EDUCAR PARA CRECER Permitir la autodirección y la libertad a los niños puede llevar al fracaso completo si se lo toma simplemente como un nuevo “método”. El compromiso y la convicción son esenciales. (Carl R. Rogers) La educación en el tiempo libre plantea como uno de sus retos esenciales el desarrollo íntegro de las personas. Este desarrollo precisa que sean facilitadas condiciones para crear un ámbito posible para el crecimiento y el aprendizaje que favorezca el descubrimiento de la propia identidad, el deseo de devenir personas abiertas a los cambios y a la experiencia; con capacidad para afrontar creativamente los retos de la vida y encontrar respuestas adecuadas y flexibles a las nuevas situaciones en una sociedad líquida y profundamente interaccional. Podemos crecer cuando tenemos capacidad de escuchar nuestro propio interior, cuando sabemos tomar conciencia de las experiencias que vivimos, cuando experimentamos un nivel significativo de autoestima, cuando afrontamos correctamente los conflictos, cuando nos aceptamos a nosotros mismos y a los demás, y cuando gozamos de nuestra propia experiencia y expresamos a otras personas nuestros deseos, sentimientos y opiniones de manera más auténtica y asertiva para establecer relaciones significativas y de cooperación. En realidad, los centros de tiempo libre no siempre reflejan estas intencionalidades. La excesiva burocratización, el activismo desmesurado, las programaciones excesivamente directivas, el centramiento en los problemas en vez de en las personas y los desajustes entre nuestras actividades y las intenciones establecidas; dificultan en gran medida la creación de un clima participativo e interaccional de libertad y crecimiento. A veces me he encontrado con educadores y educadoras que parecen llevar una vida disociada en cuanto su discurso pedagógico va en una dirección y su práctica educativa real, por no decir su propia vida, se encamina en sentido contrario, quizá llena de rigidez, poca humildad, impaciencia y excasamiente abierta a los deseos y sentimientos de las demás personas. Y es que la educación para el crecimiento no consiste en disponer de nuevos recursos y metodologías, porque las técnicas se han demostrado poco relevantes en sí mismas para favorecer un aprendizaje significativo y un desarrollo personal hacia la autonomía, la libertad y la cooperación. Parece altamente probable que la tarea educativa tendría un desarrollo diferente si partiéramos del hecho de la existencia de una tendencia innata al crecimiento y a la actualización que opera en las personas y que su despliegue requiere un clima relacional adecuado. Si una niña se siente segura de sí misma y experimenta un ambiente no amenazante hacia su persona tendrá mayores probabilidades de mostrarse tal como es con sus compañeros y sus monitores y adquirirá mayores posibilidades de desarrollo y aprendizaje. No se trata naturalmente de eliminar los límites que podamos establecer. Al socializarse, el niño tiene que aceptar que la realidad impone limitaciones y que los deseos de cada uno no pueden constituir el único criterio de comportamiento. Los niños precisan límites y reglas claras, pero éstos no pueden ser impuestos a priori independientemente de sus significados. Tendremos que permitir que los niños y las niñas se manifiesten libremente, acoger sus deseos en su contradicción y diversidad, y fomentar una adecuación conductual entre el principio del placer y el de la realidad. La niña que no haya tenido la experiencia de aceptar límites y responsabilidades va a tener mayores dificultades para participar en relaciones interpersonales adecuadas y su egocentrismo creciente impedirá su crecimiento en un marco cooperativo. Me parece que lo realmente significativo para educar en el crecimiento consiste en intervenir desde uno mismo, desde la actitud, independientemente de los recursos que podamos utilizar. Si asumiéramos la idea del crecimiento como una dinámica en nuestro centro de tiempo libre, modificaríamos muchos de nuestros procedimientos, viviríamos nuestra tarea y nuestra vida de otro modo, abandonaríamos la creencia subyacente del niño como receptáculo que adquiere valores impuestos desde el exterior; y realmente pensaríamos que, para que un niño crezca, habremos de empezar en el lugar en que este niño se encuentra y no en el que a nosotros nos gustaría que estuviera. La relación educativa con nuestros educandos se convertiría así en el espacio de facilitación en la medida en que confiamos mutuamente y crecemos como personas pudiéndonos comunicar sin ningún temor paralizante. Ciertamente este espacio no evadiría el conflicto ni las dificultades, pero podríamos utilizar esas crisis como oportunidades significativas en nuestra experiencia de desarrollo y crecimiento. El educador que se deja guiar por su propia sabiduría organísmica buscará que sus educandos desarrollen comportamientos basados en sus propios principios y que entren también en contacto con su sabiduría interior y se dejen guiar por ella. Cuando esta relación educador-educando favorece el despliegue de esta sabiduría organísmica, conduce al educador y al educando a contactar con la integridad corporal teniendo en cuenta todas sus dimensiones, física, afectiva, intelectual y espiritual. Por el contrario, cuando el educador no confía en la capacidad del organismo de evolucionar constructivamente, intenda dar a su educando, toda la información posible y le incita a cunductas impuestas que no siente como suyas. Guiarse por la sabiduría organísmica no implica permitir una anarquía como motor principal de conducta, porque la sabiduría precisa esfuerzo y compromiso. Requiere el aprender a discernir por uno mismo. En la medida en que logremos establecer claramente los límites y elaboremos con nuestros educandos los acuerdos que nos permitan convivir con respeto y aprecio por los demás, más posibilidades tendremos de experimentar un proceso de crecimiento que nos vincule a nuestra sabiduría interior y podremos ayudar de manera más poderosa al desarrollo integral de los niños y las niñas de nuestros grupos. Una manera sencilla de facilitar este proceso consiste en otorgar responsabilidades a los niños y las niñas. Cuando lo conseguimos, éstos se sienten más motivados para crecer y aprender porque es fruto de su propio esfuerzo, se sienten en confianza y llegan a reconocer sus potenciaidades y a desplegarlas. Pero para ello el monitor debe asumir también sus responsabilidades, preguntándose constantemente por su tarea y por su vida, teniendo el deseo y la actitud de seguir actualizándose permanentemente y manteniendo una presencia profunda que prime la relación con sus educandos frente a cualquier otro elemento metodológico o recursista. Se trata de una actitud profundamente vivencial y nuclear, una actitud que requiere estar conectado con uno mismo, con mis dificultades y mis capacidades, desde la que nos disponemos a compartir con los demás. Compartimos experiencias, las interiorizamos, les damos nombre. Necesitamos pues confiar en la capacidad del grupo, confiar más en las personas, escuchar activamente. Eduquemos para crecer, confiemos en los demás, escuchemos a los otros y a nuestro interior, y compartamos nuestras experiencias. Dejemos, en fin, fluir nuestra intuición y nuestra capacidad de invención.