Modernidad, vanguardia y revolución: la poesía mexicana (1919-1930) Universidad de Chicago 25-26 de abril, 2008 Ojos para mirar lo no mirado: Poesía y pintura en Carlos Pellicer Vicente Quirarte Instituto de Investigaciones Bibliográficas Universidad Nacional Autónoma de México La misión del poeta consiste en examinar no lo individual sino los conjuntos, con objeto de destacar propiedades generales y apariencias totales; no enumera los pétalos del tulipán, ni describe las diferentes sombras en la verdura del bosque. Debe mostrar, en el retrato que haga de la naturaleza, características tan prominentes y definitivas como para llamar la atención en todos sobre lo original. Samuel Johnson “Peintre non la chose, mais l’effet qu’elle produit” Stephane Mallarmé Entre 1919 y 1930, fechas establecidas por Anthony Stanton como fronteras temporales para este coloquio, la percepción del mundo cambia con la misma rapidez con que tienen lugar hechos políticos decisivos. En el primero de los años, 1919, mueren Amado Nervo y es asesinado Emiliano Zapata. Un héroe cultural y un caudillo social dan paso a una nueva manera de percibir ambas actividades. El propio 1919, la Bauhaus pretende unir las diferentes artes bajo la dirección de la arquitectura y anular la separación entre arte y artesanía. Marcel Proust obtiene el Premio Goncourt y Guillermo de Torre firma el manifiesto ultraísta. En 1930, el sueño revolucionario parece, al mismo tiempo, realizado e interrumpido. Pascual Ortiz Rubio ocupa la presidencia de México, tras la derrota de José Vasconcelos, con la cual parecen terminar muchos de los proyectos culturales de la Revolución. Para entonces, la vanguardia literaria mexicana ha dado los mejores frutos de su juventud: se he rebelado y revelado, y ha dejado clara su posición no sólo mediante manifiestos sino a través de obras que dan fe de la nueva metamorfosis. En pocos momentos como en las dos primeras décadas del siglo XX, las relaciones entre pintura y poesía fueron tan estrechas y sus lenguajes estuvieron tan próximos, tan necesitados el uno del otro: la pintura acude a la reflexión verbal; la poesía investiga las formas de ocupación del espacio. Vasily Kandisky, Paul Klee o Ernest Delaunay elevan el arte de la pintura a la categoría de una ciencia y anotan febrilmente la bitácora de sus hallazgos. Rilke, Valéry y los Contemporáneos en México escriben sobre pintura, y además partes de las exigencias espirituales y artesanales del trabajo plástico para establecer sus propios sistemas de escritura. Los Contemporáneos no sólo fueron sensibles espectadores y agudos críticos de la pintura de su tiempo, sino manifestaron un interés permanente por la técnica y visión propias del artista plástico para utilizarlas en su obra literaria. Xavier Villaurrutia escribe: “Si el fin de la poesía es hacer pensar en lo impensable, acaso el objeto de la pintura no sea otro que hacer ver lo invisible”, palabras que no hubieran disgustado al profeta Paul Klee, quien una década atrás había anotado en alguna página de sus Diarios: “El arte no reproduce lo que es visible; hace visible”. Si el enamorado es el artista que eleva a potencias mayores la realidad, el artista es el enamorado capaz de perpetuar, en el dominio estético, el hallazgo momentáneo de su mirada. Las formas de mirar y de traducir a 2 2 objeto palpables la mirada, propósito más inherente a la pintura que a otras artes, obligan en las primeras décadas del siglo XX a considerar lo contemplado más allá de las leyes físicas, y de este modo trascender lo que Leonardo da Vinci había dejado establecido en su Tratado de la pintura. La desconfianza que Jorge Cuesta exigía a su generación, la necesidad de emocionarse en los objetos antes que con ellos, obligó a los Contemporáneos, artistas conscientes de su tiempo, a una reeducación del sentido de la vista. En su escritura llevaron a la práctica principios plásticos, no a través del uso indiscriminado de una terminología, sino aprendiendo a distinguir la realidad de la apariencia, según la lección de August Rodin a su discípulo Rainer María Rilke. El retrato, el paisaje, la naturaleza muerta aparecen constantemente en sus textos, siempre de manera crítica, nunca con una voluntad de trasladar de manera libresca los modos de aproximación de la pintura. Coincidencias, adhesiones y complicidades, con mayor o menor grado de intensidad, tienen lugar entre escritores y artistas plásticos. Agustín Lazo es traducido por Xavier Villaurrutia y Jorge Cuesta; José Clemente Orozco logra uno de sus mejores retratos expresionistas utilizando como modelo a Luis Cardoza y Aragón, quien se convertirá en uno de los mejores retratistas de sus contemporáneos; Gilberto Owen posa para la visión organizada de Ignacio Gómez Jaramillo; Salvador Novo, dandy en bata de estar, pasea a bordo de un carruaje, en apariencia indiferente a la ciudad nocturna pintada por Manuel Rodríguez