedimientos más racionales. Uno de ellos sería la educación sistemática de los niños indígenas hijos de principales. (…) La evangelización de niños, para que más tarde fueran ellos los evangelizadores, fue apoyada por Cortés, que mandó en 1524 que todos los principales de los poblados localizados a veinte leguas a la redonda de la ciudad de México enviaran sus hijos al colegio de San Francisco. Estos niños se convirtieron en un medio eficaz para la promoción del apostolado y al mismo tiempo en una terrible arma ofensiva contra la religión y tradiciones prehispánicas. Salían de las escuelas cientos de muchachos a romper, y desde adentro, la sociedad de sus mayores. Como relatan las crónicas recogidas por J. M. Kobayashi, andaban estos muchachos en cuadrillas de 10 y 20 jubilosos destructores de templos de ídolos, delatores de idolatrías clandestinas (en una ocasión llegaron a apresar hasta 200 infieles). Sus mayores los veían “espantados y abobados” y “quebradas las alas del corazón” romper a sus dioses y arrojarlos al suelo. Motolinia recogió el relato de la muerte de un sacerdote del dios Ometochtli en Plázcala, sacrificado a pedradas por estas cuadrillas de muchachos cristianizados: todos los que creían y servían a los ídolos quedaron espantados…en ver tan grande atrevimiento de muchachos… Alejandra Moreno Toscano, El siglo de la conquista, Historia general de México, Tomo 1, El Colegio de México, México, D. F., 1981, p. 332334 LAS PRINCIPALES CONQUISTAS ESPAÑOLAS EN AMÉRICA Además de México y Perú, las principales conquistas españolas en América, fueron: Nueva Granada (1526-1538) Comprendía la actual Colombia, ocupada por los chibchas. La región fue muy codiciada pues sobre ella se tejió la fabulosa leyenda de “El Dorado”, rica en oro y otras tentaciones. El personaje principal de esta conquista fue Jiménez de Quesada, quien fundó Bogotá en 1534. Venezuela (1527-1567) Carlos V, a fin de obtener fondos para sus guerras en Europa, concedió el derecho de conquista a los banqueros alemanes Welter y Fugger, quienes financiaron varias expediciones confiando en descubrir oro; pero fracasaron en su intento. España retomó la empresa y en 15678 Juan Rodríguez Suárez fundó Caracas. Chile (1536-1556) La conquista la inició desde Perú, Diego de Almagro, retomándola Pedro de Valdivia, quien en 1541 fundó Santiago. Los araucanos ofrecieron gran resistencia y, comandados por Lautaro, derrotan y ajustician a Valdivia. En 1553. Francisco de Villagra, su segundo, vengó la derrota, pero los araucanos serían los últimos indígenas de América en ser sometidos totalmente. Río de la Plata (1536-1580) La expedición de Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires en 1536. Parte de sus capitanes –Ayolas, Irala y Salazar- remontaron el río Paraná y llegaron a Paraguay, donde Salazar fundaría el fuerte Asunción en 1537. En 1541, Irala trasladó a todos los españoles del Río de la Plata a Paraguay. Hacia 1570, Juan de Garay recibe las tierras entre el Paraná y el Atlántico, las que explora con un grupo de indígenas y soldados, muchos de ellos criollos nacidos en Paraguay, y en 1573 funda la ciudad de Santa Fe. Finalmente, Garay llega al estuario del Plata, en cuyo margen occidental funda nuevamente Buenos Aires, iniciando ese 1580 la colonización definitiva de la región. LOS CRONISTAS Cristóbal Colón (1451-1506) Fue el primer cronista, como era de esperar. Sus escritos describen las riquezas de las tierras que descubría, riquezas que sólo más tarde se concretarían. También relató la apariencia y las costumbres de sus habitantes. Sus cartas y su diario se publicaron con el título de “Cartas y relaciones”. Hernán Cortes (1485-1547) Su expedición fue la primera en entrar en contacto con una gran civilización americana. Dirigidas a Carlos V, las “Cartas de Relación” de Cortés cuentan la grandeza y esplendor del Imperio azteca; las últimas, critican la actuación de encomenderos rapaces y frailes indignos. Francisco López de Gómara (hacia 1510-1560) Sin conocer América, escribió “Historia de las Indias”, una de cuyas partes relata la conquista de México, donde exalta hasta el heroísmo la figura de Cortés. López de Gómara considera que “…la mayor cosa después de la creación del mundo y la muerte del que lo creó, es el descubrimiento de las Indias”. Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1580) Para algunos especialistas, el primer gran historiador de las Indias. Luego de guerrear en Italia y Flandes llegó a América en 1514 como cronista y escribano real. “De la natural Historia de las Indias”, “Historia general y natural de las Indias”, e “Isla y Tierra Firme del mar Océano”, concebidas a partir de 1525 por Fernández de Oviedo y Valdés, constituyen el primer intento de una historia completa del Nuevo Mundo. Bernal Díaz del Castillo (1492-1581) Capitán de Cortés, escribió al final de su vida “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Extensa, minuciosa, de primera mano, su obra es la más apasionante que se haya escrito sobre el tema y de lectura amena. Con ella puso en claro que si bien Cortés fue el jefe de la conquista, a ella contribuyeron decenas de capitanes, como él mismo, y centenares de soldados. En su escrito, la figura del conquistador –con sus virtudes y defectos- alcanza una semblanza humana más conmovedora que la que logra López de Gómara en su “Historia de las Indias”. Bartolomé de las Casas (1474-1566) Llamado “noble apóstol de los indios” por su defensa de los indígenas, la lucha y los escritos del sacerdote de las Casas se ganaron un lugar primordial entre las ideas modernas sobre el ser humano y el derecho de gentes. En una de sus obras dice que el haber perdido España el camino que la Providencia le había señalado, la conquista se convirtió en una invasión violenta “…de crueles tiranos, condenados no sólo por la ley de Dios, sino por todas las leyes humanas”. Reprochó a Fernández de Oviedo y Valdés el desprecio por los indios que manifestaban sus escritos. Gaspar de Carvajal (1500-1584) Misionero español, integró la expedición de Gonzalo Pizarro por el interior del Imperio incaico. Acompañó a Francisco Orellana en sus exploraciones, las que relató en “Descubrimiento del río Amazonas”, donde describe el carácter y los hábitos de los indios, tanto en la paz como en la guerra. Murió en Lima. Pedro Cieza de León (1518-1560) En su “Crónica de Perú” relata las feroces y sangrientas disputas entre Francisco Pizarro y sus capitanes. Además, describe las características geográficas e históricas del Imperio incaico. Sus opiniones muestran el desprecio que sentía por los indígenas, “salvajes capaces de crueldad y del pecado nefando de sodomía.” José de Acosta (1539-1600) Sacerdote jesuita, llegó a Perú en 1571, por donde viajó estudiando con enfoque científico la flora y la fauna, las costumbres y la historia de los Incas. Su “Historia natural y moral de las Indias” fue publicada en 1590 y, en seguida, editada en otros idiomas europeos. Hizo las primeras traducciones del catecismo al quechua y aimará, lenguas incaicas. Isabel de Guevara Llegó al Río de la Plata en 1536 con la expedición de Pedro de Mendoza, integrada por unos 2 mil hombres y algunas mujeres y, luego de la fundación de Buenos Aires, marchó al Paraguay. En 1566 envió un extenso documento a la princesa Juana, quejándose del injusto olvido en que la metrópoli tenía a las mujeres de esa colonia, las que habían sufrido tantos pesares, trabajos y calamidades en su conquista y colonización como el más valiente de los soldados. Desgraciadamente, carecemos de mayores datos biográficos de esta cronista, la primera feminista de América. Alberto Cabado y Ángel Cabaña, Los Días del Hombre, Tomo 1: De: La prehistoria a: El encuentro de Dos mundos, Sistemas Audiovisuales de Cultura, México, D. F., 1991, p. 110-115 EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA EN LA LITERATURA A COLÓN ¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, tu india virgen y hermosa de sangre cálida, la perla de tus sueños, es una histérica de convulsivos nervios y frente pálida. Un desastroso espirítu posee tu tierra: donde la tribu unida blandió sus mazas, hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, se hieren y destrozan las mismas razas. Al ídolo de piedra reemplaza ahora el ídolo de carne que se entroniza, y cada día alumbra la blanca aurora en los campos fraternos sangre y ceniza. Desdeñando a los reyes nos dimos leyes al son de los cañones y los clarines, y hoy al favor siniestro de negros reyes fraternizan los Judas con los Caínes. Bebiendo la esparcida savia francesa con nuestra boca indígena semiespañola, día a día cantamos la Marsellesa para acabar danzando la Carmañola. Las ambiciones pérfidas no tienen diques, soñadas libertades yacen deshechas. ¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques, a quienes las montañas daban las flechas! Ellos eran soberbios, leales y francos, ceñidas las cabezas de raras plumas; ¡ojalá hubieran sido los hombres blancos como los Atahualpas y Moctezumas! Cuando en vientres de América cayó semilla de la raza de hierro que fue de España, mezcló su fuerza heroica la gran Castilla con la fuerza del indio de la montaña. ¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas no reflejaran nunca las blancas velas; ni vieran las estrellas estupefactas arribar a la orilla tus carabelas! Libre como las águilas, vieran los montes pasar los aborígenes por los boscajes, persiguiendo los pumas y los bisontes con el dardo certero de sus carcajes. Que más valiera el jefe rudo y bizarro que el soldado que en fango sus glorias finca, que ha hecho gemir al zipa bajo su carro o temblar las heladas momias del Inca. La cruz que nos llevaste padece mengua; y tras encanalladas revoluciones, la canalla escritora mancha la lengua que escribieron Cervantes y Calderones. Cristo va por las calles flaco y enclenque, Barrabás tiene esclavos y charreteras, y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque Duelos, espantos, guerras, fiebre constante en nuestra senda ha puesto la suerte triste: ¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, ruega a Dios por el mundo que descubriste! CAUPOLICÁN Es algo formidable que vio la antigua raza: robusto tronco de árbol al hombro de un campeón salvaje y aguerrido, cuya fornida maza blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón. Por casco sus cabellos, su pecho por coraza, pudiera tal guerrero, de Arauco en la región, lancero de los bosques, Nemrod que todo caza, desjarretar un toro, o estrangular un león. Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, le vio la tarde pálida, le vio la noche fría, y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán. “¡El Toqui, el Toqui!”, clama la conmovida casta. Anduvo, anduvo,. Anduvo. La aurora dijo “Basta”, e irguiose la alta frente del gran Caupolicán. Rubén Darío Antología poética. Selección y prólogo de Ángel J. Battistessa, Corregidor, Buenos Aires, 2011, p. 105/249-250 CRÓNICA DE INDIAS …porque como los hombres no somos todos muy buenos… Bernal Díaz del Castillo Después de mucho navegar por el oscuro océano amenazante, encontramos tierras bullentes en metales, ciudades que la imaginación nunca ha descrito, riquezas, hombres sin arcabuces ni caballos. Con objeto de propagar la fe y arrancarlos de su inhumana vida salvaje, arrasamos los templos, dimos muerte a cuanto natural se nos puso. Para evitarles tentaciones confiscamos su oro. Para hacerlos humildes los marcamos a fuego y aherrojamos. Dios bendiga esta empresa hecha en Su Nombre. José Emilio Pacheco Tarde o Temprano, letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1986, p. 77 GONZALO GUERRERO Tomé a Pedreros de la rubia cabellera y lo atraje hacia mi cara, hasta que sus ojos y los míos se vieron sin ninguna interferencia. Le hablé en la lengua de los Cheles y el hombre quedó boquiabierto, sin entender ni jota. Así lo hice por divertirme un poco y para dar oportunidad a mis hombres de que entendiesen lo que le estaba preguntando y lo que le estaba recriminando. Lo separé un poco de mi cuerpo y lo dejé reposar un rato. Su aliento, oloroso a miedo, brotaba agitado desde la profundidad de sus pulmones. - ¿Quién es vuestro capitán, señor Pedreros?- le espeté con sonidos que ya no eran míos, con palabras que ya no me pertenecían, ecos que eran extrañas voces para mi boca y que mi lengua apenas y lograba modular. El hombre palideció y comenzó a temblar como si lo hubiesen embrujado. Sus mandíbulas chocaron entre sí y sus rodillas se volvieron de trapo. Tuve que sostenerlo e insistir en mi pregunta: -¿Quién es vuestro comandante, vuestro jefe? El hombre balbuceó…¡Montejo, Francisco de Montejo…!, reculó y vociferó…¿Pero quién sois vos, engendro del demonio? ¿Te habéis tragado a uno de mis hermanos y ahora utilizas su voz ¿Qué clase de sortilegio es el que haces? Esperé a que se calmara, a que las babas que escurrían por entre sus aterrorizados labios bajasen a apelmazar sus barbas y entonces le hablé: -Soy Gonzalo Guerrero, natural de Palos, y no soy ningún engendro, ni demonio, ni ninguna de las estupideces que podéis estar pensando. Soy tan español como vos, sólo que en mi alma no habita la codicia ni la maldad que moran en la tuya, pícaro, ladrón, cobarde que abusáis de vuestros adelantos bélicos para sojuzgar a estas razas, a estos hijos del Sol que nada os piden, y para nada os necesitan. Como véis, estos salvajes, a quienes tanto despreciáis, son capaces de venceros en limpia lid, usando armas muy inferiores a las vuestras. Y ahora, para vos eso es suficiente, no os informaré de más. No quiero arrojar margaritas a los cerdos, ni perder mi tiempo con tal alimaña. Contestarás a mis preguntas