El destino manifiesto de EE UU: ideología y política exterior

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El destino manifiesto de EE UU:
ideología y política exterior
William Pfaff
La reivindicación de una mayor virtud política ha justificado el intervencionismo de EE UU y su
expansión de poder. Esta misión ‘divina’ ha mostrado en Irak lo erróneo de sus planteamientos. Es hora de aceptar un sistema internacional de poderes e intereses plurales y legítimos.
l presidente George W. Bush ha mostrado hasta ahora total indiferencia hacia el mensaje político tras las elecciones mid term de noviembre de 2006, cuando una mayoría de electores se pronunció
con claridad por el fin de la guerra en Irak. Bush ha desestimado
las propuestas del Informe Baker-Hamilton para encontrar una salida a esa
guerra y, a pesar del esfuerzo del Congreso para limitar la libertad de acción
del presidente, ha reiterado su estrategia de “victoria” aumentando el número
de soldados en territorio iraquí. Bush parece determinado a continuar con la
guerra hasta que Estados Unidos elija un nuevo presidente en 2008.
Pese a las presiones para fijar una fecha de retirada de las tropas, la mayoría de los críticos del presidente en el Congreso, en los medios de comunicación y entre los especialistas en política exterior están condicionados por
el apoyo prestado en el pasado a su política y, sobre todo, por el fracaso a la
hora de cuestionar los supuestos políticos e ideológicos en los que se fundamenta esa política.
Todo ello ha sido consecuencia de un gran fracaso intelectual. Durante
años no se ha llevado a cabo un examen crítico o, si se ha hecho, ha sido mínimo del cómo y el porqué la concreta y limitada, pero en definitiva fructífera, política posbélica estadounidense de “contención paciente, aunque firme
y atenta, de las tendencias expansionistas soviéticas… y de las presiones
contra las instituciones libres del mundo occidental” (como George Kennan
la definió en su momento), se ha convertido al cabo de seis décadas en un
E
William Pfaff, escritor norteamericano, es columnista del International Herald Tribune y miembro del Consejo Asesor de POLÍTICA EXTERIOR. Su último libro es The bullet’s song: Romantic violence and utopia. Nueva
York: Simon & Schuster, 2004. © NYRB, 2007.
POLÍTICA EXTERIOR, núm. 117. Mayo / Junio 2007
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Política Exterior
vasto proyecto de “acabar con la tiranía en el mundo”.1 La administración de
Bush defiende su búsqueda de este quimérico objetivo por medio de ataques
ilegales, unilaterales y preventivos contra otros países, acompañados de encarcelamientos arbitrarios y la práctica de la tortura, al tiempo que proclama
que EE UU posee un estatus excepcional entre las naciones que le confiere
unas responsabilidades internacionales especiales, y unos privilegios para
hacer frente a esas responsabilidades.
En eso radica el problema. Otros dirigentes estadounidenses anteriores
a Bush han hecho la misma afirmación en cuestiones de menor gravedad. Insinuar que EE UU no tiene una condición moral única o un papel que desempeñar en la historia de las naciones ni, en consecuencia, en los asuntos del
mundo contemporáneo es algo así como una herejía nacional. Pero lo cierto
es que no los tiene. Se trata de una pretensión nacional que es la consecuencia comprensible de las creencias religiosas de los primeros colonos de Nueva Inglaterra (disidentes religiosos calvinistas, movidos por expectativas milenaristas e ideas teocráticas), que les convencieron de que sus austeros
asentamientos en tierras salvajes representaban un nuevo inicio en la historia de la humanidad. Sin embargo, los primeros asentamientos en Virginia
fueron de tipo comercial, igual que los de los holandeses, y las colonias de
terratenientes de Pensilvania y de Maryland eran cuáqueras y católicas, y no
tenían semejantes ideas. Como tampoco las tuvieron las colonias más tempranas, las españolas en Florida y en el suroeste, y las francesas en los grandes lagos de América del Norte y en el Misisipí.
La nobleza de las discusiones constitucionales de las colonias que siguieron a la guerra de Independencia, y la expresión del nuevo pensamiento de la
Ilustración en las instituciones de gobierno que crearon, contribuyeron a esta
creencia de la excepcionalidad de la nación. Thomas Paine escribió que “el caso y las circunstancias de EE UU se presentan como al comienzo del mundo
(…). No tenemos la oportunidad de rebuscar información en el oscuro terreno
de los tiempos antiguos, ni de arriesgarnos con conjeturas. Estamos (…) como si viviéramos al principio de los tiempos”. Incluso Francis Fukuyama, un
neoconservador en recuperación, reconoce en un libro reciente que la política
y la economía de EE UU se apoyan en una reivindicación inmerecida de privilegios, en la tan estadounidense “creencia en la excepcionalidad estadounidense, que la mayoría de los no estadounidenses encuentran simplemente increíble”. Añade que tampoco es defendible esa reivindicación, que “presupone
un grado extremadamente alto de competencia”, del que el país no hace gala.2
1. “The sources of soviet conduct”, Foreign Affairs, julio de 1947.
2. William Pfaff, America at the crossroads: democracy, power, and the neoconservative
legacy. Yale University Press, 2006. Fukuyama y otros, como Robert Kagan, ahora en retirada
del proyecto neoconservador, siguen creyendo no obstante en una misión nacional de EE UU
para llevar la democracia al mundo, a pesar de las desastrosas consecuencias prácticas de
ese esfuerzo desde 2002, que ellos adjudican a los fallos cometidos en su ejecución.
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Esta creencia es, no obstante, antigua y muy poderosa. El crítico
Edmund Wilson, que no era precisamente un chovinista, escribió con nostalgia, cerca del final de su larga vida, sobre “la vieja idea de la nación ungida
que lleva a cabo la labor de Dios en la Tierra”, aunque deploraba que en su
época se hubiese corrompido por culpa de la “gazmoñería moralista”. Es
cierto que, al constituir una república, los estadounidenses se convirtieron
en sucesores de las monarquías dinásticas de Europa (aunque la república
holandesa y la federación suiza nos precedieron). Pero eso de que Dios tomó parte en ello, designándonos como sus Elegidos y confiándonos una misión terrenal, todavía está por demostrar, y un teólogo moral podría ver en
esa afirmación el grave pecado de la presunción.
