Javier Valdez

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Soledad, mujeres y flores
Exequias de miedo para Marcos Beltrán Leyva, El barbas
Javier Valdez
Su padre quería tenerlo ahí, junto a su madre. Ella, en vida, le habría dicho lo mismo:
que nos entierren juntos, en la misma sepultura. Y también él, Marcos Beltrán Leyva, lo
quería así: mi ataúd junto al de mi madre, allá, arriba, en la sierra, en lo alto, en La
Palma, municipio de Badiraguato.
Es conocido como Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, El Botas Blancas, El jefe de jefes.
Pero su acta de nacimiento dice Marcos. Y ya está muerto. Ahí llega, en su traje de
madera, grande, lujoso, café, rectangular, al Aeropuerto Internacional de Culiacán.
Lo trajo hasta la capital sinaloense un avión de la empresa Mexicana, en el vuelo 7466,
que llegó a las seis de la tarde del día 19. Lo recibieron algunos parientes, pocos. Y
también los militares, muchos, cerca de un centenar, apostados en todos lados,
manchando de verde olivo todos los rincones de la terminal aérea.
En las salidas, esperaban personal y carroza de la empresa Moreh Inhumaciones. Luego
del papeleo de rigor, el ataúd fue llevado a la carroza y de ahí al velatorio. Tras la breve
fila del cortejo y los cerca de cinco kilómetros de camino, los militares, en varias
unidades, entre ellas camionetas de modelo reciente.
En la funeraria, ubicada por el bulevar Emiliano Zapata, casi esquina con Álvaro
Obregón, se instaló otro operativo. Los militares tenían puntos de observación y
revisión, retenes, en todos los accesos, pero sobre todo en el principal. Los vehículos
que circulaban por ahí eran detenidos y revisados, aunque no tuvieran como destino
acudir al velatorio. Lo mismo hicieron con las personas.
Unidades artilladas, conocidas como Humvee, y Hummer, además de camionetas y
camiones, estaban en los alrededores. Los militares eran altos y jóvenes. El oficial,
quien parecía dirigir el operativo, dijo desconocer todo: no sabía el destino del cadáver,
la hora de la misa, el momento en que los relevarían o se llevarían el ataúd. Nada. Era
un tipo alto y accesible. De pocas palabras. Con una escuadra colgando de su muslo
derecho. Y en ocasiones, después de bajar de la camioneta aparentemente blindada,
doble cabina, con antena en la parte superior, empuñaba una ametralladora MP-5.
No sé. No sé nada. Estoy como ustedes, no sé: solo espero órdenes.
Alrededor de las ocho de la noche ya estaba instalado en el velatorio. Le dieron las salas
centrales, las que tienen paredes plegables para ampliarlas si hay más gente, si no caben
las coronas o si tienen que oficiar misa y contar con más espacio. El nombre lo dice
todo: salas Premier.
Hasta ahí llegan los arreglos florales: monumentales, monstruosos, grotescos, con
cientos, miles de flores, rosas rojas que predominan, pero también hay lirios blancos y
otras amarillas.
Dos de estos arreglos parecen manos. Una de ellos es cargado por cerca de diez
hombres. Avanzan rápido sobre el bulevar Zapata para que rinda el esfuerzo. Se gritan
así, así, abajo, un poco más, empuja, ahí, sale de allá. Y al fin logran meter uno de ellos.
El otro no cupo en la sala, donde ya suman cerca de treinta arreglos florales, de esos que
parecen mausoleos policromáticos y frescos, redondos, gigantescos e imponentes.
Afuera, en los pasillos, hay otra docena. Y afuera otros. Entre ellos, el que tiene forma
de mano. Muchas de estas ofrendas no tienen nombres en los listones. Algunas solo
dedicatorias que contienen mensajes religiosos y cariñosos, como aquel que dice, en lo
alto, apenas legible, que Marcos Beltrán fue siempre como un padre, y el que reza Dios
te bendiga, en uno más está escrita la leyenda Botas Cuadra, de un supuesto fabricante
de botas de pieles exóticas, y otra con el mensaje De su amigo el parrita. Tienen un
costo cercano a los 40 mil pesos. Pero la mayoría son remitentes silentes, sin rostro,
nombre ni apellido. Las pocas bandas de color negro engrapadas en lo ancho de las
coronas fueron retiradas por una mujer después de la misa. Lo único que se sabe y se
percibe es que hay miedo, un denso ambiente de miradas esquivas, ojos que esculcan,
rostros que se agachan, como rezando, y se pierden entre tantos visitantes. Tantos y tan
pocos a la sala Premier.
Durante la noche hay mucho movimiento. Van y vienen coronas, arreglos, empleados
de la funeraria y de florerías. También visitantes. Los hombres no llegan, está
prohibido. Hace mucho que en los velorios de supuestos sicarios en Culiacán, de
jóvenes muertos acusados de estar involucrados con el narcotráfico, de serlo, de vender,
cobrar, malpagar, en este negocio, no son visitados por otros varones. Solo mujeres, se
lee en las miradas, las siluetas corvas, de mujeres vestidas de negro, en los sillones
negros, acojinados y cómodos.