Lozano. Carlos Pellicer practica una poesía monumental, heroica, desbordada, próxima a los murales de Diego Rivera, quien lo pintará con la mirada hacia lo alto, característica de la mayor parte del álbum fotográfico pelliceriano. Es evidente que no todos los Contemporáneos tuvieron la misma facilidad para dibujar, notable en Villaurrutia, constante en Owen. Pero en todos hay un entrenamiento constante de la mirada. Se trata, fundamentalmente, de que las cosas no sean lo que parecen y se transformen 3 3 en lo que deben ser: el vaso de agua, repetido y modificado a lo largo de Muerte sin fin, la rosa inmaterial de Villaurrutia, el “Estudio en cristal” de Enrique González Rojo, ¿no son acaso, en una lectura posible, reflexiones sobre las cosas, más cercanas a las búsquedas de la filosofía y de la pintura que a la mera celebración laudatoria de los objetos que el modernismo había agotado? * “Hay un poco de Ulises en Simbad”, escribió André Gide, uno de los autores que integraron el arsenal de lecturas y contribuyeron a modelar la conciencia de la generación mexicana históricamente conocida como los Contemporáneos. Miguel Capistrán prefiere llamarla generación de Ulises, porque bajo ese nombre se formaron los primeros y definitivos años de ese grupo excepcional. La frase sintetiza el espíritu de curiosidad –entiéndase afán crítico, antídoto contra el tedio- que caracteriza al grupo de artistas – escritores, pintores, escenógrafos, músicos- que en la tercera década del siglo XX contribuyeron de manera vertiginosa a poner a México en el concierto universal. Hijos directos de la Revolución, vivieron sus procesos vitales y sus metamorfosis artísticas. El viaje, el amor, el teatro fueron vocaciones practicadas por ellos en nombre de una nueva religión: la velocidad, que otorgaba un sello distintivo a cada uno de sus actos. Eran tiempos en que Charles Lindbergh emprendía su travesía solitaria a través del Océano Atlántico, para transformar la idea del héroe y del ángel; la era de los nuevos dramaturgos que modificaban leyes del tiempo y del espacio y las del teatro tradicional; la época de los matrimonios a prueba, de una nueva moral sexual. “El breve fuego de Ulises” es una frase de Salvador Novo que sintetiza el periodo asombrosamente corto y fructífero en que aquella generación se afanó 4 4 en la aventura de un grupo de teatro, una editorial. Y una revista, Ulises, cuyos seis números aparecieron entre mayo de 1927 y febrero de 1928. Al decir de José Luis Martínez, “es la primera revista mexicana en que la vanguardia artística europea consigue aclimatarse en el país con alto nivel de calidad.” Es un año decisivo en la formación de la sensibilidad literaria en lengua española. Es el año que bautiza a la generación poética española –la de 1927- con motivo del tercer centenario de la muerte de Góngora. La época cuando está en el aire el concepto de deshumanización del arte de José Ortega y Gasset, cuya discusión ocupaba a artistas de ambos lados del Océano. Luis Cardoza y Aragón llamó a Carlos Pellicer el pintor poeta. Desde sus primeros poemas y sus libros iniciales, los contemporáneos de Pellicer se apresuraron a enfatizar esta característica que, si por un lado contribuyó a definirlo, también dio inicio a una serie de lugares comunes e imprecisiones contra las cuales Pellicer fue el primero en protestar. . En un texto de la revista Ulises a propósito de Hora y 20, cuarto libro de poemas de Pellicer, aparecido en 1927, Villaurrutia afirma: El paisaje es su elemento y su intimidad, su materia y su pecado. Dentro de él, recibiéndolo, expresándolo, corrigiéndolo, respira naturalmente y se mueve con el desembarazo del hombre rodeado de cosas suyas familiares; dentro de él se realiza en imágenes el juego de sus sentidos, que es lo mejor de este hombre. No le falta razón a la primera parte de este juicio. La segunda resulta un tanto ambigua, como lo demostrará posteriormente el juicio que de Pellicer se incluye en la Antología de la poesía mexicana moderna, que tras celebrar su facilidad plástica, insiste: “es inútil buscar en sus versos otra tendencia que no sea exclusivamente, la del goce de los sentidos.” De ahí que en carta a Gorostiza desde Roma, fechada el 11 de julio de ese 1928, Pellicer estalle contra la Antología: “Está hecha con criterio de eunuco: a Othón, a Díaz Mirón 5 5 y a mí, nos cortaron los güevos. Todo el libro es de una exquisita feminidad…Es curioso: en el país de la Muerte y de los hombres muy hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.”1 Cuando aparece la Antología, Pellicer ha publicado ya cuatro libros de poesía: Colores en el mar y otros poemas, Piedra de Sacrificios, Seis, siete poemas y Hora y 20. No le falta razón al sublevarse ante el juicio, acaso muy ligero, expresado en la Antología. Hora y 20 es uno de los libros más luminosos de la poesía mexicana y donde aparece Pellicer en la plenitud de sus jóvenes pero ya invencibles poderes. Varios de los poemas de Pellicer llevan por título “Estudio” término que en lenguaje plástico es “el dibujo detallado de tela, follaje o partes del cuerpo, hecho para referencia o para integrarlo en una composición mayor”. 