EE UU y los intereses universales
La reivindicación de una mayor virtud política es una reivindicación de poder, la exigencia de que otros países cedan a lo que Washington afirma que
son intereses universales. Desde 1989, cuando el fin de la guerra fría dejó a
EE UU convertido en “la única superpotencia”, ha dado mucho que hablar,
con discusiones acerca de una benevolente (e incluso inevitable) hegemonía
o imperio mundial estadounidenses, una Pax Americana heredera de la Pax
Britannica. Aunque estas ideas no se han manifestado en la retórica oficial,
parecen haber sido asumidas de manera prácticamente universal, de una u
otra forma, por los que se encargan de hacer las leyes y la política.
La articulación oficial más coherente y plausible de ese argumento la
ofreció en el verano de 2003 Condoleezza Rice, entonces asesora de Seguridad Nacional del presidente Bush, en un discurso en Londres durante la reunión anual del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos. Rice dijo que
había llegado el momento de dejar atrás el sistema de equilibrio de poder entre Estados soberanos establecido por la paz de Westfalia en 1648. Este tratado acabó con las guerras de religión al establecer los principios de la tolerancia religiosa y de la soberanía estatal absoluta. Las Naciones Unidas son
una encarnación defectuosa de la autoridad internacional porque es una
asamblea indiscriminada de todos los gobiernos del mundo, y debería, según
Rice, ser sustituida como última instancia de autoridad mundial por una
alianza o coalición de democracias. Se trata de un asunto que suele sacarse
a colación en los círculos conservadores de Washington.
Rice dijo también a los miembros del Instituto que había llegado el momento de rechazar las ideas de multipolaridad y de equilibrio de poder en
las relaciones internacionales. Se trataba de una referencia a los razonamientos franceses y de otros a favor de un sistema internacional en el cual
un cierto número de Estados o grupos de Estados (como la Unión Europea)
actuara autónomamente y ejerciera como contrapeso del poder de EE UU.
Sus palabras fueron consecuencia de la controversia que provocó a princi-
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pios de ese año la negativa del Consejo de Seguridad de la ONU a autorizar
la invasión estadounidense de Irak. Rice señaló que era posible que, en el
pasado, el equilibrio de poder “contribuyera a la ausencia de guerras”, pero
no había fomentado una paz duradera. “La multipolaridad es una teoría de
rivalidad”, continuó; “una teoría de intereses encontrados y, en su peor versión, de valores enfrentados. Ya lo hemos probado con anterioridad. Llevó
a la Gran Guerra…”.
Las políticas exteriores del equilibrio de poder eran, desde luego, una
respuesta al auge de los Estados nacionales de diferente peso y ambición
que, para preservar su independencia y proteger sus intereses nacionales,
no tenían más alternativa que las políticas que “equilibraban” sus relaciones
y las alianzas con otros para contener los intereses encontrados y las ambiciones enfrentadas. Supuestamente, la única alternativa a esas políticas es
la sumisión de todos a una potencia dominante. La aparente confianza de
Rice en que esos conflictos y rivalidades no crearían problemas en una nueva organización internacional de las democracias podría parecer muy optimista. Sin embargo, muchos estadounidenses parecen admitir que el sistema internacional se orienta “de modo natural” hacia una futura
consolidación de una autoridad democrática encabezada por EE UU que dirija los asuntos internacionales.
Elegidos por la divinidad
Durante el primer siglo y medio de historia de EE UU, la influencia del mito
nacional de la elección y la misión divinas fue en general inofensiva, una falsedad tranquilizadora y ejemplar. En aquella época, el país se mantuvo en
gran medida aislado de los asuntos internacionales. El mito encontró expresión en la idea del “destino manifiesto” de la expansión continental (incluyendo la anexión de los territorios mexicanos al norte de río Grande), sin
necesidad de acogerse a un mandato divino. Con Woodrow Wilson las cosas
cambiaron. El mito nacional se convirtió en una filosofía de intervención internacional, y así ha permanecido.
En la gran crisis de la Primera Guerra mundial, EE UU, y Wilson en particular, se encomendaron esas funciones internacionales supuestamente
providenciales; Wilson aseguraba que creía haber sido elegido por Dios para
guiar a EE UU a la hora de enseñar “a las naciones del mundo la forma de
caminar por los senderos de la libertad”. La carnicería y la inutilidad de la
guerra destruyeron por completo el orden europeo existente y minaron la
confianza en la civilización europea. Los aliados europeos recibieron con
entusiasmo la intervención estadounidense en 1917, que modificó el equilibrio militar, y el Plan de Catorce Puntos de Wilson para la paz sedujo tanto a
los pueblos de los poderes centrales como a los aliados y los neutrales.
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Sin embargo, el plan de Wilson no salió bien. El principio de autodeterminación nacional universal no resolvió los problemas de Europa, sino que
los complicó todavía más, y dio lugar a nuevos agravios étnicos y territoriales que fueron explotados a renglón seguido por las potencias fascistas. Un
testigo de las negociaciones de Versalles, el diplomático británico Harold
Nicolson, consideraba a Wilson un hombre “obsesionado, poseído (…) por
la convicción de que la Liga [de Naciones] era su propia revelación y la solución de todas las dificultades humanas”. El fracaso del Senado estadounidense para ratificar el Tratado de la Liga de Naciones (que Wilson había
imaginado como un protogobierno mundial) convenció a la mayoría de la
población de lo prudente que era el aislamiento nacional, que la opinión mayoritaria siguió apoyando hasta Pearl Harbor.
