El desarrollo al servicio del bien común Antonio Argandoña1 En su Introducción al cristianismo (1968), Joseph Ratzinger reproduce una historia que toma del filósofo Sören Kierkegaard. En las afueras de un pueblo de Dinamarca, en medio de los campos, resecos ya por la llegada del verano, se instala un circo. Un rato antes del comienzo de la función, se declara un incendio. El director, viendo que están en peligro no solo el circo, sino también los campos de cultivo y la misma aldea, envía al payaso, que ya estaba preparado para su actuación, para que urja a los aldeanos a correr a apagar el incendio. Así lo hace, pero los receptores del mensaje entienden que los gritos, lloros y súplicas del improvisado mensajero son solo una manera, original y divertida, de urgirles a asistir a la función, y cuanto más se esfuerza el mensajero, más se ríen, y menos caso le hacen. Hasta que llega el fuego y lo destruye todo. El mensaje era muy importante, no solo para el circo, sino también para los aldeanos. Pero no era creíble, porque no coincidía con lo que se esperaba del payaso. Pues bien: otro tanto ocurre, hoy en día, con lo que la Iglesia Católica trata de comunicar al mundo. Muchos de los que deberían prestarle atención no lo quieren escuchar, o lo 1 Antonio Argandoña es Doctor en Economía de la Universidad de Barcelona, España (1969). Actualmente es profesor de Economía y titular de la cátedra ‘La Caixa’ de Responsabilidad Social de la Empresa y Gobierno Corporativo del IESE de la Universidad de Navarra. Desarrolla su docencia principalmente en las áreas de macroeconomía, economía monetaria y economía internacional. Ha publicado numerosos libros y artículos sobre ética aplicada a la empresa y a la economía y responsabilidad social corporativa. Es Miembro de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de España (1999), y Presidente del Comité de Normativa y Ética Profesional del Colegio de Economistas de Catalunya. Pertenece también a varios comités éticos de instituciones financieras, asociaciones empresariales y medios de comunicación. Su labor investigadora y fecunda carrera profesional fueron reconocidas en 2008 con el Life Achievement Award, otorgado por la European Academy of Business in Society y el Aspen Institute for Business in Society. El presente texto corresponde a su conferencia dictada en el Congreso Social “La persona en el corazón del desarrollo”; 8 y 9 de mayo de 2012, Pontificia Universidad Católica de Chile. 1 interpretan mal o, simplemente, lo ignoran, porque les parece que aquello no va con ellos. Y esto ocurre, sobre todo, con la Doctrina Social de la Iglesia, a pesar de que esta “es una enseñanza expresamente dirigida a todos los hombres de buena voluntad” (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 84), porque “están en juego la dignidad y los derechos de la persona y la paz en las relaciones sociales entre las personas y las comunidades” (Compendio, 81), que son el objeto principal de aquella Doctrina Social. En este trabajo trataré de explicar algunas de las razones por las que el mensaje social de la Iglesia no es aplicado, ni siquiera entendido, y a menudo tampoco escuchado en las ciencias humanas y sociales, en la filosofía, en la política y en la práctica de la actividad económica. La economía y el desarrollo El desarrollo es el ámbito propio, aunque no exclusivo, de la ciencia económica. Esta ofrece, ciertamente, cosas muy útiles para entender y promover el desarrollo de los pueblos. Para empezar, se trata de una ciencia que se presenta como autónoma y autosuficiente, con una concepción del hombre y de la sociedad sencilla y fácil de entender. Las personas, afirma la ciencia económica convencional, actúan con una motivación dominante, que es la satisfacción de su interés personal, y aunque reconoce que en la acción humana hay también otras dimensiones, estas están incluidas en la misma función de preferencias de los agentes económicos, valoradas con una misma medida e intercambiables con aquella motivación extrínseca, bajo la regla de que “todo tiene su precio”. O, con palabras del economista Steven Landsburg, “la gente responde a incentivos [económicos]. Todo lo demás es comentario”. La ciencia económica contiene, sin duda, muchas ideas y sugerencias útiles a la hora de orientar a las personas, las empresas y los gobiernos hacia el desarrollo económico. Pero también presenta limitaciones patentes. Primero, porque reduce el desarrollo a la dimensión económica, quizás porque no sabe bien qué hacer con las otras