2 De la misma forma, Pellicer hace en los breves poemas que así titula, trazos parta una obra mayor, pero que en sí mismos representan muestras acabadas de la capacidad que tuvo para encontrar equivalencias plásticas. La educación de la mirada tiene lugar junto con una educación de los demás sentidos. Pellicer nació con un natural instinto hacia el ritmo y el color, pero tempranamente descubrió la disciplina que transforma la emoción en arte permanente. El poeta que se enfrenta a la pintura tiene diversas maneras de articulación. La primera es mediante el ejercicio de sus herramientas verbales para hablar del arte plástico. La segunda, cuando el poeta, dotado de cultura, sensibilidad y cierto talento pictórico, se atreve a templar el violín de Ingres y practica la pintura, como es el caso de Víctor Hugo, Baudelaire, Alberti o Moreno Villa. La tercera forma, acaso la más difícil, es cuando en el espacio ocupado y transformado por el poema hay una correspondencia con la forma en que lo hace la pintura. Pellicer cultivó la primera y la tercera modalidad. En el primer caso, son numerosas las páginas dedicadas por Pellicer a presentar pintores o a ofrecer su opinión sobre ellos. En su importante trabajo Carlos Pellicer en el 1 2 José Gorostiza, Epistolario, p. 210. Bernard Myers, How to look at art,. New York, Grolier, 1965, p. 228. 6 6 espacio de la plástica, Elisa García Barragán establece la filiación artística del poeta e incluye la totalidad de los textos relacionados con esa tarea. No llegó a ser en este sentido un crítico creador, como sí lo fue Villaurrutia, y al leer sus páginas no podemos sino recordar una idea externada por el artista Fernando Leal, precisamente en 1928: Siendo pintor, es natural que no me interese la labor muy discutible de quienes toman las obras plásticas únicamente como pretexto para redondear frases. Además, esa inclinación de los literatos a dejarse llevar ante todo por la sonoridad de los vocablos, me hará siempre insistir en la incapacidad que ya Leonardo había encontrado en los escritores para entender una pintura. Efectivamente, todas las emociones que se derivan de las formas y los colores, sólo pueden llegar a nosotros por medio de los ojos, nunca por medio de los oídos; así nos explicamos por qué el viejo florentino llamaba a la literatura un arte propio para ciegos. 3 Pellicer no toma “las obras plásticas únicamente como pretexto para redondear frases”, como sí sucede a menudo con escritores que se refieren al arte y los artistas plásticos. En sus momentos más afortunados, consuma el difícil arte de una poesía pictórica, acorde con los nuevos cánones, o parte de una concepción muy firme de lo que significa el paisaje representado por otro pintor para hacer su propia traducción del mismo en sus poemas. Vanguardista y clásico, desmesurado y amante de la forma, dionisiaco y apolíneo, Carlos Pellicer cifró su búsqueda en la alegría, no como negación de la amargura, sino como creencia en los principios regeneradores de la vida. Temprano viajero por el aire, descubrió el rostro de nuestra América, del cual dio testimonio en su libro Piedra de sacrificios con frescura juvenil, sentido del humor y conciencia de la Historia. No dudó en hacer ejes de su poética la 3 Fernando Leal, El arte y los monstruos, p. 6. 7 7 religión católica, el fervor cívico y aun la peligrosa emoción circunstancial. Desde sus primeros poemas logró que las palabras se adecuaran a las cosas, y éstas tuvieran vida nueva, según el precepto de Juan de Valdés en el Diálogo de la lengua. Esa difícil elementalidad lo llevó a fijar, para siempre, dos versos que parecen nacidos con el mundo: “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas”. Pellicer nació virtuoso y fecundo. En tan alto grado, que sus contemporáneos, más cautos y reticentes, señalaron que sus versos parecían no pasar por ninguna corrección: el mundo desplegaba sus milagros ante su poderosa invocación. A partir de Hora de junio, publicado en 1937, tiempo de su madurez individual y la de sus compañeros, la voz es singular; el verso, sin fisuras. El paisaje se reordena en los vocablos; la confesión personal se transforma en oración colectiva. Ahí se encuentran algunos de los sonetos amorosos más importantes de la lengua; ahí están los “Esquemas para una oda tropical”, texto que transforma la herencia lopezvelardeana y se inserta en la tradición del poema como viaje de la conciencia y los sentidos. De ahí en adelante todo es ascenso, desde el poeta profano de Recinto hasta el poeta místico de Práctica de vuelo. Más sabio, joven y ligero conforme sus años avanzaban, Pellicer alcanzó esa altura donde lo