Violet-le-Duc-Coloquios

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ESCRITOS DE VIOLET-LE-DUC
Tomado de HEREU, Pere; MONTANER, Josep María y
OLIVERAS, Jordi: Textos de arquitectura de la Modernidad, Madrid, Ed. Nerea, 1994.
COLOQUIOS SOBRE LA ARQUITECTURA
Décimo coloquio sobre la arquitectura en el siglo XIX
¿Está acaso el siglo XIX condenado a terminarse sin haber tenido arquitectura propia?
¿Esta época tan fecunda en descubrimientos, que acusa una gran energía vital, no
transmitirá a la posteridad más que pastiches u obras híbridas, sin carácter, imposibles
de clasificar? ¿Es esta esterilidad una de las consecuencias inevitables de nuestro
estado social?
¿Depende acaso de la influencia ejercida en la enseñanza por una camarilla caduca, y
acaso una camarilla, joven o vieja, puede tener tal poder en medio de elementos
vivos? Claro que no. ¿Por qué entonces el siglo XIX no tiene una arquitectura? Se
construye mucho y por todas partes; los millones se reparten a centenares en nuestras
ciudades; sin embargo, apenas es posible constatar algunos intentos de aplicación
real y práctica de los medios considerables de que disponemos.
A partir de la revolución del siglo pasado hemos entrado en la fase de las transiciones,
investigamos, acumulamos cantidad de materiales, rebuscamos en el pasado,
nuestros recursos han aumentado. ¿Qué es lo que nos falta entonces para dar cuerpo,
apariencia original a tantos elementos diversos? ¿No será simplemente un método?
En las ciencias como en las artes, la falta de método, tanto si uno estudia como si
pretende aplicar conocimientos adquiridos, no hace sino aumentar la duda y la
confusión cuando aumentan las riquezas; la abundancia se convierte en un estorbo.
Pero todo estado transitorio debe tener un fin, tender hacia un objetivo que sólo se
entrevé cuando, cansado de buscar en medio de ese desorden, a desarrollarlos y a
aplicarlos con la ayuda de un método seguro.
Esta es la labor que nos corresponde y a la que debemos dedicarnos tenazmente,
combatiendo los elementos deletéreos que se desprenden de cualquier estado
transitorio como se desprenden mismas de las sustancias que fermentan.
Las artes están enfermas, a pesar de enérgicos principios vitales, la arquitectura se
muere en medio de la prosperidad, se muere de excesos unidos a un régimen
debilitante. Cuantos más conocimientos se acumulan, más fuerza y rectitud de juicio
hacen falta para servirse de ellos con provecho, más impone recurrir a principios
severos. La enfermedad que parece afectar a la arquitectura viene de lejos, no se ha
desarrollado en un día, la vemos progresar desde el siglo XVI hasta nuestros días;
data del momento en que tras un estudio superficial de la arquitectura antigua de
Roma, algunos de cuyos aspectos se pretendía imitar, se abandonó la preocupación
básica de buscar la alianza de la forma con las necesidades y con los medios de
construcción. Una vez fuera de la verdad, la arquitectura se ha desviado más y más
por caminos sin salida. Tras intentar a comienzos de siglo retomar las formas de la
antigüedad sin preocuparse demasiado de analizar y desarrollar sus principios, la
arquitectura no ha retrasado ni un día su caída. Desprovista de las luces que sólo la
razón puede proporcionar, la arquitectura ha intentado aproximarse a la Edad Media,
al Renacimiento; buscando el empleo de ciertas formas sin analizarlas, sin tener en
cuenta las causas, no viendo más que los efectos, se ha hecho neogriega, neorománica, neo-gótica, han buscado inspiración en las fantasías del siglo de Francisco
I, en el estilo pomposo de Luis XIV, en la decadencia del siglo XVII; a tal punto se ha
sometido a la moda que se dice que, en ese feudo clásico que es la Academia de
Bellas Artes, han surgido proyectos que presentan la mezcla más extraña de estilos,
modas, épocas y medios, pero en los que nunca se presiente el menor síntoma de
originalidad. Sólo con la verdad es posible la originalidad, ya que ésta no es otra cosa
que una de las formas en que se manifiesta la verdad y afortunadamente esas formas
son infinitas. Además, cualesquiera que hayan sido los esfuerzos realizados
últimamente por reunir tantos estilos e influencias, por satisfacer toda la puntería del
momento, lo que más llama la atención en todos nuestros monumentos modernos es
la monotonía.
