NIETzsCHE Y LA METAFÍsICA DEL ARTIsTA

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revista de arte y estética contemporánea
Mérida - Julio/Diciembre 2008
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NIETZSCHE Y LA METAFÍSICA DEL ARTISTA
Edgar Guzmán Robles - Lic. Historia de la Universidad de los Andes, Estudios en maestria en Filosofía, especialidad en estudios orientale, investigador
etnográfico
Resumen:
Para Nietzsche el arte es el único fundamento posible de una auténtica exploración
metafísica, el arte es la clave de la filosofía, y con esta proposición se construye el primer pilar para
fundamentar una metafísica del artista. Frente a la verdad lógico-racional que considera falsa,
propone una contienda contra la verdad universal como error, también contra la ilusión del ideal
por su naturaleza trasgresora de la realidad. Ante esta visión metafísica, este pensador propone la
comprensión del fenómeno dionisiaco desde la tragedia griega, develando la “historia oculta de los
filósofos”; de allí que pudo percibir el devenir cósmico a partir de la contraposición entre lo apolíneo
y lo dionisiaco y, por tanto, intuir el desarrollo del arte, este alcance será un gran aporte para la
ciencia estética. Lo apolíneo representa el placer y la sabiduría de la apariencia. En lo dionisiaco,
se suscribe lo subjetivo y el júbilo artístico porque en ello el crujir del principium individuationis se
convierte en fenómeno artístico. Nietzsche logró divisar el símbolo de estas dos expresiones artísticas
que surgen de la naturaleza misma. A partir de esta antítesis el filósofo pudo inscribir lo trágico al
plano metafísico. Por consiguiente, es la vision trágica lo que hace que el arte alcance la esencia
misma de lo artístico, por lo que se evidencia que su ontología se impregna de la psicología y la
teoría del arte. He aquí que la verdadera esencia del arte se reduce a lo trágico.
Palabras clave: metafísica, tragedia, arte, Nietzsche
Abstract:
For Nietzsche art is the only possible basis for a genuine metaphysical exploration, art is the
key to philosophy, and with this proposition is built the first pillar to substantiate a metaphysical of
artist. Faced with the truth logical and rational that it considers false, proposes a contest against
the universal truth as a mistake, also against the illusion of the ideal for its transgressive nature of
reality, Faced with this metaphysical vision, this thinker proposes understanding of the phenomenon
of Dionysos from the Greek tragedy showing the “hidden history of the philosophers”; from there he
could perceive the cosmic evolution from the contrast between what is Apolo and what is Dionisos,
and, therefore, intuit the development of art, this scope will be a great contribution to aesthetics
science. The issue of Apollo represents the pleasure and wisdom of the appearance. On the question
of Dionysos endorsed the subjective and artistic joy because it’s the crack of principium individuationis
that becomes artistic phenomenon. Nietzsche was able to see the symbol of these two art forms that
arise from the nature itself. From this antithesis the philosopher was able to register the tragic to the
metaphysical plane. the tragic vision is what makes that art reaches the very essence of the artistic,
so it is evident that his ontology is impregnated of psychology and art theory. Behold the true essence
of art comes down to this tragedy.
Keywords: metaphysics, tragedy, art, Nietzsche
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Queremos iniciar esta ponencia partiendo de la siguiente premisa: para Nietzsche
el arte es la clave de la filosofía. A partir de ésta aspiramos conducir la ponencia que
nos ocupa hacia la exposición de los argumentos filosóficos que en Nietzsche justifican
su propuesta del arte como el único fundamento posible de una auténtica exploración
metafísica. Por los momentos, digamos que al postular el arte como clave de la
filosofía, como único lugar para una verdadera metafísica, colocaba el primer pilar
para fundamentar una metafísica del artista; y no se trata de todo arte, es sólo un tipo
específico el que puede dar lugar a una intelección metafísica originaria. Y he aquí el
problema: la construcción de una metafísica del artista implicaba, precisamente por la
constitución más íntima de ese tipo de arte, una confrontación abierta contra la tradición
filosófica establecida desde Sócrates y Platón hasta Hegel.