escuetamente, sin comentarios, y ya yo veré qué hago con vuestra vida. Creo que nunca he visto en toda mi existencia a un sujeto tan asustado y a la vez tan asombrado. Por su cabeza han de haber pasado las escenas más enloquecedoras y alucinantes. Lástima que no me detuve a observarlo con mayor detenimiento, pero mi gente esperaba algo y tuve que hacerlo: - ¿Cuántos hombres quedaron en Séla y quién los capitanea? - Doce soldados y una bestia. Nuestro capitán es Alonso Dávila, esforzado y leal soldado de Su Majestad Carlos Primero de España. En mi paladar se quedó pegado el nombre del nuevo monarca de mi patria. Cuántas cosas habían cambiado desde que salí en la Santa maría de la Barca…; cuántas cosas… - ¿Y a qué habéis venido a estas tierras, cuáles son vuestras intenciones? - Conquistarlas para nuestro Adelantado, quien tiene Cédula Real para poblar y cristianizar estos dominios; para hacer repartimiento de indios y para impartir justicia… - ¡Basta, es suficiente…! –le corté el hilo de sus explicaciones. Me retiré unos pasos y me quedé meditando acerca de lo que debería hacer con el cautivo. Los Cheles y todos los demás pobladores del Mayab sacrifican a sus prisioneros y…en mi espíritu hay más garfios de esas selvas que gárgolas europeas; de mi sangre ha sido parida sangre Chele, y por lo tanto… Pedí a los akhines que no devoraran su cuerpo, sino que después de sacrificarlo arrojaran sus cuartos a un foso. No tengo dudas de que cumplieron con mi solicitud. La carne de los caballos recompensó con creces su apetito. Eugenio Aguirre, Gonzalo Guerrero, Alfaguara, México, D. F., 2002, p. 288-290 JUAN DE GARAY Tu grito de horror. No veré más el ritmo de mis pequeños amores. Ahora la aventura, el naufragio lento de los recuerdos. ¿Qué rumbo elegirá su rostro desconocido? ¿Bogando suave por el mar Amarillo, o sangre adentro? El Adelantado parte; huye en busca de su salvación y exhorta para no dar un paso atrás en su conquista. Vengan indios milagrosos. Francisco Urondo, Obra poética, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007, p. 76 LOS CABALLOS DE LOS CONQUISTADORES ¡No! No han sido los guerreros solamente, de corazas y penachos y tizonas y estandartes, los que hicieron la conquista de las selvas y los Andes: los caballos andaluces cuyos nervios tienen chispas de la raza voladora de los árabes, estamparon sus gloriosas herraduras en los secos pedregales, en los húmedos pantanos, en los ríos resonantes, en las nieves silenciosas, en las pampas, en las sierras, en los bosques y en los valles ¡Los caballos eran fuertes! ¡Los caballos eran ágiles! ………………………………………………… Se diría una epopeya de caballos singulares, que a manera de hipogrifos desalados o cual río que se cuelga de los Andes, llegan todos, empolvados, jadeantes, de unas tierras nunca vistas a otras tierras conquistables; y, de súbito, espantados por un cuerno que se hincha de huracanes dan nerviosos un relincho tan profundo, que parece que quisiera perpetuarse… y, en las pampas sin confines, ven las tristes lejanías, y remontan las edades, y se sienten atraídos por los nuevos horizontes, se aglomeran, piafan, soplan…y se pierden al escape: detrás de ellos una nube, que es la nube de la gloria, se levanta por los aires… ¡Los caballos eran fuertes! ¡Los caballos eran ágiles! José Santos Chocano (Perú, 1867-1934) En La mejor poesía. Selección de Héctor Yánover, Seix Barral, Buenos Aires, 1998, p. 339-341 EL HAMBRE Don Pedro (…) se retuerce como endemoniado… ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos. (…) Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético (…) En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! (…) Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay... no lo hay... Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. (…) Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces... Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose. (…) Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas... Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más... Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos Quinto; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria. Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos, han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. (…) A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. (…) El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí (…) Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones. Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. (…) No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más. Manuel Mujica Láinez, Misteriosa Buenos Aires, Sudamericana, Buenos Aires, 1968, p. 7-14 LA MALDICIÓN DE MALINCHE Del mar los vieron llegar mis hermanos emplumados, eran los hombres barbados de la profecía esperada. Se oyó la voz del monarca de que el Dios había llegado y les abrimos la puerta por temor a lo ignorado. Iban montados en bestias como Demonios del mal, iban con fuego en las manos y cubiertos de metal. Sólo el valor de unos cuantos les opuso resistencia y al mirar correr la sangre se llenaron de vergüenza. Por que los Dioses ni comen, ni gozan con lo robado y cuando nos dimos cuenta ya todo estaba acabado. Y en ese error entregamos la grandeza del pasado, y en ese error nos quedamos trescientos años de esclavos. Se nos quedó el maleficio de brindar al extranjero nuestra fé, nuestra cultura, nuestro pan, nuestro dinero. Y les seguimos cambiando oro por cuentas de vidrio y damos nuestra riqueza por sus espejos con brillo. Hoy en pleno siglo XX nos siguen llegando rubios y les abrimos la casa y los llamamos amigos. Pero si llega cansado un indio de andar la sierra, lo humillamos y lo vemos como extraño por su tierra. Tú, hipócrita que te muestras humilde ante el extranjero pero te vuelves soberbio con tus hermanos del pueblo. Tomado de AlbumCancionYLetra.com Oh, Maldición de Malinche, enfermedad del presente ¿Cuándo dejarás mi tierra cuando harás libre a mi gente? Letra: Gabino Palomares DURA, TORVA Y LENTA Por este río –casi una llanuray por esta llanura –casi un cielopenetraron los hombres en aquélla que aún no era la patria. Ni era nuestra. Remontaron las aguas, machetearon la selva atravesaron montes, temblaron con las fiebres, abrieron los senderos aprendieron los nombres ignorados y enseñaron los nuevos. Las frentes sudorosas, enojaba un irascible viento. Fue dura la conquista. Dura y lerda. Siguió la caravana por salinas, por desiertos de piedra, descendió hasta la sima pavorosa y avanzó entre las tinieblas. Las espinas brotaban de la sangre como una extraña floración siniestra: los días desnudaban la esperanza y las noches vestían el deseo. Desde el violado fondo americano desde todos los ríos y los cerros. se defendía el continente vírgen con graves sortilegios: fantasmas del metal, raíz salvaje, riesgo invisible, flechas con veneno y el bárbaro