Si me permite la expresión, en arquitectura hay dos modos necesarios de ser auténtico
o verdadero. Hay que ser auténtico según el programa y auténtico según los
procedimientos de construcción. Ser auténtico según el programa es cumplir exacta y
escrupulosamente las condiciones impuestas por una necesidad. Ser auténtico según
los procedimientos de construcción es emplear los materiales de acuerdo con sus
cualidades y propiedades. Lo que se considera como asuntos puramente artísticos, es
decir, la simetría, la forma aparente, no son más que condiciones secundarias ante
esos principios dominantes.
Se puede aceptar que los indios construyan en piedra stupas a imitación de
apilamientos de madera; que los griegos de Asia Menor, los carios y los lidios levanten
en mármol monumentos simulando cofres de madera; que los egipcios construyan con
bloques enormes templos cuya forma se inspira en construcciones de cañas y adobe;
todas estas son tradiciones respetables de artes primitivas, llenas de enseñanzas,
curiosas, pero que sería ridículo imitar. Ya los dorios y los griegos del Atica se
despojaron de esas mantillas.
Los romanos construyen sin vacilación monumentos concretos, cuyas formas son
totalmente la expresión de los medios de construcción que adoptan y cuya belleza
deriva de esta expresión auténtica. Los romanos son hombres maduros, no son niños,
razonan. En la Edad Media nuestros predecesores van aún más lejos que los romanos
en esta vía; ya no desean una arquitectura concrecional, lo que quieren es una
arquitectura en la que toda fuerza es aparente, en la que todo medio de estructura
pasa a ser el origen de una forma; adopta el principio de las resistencias activas,
introducen el equilibrio en la estructura: de hecho, ya están siendo empujados por el
genio moderno según el cual, cada individuo como cada producto a cada objeto tiene
una función distinta que cumplir al tiempo que tienden hacia un fin común. Este trabajo
ininterrumpido, lógico, de la humanidad debe continuarse, ¿por qué entonces lo
abandonamos?, ¿por qué nosotros, franceses del siglo XIX, procedemos (con muchas
menos razones, por cierto) como procedían los egipcios y reproducimos formas
arquitectónicas de otra civilización o de un estado relativamente primitivo, con
materiales que no se prestan a la reproducción de esas formas?, ¿cuál es la institución
teocrática que nos obliga a injuriar así el sentido común, a repudiar los progresos
evidentes de los siglos anteriores, el genio de las sociedades modernas?
El siglo XIX, como todas las épocas de la historia fecundas en grandes
descubrimientos, favorables a ciertos progresos morales o materiales, se ha lanzado
en una especie de movimiento apasionado hacia una vía de examen. Aporta el espíritu
de análisis al estudio de las ciencias, de la filosofía y de la historia. Hace de la
arqueología más que una ciencia especulativa, pretende obtener de ella conocimientos
prácticos, quizá una gran enseñanza para el porvenir. Nunca, como a las
generaciones presentes, ha podido aplicarse tan bien el axioma: “los más jóvenes son
los más viejos”. El espíritu de método ya ha producido resultados considerables en el
estudio de los fenómenos naturales y de la filosofía. Sin embargo, este espíritu de
método no ha sido aún aplicado en absoluto a los trabajos arqueológicos referidos a
las artes; se ha reunido gran número de materiales sin que se hayan podido clasificar
los descubrimientos realizados con el fin de extraer de ellos una conclusión práctica.
No obstante se han iniciado discusiones prematuras con base en este montón de
materiales acumulados porque no hubo acuerdo inicial sobre los principios. (...)