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No es de extrañar entonces que se califique con frecuencia al pensamiento
de Nietzsche como demoledor; este carácter salta a la vista apenas lo leemos,
provocándonos la sorpresa ante la manera en que, exponiendo dudas y esgrimiendo
imputaciones con ingenio mordaz e insidioso, expone su metafísica del artista como la
más implacable demolición de todas las tradiciones que conforman el horizonte cultural
de Europa. Demolición que se mostraba más como desenmascaramiento, que como
mera destrucción, y que se afirmó más que nada en la denuncia del extravío del camino
hacia la verdad, en la contienda contra la falsedad de la verdad lógico-racional, contra
la violación de la realidad por el pensamiento sistemático, en definitiva, contienda contra
la ilusión del ideal.
Los argumentos filosóficos con los que fundamentó su visión llegaron a conformar
efectivamente uno de los pensamientos más radicales del siglo XX, y acaso también uno
de los más incomprendidos. Y cómo podría ser menos que eso, si sometió a la criba más
despiadada todo lo que el hombre moderno aprecia como santo, bueno y verdadero,
piedras angulares que sostienen los orgullosos edificios de su religión, su moral, su filosofía
y su ciencia. Con la propuesta filosófica de Nietzsche la historia misma de Europa quedó
desnuda, quedó develada como la historia del más prolongado de los errores, a saber:
la invención de la verdad. La verdad como error, como mentira que violenta la auténtica
constitución de la realidad. El error de la verdad universal, de la verdad lógica, el error
de la verdad como ideal; peor aun, el error de creer en el ideal. Nietzsche reconoció en
la operación dialéctica que genera conceptos y verdades universales, la flagrancia de
un acto contranaturaleza. Pero, ¿cómo es que Nietzsche llega a semejante convicción?,
¿cuáles son los argumentos filosóficos que ofrece para sustentar su propuesta sobre el
error?, ¿cómo se contrapone la tradición metafísica a su metafísica del artista?, en fin,
¿cuáles son los fundamentos que Nietzsche establece para una metafísica del artista?
Antes de abordar estas cuestiones, aclaremos lo siguiente: aunque es cierto que
la empresa filosófica de Nietzsche, que él mismo calificara como su atentado contra
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los milenios de contranaturaleza y de violación del hombre (1), se constituyó como lucha
abierta contra la tradición metafísica, no se trató, como cabría suponer, de una lucha
que pretendiese una destrucción conceptual de la metafísica, no buscó deconstruirla
sirviéndose de los mismos ingenios del pensar conceptual del ser, sino que se dedicó a
confrontar directa y apasionadamente el error, esgrimiendo la denuncia absoluta contra
el concepto mismo, contra el racionalismo. Lejos de él, la intención de deconstruir la
tradición metafísica para corregirla, reorientarla o mejorarla, menos aún para proponer
una razón alterna. No soy un monstruo de moral, declaraba en “Ecce homo”, la última
cosa que yo pretendería sería ‘mejorar’ a la humanidad. Yo no establezco nuevos ídolos.
Derribar ídolos (tal es mi palabra para decir “ideales”) -eso sí forma parte de mi oficio (2).
En esta su lucha, decíamos, se propuso la deconstrucción de la tradición metafísica
sólo con el fin de poner de manifiesto el auténtico puesto que ocupa el error en la historia
del espíritu de Occidente; y en ello le fue una crítica total de la cultura. Esta lucha lo obligó
a confrontar la tradición europea en dos frentes: por un lado, polémica contra la religión
y la moral tradicionales, por el otro, discusión con el pasado y más que nada con los
orígenes. No contamos ahora con el tiempo suficiente para abordar su polémica contra
la religión y la moral, así que nos concentraremos en exponer cómo Nietzsche intentó,
por medio de su particular discusión con los orígenes, situar en un plano radicalmente
metafísico su combate contra la tradición metafísica.
