GERD THEISSEN CONTRADICCIONES EN LA RELIGIÓN CRISTIANA PRIMITIVA Las aporías como guías de una teología del NT Las religiones, como los hombres, se pueden caracterizar por sus aporías. Descubrir las contradicciones del cristianismo primitivo permite conocer la estructura racional de la religión, en cuanto estas contradicciones forman parte de la existencia humana. En el presente artículo se analizan cuatro contradicciones características de la religión cristiana primitiva: historia y mito, particularismo y universalismo, radicalización y relativización, monoteísmo y culto a Cristo. La misma fe (post neotestamentaria) en la Trinidad puede ser interpretada como una elaboración consecuente de estas contradicciones: la fe en el Hijo transforma el problema del sufrimiento, la fe en el Espíritu Santo, el problema de la libertad humana. Ambos problemas forman el núcleo de la teodicea que, de una forma tan aguda y crítica, sólo se plantea en una religión monoteísta. Widersprüche in der urchristlichen Religion. Aporien als Leitfaden einer Theologie des Neuen Testaments, Evangelische Theologie 64 (2004) 187-200 Buscar las contradicciones de una religión es contemplarla como algo humano e imperfecto, pero no es minusvalorarla. Más bien es verla como una catedral, que está hecha más de signos que de piedras. Quien conoce la historia de la construcción de nuestras catedrales sabe cuántas contradicciones se incorporaron a lo largo de los siglos. Y sin embargo, están al servicio del culto divino. Y si esto se olvida no se entiende nada de ellas. En la catedral semiótica de la religión cristiana primitiva, se pueden reconocer cuatro contradicciones características: historia y mito, particularismo y universalismo, radicalización y relativización, monoteísmo y culto a Cristo. LA CONTRADICCIÓN DE HISTORIA Y MITO La religión bíblica, judía o cristiana, está ligada a la historia. Lo decisivo en ella es la historia, desde los primeros padres hasta Jesús de Nazaret, que según la convicción neotestamentaria es el acto decisivo de esta historia. Esta valoración de la historia es un novum. La idea de que la historia es un diálogo entre Dios y el hombre se inició en el AT. Y de ahí pudo surgir la esperanza de que Dios intervendría en la historia en un momento determinado, decisivo para el destino de todo el mundo. Con esta esperanza vivieron Jesús y sus discípulos. Y con la convicción de que esta esperanza había llegado a su cumplimiento, los primeros cristianos predicaron a Jesús. Esta ligazón con la historia hace hoy vulnerable al cristianismo. Porque también está ligado a historias (Geschichten) que no son históricas (unhistorisch). En la historia bíblica, los relatos son más históricos cuanto más se acercan al tiempo de Jesús: Adán y Eva no son más que símbolos del género humano; Abraham es un personaje de una saga; con Moisés y el éxodo estamos más cerca de lo histórico y el final de la época de los reyes históricamente está cada vez más documentado: la destrucción del templo, el exilio y la vuelta se realizan a la luz de la historia. Este desarrollo culmina en el NT. La historia de Jesús es más concreta que cualquier historia de otro personaje anterior y está relativamente bien documentada. La forma literaria evangelio está centrada en una persona. En el judaísmo no encontramos ningún género literario que relate sólo acerca de una persona. Esto es algo nuevo. Sólo Filón escribió una vida de Moisés, para el mundo no judío en que vivía. En conclusión: los relatos bíblicos se van haciendo cada vez más históricos y en el NT se concentran, por primera vez, en una persona. Pero esto es sólo una parte. La historia de Jesús es tenida por el acontecimiento decisivo de la historia. La conciencia de su significado pronto rodeó a Jesús de un áurea mítica: los primeros cristianos creían que no había permanecido en la muerte, fue elevado a señor de poderes y potestades, su historia fue insertada en un drama entre el cielo y la tierra y contada como un mito. Mito significa aquí un relato de personas sobrenaturales, de Dios y su hijo, de ángeles y demonios. Tales mitos generalmente hablan del origen del mundo y en ellos las cosas aparecen ordenadas tal como definitivamente son. Si los primeros cristianos contaron mitos acerca de su presente lo hicieron porque querían decir: en medio de la historia tiene lugar una vez más un