Cuando acabó la Segunda Guerra mundial
continuó la tendencia aislacionista, y la política
exterior fue uno de los asuntos de debate en las
La política de
elecciones de 1946 y 1948. En fecha tan tardía
como 1949, el principal dirigente del Partido ReBush continúa
publicano, Robert A. Taft, se opuso al Tratado de
siendo un reflejo
Washington, fundador de la Alianza Atlántica,
de la influencia
afirmando que implicaba compromisos imprevisibles. (Imagínense qué le habría parecido que la
ideológica de la
OTAN esté en Afganistán en la actualidad). Por
guerra fría
otro lado, estaba a favor de “una ley internacional que defina los deberes y las obligaciones de
las naciones (…), los tribunales internacionales
(…) y una fuerza armada conjunta para imponer esa ley y las decisiones de
esos tribunales”. Creía que la ONU no llegaba a satisfacer todavía ese ideal,
“pero representa un gran avance en esa dirección”.
Esta posición aparentemente contradictoria expresaba en realidad la
paradoja de la actitud de EE UU ante las relaciones exteriores: por un lado,
se muestra aprensivo respecto a la implicación en las “políticas de poder”
internacionales; por otro, abierto a la reforma utópica, dado que ello confirma la especial posición que siempre ha reivindicado para sí. A pesar de sus
reservas hacia los compromisos militares de EE UU en el extranjero y de su
instinto aislacionista, Taft aceptaba las visiones utópicas globales de Wilson
y de Franklin Roosevelt.
La guerra de Corea y la intensificación del enfrentamiento político con
la Unión Soviética en Europa proporcionaron nuevos motivos para la implicación internacional de EE UU, interpretada en términos cuasi teológicos
por John Foster Dulles, un veterano abogado presbiteriano (calvinista, igual
que lo habían sido Wilson y los Peregrinos puritanos) que fue secretario de
Estado de Dwight D. Eisenhower. La idea de EE UU como nación providencial se integró en la política exterior estadounidense durante el mandato de
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Política Exterior
Dulles. De modo que, en 2001, Bush articuló automáticamente su guerra global contra el terrorismo en consonancia con la noción que Dulles tenía de la
guerra fría (llegando incluso a retratar instantáneamente a los terroristas
del 11-S como agentes de una amenaza global y organizada contra la libertad). La fórmula fue aceptada sin reservas por la mayoría de los círculos políticos y periodísticos, y por gran parte de la comunidad de legisladores.
La política de la administración Bush continúa siendo un reflejo de la
influencia de la ideología de la guerra fría, que en el caso de Dulles ponía de
manifiesto la influencia de la noción histórica del enemigo marxista, así como supuestos religiosos personales sobre el significado de la historia. La influencia ideológica neoconservadora y “neowilsoniana”, sobre la idea de
Bush de que el curso de la historia se mueve hacia la democracia universal,
se vio reforzada en 2004 por la entrevista del presidente con Natan Sharansky, que había sido disidente soviético. La tesis de Sharansky de que la
estabilidad internacional solo es posible bajo las reglas de la democracia fue
recogida durante la segunda toma de posesión de Bush, cuando afirmó que
el objetivo de la política exterior de EE UU era “acabar con la tiranía en
nuestro mundo”. Esto era un ingenuo ejemplo de lo que el filósofo británicoaustriaco Karl Popper llamó “historicismo”, refiriéndose a la fe en la existencia de leyes “a gran escala” de desarrollo histórico. La visión de Bush es
la de una ciclópea lucha entre la democracia y los esfuerzos de “los terroristas” por establecer un opresivo califato musulmán de alcance global. (Cómo
van a conseguirlo con la oposición del Occidente industrial y el Asia no musulmana necesita todavía una explicación convincente).
Por consiguiente, Bush y sus simpatizantes se ven a sí mismos apoyando la fuerza dominante en el desarrollo de la historia. Si la trayectoria natural es hacia la democracia, la política estadounidense es, simplemente, acelerar lo inevitable. Cuando, como en el caso de Irak, resulta que eso no es
tan sencillo, se puede evocar un equivalente político de la teoría del economista Joseph Schumpeter acerca de la “destrucción creativa”, según la cual
esa destrucción (en algunas situaciones) despeja el camino hacia el progreso. Schumpeter describe un mecanismo de la economía de mercado, pero
cuando se aplica al desarrollo de la sociedad humana se ve reducido a una
mera creencia secular en el progreso, lo cual es una cuestión de fe, y no de
pruebas.
De la superioridad material al poder
EE UU es en la actualidad la principal potencia mundial según muchos baremos convencionales, o al menos gran parte de ellos. Con la mayor economía y el mayor y más avanzado arsenal de armas, se le reconoce como tal y
ejerce una amplia influencia. Sin embargo, es natural que en las relaciones
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políticas el esfuerzo por convertir la posición de superioridad material en
poder sobre los demás provoque resistencia, y puede fracasar, posiblemente
con un elevado coste. En el caso que nos ocupa, implica la subordinación de
otros, especialmente de las demás democracias, que se espera acepten el liderazgo de EE UU en un nuevo orden internacional, y que puede que se resistan a ello por una variedad de motivos bien fundados.
En el pasado, las sociedades que estaban más avanzadas en cuanto a organización política y social, o en cuanto a poder económico o militar, o incluso solo en algo tan especializado como la navegación, crearon imperios.
Pero en la Edad Media y al comienzo de la Era Moderna, las potencias imperiales no siempre eran tecnológica o militarmente superiores a las naciones
que sometían. El imperio de los Habsburgo fue el resultado de uniones dinásticas y de alianzas religiosas.
Todas las grandes democracias de la actualidad son sociedades avanzadas; y muchas de ellas
lo son más que EE UU en muchos aspectos, coLos esfuerzos
mo prestaciones sociales, distribución de la ride EE UU por
queza y de las oportunidades, seguridad social
fomentar la
universal y educación gratuita o asequible, y en
globalización han
ciertas tecnologías e industrias. Están deseando
colaborar con EE UU en asuntos de interés cotenido un efecto
mún, como lo han hecho durante medio siglo,
desestabilizador
pero no quieren subordinarse a Washington. Son
conscientes de que los esfuerzos de la administración Bush para establecer un sistema de Estados clientes en Asia central y Oriente Próximo (“el Gran Oriente Próximo”)
ya ha producido dos guerras ruinosas e inacabables, y ha empeorado la situación en Líbano, en Gaza, en los territorios palestinos y en Israel.