Fue en su primera obra filosófica, El nacimiento de la tragedia o Grecia y el
pesimismo, aparecida en 1872, cuando oficiaba como catedrático de filología clásica
en la Universidad de Basilea, donde Nietzsche desarrolló los argumentos filosóficos contra
la tradición metafísica, expresándolos a través de dos comprensiones decisivas: (1) la
comprensión del fenómeno dionisíaco en los griegos, ofreciendo la primera psicología
del mismo y viendo en él la raíz única de todo el arte griego; y (2) la comprensión del
socratismo, reconocido por primera vez como instrumento de la disolución griega. Tanto
su visión de la tragedia como del socratismo representaron una interpretación de Grecia
radicalmente novedosa en su tiempo, novedad que lejos de ser recibida con entusiasmo,
provocó el más urticante de los debates, el más profundo odio y el más despiadado de
los rechazos. Mucho más en una época en que el academicismo europeo (sobre todo el
alemán) se esforzaba por completar su interpretación del pasado griego común; esfuerzos
en realidad de asimilación, pues se estaba elaborando una hermenéutica que, con
pretensiones y propósitos similares a los de la teología bíblica, habría de convertir a Grecia
en el canon de verdadera humanidad, y a su literatura, en el modo único de perfección
sobre la Tierra. Aquella imagen romántica de Grecia delineada por Winckelmann, Goethe,
Herder, Lessing, Schiller o el nostálgico Hölderlin, constituyó el centro de la teología profana
de su tiempo, que proclamaba al mundo antiguo griego no sólo como el arquetipo de la
plenitud del género humano, sino también como la pauta de toda acción justa.
1Friedrich Nietzsche, Ecce homo, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 71
2 Ob. Cit., p.16
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Como es de suponer, tal osadía de Nietzsche no tardó en ser castigada por el
mundo académico alemán, que dedicaría como única respuesta a su libro, un gélido
silencio de largos meses. Desde el tristemente célebre panfleto que Wilamowitz-Möllendorff
asestó en su contra, hasta el cómplice y devastador silencio de su maestro Ritschl, se
hacían claros los indicios de la muerte científica de Nietzsche. Y cómo podría habérsele
perdonado semejante afrenta a la máxima aspiración de su tiempo; ¿cómo cabría
disculparle el crimen de denunciar a Sócrates como el pervertidor de la filosofía, como
el inventor del error? Ribbeck, desde Kiel, exigía pruebas, aunque sólo sea un testimonio
de que es verdad lo que Nietzsche dice. Aun así el temple del genio persistió, Nietzsche
continuó ejerciendo su oficio y con su mano para “dar vuelta” a las perspectivas,
descubrió a Sócrates como el inventor de la conciencia dialéctica, de la conciencia que
es facultad de critica y negación.
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Mientras que antes de Sócrates el instinto en los hombres productivos es
precisamente fuerza de afirmación y de creación, a partir de él es el instinto el que se
hace crítico y la conciencia creadora. Sócrates trastoca la relación instinto-conciencia,
dándole preeminencia a la conciencia discursiva y otorgándole la razón como único
instrumento válido para dar cuenta de verdad. El instinto afirmativo se pervierte en duda y
crítica, y se trastoca en conciencia racional que opera en la valoración del concepto (la
“idea” en Platón), en la exaltación de la verdad conceptual como lo más estimado.
Surge entonces la duda sobre el camino recorrido por los ontólogos precedentes,
el repudio al instinto religioso, el desprecio hacia el mundo sensible por impermanente y
contradictorio, procurador de pesar, enfermedad, peste y guerra. Un mundo así no puede
servir de fundamento para edificar una ciencia que dé cuenta de certidumbre; y es que
para Sócrates la verdad debe ser permanente e incorruptible, por tanto debe estar en un
lugar ajeno a esta realidad inmediata que nos rodea (donde sólo reina lo corruptible y
pasajero), o por decirlo mejor, debe poseer una naturaleza diferente a la de esta realidad;
en el intento de Sócrates por refutar el nihilismo de los sofistas, se vio en la necesidad de
inventar la verdad universal como única vía hacia la fundamentación de una ciencia
que dispensara sentido, es decir, que garantizara en definitiva la adecuada organización
de lo real. Resulta irónico por ello que esta grandilocuente reorganización de lo real se
hubiera perpetrado como una venganza del hombre contra las condiciones del devenir,
de la vida misma; venganza contra la impermanencia, la contradicción, lo inevitable, lo
abismalmente incommensurable; venganza contra el tiempo y su fue.