Si de verdad queremos tener una arquitectura de nuestro tiempo, lo primero que
tenemos que hacer es que sea nuestra y que no vaya a buscar fuera sino dentro de
nuestra sociedad sus formas y sus disposiciones. Nada más indicado que nuestros
arquitectos conozcan los mejores ejemplos de lo que se ha hecho entes de nosotros y
en condiciones semejantes y, a esos conocimientos, añadan un buen método y
espíritu crítico. Es excelente que sepan hasta qué punto las artes antiguas han sido
una imagen fiel de las sociedades en medio de las cuales se desarrollaron, pero que
ese saber no conduzca a una imitación irreflexiva de esas formas a menudo ajenas a
nuestras costumbres. Lo negativo es que con el pretexto de conservar tal o cual
doctrina, e incluso quizá por no alterar la existencia de una veintena de personas, no
se intente extraer de esos estudios consecuencias prácticas fijándose más en los
principios que en las formas. Es preciso que el arquitecto no sea solamente sabio, sino
que se sirva de su ciencia y aporte algo de sí mismo; que consienta olvidar los lugares
comunes que con una persistencia digna de un fin más noble han pesado sobre el arte
de la arquitectura desde hace casi doscientos años. (...)
Duodécimo coloquio
Estudiar los sistemas admitidos por los constructores que nos han precedido en el
tiempo es el medio seguro para aprender a construir nosotros mismos, mas es preciso
extraer de este estudio algo más que simples copias. Así, por ejemplo, reconocemos
que en los principios estructurales de las bóvedas de la Edad Media hay elementos
excelentes por cuanto permiten una gran libertad de ejecución, una gran levedad y al
mismo tiempo elasticidad. ¿Quiere esto decir que si queremos utilizar los materiales
nuevos que nos ofrece la industria, como el hierro colado o la plancha, hay que
contentarse con reemplazar los arcos de piedra por arcos de hierro colado o de
plancha? No, podemos adoptar los principios, y si al adoptarlos cambiamos el material,
la forma tiene que cambiar también.
En el coloquio anterior hemos mostrado cómo mediante el empleo restringido del
hierro colado se podía abovedar una sala muy amplia sin recurrir a los contrafuertes.
Debemos desarrollar las aplicaciones de esos materiales nuevos y mostrar cómo,
conservando los excelentes principios admitidos por constructores pretéritos, nos
vemos empujados a modificar las formas de la estructura. No es necesario repetir aquí
lo que ya hemos dicho muchas veces sobre las condiciones de estructura en fábrica
(albañilería); admitimos que nuestros lectores han reconocido que no hay, en líneas
generales, más de dos estructuras: la estructura pasiva, inerte, y la estructura
equilibrada.
Más que nunca nos vemos llevados a no admitir tan sólo a esta última, tanto en razón
de la naturaleza de los materiales utilizados como por motivos económicos que cada
día son más imperiosos. Los maestros de la Edad Media nos han abierto el camino, lo
cual es un progreso, con independencia de los que se diga; nosotros debemos
continuarlo. (...)
Convenzámonos, una vez más, de que la arquitectura no puede revestir formas
nuevas sino va a buscarlas en una aplicación rigurosa de una estructura nueva; que
revestir columnas de hierro con cilindros de ladrillo, o con capas de estuco o envolver
soportes de hierro en fábrica, por ejemplo, no es el resultado de un esfuerzo de cálculo
ni de imaginación sino solamente el empleo disimulado de un medio no podría
conducir a formas nuevas.
Cuando los maestros laicos del siglo XIII encontraron un sistema de estructura ajeno a
todos los empleados hasta ese momento, no dieron a su arquitectura las formas
admitidas por los arquitectos romanos o románicos, sino que expresaron francamente
esta estructura y así pudieron aplicar nuevas formas con su fisonomía propia.
Intentemos proceder con esta lógica, apoderémonos simplemente de los medios
proporcionados por nuestro tiempo, apliquémoslos sin hacer intervenir tradiciones que
son viables hoy en día y sólo entonces podremos inaugurar una nueva arquitectura. Si
el hierro está destinado a ocupar un lugar importante en nuestras construcciones,
estudiemos sus propiedades todas las épocas han aplicado a sus obras. (...)
¿Es posible dar a esos armazones en hierro un aspecto monumental, decorativo?