dimensiones, no menos importantes, pero menos formalizables. Y segundo, porque, a lo largo del tiempo, no ha conseguido un acuerdo sobre lo que es importante y lo que no lo es en el desarrollo económico. Y así ha propuesto como variables clave el clima (afirmando, por ejemplo, que los países tropicales están condenados a la pobreza perpetua), la religión (el protestantismo ofrece mejores incentivos que el catolicismo) o la raza; la acumulación de capital físico y financiero y, consiguientemente, el acceso a la ayuda de los países ricos, como clave del despegue económico de las economías en desarrollo, y la importancia de limitar su endeudamiento; el control de la natalidad, como exigencia de un desarrollo sostenido (o sea, la concepción del ser humano no como un 2 factor productivo, sino como un consumidor de recursos y, en definitiva, como un coste social); la planificación del desarrollo, como salida racional “desde arriba”, a cargo de los gobiernos o de los organismos internacionales (minimizando el papel de la iniciativa privada) o, más recientemente, las instituciones y la gobernanza. Los resultados, sin duda, han sido buenos. Muchos países, en efecto, han salido del subdesarrollo y están ahora ya en una fase de crecimiento sostenido y sostenible. Pero los problemas no han desaparecido. Algunas naciones no consiguen abandonar la pobreza; en otras, el crecimiento, que empezó siendo vigoroso, se ha interrumpido, a veces durante largos periodos de tiempo. Las desigualdades de ingresos han crecido, se supone que con carácter temporal (en espera de que “una marea creciente haga subir todos los barcos”, es decir, que el desarrollo de unos acabe contagiando a todos) y, a veces, también como un coste necesario (“para hacer una tortilla hay que romper huevos”). El hecho es que la pobreza persiste, tanto en países en vías de desarrollo como en los emergentes y aun en los países ricos, y el “cuarto mundo” (marginación, droga, miseria) sigue ahí, a pesar de la afirmación, tan frecuente, de que disponemos de los recursos necesarios para erradicarlo. El medio ambiente y el uso de los recursos se resienten de un desarrollo sesgado hacia el consumismo y el abuso de los recursos naturales. Y otro tanto podemos decir de otros problemas, que muestran que la economía, con todos su éxitos, innegables y positivos, no es capaz de ofrecer soluciones suficientes y sostenibles. ¿Por qué no se entiende o no se acepta el mensaje de la Doctrina Social cristiana? La Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho que decir sobre todo esto. Se ha ocupado de los problemas de la sociedad desde antiguo; ha prestado atención a las nuevas necesidades y retos, y ha aportado críticas muy serias a la ciencia económica, a las políticas de los gobiernos, a las actuaciones de las empresas y a las actitudes de los ciudadanos y de los medios de comunicación. Pero, como al payaso del cuento, no le hacen caso. ¿Por qué? He aquí algunas explicaciones, que pueden ayudarnos a entender mejor qué aporta la Doctrina Social y cómo puede contribuir a resolver los problemas que nos siguen aquejando. Un problema de lenguaje Una causa de aquella falta de comprensión puede radicar en el lenguaje, porque los términos que utiliza la Doctrina Social coinciden, aparentemente, con los de las 3 ciencias sociales y humanas, pero, de hecho, son distintos. Libertad, por ejemplo: en las ciencias sociales, suele equivaler a libertad de elección de medios entre fines alternativos, mientras que en la Doctrina Social se trata de una libertad orientada a un fin, que el ser humano puede tratar de descubrir, pero que no se puede dar a sí mismo. De modo que, finalmente, la persona puede equivocarse en la elección de su fin, algo que para la economía no tiene sentido. Y lo mismo ocurre con otros vocablos. El desarrollo, por ejemplo, no es solo económico, material, sino de todo el hombre, integral, y de todos los hombres, universal. Por tanto, la Iglesia utiliza el mismo término que los economistas o los gobiernos, pero con un contenido distinto. La educación no es solamente la adquisición de conocimientos y capacidades, sino que apunta a ese desarrollo humano integral antes mencionado. La familia no es solo un colectivo que resuelve problemas en común, de acuerdo con las motivaciones e intereses personales de sus miembros. La dignidad humana no se limita a tener medios, “tener más”, para conseguir fines personales, sino que tiene otra dimensión, la de “ser más”. Y cuando la Doctrina Social de la Iglesia habla del Estado, no se