clamor desesperado desde la entraña aviesa del misterio. Fue torva la conquista. Torva y lenta. Bajo los pies, crecía inmensamente Una pampa cuajada en tolvaneras Y los hombres plantaron la semilla Cercaron la tierra, Levantaron los muros de la casa Y tomaron las hembras. Sobre aquel horizonte desbocado comenzó el entrevero, empezaron a unirse las distancias: los hombres, todavía estaban lejos los unos de los otros. No sabían -no supieron tal vez por mucho tiempoQue para no estar solos ni perdidos Había que sentar todas las huellas. Así, fueron andando los caminos; así, fueron crujiendo las carretas, crecieron caseríos melancólicos y alrededor de las capillas tiernas se apretaron los miedos pequeñitos. Y nadie tuvo miedo. Julia Prilutzky Farny (1912-2002) Julia Prilutzky Farny, La Patria, Buenos Aires, Plus Ultra, Buenos Aires, 1978. En Cronistas de Indias. Antología. Selección, introducción, notas y propuestas de trabajo: Silvia Calero y Evangelina Folino, Colihue, Buenos Aires, 2006, p. 164-165 LA NOCHE BOCA ARRIBA La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. (…) Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían. (…) "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante. - Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto, amigo. (…) Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno. (…) Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. (…) Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. (…) Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. (…) Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras Julio Cortázar, El perseguidor y otros cuentos, Bruguera, Barcelona, 1979, p. 43-50 NOS DEJARON LAS PALABRAS Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo. Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. ¿Salimos perdiendo..? ¿Salimos ganando..? Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron las palabras. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Seis Barral, España, 1974, p. 52 EL DESCUBRIMIENTO Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA HOY LA CONMOCIÓN DEL “ENCUENTRO” Al promediar el siglo XVI agoniza la primera gran resistencia americana. Las catástrofes demográficas y la desarticulación social y cultural, producidas en los cincuenta años que siguieron a la conquista han sido dramáticamente constatadas –más allá de las polémicas entre las leyendas “negra” y “rosa” de la presencia hispano-portuguesa en América- aunque es difícil imaginar en toda su magnitud el significado de algunas cifras: De los 80 millones de habitantes “americanos” que se estima existen a la llegada de los españoles a fines del siglo XV y comienzos del XVI, a mediados de éste sólo quedan 10…Si se quiere tomar un solo caso, México ilustra brutalmente: en un siglo la población autóctona es diezmada, pasando de 25 millones a apenas uno…Más allá de cualquier posición, hay una sola palabra para denominar la acción que termina, en tan corto tiempo, con el 90% de la población en un territorio (70 millones de seres humanos): genocidio. (Walter Ansaldi). No menos arrasadora fue la acción europea sobre el sustrato material de las culturas indianas: los templos y construcciones religiosas se derrumban para construir sobre ellas las iglesias del conquistador; las artesanías de oro y plata se fundían en lingotes a fin de transportarlos al viejo mundo; se quemaron los documentos y fueron eliminados los sabios y las capas intelectuales que resguardaban la herencia de estos pueblos en sus manifestaciones más elaboradas. Como escribe Fray Diego de Landa en su Relación de las Cosas de Yucatán, dando cuenta de su accionar sobre la cultura maya: Hallámosles gran número de libros de estas letras, y porque no tenían otra cosa que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todo, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena… De esta manera, el primer siglo del dominio hispano-portugués iba a significar brutales trastocamientos sociales y culturales para los pueblos originarios y los esclavos africanos que, junto a las nuevas líneas de mestización de estos dos troncos principales entre sí y con los pobladores blancos, refundarían sobre bases altamente traumáticas las estirpes populares latinoamericanas. No obstante, esas diversas y matizadas realidades precolombinas lograrán sobrevivir al genocidio y a la impostación de la cultura y la religión europeas. Las principa les lenguas: innumerables palabras, giros idiomáticos y significados; creencias y rituales religiosos amalgamados con el cristianismo; artesanías domésticas y sociales, tejidos, cerámica, alfarería; tradiciones comunitarias, mitos, formas de vida cotidiana , vestimentas, comidas, cánticos, expresiones musicales, relatos clandestinos, testimonios orales, van conformando el acervo de una visión del mundo hondamente diferenciada que se mueve en las profundidades del continente, disimulada a veces por el barniz de la sumisión; “y mucho quedará de la manera de ser y pensar aborigen en las costumbres sociales y realidades políticas plasmadas en “las indias después de la conquista (José María Rosa). Alcira Argumedo, Los silencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular, Ediciones del Pensamiento Nacional, Colihue, Buenos Aires, 2009, p. 144 -145 PADRE Y MADRE Se puede discutir si la conquista de América fue buena o mala, pero la Iglesia sabía perfectamente que su papel en el proceso colonizador era el de evangelizar La Iglesia entró en contacto con una población rasgada entre su deseo de rebelarse y su deseo de encontrar protección. La Iglesia ofreció tanta protección como pudo. Muchos grupos indígenas, de los coras en México a los quechuas en Perú a los araucanos en Chile, resistieron a los españoles durante un largo tiempo. Otros acudieron en multitudes pidiendo el bautizo en las calles y en los caminos. El fraile franciscano Toribio de Benavente, quien llegó a México en 1524 y fue llamado por los indios “Motolinia”, que significa “el pobre y humilde”, escribió que: “Vienen al bautismo muchos, no sólo los domingos y días que para esto están señalados, sino cada día de ordinario, niños y adultos, sanos y enfermos, de todas las comarcas; y cuando los frailes andan visitando les salen los indios al camino con los niños en brazos y con los dolientes a cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los bauticen…Cuando van a el bautismo, los unos van rogando, otros importunando, otros lo piden de rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose; otros lo demandan y reciben llorando y con suspiros”. Motolinia afirma que 15 años después de la caída de Tenochtitlan en 1521, “más de cuatro millones de almas habían sido bautizadas”. Y aunque esto puede ser propaganda eclesiástica, el hecho es que los actos formales del catolicismo, del bautismo a la extremaunción, se convirtieron en ceremonias permanentes