Michael Mandelbaum, de la Univerisidad Johns Hopkins, preguntaba hace poco por qué no se ha hecho ningún esfuerzo para construir una coalición militar que se oponga a los intentos estadounidenses de establecer una
nueva hegemonía internacional, si es que de verdad hay naciones que están
en contra. Describe un EE UU que ya domina el mundo, igual que el elefante
(en una genial comparación) domina la sabana africana: el tranquilo Goliat
herbívoro que mantiene a los carnívoros a una respetuosa distancia, a la vez
que sustenta “a una amplia variedad de criaturas –pequeños mamíferos,
aves e insectos– fabricando alimento para ellos al tiempo que se alimenta a
sí mismo”. Todo el mundo sabe que EE UU no es una potencia depredadora,
dice, así que todos sacan provecho de la estabilidad que proporciona el elefante, a costa del contribuyente norteamericano.
Los elefantes también se caracterizan por pisotear a la gente, arruinar
cosechas y huertos, derribar árboles y casas, y de vez en cuando se desmandan (de ahí los “Estados rebeldes”). Es más, los estadounidenses son
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carnívoros. La administración ha vulnerado el orden internacional existente al renunciar a los tratados y a las convenciones que considera molestos y al reintroducir en las civilizaciones avanzadas la tortura y el encarcelamiento arbitrario e indefinido. ¿Dónde está la estabilidad que
Mandelbaum nos dice que ha proporcionado el despliegue militar y político estadounidense? La inútil y destructiva guerra selectiva en Irak; los
continuos y cada vez más frecuentes desórdenes en Afganistán a raíz de
un conflicto similar; el enfrentamiento bélico entre Israel y Hezbolá en Líbano y entre Israel y Hamás en Gaza, así como entre Hamás y Al Fatah en
Palestina, donde además se ve agravado por las continuas crisis; los rumores de nuevas guerras selectivas con Irán o Siria; y el surgimiento de
una Corea del Norte nuclear; todo ello es muestra de una profunda inestabilidad internacional.
Los esfuerzos estadounidenses por liberalizar la economía internacional
y fomentar la globalización, independientemente de cuáles sean sus ventajas, han sido la más poderosa fuerza de desestabilización política, económica, social y cultural que se conoce desde la Segunda Guerra mundial, y han
proporcionado algo que se parece mucho a esa “constante revolución de la
producción, la ininterrumpida alteración de las condiciones sociales, la inseguridad y la agitación permanentes” que previeron Marx y Engels en su
Manifiesto Comunista.
La pregunta que plantea Mandelbaum acerca del uso de las coaliciones
militares para frenar el poder estadounidense parece de otra época. La utilidad de las coaliciones militares ya no es la que era, como EE UU debe saber. En la actualidad, nadie consideraría de forma razonable que una guerra
convencional contra EE UU es una respuesta útil (o viable) al poder de este
país, aunque Corea del Norte e Irán (y sin duda otros) han llegado a la conclusión de que la disuasión nuclear es una inversión que merece la pena
contra lo que perciben como una amenaza de EE UU.
El nuevo militarismo estadounidense, como lo llama Andrew Bacevich,
propicia la vuelta a nociones obsoletas acerca del poder basado en la superioridad militar cuantitativa. Actualmente, el poder se deriva, en primer lugar, de la influencia y los activos económicos, financieros, industriales, políticos y culturales, en todos los cuales EE UU es vulnerable. Si la hegemonía
internacional estadounidense se considera una amenaza, hay medios políticos y económicos por medio de los cuales la sociedad internacional puede
controlarla, por no hablar de formas no convencionales de resistencia militar que se han empleado con éxito en Irak, el pasado verano en Líbano y,
mucho antes, en Vietnam.
Hoy las guerras tienden a estar impulsadas por el nacionalismo, o por
ideologías políticas o religiosas. El nacionalismo y el comunitarismo, la defensa de la identidad y la autonomía de una comunidad, siguen siendo fuerzas políticas eminentemente poderosas, igual que en Vietnam hace tres dé-
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cadas. La reciente historia de Líbano, de Irak, de Chechenia, de las intifadas
palestinas, de los Estados fallidos, el recuerdo de la guerra de Vietnam y el
abanico de “naciones rebeldes” que poseen armas nucleares, son una combinación que hace que las intervenciones militares en el mundo no occidental ofrezcan una perspectiva poco atractiva.
‘No somos guardianes’
¿Hay alguna política alternativa? Cuando murió George Kennan, en 2005, se
daba mucha importancia a la política de contención que caracterizó la
guerra fría, de la cual él era el autor, y a su validación con la caída de la
URSS a causa de su decadencia interna, tal como había previsto. No se había escrito mucho sobre la perspectiva general de Kennan acerca de la naturaleza de las relaciones entre Estados, que ofrece un contraste radical con
las políticas y las suposiciones del actual gobierno estadounidense y de la
mayoría de los que están implicados en la política exterior de Washington.
El libro de reflexiones autobiográficas de Kennan, Around the cragged hill,
editado en 1993, cuando tenía 89 años, ofrecía sus reflexiones e ideas acerca de la política exterior norteamericana.
