Aproximación a una copa de vino tinto (Lo singular: innovación y extinción) Jorge Wagensberg Todo empieza con una fusión termonuclear en el sol. De ella surge una radiación isótropa que se propaga por el espacio. Algunos de estos fotones viajan directos hacia nosotros e irrumpen en la atmósfera terrestre poco menos de diez minutos después de salir el sol. Con un poco de suerte, alguno de estos paquetes de luz sortean las nubes en línea recta y aterrizan en un campo donde madura la uva. No todos dan en la planta, pero los que lo hacen transfieren su preciosa dosis de energía a una química ancestral, de miles de millones de años, que involucra a la clorofila. Comienza así uno de los milagros más admirables de esta parte del cosmos: la elaboración del vino tinto. El gesto de acercarse una copa de reserva se puede parecer mucho al gesto de tender la mano a una persona. Si el vino (o la persona) es conocido, la incógnita reside en el cómo estará hoy; si se trata de un primer encuentro, entonces la experiencia se desarrollará más o menos como sigue. El primer sentido que entra en juego es la vista. El vino primero se mira… como se mira la expresión de un rostro. Se mueve la copa para que la luz arranque diferentes matices, por reflexión y por refracción. Sólo por eso, el resto de los sentidos se despiertan, se interesan, se estimulan y hacen sus primeras predicciones. Antes de que una persona hable por primera vez, ya nos imaginamos su voz. Antes de llevarnos la copa a la nariz ya hacemos inevitables apuestas sobre el olor, el tacto, el juego de sabores… Después el vino se huele. Y, con el olor, parte de las predicciones se confirman, pero otras fallan, leve o bruscamente, y entonces surge la sorpresa, una sorpresa esencial que dispara nuevas predicciones sobre, por ejemplo, el tacto, cuando los labios rompen el menisco del borde del líquido para mojarse en él. Primero se asimila la temperatura, luego la aspereza o sedosidad (…) La aproximación del vino también se parece a la disposición para escuchar música. Interesa un delicado desequilibrio entre lo predecible y lo imprevisible. El exceso de lo uno o de lo otro puede dejar al cerebro sin función relevante que cumplir. Si la predicción es trivial el cerebro se aburre y se ofende. Le puede ocurrir a un melómano con una canción infantil, demasiado tonal y demasiado redundante. Ocurre cuando el primer contacto con un tinto desenmascara su simplicidad y precipita el primer sorbo directamente en un primer trago, sin matices ni preámbulos. Si la predicción es imposible, entonces el cerebro se sobresalta y se frustra. Le puede ocurrir a un melómano con la música dodecafónica o aleatoria. No hay nada más desagradable y violento que tener toda la percepción dispuesta y afinada para recibir un sabor en la gama de los amargos y verse invadido a traición por un sabor dulce, aunque se trate del mismísimo néctar de los dioses. Y así llega la hora de la verdad, el momento en el que dejamos entrar un sorbo para que se desparrame a sus anchas entre unas papilas, se diría que en estado prehistérico por la expectación adelantada por los otros cuatro sentidos. Todavía no hemos soltado la mano que estrechamos en la nuestra, todavía miramos la mirada de quien nos mira, todavía suenan las voces de la primera cortesía… y ya empieza la conversación. Con el intercambio de las primeras preguntas y respuestas, salta una confirmación por aquí, algo que corregir por allí, una sorpresa, una decepción… Es un primer sorbo de vino convergen, por fin, dos complejidades colosales nacidas quizás en un mismo lejano día: la una con un rayo de sol en pos del planeta Tierra, la otra con un frenético espermatozoide en pos de un óvulo maduro. La colisión improbable de estos dos milagros resulta en un milagro aún más peligroso. Es entonces cuando ocurre la explosión en cadena. El universo físico del vino entra en deflagración simultánea con el universo fisiológico de todos los sentidos a la vez, el resultado de ésta en deflagración con el universo psicológico y el resultado de ésta en deflagración con toda la cultura acumulada hasta entonces y con la capacidad de investigación de quien sostiene la copa, o de quienes se estrechan la mano. Así es como algunos primeros sorbos se ganan un puesto vitalicio en la memoria.