tiempo-original decisivo que de nuevo lo fundamenta todo. De ahí que encontremos, en tensión con el enraizamiento histórico, su mitificación, es decir, un relato de Jesús como una figura sobrenatural. El cristianismo, hasta hoy, oscila entre su orientación al Cristo mítico o al Jesús histórico. La orientación al Jesús histórico ¿Qué problemas hay cuando primariamente uno se orienta hacia el Jesús histórico? Pues que la fe cristiana se hace dependiente de la guerra de guerrillas de la investigación histórica. Es cierto que aparecen datos ciertos y fiables, pero no más. Dos ejemplos. El primero es el bautismo de Jesús por Juan, un escándalo para los primeros cristianos: ¿Jesús como pecador entre pecadores? ¿Juan superior a Jesús? El bautismo de Jesús por Juan no pudo ser una invención. El segundo es la crucifixión. Pablo decía que era un escándalo para los judíos y una locura para los griegos. Ni unos ni otros hubieran atribuido a un fundador de una religión el haber sido crucificado. Con estos acontecimientos nos encontramos al principio y al final de la vida pública de Jesús en el terreno de los hechos desnudos. Pero también ahí se unen mito e historia. El bautismo, hecho histórico, se presenta con motivos míticos: el cielo abierto, la visión de Jesús del Espíritu como una paloma, la audición de la voz de Dios (Mc 1,11). No por ello deja de ser histórico. ¿Por qué la envoltura mítica? Lo que los cristianos comprendían de esta narración era: todo el que se bautiza es un hijo amado de Dios, como Jesús llegó a ser hijo de Dios por el bautismo. Y entendían que todos los hombres pueden, por el bautismo, recibir el Espíritu. Los motivos míticos tienen un sentido que alcanza su vida. Si se los borra, la narración pierde su sentido vital. Cuando se va detrás del Jesús histórico acaba uno chocando con el Cristo mítico. La orientación al Cristo mítico ¿Qué problema hay cuando primariamente uno se orienta hacia el Cristo mítico? Estamos ante el mito de un Dios que se encarna en un hombre y que fugazmente pisa la tierra. Al menos las guerras de guerrillas de los historiadores se desvanecen. El sentido del mito no depende de detalles históricos. Afirma que Dios ha aceptado la vida sin restricciones, ha aceptado el cuerpo, el sufrimiento y la muerte, con lo que ha dicho un sí incondicional a esta vida. Si la intención del mito de la encarnación de Dios es afirmar que Dios se introdujo en el mundo real y le dio un valor incondicional, entonces hay que interesarse por este mundo real entre Nazaret y el Gólgota. Al orientarse hacia el Cristo mítico, inevitablemente se choca con el Jesús histórico. El resultado de la primera contradicción es que la religión cristiana primitiva no se basa ni sólo en hechos históricos ni sólo en un mito, sino en un tejido de historia y mito. Con ello afirma que una historia concreta al comienzo de nuestra época es tan importante como el surgimiento del mundo. Y con ello el cristianismo participa de una contradicción humana general: toda razón de ser de la vida humana no alcanza su plenitud más que allí donde experimenta, en lo contingente y casual, la presencia de lo incondicionado. ¿No consiste toda religión en la santificación de lo concreto? Toda vida, cuando es vivida con plenitud de sentido, ¿acaso no resplandece con un fulgor mítico? LA CONTRADICCIÓN ENTRE PARTICULARISMO Y UNIVERSALISMO La religión cristiana primitiva está atada a la historia, es decir, a la historia judía. Uno de los resultados más importantes de 200 años de investigación histórica sobre Jesús es que Jesús fue un judío y que pasó a ser la principal figura de referencia de una nueva religión. El cristianismo era originalmente un movimiento de renovación dentro del judaísmo, pero pronto se separó y se convirtió en un judaísmo universalizante abierto a todos los pueblos. El reconocimiento de que Jesús pertenece a dos religiones es una oportunidad para el cristianismo, en un tiempo en que la relación entre las religiones se ha convertido en tema decisivo del futuro de todas las religiones. Si el cristianismo es un judaísmo universalizante, se pueden acentuar ambas partes: variante del judaísmo y su universalización. Y entre ambas partes oscila también la teología. Unos dicen: lo judaico es lo esencial en el cristianismo, todo lo demás es empobrecimiento. Los otros dicen: la universalización de una tradición