Kennan no creía que la democracia al estilo de Norteamérica y de Europa occidental se pudiera imponer a escala internacional. “Para tener un verdadero autogobierno, un pueblo debe comprender lo que significa, y desearlo, y estar dispuesto a sacrificarse por él”. Muchos sistemas no
democráticos son inestables por su propia naturaleza. “¿Y qué?”, preguntaba. “No somos sus guardianes. Nunca lo seremos”. (No decía que algún día
podríamos tratar de serlo). Insinuaba que había que dejar que las sociedades no democráticas “sean gobernadas o desgobernadas como sus costumbres y sus tradiciones dicten, y lo único que se pide a sus camarillas gobernantes es que en sus relaciones bilaterales con nosotros y con el resto de la
comunidad internacional, respeten las normas mínimas de las relaciones diplomáticas civilizadas”.3
3. George Kennan, Around the cragged hill: a personal and political philosophy. Norton,
1993. Más tarde, en sus memorias, señaló cuáles debían ser los criterios para las relaciones diplomáticas: que en los asuntos mundiales, EE UU debería comportarse en todo momento como
corresponde a un país de su tamaño e importancia. Esto querría decir: que mostraría paciencia,
generosidad y un espíritu complaciente a la hora de tratar con países pequeños y sobre asuntos
pequeños; que mantendría una posición razonable, coherente y de adhesión firme a los principios a la hora de tratar con países grandes y sobre asuntos grandes; que mantendría un elevado
tono de dignidad, cortesía y moderación en la expresión en todos los intercambios oficiales con
otros gobiernos; que, aun teniendo siempre presente que su principal responsabilidad es el interés nacional, nunca perdería de vista el principio según el cual el mayor servicio que este país
podría ofrecer al resto del mundo sería poner su propia casa en orden y convertir a la civilización estadounidense en un ejemplo de decencia, humanidad y éxito de la sociedad, del cual los
demás pudieran sacar cualquier cosa que pudiera resultarles útil para sus propios propósitos.
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Política Exterior
Una vez que finalizó la guerra fría, Kennan no veía necesidad de mantener la presencia de las tropas estadounidenses en Europa, y no le parecían
muy necesarias en Asia, dependiendo de Japón en materia de seguridad,
aliado de EE UU por tratado. Deploraba esos programas económicos y militares que eran “tantos y tan complicados que no había posibilidad de supervisarlos ni a nivel oficial ni a nivel privado”. Preguntaba por qué EE UU
prestaba (en 1992) asistencia militar a 43 países africanos y a 22 (de 24) países en Latinoamérica. “¿Contra quién se puede pensar que se van a emplear
esas armas? (…) (Presumiblemente) contra sus vecinos o, si hay conflictos
civiles, contra ellos mismos. ¿Es asunto nuestro prepararlos para eso?”.
A finales de los años cincuenta, mi colega Edmund Stillman, ya fallecido, y yo difundimos una discusión que se convirtió en un artículo de revista y, finalmente, en un libro, en la que insinuábamos que la obsesión estadounidense con la potencia comunista soviética estaba llevando a una
versión americana del historicismo marxista y del mesianismo ideológico.
Decíamos que Washington había caído bajo la influencia de “la política
ideológica de los años treinta y el fervor moral de la Segunda Guerra mundial”, al asumir que nosotros y la Rusia soviética luchábamos, por así decirlo, por el alma del mundo.4
Argumentábamos que lo cierto era justo lo contrario. La percepción común respecto a la naturaleza de los verdaderos intereses de Rusia y de China indicaba que el tiempo no jugaba a su favor, y que la política de Kennan
de contener a las principales potencias comunistas hasta que se vieran debilitadas por lo que Marx habría denominado “contradicciones internas”, era
la correcta. El deseo de China era, sobre todo, debilitar la supremacía soviética entre los comunistas. La propia Rusia se encontraba en decadencia material, y su mesianismo se desvanecía. Europa occidental, Japón y otras naciones asiáticas eran cada vez más dinámicas, y cabía esperar que
reclamaran su influencia anterior a la guerra. Los años cincuenta, concluíamos, ya eran una época de centros de poder plurales e intereses múltiples,
un sistema en el cual el poder y las ambiciones internacionales se expresaban cada vez más por actores estatales independientes, un sistema en el
cual EE UU podría prosperar, pero la URSS, a la larga, no. Finalizábamos recomendando paciencia.
Todo esto iba en contra del pensamiento mayoritario de la época. En
retrospectiva, es la historia de un perdedor, que describe un camino que
no se ha recorrido. Podría parecer que en la actualidad tiene escaso interés si la dirección que se acabó siguiendo no hubiese resultado tan desas4. Edmund Stillman y William Pfaff, The new politics: America and the end of the
postwar world. Coward McCann, 1961, y Harper’s, enero 1961. Véase también Stillman y
Pfaff, Power and impotence: the failure of America’s foreign policy. Nueva York: Random
House, 1966.
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trosa. Es difícil imaginar que la actual administración estadounidense pudiera cambiar de rumbo y alejarse de la línea de intervencionismo militar
y político de las últimas décadas, por no hablar de su propia y muy agresiva versión de este intervencionismo desde 2001, a menos que se viera obligada a hacerlo por (el posible) desastre en Oriente Próximo. Parece que la
cuestión relevante es si una nueva administración podría cambiar el rumbo en solo dos años.
Aun así, hay pocos indicios de que en los debates sobre la política exterior estadounidense se desafíen los principios y razonamientos de un intervencionismo motivado por la creencia de una misión especial. El país
podría encontrarse con una nueva administración en 2009 que proporcionase una versión menos abrasiva y más educada de la búsqueda estadounidense de la hegemonía mundial, aunque todavía condenada por la imposibilidad inherente de
alcanzar el éxito.
La especulación
Será difícil dar marcha atrás a los compromisos intelectuales y materiales adquiridos en el
belicista de los
último medio siglo por la inversión militar, buroconservadores
crática e intelectual de EE UU en el intervenciohace un flaco
nismo global. La clase política de Washington sigue convencida en gran medida de que su país
favor a los
proporciona la estructura esencial para la seguintereses de EE UU
ridad internacional, y que la retirada de las fuerzas estadounidenses de su red en expansión de
bases militares en el extranjero, o la interrupción de las actuales intervenciones en los asuntos de muchos países, desestabilizaría el sistema internacional y produciría consecuencias inaceptables
para la seguridad de EE UU. Rara vez se explica por qué tiene que ser así.