La metafísica es la venganza del hombre contra el tiempo y su fue. Venganza que
no es más que negación, negación socrática de la autentica constitución de la realidad.
El error de creer en el ideal no es ceguera, el error es cobardía. Sucedió luego que esta
negación de la vida se hizo hipóstasis definitiva en Platón, al quedar establecido por éste
la división de la realidad en dos mundos contrapuestos: aquí, el mundo de las cosas
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finitas, falso por impermanente y paradójico, allá, por encima de la cúpula celeste, el
mundo de las protoformas universales, verdadero precisamente por eso, por su condición
universal intrínseca. Y así quedó desplazada la verdad de la cosa fuera de ella, por
encima de ella, existiendo como formas arquetipales de las que sólo participa la cosa
por medio de la imitación. El mundo se volvió entonces la simple imitación de una verdad
supramundana, a la que no afectaban ni el tiempo, ni la disolución, ni la contradicción.
Con la teoría de los dos mundos y del reino de las Ideas de Platón, quedó así
sancionada la ecuación Razón=Virtud=Felicidad, y con ello el problema de la realidad
quedó constreñido a la interpretación del ser como valor, concentrado en la pura
representación mental de la cosa percibida por los sentidos. Aquí está pues la convicción
fundamental de Nietzsche: la historia de la metafísica, tal cual ha sido desplegada por el
pensar occidental durante largos siglos, es sobre todo problemática del ser encubierta por
la cuestión del valor; si se quiere, valoración como comprensión del ser. A la Realidad se
le ha despojado de su valor, de su sentido, de su veracidad en la medida en que se ha
fingido mentirosamente un mundo ideal (3).
A esta comprensión de la inflexión socrática y su constitución del error, Nietzsche
contrapone su comprensión del fenómeno dionisíaco revelado en la tragedia griega,
comprensión que le permite aventurar su definición medular sobre la esencia de lo
trágico. Vale la ocasión para hacer notar que fue gracias a este descubrimiento, el
pensamiento trágico, que Nietzsche pudo mirar desde una nueva óptica las cosas que
jamás se habían mirado cara a cara, pudo poner al descubierto la historia “oculta” de
los filósofos, la psicología de sus grandes nombres. Esto en virtud de que descubrió en
la tragedia griega una disposición del alma antigua a percibir el devenir cósmico en la
tirantez de una antítesis primordial; lo que Nietzsche llama contraposición entre lo apolíneo
y lo dionisíaco.
Esta contraposición es el símbolo, el epigrama si se prefiere, del “presentimiento”
que tiene el hombre filósofo Nietzsche, de que el principio que rige esta realidad
existencial en que vivimos, yace en efecto oculto por debajo de ella misma; la realidad
inmediata es por tanto apariencia, pero apariencia en cuanto aparición, digamos,
en cuanto mostrarse activo del principio. Esta es la razón por la que señalaba en El
nacimiento de la tragedia, que hasta no lograr una aproximación desnuda a la pregunta
¿qué es lo dionisíaco?, los griegos que tanto apreciaban sus colegas académicos, les
permanecerían totalmente desconocidos, inimaginables incluso. Al alcanzar no sólo la
intelección lógica, sino además la certeza inmediata de la intuición de que el desarrollo
del arte está vinculado a la contraposición de lo apolíneo y de lo dionisíaco, del mismo
modo en que la generación depende de la dualidad de los sexos (4), se habrá ganado
entonces mucho para la ciencia estética.
3-- --, Crepúsculo de los ídolos, Ed. Citada, 1982, p. 51
4-- --, El nacimiento de la tragedia, Ed. Citada, 1978, p. 40
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El conocimiento que poseemos de las manifestaciones artísticas que
distinguían a los cultos de Apolo y de Dioniso, evidencian que en el antiguo
mundo griego subsistía de facto una antítesis entre el arte del escultor
(apolíneo) y el arte no-escultórico de la música (dionisíaco).