refiere sin más a la autoridad que ejerce el poder en una sociedad, como aclaraba León XIII hace más de un siglo, cuando afirmaba que “entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la recta razón de conformidad con la naturaleza, de un lado, y aprueban, por otro, las enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos expuesto concretamente en la encíclica sobre la constitución cristiana de las naciones” (Rerum Novarum, 23). Cuando el payaso se dirige a los aldeanos no utiliza una terminología distinta, pero ellos no entienden sus palabras de la misma manera. Lo mismo ocurre con la Doctrina Social de la Iglesia: los conceptos de nuestra sociedad son “light”, tienen otro “espesor”, son culturalmente relativos (como el concepto de matrimonio, o el de familia) y, por tanto, expresan realidades distintas. No basta, pues, una traducción: hace falta una explicación. Pero esta no es una tarea fácil. La fragmentación de saberes La economía, como las otras ciencias sociales y humanas, se presenta en la actualidad como un saber autosuficiente, que ha ganado a pulso su autonomía a lo largo del tiempo: su concepción de la persona humana y de la sociedad es independiente, no necesita lo que le puedan aportar la psicología, la sociología o la ciencia política y, en concreto, no necesita el apoyo de la ética. Cuando se coloca junto a las demás disciplinas, participa de algunos trazos comunes, como su visión empírica de la realidad, que niega todo aquello que no entre en una visión positivista del mundo y del hombre. 4 Pero se trata de un saber puesto al lado de los otros. No hay visión de conjunto, que es la tarea que tradicionalmente se atribuía a la filosofía, pero que ahora ni tan solo puede apoyarse en esta última, por la variedad de escuelas, a menudo incompatibles entre sí, que encontramos. Las consecuencias de esta fragmentación de saberes son muchas, y no reconfortantes. La ética, por ejemplo, no pasa de ser una restricción externa, no fundada desde dentro de la economía, las ciencias de la empresa, la política o la sociología, de modo que esa ética acaba materializándose en numerosos “éticas” parciales (“éticas sin moral”: feminista, ecológica, del cuidado,…). La conclusión es, obviamente, que no hay normas morales universales. En este panorama, la Doctrina Social no pasa de ser una teoría más –y una teoría anticuada y poco relevante, porque no participa de los criterios de la modernidad. Pero, de nuevo, aquí hay un problema de comprensión. La Iglesia no hace teoría, no trata de explicar el mundo, sino que intenta llevar el hombre a Dios: su Doctrina Social pertenece al ámbito de la teología, y de la teología moral (Sollicitudo rei socialis, 41). Y, sin embargo, tiene mucho que decir a las ciencias sociales, porque “tiene una visión global del hombre y de la humanidad” (Populorum progressio, 13), o sea, tiene una pretensión de integración, de creadora de unidad en las ciencias humanas: “abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora” (Caritas in veritate, 9). Y por ello puede sostener que “una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora” (Caritas in veritate, 31). Un mensaje irrelevante para los no creyentes Una variante de esta crítica es la que considera que la Doctrina Social de la Iglesia habla desde la fe y, por tanto, sus proposiciones no tienen sentido para los no creyentes. Esta objeción se basa, una vez más, en una visión antropológica determinada: la razón humana es autosuficiente y puede, por tanto, prescindir de la fe, de la dimensión sobrenatural, porque el ser humano es él mismo autosuficiente: no importa cuál sea su origen y su naturaleza, él determina lo que es, establece su fin y elige los criterios morales de su actuación. Si esto es así, la religión no tiene razón de ser. Se convierte, en todo caso, en un bien de consumo, una forma de entretenimiento, una fuente de consuelo o una empresa de servicios emotivos, como vemos que la tratan, a menudo, los medios de comunicación. Y esto si no se la califica de un conjunto de dogmas arbitrarios, o de una serie de 5 prohibiciones anticuadas e inhumanas, dentro de una ética que, como las demás, es relativa y cambiante y, por tanto, no efectiva. Al final de todo esto, la Iglesia no pasa de ser un poder político o económico, cuyos mensajes carecen de validez universal y de credibilidad, porque persigue objetivos parciales y, a menudo, de dudosa moralidad secular. La Doctrina Social será, pues, el programa que esa institución propone para llevar a la práctica su proyecto