¿Cuál es la amenaza que EE UU mantiene a raya? Ni China ni Rusia desafían directamente los intereses de la seguridad occidental, al menos en
opinión de la mayoría de los gobiernos, excepto el de Washington. Evidentemente, todas las naciones grandes tienen necesidades de energía y recursos
e intereses que se superponen y chocan, pero hay pocas razones para pensar que éstos y otros problemas predecibles no son negociables. La especulación belicista que a veces se oye cuando los conservadores estadounidenses discuten sobre China o Rusia –por no hablar de Irán– es producto del
pensamiento de hegemonía mundial, y hace un flaco favor a los verdaderos
intereses de EE UU.
La llamada guerra estadounidense contra el terrorismo no ha salvado a
sus aliados de la violencia. En general, el problema terrorista se ve en Europa como perteneciente al orden social local y a la integración de los inmigrantes, un asunto que requiere tratamiento político y precauciones policiales, relacionado con una crisis religiosa y política dentro de la cultura
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Política Exterior
islámica contemporánea que no tiene posibilidad de encontrar remedio en
el extranjero. Pocos líderes fuera de EE UU, excepto Tony Blair, consideran
que la amenaza terrorista es una conspiración global de aquéllos “que odian
la libertad” –una expresión muy pueril– o piensan que la actual respuesta
militar contra ella esté surtiendo efecto. Los resultados positivos han sido
exiguos, y las consecuencias negativas para las relaciones con los países islámicos han sido desastrosas. El planteamiento estadounidense se percibe
como una guerra contra el “nacionalismo” islámico –una reafirmación de la
identidad cultural y política (y del separatismo)– que, como la mayoría de
los nacionalismos, ha producido organizaciones de lucha terrorista (igual
que hizo otro nacionalismo sin nación, el sionismo, en su momento).
Aceptar la pluralidad
La alternativa no intervencionista a la política seguida en EE UU desde los
años cincuenta consiste en reducir al mínimo la injerencia en otras sociedades y aceptar la existencia de un sistema internacional de poderes e intereses plurales y legítimos. Se podría pensar que la idea de que las naciones
son responsables de sí mismas y de que es más probable que la injerencia
militar de EE UU en sus asuntos convierta pequeños problemas en problemas grandes en lugar de resolverlos, convencería a los ciudadanos estadounidenses que creen en la responsabilidad individual y en la autonomía de los
mercados, se consideran hostiles a la ideología política (en gran parte inconscientes de la suya propia) y profesan estar gobernados por el orden
constitucional, el pragmatismo y el compromiso.
Una política no intervencionista rechazaría la ideología y pondría el
énfasis en la valoración pragmática y empírica de los intereses y necesidades de su nación y del resto, con confianza en la diplomacia y en la inteligencia analítica, y prestaría atención especial a la historia, ya que casi todos los problemas graves que se dan entre naciones son recurrentes o
tienen importantes elementos recurrentes. Las crisis actuales en Afganistán, Irak, Líbano, Palestina-Israel e Irán son de naturaleza colonial o poscolonial, hecho que por lo general se ignora en las discusiones políticas y
periodísticas en EE UU.
Esa política no intervencionista se basaría principalmente en el comercio y el mercado, más que en el control territorial o en la intimidación militar, para proporcionar los recursos y la energía que EE UU necesita. La actuación política y diplomática serían los instrumentos primordiales y
esenciales de las relaciones y la persuasión internacionales; la acción militar, la última y peor de todas, prueba de un fracaso político. Se reexaminaría
el despliegue militar en el extranjero, prestando especial atención a si en realidad es un impedimento para la solución de los conflictos de los clientes,
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o si refuerza la intransigencia en el complejo funcionamiento de las relaciones entre naciones, como en el caso de las dos Coreas, China, Taiwan y Japón, donde las soluciones duraderas solo pueden encontrarse en los acuerdos políticos entre los mandatarios.
Si se hubiera adoptado una política no intervencionista en los años sesenta, no habría habido guerra estadounidense en Indochina. Se habría reconocido que la lucha allí tenía una motivación nacionalista, que los extranjeros no tenían posibilidad de ponerle remedio y que, por su propia
naturaleza, tendría consecuencias internacionales limitadas, cualesquiera
que éstas fuesen, como después se demostró. EE UU nunca habría sido derrotado, su ejército no habría quedado desmoralizado y sus estudiantes no
se habrían radicalizado. No habría habido invasión estadounidense de Camboya, que precipitó el genocidio por parte de los
Jemeres Rojos. Se les habría ahorrado a los pueblos tribales de Laos esa terrible experiencia.
Es mejor dejar
EE UU no habría sufrido su catastrófica implicación en lo que esencialmente era una crisis
el ‘cambio de
interna en Irán en 1979, algo que todavía envenerégimen’ a la
na los asuntos en Oriente Próximo, ya que nunca
gente que vive
se habría producido la ingente y provocadora inversión de EE UU en el régimen del sah como
con ese régimen
“gendarme” estadounidense en la región, lo cual
puso en peligro al sah y contribuyó a la reacción
violenta de los fundamentalistas contra la modernización secularizadora.
Sin entrar más en lo que se convertiría en una odiosa discusión a toro
pasado sobre lo que se debió hacer y lo que no en el último medio siglo, se
puede argumentar que un EE UU no intervencionista no estaría en guerra
con Irak hoy día. Aunque evidentemente estaría preocupado por la libre circulación del petróleo de Oriente Próximo, Washington habría asumido que
los países consumidores de petróleo compran su oro negro en el mercado y
que los productores tienen que venderlo, porque no tienen otra cosa que hacer con él, y que la intervención en el mercado de los países productores de
petróleo por razones políticas fracasaría a medio y largo plazo, como sucedió después de que la OPEP subiera el precio del petróleo en 1973.