expresado y la expresión se funden en una armonía envidiable, irrepetible. Desde el título de su primer libro, Colores en el mar y otros poemas, aparecido en 1921, revelaba su vocación cromática, su intención de leer en el paisaje: “Un gran pintor lo es siempre en función de su capacidad poética”, dijo alguna vez, y advertía sobre la tendencia de la poesía mexicana hacia la plástica: “Nuestros mejores poetas tienden a la plástica, para no citar más que a Díaz Mirón y a Othón, a López Velarde y a Urbina. Parece que el hombre que ha nacido en esta tierra nuestra, desde hace miles de años ha preferido expresarse más por las formas que las ideas”. Estas palabras son escritas por Pellicer en 958, en una carta enviada Diego Rivera. En 1852, María del 8 8 Carmen Millán había publicado el libeo El paisaje en la poesía mexicana, que incluye ensayos sobre Francisco de Terrazas, Bernardo de Balbuena, Sor Juana Inés de la Cruz, Rafael Landívar, fray Manuel Martín de Navarrete, Octaviano Valdés y Manuel José Othón en sus respectivos diálogos con lo que México iba revelando de sus rostros. * Escribir es educar la mirada, afinar la percepción., separar la realidad de la experiencia: hacer que el artificio estético constituya una segunda realidad. “Examen de la vista” llama José Emilio Pacheco al ejercicio del poeta, esa actividad donde coexisten el entrenamiento y el milagro, la técnica interna y la sorpresa. Pellicer tuvo tempranamente contacto con las artes plásticas a través de las enseñanzas de los maestros de la Academia de San Carlos. Sin embargo, no se afanó en dedicar su pluma a la crítica de arte, como sí lo hizo, de manera original y sorprendente, Xavier Villaurrutia. La poética central de ambos autores determina asimismo, la hora de sus poemas y la temperatura de sus palabras: Pellicer es el poeta diurno, dionisiaco, que con justicia de autonombró “ayudante de campo del sol”. Villaurrutia es el poeta de los nocturnos, del blanco y negro y las estatuas sin sangre. Si bien Pellicer dedicó varias páginas a pintores, nunca se afanó en ser un crítico propositivo. La mayor parte de sus textos son explicativos, como aquellos dedicados a describir la museografía de La Venta -una de sus obras plásticas mayores- y contribuye a explicar -nuevamente- el gran sentido de composición y armonía que poseyó quien, sin ser museógrafo profesional, organizó museos y modificó paisajes. De ahí que no sea casual que la nueva denominación del parque arqueológico por él fundado sea Poema-Museo “Carlos Pellicer”. En el caudaloso río de palabras de Pellicer, es posible distinguir dos momentos en la relación de las palabras con las imágenes: el primero, aquel 9 9 nacido en el instante mismo de la formulación poética, como cuando escribe: “Hay azules que se caen de morados”. El segundo, cuando en sus textos sobre arte se trasluce la poética del autor. La generación de Pellicer, al igual que la de 1927, creció y escribió entre la tradición y la novedad, entre el clasicismo y el cine, entre Góngora y Charles Chaplin, entre Velásquez y Picasso. En su ensayo “Pintura sin mancha”, Villaurrutia establece las relaciones entre pintura y poesía y confiesa: “Mis poemas no han querido ser solamente criaturas irreales, seres matemáticos o existencias musicales sino, también y sobre todo, objetos plásticos”. La época más clásica de Villaurrutia, durante la cual escribe Nostalgia de la muerte, es fiel a su idea anterior: las arcadas y sombras que pueblan su universo, pueden hallar un equivalente plástico en la obra de Giorgio de Chirico o Yves Tanguy. Pero es en su libro inicial, Reflejos, donde Villaurrutia manifiesta su capacidad para trazar con lápiz tanto el dibujo metafórico como la escritura pictórica. Algo semejante ocurre con el primer Pellicer: los poemas de Hora y 20 y Camino, varios de los cuales llevan por título Estudio, son tratados con lápiz y acuarela, frente a la obra futura, densamente cromática, del más característico Pellicer. Y si Jorge Cuesta señalaba con justicia que Reflejos, con ser un libro de poemas, era la mejor obra crítica de Villaurrutia, varios de sus textos pueden ser leídos como síntesis visionarias de interpretación pictórica. El poema “Aire” es una historia abreviada del color y la línea en el espacio, desde Leonardo da Vinci hasta Paul Cézanne: El aire juega a las distancias: acerca el horizonte, echa a volar los árboles y levanta vidrieras entre los ojos y el paisaje. De manera consciente o inconsciente los Contemporáneos llevan a la práctica en sus poemas la teoría del inscape –paisaje interior- desarrolla por Gerard 10 10 Manley Hopkins. El paisaje interior puede definirse como “el reflejo externo de la naturaleza interna de una cosa, o una copia sensible o representación de su esencia individual”, concepto que no dista del correlato objetivo exigido por Eliot para que la realidad estética sobrepase a la realidad emocionada. Pero el