limitada es lo más importante del cristianismo. Veamos ambas opciones. La orientación al judaísmo Existe hoy, en la teología y en la iglesia, una corriente de simpatía que entiende el cristianismo como variante del judaísmo, y desde ahí lo quieren reformar. En todo caso es indiscutible que la fe en el uno y único Dios es judía, como lo son la responsabilidad ante la historia y el mandamiento del amor. De ahí se animan a deducir que lo que en el cristianismo se ha apartado de esto no es más que aberración. Ahora bien, con esto no se hace justicia a la relación del cristianismo primitivo con el judaísmo. Si el cristianismo abre la tradición judía a todos los pueblos, la universaliza, con ello sigue una corriente del judaísmo. Porque el judaísmo se entiende a sí mismo como el pueblo que da culto a Dios en nombre de todos los pueblos, que un día se le unirán en este culto (esto esperaban y esperan). De hecho hubo corrientes universalistas en el judaísmo, en las clases altas (un intento en el siglo II a.C. fue frenado por el fundamentalismo de los Macabeos) y en la diáspora. El cristianismo es un movimiento de apertura universalista que nació entre el pueblo y en tierra judía pero se extendió a las clases altas y fuera de Palestina (Pablo). Si se toman en serio las raíces judías del cristianismo, también hay que tomar en serio esta apertura, que es una herencia judía que se hubiera perdido porque no pasó a la tradición rabínica. Los cristianos conservaron la literatura judía del tiempo helenístico (es decir, la que ni era veterotestamentaria ni rabínica) en la que encontramos estos rasgos universalistas. Sin el cristianismo no sabríamos nada de Filón, ni de Josefo ni del Enoc eslavo. La plenitud del judaísmo helenístico sería desconocida. Es más, en el cristianismo pervive mucho de aquel judaísmo, todavía vivo: una parte de la ética judía y de la fe judía en Dios. Quien quiere conservar esta herencia judía choca constantemente con una tendencia a la universalización. La orientación a la universalización En general se vio en esta universalización del judaísmo lo esencial del cristianismo. Se estaba orgulloso de esto y se miraba con desprecio las raíces judías del cristianismo. El precio de esta universalización del judaísmo en el cristianismo fue la devaluación del judaísmo. Liberarse del judaísmo implicó para el cristianismo primitivo unas cicatrices hereditarias antijudías, como consecuencia de profundos conflictos. Pablo fue el testigo principal de la superación de la estrechez del judaísmo. Había sido un judío fundamentalista que había perseguido a los cristianos. Con su conversión se liberó de este judaísmo y se convirtió en el más ardiente defensor de la apertura de la fe cristiana a todos los pueblos. Enojado con los judíos que, como él antes, se oponían a esta apertura, anuncia la irrupción de la cólera de Dios sobre sus compatriotas (1 Ts 2,16). Les reprocha que siempre han matado a sus profetas y ahora a Jesús. Pero Pablo sabe que no son los judíos los que han matado a Jesús, sino los “príncipes de este mundo” (1 Co 2,8), entre los que se hallan los romanos. Históricamente la aristocracia sacerdotal judía se limitó a acusar a Jesús. Fue Pilatos quien le condenó. Pero en la carta más antigua de Pablo encontramos una polémica general contra los judíos, a los que responsabiliza de la muerte de Jesús. La animosidad contra los judíos no fue un invento cristiano; era algo que existía en la antigüedad y que resuena claramente en 1 Ts 2,16. Pero como judío, Pablo critica a sus compatriotas. Los cristianos gentiles han repetido su burdo juicio hasta nuestros días. Lo que en Pablo era autocrítica judía, en ellos era un prejuicio estúpido. Este antijudaísmo cristiano primitivo proporcionó a la tradicional animosidad contra los judíos un nuevo fundamento de gran alcance: habían matado a Jesús. Pablo mismo se autocorrigió. No sólo por lo de los “príncipes de este mundo”, sino por algo más importante: para él era un problema que la mayoría de sus compatriotas rechazasen su fe. ¿Iba a ser la fe cristiana una fe judía universal si la mayoría de los judíos no quería saber nada de ella? Pablo resuelve el problema de forma muy personal en la carta a los Romanos: él pasó de rechazar la fe cristiana a ser cristiano por la aparición que tuvo de Jesús. ¿Por qué no les iba a poder pasar lo mismo a todos los judíos? En