Israel, con sus armas convencionales y no convencionales, es capaz de
garantizar su propia defensa contra la agresión externa, aunque recientemente se ha dado cuenta de sus limitaciones a la hora de combatir contra
las fuerzas irregulares. No puede esperar seguridad total si no se da una solución política a la cuestión palestina, un problema que solo puede resolver
retirándose de los territorios y negociando algo que se aproxime a la frontera creada en 1967. Seguramente haría falta la participación internacional para llegar a una solución, y se haría de buen grado. Por desgracia, 40 años de
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Política Exterior
intervención estadounidense han servido principalmente para permitir que
los israelíes eviten enfrentarse a los hechos, lo cual ha contribuido a la radicalización de la sociedad islámica.
Habría sido razonable que Washington hubiera considerado que la gente
víctima de los déspotas locales, como los iraquíes antes de 2003, es responsable de encontrar sus propias soluciones y que, por lo general, es capaz de
hacer su propia revolución, si es que realmente la quiere. Ningún poder extranjero ocupó Irak e impuso la dictadura de Sadam Husein. La actual insurgencia iraquí contra la ocupación militar y el gobierno impuesto por Washington, junto con un conflicto sectario en aumento, mantienen allí a casi la
totalidad de las tropas de tierra estadounidenses disponibles. Es mejor que
se deje el “cambio de régimen” a la gente que vive con ese régimen, que sabe lo que quiere y que se beneficiará o sufrirá las consecuencias del cambio.
Responsabilidad e intervención
Una doctrina testaruda sobre las responsabilidades de la gente podría parecer inaceptable cuando los espectadores de la CNN presencian los asesinatos en masa en Darfur, Sierra Leona, Liberia, Ruanda o Bosnia. Sin embargo,
una política exterior intervencionista en la que EE UU se entromete agresivamente en otros Estados para que sus asuntos se amolden a los intereses o
a la ideología estadounidenses no es lo mismo que responder a crímenes públicos atroces. Debería ser fácil abordar esto último, como en el caso de
Charles Taylor, ex presidente de Liberia, responsable de varios conflictos
voraces y excepcionalmente sangrientos en África occidental, y que ahora
está siendo juzgado por crímenes de guerra en La Haya. La hábil intervención británica que puso fin al caos civil y al conflicto en Sierra Leona fue un
servicio público, al igual que la pacificación de Liberia.
Hay límites para la viabilidad de la intervención humanitaria. Puede
crear sus propios problemas, como ahora reconocen algunos organismos
no gubernamentales. Sus esfuerzos y los de la ONU por alimentar y apoyar a los refugiados pueden facilitar la agresión al rescatar a las víctimas
de las manos del agresor, como pasó en la intervención inicial en Yugoslavia, donde el Consejo de Seguridad limitó a las fuerzas de la ONU a la
“protección” de civiles, mientras tenía lugar una agresión sectaria y territorial. La posterior intervención militar dio pie al acuerdo de Dayton, que
no obstante dejó pendientes Kosovo y el explosivo problema de la diáspora regional albanesa.
Las crisis humanitarias son a menudo la manifestación actual de agravios históricos irresolubles, como en la antigua Yugoslavia y en Ruanda,
donde los tutsis, un pueblo de pastores de origen hamítico que emigró a la
región del lago Kivu hace casi cuatro siglos, presuntamente desde Etiopía,
William Pfaff
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había impuesto una forma de gobierno monárquico y aristocrático a los hutus, que hablan bantú, a pesar de la superioridad numérica de estos últimos. Las autoridades coloniales alemanas y belgas dejaron este sistema tal
como lo habían encontrado, y persistió hasta la independencia en la década
de los sesenta, cuando el intento de crear un sistema democrático por parte de los hutus desencadenó los conflictos posteriores; éstos culminaron
en el levantamiento genocida de 1997 contra los tutsis, que terminó con éstos de nuevo en el poder.
Este tipo de crisis suelen intensificarse con el desarrollo material, como en el caso de la sequía en los últimos años en el semiárido Sahel, región
geográfica y climática que se extiende desde Senegal hasta Etiopía y que
separa los desiertos costeros de África, desde la sabana hasta el Sur. Sus
habitantes han sido principalmente pueblos pastores nómadas identificados como árabes y distintos de los agricultores negros del Sur, una zoLas crisis en
na más fértil. La tierra cultivable se ha reducido,
y ello ha sido origen de conflictos, movimientos
África empiezan
de población y desestabilización política en los
a confundirse
Estados más frágiles. Las víctimas de Darfur son
con la ‘guerra
refugiados del conflicto político dentro de Sudán, y su difícil situación se ha extendido por
global contra el
Chad y República Centroafricana, y amenaza
terrorismo’
con causar problemas en otros lugares.
Es evidente que ésta no es una situación que
pueda resolverse con la intervención militar extranjera. Aun así, el Pentágono anunció en febrero pasado la creación de
un nuevo Mando Africano, posiblemente en Yibuti, con “tropas en la vanguardia” preparadas para ocuparse del “surgimiento… de África como realidad estratégica” (como afirmó en diciembre el general de infantería James Jones, comandante saliente de las fuerzas de EE UU en Europa). El
mando podría estar operativo en otoño de 2008. La declaración sobre Estrategia de Seguridad Nacional de EE UU de 2004 define a los “Estados fallidos” de África, además de a los “Estados rebeldes”, como una amenaza
para los intereses estadounidenses.
El apoyo de EE UU a la intervención de Etiopía en Somalia, que derrocó
al régimen islamista en ese “Estado fallido”, junto a la reivindicación europea y estadounidense de una intervención militar contra los torturadores
musulmanes “árabes” de los refugiados de Darfur, dan a entender que en los
círculos gubernamentales, al igual que en el ánimo de la opinión pública, la
crisis humanitaria en África está empezando a confundirse o a asimilarse a
la “guerra contra el terrorismo” de EE UU. Esto es un grave error, y corremos el riesgo de enzarzar a EE UU en una carrera de intervenciones militares sin fin ni fruto contra las miserias de África; una larga guerra, sin duda.