de la vida popular en toda la América española, y que la arquitectura eclesiástica desplegó una imaginación práctica, capaz de unir dos factores vitales para las nuevas sociedades americanas. La primera fue la necesidad de tener un sentido de parentesco, un padre y una madre. Y la segunda, fue la de contar con un espacio físico protector, donde los viejos dioses podrían ser admitidos, disfrazados, detrás de los altares de los nuevos dioses. Muchos mestizos jamás conocieron a sus padres. Sólo conocieron a sus madres indígenas, amantes de los españoles. El contacto y la integración sexuales fueron, ciertamente, la norma de las colonias ibéricas, en oposición a la pureza racial y la hipocresía puritana de las colonias inglesas. Pero ello no alivió la sensación de orfandad que muchos hijos de españoles y mujeres indígenas seguramente sintieron. La Malinche tuvo un hijo de Cortés, quien lo reconoció y lo bautizó Martín. Pero el conquistador tuvo otro hijo, también llamado Martín, por su mujer legítima, Catalina Juárez. Andando el tiempo, ambos hermanos se conocieron y protagonizaron, en 1565, la primera rebelión de la población criolla y mestiza de México, contra el gobierno español. La legitimación del bastardo, la identificación del huérfano, se convirtió en una de los problemas centrales, aunque a menudo tácitos, de la cultura latinoamericana. Los españoles lo abordaron de maneras religiosas y legalistas. La fuga de los dioses, que abandonaron a su pueblo; la destrucción de los templos; las ciudades arrasadas; el saqueo y destrucción implacables de las culturas; la devastación de la economía indígena por la mina y la encomienda: Todo ello, además de un sentimiento casi paralizante de asombro, de maravilla ante lo que ocurría, obligaba a los indígenas a preguntar: ¿Dónde hallar la esperanza? Era difícil encontrar ni siquiera un destello en el argo túnel que el mundo indígena parecía recorrer. ¿Cómo evitar la desesperanza y la insurrección? Ésta fue la pregunta propuesta por los humanistas de la colonia, pero también por sus más sabios, y astutos, políticos. Una respuesta fue la denuncia de Bartolomé de las Casas. Otra, las comunidades utópicas de Quiroga y los colegios indígenas de la Corona. Pero en verdad fue el segundo virrey y primer arzobispo de México, Fray Juan de Zumárraga, quien halló la solución duradera: darle una madre a los huérfanos del Nuevo Mundo. A principios de diciembre de 1542, en la colina del Tepeyac cerca de la ciudad de México, un sitio previamente dedicado al culto de una diosa azteca, la virgen de Guadalupe se apareció portando rosas en invierno y escogiendo a un humilde tameme, o cargador indígena, Juan Diego, como objeto de su amor y de su reconocimiento. De un golpe maestro, las autoridades españolas transformaron al pueblo indígena de hijos de la mujer violada en hijos de la purísima Virgen. De Babilonia a Belén, en un relámpago de genio político. Nada ha demostrado ser más consolador, unificante y digno de lás feroz respeto en México, desde entonces, que la figura de la virgen de Guadalupe, o las figuras de la virgen de la Caridad del Cobre en Cuba, o de la virgen de Coromoto en Venezuela. El pueblo conquistado había encontrado a su madre. También encontraron un padre. México le impuso a Cortés la máscara de Quetzalcóatl. Cortés la rechazó y, en cambio, le impuso a México la máscara de Cristo. Desde entonces, ha sido imposible saber quién es verdaderamente adorado en los altares barrocos de Puebla, Oaxaca y Tlaxcala: ¿Cristo o Quetzalcóatl? En un universo acostumbrado a que los hombres se sacrificasen a los dioses, nada asombró más a los indios que la visión de un Dios que se sacrificó por los hombres. La redención de la humanidad por Cristo es lo que fascinó y realmente derrotó a los indios del Nuevo Mundo. El verdadero regreso de los dioses fue la llegada de Cristo. Cristo se convirtió en la memoria recobrada, el recuerdo de que en el origen los dioses se habían sacrificado en beneficio de la humanidad. Esta nebulosa memoria, disipada por los sombríos sacrificios humanos ordenados por el poder azteca, fue rescatada ahora por la Iglesia cristiana. El resultado fue un sincretismo religioso flagrante, la mezcla religiosa de la fe cristiana y la fe indígena, una de las fundaciones culturales del mundo hispanoamericano. Y, sin embargo, existe un hecho llamativo: todos los Cristos mexicanos están muertos, o por lo menos agonizan. En el calvario, en la cruz, tendidos en féretros de cristal, todo lo que se ve en las iglesias populares de México son imágenes de Cristo postrado, sangrante y solitario. En contraste, las vírgenes americanas, como las españolas, están rodeadas de gloria y celebración perpetuas, flores y procesiones. Y el decorado mismo que rodea a estas figuras, la gran arquitectura barroca de la América Latina es en sí una forma de celebración riesgosa de las viejas religiones supervivientes. Carlos Fuentes, El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1992, p. 154-157 MODERNIDAD Y COLONIALIDAD Según Todorov, para los cristianos y los europeos fue el acontecimiento más extraordinario “desde que Dios creó el mundo”. Sin embargo, los trabajos nucleados en torno a las teorías decoloniales relativizan el alcance de esta afirmación. Para estos, la conquista de América, desató dos procesos que son –solo en apariencia- contradictorios. Por un lado, el “descubrimiento” de América fue la expresión del triunfo de las ideas modernas. El término modernidad se asocia a un ciclo histórico donde la razón logró imponerse sobre los dogmas religiosos y el oscurantismo. La modernidad valorizó la capacidad de análisis, autonomizó el conocimiento, exaltó la filosofía y las ciencias, la independencia de los individuos por sobre los grupos a los que pertenecían, llegando incluso a postular su igualdad jurídica. Por otro lado, para los vencidos, la llegada del europeo representó un pachakuti, es decir, un trastorno del espacio y el tiempo que desarticuló su visión y su forma de relacionarse con el mundo. Desde este enfoque, la modernidad –cuando se extendió fuera de Europa- comportó siempre una forma de imperialismo que generó vínculos coloniales. En este sentido, y en palabras de Walter Mignolo, fuera de Europa “no se puede ser moderno sin ser colonial”. El razonamiento que nos ofrece esta perspectiva es el siguiente: la modernidad no significó la superación de los vínculos coloniales, pues la conquista de América –origen y fundamento de la modernidad- fue concebida en la conciencia europea, que veía al continente como una gran extensión de tierra de la que había que apropiarse y a sus habitantes como un pueblo al que había que evangelizar y explotar. Según Mignolo, aunque los aspectos más oscuros y terribles de la empresa moderna se disfracen de “injusticias necesarias”, “el progreso de la modernidad va