Creo que sí, pero eso no puede ser sometiéndolos a las formas admitidas por la
fábrica. Obtener hoy un efecto decorativo con los medios de que disponemos para las
construcciones en hierro ocasiona gastos bastante considerables, ya que nuestras
factorías no nos proporcionan los elementos de esos medios decorativos. Si nuestras
factorías no nos los suministran es porque hasta ahora no hemos dado al hierro más
que una función accesoria u oculta en nuestros grandes monumentos, porque no nos
hemos aplicado seriamente a sacar partido de este material en cuanto a la forma
apropiada a sus cualidades. Más adelante, cuando tratemos más especialmente el
empleo del hierro, intentaremos demostrar cómo puede ser decorado este material o,
más bien, cuáles son las formas decorativas que le convienen. Cuando hoy se ve la
gran cantidad de hierro empleada hace veinte años en arquitectura y cuando se
comparan esos armazones complicados, poco resistentes, pesados y por tanto
costosos, a los adoptados hace apenas algunos años, es imposible no señalar un
notable progreso. ¿Han sido los arquitectos famosos los promotores de ese progreso?
Desgraciadamente no, son nuestros ingenieros; no obstante, al estar sometidos a una
enseñanza muy limitada en lo que a arquitectura se refiere, los ingenieros no han
sabido emplear el hierro más que en función de su utilidad práctica sin preocuparse de
las formas de arte; en cuanto a nosotros, arquitectos, que, cuando se trata de la forma,
hubiésemos podido acudir en su ayuda, hemos rechazado, por el contrario, tanto como
hemos podido esos nuevos elementos, o si los hemos adoptado no ha sido más que
para reproducir esos medios puramente prácticos hallados por los ingenieros y para
disimularlos, lo repito, bajo ciertas formas consagradas por la tradición.
De aquí se ha concluido, no sin cierta razón, que los arquitectos no eran
suficientemente sabios y que los ingenieros no eran en absoluto artistas.
Ahora bien, hay que reconocer que hoy en día, en presencia de necesidades o
elementos nuevos, esas dos cualidades de artista y sabio deben más que nunca
hallarse reunidas en el constructor si se pretende conseguir formas nuevas de arte o,
mejor dicho, formas de arte en armonía con lo que reclama nuestra época. Si vemos
las cosas con cierta perspectiva y sin prevenciones, hemos de reconocer que las
carreras de arquitecto y de ingeniero civil tienden a confundirse como ocurría antaño.
Si es un instinto de conservación lo que ha hecho que, en estos últimos tiempos, los
arquitectos hayan pretendido reaccionar contra lo que veían como intromisiones del
ingeniero en su dominio o rechazar los medios adoptados por éstos, hay que decir que
ese instinto les ha hecho un flaco servicio y si tuviese que predominar tendería nada
menos que a disminuir cada día el papel del arquitecto, a reducirlo a las funciones de
dibujante-decorador. Razonado un poco, se admitirá enseguida que los interese de
ambos cuerpos se beneficiarán de su unión, puesto que en el fondo el nombre importa
poco, lo esencial es la cosa y la cosa es el arte. Si los ingenieros toman un poco de
nuestros conocimientos de nuestro amor a la forma en tanto que ese amor es
razonado y no se limita a adornarse del vano nombre de sentimiento, o si los
arquitectos penetran en los estudios científicos, en los métodos prácticos de los
ingenieros, si unos y otros llegan así a reunir sus facultades, su saber, sus medios y a
componer así realmente el arte de nuestro tiempo, no vería en ello más que una
ventaja para el público, un honor para nuestra época. (...)
A nosotros, que hemos llegado a la mitad de la carrera, no puede sernos dado
encontrar esas formas de un arte nuevo; sin embargo, debemos, en la medida de
nuestras fuerzas, preparar el terreno, buscar con la ayuda de todos los métodos
antiguos, no sólo de algunos con la exclusión de otros, las aplicaciones en razón de
los materiales y medios de que disponemos. El progreso no es nunca otra cosa que el
paso de lo conocido a lo desconocido mediante la transformación sucesiva de los
métodos admitidos. No es mediante sobresaltos como se produce el progreso, sino
mediante una serie de transformaciones. Tratemos pues, concienzudamente, de
preparar esas transiciones y sin olvidar nunca el pasado, apoyándonos en él, vayamos
más lejos.
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