maestro indiscutible de la mirada y sus transformaciones, era Marcel Proust. En su obra narrativa, los Contemporáneos ejercitaron su voyerismo obsesivo y exploraron en forma exhaustiva lugares, sensaciones y objetos. Prosa del ocio ocupado, el arte narrativo de los Contemporáneos en una exploración minuciosa del paisaje interior, aún en los casos en que el poeta se enfrente al paisaje externo. Rubén Salazar Mallén, tan opuesto en múltiples sentidos a esta vertiente narrativa de sus contemporáneos, escribe una nota sobre La educación sentimental de Jaime Torres Bidet, aplicable en general al arte narrativo de ese momento: “Hay en ellas [las novelas] un deseo tenaz de hundir el tema y los personajes –sin soltarlos- en el agua brillante del estilo, agua teñida siempre –aunque con grados de saturación diferentes- en el color Giraudoux Proust, agua que, a pesar del deseo de elaborarla perfecta, no siempre consigue ser…” En esta perfección más precisa que preciosa, los Contemporáneos reconocían, de manera expresa o implícita, a un maestro: Paul Cézanne, el último de los impresionistas, el primero de los maestros del siglo XX. A partir de la novela más característica de Torres Bidet, Margarita de Niebla, Jorge Cuesta explica la estética de Contemporáneos y afirma: …hace Mallarmé en su poesía lo mismo que en su pintura Cézanne. Sus espíritus son extraordinariamente semejantes, siempre próximos a huir de la realidad que tocan siempre próximos a quedarse en la realidad que abandonan. Los cuadros de uno tienen la misma densidad que los poemas del otro, la misma falta de un movimiento simple que reparta desigualmente su materia, como si lo hubiera substituido por una vibración homogénea. …Los contornos equivalen en Cézanne a la sintaxis en la poesía de Mallarmé. Su movimiento ha sido reducido por esa constante interrupción que los hace afluir cada momento, recogiéndolos enseguida, fuera o dentro de la figura y que tan apasionadamente la dibuja. 11 11 En su primera época, a partir de las lecciones de Monet y Pissarro, Cézanne exploró la luz cambiante y trató de apresarla a través de la pincelada rápida. Más tarde, su evolución lo llevará a obsesionarse, más que por el color, por la estructura del cuadro, y por hacer de éste un sistema autónomo, obediente a sus propias leyes. El modernismo literario hispanoamericano, al igual que el simbolismo francés, se afanó en una exploración cromática que permitió la aparición de nuevas formas musicales, de violentaciones lingüísticas, antes de que la escuela se transformara en una fábrica de fórmulas verbales. El poeta modernista aplica el color. El poeta posmodernista se pregunta por qué y para qué se aplica el color. Si el propósito de Cézanne era lograr que el cuadro estuviera encerrado en el universo pictórico que declara y verifica sus propias leyes, Torres Bodet encuentra en Proust que los lectores de la obra moderna por antonomasia “entran, de lleno, en cualquier capítulo de la obra y se sienten ‘a gusto’, envueltos por la naturaleza inventada que Proust les brinda”. En un párrafo de Margarita de Niebla, Torres Bodet ilustra esta superioridad cezannenana de la estructura sobre la línea: no basta al narrador descubrir en la realidad superficial la realidad profunda, sino debe explorarla hasta sus últimas consecuencias, hasta las consecuencias extranaturales proporcionadas por el hallazgo estético * Como ha hecho notar el sobrino de Carlos Pellicer López, sobrino del poeta y pintor de oficio, la visión poética de Pellicer cambia dramáticamente ante su encuentro con el arte cubista. Los sucesivos viajes a Europa que hizo a partir de sus años juveniles, lo pusieron en contacto tanto con el arte clásico como con la vanguardia. Sin embargo, el joven que llegaba a Europa ya había tenido 12 12 un entrenamiento tenaz de la mirada en la escuela llamada Valle de México. Era el tiempo de la escuela de pintura al aire libre, que rechazaba la rigidez de la academia y salía a la calle. Los pintores se establecían en barrios populares y daban testimonio de la vigorosa e intensa realidad posrevolucionaria. “No me hubieras buscado si antes no me hubieras hallado”. Luis Cernuda repetía este adagio clásico para referirse a la maravillosa fatalidad que nos conduce a aquellas obsesiones con cuyo germen nacemos. De tal modo fus su encuentro con el pintor José María Velasco, que consagró en sus cuadros la monumentalidad del Valle de México. Pellicer nació en el trópico, hijo del caudaloso Usumacinta, impregnado hasta los huesos de un paisaje lujuriosamente cromático, y nunca dejó de ser fiel a su paisaje natal. Sin embargo, tempranamente trasladado a la Ciudad de México, entonces una urbe que conservaba la inverosímil transparencia del aire, admirada por propios y extraños, su sed de paisaje se vio espléndidamente mitigada con el poderío del Valle de México, ese dramático circo de volcanes, nubes y verduras esfumadas