político. Y el lenguaje religioso será solo su vestidura externa. Benedicto XVI interpreta así esa concepción equivocada: “a veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede –por decirlo con una expresión creyente– del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad (…) Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social” (Caritas in veritate, 34). La comprensión y aceptación de la verdad Otro motivo de desencuentro entre las ciencias sociales y la Doctrina de la Iglesia es que esta “tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia a favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación (…) La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral” (Caritas in veritate, 9), mientras que las ciencias sociales son escépticas acerca de la posibilidad de conocer la verdad, más allá de criterios empiristas, o, en el mejor de los casos, prescinden de la verdad porque, en definitiva, la construye el propio hombre. Esto es otra consecuencia de la negación del pecado original y de la absolutización de la autodeterminación del hombre. Los fallos de la voluntad El problema está, en primer lugar, en el pensamiento, pero también en la voluntad, que no quiere recibir el mensaje de la Doctrina Social, lo que desemboca en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos” (Caritas in veritate, n. 19). Como señaló el Cardenal Ratzinger, “detrás de la aparente solidaridad de los modelos de desarrollo se escondía y se esconde no pocas veces la voluntad de expandir el ámbito 6 del propio poder, de la propia ideología y de la propia dominación del mercado” (Caminos de Jesucristo, 2004, 116). No es solo una limitación del saber, sino del querer. El Cardenal Jean-Marie Lustiger lo denunció contundentemente: “los principales problemas de la crisis mundial (hambre, subdesarrollo, guerras, etc.) tienen soluciones técnicas posibles. Si queremos, podemos alimentar a toda la población, desarrollar a todos los países nuevos, interrumpir la cadena de armamentos, etc. Pero, de hecho, no tenemos los medios técnicos disponibles porque no queremos los fines buenos. La imposibilidad se encuentra en nuestras voluntades, en nuestros corazones. Es por ello que las verdaderas respuestas serán espirituales o no serán. El futuro de una sociedad es cuestión de caridad”. Nuestros conciudadanos piensan de otra manera Todo lo anterior nos conduce como de la mano hacia una sociedad cuyos valores han cambiado o están cambiando rápidamente, lo que conduce a un rechazo de la doctrina católica. He aquí algunos caracteres de esa sociedad, tal como la vemos ya en algunos países avanzados: Individualismo radical: el individuo es la única realidad firme. Y esto se manifiesta en la autonomía de su vida privada: no quiere deber nada a nadie, busca la satisfacción individual, la singularidad y la originalidad personal (por ejemplo, en el consumismo), y centra la vida social en intereses personales, que se acaban convirtiendo en derechos particulares. Emotivismo ético: el presunto inmediatismo de la percepción moral lleva a la toma de decisiones en términos de preferencias personales, buscando la respuesta emocional a los problemas morales, sin suficiente recurso al juicio y a la reflexión. Y esa respuesta emocional salda las responsabilidades morales: una ética de sentimientos que, a menudo, no llega ni a eso, sino que se queda en la “sensación de vivir”: lo “auténtico” como criterio ético. Relativismo moral, porque las preferencias morales son personales, no universalizables. Incluso los derechos pierden su base ética: son, por tanto, relativos y cambiantes. Por tanto, la sociedad no apela a bienes comunes. Los valores éticos (relativos) se limitan al ámbito privado; en el terreno público solo puede haber acuerdos de intereses. No hay un papel para la ética pública; es más, el sostenimiento de valores sólidos aparece como sospechoso de fundamentalismo. La organización de la sociedad es suficiente para garantizar el equilibrio entre los individuos, sin necesidad de una ética social o política. En su caso, los vacíos 7 institucionales se suplen con medidas de control: los problemas de convivencia aparecen como problemas ya no éticos, ni siquiera políticos, sino técnicos. En esa sociedad sin bienes comunes compartidos no hay fines sociales amplios. Desaparece el sueño de una sociedad justa, que en las naciones occidentales inspiró la política, sobre todo después de la segunda guerra mundial. La utopía política cede el paso al presente inmediato y fugitivo, a la gratificación