De hecho, en un principio esta antítesis se presentó como
rechazo: en un inicio el culto délfico ofreció resistencia
al recién llegado culto a Dioniso, resistencia que
quedó entronizada en el arte dórico, como actitud
de mayestática repulsa de Apolo. Existió entre ellos la
incitación mutua a parir creaciones nuevas y cada
vez más vigorosas, para perpetuar en ellas la lucha
de aquella antítesis, sobre la cual se tiende un puente
común: el arte. Dos mundos del arte contrapuestos
que, como dice Nietzsche, por acto milagroso de la
voluntad helénica llegaron al fin a mostrarse apareados
entre sí; y es por medio de tal apareamiento que llega
a engendrarse la obra de arte a la vez dionisíaca y
apolínea de la tragedia ática.
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Estos dos modos griegos de expresión artísticoreligiosa, lo apolíneo y lo dionisíaco, son postulados por
Nietzsche como dos instintos manifiestos en los mundos
artísticos separados del sueño y la embriaguez, dos
fenómenos fisiológicos entre los que puede advertirse
una antítesis correspondiente a la de lo apolíneo y
lo dionisíaco. Con este argumento articula su análisis
psicológico del arte griego, y con ello, de todo el
fenómeno helénico.
En lo apolíneo, el sueño es el presupuesto de todo
arte figurativo. Sólo un pensador del devenir es capaz de
entender que la relación que tiene con la realidad de
la existencia, es la misma que el hombre sensible al arte
mantiene con la realidad del sueño; de estas imágenes
extrae su interpretación de la vida. Esta alegre necesidad
intrínseca de la experiencia onírica fue expresada por los
griegos en el símbolo de su Apolo. Apolo, dios vaticinador y a la
vez potencia de todas las fuerzas figurativas, domina la luz, y por
ello domina también la apariencia del hermoso mundo interno
de la fantasía onírica. Y aquí podemos ver un punto argumental
importante: Nietzsche ve en la imagen de Apolo el símbolo del
instinto de limitación mesurada, de la tendencia hacia
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la separación, ve el signo del impulso a dividir y particularizar, ve además (o por ello), la
imagen de la sobriedad moral en ese sabio sosiego de la divinidad de la Luz.
Encontramos aquí un punto de inflexión decisivo en el pensamiento de Nietzsche.
El postulado de la imagen de Apolo como símbolo del instinto fundamental que
impele al hombre individual a apoyarse y confiar en su capacidad de definir
como individualidades los eventos de su experiencia del mundo, que lo encierra
en el círculo del principium individuationis; Apolo como la imagen divina del
principium individuationis. Al establecer el significado etimológico del nombre
griego Apoloon [Apolo] como der Erscheinender [“el Resplandeciente”], se
hacía de un pretexto apropiado, en alemán desde luego, para presentarlo
como la divinidad del Schein [brillo, aparición] y con ello ponerla en relación
directa con Erscheinung [apariencia], término que es, como se sabe,
kantiano por excelencia. Si en términos empleados por Nietzsche como
instinto, voluntad, representación e incluso principium individuationis,
podemos percatarnos de la influencia de Schopenhauer sobre
él, encontraremos en la relación establecida entre Apolo y “la
apariencia”, la transposición de aquella existente en Kant entre “la
cosa en sí” [das Ding an sich] y “la apariencia” [die Erscheinung].
Como quiera que sea, lo cierto es que Apolo, lo apolíneo, es
para Nietzsche aquella potencia por cuya mirada hablan a los
hombres todo el placer y toda la sabiduría de “la apariencia”.
Si lo apolíneo es la potencia vital que lleva al sueño
fenoménico, ¿qué es entonces lo dionisíaco? ¿Se quiere en
verdad dar una mirada a la esencia de lo dionisíaco? Pues nada
más debe experimentarse el espanto que produce la disolución
de toda definición, de todo límite, debe uno sumergirse en el
pavor que provoca la visión del abismo tras la infracción del
principium individuationis. Con el despertar e intensificación
de las emociones dionisíacas, lo subjetivo se desvanece hasta
alcanzar el olvido absoluto de sí mismo. Nietzsche encontró en la
embriaguez la mejor analogía disponible para representar este
estado de conciencia.