La visita de un hombre puede marcar su destino. Invariablemente los involucran y
señalan. Queda marcado. A la salida, en el reporte de la policía o el ejército, o en el que
llega a manos de los capos rivales. Hay casos de jóvenes que fueron “levantados” en
pleno funeral y que aparecieron muertos. Todo por haber asistido. Alimento para las
listas negras. Expedientes que terminan donde empezaron: los sepelios.
“Parece mentira, pero es cierto: el hecho de que esté aquí el ejército, los soldados, ha
generado confianza, por eso ha venido gente, porque están aquí, se corre la voz, y
entonces deciden venir… pero son menos, mucho menos, de los que querían venir, y
más de lo que esperábamos”. Es la voz apurada, temblorosa y aparentemente franca de
un hombre que es pariente cercano de Marcos Beltrán Leyva.
Se ha hecho cargo de todo. De acompañar a la hermana del capo para identificarlo, en el
Distrito Federal. Y luego a las hijas y otros familiares, pocos, a recibirlo al aeropuerto.
Y a permanecer en el funeral, la misa, los arreglos, las escasas visitas, el cementerio, la
cripta.
Se le pregunta si es ese ataúd de un millón 200 mil pesos que apareció en los diarios,
chapeado en oro, el que cubre los restos de El barbas. Dice que no, que es lujoso y caro,
pero no a ese nivel. “Ese vinieron y lo ofrecieron, pero no, ya quedamos en ese, el que
traía desde allá, que formaba parte del paquete de traslado y todos los servicios que
otorgó la funeraria”.
Cerca de un centenar de mujeres están en misa. Antes de salir, de soltar el ataúd, lloran.
Le gritan. Alguien pregunta por qué. Otra mas dice que lo ama, que siempre será así. La
mayoría se sonroja. Los pocos niños se acercan, abrazan la caja. Otras permanecen
sentadas, mirándose, enjuagando en silencio los ojos. Inundando cavidades. Y penas.
Hay dos hombres ahí, de aspecto jóvenes, ni siquiera treintañeros. Pero apenas se
asoman, musitan algo, y se van. En el panel de los nombres de las personas que están
velando no aparece el de Beltrán Leyva. Pero sí el de otros tres más.
Los del ejército toman fotos. Un civil que no es periodista hace lo mismo. Una, dos,
tres, a los periodistas. Un grupo de mujeres, aturdidas por el dolor, pero engalladas, van
y les piden a los reporteros que se retiren. Los comunicadores han permanecido en los
pasillos y afuera del edificio. Pero las mujeres dicen por favor y lo repiten
enérgicamente: ahorita es por favor, ahorita… retírense, respeten, déjennos en paz. Son
unas siete. Todas de negro, en bola. Y así se regresan. Compactas.
El cortejo empezó a eso de la una de la tarde. Una carroza salió de pronto, cuando se
abrió uno de los portones, y detrás se fue una patrulla militar. Es un señuelo, pero nadie
cae. A los pocos minutos regresó la unidad del ejército y permaneció casi escondida, en
otra esquina, a pocos metros. A los minutos salió una carroza más y entonces sí abrieron
paso los militares y luego, entreverados en cinco vehículos de lujo de los familiares,
avanzaron hacia el cementerio Jardines del Humaya, ubicado en la salida sur de la
ciudad, un panteón con mausoleos que parecen residencias, castillos, fincas de
descanso: con vidrios blindados, aire acondicionado, balcones, salas, sillones, plantas de
energía eléctrica, granito, mármol, cantera y ornamentaciones de lujo.
El cortejo avanzó por la avenida Obregón, la principal de Culiacán, hasta la calzada De
las ciudades hermanas, luego por la avenida Heroico Colegio Militar, hasta llegar al
camposanto.
No hubo banda ni grupo norteño, narcocorridos, tambora, y poco, muy poco tiempo
para el llanto colectivo y reconfortante, en las exequias. Tampoco tramos a pie, tocando
la carroza y el atuendo café de la caja de madera. Todo fue rápido e instantáneo.
Exequias fastrack y con apenas lapsos para tomar agua y refrescos servidos por los
meseros contratados por la familia, para llorar mientras cae lentamente el ataúd en la
cripta familiar, dejar acomodados, suavemente, los arreglos florales a los lados, en la
cabecera, y partir. Partir ya. Así, a solas, a prisa, sin sus hombres, los hombres. Rodeado
de mujeres de negro, altivas, sufridas y tristes.
Su padre quería llevárselo allá, a la sierra. Él mismo, en vida, les pidió que si moría, si
lo mataban, que lo llevarán a su casa, su tierra, en el panteón de allá, de la serranía,
donde está su madre, en La Palma.
Pero ellas no quisieron. A la hora de decidir decidieron: se queda, aquí, con su familia,
junto al ataúd de la abuela, en la cripta de la familia, en la ciudad, el chapopote, para
tenerlo cerca y llorarle. En Culiacán, la ciudad violenta, capital del estado con cerca de
mil 200 asesinatos este año, en medio de la guerra.
La ciudad de la guerra, que ya se extendió a casi todo el país: como su semilla, la de
Marcos Beltrán Leyva, sus cenizas.
22 de diciembre de 2009
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