de los deseos individuales. El sueño es ahora conseguir una estructura política y económica perfecta, que hagan superfluo que los ciudadanos sean honrados, lo que se pretende conseguir con la “mano invisible” del mercado y la “mano visible” de la democracia en la política. Se cae así en una forma de utilitarismo social: el “sistema” (el Estado, el mercado, la banca, la empresa, el partido político) debe garantizar la autonomía económica de los ciudadanos (empleo, pensiones, salud, seguridad, educación, vivienda,…), que dejan la solución de esos problemas en manos de unas estructuras que les superan, a cambio de la plena libertad en su vida privada. Pero, como la reciente crisis financiera ha puesto de manifiesto, el “sistema” no es estable, ni autorregulable: de ahí el nerviosismo de los ciudadanos, que desean que “los responsables” arreglen los fallos del sistema, y esto no ya como un desideratum técnico, sino como una exigencia moral: porque “tengo derecho” a que esos fallos sean corregidos, inmediatamente. Una consecuencia de todo lo anterior es la pérdida del sentido de responsabilidad personal, sobre todo en los asuntos que afectan a la sociedad: todos somos responsables de todo, de modo que nadie es responsable de nada. Las “grandes cuestiones” se delegan en los aparatos de los partidos políticos, en los expertos y en los grupos de poder, renunciando para ello, si es preciso, a una parte de la libertad personal. La vida social se construye, pues, sobre la utilidad y la gratificación personal, no sobre la amistad, la solidaridad o el amor. Faltan compromisos estables, precisamente porque no hay bienes comunes. Si nuestros conciudadanos responden a estos clichés, es lógico que no entiendan los argumentos de la Doctrina Social de la Iglesia. Y es lógico también que esta se esfuerce, como el payaso de la historia, en hacerles notar su error, porque “como consecuencia de nuestra cobardía, nosotros, la gente de esta generación, vivimos solo pequeños amores que no son capaces de llenar nuestras vidas, que se quedan, por tanto, vacías y sin gusto. Decimos que somos tolerantes solo porque no tenemos intereses 8 apasionados en las vidas de los otros, y solo queremos que nos dejen en paz” (Rocco Buttiglione, en www.mercatornet.com, 8 de febrero de 2011). La Doctrina Social se apoya en “otra” antropología La Iglesia Católica no elabora filosofías ni teorías sociales, pero “ofrece al mundo ‘lo que posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad’” (Caritas in veritate, 18, citando a Populorum progressio, 13). ¿Quién es el hombre, para la Doctrina Social? Un ser creado por Dios, a su imagen y semejanza. No se ha dado el ser a sí mismo ni, por tanto, se ha dado el fin a sí mismo: debe buscarlo y aceptarlo; esa es la primera verdad sobre el hombre. Pero esto no se corresponde con las pretensiones de autonomía que mencionábamos antes: Dios tiene un proyecto para cada hombre, y este halla su bien cuando encuentra y acepta ese proyecto. Del mismo modo, la persona no se puede dar a sí misma los criterios morales que gobiernan su vida. Pero no es un ser solo dependiente, sino “único e irrepetible, existe como un ‘yo’ capaz de autocomprenderse, autoposeerse y autodeterminarse” (Compendio, 131). Es también inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sí mismo y, por tanto, de tener conciencia de sí y de sus propios actos” (Compendio, 131). Es, pues, inteligente y libre, creativo y responsable. La persona “no es un átomo perdido en un universo casual” (Caritas in veritate, 29), como afirman los materialistas, ni una existencia absurda, como dicen los existencialistas. Creado por amor, “vive la sorprendente experiencia del don” (Caritas in veritate, 34), y está hecho para el don: tiene la capacidad de darse a los otros, y ahí encuentra su plenitud. Es sociable y relacional, abierto al mundo, a los demás y a Dios. “Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana” (Compendio, 106). Su sociabilidad no es una exigencia debida solo a sus limitaciones, sino más bien a sus capacidades: necesita a los demás, pero se realiza cuando se relaciona con ellos. “Una de la pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad” (Caritas in veritate, 43). Tiene una capacidad, limitada pero real, de buscar y encontrar la verdad y el bien. Es capaz de percibir, entender, juzgar y decidir, aunque con fallos; es, pues, capaz de perfección y “se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su 9 alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador” (Caritas