Si bien en un principio el sobrio culto délfico resistió al
nuevo culto orgiástico a Dioniso, tuvo lugar posteriormente una
reconciliación entre ambos, debido a que, finalmente, desde
la raíz más profunda del alma helénica se abrieron paso instintos
afines. Nietzsche reconoció en esta reconciliación el momento más
importante en la historia del culto griego. Además, esta
reconciliación agrega un elemento que determina una
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separación marcada entre lo dionisíaco griego y lo dionisíaco bárbaro, pues contra las
arrebatadas emociones de esas festividades orgiásticas, los griegos se vieron protegidos
por la figura de Apolo, por la mesura de lo figurativo.
En todos los confines del mundo antiguo, desde Roma hasta Babilonia, puede
rastrearse la existencia de festividades dionisíacas, y en casi todos estos lugares el quid de
esas festividades consistía en el desbordante desenfreno sexual, cuyas ondas expansivas
rebasaban toda institución y todos sus estatutos venerables: eran desencadenadas las
bestias más salvajes de la naturaleza hasta alcanzar aquel revoltijo de voluptuosidad
y crueldad, que a Nietzsche siempre le pareció un auténtico “bebedizo” de brujas.
Pero, mientras que en los saces babilónicos, por ejemplo, sucede una regresión de lo
humano a lo animal, en las orgías dionisíacas de los griegos se alcanza un significado de
redención del mundo. Sólo en las festividades dionisíacas griegas la naturaleza alcanza
su júbilo artístico, porque sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se
convierte en un fenómeno artístico.
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Tengamos esto en cuenta: el drama, esa cúspide de la poesía griega, nace en
realidad de los coros satíricos que animaban con sus ditirambos las fiestas dionisíacas. Se
sabe que por el 600 a.C., Arión, músico de Lesbos y devoto del dios Apolo, quien según la
leyenda corintia transformó en constelación su lira, compuso, sin embargo, ditirambos a
Dioniso en dialecto corintio, ditirambos que eran cantados por un coro “cíclico”, al parecer
de cincuenta personas, y quienes, según señalan algunas fuentes, se disfrazaban de
chivos (tragikós Chorós) en representación del cortejo de Dioniso; de donde el ditirambo,
ya regularmente fijado, vino a llamarse tragoodía o “canto de los chivos”. Ya hacia el 530
a.C. Tespis de Icaria introdujo un actor en la dinámica del ditirambo, el cual conversaba
con el “corifeo” (director del coro), y por ello se le llamó el que contesta (hypókritas),
término común para designar al actor. Esta organización del diálogo representó un
paso definitivo. Pero es en la figura de Esquilo donde podremos encontrar al verdadero
fundador de la tragedia. Este poeta ateniense, oriundo del cantón de Eleusis, introdujo la
invención de un segundo actor, lo que trajo como efecto la disminución de la importancia
del coro, trasladando al diálogo el interés de la obra. Con esto, la tragedia alcanzó su
madurez.
Ya para 1889, diecisiete años después de la tormenta causada por su libro inicial,
Nietzsche reconocía en Más allá del bien y del mal (5), haber sido el primer filósofo en dar
con el conocimiento definitivo de lo que es la psicología de la tragedia, y por demás,
haber descubierto el único símbolo y la única réplica que la historia posee, de su más
íntima experiencia del ser. Resulta difícil expresar por el momento cuál es la verdadera
dimensión de esa experiencia intimista, a menos que llegásemos a experimentarla
en nosotros mismos. No obstante, Nietzsche es el primer filósofo trágico: antes que él
nadie había realizado una transposición de lo dionisíaco a un pathos filosófico: nadie lo
5
-- --, Más allá del bien y del mal, Ed. Citada, 1979, p. 21
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había hecho porque nadie lo había notado, faltaba la sabiduría trágica. Nadie antes
que él había notado en el ditirambo dionisíaco el poderoso estímulo a la intensificación
máxima de todas las capacidades simbólicas del hombre. Nadie se había percatado
del poderoso enigma encerrado en la contraposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco:
sólo él pudo ver en esta antítesis el símbolo de dos potencias artísticas que brotan de la
naturaleza misma, sin mediación del artista humano. Se trata de potencias por medio de
las cuales encuentran satisfacción, por vía directa, los instintos artísticos de la naturaleza,
expresándose, por un lado, como mundo de imágenes del sueño, cuya perfección nada
tiene que ver con el hombre individual, y por el otro, como realidad embriagada que
intenta aniquilar al individuo redimiéndolo a través de la unidad.