de la mano con la violencia de l colonialidad. Es precisamente la modernidad la que necesita y produce la colonialidad”. Nicolás Arata y Marcelo Mariño, La educación en la Argentina. Una historia en 12 lecciones, Novedades Educativas, Buenos Aires, 2013, p. 40 LOS VENCIDOS ¿Cuáles fueron las razones de esta catástrofe sin paralelo en otros procesos de la historia moderna de la población? Las matanzas de los conquistadores explican solo una pequeña parte de la caída de la población indígena. Otros desencadenantes fueron los trabajos forzados en las minas y en las plantaciones, la esclavización de miles de aborígenes –trasladados de sus tierras para trabajar en zonas muy alejadas-, las requisas de alimentos que hicieron los españoles, que privaron de sustento a las familias nativas. En este proceso, incidieron también factores psicológicos evidenciados en los suicidios y en el descenso de la natalidad, es decir, la disminución de la cantidad de hijos que tenían las familias nativas. Todos estos factores habrían bastado para reducir la población de manera significativa. Sin embargo, la causa más importante de la brusca caída demográfica fue la propagación de enfermedades traídas por los españoles, frente a las cuales los aborígenes no tenían defensas biológicas. La fiebre amarilla, la viruela, el sarampión, el tifus y la gripe devastaron a la población aborigen en América. Lucas Luchilo, La Argentina antes de la Argentina, Colección Los Caminos de la Historia, Buenos Aires, 2002, p. 20 y 21 LA PROPAGACIÓN DE LAS ENFERMEDADES DURANTE LA CONQUISTA DE AMÉRICA (…) Sin embargo, a pesar de que no existe acuerdo entre muchos especialistas sobre la relevancia de las enfermedades, no todos explican del mismo modo por qué arrasaron con un número tan elevado de vidas y produjeron una brusca disminución de la población nativa. Tzvetan Todorov, un conocido lingüista e historiador, se opone a considerar que las epidemias se produjeran solo a causa de f actores biológicos y, en cambio, pone en relación a las enfermedades con otro tipo de factores. Dice Todorov: “(…) Tampoco se pueden considerar esas epidemias como un fenómeno puramente natural. El mestizo Juan bautista Pomar, en su Relación de Texcoco, terminada hacia 1582, reflexiona sobre las causas de la despoblación (…); ciertamente fueron las enfermedades, pero los indios estaban agotados por el trabajo y ya no tenían amor por la vida: la culpa es de ‘la congoja y fatiga de su espíritu, que nace de verse quitar la libertad que Dios le dio, (…) porque realmente los tratan (los españoles) muy peor que si fueran esclavos’ ”. También otros autores explican que la propagación de las enfermedades estuvo fuertemente relacionada con las condiciones sociales, económicas y laborales impuestas por los conquistadores. Los invasores despojaron a los indios de alimentos, destruyeron sus sembradíos y los capturaron para realizar duros trabajos; los más jóvenes fueron trasladados a regiones lejanas del lugar en que vivían. Los traslados determinaron la desunión de las familias: por un lado, empezó a disminuir el número de nacimientos y, por otro, los aborígenes sufrieron por estos cambios graves consecuencias psicológicas que se manifestaron en alcoholismo, suicidios y “desgano vital”. Por lo tanto, según estos historiadores, las enfermedades introducidas por los españoles se convirtieron en terribles epidemias porque la mala alimentación, las duras condiciones de trabajo y la pérdida del entusiasmo vital habían dejado a la población aborigen en un estado general muy deteriorado. Esto es lo que el historiador Rafael Mellafe (1965) denomina complejo trabajo-dietaepidemia que demuestra una terrible efectividad: la catástrofe demográfica producida en América por la llegada de los europeos es la mayor ocurrida jamás. En síntesis, si bien muchos estudiosos de la conquista coinciden en que las enfermedades jugaron un papel central en la denominada catástrofe demográfica, Coexisten entre ellos diferentes modos de explicar por qué y de qué manera las nuevas enfermedades provocaron el derrumbe de la población aborigen. Beatriz Aisenberg, Enseñar Historia en la lectura compartida. Relaciones entre consignas, contenidos y aprendizaje, en Isabelino A. Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela. Criterios y propuestas para la enseñanza, Aique, Buenos Aires, 2012, p. 96-98 LA MALINCHE Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la Madre violada. Ni en ella ni en la Virgen se encuentran rastros de los atributos negros de la Gran Diosa: lascivia de Amaterasu y Afrodita, crueldad de Artemisa y Astarté, magia funesta de Circe, amor por la sangre de Kali. Se trata de figuras pasivas. Guadalupe es la receptividad pura y los beneficios que produce son del mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas, calma las pasiones. La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina. Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida, Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por 103 españoles. Y del, mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos profesamos al joven emperador -"único héroe a la altura del arte", imagen del hijo sacrificado-, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo "malinchista", recientemente puesto en circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto. Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En este grito condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche -Eva mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional Preparatoria- el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica. El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes -que ni siquiera son blancos puros-. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan- prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en si mismo. El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y personal. La historia, que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, sí nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han sido nuestras tentativas para trascender la soledad. Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1972, p. 83-84 ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico aumentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. “Vale un Perú” fue el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: “Vale un Potosí”, advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva Cork ni siquiera había empezado a llamarse así. La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oíd hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: “No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de más allá”. Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potojsí, que significa: “Truena, revienta, hace explosión”. “Los que viene de más allá” no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española. Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2010, p. 37-39 HECHOS E INTENCIONES La curiosidad, junto con la codicia fueron quizás los pivotes que en lo personal movieron a los hombres que hicieron la conquista. Están también los grandes móviles: la expansión territorial de España, la conversión de una enorme masa de infieles a la religión cristiana: Móviles con mayúscula. Con minúscula, la curiosidad, evidente en un Joseph de Acosta, que indaga prácticamente sobre todas las cosas, de todos los reinos: vegetal, animal, mineral... Cortés no podrá permanecer ajeno ante el espectáculo de los mercados indígenas. Las aves, los condimentos, los jarabes, los puestos que venden manta, como en Granada las tiendas que venden seda; el enmaderamiento de los techos, similar al utilizado por los árabes en España. La curiosidad es admiración, es aturdimiento, es mirar para todos lados, querer tener mil ojos como el dios Argos, desear captar, aprehender todo de golpe y porrazo. Y entenderlo, asimilarlo. ¿Cómo? Mediante la comparación con el único punto de referencia habido: España. Los conquistadores, los pobladores, los meros visitantes van de la curiosidad al pasmo y viceversa, y para no caerse en esta especie de vaivén vertiginoso, para no perder pie, tendrán que recurrir a la comparación, al símil. Que si así, igualitas, son las plazas en Toledo; que si tal mercado se parece a la feria de Medina del Campo; que si el lugar en donde los indios venden “muchas maneras de hilados de algodón de todos los colores, en sus madejitas” es casi idéntico a la alcaicería de Granada, dice Cortés. Es lógico que equiparar el Nuevo con el Viejo Mundo preste al recién llegado un punto de apoyo necesario: la brújula que impide extraviarse en la selva de Indias. La misma que usó Colón cuando, llegado las islas, comparó (se parecieran o no) los árboles de la Española con los de Andalucía; aquella naturaleza en que de acuerdo con su Diario, todo es verde y hay “aves y pajaritos de tantas maneras y tan diversas que es una maravilla.” Cuando Colón se olvidaba por momentos del oro –un fin que se le había convertido en obsesión- deviene en misticizante alucinado, y es así como terminará sus días. Algo semejante pasa con Alvar Núñez de Cabeza de Vaca, explorador-aventurero para quien la existencia se cifra en la aventura. A lo largo de su peregrinar por Florida, en línea transversal azarosa, hacia la California, le acontecen todas las vicisitudes imaginables: la enfermedad, la esclavitud, la laceria (ausencia absoluta de sustento y vestido). Alvar Núñez vence a la naturaleza no por un instinto práctico sino por un designio providencial que se le revela como metamorfosis espiritual. Su misión primera, consistente en conquistar, pacificar y cristianizar, se convierte en lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil, en increíble amistad –casi hermandad- con indígenas que pudieran ser hostiles. Devenido médico, hechicero venerado, el espejismo del oro se le borra de los ojos y por ahí leemos que él y los otros supervivientes dejaron olvidadas –quién sabe dónde, quién sabe cómo- cinco esmeraldas. ¿Habrían sido capaces de este descuido un Cortés, un Alvarado, o el iletrado y rapaz Francisco Pizarro? Es por eso que, convertido en alucinado que ama a sus indios, Cabeza de Vaca fracasará más tarde cuando, nombrado gobernador de una expedición que se dirige al Uruguay y al Brasil, quiere aplicar la misma amistad y los mismos métodos persuasivos con los aborígenes, y la tripulación se le amotina, es acusado de traición, y finalmente se le confina al destierro en Orán. Cabeza de vaca se “indigeniza”, se humaniza, y su nuevo “modo” no casa con los fines de soldados y conquistadores. Para ellos viene siendo un traidor, o por lo menos, un iluso, En todo caso, un desertor de la causa del oro. Un convertido a medias a la causa indígena es, sin duda, Díaz del Castillo, que no se tapa la boca para denunciar la ignominia del hierro candente que es la marca infamante en la mejilla del indígena, y denunciar a voces la codicia de Cortés, que tomaba para sí el quinto y las mejores indias. Evidentemente, Bernal no podrá estar con Las Casas, porque en ello le irían sus privilegios. Será, por el contrario, favorable a la perpetuidad de la encomienda, se hará de amigos y de enemigos, viajará a España a defender derechos adquiridos. Es, sin embargo, un narrador nato. Por su crónica desfila la humanidad heterogénea que siguió a Cortés. Descriptivo, épico (“pues a tan excesivos riesgos de muerte y heridas y mil cuentos de miserias pusimos y aventuramos nuestra vidas”) es, al mismo tiempo, un soldado con los pies en la tierra, y un relator entusiasta de la epopeya indiana. Los hombres, blancos y boquirrubios, surcan el mar en frágiles barquillas; arriesgan cuerpo y entendimiento. Al otro lado del océano les esperan, inocentes, pueblos que verán trastocado su destino. Hechos e intenciones; obras, amores, buenas y malas razones; proezas y avasallamientos. En suma: el descubrimiento y conquista de América. MARGARITA PEÑA, DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA DE AMÉRICA, SEP/UNAM, MÉXICO, 1982 EXTRACTOS DE LA EXPOSICIÓN DEL PRESIDENTE BOLIVIANO, EVO MORALES, ANTE LA REUNIÓN DE JEFES DE ESTADO DE LA COMUNIDAD EUROPEA 30 DE JUNIO 2013 Aquí pues yo, Evo Morales, he venido a encontrar a los que celebran el encuentro. Aquí pues yo, descendiente de los que poblaron la América hace 40 mil años, he venido a encontrar a los que la encontraron hace sólo 500 años. Aquí pues, nos encontramos todos. Sabemos lo que somos, y es bastante. Nunca tendremos otra cosa. El hermano aduanero europeo me pide papel escrito con visa para poder descubrir a los que me descubrieron. El hermano usurero europeo me pide pago de una deuda contraída por Judas, a quien nunca autoricé a venderme. El hermano leguleyo europeo me explica que toda deuda se paga con intereses aunque sea vendiendo seres humanos y países enteros sin pedirles consentimiento. Yo los voy descubriendo. También yo puedo reclamar pagos y también puedo reclamar intereses. Consta en el Archivo de Indias, papel sobre papel, recibo sobre recibo y firma sobre firma, que solamente entre el año 1503 y 1660 llegaron a San Lucas de Barrameda 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata provenientes de América. ¿Saqueo? ¡No lo creyera yo! Porque sería pensar que los hermanos cristianos faltaron a su séptimo mandamiento. ¿Expoliación? ¡Guárdeme Tanatzin de figurarme que los europeos, como Caín, matan y niegan la sangre de su hermano! “¿Genocidio? Eso sería dar crédito a los calumniadores, como Bartolomé de las Casas, que califican al encuentro como de destrucción de las Indias, o a ultrosos como Arturo Uslar Pietri, que afirma que el arranque del capitalismo y la actual civilización europea se deben a la inundación de metales preciosos. ¡No! Esos 