que dieron pie a Velasco para formular, desde finales del siglo XIX, la poética de un paisaje nacional. El joven Pellicer dedicaba los fines de semana a hacer excursiones solitarias a los volcanes, y ahí tuvo lugar gran parte de su aprendizaje visual. En el siguiente párrafo es posible apreciar tanto el impacto de este paisaje en el poeta como la manera en que sabía establecer paralelos entre las imágenes plásticas y las palabras: Uno de los mayores episodios de la historia de nuestro planeta, es el Valle de México. .La luz es fría y tersa y en ella se inscriben el cielo y la tierra con firme y fino trazo la narración sonora de un majestuoso y poético tratado del paisaje...Sorprendido en la zona tropical pero elevado a dos mil trescientos metros de altura, el Valle de México acciona a través de una luz geométrica que va de lo esferal levemente brumoso a lo prismático luminosísimo en grado difícilmente aceptable, iluminación adecuada a uno de los climas más humanos de la tierra. 13 13 Con el paso del tiempo escribiría en varias ocasiones sobre José María Velasco. Su juicio sobre la manera en que construye sus cuadros, puede ser aplicado al propio Pellicer: “[José María Velasco] Fue un hombre nacido para ver y representar la belleza que nos rodea. Su obra es un nuevo homenaje a la poesía de lo material...no siempre pinta lo que ve: o suprime, o añade elementos que no están ante sus ojos. Pinta una roca, un árbol, el agua, una nube, con tal integridad vital que un siente la comunión del artista con todos los materiales: el pintor es roca y árbol, agua y nube. Jamás es la exactitud fotográfica: es la presencia viviente.” Apliquemos esta apreciación estos principios al poema de Pellice “Grupos de palomas”: Los grupos de palomas, Notas, claves, silencios, alteraciones, Modifican el ritmo de la loma. La que se sabe tornasol afina Las ruedas luminmosas de su cuello Con mirar hacia atrás a su vecina. Le da al sol la mirada Y escurre en una sola pincelada Plan de vuelos a nubes campesinas. A propósito de Jesús Reyes Ferreira, Pellicer había escrito: “La luz se maneja con las manos moviendo o movilizando el objeto”. Aplicado este juicio al poema anterior, vemos tres movimientos, tres pinceladas, tres instantes en que los ojos captan la actuación aérea de las palomas y su lenguaje nervioso en tierra. “Esquemas para una oda tropical”, uno de los poemas más ambiciosos de Pellicer, y donde se muestra dueño de sus capacidades, tuvo dos intenciones. Me quedo con la primera, por la arquitectura, solidez e intensidad que Pellicer logra. Ante el enigma de la composición poética, 14 14 Pellicer utiliza una técnica pictórica mientras sus contemporáneos acudían preferentemente a la técnica del compositor musical. * Los aviones fueron una de las grandes pasiones de Pellicer. Inclusive quiso ser piloto, pero no fue admitido en la escuela debido a su corta estatura. Al volar, comprende que esa herramienta, su artífice y su piloto, consuman un triángulo amoroso y una obra de arte. Para Pellicer, el aeroplano es un maestro de composición, como lo demuestra en esta luminosa página: Estos poemas no deben sorprender a nadie si se piensa que han sido escritos con la lógica de los aviadores. El aviador, desde su avión, está haciendo el mundo a su antojo. Con medio looping puede mover el lugar de las cosas y con un tonneau consigue fácilmente retorcer e paisaje. La de los aviadores es una lógica dinámica que n tiene nada que ver con la del resto de los hombres. Cuando el piloto es muy hábil, para ejecutar actos de acrobacia, se tiene la impresión real de que no es el avión, sino las cosas las que se mueven. Como afirma Jean-Luc Daval en Journal de l’art moderne, “la introducción del movimiento en el sistema figurativo transforma la perspectiva: el espacio se convierte en el campo de acción. Paralelamente a los científicos que no conciben más el espacio como una entidad estática y fija, los artistas unen el movimiento a la profundidad.” * 15 15 * En el imprescindible y recurrente álbum fotográfico de Carlos Pellicer, editado en 1982 por el Fondo de Cultura Económica, aparece una imagen del joven poeta en Belén, con un libro en las manos: juventud y espiritualidad, potencia y horizonte. La antecede otra en traje de baño, en la playa italiana de Osta Mare, acompañada por el fragmento de una carta a Juan Pellicer, fechada en 1928: “Para mí el mundo es imagen. Mi sensualidad es una irradiación de imágenes. Si algún día yo pudiera llegar a Dios, llegaría por medio de mis sentidos, hoy rudos y entonces perfectos.” Pellicer escribe esta declaración de fe en el preludio de su tercera expedición a Palestina, cuando puso la planta en los lugares donde veinte siglos atrás lo hiciera el hijo de un carpintero que fundó una religión pero también una estética. Durante sus años verdes, Carlos Pellicer estuvo tres veces en Tierra Santa. En la primavera de 1926, luego de