La comprensión del sentido profundo encerrado en la antítesis apolíneo-dionisíaca,
le permitió traducir lo trágico al plano metafísico. Le permitió formular lo trágico como
pensamiento que experimenta la vida como la contraposición entre lo definido y lo
indefinido que caracteriza al mundo inmediato, o por decirlo mejor, entre el ente finito
destinado a la aniquilación y el fondo infinito en donde todo lo aniquilado se hunde, pero
que a su vez, es el fundamento que perpetuamente hace brotar de sí mismo nuevas e
incontables formas finitas. Un constante ir y venir entre el brotar y el ocultarse. El pathos
trágico ve en la vida una fuente eterna que perpetuamente produce individuaciones y
que, produciéndolas, se desgarra a sí misma. En ello está el dolor y el sufrimiento de la
vida; dolor y sufrimiento de haberse separado de lo Uno Primordial.
Pero en la misma medida en que se desgarra la vida, tiende a reintegrarse,
digamos, a solventar su dolor reencontrándose en su unidad primera, algo que sólo
puede ocurrir con la muerte, con la aniquilación de las individualidades. Tenemos
entonces que en el primer Nietzsche el dolor es la individuación, en cuanto separación de
la fuente, y la muerte el placer supremo, en cuanto reencuentro con el origen. Morir no es
por ello desaparecer, sino sólo un sumergirse en el origen, que incansablemente produce
nueva vida.
Más adelante, en el desarrollo de su pensamiento, cuando se libera de la pesada
sombra de Schopenhauer, Nietzsche comprende que el pathos trágico no se manifiesta
como un pesimismo anodino, sino por el contrario, el sentimiento trágico es más bien
una afirmación jubilosa de la vida. Este júbilo trágico, esta exaltada afirmación de la
fugacidad de la vida, hunde sus raíces en el conocimiento de que todas las formas finitas
del mundo sensible son mareas momentáneas del devenir cósmico, son momentos,
eventos fugaces que emergen como expresión escindida del fondo mismo de todo lo
existente. La ley eterna de las cosas se cumple en el devenir constante. No hay culpa, ni
en consecuencia redención, sólo existe la inocencia del devenir. Darse cuenta de esto
es pensar trágicamente. El pathos trágico se sostiene en la certeza de que todo es uno.
Es cierto que en El nacimiento de la tragedia Nietzsche aún considera lo apolíneo y lo
dionisíaco como acabados cada uno en sí mismo, pero al avanzar en el estudio de su
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pensamiento se descubre que la noción de esta contraposición inicial se radicaliza hasta
el punto de concebir a lo dionisíaco como la base vital que engulle en sí a lo apolíneo,
llegando incluso, hacia el final de su empresa intelectual (bordeando el desvarío), a ver lo
apolíneo como un mero momento de lo dionisíaco.
Hemos llegado por fin al meollo de nuestra exposición. Estamos por fin en
disposición de exponer la fórmula nietzscheana de lo trágico. Ésta resulta de la idea de
que la cumbre que alcanza el arte griego no se deriva de su gloriosa raigambre en la
paideia helénica, sino del hecho de que alcanzó con la tragedia la esencia misma de
todo arte universal. Es la visión trágica la que hace que el arte griego (y cualquier arte
que se pretenda desarrollar) alcance la esencia misma de lo artístico, por lo que se hace
evidente que su ontología está en efecto encubierta por la psicología y la teoría del arte.
Es el pensamiento trágico lo único que permite esclarecer la totalidad de lo existente. Sólo
con el arte trágico se puede penetrar en el fundamento del mundo con mirada profunda.
Tenemos entonces que se reduce la verdadera esencia del arte a lo trágico.