Rm 11 Pablo espera que Cristo al final se aparecerá a todos los judíos, como se le apareció a él en Damasco. Entonces se convertirán, como se convirtió él mismo. Pablo, pues, cambia dos veces de forma sorprendente: primero, de judío fundamentalista a cristiano; y segundo, de misionero cristiano, que condena a enemigos judíos, a teólogo que espera que todos los judíos serán salvados aunque hayan rechazado el mensaje cristiano. Su salvación no pasará por la iglesia, sino que sucederá por manifestación directa de Dios. Eso, en mi opinión, podría ser un modelo para la relación del cristianismo con todas las religiones. Dios tiene la libertad de encontrarse con quien quiera, directamente, sin mediación de los cristianos. Debo añadir, con todo, que algunos exegetas opinan que Pablo no hubiese podido pensar de una forma tan tolerante como lo he presentado… En todo caso, de Pablo podemos aprender que quien hace del universalismo de una tradición particular su programa de vida, entra en contradicción consigo mismo cuando excluye a los miembros de aquella tradición concreta de la que él procede. Y es tan infiel consigo mismo cuando olvida sus raíces judías como cuando descuida su tarea de ser asequible universalmente a todos los hombres. Esta contradicción de particularismo y universalismo es un fragmento de su peculiaridad. Con lo que participa de una contradicción humana genérica. LA CONTRADICCIÓN ENTRE RADICALIZACIÓN Y RELATIVIZACIÓN DEL ETHOS El universalismo presupone que se superan las fronteras entre los hombres. En el ethos cristiano primitivo el mandamiento del amor se hace obligatorio. Este mandamiento tiene sorprendentemente una amplia extensión en el judaísmo. En Lev 19,18 se extiende al enemigo personal y a los débiles, y en Lev 19,33s a los extranjeros. Cuando la tradición de Jesús radicaliza el amor al prójimo en el amor al enemigo, al extranjero y al pecador, sigue tendencias que le están unidas desde el principio en el AT. Pero también aquí chocamos con un dilema. El ethos social del judaísmo se ha formado en escritos que contienen una severa delimitación hacia fuera. Entre las partes humanas e inhumanas de este ethos en los tres libros legales (Dt, Ex, Lev) del AT ha de haber un nexo: uno se repliega hacia dentro cuando es amenazado desde fuera y se necesita agredir hacia fuera para crear solidaridad dentro. Las formas más activas del ethos solidario probablemente han surgido en defensa frente al enemigo y ante las necesidades comunes. Israel estaba constantemente amenazado y en necesidad. Y sobrevivió sólo gracias a un gran ethos de solidaridad. También hoy las personas más liberales, que traspasan todas las fronteras en busca de entendimiento, necesitan modelos hostiles –¡al menos que queden lejos los fanáticos y fundamentalistas, que son los que levantan las fronteras! En el NT encontramos un intento de romper este nexo. La tradición de Jesús exige amar al enemigo, pero también afirma: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26). La fórmula “solidaridad hacia dentro, agresión hacia fuera” se convierte en “solidaridad hacia fuera, agresión hacia dentro”: ¡odio al prójimo, a uno mismo! Es una contradicción, pero puede ser comprensible. Si toda solidaridad significa separación de los otros, entonces, en el amor a los enemigos y extranjeros debemos apartarnos de alguien. ¿De quién? Sobre todo de nuestros parientes y de nosotros mismos. Pues en nosotros y en nuestro ambiente se oculta la inclinación de rechazar a los extranjeros y diferentes. Si a todo amor le corresponde un enemigo, entonces en el amor al enemigo, el enemigo somos nosotros mismos. Quien se toma en serio el amor al enemigo, entrará en conflicto consigo mismo. Pero a la larga, ¿puede durar mucho esta situación? De nuevo es Pablo quien articula este problema con toda su agudeza. Defiende al mismo tiempo una apertura radical a todos los pueblos y una antropología pesimista, que afirma que el hombre es enemigo de Dios y, como tal, enemigo de sus congéneres, ya que quien es enemigo de Dios se opone a la universalidad de su salvación. Pablo afirma que el hombre ejerce esta oposición cuando se toma en serio los preceptos morales de su tradición y acentúa su propia moralidad. Precisamente su seriedad moral le tienta a dos errores: al orgullo, que desprecia a los otros, y al celo fanático por estas normas, que