visitar Grecia y el norte de Italia; en noviembre de ese mismo años regresa, en compañía de José Vasconcelos. El tercero, en 1929. Algunas impresiones sobre este último son el objeto de las presentes líneas, que no hubieran sido escritas sin el estímulo y la generosidad de Carlos Pellicer López, sobrino del inmenso poeta y heredero de su polícroma alegría. Una noche de 1999, en que volvía a mi cuarto de hotel en Jerusalén, me entregaron un fax enviado desde México por 16 16 Carlos. Mejor regalo no podía hacerme: se trata de una carta -nunca recogida en libro- que Pellicer envío a su hermano Juan, escrita desde Tiberiades. La carta es el estímulo para trazar la ruta física y espiritual seguida por el poeta mexicano que hizo del paisaje una religión. Posteriormente, Carlos Pellicer López me hará llegar otras dos cartas, una de Nazareth y otra del Monte Tabor, dirigida a Samuel Ramos, así como los textos de dos tarjetas postales, por las cuales podemos saber, al menos, de dos viajes posteriores, uno en 1946 y otro en 1966, éste último cuando ya estaba constituido el Estado de Israel. Tanto en las cartas como en las breves notas palpita el hombre ávidamente sensual y espiritual que fue Pellicer. Leerlas en los lugares donde puso sus ojos y su cuerpo se impregnó de lo que él vivía como olor de santidad, hace su poesía más próxima e intensa. La exploración que desde muy joven el hizo de otras latitudes es uno de los signos más notables de su biografía. Su peregrinación a Tierra Santa significó un encuentro decisivo para el hombre y el poeta, para la definición de su espiritualidad y su consagración como poeta religioso, pero también para su educación plástica. Algunas de las cartas que envía desde Tierra Santa pertenecen a lo que el propio Pellicer llama “Retórica del paisaje”. El poeta sube a la cima del Monte Tabor, sitio donde, según el evangelio de San Mateo (17:1) tuvo lugar la Transfiguración, pero también donde se tiene una de las vistas más dramáticas y panorámicas de los lugares donde tuvo lugar la vida, pasión y muerte del nazareno. En el enorme volumen del Material poético que por fortuna se halla en el 17 17 acervo de la Universidad Hebrea, acudo al resultado de la experiencia descrita en la carta. Se trata del “Soneto a causa del Tercer Viaje a Palestina”. Lo copio a mano -una fotostática sería una blasfemia- y lo llevo conmigo para leerlo en alta voz, como deben leerse los poemas, de cara al cielo, de cara al verbo. ¿Por qué, Señor, a tus paisajes tomo de nuevo entre mis brazos? ¿Por qué ordenas -pájaros en abril, noches serenasque a mí desciendan nubes de tu domo? Y al abismo cordial mi sombra asomo y te digo mis gozos y mis penas. Y con lágrima grande las arenas jardines brotan y en mi fe te aromo. La cuna y el sepulcro. Piedra y cielo. Paisajes de Israel. La sed fecunda la Samaria de piedra. Y desde el vuelo del Tabor, pesca y ara Galilea. Y le abrí el corazón agua que inunda, para que el Sol en sus entrañas vea. El poema anterior, que Pellicer fecha en 1929, pero que no será incorporado a un libro sino hasta 1956, como puerta de entrada a los sonetos magistrales de Práctica de vuelo, uno de los más intensos diálogos del hombre con la divinidad, demuestra que Pellicer supo guardarlo hasta que llegara el momento preciso de que el poema actuara como epígrafe y guía del resto del libro. Lo que Pellicer quiere transmitir es la atmósfera especial de Tierra Santa, ese aire delgado entre e cielo y el desierto donde tres religiones monoteístas reclaman ser las detentadoras de la palabra de Dios. Por las fechas de composición de este libro, Pellicer había publicado el texto titulado “El valle de México” que 18 18 sirvió para un catálogo del Philadelphia Museum of Art. Es un verdaderotratado sobre el paiaje. A diferencia de otros textos donde la admiración está acompañada por la retórica, en éste el poeta logra traducir, a través de sus medios verbales, lo que el pintor ha logrado. He hablado antes de la peregrinación y no exclusivamente del viaje de Pellicer a Tierra Santa. Como creyente, el poeta iba no al conocimiento sino al reconocimiento de lugares del Viejo y de Nuevo Testamento y que forman parte de la geografía espiritual de un católico culto como él. Pellicer es continuador de escritores mexicanos que en el siglo XIX lo habían antecedido: José María Guzmán, Luis Malanco y José López-Portillo y Rojas, se trasladan a los Santos Lugares en 1837, 1874 y 1875, respectivamente y dejan testimonio escrito de su viaje iniciático. Otros, como Manuel Carpio y José Joaquín Pesado, viajaron con la imaginación y crearon en sus poemas y en sus propios espacios urbanos la geografía emotiva de los lugares santos. Su esfuerzo por reconstruirlos en una maqueta, con la mayor fidelidad posible, recuerda el arte de Pellicer como arquitecto de sus célebres nacimientos. Pellicer perteneció a una generación de nuevos viajeros, que gracias a la invención del aeroplano vieron modificadas las leyes de tiempo y el espacio. Como ha notado certeramente Gabriel Zaid, gran parte de las metáforas y la visión aérea de los poemas de Pellicer tiene relación directa con esta circunstancia. Sin embargo, todo el ritmo desenfrenado, simultaneísta y hermano del jazz que caracteriza los poemas de los libros que publica antes de los 30 años, se modifica cuando se enfrenta con la sobriedad del paisaje en Israel. 