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata deben ser considerados como el primero de muchos otros préstamos amigables de América, destinados al desarrollo de Europa. Lo contrario sería presumir la existencia de crímenes de guerra, lo que daría derecho no sólo a exigir la devolución inmediata, sino la indemnización por daños y perjuicios. Yo, Evo Morales, prefiero pensar en la menos ofensiva de estas hipótesis. Tan fabulosa exportación de capitales no fueron más que el inicio de un plan Marshalltesuma, para garantizar la reconstrucción de la bárbara Europa, arruinada por sus deplorables guerras contra los cultos musulmanes, creadores del álgebra, la poligamia, el baño cotidiano y otros logros superiores de la civilización. Por eso, al celebrar el Quinto Centenario del Empréstito, podremos preguntarnos: ¿Han hecho los hermanos europeos un uso racional, responsable o por lo menos productivo de los fondos tan generosamente adelantados por el Fondo Indoamericano Internacional? Deploramos decir que no. En lo estratégico, lo dilapidaron en las batallas de Lepanto, en armadas invencibles, en terceros reichs y otras formas de exterminio mutuo, sin otro destino que terminar ocupados por las tropas gringas de la OTAN, como en Panamá, pero sin canal. En lo financiero, han sido incapaces, después de una moratoria de 500 años, tanto de cancelar el capital y sus intereses, cuanto de independizarse de las rentas líquidas, las materias primas y la energía barata que les exporta y provee todo el tercer mundo. Este deplorable cuadro corrobora la afirmación de Milton Friedman según la cual una economía subsidiada jamás puede funcionar y nos obliga a reclamarles, para su propio bien, el pago del capital y los intereses que, tan generosamente hemos demorado todos estos siglos en cobrar. Al decir esto, aclaramos que no nos rebajaremos a cobrarles a nuestros hermanos europeos las viles y sanguinarias tasas del 20 y hasta el 30 por ciento de interés, que los hermanos europeos le cobran a los pueblos del tercer mundo. Nos limitaremos a exigir la devolución de los metales preciosos adelantados, más el módico interés fijo del 10 por ciento, acumulado sólo durante los últimos 300 años, con 200 años de gracia. Sobre esta base, y aplicando la fórmula europea del interés compuesto, informamos a los descubridores que nos deben, como primer pago de su deuda, una masa de 185 mil kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la potencia de 300. Es decir, un número para cuya expresión total, serían necesarias más de 300 cifras, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra. Muy pesadas son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto pesarían, calculadas en sangre? Aducir que Europa, en medio milenio, no ha podido generar riquezas suficientes para cancelar ese módico interés, sería tanto como admitir su absoluto fracaso financiero y/o la demencial irracionalidad de los supuestos del capitalismo. Tales cuestiones metafísicas, desde luego, no nos inquietan a los indoamericanos. “Pero sí exigimos la firma de una Carta de Intención que discipline a los pueblos deudores del Viejo Continente, y que los obligue a cumplir su compromiso mediante una pronta privatización o reconversión de Europa, que les permita entregárnosla entera, como primer pago de la deuda histórica. ACTIVIDADES 12 DE OCTUBRE ANIVERSARIO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA Para introducir el tema Las comunidades indígenas de América Latina han sido durante siglos segregadas social, económica, política y culturalmente y en muchas ocasiones, obligadas a abandonar sus costumbres y tradiciones, incorporándolas compulsivamente a la sociedad de los blancos. En forma progresiva, en los últimos años se ha ido tomando conciencia de la necesidad de respetar las diferencias y condenar la discriminación hacia los pueblos indígenas. de ahí que la fecha del 12 de octubre haya sido motivo de intensa polémica al punto de ser modificada. Proponemos que los estudiantes analicen esta efeméride a partir de las discusiones que se dieron en torno a ella y las distintas nominaciones. Sugerimos tener en cuenta que nombrar nunca es un acto neutral. La manera en que nombramos las cosas o los sucesos depende de nuestros valores, ideas, saberes, creencias. Significa que estamos tomando una posición ante la comprensión de una situación histórica determinada. Esta efeméride han sido nombrada de distintas maneras: “Día de la raza”, “Descubrimiento de América”, “Conquista de América”, “Encuentro de culturas”, “Choque de culturas”¿Qué interpretación de los acontecimientos se observa a partir de la elección de cada uno de esos nombres? ¿Cuál consideran que es el más adecuado y por qué? Para investigar Proponemos leer el siguiente fragmento, escrito por un especialista en derecho: “La Constitución de 1853 fue (…) un fiel reflejo del proyecto político que la elite impuso. En él, los Pueblos Indígenas no tenían cabida (…), situación que en los hechos devino en la implementación (…) de políticas de exterminio liso y llano y/o de integración violenta (…). Esa Constitución condenó a muerte a los Pueblos Indígenas y con ellos, a cada una de esas culturas (…). La Reforma Constitucional de 1994 es un punto de inflexión en esta materia (…) hay un cambio sustancial en la recepción de los derechos indígenas y en la interpretación y obligaciones del Estado frente a esa problemática específica”. (Tanzi, Lisandro, Los derechos de los Pueblos Indígenas de Argentina, Universidad Nacional de Rosario, Cátedra de Derecho Constitucional). A partir de la lectura, sugerimos que los estudiantes investiguen acerca del proyecto político de los sectores dominantes a partir de mediados del siglo XIX en nuestro país. ¿Cuál fue? ¿Por qué el autor dice que “los Pueblos Indígenas no tenían cabida? ¿Cuáles fueron algunas de las medidas implementadas para combatirlos? Para finalizar sugerimos trabajar en torno a la reforma constitucional de 1994 que, como señala Tanzi, incorporó el derecho de los indígenas a conservar su identidad cultural. Los estudiantes pueden leer el artículo 75 inciso 17 en el que se establecen las atribuciones del Congreso de la Nación y responder a las siguientes preguntas: ¿Qué significa que se reconoce “la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos”? ¿Qué ocurre con sus identidades y con su educación? ¿Qué otros derechos x establecen para estos pueblos? Efemérides 2010: Los Derechos Humanos en el Bicentenario. Cuaderno de Actividades, Nivel de Educación Secundaria, Ministerio de Educación. Precedencia de la Nación, p. 19-20 BIBLIOGRAFÍA Aisenberg, Beatriz, Enseñar Historia en la lectura compartida. Relaciones entre consignas, contenidos y aprendizaje, en Isabelino A. Siede (coord.), Ciencias Sociales en la escuela. 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