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Política Exterior
Desde las recientes reclamaciones nucleares de Corea del Norte, la proliferación de las armas nucleares es ahora, más que nunca, motivo de preocupación para EE UU. En Corea del Norte y otros países, el principal incentivo para obtener este tipo de armamento es impedir la intervención militar
estadounidense (o israelí en el caso de Irán). La ventaja que proporciona su
posesión es la intimidación de los Estados vecinos y la inhibición de la injerencia extranjera. Por otro lado, como está descubriendo Irán, el esfuerzo
para obtener armas nucleares puede incitar un ataque preventivo extranjero, así que la opción de la proliferación tiene sus propios riesgos.
En Washington, el hecho de que Irán tenga armas nucleares normalmente
se describe como amenaza para Israel, o para las bases e intereses estadounidenses en la región, o incluso para Europa. Dada la capacidad de todos estos
gobiernos para tomar represalias con medios tanto convencionales como nucleares, parece poco plausible, e incluso poco razonable, que Irán iniciase un
ataque de ese estilo, o siquiera imaginar que tendría algo que ganar si lo hace.
La posesión de armas nucleares proporciona sobre todo un poder simbólico, ya que su uso real implica consecuencias impredecibles e incontrolables,
mientras que esta misma incertidumbre contribuye a su efecto disuasorio. La
fabricación y los ensayos de armas nucleares hacen que un país sea aparentemente más importante, o un actor más notorio y más temido en la escena internacional y regional, pero la explotación positiva del estatus nuclear, aunque solo sea con el propósito de hacer chantaje, no es fácil. La amenaza
nuclear no es creíble automáticamente, ya que su cumplimiento sería desproporcionado frente a cualquier provocación fácil de imaginar. Sea cual sea el
motivo, un ataque nuclear contra un Estado no nuclear, sin medios para disuadirlo o tomar represalias, suscitaría indignación y nerviosismo a escala internacional; invitaría a la intervención de uno (o todos) los antiguos Estados
nucleares, así como de la ONU y otras organizaciones internacionales; traería
una intensa deshonra internacional al Estado que hiciera uso del armamento
nuclear; y, por supuesto, inspiraría a otros gobiernos en la región que se sintieran amenazados en potencia a hacerse con su propia disuasión nuclear.
Por ejemplo, ¿ganaría realmente algo EE UU o Israel con el uso de sus
armas nucleares de penetración contra las instalaciones nucleares de Irán,
rompiendo así la tregua vigente desde los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki? ¿Acaso no se añadiría esto a la lista de incentivos que ya pueden tener Arabia Saudí, Siria, Egipto, Turquía, quizá otros Estados del golfo Pérsico y algunos países de Extremo Oriente para aspirar a medios de disuasión
nucleares? ¿Y no daría esto a los europeos una razón de peso para reconsiderar su propia situación?
Como dan a entender los últimos 60 años de estrategia nuclear, el valor
de estas armas para cualquier propósito que no sea meramente disuasorio
parece escaso. Su utilidad para la coacción o el chantaje parece muy dudosa
cuando no va unida a una capacidad segura para emprender un segundo
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ataque capaz de impedir las represalias (de la clase que poseían los Estados
nucleares en la guerra fría), y eso no está al alcance de los países que ahora
se consideran candidatos al estatus nuclear.5
La ilusión de la seguridad
La historia no brinda seguridad permanente a las naciones, y cuando parece
ofrecer la dominación hegemónica, normalmente es solo para llevársela
otra vez, a menudo de manera desagradable. EE UU ha tenido suerte al poder disfrutar de un aislamiento relativo durante tanto tiempo. La convicción
que tenían los estadounidenses en los siglos XVIII y XIX de que el país estaba eximido del destino común continuó en el siglo XXI con una determinación estadounidense de luchar (hasta la “victoria”, como insiste el presidente) contra las condiciones de existencia que ahora ofrece la historia. Se
contrapone a ellas la ilusión consoladora de que el poder siempre prevalecerá, a pesar de las pruebas de que esto no es verdad.
En Imperialism and the social classes, de 1919, Schumpeter señalaba
que el imperialismo implica necesariamente agresividad, y las verdaderas
razones para ésta no residen en los objetivos que se persiguen temporalmente; es una agresividad porque sí, que se refleja en términos como “hegemonía”, “dominio del mundo”… la expansión por el mero hecho de expandirse. “Esta determinación”, prosigue el economista, no se puede explicar
con cualquiera de los pretextos que la ponen en acción, ni con cualquiera de
los objetivos por los cuales parece luchar en un momento determinado; una
expansión así es, en cierto sentido, su propio “objeto”.
Quizá esto se haya vuelto válido para el caso de EE UU, y hayamos ido
más allá de la creencia en la excepción nacional para convertir una ideología de progreso y liderazgo universal en nuestra justificación moral para una
política de mera expansión de poder. De ser así, habremos entrado en una
lógica de la historia que en el pasado siempre ha acabado en tragedia.
5. El caso India-Pakistán es una excepción, ya que la amenaza percibida es estrictamente bilateral y los países implicados no han hecho más que reproducir para sí mismos, con un
gran coste, el “equilibrio de terror” que existía entre EE UU y la URSS durante la guerra fría.
Algunos han insinuado que el hecho de que algunos grupos terroristas islámicos hayan optado por los atentados suicidas implica la posibilidad del uso “suicida” de las armas nucleares,
lo cual desafía las nociones convencionales sobre la disuasión. Yo añadiría a esto que lanzar
un ataque nuclear requiere la cooperación de un gran número de personal militar y técnico,
además de colaboradores políticos para los líderes que toman semejante decisión, y es poco
probable que sean suicidas de manera colectiva. Aunque sea mínimo, el peligro de las armas
nucleares en manos de terroristas existe. Requiere la complicidad de un Estado nuclear; la
verosimilitud política de que un gobierno permitiera a los terroristas controlar estas armas
parece insignificante, mientras que la complejidad técnica y logística de una operación de ese
calibre sería enorme. En cualquier caso, hay poco que hacer respecto a esta posibilidad que
no se esté haciendo ya.
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