oprime a las minorías que son distintas. Cuando el cristianismo ha querido interpelar a todos los hombres, ha puesto al hombre en conflicto consigo mismo. El supuesto sometimiento de lo natural en Pablo tiene aquí su fundamento. La comunicación creciente que supera fronteras eleva las tensiones con los otros y consigo mismo. Pablo ha exigido la comunicación por encima de las fronteras. Pero también ha experimentado lo mucho que tal globalización enciende de odio y conflictos. No se puede alabar su universalismo y criticar su escepticismo. Quien, consecuente, se abre a los otros, ha de “someter” su propio odio oculto a los demás. Pablo afirma que la naturaleza hostil del hombre ha de ser superada, si es preciso mortificándola con el viejo Adán. Esto puede considerarse pesimismo debido al pecado, pero no es hostilidad hacia el cuerpo. A menudo Pablo ha sido erróneamente presentado en este punto. Pablo usa dos conceptos para designar el cuerpo: sarx (carne) y soma (cuerpo); ambos los usa en forma neutra, pero sarx nunca positivamente mientras que soma sí y con frecuencia. Fuera de su uso neutro, “carne” designa siempre la energía destructiva que hay en el hombre, que convierte a los demás en objeto de sus impulsos agresivos y sexuales y destruye la convivencia. Pablo también alguna vez habla negativamente del “cuerpo”, pero lo vincula a las posibilidades constructivas del hombre: 1) Dentro de su ética, el cuerpo puede servir a Dios. Con él realizan los cristianos su culto cotidiano (Rm 12, 1s). Con él, Cristo es glorificado (Flp 1,20). En él vive el Espíritu de Dios como en un templo (1 Co 6,19). Es una gran valoración del cuerpo. 2) Dentro de su eclesiología, el “cuerpo de Cristo” es una imagen de la comunidad, que es solidaria y hace del bienestar del miembro más débil el criterio del bienestar de todos (1Co 12,12ss; Rm 12,3ss). 3) Dentro de la escatología, “la carne y la sangre” no pueden heredar el Reino de los cielos (1 Co 15,50), para esto habrá un “cuerpo espiritual”. No hay en Pablo, pues, ninguna hostilidad hacia el cuerpo, pero sí una postura ambivalente frente a lo que es la naturaleza humana. Quiere combatir la “carne” con sus energías destructivas y poner al servicio de Dios el “cuerpo” con sus posibilidades constructivas. ¿Hay en Pablo indicios de haber dominado las tensiones consigo mismo? Yo veo dos principios. Por una parte, Pablo confía en una transformación interior del hombre: ha nacido para nacer de nuevo por el Espíritu de Dios. La energía destructiva del hombre puede transformarse en positiva. Al pesimismo frente al hombre natural se opone en Pablo el optimismo ante el hombre renovado. Lo que ha sido crucificado y enterrado como energía destructiva ha de resucitar transformado en energía positiva. Tan importante como este principio es el segundo: si el amor al enemigo significa odio a sí mismo, entonces también vale que el amor al enemigo ha de ser amor a uno mismo. Pablo se convierte en predicador de la doctrina de la justificación: Dios ha amado a sus enemigos, los que se oponen a la universalización de la salvación. Luego también el hombre puede realizar este amor. Puede “amarse” a sí mismo, aunque se experimente como inaceptable y a menudo lo sea. En Pablo hay afirmaciones tanto para la visión de la transformación del hombre en lo que todavía no es como para la autoaceptación del hombre tal como es fundada en el juicio divino. Quien reivindica una solidaridad entre los hombres que supere las fronteras tiene razones para ser escéptico. Al hombre que existe en realidad, tal exigencia le supera. También en este punto el cristianismo primitivo tiene que enfrentarse con un problema antropológico fundamental. Todo ethos superior es pedir demasiado al hombre. Sin embargo, no podemos renunciar a estos proyectos éticos. La salida, esbozada en Pablo, es doble: la autoaceptación incluso de las energías destructivas y el esfuerzo por su transformación. Y esta contradicción del hombre consigo mismo lleva a nuestra última contradicción. LA CONTRADICCIÓN ENTRE MONOTEÍSMO Y FE CRISTIANA En el conflicto que acabamos de presentar, el hombre es deficitario: no puede cumplir la voluntad universal de Dios, que quiere la salvación de todos los hombres; su carne es enemiga de Dios. Pero se anuncia ahora otro problema: no sólo el hombre está ante Dios como pecador, sino que Dios está ante el