in veritate, 76). Está llamado al encuentro con Dios y a la vida eterna: “sin Dios el hombre no sabe a dónde ir ni tampoco logra entender quién es” (Caritas in veritate, 78). Herido por el pecado, a menudo hace lo que no debería hacer y deja de hacer lo que debería hacer. Esto significa que aquella capacidad para desarrollarse y alcanzar su plenitud como persona depende de él, pero no solo de él: necesita de la gracia. “La ley fundamental de la perfección humana y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor” (Gaudium et spes, 38). Todos estos puntos no son sino una aproximación a lo que la Doctrina Social de la Iglesia dice acerca de la persona humana. Si los mencionamos aquí es para hacer notar que la Iglesia Católica tiene una concepción muy clara de lo que es el ser humano, de sus capacidades y limitaciones, de su fin y de su plenitud. No es una concepción cicatera y pobre, sino enormemente amplia, rica y fecunda. Pero entendemos también que, cuando este mensaje llega a los oídos de nuestros conciudadanos, no siempre quieran aceptarlo. Un concepto de desarrollo más rico Aplicando todo lo anterior al tema que nos ocupa, el desarrollo de las personas y de los pueblos, resulta claro que se trata de un concepto más amplio que el de la ciencia económica o de las otras ciencias sociales. Para la Iglesia, el desarrollo, “el tránsito de condiciones menos humanas a condiciones más humanas” (Caritas in veritate, 8), es bueno. Pero es integral y universal, porque “la verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo” (Caritas in veritate, 18). Por tanto, ese desarrollo afecta a todas las dimensiones de la vida del hombre, no solo a la generación de riqueza y a los medios de vida para satisfacer sus necesidades. No se trata solo de “tener más”, sino de “ser más”. No basta añadir algo al desarrollo económico, ni moderar los posibles efectos negativos de un desarrollo solo económico. Y debe incluir la dimensión espiritual y religiosa, porque “sin la perspectiva de la vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento” (Caritas in veritate, 11). El desarrollo puede verse, pues, desde la perspectiva “de todo el hombre”, de su maduración, de su crecimiento como persona, de la aproximación hacia su fin, incluyendo sus necesidades materiales y psicológicas, la formación del conocimiento, el 10 desarrollo de la libertad, las virtudes y las capacidades, también las de participar en la sociedad y en la cultura, y la relación con Dios. Desde este punto de vista, el desarrollo es la responsabilidad de cada persona, que cada uno debe asumir porque “el desarrollo humano integral es ante todo una vocación” (Caritas in veritate, 16). Y en cuanto la persona es relacional, el desarrollo tiene también una dimensión social: del hombre en sociedad y, por tanto, “de todos los hombres”. Vivir en sociedad significa no solo compartir algunas actividades para el necesario complemento personal y la satisfacción de los intereses personales, sino la búsqueda de un bien común que todos comparten. Y en esta vertiente social concurren tres dimensiones, que la Doctrina Social de la Iglesia desarrolla: la política (liderazgo, autoridad, ejercicio del poder), la cultura (búsqueda de la verdad y la belleza, que fundamentan unas convicciones compartidas que se convierten en estructuras y virtudes que ligan la persona a la sociedad) y la economía (creación, adquisición y distribución de recursos para la vida humana). Una vez más, lo que la Iglesia propone no es lo que las ciencias sociales admiten hoy. En concreto, la concepción liberal del bien común (o mejor, del interés general) no coincide con la que la Iglesia propone. La visión vigente es individualista y contractualista: la sociedad existe para facilitar la consecución de los fines individuales de la persona, y la sociedad es el fruto de un contrato ideal entre ciudadanos que, sin compartir una idea de bien común a todos ellos, se ayudan en la consecución de aquellos intereses personales, sin más limitaciones a la propia libertad que las que impone el respeto a la libertad de los demás. Para la rama conservadora del liberalismo político, el bien común es solo la suma de bienes privados, que se persiguen con el criterio utilitarista del mayor bien para el mayor número. Para los socialdemócratas, ese bien común individualista se complemente con unos resultados “bienestaristas”, en términos de igualdad en las condiciones de partida y de provisión de un estado del bienestar para todos, que empieza siendo mínimo y acaba