19 19 Sus líneas se afinan. Cada uno de sus versos es como una plomada que parece nacida de manera natural y milagrosa. En noviembre de 1926, Carlos Pellicer y José Vasconcelos llegaron a Jerusalén. El primero era un joven poeta, ya conocido en México y en América Latina. El segundo, fundador del Ateneo de la Juventud, había sido rector de la Universidad Nacional y secretario de Educación Pública del gobierno emanado de la Revolución. Hijos de la pasión y del poder, llegaban a Palestina en un contexto de intensa agitación política. En 1922, habían surgido 5 nuevo estados en Medio Oriente: Iraq, Líbano, Palestina, Siria y Transjordania (que luego llamado Reino Hasemita de Jordania). En 1920 y 1921 habían tenido lugar motines, manifestaciones y disturbios en oposición a los judíos. Jerusalén era una ciudad de 62,578 habitantes. El viejo camino a Jaffa había sido sustituido, como gran arteria, por la avenida King George. Otros ilustres visitantes habían anticipado la de los mexicanos: en 1922, el teniente Thomas Edward Lawrence, que la historia y la leyenda llamarían Lawrence de Arabia; en 1925, año de la inauguración de la Universidad Hebrea, Albert Einstein había estado en la ciudad. También por esos años, intrépidos y jóvenes colonos se establecieron en Kibbutz. Más de 30 años tardó en sedimentarse la emoción vivida por Pellicer ante un paisaje que removía las raíces de su poderosa y auténtica religiosidad. A Guillermo Dávila, en carta enviada desde Tiberiades, el 5 de mayo de 1929, le confiesa: “No he escrito casi nada, Se me han ocurrido algunas cosas que trataré de afianzar más tarde”. Sin embargo, en el poema “Variaciones sobre un tema de 20 20 viaje”, el cual pertenece al libro Hora y 20, había dado cuenta de su exuberante bitácora, con una visión simultaneísta y vertiginosa del paisaje: Por los caminos de Palestina pedí limosna de luceros. Supe callar, orar, llorar, y en las divinas mañanas esparcirme por el monte, sabiendo que el señor puso sus ojos sobre esos campos y esos horizontes. Y yo vi lo que Él vio. Mis pies pasaron por dónde Él caminó. Sueltos y reales los lirios salomónicos alzaron el himno al libre lujo de sus telas, y la sombra olivar, agria y torcida se cruzaba de pájaros. El poema es mucho más que la confesión emocionada de sucesos casi inmediatos. Pellicer fue un joven cuya poesía nació madura, pero cuya madurez se fue haciendo, paradójicamente, cada vez más joven. Pellicer no quiere exclusivamente imprimir su huella en el planeta sino rendir testimonio de lo que el mundo espiritual ha depositado en él. Con poco tiempo de distancia, tiene la clarividencia para comprender que “Desos días/ me quedó el corazón nuevo y humilde,/ lento el pensar y los brazos cargados.” Aunque la costumbre de colocar el nacimiento le fue infundida por su madre desde su niñez, no es arriesgado pensar que en la construcción de esa pequeña gran ciudad, arte en el cual Pellicer 21 21 llegó a ser un maestro, su visita a Tierra Santa lo haya influido en su afán por mantener, a través de esa ciudad efímera, la ciudad eterna. En una postal dirigida desde Jerusalén en 1966 “al joven pintor Carlos Pellicer López”, quien entonces tenía 18 años, escribe: “Tocayo queridísimo: Para ti, “nacimientista” nº 1 con el gran Alfonso, este recuerdo de antier que pasé la tarde en Belén. El próximo lo haremos como yo vi el paisaje. Te lo contaré. Te aseguro que las emociones no me dejan escribir. ¿Vendremos algún día por aquí? Abrazos todos.” En los poemas de Cosillas para el nacimiento (1974) hay varios reencuentros con los viajes que lo estremecieron: Místico paisaje de piedra y cielo, siémbrame en ti: Hazme tu suelo, tu cielo, tu sueño. Atesórame en una hendidura desde donde yo sólo pueda ser tu dueño. Te oigo en cada dificultad de colores que desnudan tu fragoroso cuerpo. Estás hecho de lava, de pavor antiguo y de natural esfuerzo. Desde mis músculos tropicales he roto la inocencia volcánica de tu pecho. Y con mis manos que huelen a sol te he traído aquí gigantescamente pequeño. ............................................................................ La relación de Pellicer con Vasconcelos no se limita a la del viajero culto e inspirado que da testimonio de su asombro y lo comparte 22 22 son otros. La huella de su peregrinación es tan importante como la que la catedral de Chartres imprime en la vida de Charles Péguy y lo lleva a escribir el gran poema “continúa influyendo toda su obra. 23 23