hombre como aquel que expone su creación a tensiones y dolores insolubles. El problema de la justificación del hombre se convierte en el problema de la justificación de Dios. Y este problema, el de la teodicea, se agudiza en el monoteísmo de forma insoluble. El Dios uno y único es responsable de todo. No se puede atribuir el mal a otros dioses o demonios. El problema se agudiza en dos puntos: el del dolor humano (¿Dios crea también la desgracia, acepta el dolor, deja morir miserablemente al hombre?) y el de la libertad (si Dios lo decide todos, ¿dónde está la libertad humana, su responsabilidad?). En mi opinión se puede mostrar cómo planteamientos de transformación de la fe en Dios del NT reconducen ambos problemas. Y, también en mi opinión, estamos ante las raíces de la fe trinitaria, reprobada por los monoteísmos estrictos como apostasía. ¿Cómo se domina el problema del dolor? Con el Dios que, en Cristo, sufre con el hombre. Lo decisivo es que Jesús no es sólo un hombre, sino que Dios mismo ha tomado sobre sí la finitud y la muerte. Que Dios sufra como el hombre reconcilia a los hombres con su dolor -por más que esta “com-pasión” de Dios no dé respuesta al sentido del dolor- y hace que el hombre nunca está sólo con su dolor. ¿Cómo se domina el problema de la libertad, es decir, el de la culpa y la responsabilidad? La omnipotencia del Dios monoteísta no oprime la libertad del hombre. Pues, según la fe bíblica, el hombre es imagen de Dios y participa del poder y de la libertad de Dios. En la medida en que esta imagen es deteriorada, Dios la renueva, según la fe cristiana primitiva, por su Espíritu: algo de Dios mismo vive en los hombres renovados; son templo de su Espíritu Santo. Y este hombre imbuido del Espíritu de Dios participa, a pesar de su “carne”, de la libertad y el poder de Dios. Si Dios mismo está presente en el hombre y le da su libertad, no puede oprimirlo con su omnipotencia. Dios, pues, comparte con el hombre, por una parte, dolor y muerte, y por otra, poder y responsabilidad. Y lo hace a través de dos instancias que están junto a Dios: el Hijo, que ha sufrido la muerte, y el Espíritu Santo, que da libertad al hombre. También en esto la fe cristiana primitiva participa de una aporía humana genérica, es decir, de las preguntas insolubles: ¿Por qué existen el dolor y el mal? ¿Cómo puede el hombre ser libre a pesar de su dependencia de factores indominables? Esta contradicción es independiente de su codificación religiosa en la fe en Dios. El problema de la teodicea es sedimento de la irracionalidad del mundo que amenaza tanto al teísmo como al ateísmo: el puro transcurso de la historia no permite reconocer ningún orden moral. El mal triunfa y el bien fracasa. Entre sentido y facticidad se abre una contradicción. Este problema de la libertad humana se presenta exactamente igual en las grandes religiones y en el determinismo neurobiológico, aunque cambiando las formas. La presión de este problema ha llevado, dentro de una religión monoteísta, a la fe en la Trinidad. En efecto, si el Dios único es todopoderoso y responsable de todo, ¿qué pasa con su responsabilidad ante el dolor (malum physicum) y ante la conducta humana (malum morale)? La respuesta es: Dios no se distancia del dolor y está presente con toda su libertad en el hombre. De ahí que en el cristianismo Dios sea experimentado de tres formas: la experiencia de Dios como creador en el mundo, como Hijo en Jesús de Nazaret y como Espíritu en la imagen renovada del hombre. El NT desconoce una fe trinitaria desarrollada en fórmulas; sólo conoce fórmulas triádicas. El Hijo y el Espíritu están subordinados a Dios y están al servicio del Dios todo en todos (a pesar del dolor y sin negar la libertad del hombre). Lo importante, con todo, es que la elevación del Hijo y del Espíritu al status de Dios no es una traición del monoteísmo, sino que intenta resolver un problema que se presenta a todo monoteísmo pensado consecuentemente hasta el final. Si la doctrina trinitaria apunta a lo esencial del cristianismo no es bueno renunciar a ella para acercarse a las otras religiones monoteístas. El Dios experimentado de diversas formas es más bien un fundamento de tolerancia frente a las muchas experiencias de Dios de la historia de las religiones. En cualquier caso, lo importante es que el cristianismo no sólo aporta exigencias de absolutez en