dominando cada vez más esferas de la vida de las personas. Por el contrario, en la Doctrina Social de la Iglesia el bien común “es el bien de ‘todos nosotros’, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social” (Caritas in veritate, 7). “No es un bien que se busca por él mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz” (Caritas in veritate, 7). Solo puede ser generado junto con los demás, y solo entonces se puede reconocer como tal. Y es responsabilidad de todos los ciudadanos, no solo del Estado, aunque a este se le atribuya esa responsabilidad más directamente. Y su modelo es la Trinidad, que “es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura (…). A la 11 luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda” (Caritas in veritate, 54). Conclusiones Nuestro payaso tenía un mensaje importante que transmitir. La Iglesia tiene no uno, sino muchos mensajes, muy relevantes todos ellos, que forman un cuerpo compacto, coherente y rico. Ante ellos, la sociedad se juega no la supervivencia ante un incendio, sino su misma viabilidad como comunidad humana, y la felicidad temporal y eterna de sus ciudadanos. Pero, ya lo hemos dicho, los que deben recibir esos mensajes, sean filósofos, científicos sociales, economistas, políticos, medios de comunicación o simples ciudadanos, no los entienden, no están en condiciones de entenderlos, no se dan cuenta de su importancia, y no quieren renunciar a su manera, cómoda pero peligrosa, de entender la sociedad y el desarrollo. Es su culpa, pero también nuestro problema. ¿Qué debe hacer el payaso, para que le escuchen y le entiendan? ¿Cuál es nuestra tarea como cristianos y como científicos sociales? En el plano personal, me parece que nuestro primer deber es conocer la Doctrina Social, entenderla y transmitirla, con un lenguaje que sea comprensible para nuestros interlocutores, pero sabiendo que, como ya dijimos, estamos utilizando los mismos términos para representar realidades distintas, de modo que hay que hacer un esfuerzo de comprensión de sus puntos de vista y de traducción de nuestro mensaje: no basta con repetir las fórmulas que leemos en los documentos del Magisterio social. Y esto implica comprometernos con la verdad, buscarla activamente y aceptarla, en un diálogo en el que participen la fe y la razón, la Doctrina Social y las ciencias humanas. Y para ello no basta saber: hay que querer, o sea, vivir las virtudes. Y comprometerse en la acción. Y hacer realidad esa Doctrina Social en nuestra vida cotidiana: buscar a Cristo en nuestro trabajo y llevarlo en nuestra vida. Y en el plano científico, como universitarios y como científicos sociales, debemos asumir el compromiso de trabajar sobre las teorías que nos proponen las diversas disciplinas, pero a partir de una antropología que sea compatible con la que sostiene la Iglesia Católica, para pasar después a la elaboración de las políticas y de los planes de acción y a su ejecución. Y para ello hemos de hacer un esfuerzo de unificación de los saberes, ahora dispersos, que solo podemos emprender bajo la guía de la teología y la filosofía. Permítanme que añada una idea más a estas propuestas. La Doctrina Social nos sirve, a menudo, para denunciar teorías y praxis equivocadas: ese era el primer mensaje de nuestro payaso. Pero hay otro, más importante aún: la elaboración de teorías nuevas, 12 que se apoyen en aquella antropología sólida, bien fundada y compatible con la fe. Y aquí es donde, una vez más, la Doctrina Social nos puede servir de principio inspirador. A modo de ejemplo: la Encíclica Caritas in veritate puede ayudarnos a pensar “otra” manera de hacer economía. En efecto, si el hombre ha recibido el mundo y su misma vida como un regalo de Dios, si Dios ama al hombre y no es un Dios de escasez, sino de abundancia, y si la “lógica del don” y el “principio de gratuidad” deben inspirar todas las actividades económicas, ¿no será posible una economía que compagine la escasez en que el hombre se encuentra por las mismas limitaciones que le impone la naturaleza con la sobreabundancia que Dios le da? ¿Seremos capaces de elaborar una teoría de la empresa, en la que aparezca la eficiencia en el uso de los recursos, que viene exigida por la escasez, con la generosidad que las personas pueden darse, unas a otras, siguiendo el modelo de la generosidad de Dios? En definitiva, la Doctrina Social es, para nosotros, los intelectuales católicos, un reto y una oportunidad de dejar una impronta nueva en la ciencia, en la economía, en la política y en la sociedad. 13