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Nietzsche considera al arte, planteado en estas condiciones, como el acceso más
originario a la intelección, tras el cual se sucede a duras penas el concepto; y aún más,
el concepto sólo puede adquirir categoría de originariedad a condición de confiarse a
la visión más profunda del arte, en otras palabras, a condición de repensar lo que el arte
experimenta de manera creativa. Lo trágico queda formulado aquí como una categoría
estética; y lo estético adquiere entonces para él el rango de principio ontológico
fundamental, dado que ve en el fenómeno de lo trágico la verdadera naturaleza de la
realidad y en el pensamiento trágico su único acceso.
La esencia del mundo se abre paso hacia lo humano por medio del arte, de la
poesía trágica, por lo que el arte se convierte en la clave de la filosofía. Sin embargo,
en este ejercicio inquisitivo no llega a formular una intelección ontológica del fenómeno
de lo estético enunciándola en conceptos, por el contrario, expresa su comprensión
fundamental del ser por medio de categorías estéticas. Por ello, en El nacimiento de la
tragedia el fenómeno del arte queda establecido como axis por el que y desde el que
puede descifrarse la caótica madeja del mundo óntico; no es de extrañar entonces que
Nietzsche calificara a esta obra como una metafísica del artista.
Pero este carácter axiológico del arte se vio tergiversado por el predominio de lo
lógico, que Sócrates enarbolaba, cual médico de almas, como su último remedio. La
racionalidad como salvadora, como cura de los instintos, como implantación definitiva
de una luz diurna contra los apetitos oscuros. Así fascinaba Sócrates a la vieja Atenas, que
descubría en la ferocidad de las cuchilladas del silogismo una nueva especie de agón
[lucha]. En esto fue Sócrates el primer maestro de esgrima para los círculos aristocráticos
de Atenas, porque él fascinaba en la medida en que removía el instinto agonal de
los helenos. Se instaura entonces la idea absurda de que el pensamiento conceptual,
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armado con la dialéctica agónica, puede remontarse, por el hilo de la causalidad,
hasta los abismos más íntimos del ser; pero claro, el ser ya no será visto más como
arjé, como principio originario, sino como valor y verdad lógica. Así, en los dos milenios
subsiguientes se estrecha la mirada del preguntar filosófico porque éste se desvía hacia
la valoración moral del mundo humano, dando pie a la antropología y la metafísica.
Todos estos dogmas socrático-platónicos serán recogidos por el inventor del cristianismo,
Pablo de Tarso, quien confirma la escisión entre los dos mundos, amalgamándolo con
los elementos específicamente judaicos de resentimiento y pecado. Este componente
platónico perdurará a lo largo de toda la tradición y ni siquiera será tocado por la
Ilustración, más bien lo exaltó como la base misma de sus presupuestos, hasta alcanzar la
Razón Lógica y Estatal que en Hegel logró su expresión sistemática.
Todas estas comprensiones hacen de Nietzsche un verdadero filósofo
intempestivo. Su metafísica del artista, lo sabía él, era también una metafísica para
el futuro. Este es siempre el destino que pareciese estar reservado sólo para los
pensamientos radicales. No nos queda ninguna duda de que el joven Nietzsche presintió
este destino en el momento mismo en que hizo sus descubrimientos, ese joven Nietzsche,
caviloso y amigo de enigmas, que, como enfermero en algún rincón de los Alpes,
redactaba con pasión sus reflexiones sobre los griegos mientras los fuegos de las batallas
de Weissenburg y Wörth se expandían sobre Europa. Y nada como los horrores de la
guerra para que la búsqueda del verdadero valor de la existencia se vea reflejada en
el preguntar filosófico. El dolor, la impotencia y el asco más profundo que únicamente
procura la guerra, tienden a predisponer al espíritu del pensador a ir donde nadie se
atreve a ir, a ver lo que nadie quiere ver. Tal vez no sea así para todo pensador, pero para
aquel enfermero discípulo de Dioniso significó la adopción de la irrupción como motivo de
su pensamiento, por lo que exclamaría mucho más tarde, como recordándonos el sino
y credo de su filosofía, ¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también
poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar! ( 6)
6-- --, Así habló Zaratustra, Ed. Citada, 1983, p. 204
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