el diálogo interreligioso, sino también impulsos positivos: Jesús pertenece a dos religiones. Dios es experimentado de tres maneras distintas. No sólo es el trascendente absoluto, sino que como Espíritu vive en todo hombre renovado. LA FE TRINITARIA, APERTURA AL DIÁLOGO Para mostrar esta apertura, abandono ya la teología del cristianismo primitivo y me centro en los tres artículos del credo, empezando por el tercero. Gracias a la experiencia del Espíritu el cristianismo tiene un acceso genuino a las formas místicas de la religión, dominantes en oriente pero presentes también como corrientes en las religiones occidentales. El cristiano experimenta en sí mismo algo de Dios, no por naturaleza, sino por gracia. Esta experiencia del Espíritu es un hacerse uno con Dios. Esta parte de la religión cristiana es antropocéntrica. En el centro está la transformación del hombre. El cristianismo, por la fe en el Dios creador, es al mismo tiempo una religión profética: Dios es trascendente, está en el más allá. Nada finito es capaz de contenerlo: finitum non capax infiniti. Esto enlaza al cristianismo con otras religiones proféticas, como el judaísmo y el islam y acentúa la diferencia entre Dios y el hombre. Esta parte de la religión cristiana es teocéntrica. En el centro está la soberanía y la trascendencia de Dios. El cristianismo se ha de situar entre las religiones occidentales y orientales. En el centro del cristianismo está Dios en la figura de Jesús. Jesús es venerado como verdadero hombre y verdadero Dios. Por esto aquí se unen el antropocentrismo y el teocentrismo. En la predicación de Jesús, sólo Dios es el centro: Jesús es el hombre verdadero que todo lo somete a la soberanía de Dios (teocentrismo consecuente). En la exaltación de Jesús a la divinidad, el centro pasa a ser un hombre con su finitud: está junto a Dios y todo le está sometido (antropocentrismo audaz). El discurso de las tres formas de ser de Dios no resuelve la contradicción entre Dios y el hombre, sino que le da expresión. Y por esto el cristianismo es tan valioso. Contiene en sí mismo todas las contradicciones internas de todas las religiones (y de la vida). No resuelve estas contradicciones. Es como una catedral, que incorpora muchas contradicciones, como la vida misma. En esta fe trinitaria son asumidas las contradicciones fundamentales de la religión cristiana primitiva: la fe en el Hijo es atadura a una historia particular, la fe en Dios, apertura a una creación universal. La fe trinitaria apunta a una “historia” (Geschichte) de sujetos sobrenaturales, contiene un mito. La radicalidad del amor y de la autorenuncia del “Dios que se hace finito” en la historia mítica compromete la conducta humana y supera todas las posibilidades humanas por su radicalidad. Todas las aporías tienen una racionalidad interna, son variantes de las contradicciones humanas genéricas que encuentran en las religiones su “codificación” constante y renovada, son firmas de la existencia humana, desgarrada entre mito e historia, universalismo y particularismo, radicalismo y relativización, determinismo y libertad, sentido y facticidad. En la medida que la religión cristiana participa de estas contradicciones genéricas, no es absurda, sino que pone en evidencia la verdad sobre los hombres. Ahora bien, ¿no ha sido superada ya la pretensión de absoluto del cristianismo? ¿Acaso esta pretensión no es obstáculo para las relaciones racionales con la religión? Cuando Jesús dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14,6), deberíamos pensar: el camino que Jesús abre en el evangelio de Juan es el camino del amor. Y cuando en los Hechos se dice: “Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12), deberíamos pensar: Este anuncio de Jesús apunta, en la doble obra lucana, a la conversión. El camino de la conversión lo han de recorrer todas las religiones y convicciones. Ninguna es inmune contra la inhumanidad. La oportunidad de una conversión permanente está en que todo lo que aparece como maldición puede convertirse en bendición. Para este camino de amor y conversión, también un cristiano “liberal” puede reclamar la absolutez. Pero los cristianos deberían sobre todo recorrer este camino en compañía de sus propias tradiciones: deberíamos escoger lo que el amor exige y apartarnos de todo lo que conlleve odio e inhumanidad. Tradujo y condensó: LLUÍS TUÑÍ